Desde Platón a los filósofos contemporáneos, como John Rawls, pasando por Kant, los moralistas han sostenido la necesidad de unos principios impersonales de la moralidad. La matemática es a veces objeto de mofa por ser una materia impersonal, pero bien entendida, esta impersonalidad es en parte lo que la hace tan útil, incluso en la ética, donde su invocación ha podido parecer rara en principio. Entre otros, el gran filósofo judio-holandés del siglo XVII Spinoza nos dio un ejemplo de esto al escribir su obra clásica Etica «al estilo geométrico» de los Elementos de Euclides.
Para empezar, un ejemplo deprimente muy alejado de los principios racionalistas y «teoremas» estoicos de Spinoza. Según un informe del UNICEF de 1990, anualmente mueren millones de niños de cosas tan poco graves como sarampión, tétanos, infecciones respiratorias o diarrea. Estas enfermedades se podrían evitar con una vacuna de 1,50 dólares, 1 dólar de antibióticos o 10 centavos de sales hidratantes por vía oral. El UNICEF estima que bastarían 2.500 millones de dólares para salvar las vidas de la mayoría de esos niños y mejorar la salud de muchísimos más. Esta cantidad equivale al presupuesto anual de publicidad de las compañías tabaqueras norteamericanas (cuyos productos, por cierto, matan casi 400 000 norteamericanos cada año, más que los que murieron en toda la segunda guerra mundial), al gasto mensual de los soviéticos en vodka o, más grave aún, a casi el 2% del gasto anual en armamento del propio Tercer Mundo. Además, si se proporcionaran medios para el control de la natalidad a aquellas mujeres que lo desearan —una estimación conservadora da aproximadamente 500 millones— haría disminuir el crecimiento de la población en un 30%, con lo que la carga financiera que representan los anteriores cambios presupuestarios sería más llevadera. La planificación familiar junto con la garantía de supervivencia de sus hijos comportaría un nuevo recorte de la tasa de crecimiento de la población, pues ésta es mayor en aquellos países con una gran tasa de mortalidad infantil. La aritmética no es complicada, pero resulta esencial para ver la situación desde una buena perspectiva.
La gente siente a menudo aversión a asignar valores numéricos a las vidas humanas o a explicitar determinadas transacciones. Sopesar el coste de la sanidad o el precio del impacto sobre el medio ambiente es siempre una tarea desagradable. A veces, sin embargo, no ser cuantitativo es un modo de falsa piedad que no puede sino oscurecer, y por tanto complicar, las decisiones que nos vemos obligados a tomar. Es ahí donde pueden jugar un papel importante la teoría de la probabilidad y la investigación operacional. Otras veces, me atrevería a añadir, la aritmética económica apropiada es más cantoriana (tanto en el sentido bíblico como en el de la teoría de conjuntos infinitos); esto es, cuando cada vida tiene un valor infinito y es, por tanto, tan valiosa como la suma de cualquier conjunto de vidas también infinitamente valiosas, exactamente igual que ℵ0, el primer número cardinal transfinito de Cantor, que es igual a ℵ0 + ℵ0 + … + ℵ0. (Véase la entrada sobre Conjuntos infinitos).
La necesidad de compromisos no siempre se aprecia en toda su importancia, a pesar de que es algo bastante corriente. En vez de seguir discutiendo sobre ello pondré un par de «aplicaciones» no estándar de la matemática en el campo de la ética. El primero es de naturaleza matemática sólo en un sentido amplio, pero uno de mis propósitos es ampliar la concepción popular de la matemática.
Supongamos que una sociedad ha de tomar una decisión política importante y que decidirse positivamente implica asumir un gran riesgo en el futuro. Si se adopta, esa política implicará inicialmente cierto trastorno —gente que cambia de residencia, mucha inversión en construcción, formación de nuevas organizaciones, …— pero comportará un aumento del nivel de vida durante 200 o 300 años por lo menos.
En un cierto momento posterior hay, sin embargo, una gran catástrofe, directamente atribuible a la adopción de la política de riesgo, en la que mueren 50 millones de personas. (La decisión podría estar relacionada con el almacenamiento de residuos radiactivos). Ahora bien, como ha indicado el filósofo inglés Derek Parfit, se podría decir que la decisión de adoptar la política de riesgo no fue mala para nadie. La decisión no fue mala, en efecto, para las personas que vieron incrementado su nivel de vida en los siglos anteriores a la catástrofe.
Es más, tampoco fue mala para las personas que murieron en la catástrofe, pues ellos, esos mismos que murieron, no hubieran nacido de no haberse tomado la decisión de seguir la política de riesgo. Ésta, recordémoslo, provocó inicialmente cierto trastorno y la consiguiente alteración del momento en que las parejas existentes concibieron a sus hijos (y a ello deben éstos su ser) y también, debido a que se reunió a diferentes personas que se aparejaron y fueron padres (y de ahí el ser de sus hijos). Con el paso de los siglos, estas diferencias se multiplicaron y es razonable suponer que nadie que vivió el día de la catástrofe habría nacido si no se hubiera adoptado la política de riesgo en cuestión. Las personas que mueran, repitámoslo, deberán su existencia a la toma de esa decisión.
Tenemos pues un ejemplo de decisión, tomar el camino del riesgo, que parece ser claramente mala —conduce a la muerte de 50 millones de personas— y, sin embargo, no es mala (discutiblemente) para nadie. Lo que nos hace falta es algún o algunos principios morales a cuya luz se pueda rechazar la política de riesgo.
Un candidato a esta categoría es el principio utilitarista del filósofo del siglo XIX Jeremy Bentham: «El mayor bien para el mayor número». Sin embargo, el principio sólo es esquemático y una interpretación precisa del mismo, que permitiera crear una especie de «cálculo moral» es algo que, gracias a Dios, los filósofos morales no han logrado todavía. Kant y otros pensaban que cualquier principio moral debería ser universal, algo que fuera útil en abstracto, pero que no sirviera demasiado al pasar a los detalles. En vez de entretenerme en la inmensa literatura relativa a éstos y otros enfoques de la ética, introduciré aquí un fragmento cuasimatemático que resultará ilustrativo independientemente de cuál sea nuestro enfoque de los principios éticos.
Formulado originalmente en términos de presos, el dilema del preso es de una generalidad difícilmente sobreestimable. Supongamos que dos hombres sospechosos de un delito importante son detenidos mientras cometen una falta menor. Son separados e interrogados, y a cada uno se le da la posibilidad de confesar el delito importante, implicando con ello a su cómplice, o permanecer callado. Si ambos permanecen en silencio, les caerá un año de prisión a cada uno. Si uno confiesa y el otro no, el que confiesa será recompensado con la libertad, mientras que al otro le caerá una condena de cinco años. Si ambos confiesan, pueden esperar que les caigan tres años de cárcel. La opción cooperativa es permanecer callado, mientras que la individualista es confesar.
El dilema consiste en saber qué es lo mejor para ambos en conjunto. Dado que permanecer callados y pasar un año en prisión deja a cada uno de ellos en manos de la peor de las posibilidades, pecar de incauto y que le caiga una condena de cinco años, lo más probable es que ambos confiesen y que cada uno pase tres años en la cárcel.
La gracia del dilema no es, naturalmente, el interés que podamos tener en mejorar el sistema jurídico-penal, sino el hecho de presentar el mismo esqueleto lógico que muchas situaciones que hemos de afrontar en nuestra vida cotidiana. (Véase la entrada sobre Teoría de juegos). Tanto si somos ejecutivos en un mercado competitivo, cónyuges en un matrimonio o superpotencias en una carrera armamentista, nuestras opciones pueden formularse en términos similares a los del dilema del preso. Aunque no siempre haya una respuesta correcta, generalmente las partes implicadas salen mejor paradas en conjunto si cada una resiste la tentación de traicionar a la otra y coopera con ella o le es leal. Si ambas partes persiguen exclusivamente su propio interés, el resultado es peor para ambas que si cooperan. La mano invisible de Adam Smith, encargada de que la búsqueda del provecho particular comporte el bienestar colectivo, está, al menos en estas situaciones, totalmente artrítica.
Las dos partes del dilema del preso se pueden generalizar a circunstancias en las que participa mucha gente, donde cada individuo tiene la opción de hacer una contribución minúscula al bien común u otra mucho mayor en beneficio propio. Este dilema del preso a muchas bandas es útil para modelizar situaciones en las que está en juego el valor económico de «intangibles» como el agua limpia, el aire o el espacio. Como en buena medida casi todas las transacciones sociales tienen en sí algún elemento del dilema del preso, el carácter de una sociedad queda reflejado en cuáles son las transacciones que llevan a la cooperación entre las partes y cuáles no. Si los miembros de una «sociedad» concreta nunca se comportan cooperativamente, sus vidas serán probablemente, en palabras del filósofo inglés Thomas Hobbes, «solitarias, pobres, repugnantes, brutales y cortas».
¿Es a consecuencia de alguna teoría moral que uno elige la opción cooperativa en situaciones del tipo del dilema del preso? Por lo que yo sé, no. De hecho, se puede hacer una sólida defensa de la opción individualista, al menos algunas veces. No es irracional ni inmoral defenderse a uno mismo. No hay ninguna teoría ética establecida que obligue ni prohíba adoptar la opción cooperativa, y lo mismo ocurre con muchas otras acciones, y esto me lleva a mi última observación.
Cualquier teoría moral, convenientemente formalizada y cuantificada, está sujeta a las limitaciones impuestas por el primer teorema de incompletitud de Gödel (véase la entrada sobre Gödel), según el cual todo sistema formal que sea lo suficientemente complejo, ha de contener forzosamente enunciados de los que no se puede probar ni la verdad ni la falsedad. De acuerdo con esto, tenemos una base teórica para la observación racional de que siempre habrá actos que ni nos están prohibidos ni estamos obligados a ellos por nuestros principios, independientemente de cuáles sean éstos o de que estén reforzados por nuestros propios temores, valores y compromisos idiosincrásicos. Esto podría tomarse como un argumento matemático en pro de la necesidad de la «ética de la situación» y demuestra la insuficiencia de una aproximación a la ética exclusivamente axiomática.