Test de Turing y sistemas expertos

El matemático y lógico inglés Alan M. Turing fue el autor de una serie de artículos fundacionales sobre lógica e informática teórica. En un artículo de 1936, antes de que se hubiera construido ningún ordenador programable, describió simbólicamente la estructura lógica que habría de tener cualquiera de esas máquinas. Su descripción de un ordenador ideal especificaba en términos matemáticos las relaciones entre la entrada, la salida, las acciones y los estados de lo que se ha dado en llamar una máquina de Turing. En otro artículo daba las razones por las que era irrelevante que el substrato físico de dicha máquina fueran neuronas, chips de silicio o un mecanismo de hojalata. Lo esencial es la pauta y la estructura, y no el material que hay debajo.

Durante la segunda guerra mundial, Turing trabajó en criptografía y en la tarea de descifrar los códigos secretos alemanes. Después volvió al trabajo abstracto y en un famoso artículo de 1950 propuso que la pregunta etérea de si podía considerarse que los ordenadores tenían conciencia fuera sustituida por la menos metafísica de si se puede programar un ordenador de modo que «engañe» a una persona y le haga creer que está tratando con otro ser humano. Mediante un monitor de televisión alguien podría plantear a un ordenador programado a propósito y a otra persona preguntas que se contestaran con un sí o un no, o con respuestas seleccionadas de una propuesta múltiple. Se trataría entonces de que una persona adivinara qué conjunto de respuestas era dado por el humano y cuál por el ordenador. Si esa persona fuera incapaz de distinguirlos, el ordenador habrá superado el test de Turing. A menudo el test se plantea en términos de conversaciones. Imagínese sosteniendo una conversación con dos interlocutores por medio de un monitor. Su tarea consistiría en decidir cuál de los dos tiene un hardware (o fisiología) basada en el silicio y cuál en el carbono. (Con respecto a esto último, el filósofo norteamericano Hilary Putnam ha desarrollado una sugerente analogía entre la distinción que se hace en informática entre el software y el hardware, y la distinción entre el cerebro y la mente en filosofía).

De todos modos, los criterios para superar el test de Turing son muchísimo más claros que los que se refieren a la conciencia de una máquina. Pero a pesar de que Turing predijera que hacia el año 2000 habría máquinas capaces de superar su test, ninguna se ha aproximado siquiera a ello. Y ciertamente en lo que respecta al futuro inmediato, una «conversación» de ordenador revelaría enseguida su alma de metal. La cantidad de conocimiento tácito que poseemos todos nosotros supera con creces la capacidad de nuestros presuntos imitadores. Sabemos que los gatos no vienen de los árboles, que uno no se pone mostaza en los zapatos, que los cepillos de dientes no miden tres metros ni se venden en la ferretería y, que aunque las botas de piel estén hechas de piel y las botas de goma estén hechas de goma, las botas de agua no están hechas de agua. Lo único que habría que hacer para que la máquina impostora se delatara sería preguntarle sobre algunas pocas cosas de entre los tropecientos millones (esto es, de la infinidad) de asuntos humanamente obvios como éstos.

Para captar desde otro ángulo la enormidad del trabajo del programador, imagine que en el curso de la conversación con sus dos interlocutores nuestro voluntario les habla de que un hombre se toca la cabeza. ¿Cómo valorará el ordenador el posible significado de este gesto? Tocarse la cabeza con la mano puede significar que la persona tiene dolor de cabeza; que es un entrenador de béisbol que está haciendo una seña al bateador; que esa persona está tratando de ocultar su ansiedad aparentando despreocupación; que el hombre está preocupado por si se le ha deslizado el peluquín; o una infinidad de otras cosas, dependiendo de una multitud de contextos humanos en continua variación.

Existen, desde luego, lo que se conoce como sistemas expertos, programas concretos que lo hacen todo, desde analizar grandes moléculas hasta hacer cierto tipo de diagnósticos clínicos, desde escribir documentos legales (tengo uno que redacta testamentos) hasta realizar complicados análisis estadísticos, desde recordar enormes bases de datos hasta jugar al ajedrez. Un programa clásico (si es que la frase significa algo en un campo tan reciente) llamado ELIZA incluso imita las respuestas evasivas de un psicoterapeuta no directivo, y resulta divertido lo bien que funciona durante un par de minutos.

Estos sistemas expertos están escritos por «ingenieros del conocimiento» (una expresión aterradora donde las haya). Estos programadores están adiestrados en las técnicas de la inteligencia artificial (programación designada para producir respuestas que, si procedieran de un humano, serían tenidas por inteligentes) y entrevistan a expertos en un campo determinado, pongamos geología del petróleo. Intentan captar parte de la pericia del geólogo de manera que se la pueda incorporar al ordenador: largas listas de frases acerca de rocas de la forma «Si A, B, o C, entonces D; si no E a menos que F», y complicadas redes de verdades interrelacionadas relativas a la geología. Después, si todo va bien, el sistema experto será capaz de contestar a preguntas acerca de dónde perforar para encontrar petróleo.

Es tanto más notable, pues, que con todas las cosas impresionantemente recónditas que las computadoras hacen de modo rutinario, sean precisamente la conversación, las habladurías mundanas, los chistes y las tomaduras de pelo lo que se resista más a la simulación por ordenador. (Véanse las entradas sobre Sustituibilidad y La complejidad). Simular trayectorias balísticas intercontinentales es fácil comparado con la simulación de la charla intrafamiliar. Para ésta hace falta un programa genérico multifín muchísimo más flexible. Después de escuchar a escondidas muchas conversaciones cuyos contertulios habrían pasado apuros para superar el test de Turing, quizá debería moderar un poquito mi chauvinismo humano. Sin embargo, me anima que, después de haberse enfrentado a la tarea de dotar a las máquinas de algo parecido a la inteligencia general, muchos de los que trabajan en inteligencia artificial parecen más respetuosos y están más enterados de la complejidad humana que algunos teóricos literarios. Aquéllos han tenido que tomar plena conciencia de los objetivos y fines de un programa de una manera que contrasta completamente con los esfuerzos de los desconstruccionistas, por ejemplo, por eliminarlos a ambos de sus análisis formales y reduccionistas de los textos literarios.

Que la inteligencia artificial pueda ir más allá de los sistemas expertos para un fin concreto y cumplir su promesa (¿amenaza?) o que por el contrario acabe por ser considerada en cierto modo como un inmenso timo intelectual es algo que tardará en aclararse. Pero, si se logra la verdadera inteligencia artificial, habremos de maravillarnos de lo naturales que estas máquinas habrán llegado a ser y no de lo mecánicos que nosotros hemos sido siempre. Deberíamos pensar en nosotros mismos como pigmaliones humanos que han dado vida a sus galateas informáticas, y no como autómatas cuya base mecánica nos ha sido revelada por nuestra prole de ordenadores.