Cálculo y rutina

Ambition, Distraction, Uglification y Derision [«Ambición, distracción, afeamiento e irrisión»] son los nombres que daba Lewis Carrol] a las cuatro operaciones básicas de la aritmética: adición, sustracción, multiplicación y división. Ésta es aún la idea que conserva mucha gente, yo entre ellos, del cálculo aritmético de la edad escolar (exceptuando la «ambición», que nunca pareció pertenecer a la lista y que quizá debiéramos sustituir por «adicción»). Las razones de esta aversión son, a mi entender, que el cálculo es aburrido, cansado y agobiante. Peor aún, a menudo pone color (o más bien lo quita) a la imagen que la gente tiene de la verdadera matemática.

Imaginemos por un momento que el 90% de cada curso de lengua, desde la enseñanza primaria hasta la universidad, se dedicara a estudiar la gramática y a analizar frases. ¿Tendrían los licenciados alguna apreciación por la literatura? O consideremos un conservatorio en el que se dedicara el 90% de los esfuerzos a practicar escalas. ¿Se formaría en los estudiantes una apreciación y una comprensión de la música? La respuesta es no, desde luego, y, sin embargo, con una cierta licencia para la hipérbole, esto es lo que ocurre frecuentemente en nuestras clases de matemáticas. Las matemáticas se identifican con un recitado rutinario de hechos y una ciega aplicación de métodos. Décadas después este modo robótico de comportarse vuelve siempre que se plantea un problema matemático. Casi todo el mundo siente que si no les dan la respuesta, o por lo menos una receta para encontrarla, nunca lo sabrán resolver. La idea de pensar sobre un problema o de discutirlo con alguien más les resulta completamente nueva. ¿Pensar sobre un problema de mates? ¿Discutirlo? (Véanse también las entradas sobre Sustituibilidad y Humor).

En mi opinión la atención que la escuela da al cálculo es excesiva y obsesiva. Naturalmente, no hay nada malo en saber las tablas de sumar y multiplicar, así como en conocer los algoritmos elementales para tratar con fracciones, porcentajes, etc. De hecho, conocer estas técnicas es esencial aún hoy en día, cuando con una calculadora de mil pesetas (una parte del material escolar de cualquier niño) se pueden hacer todos los cálculos que hagan falta a la mayoría. Es precisamente después de un poco de empleo rutinario cuando estas técnicas habrían de tomarse como útiles para profundizar en la comprensión de los problemas, y no como un sustituto de esta comprensión.

Una consecuencia inapreciada de esto, que aparentemente es un tópico, es que la matemática habría de entenderse como algo unido sin solución de continuidad con el lenguaje y la lógica (véanse las entradas sobre Variables, Los cuantificadores y Al estilo matemático) y no como un conjunto aislado de ejercicios isométricos mentales. En la escuela primaria, por ejemplo, debería haber lecciones dedicadas a decidir cuál es la operación aritmética, o la sucesión de operaciones, indicada para resolver un problema dado; a estimar magnitudes muy grandes o muy pequeñas; a relatos detectivescos con tintes matemáticos; a patrones numéricos y acertijos mecánicos (verbigracia, el cubo de Rubik); a juegos de mesa (como el Monopoly) en los que entra el azar; a aspectos matemáticos de las noticias del periódico y de los acontecimientos deportivos (medias de enceste y rebotes) y a un montón de otros temas que puedan tener relación con la vida cotidiana de un niño.

Si esta conexión entre las matemáticas y las formas de pensamiento y lenguaje corrientes se establece a una edad temprana, las tablas, fórmulas y algoritmos que vendrán después están justificados: no son más que un medio abreviado de encontrar la solución. Los llamados problemas de letra (no una clase ontológica natural, sino uno cualquiera de la infinidad de problemas matemáticos que se expresan en palabras) no serían una aberración de la clase de matemáticas, sino su núcleo primario. El absurdo lamento «puedo con las mates pero no con los problemas de letra» se oiría con menos frecuencia en los institutos y universidades. Dondequiera que lo oigo ahora me pregunto cuál cree esa persona que es el objeto de las «mates». ¿Acaso su razón fundamental son páginas de polinomios que factorizar o páginas de funciones que derivar?

La insistencia constante en el cálculo en la escuela temprana conlleva la tiranía de la respuesta correcta, otro obstáculo para el aprendizaje de las matemáticas y otro aspecto del todavía demasiado común modelo convento-cuartelario de su enseñanza. Ésta es la Verdad; ahora resuelvan estos 400 problemas idénticos. En la mayoría de los otros campos hay una clara distinción entre respuestas incorrectas, pero demasiada gente cree que si en matemáticas una respuesta no está bien, está mal, y punto. Cuando lo cierto es precisamente lo contrario. Si dos personas tuvieran que sumar 2/5 y 3/11 y una diera como respuesta 5/16 y la otra da 39/55, estaría bastante claro que la primera no sabe mucho de quebrados, mientras que la segunda sólo ha sido poco cuidadosa. (En realidad, se podría defender incluso la primera «suma»: 2/5 + 3/11 = 5/16. Quizás el 2/5 significa que un jugador de baloncesto ha metido 2 canastas de 5 intentos en la primera, parte y el 3/11, que ha encestado 3 de los 11 lanzamientos intentados en la segunda parte. En todo el partido habría encestado 5 tiros de 16, con lo que la «suma» anterior estaría justificada).

En álgebra, aritmética y probabilidad elemental normalmente hay varias maneras de resolver un mismo problema y, en problemas más difíciles y no tan bien definidos, hay más. (Yo suelo calificar con puntuación máxima las respuestas erróneas si las «matemáticas» están mal pero la concepción es correcta, y doy una puntuación parcial si el enfoque del problema es razonable). La creencia común de que todas las respuestas erróneas son equivalentes, o incluso de que todas las respuestas correctas son equivalentes, rebaja la necesidad de pensar críticamente, cosa que explica la frecuencia con que esto se da entre los estudiantes y, aunque sea triste decirlo, también entre muchos profesores.

Me da la impresión de que los lamentos acerca de la poca capacidad de nuestros chicos para hacer cálculos simples son parecidos a los debates que quizá se desencadenaron en la Italia del siglo XV acerca de las dificultades de los estudiantes con los algoritmos de la división en numeración romana. Gradualmente se vería que era difícil adquirir destreza en esta técnica concreta y que, debido al nuevo software de la numeración arábiga, era menos útil de lo que había sido hasta el momento. De un modo atenuado ésta es la situación actual. La habilidad para calcular a mano es menos útil que antes, y ésta es otra razón por la que habríamos de abandonar nuestra insistencia fundamentalista en la capacidad de cálculo.

[Antes de empezar el doctorado, hice una corta estancia con el Peace Corps y enseñé matemáticas en una escuela secundaria en un distrito muy pobre de Kenia occidental. A pesar de la falta de materiales, el nivel matemático de los estudiantes era considerablemente mejor que el de los estudiantes de las escuelas más ricas de Nairobi, donde disponían de un montón de libros pasados de moda, llenos de ejercicios aburridos página tras página. El poco personal de mi escuela trabajaba sobre problemas prácticos (por lo menos en principio) y en la comprensión de los conceptos. Aunque éste no sea ciertamente un estudio concluyente, la experiencia aumentó mi descontento con la pedagogía tradicional].

La matemática no sólo es cálculo, igual que escribir no es sólo mecanografía. Casi todo el mundo acaba a la larga por aprender a calcular, pero según los informes relativos a nuestra enseñanza en matemáticas, no se fomentan en nuestros chicos otras capacidades de niveles superiores. Muchos estudiantes de secundaria no saben interpretar gráficas ni entienden conceptos estadísticos, son incapaces de hacer modelos matemáticos de una situación, raramente estiman o comparan magnitudes, nunca demuestran teoremas y, lo que es más lamentable, apenas son capaces de mostrar una actitud crítica y escéptica con respecto a los datos y las conclusiones, ya sean numéricos, espaciales o cuantitativos. Los costes públicos y privados de este anumerismo y de esta incapacidad matemática general son incalculables.

Me gustaría poder decir que este énfasis en el cálculo se acaba cuando los estudiantes llegan a la universidad. Pero ¡ay!, incluso en los cursos de análisis, álgebra lineal y ecuaciones diferenciales (que se siguen en muchas carreras) se encuentra la misma tendencia atontadora a poner problemas de cálculo rutinario. Los estudiantes están acostumbrados a este enfoque; los libros de texto tienen que atraer a una gran clientela, cosa que los hace blandos, y enseñar así supone para los profesores una menor exigencia, tanto en sentido social como intelectual o de tiempo. (Esto último es importante, pues el reconocimiento que reciben los profesores universitarios de matemáticas por ser buenos educadores es, en el mejor de los casos, mínimo; y, en cambio, son recompensados si publican, independientemente de que sus publicaciones añadan sólo el más sutil de los matices a los detalles más oscuros de sus estrechas especialidades). Este énfasis en el cálculo es de lo más desafortunado si atendemos al nuevo software que nos libera de todo el penoso trabajo de tareas como evaluar integrales definidas e invertir matrices. (No incluyo en esta acusación los cursos superiores de la licenciatura ni los cursos de doctorado, aunque el nivel de instrucción generalmente superior que se da en ellos es poco cómodo para la mayoría).

Es de mala educación protestar repetidamente contra una enseñanza repetitiva, de modo que resumiré. La matemática es pensar —sobre números y probabilidades, acerca de relaciones y lógica, o sobre gráficas y variaciones—, pero, al fin y al cabo, pensar. Este mensaje ni tan siquiera llega a rozar a muchos de nuestros mejores estudiantes, que siguen viéndola como «Ambición, Distracción, Afeamiento e Irrisión».