Los fractales son curvas, superficies o figuras geométricas de dimensión superior que tienen la propiedad de conservar su estructura característica al ampliarlas, de modo que siguen presentando el mismo tipo de complejidad si nos las miramos cada vez de más cerca. (Véase la entrada sobre Fractales). Esta autosemejanza nos hace pensar en la conciencia humana, que parece estar expresamente habituada a ella, tanto si uno está pensando lógicamente con algún objetivo concreto como si está meditando distraídamente sin rumbo fijo o si, cuando algo capta su interés, se detiene para echarle una mirada más detallada que, a su vez, puede remitirle a seguir explorando con mayor detalle o de vuelta a la línea de pensamiento original.
Las discusiones serias sobre la reducción internacional de armamento y las chanzas de barbería tienen en común una «forma» humana característica y, como ha sugerido el matemático Rudy Rucker, el movimiento de avance, la digresión horizontal, la ramificación y la vuelta atrás en los distintos niveles y escalas son trazos que definen esta forma humana y constituyen un fractal en un espacio lógico multidimensional. Dada la vaguedad de esta última frase, y como su tono recuerda al de Jorge Luis Borges, intentaré aclararla con un cuento al estilo de este escritor argentino (a cuyo protagonista daremos el epónimo de Rucker). El relato que sigue toma la forma de reseña de un libro imaginario. Comentar este libro que no ha sido escrito resulta muchísimo más fácil que escribirlo.
El célebre matemático Eli Halberstam (galardonado con la codiciada Medalla Fields en matemáticas y autor de los libros de éxito Asuntos de la mente y Caos, elección y azar) ha escrito una primera y colosal novela basada en el concepto esotérico de fractal inventado por Benoît Mandelbrot y no cabe la menor duda de que hasta el momento nunca se había intentado nada semejante —ni tan siquiera por autores como James Joyce o Marcel Proust—. No importa por donde se empiece el libro, pues más que leerlo hay que vagar y curiosear a lo largo de sus páginas. No hay un hilo conductor convencional, sino más bien una multitud indefinida de excursiones, unificadas todas por la conciencia de un tal Marvin Rucker, el otro yo de Halberstam.
El volumen de 3 213 páginas arranca en el estudio del profesor Rucker, un matemático de mediana edad, donde éste está intentando aclararse con algunos tediosos teoremas relacionados con el conocido problema de NP = P. La verdadera novedad, sin embargo, se explica en la introducción, donde se informa al lector (hojeador) que, después de leer un episodio, puede seguir linealmente hacia adelante, volver sobre sus pasos a un episodio anterior o moverse horizontalmente, concentrándose en cualquier palabra o frase importante del mismo episodio, dirigiéndose luego a una elaboración posterior sobre la misma. Aunque suene bastante simple, el movimiento se demuestra andando o, como el propio Rucker piensa para sí, un tanto prosaicamente, en varias ocasiones, «Dios está en los detalles».
Por ejemplo, Rucker se hurga las narices mientras está pensando en sus teoremas y, si el lector escoge investigar sobre esto hasta el fin, es enviado a una página (en la versión en disco las alternativas se presentan en un menú que aparece en la parte inferior del monitor) donde se discute detenidamente la afición de Rucker por las prospecciones proboscideas. ¿Qué porcentaje de gente se hurga las narices? ¿Por qué tan pocos lo hacen en público y por qué, sin embargo, tantos se abandonan a este placer en la falsa intimidad de sus automóviles? Si avanza un poco más en esta dirección, hay el recuerdo de unas pocas semanas atrás cuando Rucker, parado en un semáforo, vio a la señorita Samaras elegantemente peinada, sentada en el BMW de enfrente, con el índice profundamente clavado, aparentemente en el córtex frontal.
Si se cansa de esto, puede retroceder y volver al estudio de Rucker, donde acaba de entrar su hijo menor, babeando chorretones de caramelo barbilla abajo. Rucker está a punto de reprenderle suavemente por estropear su nueva calculadora cuando recuerda cómo de joven le gustaba mascar caramelos blandos. Como antes, el lector puede seguir adelante con la historia o investigar a fondo sobre los caramelos infantiles, los padres preocupados o el tono de voz que uno usa para regañar a los niños. Cada alternativa nos remite también a varias otras. La gracia de esta proliferación arbórea es la sensación vital, evanescente y frágil que da al libro.
Halberstam aconseja al lector que lea sólo los relatos, apartes y viñetas que despierten su curiosidad; como máximo una cuarta parte del libro. La versión para ordenador tiene al final un pequeño cuestionario cuyas respuestas dependen de las partes del libro que haya seleccionado el lector. Algunos amigos y colegas míos leyeron independientemente el libro en pantalla de vídeo y, como en Rashomon, nuestras respuestas a las preguntas del cuestionario fueron sustancialmente diferentes, y en la forma predicha por el ordenador, que había registrado los pasajes que había elegido cada uno.
Ni siquiera un libro gigantesco como este basta para desarrollar todas las bifurcaciones que pueden tomar los distintos relatos. Pero la habilidad artística de Halberstam supera esta explosión combinatoria de posibilidades y liga y entreteje imperceptiblemente el material, creando la ilusión de una bifurcación ilimitada. Hay varios relatos principales: uno de ellos narra la complicada vida familiar de Rucker, otro trata de un juego de timo casi ilegal, y un tercero ilustra de una manera interesante las ideas más destacadas de la teoría de la complejidad, una nueva y apasionante rama de la informática y la lógica matemática.
Ocurre con frecuencia que en las coyunturas delicadas hay pocas alternativas, si las hay. El efecto que se pretende, como un río desbocado, es sugerir la simpleza del protagonista en esas ocasiones. Por ejemplo, medio por curiosidad medio por lascivia, Rucker, un bufón intelectual que recuerda vagamente un personaje de Saúl Bellow, ha marcado un teléfono erótico de la línea 903. Después de haber entrado en materia, oye un zumbido que indica que tiene otra llamada esperando. Presiona dos veces el receptor y descubre que es su mujer que le llama desde el supermercado. Aturrullado, trata de acabar pronto con ella y le dice que está hablando con un colega de la escuela, a lo que ella exclama que tiene que hablar con él personalmente sobre la faja que ha elegido para el próximo bar mitzvah de su hijo, y si por favor puede darse un poco de prisa y marcar la tecla «R» para que la llamada se convierta en una multiconferencia. Naturalmente no puede, pues la lúbrica dama de la otra línea añadiría una nueva mella a su ya maltrecha relación conyugal.
A pesar de esos giros narrativos, esta matriz casi sensible de desviación, digresión y movimiento horizontal en la obra es lo que vivifica a Rucker y sus hazañas, y lo que más impresiona al lector. Los detalles, grandes y pequeños, sobre temas críticos y banales, van sucediéndose en esta crónica barroca y multidimensional. A los que entendemos de matemáticas, Halberstam parece estar diciéndonos que la mejor manera de modelizar la consciencia humana —como las costas infinitamente melladas, las arrugadas y varicosas superficies de las montañas, los remolinos y espirales del agua turbulenta, o una multitud de otros fenómenos «fracturados»— es echar mano del concepto geométrico de fractal. La definición no es importante aquí, pero sus características más específicas son la ramificación y complejidad ilimitadas, así como la propiedad peculiar de la autosemejanza, por la cual un objeto fractal (el libro, en este caso) presenta el mismo aspecto independientemente de cuál sea la escala a la que es examinado (tanto los hechos principales como los detalles más finos).
En vez de seguir disertando sobre esto (Halberstam no lo hace), me contentaré con observar que, al manifestar la inagotable capacidad de divagación del hombre, el libro muestra también la unidad e integridad personal de la consciencia humana. La estructura de la obra es virtuosa y, aunque no es preciso que John Updike se inquiete, la obra es muy útil —casi todo lo que podría desearse dada su extensión—. El libro lleva con facilidad su carga didáctica y, a pesar de su extensión, uno se desprende de él habiendo captado la idea vivida y precisa de una persona suplente: Marvin Rucker. Los episodios son densos; de hecho, no se pueden prácticamente sintetizar, y resumir más la trama sería engañosamente reduccionista. Sus parientes literarios más próximos son el Ulysses de Joyce y el Tristram Shandy de Laurence Sterne, pero los dos carecen de la musculatura cerebral de Rucker: Una vida fractal.
El libro es digno de un público amplio, al que, desgraciadamente, puede que no atraiga por el temor que le produce a mucha gente cualquier cosa que suene vagamente a matemáticas. Quizá sea despachado como una mera proeza técnica, mera ciencia ficción o un mero lo que sea, del que nuestros literatos, generalmente anuméricos, saben poco y por tanto mantienen una actitud de rechazo total. El hecho de que esta reseña tenga asignadas sólo 1250 palabras es, en parte, una evidencia en favor de una opinión posiblemente paranoide como ésta.
Como el Herzog de Bellow, Rucker escribe cartas a un conjunto variado de personas, algunas famosas, otras no, algunas vivas y otras muertas. Uno de sus muchos «corresponsales» es Alexander Herzen, un escritor y disidente liberal ruso del siglo XIX. Rucker cita dos veces la famosa frase de Herzen, «El arte y el relámpago estival de la felicidad humana, éstos son nuestros únicos dones verdaderos». Quizás Halberstam se hacía eco de la yuxtaposición del relámpago, que tiene una estructura fractal, y el arte, que en este caso particular también la tiene. En cualquier caso, Rucker: Una vida fractal reparte los verdaderos dones.