¿Cómo toman las decisiones las sociedades democráticas? La respuesta es «votando», pero ¿qué significa esto?, si, como suele ocurrir, hay más de dos opciones posibles. Como a menudo un buen ejemplo ilustrativo vale más que páginas y páginas de explicación rigurosa, supongamos, a modo de ilustración, que hay cinco candidatos a la presidencia de una pequeña organización. Aunque todos los miembros del grupo ordenan los cinco candidatos según sus preferencias, el ganador depende críticamente, como veremos, del sistema de votación empleado.
Ahora hay que concretar los números. Supongamos pues que hay 55 electores y que ordenan los candidatos según sus preferencias con el resultado siguiente:
18 electores ordenan los candidatos así: A, D, E, C, B
12 electores ordenan los candidatos así: B, E, D, C, A
10 electores ordenan los candidatos así: C, B, E, D, A
09 electores ordenan los candidatos así: D, C, E, B, A
04 electores ordenan los candidatos así: E, B, D, C, A
02 electores ordenan los candidatos así: E, C, D, B, A
Los partidarios del candidato A quizá digan que habría que usar el método de pluralidad, por el que gana el candidato votado más veces en primer lugar. Con este método gana A fácilmente.
Los partidarios de B quizá digan que debería hacerse una segunda vuelta entre los dos candidatos más votados. En la segunda vuelta B gana con facilidad a A (18 electores prefieren A a B, pero 37 prefieren B antes que A).
La gente del candidato C han de pensar un poco más para encontrar un método que le dé como vencedor. Sugerirán que eliminemos primero al candidato con menos primeros lugares (en este caso E) y que luego reajustemos los votos para el primer lugar de los que quedan (A tiene todavía 18, B tiene ahora 16, C tiene 12, y D sigue con 9). De los cuatro candidatos que quedan eliminamos el que tenga menos primeros lugares y reajustamos la lista de los restantes candidatos (C queda ahora con 21 votos para el primer lugar). Seguimos con este procedimiento de eliminar el candidato con menos votos de primer lugar. Con este método, C se proclama vencedor.
Ahora el director de campaña del candidato D objeta que habría que prestar más atención a la preferencia media, y no sólo a los primeros. Y razona que si se dan 5 puntos a las primeras preferencias, 4 a las segundas, 3 a las terceras, 2 a las cuartas y 1 punto a las quintas, cada candidato tendrá una puntuación, el llamado escrutinio de Borda, que reflejará su popularidad. Como el escrutinio de Borda de D, 191 puntos, es mayor que el de cualquier otro, D gana con este método.
El candidato E es de un temperamento más viril y responde que sólo deberían tenerse en cuenta las luchas hombre a hombre (o hombre a mujer) y que enfrentado a cualquiera de los otros cuatro candidatos en contiendas de dos personas, siempre sale vencedor. Y sostiene por tanto que merece ser el vencedor global. (Alguien que como E gana a todos los demás candidatos de este modo se llama el vencedor de Condorcet. Pero frecuentemente las votaciones son tan embrolladas que no hay ningún vencedor de Condorcet).
¿Quién ha de ser declarado ganador y cuál es la ordenación de los cinco candidatos según las preferencias del grupo en su conjunto? Los electores podrían intentar salir del impasse votando el método a emplear, pero ¿qué sistema de votación emplearían para decidirlo? No es inverosímil que reapareciera el mismo problema a este nivel superior, pues quizá los electores votaran por el método que más favoreciera a su candidato preferido.
(Esta tendencia natural a adaptar el enfoque de un problema a los propios intereses me recuerda el consejo del viejo abogado a su defendido: «Cuando la ley esté de su parte, aporree con la ley. Cuando los hechos estén de su parte, aporree con los hechos. Y cuando ni la ley ni los hechos estén de su parte, aporree la mesa». Debería señalar también que el problema de decidir quién vota es aún más espinoso que el de decidir el sistema de votación. En general, la gente quiere que la ley dé derecho al sufragio al máximo número posible de partidarios y que se lo niegue —o que al menos los desanime— al máximo número razonablemente posible de adversarios. Ejemplos de esto último son la oposición al sufragio femenino y el apartheid, mientras que la vieja costumbre de hinchar la urna electoral ilustra el primer caso. Y no se limita a sucios fraudes en elecciones municipales, sino que con distintas variantes puede tentar incluso a las personas más altruistas, independientemente de su orientación política. Los antiabortistas contabilizan los «votos» de los no nacidos y, a menudo, los ecologistas van más allá y apelan al apoyo «electoral» de generaciones futuras no concebidas todavía).
Por lo que respecta a los sistemas de votación, la situación no es siempre tan confusa como sugiere el ejemplo anterior. Los números del ejemplo (debido a William F. Lucas por vía de los filósofos del siglo XVIII Jean-Charles de Borda y el marqués de Condorcet, así como de otros teóricos posteriores) fueron preparados para demostrar que el método de votación empleado puede determinar a veces el ganador. Pero aunque esas anomalías no se presenten siempre, cualquier método de votación está sujeto a ellas.
De hecho, el economista matemático Kenneth J. Arrow ha demostrado que no hay un procedimiento infalible para determinar las preferencias de un grupo a partir de las preferencias individuales que garantice el cumplimiento simultáneo de estas cuatro condiciones mínimas: si el grupo prefiere X a Y e Y a Z, entonces prefiere X a Z; las preferencias (tanto individuales como colectivas) han de limitarse a las alternativas disponibles; si todos los individuos prefieren X a Y entonces también el grupo prefiere X a Y; y no hay ningún individuo cuyas preferencias determinen dictatorialmente las del grupo.
Aunque todo sistema de votación tiene consecuencias indeseables y aspectos defectuosos, algunos sistemas son mejores que otros. Uno que quizá sería especialmente apropiado para unas primarias presidenciales, en las que se presentan varios candidatos, se llama votación de aprobación. En este sistema, cada elector puede votar por, o aprobar, tantos candidatos como quiera. El principio de «una persona, un voto» se sustituye por el de «un candidato, un voto» y se proclama vencedor el candidato que recibe la máxima aprobación. No se producirían así situaciones como la de dos candidatos liberales que dividen el voto liberal y permiten que gane un candidato conservador con sólo el 40% de los votos.
El mandato moral de ser demócrata es formal y esquemático. La cuestión de fondo es cómo deberíamos ser demócratas y el enfocar esta cuestión con una actitud experimental abierta es perfectamente compatible con un firme compromiso con la democracia. A los políticos que, beneficiándose de un sistema electoral particular y limitado, se envuelven con el manto de la democracia, hay que recordarles de vez en cuando que este manto se puede presentar en varios estilos, todos ellos con remiendos.