Al estilo matemático

Aunque casi todo el mundo reconoce la importancia práctica de estudiar matemáticas, relativamente pocos aceptarán que la matemática de la vida cotidiana pueda ser un tema atractivo para la reflexión ociosa. Sin embargo, la matemática proporciona un modo de entender el mundo, y el hecho de desarrollar una conciencia o una perspectiva matemática puede ayudamos en nuestro comportamiento cotidiano.

En vez de razonar esto último lo ilustraré con una anécdota. Recientemente tuve que desplazarme a Nueva York con una cierta urgencia y llevaba un poco de prisa. Mientras guardaba cola para llegar al peaje iban creciendo en mí los pensamientos asesinos habituales cuando me di cuenta de que el conductor del primer coche de mi fila estaba dejando que otros coches de la fila de su derecha, que estaba muy llena, le (y me) adelantaran. Había un semáforo en el cruce, por tanto no hacía falta dar esas muestras de filantropía, y el aspirante a samaritano debería haber considerado que su buena acción suponía también un perjuicio a los conductores que estaban detrás de él. En este caso, la integral matemática o suma de estos inconvenientes era mayor. Aunque no se trate, ni mucho menos, de una reflexión profunda, este «cálculo» y otros similares parecen totalmente ajenos a muchas personas.

Al llegar por fin a la autopista, aceleré rápidamente hasta alcanzar una velocidad media de unos 110 kilómetros por hora, reduciendo hasta los 80 sólo cuando aparecía algún coche patrulla. A pesar de mi carrera, la necedad de este juego parecía ese día especialmente clara y me pregunté cómo nunca nadie había puesto en práctica una idea tan simple como la siguiente para reprimir el exceso de velocidad en las autopistas de peaje: cuando alguien entra en una de esas vías recoge un billete con la hora de entrada impresa. Como se conoce la distancia entre los distintos puestos de peaje, cuando el ordenador imprime la hora de salida se puede calcular fácilmente la velocidad media de dicha persona durante el trayecto. El encargado del peaje podría entonces enviar a los conductores con billetes incriminadores a un coche patrulla estacionado allí mismo.

Este método no acabaría con todos los excesos de velocidad, naturalmente, pues uno podría conducir muy aprisa hasta exactamente antes de la salida, detenerse y tomar una taza de café o hacer una comida completa si hubiera corrido de verdad, y salir con una velocidad media legal. Sin embargo, el aliciente primario del exceso de velocidad se habría eliminado. ¿Qué tiene de malo este plan? Dividir un número por otro, la distancia recorrida por el tiempo empleado, no es seguramente una técnica arriesgada ni novedosa. En la actualidad se ponen multas por exceso de velocidad basándose en el radar, que es mucho menos fiable.

Puse la radio para escapar de estos pensamientos y me acordé de cómo me gustaría, aunque sólo fuera una vez, oír una pieza de rock que usara la palabra doesn’t en vez de don’t, como en She don’t love me anymore («Ella no me quiere») o como la que estaban tocando entonces, It don’t matter anyway. («De todos modos no importa»).[2] Tal vez por el relativo entumecimiento sensorial de conducir, se me pegó esta triste letra. Quizá no importaba a pesar de todo y, si así fuera, me pregunté si importaría que no importara. Si nada importaba y tampoco importaba que nada importara, entonces ¿por qué no iterar? No importaba que no importara que nada importara. Y así sucesivamente.

Inhalé los vapores del peaje de Nueva Jersey y volví a considerar la situación. Si nada importaba, pero importaba que nada importara, entonces estaríamos en una situación más bien desalentadora. Si nada importaba y tampoco importaba que nada importara, entonces tendríamos la posibilidad de algo mejor —un enfoque irónico y posiblemente feliz de la vida—. Y análogamente a niveles superiores. Razonando formalmente y en un modo probablemente simple, la mejor situación sería que las cosas importaran al nivel elemental o, si no, que no importaran a ningún nivel: o la ingenuidad total de la infancia o la completa ironía del adulto. (Véase la entrada sobre Tiempo).

Mientras me aproximaba a la refinería Hess, mis pensamientos pasaron al tema de escribir y publicar, pero mi predisposición hacia el absurdo persistía. Dada la numerosa, y cada vez más homogénea, población lectora ¿había hoy menos «necesidad» de autores? Suponiendo que la gente lea hoy aproximadamente el mismo número de libros, revistas y diarios que en cualquier otra época, y que quieran leer siempre algo «mejor» que cualquier otra cosa que ya hayan leído (según el patrón de las listas de éxitos, por ejemplo), y que tiendan en general a leer cosas escritas por sus paisanos, parece deducirse que cuanto mayor sea un país, menor es el porcentaje de sus ciudadanos que puedan ser autores o, lo que algún día podría ser equivalente, autores de éxito.

Pensé en varios contraejemplos, el más interesante de los cuales apuntaba a la gran variedad de publicaciones (especialmente de libros y revistas no novelescos) que atienden a gustos cada vez más especializados y que proporcionan mayores oportunidades a los escritores. Si estas vagas reflexiones tenían algún sentido, la probabilidad de alcanzar el estrellato literario se reducía, mientras que aumentaban las oportunidades de ganarse la vida con un procesador de textos.

Dijeron por la radio que había una retención de una hora en el Lincoln Tunnel, así pues decidí entrar en Manhattan por el puente George Washington. Esta solución resultó ser peor al fin y al cabo, pues las víctimas de un pequeño accidente estaban en el arcén y provocaban la curiosidad habitual en los conductores que pasaban. El efecto acumulado de la reducción de velocidad de cada uno para ver que en realidad no había nada que ver me pareció una versión en miniatura de muchos problemas humanos. No había malicia, sólo un impulso común cuya ampliación tenía efectos molestos.

El tráfico se hizo fluido al cabo de unos veinte minutos sólo para volver a atascarse más aún debido a unas obras. Un tramo de carril único de un par de kilómetros antes del puente estaba innecesariamente salpicado de señales de «No Pasar». Las señales me hicieron pensar en las frases progresivas en las que cada palabra tiene una letra más que la anterior, y maté el tiempo cavilando sobre ello. Finalmente conseguí «I Do Not Pass Since Danger Expands Anywhere Unmindful Speedsters Proliferate Unmanageably»,[3] de la que me sentí desmesuradamente orgulloso.

Cansado de esto me fijé en la frecuencia cada vez mayor de placas de médico a medida que me acercaba a Nueva York y recordé la estadística que acababa de leer de que había 428 médicos para toda Etiopía, un país de 40.000.000 de habitantes cuya esperanza media de vida es de menos de 40 años. Tratando de mantener a raya mi impaciencia, me dediqué a construir biografías de personas a partir de la vanidad de sus matrículas y sin la menor prueba llegaba cada vez a la conclusión de que acertaba. Esto me hizo pensar en el tema de un chiste de matrículas que me había contado un amigo matemático: ¿Cómo deletreas el nombre «Henry»? Respuesta: H-E-N-3-R-Y; el 3 es mudo.

Ya en el puente recordé que los cables que lo sostienen toman la forma de una curva denominada catenaria a menos que se les cuelguen pesos a intervalos iguales, en cuyo caso la forma es parabólica. Consideré la probabilidad de que el puente se derrumbara, luego la también improbable, pero mucho menos descabellada, de resultar muerto por un conductor ebrio, o por fin la de contraer un cáncer por mi repetida exposición a la autopista de peaje de Nueva Jersey, o de sufrir de hipertensión debido a la frustración de estar encerrado en un coche a solas con mis meditaciones obsesivas.

Llegué a mi cita de Nueva York con sólo cinco minutos de retraso, pero éste no es el tema de mi relato. Lo que pretendía era ilustrar un fluir matemático de conciencia. Los temas que se planteaban de un modo natural eran convenios sociales (el buen samaritano, distraerse mirando los restos de un accidente), la velocidad media (las multas por exceso de velocidad en los peajes), el nivel lógico de una frase (el tema de los «nada importa»), la probabilidad (de ser un autor publicado), los juegos con palabras (las frases «bola de nieve») y la estimación (morir por el derrumbamiento de un puente frente a otras muertes más probables).

Para la mayoría de no científicos, lo más importante de una educación científica no es la comunicación de una serie de hechos reales (aunque no pretendo con ello menospreciar el conocimiento objetivo), sino la formación de unos hábitos intelectuales científicos: ¿Cómo comprobaría eso? ¿Qué pruebas tengo? ¿Qué relación guarda con otros hechos y principios? Lo mismo vale, en mi opinión, para la educación matemática. Recordar esta fórmula o aquel teorema es menos importante para la mayoría de la gente que su capacidad de considerar una determinada situación con una mentalidad cuantitativa, darse cuenta de las relaciones lógicas, probabilísticas y espaciales, y reflexionar matemáticamente. (Véase la entrada sobre Cálculo y rutina).

No pretendo decir con esto que haya que concentrarse exclusivamente en tales reflexiones, sino sólo resaltar que la matemática es mucho más que el simple cálculo, que la perspectiva que resulta de su estudio puede aclarar aspectos de nuestras vidas que están más allá de nuestras preocupaciones financieras o científicas. Y, como mínimo, nos puede proporcionar un modo alternativo de matar el tiempo mientras conducimos.