Revyn recorrió las tierras de Myrdhan durante varios días. Comió hierba cuando el hambre le apretó, y cuando llovía bebía ávidamente con las manos. Pero, aunque su hambre y su sed iban apaciguándose, lo cierto es que no tenía ninguna esperanza a la que aferrarse. La estepa era un vasto desierto de dunas y arena: un paisaje árido donde no había nada.
Revyn intentó orientarse con el sol. Si caminaba siempre hacia el oeste acabaría llegando a Haradon, pero si llegaba antes a los bosques, el mundo nebuloso podría abrirle las puertas y él se dirigiría al San yagura mi dâl, donde se reuniría con los dragones.
Ijua le había dicho que Yelanah había salido a buscarlo, ¿no? ¿Y si también estaba perdida en aquel desierto? ¿Y si la capturaban los niños de las cuevas? ¿O si se topaba con cualquier soldado? No sería extraño que los hombres quisieran pasar un rato de diversión con una elfa, y más estando como estaban en un reino humano.
Lo cierto es que se cruzó con numerosas tropas de soldados, muchas veces haradonas, y podría haber llamado su atención y haberse unido a ellos, pero prefirió esconderse de ellos como si de myrdhanos se tratara. No les temía, pero ya no se sentía parte de su mundo, y desde luego no podía regresar a Logond antes de encontrar a Yelanah.
A medida que pasaban los días Revyn fue sintiéndose más débil. Cada paso le costaba un gran esfuerzo y cada mirada hacia el horizonte acrecentaba su desesperanza. ¿Cuándo vería el bosque? ¿Se sentiría aliviado al alcanzarlo, a sabiendas de que Yelanah continuaba en Myrdhan?
Nubes oscuras se cernían sobre las colinas amenazadoramente. Empezó a lloviznar, y el suelo fue empapándose de agua y la bruma engulló la tierra.
Revyn vagó por la niebla como si estuviera preso en un sueño terrible harto conocido. Jamás lograría salir de allí, jamás encontraría a Yelanah, ya no quedaba esperanza.
En algún momento, o, para ser exactos, en muchos momentos, le pareció intuir luces sobre su cabeza, que emergían por encima de la bruma en un misterioso baile.
Al cabo de un rato, pudo distinguir las figuras que llevaban las luces. Estaban cubiertas de pieles de color claro que las hacían prácticamente indistinguibles de la niebla. Revyn se detuvo e instintivamente se llevó la mano al lugar en el que solía llevar la espada, aunque hacía ya tiempo que iba desarmado. Las figuras se le acercaron, y una de ellas lo señaló con el dedo.
—¡Revyn!
Era la voz de Khaleios, el rey de los elfos.
—¿Dónde está Yelanah? —tartamudeó Revyn.
Khaleios le pasó un brazo por los hombros, instándole a caminar hacia delante.
—No te preocupes, los dos estáis a salvo —dijo.
Revyn sintió una agradable y repentina tranquilidad que le hizo olvidar su propio cansancio cuando el rey le echó por encima su abrigo.
Khaleios avanzaba a grandes zancadas, seguido de un Revyn sorprendido al ver la facilidad con la que se movía el rey de los elfos. Cuando vio aparecer ante sí los primeros troncos, con las ramas extendidas hacia ellos como brazos que les dieran la bienvenida al bosque, no pudo sentir más que agradecimiento. Había un fuego encendido. En el aire reinaba el olor a hierbas quemadas.
Cuando Revyn abrió por fin los ojos, no recordaba cómo ni cuándo se había quedado dormido, ni tenía idea de dónde se encontraba. Le dolía la espalda de pasar tanto rato tumbado. Se incorporó, y se llevó las manos a la frente al sentir un ligero mareo.
Después de tantos días vagando sin rumbo fijo, por fin había encontrado a Khaleios y a su comunidad de elfos, así como los bosques de Haradon, pero el agotamiento acumulado hizo que cayera de inmediato en un profundo sueño. Tras echar un vistazo a su alrededor, supo que se encontraba en la cabaña de Khaleios. El fuego crepitaba en el centro de la sala, y sobre las llamas había una cazuela. Fijándose un poco más, Revyn vio que alguien cubierto por un manto de pieles dormía a su lado. Cuando Revyn se inclinó para poder ver mejor, su corazón dio un vuelco al encontrar a Yelanah.
—¡Yelan! —gritó al tiempo que apartaba el manto de la elfa—. ¡Yelan! ¡Despierta, Yelan!
Detrás de él, el rey de los elfos aguardaba bajo el umbral de la puerta.
—Le he dado una pócima somnífera para que descanse durante las próximas horas.
—¿Cómo la habéis encontrado?
Khaleios esbozó una sonrisa de suficiencia mientras salía de la cabaña.
—Sígueme, Revyn.
Tras volver a tapar cuidadosamente a Yelanah con el manto, Revyn se levantó y salió de allí.
El cielo aún estaba oscuro, pero las copas de los abedules empezaban a recortarse contra el cielo. No tardaría en amanecer. Los grillos cantaban con fuerza y las luciérnagas zumbaban entre el follaje como linternas minúsculas y redondas. No muy lejos de él, Khaleios subía una pendiente. Cuando lo vio, aceleró el paso para alcanzarlo.
Llegó a su lado y el rey le ofreció una celgonnwa.
—Después te daré de comer.
Cuando se tragó la raíz, sin masticar siquiera, se dio cuenta de lo vacío que estaba su estómago.
Una vez llegados a la linde del valle, se volvieron para observar en silencio el pueblo a la luz de las antorchas.
—Yelanah me ha dicho que en ti habitan los espíritus de la niebla y que estás de parte de los dar’hana. Quiero darte personalmente la bienvenida a mi pueblo, mahyûr, donde a partir de ahora no te faltará de nada.
Se llevó las manos a la frente e hizo una reverencia.
Revyn no supo lo que tenía que hacer, de modo que, pasado un rato, se volvió de nuevo hacia el pueblo. De pronto se sentía más protegido y en paz que nunca.
—Yelanah también me ha dicho que fuisteis a visitar a Octaris. ¿Qué te dijo, Revyn?
Aunque sabía que no debía contárselo, no pudo contenerse. Sin saber por qué, algo le movió a responder la pregunta de Khaleios.
—Me dijo que soy un ahirah, un hijo de Ahiris.
—Un hijo de Ahiris, lo sabía. ¿Y qué más te dijo?
—Que yo sería el culpable de la desaparición de un pueblo.
Los ojos de Khaleios brillaron de emoción.
—¡Así que es cierto que acabarás con los humanos!
—No. No serán los hombres.
Notó que el rey se ponía tenso, desenvainaba su sable y acercaba su cuchilla al cuello de Revyn. Este lo miró por el rabillo del ojo sin moverse.
—Haré cuanto esté en mis manos por salvar a mi pueblo —dijo Khaleios en voz baja—. Para ello, haré un gran despliegue de fuerzas, no importa el balance de víctimas que haya. Si matándote asegurara así la existencia de mi pueblo no dudaría en hacerlo.
Revyn respiró hondo.
—Pero dudas.
Khaleios le dirigió una mirada impenetrable, la cuchilla apenas le rozaba el cuello. Revyn notaba el frío del metal como un soplo de aire invernal.
—Sí, es cierto, dudo.
El rey lanzó un suspiro, bajó su sable y miró hacia el valle con los ojos anegados en lágrimas.
—Nuestro pueblo rebosa esplendor, y nuestro modo de vida es mejor que el de los hombres, pero lo único que cuenta es la ley del más fuerte.
Revyn no supo qué responder a las palabras dolientes de Khaleios. El elfo parecía tan indefenso, tan desesperado, que Revyn solo pudo sentir lástima por él.
—Antes teníamos un lugar en el mundo, pero nuestro tiempo se está acabando. Desaparecemos como el resto de los pueblos antiguos, como los dar’hana. —Khaleios se dirigió a Revyn—. Nuestros reinos irán desapareciendo uno tras otro. Los grandes imperios ancestrales han caído a manos de los humanos. En las costas meridionales, a las que nuestro pueblo se retiró en el pasado, los pescadores y campesinos se han visto obligados a marcharse para que los hombres construyan sus puertos. Los barcos alteran y destruyen el eterno ciclo de las bahías, contaminando con sus residuos todo lo que tocan. En nuestras fortalezas, orgullo de los elfos, gobiernan ahora reyes humanos. Ni siquiera el reino de los bosques podrá resistir mucho más tiempo. Los árboles caen y las nieblas retroceden. Los hechizos se han vuelto cosa del pasado. Los humanos están conquistando el mundo poco a poco, relegando a todos los demás al olvido.
Revyn no se dio cuenta de que las antorchas del pueblo habían ido apagándose una detrás de la otra mientras Khaleios hablaba, hasta que quedaron envueltos por la oscuridad.
—Este es el destino al que debemos someternos. ¿Crees que puedo aceptarlo sin más? —Los sonidos de la noche se habían apagado. Solo se oía la profunda voz de Khaleios—. Soy un elfo ambicioso. Ya veo que todos los Ahiris mortales han desaparecido, pero no deberíamos hacer caso a los sentidos, sino a la razón. Yo creo que un poderoso ahirah será capaz de salvar a nuestro pueblo, un hombre que se vengará de su propia carne, un hombre que no dudará en arremeter contra sus hermanos.
Revyn intentó apartar la mirada del rostro del rey. Era posible que durante un tiempo Khaleios hubiese creído que él era ese ahirah, pero ahora tenía que saber que no era mala persona. Yelanah se lo había dicho.
—Yo no puedo ser el hombre que andas buscando porque nunca más volveré a matar, lo juro. —Cogió aire y continuó—: Pero quizá no sea necesario alguien así para salvar a los elfos. ¡Es posible que el destino ya tenga decidido nuestro fin, pero ese no es motivo suficiente para quedarnos de brazos cruzados esperando su llegada! Yelanah y yo lucharemos por los dragones. No nos dejaremos amedrentar por las profecías. Los elfos tenéis posibilidades de sobrevivir si unís vuestras tribus y firmáis una alianza de paz con los hombres.
Khaleios levantó la mirada al cielo. Tras los árboles empezaba a emerger el amanecer en un estallido de colores.
—No sé… —susurró el rey.
Khaleios acompañó a Revyn de vuelta a la cabaña. Lo dejó a solas con Yelanah y le dio ropa nueva para cambiarse. Agradecido, Revyn se quitó la ropa de los niños de las cuevas y se puso unos pantalones limpios, una suave túnica de color azul oscuro ribeteada en los hombros y un arnés de cuero cosido al estilo élfico. Después cogió un cazo, se sirvió sopa de la cazuela, se sentó y comió.
Cuando Yelanah se despertó cuando ya era plena luz del día, corrió hacia ella.
—¡Yelan!
—¿Revyn? ¡Oh, asyn bihur aláy! ¿De verdad eres tú?
Se fundieron en un abrazo. Revyn sintió un cosquilleo por todo el cuerpo, como si llevara años sin verla.
—¿Te ha traído Khaleios? ¿Dónde has estado? —Tras mirarlo atentamente, añadió con voz temblorosa—: Tienes un aspecto horrible. ¿Quién te ha hecho esto?
Revyn se sintió incapaz de balbucear una sola frase siquiera, así que preguntó a su vez:
—Y tú, ¿cómo has llegado aquí?
—Salí a buscarte por todo Myrdhan durante dos semanas. Khaleios me encontró y me trajo de vuelta a casa, supongo que debido a mis visiones…
A Revyn se le hizo un nudo en la garganta.
—¿Cómo se te ocurrió salir a buscarme? ¡Vete tú a saber lo que podría haberte ocurrido!
—Dijimos que seguiríamos juntos pasara lo que pasase, ¿no?
Revyn no abrió la boca por miedo a asustarla con su voz, así que se limitó a cogerla de la mano torpemente.
Yelanah lo miró divertida.
—Te has puesto colorado, Revyn.
Él tragó saliva.
—Es posible. Me pasa mucho, últimamente.
Los dedos de Yelanah se enlazaron entre los suyos, y se quedaron así, uno frente al otro, sonriéndose y acariciándose las manos.
Revyn jamás había sentido una caricia con tanta claridad.
El silencio reinante se veía interrumpido por el sonido de las risas de algunos niños o los fragmentos de alguna conversación animada. Yelanah se sirvió la sopa que quedaba y se la tomó de golpe. Al verla de aquel modo, Revyn recordó de pronto la imagen de un sueño que había tenido hacía tiempo, y toda aquella escena le resultó insólitamente familiar. Notó que la dicha por haberla encontrado daba paso a un sentimiento opresivo que no podría ocultarle por más tiempo.
—No te he dicho dónde he estado todo este tiempo y lo que he hecho.
Ella dejó el cuenco de sopa a un lado, con una expresión de angustia dibujada en el rostro.
—Cuéntamelo todo.
—Lo peor es que… me obligaron… los dar’hana… —balbució.
Ella frunció el ceño.
—¿Qué?
—Desde que te fuiste del mundo nebuloso ha llovido mucho. La mayoría de los dar’hana han sido capturados. Hay tribus enteras entre rejas, como por ejemplo la de los xhan, cuyo jefe ha muerto.
—¿Huijuia está muerto? —Yelanah estaba conmocionada—. ¿Cómo lo sabes?
—Convencí a los dar’hana para que se sometieran a los humanos. Estos me prometieron a cambio que podría marcharme, tras lo cual saldría en tu busca y los liberaríamos. Aún están esperando. No podemos defraudarlos.
Ante el silencio de Yelanah, Revyn alzó la vista angustiado hacia ella.
—¿Crees que me equivoqué? —susurró, sintiéndose terriblemente culpable—. Soy tan cobarde… No tenía que haber domesticado a los dragones, así Alasar no habría capturado tantos.
—¿Alasar? Octaris nos habló de él.
Revyn apretó los puños sin apartar la vista de una uña sucia y rota.
—No quería domesticarlos, tienes que creerme, pero encerrado allí en la oscuridad de las cuevas perdí la noción de todo. Una sola paliza bastó para que me derrumbara. ¡Habría hecho cualquier cosa para que dejaran de golpearme! No pensé más que en mí, Yelan. Quizá Octaris vio mi cobardía. Pude escoger, ¿entiendes? Podría haber muerto sacrificándome por los dragones, pero quería vivir. Así de sencillo.
Yelanah tenía los ojos anegados en lágrimas.
—¡Dijimos que no haríamos caso de las palabras de Octaris! No creo en las profecías: creo en ti. De modo que los dos juntos liberaremos a los dar’hana, ¿de acuerdo? Tenemos que volver lo antes posible con la manada y… —Se interrumpió de golpe—. ¿Ha caído algún nimorga?
—Ijua —dijo Revyn en voz baja.
Yelanah se quedó inmóvil un buen rato, hasta que al final Revyn no pudo soportarlo más y susurró con voz ronca:
—Yelan, te lo ruego, di algo. No sé qué hacer ni qué pensar. La profecía me da miedo. —Respiró hondo y continuó—: Hasta ahora se está cumpliendo. Octaris predijo que yo sería culpable de la desaparición de un pueblo, que seguiría a la hija de un rey élfico hasta su reino y que la amaría. —Se miraron en silencio—. Pero no me arrepiento —continuó en un susurro.
Miró a Yelanah y comprendió que la elfa tenía sentimientos encontrados. Esta se pasó las manos por la cara y dijo en voz baja:
—Desearía poder odiarte.
Revyn puso con cuidado una mano en el hombro de ella y le acarició el cuello sin necesidad de decir nada.
El invierno avanzaba inexorablemente. El viento aullaba como si quisiera llevarse consigo los últimos vestigios del otoño y las nubes se cernían amenazadoramente sobre la tierra.
Alasar notaba en su mano el filo de la espada, pero no soltó el arma hasta que el anciano no emergió de entre las sombras de las escabrosas rocas.
—Rasum.
El hombre se dio la vuelta asustado. Llevaba una barba descuidada e irregular y sus vivaces ojos tenían el brillo de la desconfianza.
—¡Joven!, no le he oído llegar. Vaya, si viene acompañado de toda su gentuza, ¿eh? ¿Dónde está la sal?
Alasar observó al comerciante mientras varios dragones sacaban a la luz unos carros cubiertos con pieles.
—¡Vaya! Veo que ya ha encontrado utilidad para los arreos de los dragones y los lazos para las alas. Bien, bien.
Rasum paseó su inquieta mirada por los dragones, no sin antes preguntarse cuánto grano, sal y oro valdrían aquellos animales.
—Cinco carros llenos —dijo Alasar—. En total cincuenta sacos de sal pura.
Rasum se acercó a uno de los carros, apartó las pieles que lo cubrían y hundió satisfecho la mano en el blanco tesoro.
—Fantástico, de mejor calidad que la de las minas reales del este, y, encima, libre de impuestos, ¿no? —dijo con una risa que más bien parecía un relincho.
—¿Y dónde está lo vuestro? —preguntó Alasar.
Rasum se abrió paso entre los carros y fue hasta uno muy grande que empezó a acercar no sin esfuerzo, apartó las pieles que lo cubrían y mostró su contenido a Alasar.
El chico se acercó, y cogió y escudriñó una a una las armas.
—Me ha costado mucho reunir tantas —observó Rasum—. Me he jugado la cabeza y he tenido que cortar otras tantas. Además, el viaje hasta aquí ha sido muy peligroso: las tropas haradonas me han hecho parar por lo menos en cinco ocasiones y he tenido que pagar caro su silencio.
Alasar observó atentamente al comerciante. Estaba claro que lo subestimaba. Tras tres años de relaciones comerciales, continuaba pensando que los niños de las cuevas vivían en otro mundo, pero él sabía perfectamente que en aquellos tiempos ningún soldado se dejaba sobornar. Si de verdad lo hubiesen descubierto con aquel carro, llevaría ya un buen rato colgando de una soga. El hecho de que Rasum le mintiera tan burdamente le resultaba ofensivo, al fin y al cabo había sido el propio comerciante quien a lo largo de aquellos años había ido explicándole cómo estaban las cosas. Pero se limitó a decir:
—Acepto el trueque.
—Bueno, pues a disfrutar de las armas, joven. Tenéis muchos alumnos en las clases de lucha, ¿eh? —respondió, dirigiéndose hacia los dragones.
Cogió varias riendas torpemente con una mano, pero volvió a soltarlas al darse cuenta de que no podría dirigir a todos los dragones a la vez.
—¿Qué cree que está haciendo, Rasum?
Alasar cogió un arco.
—Os entregamos la sal, no los dragones.
Rasum se detuvo molesto.
—¿Y cómo se supone que he de llevarme la sal? Creía que estaba claro el trato: ¡mi carro a cambio de los vuestros! Y los dragones forman parte de los carros…
—Pues yo no lo había entendido así y, la verdad, no tengo la menor intención de separarme de mis dragones.
Los ojos de Rasum echaban chispas.
—No sabe cuánto lo siento, joven, ¡precisamente ahora que ya habíamos cerrado el trato!
Al ver que Alasar se quedaba en silencio, Rasum se encogió de hombros e intentó de nuevo dirigir a los cinco dragones a la vez. Los animales tuvieron miedo, se desbocaron, y los carros chocaron levemente entre sí.
—Parece que tiene problemas —dijo Alasar.
Rasum tiró de las riendas de uno de los dragones entre imprecaciones.
—Ya me las apañaré —replicó.
—Va a resultarle muy difícil llevar los cinco carros usted solo —apuntó Alasar—. Si quiere, puedo ayudarle.
Cuando el hombre se dio la vuelta para mirarlo, Alasar tensó el arco y soltó la flecha, que fue a clavarse en el hombro del comerciante, que cayó al suelo entre quejidos.
Alasar volvió a poner el arco en el carro. Varios niños de las cuevas salieron de entre las rocas, cogieron las riendas de los dragones y arrastraron al comerciante hasta las grutas. Tras tres años de relaciones comerciales, los negocios con Rasum habían acabado para siempre. Aquel hombre nunca revelaría su secreto. Alasar respiró hondo. Ahora sí estaba todo resuelto.
Habían seguido los túneles hasta los límites de su reino. Ya no había marcha atrás. En las primeras filas discurría la guardia de los dragones. A medida que avanzaban iban metiendo las provisiones en carros enormes. Y unos veinte jinetes vigilaban la retaguardia. Alasar escogió para ello a los peores jinetes.
Isdad, capital de Myrdhan, quedaba a dos o tres jornadas de allí. En ese tiempo el ejército haradono apenas tendría oportunidad de reparar en ellos, y mucho menos de armarse contra ellos. Hasta el rey de Myrdhan, que vivía preso en el interior de la ciudad, se llevaría una sorpresa.
A primera hora de la tarde se formaron algunos nubarrones, primero empezó a llover suavemente y luego la lluvia arreció. El viento jugueteaba con las gotas y golpeaba a los guerreros desde todos los flancos, hasta que hombres, dragones y caballos quedaron absolutamente empapados. Y con el anochecer llegó el frío. El agua se convirtió en nieve y los copos se posaban sobre la hierba como una costra blanca en la piel.
En cuanto oscureció montaron las tiendas. Alasar prohibió hacer fuego para que no los descubrieran los espías, y su tienda fue la única en la que se encendió una vela. La acuosa nieve brillaba como plata líquida a la pálida luz de la vela. Tronaba.
Cuando Tivam entró en la tienda, su larga melena y la capa de piel que llevaba sobre los hombros gotearon sobre el suelo.
—¿Querías verme?
Alasar le indicó que se sentara en el suelo. La vela cintilaba entre ellos, y a un lado había un cuenco con carne de carnero. Alasar se llevó un trozo a la boca y Tivam hizo lo mismo. Masticaron en silencio mientras caía aguanieve sobre el techo de la tienda. Una fuerte racha de viento movió las paredes, pero al instante amainó y la tienda recuperó la calma como por arte de magia.
—¿Dónde está Igola? —preguntó Alasar.
—Se ha quedado en las cuevas.
—Me alegro. Es mejor así. —Alasar tragó saliva con dificultad.
Observó que la cara de niño de Tivam había dejado paso a una adulta. Alasar sentía cada día más respeto por él. Pese a su juventud, Tivam tenía la capacidad de dejar de lado sus asuntos personales en aras de una causa mayor.
—Quiero que estés a mi lado cuando luchemos. Para la maniobra del cerco a las torres he escogido a los chicos más ligeros pero con más fuerza para dirigir a los dragones durante el vuelo. Su misión es la más importante y complicada. ¿Quieres apuntarte?
Tivam asintió. A lo lejos se oyeron más truenos. Alasar cogió otro trozo de carne y Tivam dijo:
—Cuando lleguemos a Isdad, ¿cómo sabrás lo que tenemos que hacer?
—El rey de Myrdhan se ha quedado sin aliados y nadie cuenta con nosotros. Llegaremos por sorpresa, con jinetes a caballo, veinte guerreros dragonianos por el aire y el resto desde la costa.
Alasar le mostró un plano doblado y arrugado que había intercambiado con Rasum hacía dos años en el que se veía que Isdad quedaba justo en la costa.
—El comerciante conocía muy bien Isdad, así como todos los entresijos de los adultos y la guerra.
Alasar advirtió que Tivam temblaba mientras se llevaba a la boca otro trozo de carne, si bien su rostro seguía manteniendo una expresión pétrea.
—¿Tienes miedo? —le preguntó.
Tivam lo miró a los ojos.
—Jamás.
Al día siguiente llegaron a la costa. El suelo hacía una pendiente que se interrumpía de pronto con un vertiginoso acantilado contra el que rompían las olas del mar. El océano se extendía como un paisaje extraño, inaccesible para el hombre. La brisa marina se colaba entre la ropa de los niños de las cuevas. En el cielo todavía resonaban los últimos coletazos de la tormenta, que se mezclaban con el rugido del oleaje.
Los guerreros tenían toda la ropa empapada y las pieles les pesaban más que nunca. De vez en cuando miraban al mar, y más de uno se preguntaba si valía la pena conquistar aquel mundo gris. Alasar, que iba a la cabeza del ejército, descubrió entonces una torre de vigía situada sobre el arrecife y envió a dos guerreros del aire a explorar la zona.
Los animales batieron las alas en cuanto les quitaron las ataduras, empezaron a galopar con los jinetes a sus lomos y finalmente se elevaron por los aires.
Alasar los vio llegar hasta la torre, lanzar sus flechas y derribar a los haradonos antes de que estos pudieran encender la hoguera para advertir a los suyos del peligro. Uno de los centinelas logró salir de la torre galopando a lomos de un caballo, pero también fue atravesado por una flecha. El caballo siguió galopando sin su montura y se perdió en el horizonte.
Durante su marcha pasaron junto a otras tres torres de vigía con las que siguieron el mismo procedimiento, y por fin llegaron a la cima de una montaña rocosa, a cuyos pies se extendía una enorme ciudad. Tenía unos muros magníficos, y en su centro se alzaba un oscuro fuerte que estaba rodeado de numerosas tiendas de campaña. Tras los muros, estrechas columnas de fuego se elevaban hacia el cielo como tentáculos. Alasar indicó a sus hombres que se detuvieran. Habían llegado a Isdad.
A lo largo de la costa, la niebla había emergido, recostándose en las rocas como una segunda piel. De vez en cuando, alguna gota de lluvia se convertía en granizo y caía rodando por la pendiente hasta chocar con las armas de los haradonos, sus tiendas o los tejados de la ciudad.
Hacía ya casi cuatro meses que toda Isdad, menos el fuerte interior, estaba en manos de las tropas haradonas. Como se trataba de una importante ciudad comercial en la que confluían mercancías de la península, las islas y ultramar, las provisiones del rey le bastarían para sobrevivir seis meses más; mientras tanto, los haradonos esperaban pacientemente a que se cumpliera el plazo y el rey se entregara por su propio pie. Podrían haber derruido el muro exterior con sus catapultas, pero el fuerte interior resultaba inaccesible desde fuera. Por lo demás, todo intento de quemar la ciudad resultaba inútil por culpa de la lluvia. Solo se veía alguna ruina carbonizada en los barrios más pobres del este, donde la mayoría de las cabañas eran de madera y paja y estaban situadas demasiado cerca de los muros externos. El rey de Myrdhan y su debilitado ejército continuaban encerrados en su fortaleza, seguros e inabordables, con un único enemigo: el hambre.
Los dragones emergieron entre la niebla como fantasmas. Los centinelas se inclinaron sobre las barandillas de sus torres y se quedaron petrificados mirando al mar. ¿Estarían soñando? ¿Sería efecto de la lluvia? No… las tres primeras sombras se convirtieron en seis, y después en nueve, y en trece y en veinte… ¡Era un ejército desconocido!
Los jinetes del aire no llevaban bandera ni escudos e hicieron caso omiso de las antorchas haradonas. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca empezaron a disparar flechas desde el aire. El grito del primer soldado haradono que cayó muerto de la torre rasgó el silencio reinante; antes de que su cuerpo alcanzara el suelo, a su chillido se le unió un griterío ensordecedor.
Los haradonos dieron el toque de alarma. Los cuernos resonaron con fuerza mientras un ejército de jinetes sobrevolaba el cielo de Isdad. Sus sombras se deslizaron en masa sobre los tejados de las casas y en cuestión de segundos una lluvia de flechas cayó sobre la ciudad. Los jinetes del aire haradonos trataron de tomar cartas en el asunto, pero cada vez que un guerrero intentaba alzar el vuelo era atacado y derribado.
El fragor de la batalla fue en aumento. Ahora procedía de tierra. Cuando los soldados haradonos se dieron la vuelta, descubrieron a un nuevo ejército de jinetes que aparecía entre la niebla. En la ciudad no tuvieron apenas tiempo de reaccionar, pues los atacantes llegaron hasta ellos en un abrir y cerrar de ojos y dieron comienzo a un terrible ataque. Los guerreros desconocidos eran muchos menos, si bien el factor sorpresa hacía decantar la batalla de su parte. Avanzaban como exhalaciones a lomos de sus caballos y sus dragones, con las caras pintadas de hollín, matando a cuantos guerreros encontraban a su paso. Mientras tanto, algunos jinetes del aire habían llegado al fuerte interior sin que fueran atacados por las tropas myrdhanas.
Alasar desmontó de su dragón, que temblaba de agotamiento. Los soldados myrdhanos le salieron al encuentro y lo apuntaron con sus lanzas.
—¿Quiénes sois? ¡Identificaos!
Alasar miró a Tivam, que acababa de llegar a su lado. El sudor y la lluvia dibujaban líneas claras en su cara tiznada de hollín.
—Somos myrdhanos, amigos del rey.
Los soldados se miraron con recelo entre sí.
—¡Que venga el general Jasicur! ¿Dónde está el general? ¡Id a buscarlo!
Llegó una fuerte ráfaga de aire levantada por un dragón que se había posado sobre el muro de la fortaleza.
Alasar echó un vistazo a la lucha que se estaba librando en la ciudad y señaló con el dedo un establo alargado que quedaba algo apartado.
—¡Mata a sus dragones! ¡Mata a los dragones haradonos!
El jinete tiró de las riendas de su dragón y el animal volvió a saltar del muro con un bramido salvaje. Otros jinetes se le sumaron. Alasar gritó a unos y otros, dio órdenes concisas a cada uno de ellos y por fin se volvió para dirigirse a los guerreros que se encontraban a su alrededor.
—A partir de ahora tenéis que ir dejando descansar a los animales: la mitad vuela mientras la otra mitad descansa, ¿entendido? ¡Y si se os acaban las flechas, coged las del ejército real!
Mientras decía aquello, cogió una cadena de hierro que llevaba atada a la cintura. Tivam comprendió enseguida lo que tenía en mente, y cogió asimismo la cadena que llevaba a los hombros. Luego la enganchó a la de Alasar, y por fin también a los arreos de sus dragones.
Dos jinetes más aterrizaron en el muro. Se les habían acabado las flechas e hicieron lo mismo que Alasar y Tivam: unieron las cadenas que llevaban y las entrelazaron a sus dragones.
En ese momento se les acercó corriendo un general myrdhano. Ni siquiera le había dado tiempo de cerrarse del todo el arnés. Sus ojos hinchados y su melena revuelta no dejaban lugar a dudas: había estado durmiendo después de beber demasiado.
—¡Deteneos! ¿Quiénes sois?
Alasar tiró de su cadena y montó de un salto en su dragón, el cual casi perdió el equilibrio.
—¡Responde! —gritó el general, amenazándolo con su espada.
Alasar clavó los talones en los flancos del dragón y tiró de las riendas. El dragón desplegó las alas y saltó del muro. El dragón de Tivam, que estaba unido al suyo por la cadena de hierro, lo siguió.
Volaron hasta una de las torres. Los niños de las cuevas que se hallaban cerca de ella los vieron acercarse, comprendieron lo que estaba a punto de pasar y espolearon a sus dragones y caballos para que se alejaran de allí. Tivam y Alasar obligaron a sus dragones a separarse cuanto les permitiera la cadena y pasaron junto a la torre, uno por cada lado. La cadena de hierro se clavó con fuerza en la madera de la pared. Los animales notaron un tirón fortísimo cuando se tensó. Alasar casi salió disparado hacia delante, y durante unos segundos creyó que iba a precipitarse al vacío. Entonces el animal batió con fuerza las alas y logró mantenerse en el aire.
Por debajo de ellos se oyó un fuerte ruido metálico. Los otros dos jinetes del aire habían hecho lo mismo, y su cadena se había tensado también junto a la torre. Alasar espoleó a su dragón y le dio un latigazo. El animal se inclinó levemente hacia un lado y batió las alas con todas sus fuerzas.
La torre se tambaleó entre sordos crujidos. Alasar notó que avanzaban un poco y, por fin, las vigas cedieron. La torre cayó al suelo con un chasquido largo y profundo.
Alasar oyó a sus pies un gran griterío que se extendía por el suelo como una ola, pero no miró hacia abajo, hacia el lugar en el que la torre se derrumbaba haciéndose añicos y todo a su alrededor quedaba enterrado bajo los escombros. Su dragón voló hacia arriba como pudo. Alasar desató la cadena con dedos temblorosos y agarrotados, y al cabo de un instante Tivam hizo lo mismo.
En ese momento, oyeron los alaridos de un dragón, y esta vez Alasar sí bajó la vista: uno de los animales que había ayudado a derrocar la torre había sido abatido por las flechas de los haradonos, y su jinete aún no había soltado la cadena que lo unía al otro dragón. El animal se precipitó contra el suelo con su jinete, arrastrando consigo a otros dos.
De pronto, Alasar sintió en la mejilla el cuerno central de su dragón. Se apartó con un alarido de dolor y, con las dos manos en las riendas, dirigió su montura hacia el muro exterior de la ciudad. Le ardía la mitad de la cara; la lluvia golpeaba con fuerza y fue como si estuvieran clavándole infinidad de agujas en la piel.
El dragón alcanzó el muro entre jadeos. Alasar bajó de lomos de él cuando el animal puso los pies en el suelo y, desmayado, chocó contra el muro de piedra. En la ciudad la batalla continuaba. El campamento de los haradonos parecía bastante desierto, pero Alasar no fue capaz de predecir si ganarían o no.
En ese momento, Tivam aterrizó junto a él y desmontó de su dragón, apartándose el pelo de la cara. Parecía agotado. Quizá no fue más que aquel leve movimiento, o quizá la expresión grave con la que le miró, pero el caso es que le recordó de pronto a sí mismo tiempo atrás.
Se acercó hasta él. Quería decirle tantas cosas, que estaba feliz y orgulloso de tenerlo a su lado, que se parecían más de lo que probablemente creía, y que quizá con el tiempo aprendería a quererlo como a su propio hermano, pero se limitó a decir: «Bien hecho».
Tivam asintió como ausente.
Unos soldados se les acercaron al galope, encabezados por el general, que miraba la ciudad sumida en el caos como si de pronto el mundo se hubiera vuelto loco. Cuando les dieron alcance, el hombre alzó de nuevo su espada y gritó:
—¡Por última vez, decidme quiénes sois y quién os envía!
Alasar percibió claramente el miedo que sentían algunos de los soldados que seguían al general, y no pudo reprimir una sonrisa.
—No nos envía nadie, salvo el designio de los dioses.
El general y los soldados lo miraron sin dar crédito a lo que veían y a lo que acababan de oír. Tal como estaba ahora, con la cara y el cuello teñidos de hollín y media cara abierta y cubierta de sangre, no parecía precisamente un enviado de los dioses, sino más bien alguien salido de las profundidades del infierno.
—Me llamo Alasar —siguió diciendo, mientras recorría a los soldados con la mirada—. Soy el jefe del pueblo de las cuevas, y he venido para reunirme con el rey de Myrdhan.
Se hizo el silencio. Al fin, el general bajó su espada encogiéndose de hombros.
—En fin, no serás el único que lo haya hecho últimamente.
Los soldados dejaron escapar unas risas nerviosas.
Alasar, Tivam y otros cuatro niños de las cuevas fueron conducidos hasta el rey, precedidos por el general Jasicur. Alrededor de la fortaleza, las casas se elevaban hacia el cielo. En un par de ocasiones los escombros y las ruinas le bloquearon el paso y tuvieron que coger otro camino.
Cuando llegaron al centro de Isdad, vieron un gran bullicio de gente. Los niños de la calle corrían a su lado y se colaban por las ventanas de las casas, los vagabundos buscaban restos de comida, las familias de campesinos —que habían llegado a la ciudad huyendo de los haradonos y de sus saqueos— intentaban sobrevivir en la calle con lo que podían.
Alasar jamás había puesto los pies en una ciudad, y jamás había visto a tanta gente junta y distinta viviendo en un mismo lugar. Tivam también parecía conmocionado ante aquella imagen, principalmente ante los ancianos, con sus profundas arrugas.
Pronto las callejuelas dieron paso a unas calles empedradas, y más allá se elevaba la fortaleza de Isdad, como un árbol enorme. El grupo atravesó una plaza y subió por un largo camino de piedra. Las puertas del fondo estaban cerradas. Jasicur llamó a los guardias y, tras un breve intercambio de palabras, les dejaron pasar.
Llegaron a un patio que estaba abarrotado de personas y animales. Había soldados por todas partes, tirando de carros con gente herida o inconsciente y controlando la comida que se introducía en el palacio.
—Esperad aquí —les indicó Jasicur al llegar a las puertas del palacio.
Alasar siguió con la mirada al general hasta que este desapareció tras la puerta. Sus soldados se quedaron controlándolos.
Cada vez se veían menos jinetes del aire sobrevolando la ciudad. Pero cuando una de sus sombras oscurecía el cielo, la muchedumbre gritaba aterrorizada y señalaba hacia lo alto. Alasar cerró los ojos. Sentía un dolor muy intenso en la mejilla y la lluvia no hacía sino agravarlo. ¿Había logrado entrar en Isdad? Era todo tan extraño… al fin estaba en el lugar que había soñado. ¡Cuántas veces, a lo largo de los años, había imaginado aquella misma lluvia y aquella misma situación! Y al fin había llegado el momento. Todo había salido como lo había imaginado, y sin embargo…
Alasar salió de su ensimismamiento al ver regresar al general.
—¡Vamos! —dijo Jasicur haciéndoles una seña con la mano—. Bajad las armas. El rey Morgwyn os está esperando.
Jasicur condujo a Alasar y a su séquito por el castillo bajo sus estrechas bóvedas. Había gallinas por todas partes, y en la distancia se oía el llanto de una mujer. Ante una altísima puerta había apostados una docena de soldados que se hicieron a un lado y abrieron cuando vieron al general.
Entraron en una sala, en cuyo centro había una enorme mesa de piedra sobre la que habían estado comiendo varios hombres, que en aquel mismo momento se levantaron de sus asientos. Tras ellos, al fondo de la sala, cinco escalones conducían a un trono sobre el que pendía el escudo de Myrdhan. En el trono estaba sentado un hombre mayor con barba y una cicatriz en la mejilla. Iba vestido para la guerra, con la excepción de un faldón rojo ribeteado en oro, y del cinturón le colgaba una espada con adornos en la empuñadura.
—Majestad, aquí está el joven —anunció Jasicur dándose la vuelta hacia Alasar.
Todas las miradas se posaron en Alasar, que a su vez hizo una reverencia ante el rey de Myrdhan.
—Llevo mucho tiempo esperando este momento, majestad.
El rey se levantó.
—¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Y qué están urdiendo tus hombres a las puertas de mi ciudad?
Alasar guardó silencio unos instantes, aparentemente tranquilo, aunque el tono severo del rey le molestó. No estaba acostumbrado a que lo increparan de aquel modo, y hasta ese momento había creído que el rey de Myrdhan se le dirigiría con el mismo respeto y admiración que los niños de las cuevas.
—Mi nombre es Alasar, y los guerreros de ahí fuera que están «urdiendo» una batalla contra vuestros enemigos pertenecen al reino de las cuevas, del que soy jefe. —Hizo una pausa antes de continuar—: Venimos en busca de venganza.
El rey Morgwyn lo miró durante un rato con semblante escéptico. Al fin descendió los últimos escalones que conducían al trono y se detuvo ante la mesa de piedra.
—¿Queréis vengaros de los haradonos?
—Así es.
—¿Y dónde demonios estabais metidos hace un año y medio, cuando reuní a todos mis guerreros? ¡En aquel momento me habría venido de perlas cualquiera de los dragones que tenéis ahí fuera! —dijo dando un golpe en la mesa.
—Bueno —le respondió Alasar—, por lo que parece, aún podemos ayudaros. Si me lo permitís, os explicaré cómo.
El rey le miró suspicazmente, se acarició la barba y dijo:
—Habla, pues.
—Puedo poner a vuestra disposición trescientos veinte dragones con sus jinetes de tierra y aire.
—Me han dicho que también hay jinetes a caballo, ¿no es así?
—Cierto —dijo Alasar—. Están al otro lado de la muralla, y allí se quedarán, a no ser que… ¿Tiene usted idea de cómo abrir las puertas de la ciudad?
El rey Morgwyn resopló sorprendido.
—¿Sacrificarías sus vidas por abrir la puerta? No reparas en gastos, ¿eh?
—La victoria exige víctimas.
El rey lo miró de nuevo atentamente, luego se dio la vuelta y se dirigió a los hombres que estaban de pie junto a la mesa.
—¡Miradlo! ¡Aparece volando como un ángel vengador! —exclamó, y dirigiéndose de nuevo a Alasar dijo—: ¡Ojalá existieran más hombres como tú, chico! ¡Sí! Pero mucho me temo que con trescientos veinte dragones no lograremos vencer a las fuerzas de Haradon.
—Quince quilómetros más al oeste hay escondidos treinta carros cargados de sal. He pensado que podríamos utilizarlos para reclutar soldados: elfos de las islas. Lo que necesitamos, simplemente, son más hombres. No importa cómo luchen. Necesitamos hombres que nos ayuden a abrirnos camino para salir de Isdad, aunque sea enterrando a los haradonos bajo montañas de cadáveres.
Los hombres se quedaron perplejos mirando a Alasar.
El rey Morgwyn se apoyó lentamente sobre la mesa.
—Me pregunto qué sacas tú de todo esto, amigo. ¿Qué esperas a cambio de tu generosa ayuda? ¿O acaso te basta el honor de servir a tu patria? —le dijo el rey sonriendo.
—Me ofrezco a luchar por su majestad y, si es necesario, a morir como un hijo. Pero quiero que me nombréis heredero al trono.
Las nubes empezaron a abrirse sobre el cielo de Isdad, dejando ver las estrellas. Hacía un buen rato que la calma había vuelto a reinar en la ciudad, y el rey de Myrdhan había ofrecido alojamiento a los niños de las cuevas y a sus valiosos dragones.
En la sala del trono se encendieron las antorchas, después el rey ordenó a sus sirvientes y centinelas que abandonaran la estancia, y se dejó caer en su silla con expresión preocupada. Lo acompañaban sus nueve máximos consejeros y generales.
—¿Y bien? ¿Qué os parece el chico?
—Bueno —empezó a decir un consejero calvo—, no tengo ni la más remota idea de quién es ni de dónde viene, pero parece un milagro, que, dicho sea de paso, necesitábamos como agua de mayo. Es casi demasiado bueno para ser real.
—¿Demasiado bueno, mi querido Bukleos? —rugió el rey—. ¿Te parece demasiado bueno que ese tal Alasar exija acceder al trono? ¿Has olvidado a mi sobrino Myrikan? ¡Él es el heredero del reino! ¿Queréis que priorice la voluntad de un pueblerino a la lógica de la sucesión de la familia real?
Los consejeros se quedaron en silencio, consternados.
—Pero Myrikan está en el exilio, en la isla de Karilla —dijo un general— y Alasar está aquí. Nos trae sal y una tropa de dragones que podría medirse con la de Logond. Si su majestad no desea convertirlo en su sucesor, cosa que comprendo y respeto, deberíamos buscar el modo de asegurarnos igualmente su ayuda. Con trescientos dragones tendríamos la oportunidad de romper el cerco de los haradonos y buscar aliados. ¡Imaginad los destrozos que podría provocar en un solo día! ¡En menos de dos días podríamos estar listos para atacar las fronteras!
El rey Morgwyn se mordisqueó el labio inferior en actitud pensativa. Su general tenía razón: necesitaban los dragones de Alasar, porque la guerra contra Haradon era inevitable. Todas las ofertas de paz habían sido declinadas hacía tiempo.
—El maldito rey de Haradon, Helrodir… —murmuró Morgwyn—. ¡Quiere acabar con nosotros! ¡Desea todas nuestras posesiones! ¡Antes que a él legaría mi trono a una cucaracha! —Volvió a mordisquearse el labio—. Pero este chico tiene algo que no acaba de convencerme. ¿Lo habéis oído? Hablaba de sobornar a los soldados elfos de las islas. ¡No se ha enterado de que en las islas no queda ni un solo elfo! ¿Y cuánto hace ya que se extinguieron? ¿Siete, ocho años? ¿Cómo es posible que no lo sepa? ¿Y habéis visto cómo atacaban sus guerreros? Sin ningún tipo de estrategia, se han lanzado contra los haradonos como si quisieran echarse en brazos de la mismísima muerte. ¡Y eso que no son más que niños! Alasar no tiene ni idea de tácticas militares, y por lo visto tampoco de diplomacia política.
Se dio media vuelta y miró hacia el trono. La luz de las antorchas se reflejaba en los escalones de piedra que conducían hasta él.
—El trono de mis antepasados… —continuó diciendo—. Los hombres más importantes de Myrdhan se han sentado en él. —Se pasó la mano por su prominente barriga—. ¡Ese chico quiere comprar mi trono con dragones y sal! No puedo aceptarlo. No puedo hacerle esto a mis antepasados. No puedo permitir que un campesino suba a este trono.
Se dio de nuevo la vuelta y se sentó. Apoyó con firmeza sus robustos brazos en el trono, pero su expresión era de desamparo. Parecía un niño sentado en una silla demasiado grande.
—Nos ha costado sudor y sangre reconquistar Isdad. Yo no he hecho más que pensar en este trono a la hora de cortar cabezas haradonas. Él era mi meta, lo que daba sentido a esta guerra. —Se señaló la cicatriz de la mejilla—. Estaba en mi mente cuando ofrecí la mejilla y me mostré dispuesto a entregar la vida por salvar el honor de mi familia. ¡Alasar no podrá ser mi sucesor jamás! Tiene que serlo Myrikan, como le prometí a mi querido hermano en su lecho de muerte.
Uno de los consejeros tomó la palabra y dijo:
—Seguro que Alasar tendrá suficiente con ser nombrado general, majestad. Tras la victoria sobre Haradon, podría ofrecerle algunas tierras, por ejemplo. Seguro que encontraremos una recompensa adecuada a su ayuda.
Morgwyn acarició pensativamente los reposabrazos del trono.
—Alasar vive extrañamente ajeno a la realidad. Aunque desee dominar el mundo entero, la fuerza no es sinónimo de poder. Le faltan conocimientos y sabiduría. Si quiere ofrecerme sus dragones a cambio de la promesa de nombrarlo mi sucesor al trono, eso será lo que obtenga. Solo palabras.
Los consejeros asintieron entre risas.
Alasar se quedó dormido de puro agotamiento en cuanto lo llevaron a su habitación. Tuvo unos sueños rarísimos en los que corría por las cuevas invadido de unos miedos indescriptibles. La cara de Magaura se escondía tras cada pared, sus ojos inertes lo miraban fijamente.
Y sus pies lo conducían siempre a la misma gruta. Oía el agudo y suave canto de una niña, una voz solitaria que entonaba una antigua melodía… Entonces él entraba en la gruta. Magaura estaba sentada en el suelo, con Rahjel a su lado escuchándola atentamente. En cuanto veían a Alasar, los dos se levantaban de un salto y se abrazaban con tanta fuerza que sus cuerpos se convertían en uno solo. Las manos de Rahjel desaparecían en la espalda de Magaura. Sus dedos se le clavaban en la piel y su hermana empezaba a sangrar. Alasar corría hacia ellos para salvar a su hermana, la separaba de Rahjel y la cogía entre sus brazos. La abrazaba como nunca antes lo había hecho. La abrazaba… La fuerte presencia de Magaura se apoderaba de él. La pequeña estaba en todas partes y él se sentía extraordinariamente feliz y triste al mismo tiempo, y quería romper a llorar. Después notaba que sus manos estaban mojadas, y cuando volvía la vista atrás veía a Magaura cubierta de sangre, así como sus propias manos.
La sangre se convertía en una marea. El aire se llenaba de lamentos y de gritos. No los oía, pero sabía que estaban allí. Caía al suelo boca abajo, y veía desaparecer su pueblo. Entre las llamas se encontraban también Rahjel y Magaura. Pero incluso entonces, en su sufrimiento, eran superiores a Alasar, porque habían gozado juntos del amor. Y Alasar rompía a llorar como un niño, porque ni aun matándolos había logrado separarlos. Con su espada, con su ira, no había hecho más que unirlos para toda la eternidad. Las únicas personas a las que había amado eran precisamente las que le habían traicionado. Las únicas personas a las que había amado habían sufrido la fuerza de su cólera…
Alasar se despertó profiriendo un grito sordo. Su habitación estaba a oscuras. Fuera, el cielo empezaba a clarear. El chico notó las lágrimas en sus mejillas, se sentó en la cama y se pasó las manos por la cara temblando. La herida de la mejilla le dolía más que antes. Se había quedado dormido vestido y se notaba sudado. Se puso en pie de inmediato y se dirigió a la ventana, desde donde se veía la plaza de la ciudad. Aquí y allá brillaban algunas luces, y se oían los gritos y cantos de los soldados, y de vez en cuando algún silbido o el ladrido de algún perro.
Todo era tan distinto… Se encontraba en un mundo nuevo. Quizá fuera mejor que aquel en el que vivía, pero de entrada le parecía completamente extraño y poco natural. Los ruidos eran demasiado fuertes, se malgastaban demasiadas antorchas y velas, y la ciudad parecía pequeña y solitaria bajo el enorme firmamento. Los hombres debían de sentirse trágicamente minúsculos…
Si hubiese sentido las rocas como un hogar, sin duda lo habría echado de menos, pero se había alejado de ellas, y al hacerlo les había dado la espalda, como un hijo que abandona a su madre tras haber recibido de ella los cuidados suficientes. Ahora su casa era el mundo, y él convertiría los países en sus vestíbulos, las ciudades en sus pasillos y los castillos en sus despensas.
Claro que eso aún no lo sabía nadie. Nadie en todo Isdad había pensado jamás en la posibilidad de que a pocos kilómetros de allí hubiera guerreros preparándose en secreto para salvarles la vida y luchar a su lado contra Haradon. Mientras en la ciudad los soldados se emborrachaban, los bebés lloraban y los perros ladraban, Alasar se había encargado de trazar sus planes de victoria…
Decidió pensar en otra cosa, porque aquello le devolvía irremediablemente a los recuerdos del pasado. De modo que se imaginó a la gente que vivía en la ciudad, ajena al hecho de que su futuro rey estuviese observándolos en aquel preciso momento desde una ventana. Recorrió la ciudad con la vista de arriba abajo, como si estuviera cubriéndola con una bendición. Había tanta gente… Y él los dirigiría a todos. Los liberaría de sus cadenas. Y ellos lo amarían y le estarían eternamente agradecidos.
Le ofrecieron ropa nueva y lo ayudaron a darse un baño antes de presentarse de nuevo ante el rey Morgwyn. Tras un desayuno frugal, fue a buscar a Tivam y a algún otro niño de las cuevas y se dirigió hacia la sala del trono. El general Jasicur los esperaba frente a la puerta y los invitó a entrar.
—¡Alasar! —exclamó Morgwyn abriendo los brazos con una sonrisa—. ¡Recién bañado y con ropa nueva tienes el aspecto de un verdadero terrateniente!
Alasar hizo una reverencia.
—Majestad…
Morgwyn señaló una silla al otro lado de la mesa.
—Siéntate, Alasar. Por desgracia, no tengo más sillas para tus acompañantes. Quizá puedan esperarte fuera mientras hablamos.
Alasar hizo un gesto de asentimiento a su séquito, mas indicó a Tivam que se quedara.
—Mi señor, os pido que le permitáis quedarse a la reunión. Su nombre es Tivam.
Tivam realizó una torpe reverencia que hizo sonreír a Morgwyn.
—De modo que este es el joven sucesor del jefe del mundo de las cuevas. Por supuesto que puede quedarse.
Un criado llevó una silla y la puso a la derecha de Alasar.
Morgwyn se dejó caer sobre un sofá entre suspiros.
—Bueno, vamos a confiaros nuestros planes para que sepáis cómo pensamos aprovechar vuestra presencia y la de vuestros dragones en la guerra contra Haradon. Comenzaremos con el problema principal, el cerco de Isdad. Aradir, te cedo la palabra.
El general se dirigió a Alasar y empezó a hablar.
Después de que Morgwyn apareciera con un ejército reunido en secreto y conquistara la ciudad de Isdad hacía ya varios meses, la guerra contra Haradon había tomado un nuevo cauce. Toda la zona oriental se consideró territorio recuperado por los myrdhanos mientras que la parte occidental y la septentrional, que limitaban con Awrahell y con otras naciones hermanas de Haradon, continuaban a manos de los enemigos. Poco antes de la reconquista de Isdad, tuvo lugar una terrible batalla en la frontera en la que ganaron los haradonos y Myrdhan perdió dos terceras partes de su infantería. Después, en una segunda batalla, la guardia de los dragones myrdhanos fue aniquilada, y en la tercera contienda, y la última hasta el momento, todos los supervivientes del ejército real se habían aglutinado en Isdad y se habían atrincherado en la ciudad, donde continuaban a día de hoy. Toda llamada de ayuda a los países vecinos había sido infructuosa; los poderosos reinos de las islas, que durante siglos habían mantenido contactos comerciales con Isdad, habían preferido ponerse de parte de los haradonos porque los negocios con sus numerosos puertos recién creados iban a resultarles mucho más lucrativos. El rey Morgwyn se había quedado completamente solo.
Pero con la aparición de Alasar, todo aquello podía dar un vuelco. Si reaccionaban con la suficiente celeridad, podrían romper el cerco de la ciudad antes de que llegaran nuevas tropas haradonas. Al mismo tiempo, los dragones de Alasar tendrían que librar pequeñas batallas simultáneas en varias ciudades fronterizas con el fin de distraer a los haradonos y aprovechar el desconcierto para conseguir más aliados y sobornar a más soldados. Si lograban que Myrdhan recuperara su fuerza y su poder, Haradon se replantearía aceptar un tratado de paz y dejar en manos del rey Morgwyn los territorios reconquistados.
Al menos eso era lo que esperaba el rey.
Revyn y Yelanah abandonaron el pueblo a media mañana. No encontraron a Khaleios por ninguna parte. Solo tras haber salido del valle, Revyn se dio la vuelta una última vez y le pareció reconocer al rey elfo caminando por una de sus calles, pero no estaba seguro de que fuera realmente él.
Apenas anduvieron unos pasos por el bosque cuando se toparon con las nieblas: la bruma blanca emergía de la tierra, devorando el paisaje. En un abrir y cerrar de ojos se vieron rodeados del mundo nebuloso.
Revyn se quedó inmóvil durante unos instantes, mirando a su alrededor. Hacía tanto tiempo que no estaba allí… El olor a madera y resina, a hierba húmeda y hojas verdes, le pareció más intenso que nunca, como si regresara a la realidad tras un sueño de varios años.
—Tenemos que encontrar a los nimorga lo antes posible. Y a Palagrin. Oh, espero que se encuentre bien…
—Seguramente ya estarán viniendo hacia aquí. Vamos. El San yagura mi dâl no queda lejos.
Yelanah lo condujo por la maleza. De los arbustos colgaban jugosos boms que Revyn y Magaura fueron comiendo. A cada mordisco que daba, el chico iba teniendo la sensación de acercarse un poco más a su verdadero hogar.
Pronto se abrió un claro y el San yagura mi dâl apareció ante sus ojos, tranquilo y liso, como si formara parte de un cuadro. Solo el reflejo de las nubes daba la sensación de movimiento. El cañaveral se mecía con la brisa entre murmullos.
Pocos minutos después aparecieron los dragones. Yelanah los abrazó a todos. Palagrin se abalanzó sobre Revyn cariñosamente mientras resoplaba de alegría. Este lo abrazó con todas sus fuerzas acariciándole el pelaje. ¡Cuánto lo había echado de menos!
Tras los efusivos saludos, se sentaron en el suelo. Yelanah continuó acariciando a los dragones y hablándoles con cariño, y Revyn escuchó emocionado sus palabras.
Los chicos contaron todo lo que les había pasado, y también los dragones les explicaron con pelos y señales todo lo que habían vivido. Cuanto más oía, más abatido se sentía Revyn. Casi todos los dragones habían sido capturados. La llamada de la irrealidad era cada vez más fuerte e intensa, y muchas de las tribus habían tenido que huir del mundo nebuloso. Fue entonces cuando los apresaron los hombres. Los únicos que habían logrado quedarse en su mundo eran los nimorga, que habían ido haciendo escapadas breves, de pocos minutos. Pero, aun así, también habían sufrido pérdidas: tres hermanos no habían podido resistirse a la llamada de la irrealidad.
La luz del día empezaba a remitir, y ya comenzaban a oírse el croar de las ranas y el canto de los grillos. Los dragones querían salir a cazar, pero Yelanah estaba agotada. Tenía que ir al círculo de robles. Revyn la acompañó.
Era ya casi de noche cuando llegaron al lago. Las orquídeas silvestres despedían un olor dulzón y todo a su alrededor parecía sumido en una especie de fiebre postestival.
El círculo de robles estaba exactamente como lo habían dejado: las cestas, el musgo, las armas, las herramientas… era como si hubiesen caído en un sueño profundo del que solo Yelanah podía despertarlos.
Revyn encendió una hoguera mientras Yelanah se dejaba caer sobre la suave piel que hacía las veces de cama. Tostaron celgonnwa y las acompañaron de crujientes pipas. Poco a poco las llamas fueron reduciéndose, y Yelanah se cubrió con otra piel.
—Estoy oyendo la llamada de la irrealidad —susurró—. Incluso ahora… —Su mirada reflejaba tristeza, y Revyn comprendió el peso que debía de suponer para ella disimular aquellos sentimientos—. Se nos llevará a todos. No quiero enloquecer.
Revyn se acurrucó junto a ella.
—Tendremos que salir del mundo nebuloso de todos modos, Yelan. Los dragones de Myrdhan nos esperan, necesitan nuestra ayuda.
Yelanah lo miró largamente. Sus ojos habían perdido su peculiar brillo.
—Sin ti estaría perdida, Revyn…
Un escalofrío dolorosamente agradable le recorrió el cuerpo entero. Qué cosas decía… ¿Cómo iba a estar perdida? Era imposible. Ella era fuerte, lo era antes de que apareciera él. ¡Él era el único que estaría perdido sin ella! Sonrió, nervioso, y entonces hizo acopio de valor y se inclinó hacia ella. Su respiración le acarició la mejilla, envolviéndola de arriba abajo. Sus labios temblorosos respondieron a los de él.
Todo sucedió como el rey Morgwyn había esperado.
Atacaron a primera hora del día siguiente; los dragones del aire de Alasar sobrevolaron el cerco de la ciudad, cubriéndolo con una lluvia de flechas.
Pero en esta ocasión los haradonos estaban mejor preparados: habían tensado sus techos protectores y habían soltado las correas de las alas de sus dragones para que pudieran volar. Varias tropas de jinetes del aire salieron al paso de los myrdhanos, y en el cielo se libró una verdadera batalla campal. Alasar perdió a más de treinta hombres y dragones.
Durante la contienda entre los dragones del aire, se abrieron las puertas de Isdad. La infantería de Morgwyn se precipitó al exterior e intentó derruir las torres haradonas prendiéndoles fuego. La madera, húmeda por la lluvia, crepitó y restalló con tanta virulencia que fue como si las torres hubiesen cobrado vida. Entre terribles crujidos, las torres se desplomaron al suelo, llenándolo todo de ceniza y polvo.
Tras observar durante un buen rato el combate desde el aire, Alasar aterrizó en el cerco con varios de sus hombres. La batalla aún no había concluido, pero era el momento de hacerse con los dragones haradonos y ponerlos a salvo en Isdad.
En todas partes reinaba el caos. Alasar tuvo que matar a cinco soldados antes de poder coger las riendas del primer dragón sin jinete. El animal estaba aterrorizado e intentó atacarlo. Por suerte, llevaba bozal; de otro modo, le habría arrancado el brazo directamente. Alasar lo golpeó varias veces con la empuñadura de su espada hasta que el animal se rindió agotado y lo siguió aturdido. Los demás niños de las cuevas también pudieron ir recogiendo dragones y conduciéndolos hacia Isdad.
El sol se colaba por las rendijas de las torres. Alasar estaba empapado en sudor, y se sentía como paralizado por el fuego y el olor a sangre. ¿Cuántos dragones tendrían? Solo él había apresado unos siete u ocho, no estaba seguro.
Cabalgó por el cerco, condujo a su dragón por encima de las vigas caídas y las tiendas de campaña. Un guerrero dragoniano haradono lo descubrió y se precipitó hacia él, pero Alasar fue más rápido, cogió su arco y le disparó una flecha. Tenía una herida horrible en la barriga. Alasar se echó hacia atrás asustado, y siguió buscando.
Al cabo de un rato sonaron las trompetas victoriosas al otro lado del muro de Isdad: Myrdhan había ganado la batalla. Las tropas haradonas estaban destrozadas y los supervivientes huían ya despavoridos.
Alasar cabalgó hasta las últimas filas de tiendas, pero no encontró ningún dragón más. Por fin regresó a Isdad y fue recibido con júbilo por soldados y ciudadanos. Atraídos por las trompetas, todos se acercaban a la fortaleza para recibir a los soldados. Las ancianas lloraban de alegría al verlos y los niños los señalaban con admiración entre ovaciones. Alasar sintió un repentino desprecio por toda aquella gente. Se alegraban cuando les hablaban de victoria, pero se quedaban impávidos si les anunciaban una derrota. Necesitaban a alguien que pensara y actuara en su nombre, solo así eran capaces de sentir. En el fondo ya sabía que el mundo funcionaba de ese modo, los niños de las cuevas no eran muy distintos de aquella gente, pero por primera vez en su vida aquella dependencia de la gente le agobió, como si él fuera el único hombre entre una jauría de perros, pensó.
En el castillo le esperaba un baño caliente. Dos doncellas le frotaron la espalda, le curaron las heridas y le llevaron ropa nueva. Alasar permaneció todo el rato en silencio, como ausente, por mucho que las criadas intentaron darle conversación.
En una sala contigua prepararon comida para todo el pueblo de las cuevas: codornices y palomas asadas con salsa de vino y albóndigas, pan y fruta. Alasar y los suyos saborearon aquellos manjares, la mayoría desconocidos para ellos, y comieron mucho más de lo que necesitaban. El banquete mejoró ligeramente el humor de Alasar y poco a poco los pensamientos que lo habían estado atormentando desde que viera a la gente agolpada ante el castillo fueron desapareciendo progresivamente.
Tivam se encontraba sentado a su lado. Tenía un ojo hinchado y un brazo vendado, pero no daba muestras de dolor. Alasar comprendió que sin Tivam estaría solo, que si lo perdía perdería también aquella parte tan frágil y delicada de su ser que daba sentido a su vida: su fe en la bondad, significara lo que significase, llevara la máscara que llevase.
—Estoy muy orgulloso de ti —le dijo en voz baja.
Tivam dejó de masticar y lo miró a los ojos durante unos segundos. Alasar no fue capaz de interpretar los pensamientos o recuerdos que pasaban por la mente de Tivam, pero supo a ciencia cierta que Tivam sí podía interpretar los suyos.
Tras la liberación de Isdad, tuvieron que actuar con rapidez. Era cuestión de tiempo que llegaran nuevas legiones haradonas. Esta vez el rey Helrodir hundiría más aún su espada para acabar con su enemigo en Isdad.
Ahora tenían que conseguir que el país entero se agitara con enfrentamientos aquí y allá y que el rey haradono se sintiera tan confundido y vapuleado que no fuera capaz de poner en marcha un plan de ataque.
La mañana que siguió a la victoria, Alasar envió a Thebal —de parte del rey— a sesenta jinetes del aire. Thebal era una ciudad sometida por los haradonos, estratégicamente situada al norte de Myrdhan. Trescientos soldados a pie y cincuenta jinetes a caballo acompañaron a los jinetes del aire. Al mismo tiempo, enviaron un ejército semejante hacia el oeste, hacia Kytena, donde se encontraban las mejores herrerías del país, y el rey Morgwyn envió a cincuenta soldados en busca de la sal que Alasar había escondido no muy lejos de allí, a la entrada de una cueva.
Cuando los soldados regresaron a Isdad con el tesoro blanco, aquella misma noche, su llegada se convirtió en un desfile: los ciudadanos salieron a la calle a recibir a sus héroes, que habían salvado la ciudad. Y un nombre iba de boca en boca con gran respeto y agradecimiento: Alasar.
¿Quién era aquel hombre? ¿De dónde venía? En todas las calles se hablaba del milagro que los ciudadanos de Isdad habían tenido el lujo de presenciar y que pasaría para siempre a los anales de la historia. Nadie sospechaba que aquel milagro deparaba más sorpresas para ellos.
Desde una de las ventanas de la sala del trono, Alasar vio partir a los soldados del rey. En la distancia, los hombres se convertían en puntos diminutos hasta que desaparecían.
Sumido en sus pensamientos, acarició la empuñadura de su espada. Sabía que los consejeros del rey lo observaban mientras hablaban de estrategias y de ataques. El rey seguía durmiendo, aunque ya era casi mediodía. La noche anterior había estado de celebración. De Kytena les había llegado la noticia de la victoria y ahora todos los ejércitos que se habían quedado en Isdad tendrían que partir hacia allí para defender las herrerías de los ataques haradonos. Por lo demás, las nuevas provisiones de sal de Morgwyn habían servido de reclamo para los comerciantes de las islas y se habían abierto de nuevo las rutas comerciales. Del mismo modo, soldados de todos los rincones del mundo se dirigían en aquel preciso momento hacia Isdad. Los haradonos aún no habían sido derrotados, pero el rey Morgwyn se había sentido lo bastante optimista como para beberse la mitad de las existencias de vino de la ciudad.
Los soldados del rey ya habían desaparecido tras las dunas. En Isdad no quedaban más de ciento cincuenta soldados y unos cien jinetes del aire de Alasar. Los soldados que venían de otras ciudades tardarían aún varios días en llegar.
Las puertas se abrieron de golpe y Tivam entró en la sala. Hizo una reverencia ante los consejeros, que le dedicaron una sonrisa, y se dirigió hacia Alasar. Pasaron unos instantes en silencio mirando por la ventana, mientras los consejeros retomaban su charla.
—Cuando llegue el momento irás a buscar al resto, ¿no? —murmuró Alasar—. Todo depende de lo rápido que suceda.
Tivam asintió. Las puertas de la sala volvieron a abrirse, en esta ocasión con bombo y platillo. El rey Morgwyn hizo su entrada.
Se acarició la barba con las manos y se enderezó la corona.
—¡Ah, Alasar! ¡Mi querido Alasar! —Extendió los brazos para abrazar a Alasar—. ¿Cómo estás, mi fiel amigo? Nos hemos quedado solos en Isdad, ¿eh? En dos o tres días tendremos aquí a más de cinco mil soldados, a mis órdenes. Mis generales me han asegurado que hay enormes grupos de guerreros viniendo hacia aquí desde las islas orientales. ¡Y de los reinos del norte y del este hay miles en camino! Ya ves, ¡el dinero domina el mundo y la gente puede comprarse! —Sonrió divertido, no sin antes rodear por los hombros a Alasar y conducirlo hasta la mesa—. Hoy deberíamos decidir adónde enviarte, amigo mío. Por favor, toma asiento. —Señaló una silla que quedaba justo al lado de la suya y estaba ocupada por un general que de inmediato se levantó y buscó otra libre—. Bien. En los últimos días has recibido muy buenas lecciones sobre el arte de la guerra, y, como eres un joven muy perspicaz, estoy seguro de que te las habrás grabado todas en la memoria, ¿verdad? Si sumas los conocimientos recién adquiridos a tu valor y audacia, te convertirás en un magnífico general de primer rango.
Alasar negó con la cabeza.
—Mi señor, ¿puedo hablar?
—Por supuesto.
—Os estoy muy agradecido, pero creo que todavía me falta mucho por aprender.
Morgwyn frunció levemente el entrecejo.
—Qué va. Te hemos puesto al corriente de la situación política del país, conoces los principios básicos de los militares y nuestras mejores estrategias. Tienes conocimientos y capacidades de sobra para conducir las tropas a Thebal. Tenemos que hacer lo posible por alejar a los haradonos de Kytena, al menos hasta que lleguen a Isdad las primeras armas de las herrerías. Y Thebal queda justo entre el ejército del rey Helrodir y Kytena. Si provocamos disturbios en Thebal, aunque en realidad cuento con tu victoria, podremos planear con toda tranquilidad nuestro ataque a las fronteras desde aquí, desde el norte.
Alasar miró el mapa que el rey había desplegado frente a él sobre la mesa.
—¿Pretendéis que Thebal se convierta en el cebo para despistar a Haradon de nuestros verdaderos planes?
El rey Morgwyn asintió.
—Así lo hemos decidido. Ya hemos enviado un ejército hacia Thebal, aunque me gustaría contar contigo allí como apoyo.
Alasar miró el mapa con detenimiento. Thebal quedaba justo en la frontera con Haradon y Awrahell. Si los myrdhanos pretendían entrar en Haradon, tenían que empezar reconquistando aquella ciudad, donde podrían acumular refuerzos y provisiones de rápido acceso durante la contienda… Pero en ese momento no tenía mucho sentido pensar en ello.
Levantó la vista hacia el rey, que lo observaba con cierta condescendencia. Le hizo pensar en el comerciante, Rasum… ¿Por qué lo infravaloraban de aquel modo? ¿Cómo podían ser tan estúpidos? Evidentemente, el ataque a Thebal tenía como finalidad desviar la atención de Haradon y alejarlo de Kytena e Isdad. Pero estaba claro que el ejército haradono no sería el único en detenerse en Thebal durante su camino hacia Kytena: también Awrahell enviaría sus tropas. De modo que Alasar no tendría ninguna opción de conquistar la ciudad y enfrentarse a dos ejércitos a la vez, ni aunque contara con todos sus jinetes del aire y todos los soldados de Morgwyn. Thebal caería de nuevo en manos de Haradon, y todos los guerreros myrdhanos morirían en la batalla.
Aquel era el verdadero motivo por el que el rey quería enviarlo a Thebal. Pretendía librarse de él, ahora que ya se había hecho con sus jinetes y con su sal. Le resultaba casi ofensivo que el rey se hubiese inventado una intriga tan absurda para deshacerse de él.
—Mi señor, vuestra confianza me halaga —dijo con calma—. Pero necesito tiempo para aprender más.
—¿Y qué más quieres aprender? ¡Todo lo que desees saber sobre la guerra lo aprenderás en la guerra!
—Quiero aprender a leer.
El rey Morgwyn abrió la boca y la volvió a cerrar.
—¿¿¿A leer??? ¿Y para qué?
—Quisiera poder leer el contrato en el que me nombráis heredero del trono y me adoptáis como hijo, señor.
Se hizo el silencio.
Durante un buen rato nadie supo decir si el rey iba a tener un ataque de ira o si iba a soltar una carcajada.
—Estamos en guerra —respondió al fin, haciendo un esfuerzo por contenerse—. ¿Cómo vas a aprender a leer? ¿Acaso crees que el rey Helrodir te esperará sentado mientras recibes clases? ¿Es que no confías en mí? ¿Necesitas un contrato? ¿No te basta mi palabra? —dijo, llevándose una mano al pecho.
—Pensaba que ibais a adoptarme —le respondió Alasar.
El rey Morgwyn miró a sus consejeros entre suspiros.
—Sí, sí, claro, te doy mi palabra, Alasar. Un joven tan valiente como tú merece llevar la corona a mi muerte. Pero en estos días aciagos debemos invertir todas nuestras fuerzas en defender la corona, y no en escribir sobre ella. —Morgwyn se atragantó al hablar y tosió molesto—. Así que dejémonos de tonterías, y hablemos del ataque a Thebal. Mi consejero Sormos tomará la palabra.
Alasar bajó la cabeza.
—Como deseéis, mi señor. ¿Permitís que Tivam abandone la sala? Me gustaría que fuera a informar a los demás de que partimos hacia Thebal, para que vayan preparándose.
Morgwyn hizo un gesto de impaciencia con la mano. Tivam se levantó, hizo una reverencia y salió de la sala. Cuando las puertas se cerraron, Alasar hizo un gran esfuerzo por esconder sus sentimientos ante la mirada del rey.
—¡Vamos! —Morgwyn se dirigió a su consejero—. ¡Explícale el plan!
El consejero empezó a hablar, pero Alasar continuó mirando al rey.
—Tendrías que partir mañana a primera hora y dirigir a tus guerreros hacia el noroeste…
—Esta estrategia es una auténtica tontería —espetó el chico interrumpiéndole.
Morgwyn se quedó atónito.
—¿Qué has dicho?
—Thebal está justo en la frontera de Haradon y Awrahell. Necesitamos un ejército más grande. Es una tontería atacar primero una ciudad y después la otra: lo único que conseguiremos es perder a nuestros hombres, y no conseguiremos hacerle daño a Haradon.
—Y si eres tan listo… ¿cuál se supone que es tu plan, eh? —dijo el rey.
—Tenemos que reunir un ejército mayor. Necesitamos cantidades ingentes de hombres. —Se levantó de la mesa y tamborileó con los dedos sobre ella—. Tenemos que dejar que el pueblo entero participe en la lucha, hombres y mujeres, y si es necesario niños. Si no podemos derrotar a los haradonos con la espada, abatámoslos a patadas.
—Siéntate —ordenó el rey con dureza.
—Estoy en lo cierto, mi señor. Ya llevo demasiado tiempo sentado a esta mesa, y todos ellos también.
Los consejeros dieron muestras de indignación.
—¿Es que no sabes lo que es el respeto? —le espetó uno de aquellos hombres—. ¿Cómo te atreves a hablar así a tu rey?
—¡Silencio! —gritó Morgwyn mientras golpeaba la mesa con el puño—. Ten mucho cuidado, Alasar. Con los niños de las cuevas podrás hablar como se te antoje, pero aquí yo soy…
Alasar se levantó y se puso justo detrás del rey, que, furioso, se dio la vuelta hacia él.
—¿Cómo te atreves? ¡Siéntate inmediatamente!
De repente las puertas se abrieron. Los consejeros se volvieron para ver qué pasaba, un montón de niños de las cuevas entraron en la sala hombro con hombro.
—¿Qué…? —El rey Morgwyn se dio la vuelta al oír tras de sí una espada desenvainándose.
Alasar cogió la cabeza del rey con una mano, tirando de ella hacia atrás, y con la otra le cortó el cuello.
Los consejeros gritaron aterrorizados levantándose de sus sillas. Alasar soltó el cuerpo del rey, y su cabeza chocó contra la mesa antes de caer al suelo. Todos los consejeros abrieron la boca, pero fueron incapaces de emitir sonido alguno.
Alasar, respirando con dificultad, se inclinó sobre el rey muerto y le cogió la corona.
—Que nadie se mueva —ordenó mientras intentaba sacar la daga de su cinturón. Dio unos pasos atrás y se secó con la manga el sudor de la frente—. Y ahora escuchadme bien, hombres de Isdad. ¡Myrdhan pertenece al pueblo de las cuevas! —Levantó la corona y los niños llenaron la sala con gritos de júbilo—. No queremos que seáis nuestros enemigos. Nuestro único enemigo es Haradon. No os sublevéis contra nosotros. Los niños de las cuevas traerán la victoria a Myrdhan. No deseo ser vuestro rey, pero sí el capitán general de vuestro ejército. Si aceptáis mis condiciones, os perdonaré la vida y mantendré vuestros ridículos títulos.
Alasar dejó caer la corona sobre la mesa. Los consejeros se estremecieron al ver aquel preciado tesoro rodando por la madera.
—Seguidme hasta la guerra o seguid a vuestro rey a la muerte.
Aquella mañana, Revyn y Yelanah se pusieron en camino, llevando varias bolsas llenas de provisiones. Los dragones los acompañaron hasta el linde del bosque, donde se despidieron con gran tristeza, pues no podían abandonar el mundo nebuloso: el mundo de los hombres se había vuelto demasiado peligroso para ellos.
El paso de la niebla a la realidad les resultó algo más complicado de lo normal: anduvieron un buen rato entre las brumas, con la sensación de que hacía más frío que de costumbre. De pronto oyeron unas voces cantando una extraña melodía.
—¿Quién anda ahí? —preguntó Revyn.
Yelanah aguzó el oído en la niebla sin detenerse.
—Son los elfos. Son… ¡muchísimos! —Las voces se unieron hasta convertirse en un único y melancólico coro.
—¿Y qué cantan?
Yelanah se quedó callada unos minutos, y luego empezó a cantar ella también como respuesta a la pregunta. Revyn grabó la canción en su memoria:
Por las
doradas puestas de sol
del cielo crepuscular;
por las
mieles de la visión
de toda poción lunar;
por las
sombras y protección
que los árboles nos dan:
queremos
vivir más.
La canción alcanzó su punto álgido y las voces acabaron fundiéndose en una sola.
—Es una canción de despedida —murmuró Yelanah.
En ese instante, la cortina de niebla se abrió y Revyn y Yelanah entraron en el mundo de la realidad. Tras ellos se oyó un suspiro largo y profundo al final de la melodía. Después, la bruma y las voces de los elfos desaparecieron como si acabaran de despertar de un sueño, y se encontraron rodeados de bosque.
—¿Por qué entonan los elfos una canción de despedida? —preguntó Revyn mientras caminaban.
La hojarasca del suelo amortiguaba el ruido de sus pasos y los troncos de los árboles crujían movidos por el viento. Un «ploc» seco resonó en el bosque cuando la espada de Revyn golpeó la raíz de un árbol. A lo lejos se oyó el canto de un mirlo, seguido de otro.
—No sé qué pretende Khaleios —dijo Yelanah.
Continuó andando pensativa.
A mediodía hicieron una breve pausa para comer un poco. Yelanah se sentía muy cansada, pero quiso continuar de inmediato.
—No te preocupes por mí, es el peso de la realidad, que me presiona más que antes.
Lo cierto es que Revyn también lo notaba, se sentía más débil desde que habían salido del mundo nebuloso. Todo le resultaba más lento y pesado, sus propios movimientos parecían estar a punto de hacerle perder el equilibrio en cualquier momento. Con gran preocupación, se dio cuenta de que ya no formaba parte de la realidad.
Al anochecer se cobijaron abrazados bajo las ramas de un sauce. No hablaron, solo intercambiaron pensamientos e imágenes en el idioma de los dragones. Después se aferraron el uno al otro, como si no existiese nada más en el mundo aparte de ellos: dos jóvenes perdidos en el silencio infinito de la noche.
Al romper el alba, las puertas de Isdad se abrieron a un ejército compuesto por más de un tercio de la población.
Solo se quedaron los ancianos, los enfermos y los niños. Había un mar de especulaciones. Nadie sabía si el rey había sido derrocado. En secreto se hablaba de traición, de espías haradonos y del declive del reino, pero los consejeros reales estaban bajo custodia y no soltaban prenda.
Las fuerzas de Isdad se dirigieron hacia el norte, directamente a Haradon. Por el camino fueron reclutando a todo aquel que pudiera sostener un arma. No todo el mundo quería sumarse al ejército sin oponer resistencia: en los últimos años el desacato había sido duramente castigado. El rey Morgwyn no era lo que se dice muy querido por el pueblo. Al fin y al cabo, la guerra era por su culpa. Si no hubiese huido de su exilio en la isla de Karilla y conquistado Isdad, la vida de todos ellos seguiría siendo igual de tranquila que antes.
Para convencer a aquella gente de que él no seguía las órdenes de Morgwyn, Alasar elevaba su espada al cielo gritando:
—Este filo ha cortado la garganta del rey Morgwyn. Si hay alguien que no me crea, estaré encantado de mostrarle lo mucho y lo bien que corta.
Tras recorrer varios pueblos no quedó ningún myrdhano que pudiera luchar que no se uniera a sus filas. Alasar pidió a sus hombres que enseñaran a los myrdhanos algunas nociones básicas para la lucha, y después levantaron un campamento. La mitad del ejército durmió a cielo raso. Esa noche Alasar soñó con las cuevas: las paredes de piedra latían con el corazón de los muertos, que revivían. Él huía entre jadeos. Le perseguían las visiones de una pareja abrazada. Visiones de muertos. Pero él se zafaba de ellas con todas sus fuerzas. Y de pronto aparecía Igola ante él, sola, anciana y decrépita. Su pelo hirsuto se había vuelto blanco y tenía el rostro cubierto de arrugas.
—Devuélvemelo —le decía—. ¡Devuélveme a mi hijo!
Alasar se sentía presa del pánico. Sabía que el castigo de Igola sería peor que la muerte…
—¡Devuélvemelo!
Sus brazos se extendieron hacia él. Alasar se dio la vuelta e intentó escapar de su sueño.
—¡Devuélveme a mi hijo! —gritaba Igola—. ¡Tivaaam!
Alasar se levantó con el corazón en vilo. Sin pensar en lo que hacía, salió tambaleándose de su tienda a la noche cerrada.
—¡Tivam!
Tenía la voz ronca. Todo parecía irreal. Tragó saliva.
—¡Tivam!
Tropezó con una tienda y dio un paso atrás. Vio encenderse una vela al otro lado de la lona. Tanteó la pared de la tienda con las manos y al fin dio con la entrada.
Tivam, que estaba durmiendo junto a otros niños de las cuevas, sostuvo la vela en alto y lo miró sorprendido.
—¿Qué pasa?
—¿Dónde está Igola? ¿Dónde está tu madre?
Tivam vio que Alasar tenía aferrada la mano a la empuñadura de su espada.
—Ya te dije que se quedó en las cuevas.
El corazón de Alasar se relajó un poco. Miró hacia su espada y soltó la empuñadura.
—¿Qué te dijo cuando nos fuimos?
Tivam tardó unos instantes en responder.
—¡Vamos! ¡Habla!
—Yo…
—¡Di!
—¿Y qué quieres que diga? —Tivam hizo una mueca—. No me dijo nada. ¡Yo no soy Rahjel!
Se hizo el silencio. Alasar deseó poder decir algo para borrar el eco de aquel nombre, pero no se le ocurrió nada. Era la primera vez que lo mencionaban desde lo que había pasado.
Alasar tragó saliva.
—Está bien. Ahora duerme.
Se dio la vuelta y salió de la tienda.
Cuando volvió la mirada atrás, la luz de la vela ya estaba apagada.
Se quedó inmóvil en la oscuridad.
A medida que el ejército avanzaba hacia el noroeste, sus filas se fueron engrosando. Marchó implacable hacia la ciudad de Kytena, devorando cuanto encontraba a su paso. Al cabo de tres días, los seguidores de Alasar eran más de veinticinco mil, muchos de los cuales jamás habían sostenido en sus manos algo que no fuera un pico o una pala, y muchos también estaban desarmados.
En Kytena encontrarían equipamiento para todos, o al menos eso era lo que decía Jasicur, el único general que acompañaba a Alasar. Según le dijo, era oriundo de Salkand y se había enrolado en el ejército de Morgwyn cuando este huyó del exilio. Lo único que lo había movido a ponerse de parte de los myrdhanos era el dinero. No creía en la lealtad, pero reconocía a los poderosos e intentaba sacar provecho de ellos. Alasar sabía que podía confiar en Jasicur hasta que este encontrara un aliado mejor.
Llegaron a Kytena al anochecer del tercer día. La ciudad los esperaba, imponente sobre una colina, con sus columnas apuntando al cielo. Al pie de la colina había un lago y un ancho río que rielaban a la luz del crepúsculo. Al acercarse un poco más, vio que sus orillas estaban infestadas de cadáveres de soldados haradonos.
Unos puentes de piedra cruzaban el río y conducían hasta las puertas de Kytena. Había soldados myrdhanos en las torres de vigía, y cuando reconocieron a Alasar y a sus guerreros los dejaron pasar de inmediato. Al otro lado los esperaban los generales del rey Morgwyn.
—¿Qué estáis haciendo aquí? ¿De dónde salen todos estos hombres? —preguntaron desconcertados.
Alasar no sabía si aquellos generales estaban al corriente de los planes de Morgwyn y esperaban verlo morir en Thebal, aunque tampoco le preocupaba demasiado: se limitó a ordenar a sus guerreros que los mataran.
Los soldados estaban instalados junto a la mayor herrería de la ciudad y no tenían la más mínima idea de la suerte que habían corrido sus generales hasta que Alasar y los suyos aparecieron allí. Al principio prorrumpieron en gritos de júbilo porque pensaron que el rey les había enviado refuerzos de Isdad, pero Alasar alzó el brazo ante ellos y les dijo:
—¡El rey Morgwyn ha muerto! Me ha nombrado heredero al trono, pero por el momento he declinado su oferta. ¡Solo cuando lleve a Myrdhan a la victoria y haya lavado el dolor de nuestro pueblo con sangre haradona, solo entonces, amigos, aceptaré ser vuestro rey! ¡Seguidme y venceremos! ¡Seguidme y seremos libres! ¡Y a cambio de vuestra fidelidad alcanzaréis la gloria eterna!
Las herrerías de Kytena produjeron en esos días más armas que en el último medio año. Los fuegos ardían sin interrupción y el hierro no dejaba de forjarse. El suelo vibraba continuamente y la ciudad se cubrió de una densa y oscura nube de humo. Cuando Alasar entró en las cámaras de armamento, su corazón se aceleró. Jamás había visto tantas espadas, lanzas, flechas, hachas y dagas juntas. Anduvo entre las hileras de armas diciéndose que no tardarían en ser empuñadas por gente que lucharía en su nombre. Sintió un gran orgullo de sí mismo por todo lo que había conseguido.
—Hay una cosa que aún no comprendo —dijo Jasicur, que caminaba a su lado y observaba con admiración todo aquel armamento—. ¿Por qué no has querido ser rey de Myrdhan?
—No aspiro a ser el monarca de un país —murmuró Alasar mientras cogía una espada de una estantería. La sostuvo en alto unos instantes y se vio reflejado en su filo. ¿Cuánto tiempo hacía que no se veía en un espejo? ¡Y cómo había cambiado! Su piel estaba morena por el sol y la barba empezaba a cubrirle las mejillas y la barbilla. Parecía mucho mayor—. No quiero que haya países, solo espero que sus nombres desaparezcan con los de sus regidores y caigan en el olvido para siempre. Así nadie podrá arrebatarme el poder: no seré el rey de Myrdhan ni el de Haradon, sino que seré el máximo soberano. Y entonces ya no habrá más guerras, porque no habrá países que las provoquen, y todo el mundo obedecerá a su único soberano.
Alasar devolvió la espada a su sitio y siguió caminando, seguido de Jasicur.
Dos días después abandonaron Kytena con seis mil soldados nuevos, provisiones y armas. En la ciudad quedaron solo los soldados necesarios para mantenerla en pie. A Alasar no le preocupaba que los haradonos intentaran recuperar Kytena. Seguro que cuando lo hicieran tendrían otras muchas cosas de que preocuparse.
Durante su marcha pasaron junto a nuevos pueblos y el ejército siguió aumentando. A menudo, al ver los rostros asustados y confusos de los campesinos, Alasar pensaba en sus padres y en sus dos hermanos y en la batalla en la que se habían visto obligados a luchar hacía once años… Si por aquel entonces hubiese estado él al mando, y no el rey Morgwyn, las cosas habrían sido muy diferentes.
En una ocasión se toparon con una tropa de jinetes dragonianos haradonos. La batalla fue fugaz: Alasar perdió unos cuantos guerreros a cambio de una veintena de dragones.
Cayeron las primeras nieves, el suelo se heló y la hierba desapareció bajo una capa fina y blanca. Por las mañanas, Alasar tenía que encender un fuego junto a su espada para poder sacar su cuchilla de la vaina, lo cual le recordó a los primeros haradonos que mató en aquel pueblo arrasado… y, lo quisiera o no, también a Rahjel. El joven que le salvó la vida y se quedó mirándolo asustado por lo que acababa de hacer. Recordó su risa a la perfección y sus ojos oscuros, bondadosos y bellos, así como su último destello de vida.
Antes de llegar a Thebal, de lejos vieron las columnas de humo elevándose hacia el cielo. La ciudad estaba sitiada. Pero, al contrario que Isdad, Thebal no había sido construida para oponer resistencia al enemigo. A su alrededor se libraba una dura batalla y las catapultas lanzaban bolas de fuego más allá de los muros. Una estaca enorme embestía contra la puerta de entrada. Y había guerreros dragonianos cabalgando de un lado al otro, lanzando flechas en todas direcciones.
Alasar ni siquiera intentó esconder a su ejército. Dividió a sus guerreros en varios grupos y los envió a cubrir toda la zona, y sin más dilación atacaron.
Los haradonos quedaron presos entre los muros de la ciudad y los nuevos enemigos, aunque la contienda no estaba decidida. Los enemigos se hallaban mejor preparados de lo que Alasar había esperado y enseguida se repusieron de la sorpresa. En la batalla sonaron unos crujidos espeluznantes, seguidos de gritos y alaridos coléricos: las puertas de la ciudad habían caído. Los haradonos se precipitaron en su interior, quién sabe si para tomarla o para huir de los ataques de Alasar. Al anochecer, cuando la nieve empezó a caer de nuevo, los myrdhanos habían ganado la batalla y se hicieron con Thebal.
Alasar fue recibido por los generales myrdhanos entre un mar de humo y cenizas. Como pensaban que Morgwyn lo había enviado en misión de refuerzo, le preguntaron qué órdenes traía del rey.
—El rey Morgwyn os ha tendido una trampa —dijo Alasar—. Jamás consideró en serio la posibilidad de venir a ayudaros. Solo os necesitaba para despistar a los haradonos y alejarlos de Kytena.
Los generales se quedaron callados. En ese momento aparecieron corriendo algunos de los niños de las cuevas que habían sido enviados a Thebal para abrazar emocionados a Alasar.
—¡Alasar! ¡Sabíamos que no nos abandonarías! Nos has salvado la vida. ¡Iremos contigo hasta el fin del mundo!
Alasar respondió a sus abrazos y agradeció sus muestras de fidelidad. Después se dio la vuelta hacia los generales y les preguntó:
—¿Y qué decís vosotros?
Los generales lo miraron ceñudos, hasta que al fin uno de ellos dijo:
—¿En qué habías pensado?
Ardhes alzó la vista cuando la puerta de su habitación se abrió de par en par para dejar paso a la reina Jale, que tras mirar unos instantes a su hija, entró en la habitación extendiendo teatralmente los brazos hacia ella. En su mano derecha llevaba una carta arrugada.
—¡Han cruzado la frontera! Nuestros espías han visto al ejército, y yo no he recibido noticias de nuestras tropas fronterizas, por lo que es posible que las hayan aniquilado.
Jale se llevó una mano a la barriga y se dejó caer sobre la cama de Ardhes, que la miró sin moverse, apoyada en su ventana.
—¿No tienes nada que decir? —gimió la reina.
La joven volvió a mirar por la ventana. El cielo estaba cubierto de nubes que se confundían con la niebla de las montañas. De vez en cuando, rachas de copos de nieve se elevaban por el aire. Fuera debía de hacer mucho frío. Ardhes llevaba días sin salir de su habitación. Al principio, su madre le cerraba la puerta con llave y apostaba guardias junto a su balcón para evitar que se escapara a visitar a Octaris, pero al darse cuenta de que ella no tenía previsto volver a salir de su habitación, dejó de hacerlo. De hecho, hasta empezó a preocuparse por ella y ordenó que le llevaran la comida a su habitación. Y desde que el ejército myrdhano había empezado a dar señales de vida, entraba a toda prisa en la habitación de su hija para contarle las novedades.
—He recibido una carta del rey Helrodir —continuó la reina algo más sosegada. Ardhes oyó el crujido del papel mientras su madre desdoblaba la carta y la alisaba con la mano—. Dice que su ejército llegará como muy pronto en siete días, pero que el ejército myrdhano debe de estar a menos de dos días de aquí. Eso significa que pasaremos cinco días en manos del enemigo. Seguro que cercarán la ciudad. Y nuestro castillo… ¡fue construido por los elfos! —gimió entre sollozos—. ¡Lo ocuparán en cuestión de horas! ¡Este edificio es más inseguro que una cabaña de paja!
Y dicho aquello pasó un buen rato gimoteando.
En los últimos días, Ardhes apenas había pronunciado palabra. Cuanto menos hablaba, más le costaba abrir la boca. ¿Se quedaría muda? No le sorprendería nada, pues no tenía nada de que hablar, y menos aún con quién hacerlo.
—El rey Helrodir nos aconseja en su carta que tratemos de llevar a cabo algún acuerdo diplomático. Por lo visto, el ejército no obedece órdenes del rey de Myrdhan. Se rumorea incluso que Morgwyn ha muerto. Sea como fuere, es cierto que esos hombres avanzan sin bandera. Nosotros no sabemos quién es el capitán general de su ejército ni cuáles son sus intenciones. Lo único que sabemos a ciencia cierta es que proceden de Myrdhan y que vienen hacia aquí.
Jale esperó unos segundos, con la esperanza de que aquella información hiciera reaccionar a Ardhes. Después se levantó, fue hasta la mesa y cogió un gajo de naranja de uno de los platos que Candula había llevado hacía poco.
—Se rumorea que el capitán del ejército es un joven venido de un reino muy lejano. Debe de serlo, porque ha reclutado a soldados de Methura, Arpolis y Salkand. Y es evidente que no está emparentado con la familia real myrdhana, porque de ser así llevaría su escudo. Su ejército no lleva ningún distintivo, ni bandera ni nada, ¿no te parece increíble?
Jale mordisqueó su gajo de naranja, pensativa. Estiró los brazos para apoyar las manos en los hombros de su hija, pero en el último momento se lo pensó dos veces y los apartó. Ardhes lo vio todo por el reflejo de la ventana.
—Debemos estrechar nuestros lazos con Haradon —dijo Jale—. Es preciso. Si te hubieras casado con un haradono, tendríamos más tropas dispuestas a protegernos.
Ardhes rompió a reír y se dio la vuelta hacia su madre.
—¡Vaya! ¿Ahora resulta que no basta con tener un padre haradono?
La reina Jale la miró con expresión fría. Ardhes bajó la vista y volvió a darle la espalda, arrepentida de sus palabras.
—Que sea la última vez que dices eso, ¿me has entendido? ¿ME HAS ENTENDIDO?
—Sí, madre.
Jale buscó los ojos de su hija en la ventana, como si quisiera decir algo, pero se mordió los labios, se dio la vuelta y se marchó.
Sorprendentemente, Ardhes no sintió ningún miedo al ver aparecer el ejército en el horizonte.
El castillo llevaba dos días sumido en la agitación y el desconcierto. Apenas se oían las risotadas de los soldados, y las criadas no cuchicheaban ni bromeaban. Reinaba un oprimente silencio. Desde su ventana, Ardhes había visto a multitud de campesinos abandonar sus pueblos en busca de cobijo tras los muros de la ciudad. Sin embargo, nada de eso la había impresionado, pues se hallaba encerrada en su propio mundo.
Pero no fue la revelación con la que Octaris hizo añicos sus sueños y la posterior confesión de su madre acerca de su verdadero padre lo que la había sumido en ese estado de ensimismamiento. Lo que mantenía a Ardhes encerrada en su habitación, lo que le quitaba el apetito, no era la tristeza, sino la constatación de que no había nada en lo que pudiese invertir su tiempo, nada que la sedujese lo suficiente como para hacerla abandonar aquella estancia. Había descubierto que no tenía motivos para seguir viviendo, aunque tampoco para quitarse la vida. Sentía una profunda apatía.
Y entonces hizo su aparición un ejército triunfal. Miles de personas avanzaban por los puertos de montaña, precedidas por las tropas de jinetes del aire. No llevaban ni banderas ni estandartes. Nada permitía saber por quién o por qué luchaba aquel ejército.
Ardhes se preguntó si moriría. Se imaginó la toma del castillo, el temblor de los muros de piedra, el fuego en la madera, los gritos en el aire y las flechas por la ventana. Se imaginó a un soldado myrdhano echando abajo su puerta, topándose con ella y alzando la espada sobre su cabeza. A saber qué motivos tendría para matarla. Y, cuando la hubiera matado, quizá pensaría que era un héroe, tras quitar la vida a la princesa del reino enemigo, frustrando así la última esperanza de aquella monarquía.
Pero aquello habría sido demasiado fácil. Ardhes intuía que su presencia allí y toda la trama de traiciones, secretos e intrigas no concluirían con un simple golpe de espada, si bien su intuición había fallado ya en demasiadas ocasiones.
Era mediodía cuando el ejército llegó a las puertas del castillo.
El ejército pasó un rato organizándose. Los jinetes del aire se elevaban cada dos por tres para sobrevolar el castillo. Durante una larga hora, esperaron en tensión al primer ataque, pero no sucedió nada.
Daba la impresión que el ejército se había topado con el castillo por casualidad y que la multitud de guerreros no tenían la más mínima intención de atacar.
La reina Jale envió a un heraldo. Las trompetas sonaron como si se tratara de un recibimiento festivo, como si el ejército enemigo fuera un séquito del rey Helrodir. Ardhes no pudo contener una sonrisa. ¡Los myrdhanos se comportaban como si no tuvieran miedo a nada! El heraldo informó al enemigo de que la familia real de Awrahell se sentiría muy honrada de reunirse con el capitán general del ejército y sus cinco hombres de máxima confianza e invitarlos a comer. Ardhes estaba al corriente de ello porque su madre llevaba dos días ocupadísima organizando la comida y tomando las pertinentes medidas de seguridad. (En el último momento se decidió por asado de ternera y veinte guardaespaldas).
El heraldo volvió vivo al cabo de media hora. Ardhes hizo llamar a Candula para que la ayudara a vestirse para recibir a su posible verdugo.
La nodriza estaba atándole el vestido a la espalda cuando llamaron a la puerta y una criada de la reina las informó de que la esperaban en una hora en el comedor principal. Ardhes asintió con aire ausente.
Candula se tomó con calma la composición de su peinado, aunque sus ancianas manos temblaban de emoción. Ardhes notó perfectamente que la mujer estaba afligida por algo, pero que no se atrevía a decírselo. Desde que Ardhes dejó de hablar y se encerró en su habitación, la nodriza apenas osó dirigirle la palabra por miedo a enojarla o preocuparla. De ahí que se concentrara tanto en el pelo de la joven, le hiciera trenzas en la parte delantera y se las recogiera sobre la frente, a modo de diadema. Cuando Ardhes se miró en el espejo notó que sus músculos se contraían. Le había hecho el mismo peinado que la mañana que se encontró con Revyn en el bosque de Logond.
Su encuentro había sido realmente casual: no lo había planeado ni advertido en sus visiones. Aquella mañana se había escapado de Logond en secreto porque quería ver el bosque de cerca. Y el hecho de encontrarse con Revyn le pareció un magnífico guiño del destino. Estaba tan convencida de que habían nacido el uno para el otro… Creía que iba a ser una heroína, pero en realidad no era más que una joven inmersa en un mundo de fantasías.
Candula la condujo hasta el comedor. Candelabros de plata y tres arañas de cristal daban a la estancia una luz suave y agradable. Pero todo parecía tan… irreal… Los platos y las copas de plata, los cubiertos recién pulidos, las robustas sillas… En lugar de celebrar un banquete tendrían que estar librando una batalla. Todo se hallaba fuera de lugar.
—¡Ardhes!
La reina Jale salió a su encuentro. Llevaba un vestido negro con bordados dorados con el que pretendía hacer ostentación de su autoridad y su riqueza. Su rostro pálido estaba empolvado, aunque ni siquiera así lograba ocultar su preocupación y angustia.
—Deja que te vea. —Movió a Ardhes hacia los lados y le repasó el vestido. Después la miró directamente a los ojos y le dijo—: No sé quién hará su entrada en esta sala, pero te ruego que los trates con el mayor de los respetos. ¡Aunque sean unos bárbaros! —Jale se mordió el tembloroso labio inferior y después acarició a su hija en el brazo—. No temas. No nos pasará nada.
Octaris llegó desde un pasillo lateral, se detuvo ante la mesa vacilante, desde donde miró a su hija y a Jale.
Ardhes no se vio capaz de devolverle la mirada. Por el rabillo del ojo observó que el rey se acercaba a la reina y la saludaba con un murmullo.
Los guardas que estaban apostados a la entrada de la sala se pusieron tensos. Las criadas bajaron la cabeza asustadas, y mantuvieron la espalda pegada a la pared. Se oyó toser a alguien, así como el traqueteo de las mesas con ruedas y las bandejas de comida que esperaban ser servidas por una decena de sirvientes. Ardhes no tenía nada de hambre, y suponía que a todos les pasaba exactamente lo mismo.
Se oyeron multitud de pasos pesados y firmes, acompañados del sonido de armas. Ardhes cerró los ojos. Los pasos estaban cada vez más cerca. Entonces apareció un grupo de guerreros en el umbral de la puerta del comedor, acompañado por una tropa de soldados de Awrahell. Entraron en la sala. Antes de levantar la mirada, Ardhes inclinó la cabeza e hizo una reverencia. Sus padres también se inclinaron ceremoniosamente.
Los guerreros desconocidos hicieron lo propio.
—Buenos días —dijo uno de ellos.
Y entonces Ardhes levantó la vista instintivamente. Le parecía increíble que un soldado tuviera aquella voz, una voz a la vez suave y franca.
Se le encogió el corazón al reconocerlo. Era el niño lobo, el chico que Octaris había visto en sus visiones, el myrdhano con cuya historia había crecido ella.
—Mi nombre es Alasar —dijo el niño lobo. La reina Jale era la única que oía aquel nombre por primera vez—. Soy el jefe de los hombres que están acampados frente a vuestro castillo. Os doy las gracias por vuestra amabilidad —añadió, inclinándose de nuevo.
—Es para nosotros un honor recibiros en nuestro castillo —respondió la reina con una sonrisa algo tensa. Después señaló la mesa y añadió—: Por favor, tome asiento, Alasar. Nos complacerá escucharle acompañados de vino y de comida.
Los myrdhanos se sentaron y Ardhes los observó detenidamente. Entre el grupo de chicos jóvenes había una muchacha. Justo a la derecha de Alasar se colocó un niño que no tendría más de doce años, aunque era de complexión robusta y mirada grave. El único realmente adulto era un viejo general que tomó asiento en uno de los extremos de la mesa y no parecía pertenecer realmente al grupo de los guerreros.
Por un pasillo lateral aparecieron los criados con bandejas y platos. El olor a asado y a pan recién horneado inundó la sala. Los platos de carne se acompañaron de zanahorias cocidas, guisantes y judías, y las grandes rebanadas de pan estaban salpicadas con aceitunas y pasas. También se sirvió una bandeja enorme con postres: naranjas y mandarinas peladas, higos secos, manzanas al horno glaseadas y nueces en salsa de miel. Jale había tirado la casa por la ventana de verdad.
Cuando todo el mundo estuvo servido, la reina Jale alzó su copa y dijo:
—¡Por este día de paz! Porque Awrahell y el nuevo régimen de Myrdhan puedan mantener una amistad más consistente que la propuesta por la antigua monarquía. —Le tembló la voz al hablar, y cuando se hubo callado observó atentamente a sus interlocutores, para ver cómo reaccionaban.
Alasar alzó su copa y dijo:
—Por Awrahell y los niños de las cuevas. Porque nuestro objetivo sea el mismo.
Ardhes vio desconcierto en los ojos de su madre, que no sabía quiénes eran los niños de las cuevas.
La princesa mordisqueó una zanahoria pensativa, y miró a Octaris con el rabillo del ojo: el rey estaba sentado en su trono y comía inexpresivamente. No había duda de que sabía desde hacía tiempo quién era el jefe de aquel ejército y qué iba a suceder. ¿Por qué había callado?
Ardhes se sintió herida. No era la primera vez que Octaris guardaba para sí su saber. En ese momento lo odió con todas sus fuerzas, y más aún al verlo sentado tranquilamente, con el rostro relajado como el de un santo.
—¿Objetivos? Bien, me alegro de que los mencione, noble Alasar. ¿Me permite preguntarle cuáles son exactamente los suyos?
Alasar respondió a la mirada de Jale con una expresión impenetrable.
«Ojos como cuevas —pensó Ardhes—. Oscuros y silenciosos».
Tenerlo ante sí en cuerpo y alma le resultaba de lo más extraño, como si el personaje de un cuento hubiese cobrado vida.
—Mi objetivo es ser el jefe de los niños de las cuevas.
Jale arqueó una ceja y sonrió.
—¿Y por qué habéis venido hasta aquí, si me permite la pregunta? ¿Qué ha llevado a su ejército a recorrer nuestro hermoso país?
—Busco aliados.
Jale puso cara de sorpresa.
—Disculpe mi torpeza, noble Alasar, jefe de los niños de las cuevas, pero yo diría que, dada la situación política, Awrahell no es precisamente el mejor lugar para que un ejército myrdhano busque aliados.
Alasar pinchó un trozo de carne con el tenedor.
—El ejército que lidero no es myrdhano, su majestad, es de los niños de las cuevas.
Jale abrió la boca, para volver a cerrarla de inmediato. Y masticó un poco de pan con aceitunas en silencio.
—No me malinterpretéis, majestad —continuó Alasar—. Es cierto que provenimos de Myrdhan, pero no tenemos nada que ver con la antigua monarquía ni con la sublevación del antiguo rey. —Bebió un sorbo de agua—. Aparte del hecho de que nosotros acabamos con aquella sublevación.
—¿Y cómo? —se interesó Jale.
—Matando al rey Morgwyn.
Se hizo el silencio.
En ese momento Octaris alzó su copa.
—Entonces tenemos otro motivo para brindar —dijo con voz fría—. Como agradecimiento a vuestra heroicidad, Awrahell contribuirá a buscaros tantos aliados como preciséis.
Los labios de Jale esbozaron una sonrisa.
—¿Y qué pensáis hacer con tantos aliados, noble Alasar?
—¿Acaso piensa unirse a algún reino? —preguntó Ardhes.
No sabía cómo se le había ocurrido hacer aquella pregunta. Quizá solo pretendiera hacer enfadar a su madre, o quizá llamar la atención de Alasar. Sintió un cosquilleo tan fuerte en el estómago que casi le dolió.
Era un ahirah. Conquistaría el mundo. Lo tenía escrito en los ojos.
—Ya cuento con el apoyo de soldados de Methura, Arpolis y Salkand, si a eso os referís, majestad —dijo Alasar en voz baja.
—No, no me refiero a eso.
Ardhes lo miró intensamente. Recordó el deseo de venganza que había visto en el pasado de Alasar. A ella no la engañaría tan fácilmente. Había llegado hasta allí para pelear, matar y conquistar.
—Me refiero a si realmente tiene la intención de firmar la paz. Con Haradon, por ejemplo, mediante una boda…
Por unos segundos Alasar no supo cómo reaccionar: estaba claro que no había contado con algo así.
La reina dejó escapar una risita falsa.
—Tendrá que disculpar a mi hija Ardhes —dijo—. ¡Está en esa edad en que las chicas no hacen más que pensar en el matrimonio!
Jale sabía perfectamente que aquello era absolutamente falso, pero no le importaba lo más mínimo.
Ardhes sintió que se mareaba de pura rabia. Todo le vino a la mente a la vez: las mentiras de su madre, su afectación, sus pequeñas y taimadas intrigas, y el silencio de Octaris, sus malditos misterios y su mirada inocente y suave, tras la que debía de esconderse un perverso regocijo cada vez que veía confundirse a alguien. ¡Ahora comprobarían adónde conducían sus luchas de poder!
—Tienes razón, madre —dijo con una sonrisa helada—, no hago más que pensar en el matrimonio día y noche. ¡No pienso en nada más! —Y dirigiéndose a Alasar, añadió—: Mi madre desea que encuentre un marido poderoso y de sangre humana dispuesto a proteger Awrahell, y mi padre suele decir que me casaré con un campesino homicida, ¿no es así?
Octaris la miró a los ojos sin inmutarse. Jale, en cambio, parecía querer fulminarla con la mirada.
Ardhes se incorporó.
—Alasar, he oído hablar mucho de usted. Conozco su historia, porque mi padre es un hombre sabio que ha compartido conmigo su sabiduría. Y ahora, en este preciso momento, creo comprender por qué lo ha hecho: puede predecir el futuro, y en algún momento debió de ver que nuestros destinos se enlazaban. Si se casase usted conmigo y accediese al reino de Awrahell, mi padre estaría dispuesto a firmar la paz.
Se hizo un silencio tan tenso que Ardhes creyó que faltaba aire en la sala. Cerró la boca, le ardía la cara.
Alasar se recostó en su asiento.
—No tengo tiempo para celebraciones. —Su voz sonaba distinta: más fuerte y dura. Su mirada pasó de Ardhes a Jale y a Octaris—. Si sus majestades lo aceptan a cambio de la corona, entonces acepto.
Ardhes creyó que se le paraba el corazón. Se quedó inmóvil, aunque habría preferido salir corriendo.
Al fin Octaris se levantó y tomó la palabra. Su padre tenía la oportunidad de demostrarle lo que sentía por ella, confirmarle que no deseaba verla casada con un asesino o un pueblerino, decirle que quería algo mejor para ella y que ese había sido el único motivo por el cual no había permitido que se casara con Revyn. Con un nudo en la garganta, Ardhes esperó a que tomara la palabra.
—Si esto es lo que desea mi hija… que así sea —dijo Octaris en voz baja—. La boda tendrá lugar en las circunstancias que desee.
Jale entró como una exhalación en la habitación de su hija y le dio una bofetada.
—¡Estúpida! —Levantó a Ardhes de la cama y la zarandeó—. ¡Maldita seas! ¿Qué has hecho?
Ardhes respondió a la mirada de su madre con ojos vacíos.
—Lo teníais todo planeado, ¿eh? ¡Tú y ese elfo asqueroso!
La reina emitió una especie de gruñido y sollozo al mismo tiempo, no sin antes abofetear a Ardhes una segunda y una tercera vez. La joven se zafó de su madre, tropezó y cayó al suelo aturdida.
Candula, que hasta ese momento había estado peinándola, intentó ayudarla, pero Ardhes, con manos temblorosas, le indicó que se apartara. Jale aún llevaba puesto su traje de fiesta, con su elegante peinado. Estaba claro que había corrido a verla en cuanto hubo mostrado sus aposentos a Alasar y a sus guerreros. Muy propio de ella: primero se encargaba de sus deberes como anfitriona y reina, y después empezaba con todo lo demás.
—¡Pero si todo ha salido como tú querías! —dijo Ardhes con ironía—. Me casaré con un humano, con uno muy poderoso. Ni en sueños te habría salido mejor.
Jale se frotó las sienes sin parar de repetir:
—¿Y que dirá Helrodir? Tengo que escribirle una carta. El joven Alasar es myrdhano, pero en cambio no lucha por su país. ¿Qué es lo que quiere…?
—Cuando nos casemos, Haradon y Myrdhan quedarán irremediablemente unidas. Seguro que Helrodir se alegra de recibir tu carta. No creo que imaginara ganar la guerra con tan poco esfuerzo. Seguro que le recuerda a cuando te envió a ti a Awrahell.
Jale la miró fijamente, acercándose despacio a ella, hasta que estuvo a pocos centímetros de su cara.
—¿Por qué me odias tanto? ¿Qué te he hecho para que desees herirme así?
—Yo no te odio, madre. Solo soy como tú.
La reina se mordió los labios. Luego puso una mano sobre la cabeza de su hija y le acarició el pelo. Ardhes no pudo evitar estremecerse.
—Desearía que llevaras una vida distinta a la mía —dijo en voz baja—, pero quien tiene responsabilidades debe sacrificarse. Quizá algún día tengas una hija que pueda decidir por sí misma.
Ardhes resopló con desprecio.
—La política existirá siempre, así que no me vengas con cuentos. Ya no soy una niña.
Jale dejó caer la mano.
—Sí. Ya lo sé.
Ardhes se dio la vuelta e hizo un gesto a Candula para que se acercara. La nodriza avanzó vacilante, y continuó peinándola como si nada hubiese sucedido. La reina permaneció allí un rato más sin decir nada. Si se quedó con ganas de añadir algo, hizo un esfuerzo por reprimirlo. Finalmente se dirigió hacia la puerta. Al llegar al umbral, se dio la vuelta y añadió:
—Pronto serás reina y yo abdicaré. Como el rey hizo su promesa ante testigos, no podré hacer nada por evitarlo. Pero cuando seas reina me comprenderás mejor. Me vi obligada a exigirte ciertas cosas y a prohibirte otras porque en esta vida todos somos como las piezas de un ajedrez. Pero quiero que sepas que te quiero, que te quiero más que a nadie en este mundo.
Y dicho aquello cerró la puerta, temblorosa.
Ardhes respiró hondo. Solo entonces remitió el letargo de sus mejillas y notó que la piel le ardía y le latía con fuerza.
¿Qué había hecho?
¿Qué había hecho…?
Los días siguientes pasaron volando. La noticia de la boda, y de la inminente abdicación de la reina Jale y el rey Octaris, tenía conmocionado a todo el reino.
De Haradon llegaron dos cartas reales, una oficial y la otra privada, para la reina. La carta oficial daba a entender que Haradon compartía la dicha de la joven pareja y enviaría a alguien para asistir al enlace (y de paso, aunque esto no se mencionaba en ningún lugar, comprobar hasta qué punto Alasar era una amenaza).
Tras leer el contenido de la segunda carta, Jale se sintió mucho más tranquila y pululó alrededor de Alasar como si ella fuera la novia. No reparó en melindres ni en sonrisas ni en favores para granjearse la amistad del futuro rey de Awrahell. Estaba claro que otra persona llevaría la corona en su lugar, pero eso no significaba ni mucho menos que Jale estuviera dispuesta a dejarlo reinar. Había vivido mucho tiempo junto a Octaris y sabía que un hombre poderoso no tenía por qué ser un estorbo para que ella se hiciera con el poder.
Ardhes solo coincidía con Alasar en las cenas, pero apenas levantaba la cabeza y nunca hablaba con nadie. Al niño lobo no parecía molestarle. Ardhes le importaba tan poco como en su momento Octaris debió de importarle a su madre. Casándose, solo pretendía llevar a cabo una alianza política. Al fin y al cabo, ella solo lo había hecho por rebeldía.
Se dejó arrastrar los siguientes días desprovista de ilusiones, de sueños, de rumbo. Al cabo de una semana, llegó el día del enlace. Ardhes estaba cubierta por el velo de la indiferencia.
La sala del trono se hallaba decorada con colores festivos. Mientras Ardhes y el niño lobo avanzaban hacia la tarima del trono, dos coros, uno compuesto de elfos y el otro de hombres, entonaron canciones de boda. Los invitados eran guerreros y soldados, además de un grupo de enviados haradonos, que observaban al novio myrdhano con gran recelo.
Ardhes y Alasar presenciaron la ceremonia desde la tarima, pronunciaron las palabras justas, compartieron el pan y bebieron de la misma copa sin mirarse ni una sola vez. Los presentes les dedicaron palabras de júbilo y les desearon dicha y felicidad, y por fin la pareja de recién casados se arrodilló ante el rey.
Octaris abdicó de manera oficial, se quitó la pesada corona, que en realidad tan poco había llevado, y se la puso a Alasar. Ahora ya podía levantarse. Todos los presentes le hicieron una reverencia, incluido el propio Octaris.
Alasar y Ardhes tomaron asiento en sus tronos y el coro volvió a cantar.
Así fue como Ardhes se convirtió en una mujer casada y en la reina de Awrahell.
Candula tenía lágrimas en los ojos mientras vestía a Ardhes para su noche de bodas. La gruesa nodriza limpió con mucho cuidado la cara y el cuello de la chica con un pañuelo mojado en agua de rosas. Después preparó una bandeja con té, pan y tiras de carne fría junto a la cama, por si a Ardhes le entraba hambre.
—¿Deseáis algo más? —preguntó Candula entrelazando las manos sobre su pecho.
Ardhes observó a su nodriza y sintió una repentina melancolía.
—Candula… —Se interrumpió y dejó que la nodriza la abrazara mientras ella recostaba el rostro en el cálido cuello de aquella mujer que tanto le recordaba su infancia. Ardhes cerró los ojos durante unos minutos e intentó trasladarse a aquellos días de la niñez en los que cada noche se quedaba dormida en brazos de Candula, y en los que cada día cazaba lagartos, trepaba por las rocas y espiaba a los soldados que partían en alguna misión.
Hubo un momento en que pensó que iba a echarse a llorar, pero al fin logró separarse de Candula y le apretó el brazo cariñosamente.
—No te preocupes, no necesito nada más.
Candula asintió.
—¿Deseáis que os haga compañía mientras esperáis? ¿Que os haga un masaje en los hombros?
Ardhes se sentó en el borde de la cama y puso las manos en el regazo.
—Puedes irte. Buenas noches, Candula.
—Buenas noches —susurró la nodriza.
Una sonrisa iluminó levemente su rostro bonachón. Después movió la mano una vez más a modo de saludo y desapareció por una pequeña puerta lateral.
A su alrededor se hizo el silencio. Ardhes se quedó inmóvil sin pensar en nada, pero al cabo de unos segundos echó un vistazo a la habitación. Iba a ser la primera vez en su vida que durmiera en una habitación que no fuera la suya. Su cama era una cama de matrimonio, adornada especialmente para el día de la boda, y de la pared de enfrente pendían artísticas alfombras. La luz era muy tenue, pues solo había dos lámparas de aceite a derecha e izquierda de las mesitas de noche. Sus llamas mates se reflejaban en las ventanas de la habitación.
Ardhes se preguntó si el niño lobo se dignaría a acudir. Sabía que le habían preparado otra habitación justo al lado de la suya, por si al final prefería dormir solo, lo cual no era nada extraño en matrimonios de conveniencia.
Pasó el tiempo sin que Alasar apareciera; seguro que seguía disfrutando del banquete en compañía de sus guerreros.
Apoyó la cabeza en uno de los dinteles de la cama y cayó en una duermevela. Le vinieron a la mente recuerdos del pasado que Octaris solía contarle. No, ella jamás se imaginó que su destino le tenía reservado unirla con el niño lobo. Pero tampoco creía ya en el destino. Se había casado con un hombre myrdhano porque ella misma lo había escogido movida por el despecho. No tenía nada que ver con el destino.
Entonces oyó pasos en el pasillo, y pensó que era Candula. Los pasos eran pesados y lentos, casi vacilantes. Sería un soldado montando guardia, pensó Ardhes. Los pasos se acercaron a la puerta y se detuvieron. Ardhes oyó los latidos de su corazón retumbándole en la cabeza. Después se oyó un paso más y el pomo de la puerta se movió.
Ardhes hundió la cara en la cama, intentando convencerse de que estaba cansada, pero su acelerado pulso y las manos sudorosas la delataban. La puerta se abrió y Alasar apareció ante ella. Ardhes comprendió lo ridícula que debía de estar, con la cara hundida en la cama, como una estatua, de modo que se incorporó y miró a Alasar directamente a los ojos.
Lo tenía a menos de dos pasos de distancia. La expresión del niño lobo era inescrutable, pero ella no sintió el miedo que se había imaginado. En lugar de eso, notó cómo una calma profunda e intensa se apoderó de ella.
Alasar tenía la mano apoyada en el pomo de su espada, y no parecía querer apartarla de ahí. Con un tono de voz que parecía casi amistoso, dijo:
—No me he casado contigo, sino con Awrahell, porque odio Haradon.
Ardhes no se inmutó en absoluto.
—Y yo me he casado con Myrdhan —le respondió con firmeza—, porque odio a los elfos y a Haradon.
Alasar frunció levemente el ceño.
—¿Odias a tu propia familia?
Ella resopló con desprecio.
—¿Familia? ¿Qué significa eso? Mi padre es el primo de mi madre, y mi madre sueña con extinguir el pueblo de su marido. No me hables de familia. Odio Haradon porque odio a mis padres, y a los elfos ya los odiaba incluso antes, cuando creía que su sangre corría por mis venas.
¿Se había acercado Alasar? ¿O había sido ella la que había dado un paso hacia él sin darse cuenta? Estaban tan cerca el uno del otro… Y Ardhes comprendió que aquella era la primera vez que mantenían una conversación.
—Pues odias muchas cosas, ¿no? —dijo él—. ¿Qué te queda? ¿Qué puedes amar?
—Solo sé lo que odio —respondió tragando saliva mientras se daba la vuelta.
Por el amor de Dios… Se había casado de verdad y estaba con su marido. Le pareció que los últimos días no habían sido más que un sueño.
—Entonces… ama a tu odio —le dijo Alasar en voz baja—. Ama a Myrdhan.
Ardhes notó que el rostro de él se le acercaba. Su pelo se movió con la respiración de Alasar. Los dedos del joven rozaron imperceptiblemente la manga de su camisón. Entonces se interrumpió bruscamente y se dio la vuelta. Ardhes se quedó donde estaba, inmóvil. Solo se dio la vuelta al oír el ruido de la puerta, que se cerraba.
Durante unos minutos no pudo reaccionar. Estaba sola. En la habitación de al lado se cerró una puerta. Después se hizo el silencio.
Al fin apagó las dos lámparas y se acostó con delicadeza.
Ardhes esperó la llegada del sueño con los ojos abiertos.
Revyn y Yelanah llevaban cuatro días avanzando por los desiertos de Myrdhan, siempre en dirección noreste. De cuando en cuando pasaban cerca de algún pueblo, y en una ocasión se encontraron con un grupo de soldados haradonos que pasó galopando junto a ellos y los dejó atrás, pero gracias a la nieve que estaba cayendo no los vieron.
Una tarde, cuando se disponían a refugiarse bajo una roca para dormir, Yelanah descubrió la entrada de una cueva. La oscuridad no les dejaba ver apenas nada y avanzaron a tientas en su interior, donde el viento aullaba de un modo inquietante.
—Yo diría que aquí hay un camino —dijo Yelanah, que iba delante—. Va hacia abajo, hacia el interior de las rocas.
Revyn la oyó descender en la oscuridad y empezó a avanzar tras ella con cuidado.
—Parece un pasillo, ¿no crees? —murmuró Yelanah.
Revyn alargó los brazos hacia delante y palpó las paredes de la cueva. Sobre sus cabezas había grietas por las que se colaban destellos de luz mate y copos de nieve.
—¡Mira! —Señaló hacia delante y corrió hacia una antorcha que había colgada en una pared—. ¡Los niños de las cuevas han estado aquí! —Sacó dos piedras de su bolsa y las golpeó entre sí hasta provocar una chispa con la que encendió la antorcha.
Mientras lo hacía, Yelanah miró hacia las grietas del techo y se frotó los brazos temblando.
—Tenemos que decidir cómo salvaremos a los dar’hana. Aquí abajo no podremos huir volando, como hice en Logond.
La luz de la antorcha iluminó el estrecho pasillo.
—Ya pensaremos en eso más adelante. Ahora lo más importante es encontrar a los dragones. Estate atenta, Yelan.
Revyn y Yelanah anduvieron juntos a la luz de la antorcha. El camino conducía cada vez más abajo. Tuvieron que subir por montañas de rocas y colarse por estrechos pasillos. Había miles de murciélagos durmiendo por las esquinas.
De pronto el terreno se volvió raso, y las paredes, lisas. Revyn sintió un nudo en el estómago: todo le recordaba a su cautiverio. Le pareció que las estrechas paredes de piedra le apresaban y le robaban el aire.
El pasillo se convirtió en una pequeña sala. Revyn y Yelanah se detuvieron. En el suelo, tiradas de cualquier manera, había jarras, ropa y antorchas. Una cazuela se había caído y había vertido sobre una alfombra de pieles un puré oscuro y seco. Avanzaron hacia allí vacilantes.
De algún lugar les llegó un soplo de viento que tiró una de las antorchas al suelo. Sobre una roca, entre mantas de piel y cojines desgastados, yacía una anciana muerta. Su pelo largo y gris le rodeaba el rostro arrugado como una tela de araña, sus ojos solo se hallaban medio cerrados, y su mandíbula inferior estaba algo abierta pero torcida, como a punto de proferir un gemido.
Yelanah murmuró unas palabras élficas en voz baja. «Por todos los espíritus del cielo y de la tierra… que le haya sido concedido morir en paz».
—Vivía con los niños de las cuevas. Yo la vi una vez con Alasar —murmuró Revyn.
—Por lo que parece… —susurró Yelanah. El viento hizo rodar una antorcha, que fue a chocar con otra. Se oyó un «cloc» sordo cuyo eco resonó en los pasillos.
—… por lo que parece la dejaron aquí sin más, ¿no?
Con la antorcha en lo alto, Revyn se movió por la cueva e iluminó la entrada a los distintos pasillos.
—Sea como sea —dijo—, está claro que nos encontramos en el reino de los niños de las cuevas.
—¿Hacia dónde deberíamos ir?
Revyn se quedó un rato en silencio, en la oscuridad. Después señaló con la antorcha hacia delante.
—Vayamos por aquí. Pero antes cojamos algunas antorchas más. Quién sabe cuánto durará esta.
Llenaron las bolsas de antorchas y dejaron atrás el cadáver. Tras ellos, la oscuridad se cernió sobre el cuerpo de Igola como un mar de olvido.
Yelanah y Revyn avanzaron durante mucho rato por el mismo pasillo sin llegar a ninguna encrucijada. Cuando empezaron a sentirse cansados, colgaron la antorcha en un agujero de la pared, extendieron su manta en el suelo y se estiraron. Revyn no pudo evitar pensar de nuevo en la mujer muerta, y sabía que a Yelanah le pasaba lo mismo.
—¿Sabes qué me consuela? —Pese a que habló en voz baja, su voz resonó de un modo sorprendentemente fuerte y artificial.
—¿Qué? —susurró Yelanah, a su vez.
Revyn se pasó al idioma de los dragones, más que nada por seguridad, aunque lo cierto es que le costaba un gran esfuerzo expresar sus pensamientos en imágenes y sentimientos.
Que cuando los dar’hana y nosotros desaparezcamos, nuestros cuerpos nos acompañarán al mundo de la irrealidad. No me gustaría que un día mi cuerpo apareciera tirado de ese modo. O el tuyo…
Yelanah se dio la vuelta y le apretó las manos, como para asegurarle que aún estaban lejos de ese momento.
Para los elfos es importante enterrar el cuerpo de sus muertos, y lo mismo sucede con los hombres, ¿no? Nada sería más horrible que verte así un día, como esa anciana. Con los ojos cerrados y las mejillas frías. Acarició su cara con la mano. Pero si desaparecieras, sin más, no sería mejor. Tanto si pudiera ver tu cuerpo como si no, estarías muerto igualmente.
Revyn notó que todo aquello le resultaba difícil de asimilar.
—En la irrealidad no se muere —murmuró, aunque por alguna razón no sonó demasiado reconfortante.
Acarició la mejilla de Yelanah. ¿Qué iba a ser de ellos? No lograba imaginar su futuro, ni en un esfuerzo por ser lo más ingenuo posible. Quizá pudieran liberar a los dragones de las cuevas, pero… ¿y después qué? No podrían protegerlos de toda la humanidad, y menos aún de la llamada de la irrealidad. Habría deseado poder ofrecer a Yelanah más esperanzas.
Cuando despertaron, no tenían ni idea de la hora que era. La oscuridad de las cuevas no conocía la noción del tiempo. Tras una breve comida, encendieron una nueva antorcha y siguieron su camino.
El pasillo iba a parar a una gruta. Revyn y Yelanah se deslizaron por la cueva como si estuvieran entrando en la boca de un monstruo enorme. Ante ellos se abría un laberinto de grutas y pasillos. Aquí y allá había alguna que otra antorcha consumida. Cuanto más avanzaban más claro tenían que estaban adentrándose en un mundo hostil, no ideado para albergar al mismo tiempo hombres y luz.
—¿Fue aquí donde te mantuvieron cautivo? —preguntó Yelanah sintiendo un escalofrío.
Revyn no pudo evitar pensar que los niños de las cuevas habían pasado años, algunos incluso toda una vida, escondidos en las cuevas. ¿Y por qué? ¿Solo por miedo a los haradonos? No. Alasar los había mantenido allí ocultos para insuflarles la frialdad de las piedras. Había hecho que los niños crecieran en una tumba para que dejaran de temer a la muerte. Había creado a sus guerreros a partir del miedo, la oscuridad y la soledad. Y el mayor guerrero que había moldeado era él mismo.
Yelanah y Revyn fueron internándose cada vez más en el reino de las cuevas. Las piedras crujían con los movimientos de tierra y el agua goteaba sobre el suelo provocando tintineos, pero no quedaba ni rastro de vida.
Poco a poco, Revyn fue aflojando la presión sobre la empuñadura de su espada. Por supuesto, estaba encantado de no haber sido descubierto aún por ningún niño de las cuevas, aunque al mismo tiempo empezaba a preocuparle que ellos no hubiesen dado tampoco con ninguno, y eso que habían recorrido ya multitud de pasillos que sin lugar a dudas habían sido cavados por ellos.
Por fin fueron a parar a un vestíbulo que Revyn reconoció de inmediato. Se detuvo de pronto petrificado. Era la cueva en la que Alasar guardaba a los dragones.
Los carros se encontraban vacíos y las antorchas colgaban consumidas en la pared. El suelo estaba cubierto por un revoltijo de paja. Las sillas, los látigos y las correas habían desaparecido de los ganchos de las paredes.
—¿Dónde…?
Revyn iluminó los distintos carros enrejados, pero no vio más que paja y suciedad. Yelanah se acercó a él. Miró hacia ellos con los ojos abiertos de par en par. Vio las marcas y las grietas en la madera, allí donde los animales habían golpeado y embestido con sus cuernos, así como la sangre que había teñido de oscuro el suelo.
—¡Se han ido!
Revyn se dio la vuelta. La luz de la antorcha se proyectó sobre el rostro de Yelanah. Cuando ella alzó la vista para mirarlo, a Revyn le pareció ver unos espíritus rojos bailando en el interior de sus ojos.
El chico dejó caer los brazos. La oscuridad parecía presionarlos por todas partes. Estaban solos y perdidos en las más profundas tinieblas. Eran un ínfimo punto de luz en la noche infinita.
—Hemos llegado tarde —susurró.
Todo había sucedido tan rápido que nadie tuvo tiempo de mostrarse en desacuerdo. Y ahora era demasiado tarde. Alasar conducía a Awrahell a la guerra, y no contra Myrdhan, sino contra Haradon.
Justo después de la boda, el chico sustituyó a los generales de Awrahell por sus guerreros de las cuevas, que se hicieron con el mando militar. Ese mismo día, tres de los enviados haradonos fueron sorprendidos y decapitados en sus habitaciones. Al cuarto y último, el rey le perdonó la vida y lo envió de vuelta a Haradon con un explícito mensaje para el rey Helrodir: las trenzas de los otros tres hombres.
Evidentemente, Alasar habría podido enviar al rey una carta formal declarándole la guerra, pero ¿para qué ser tradicional, si así era mucho más expresivo? Además, la reina Jale le había pedido que contara con ella para escribir todas las cartas a Helrodir, y a Alasar no le gustaba la compañía de aquella mujer, pues no confiaba en ella, la verdad. Le parecía una víbora y, además, había sido princesa de Haradon.
Cuando ella tuvo noticia del envío del mensajero, se precipitó al interior del despacho de Alasar. Ciega de ira, empujó a un lado a los recién nombrados generales y tiró al suelo todo lo que el nuevo rey tenía sobre la mesa, de modo que entre Alasar y ella no quedó nada más que aquel mueble.
—¿Se puede saber qué has hecho? —susurró—. ¿Te has vuelto loco?
Alasar la miró con tranquilidad.
—¿Crees que voy a permitirlo? —gritó—. ¡No me he pasado veinte años gobernando Awrahell para que un campesino myrdhano venga a destrozármelo todo!
Alasar siguió sin inmutarse, y dijo en voz baja:
—No soy un campesino, soy el rey.
Jale lo miró, incapaz de articular palabra. Entonces recorrió la sala con la mirada, como si acabara de darse cuenta de que había generales armados también allí. Con un esfuerzo sobrehumano, dio un paso atrás, miró fijamente a Alasar y por fin se marchó sin decir palabra.
Ardhes leía un libro de poemas élficos, o más bien lo sostenía en las manos. Sus ojos estaban fijos en las palabras, pero hacía rato que había dejado de leer atentamente. Los versos avanzaban inconexos por sus pensamientos como un listado de sílabas sin sentido. Y de pronto se acordó de que odiaba las historias de los elfos, básicamente porque trataban de elfos.
Pero en cuanto Jale entró en su habitación, Ardhes levantó el libro a propósito para que su madre lo viera.
—Ardhes, deja ese libro —le ordenó su madre.
Ella la miró.
—¿Qué sucede?
Jale le quitó el libro de las manos, la cogió por los brazos y la empujó hasta una de las esquinas de la habitación.
—El campesino ha perdido el control. ¡Si no hacemos nada por evitarlo nos conducirá a la ruina! ¿Te has enterado de lo que ha hecho con los enviados haradonos? —Jale soltó el aire entre jadeos—. Por suerte, no eran personas importantes del gobierno haradono…
—Pero su muerte será suficiente para que Haradon nos declare la guerra —le respondió Ardhes impávida.
Jale fijó los ojos en su hija.
—Helrodir conoce muy bien los lazos que le unen a Awrahell.
Ardhes bajó la cabeza y se preguntó si su madre había planeado que ella fuera hija de… Pero ¿podría haber ido tan lejos?
—Además, ya he enviado un mensaje a Helrodir con el que espero reparar la atrocidad cometida con sus enviados.
Ardhes frunció el ceño.
—El joven campesino debe desaparecer. —Jale se había inclinado sobre Ardhes y esta notó el aliento de su madre junto a la oreja—. Nosotras debemos hacer que desaparezca. Su ejército ya pertenece a Awrahell, de modo que ahora él es nuestro único problema.
Ardhes miró a su madre con los ojos abiertos de par en par.
—¿Asesinato?
—No —susurró Jale—. El rey tendrá fiebre, toserá, vomitará… y en tres días una terrible y desconocida enfermedad acabará para siempre con su vida.
La antigua reina sacó de su bolsillo una botellita con un líquido oscuro y denso. Sin apartar la mirada de los ojos de Ardhes, Jale le puso la botella en la mano y le dijo:
—Esta noche, cuando el campesino venga a verte, asegúrate de que se tome el contenido de esta ampolla mezclado con vino.
Ardhes notó que la sangre se le agolpaba en el rostro. Esperaba que Jale no lo notara.
—No vendrá esta noche, igual que no vino las anteriores.
Durante un momento angustiosamente largo, Jale no apartó los ojos de su hija y Ardhes enrojeció todavía más.
—¡Entonces asegúrate de que lo haga! No eres de piedra, sino de carne y hueso. Eres una mujer joven, ¿acaso no puedes comportarte como tal?
—¿Y qué quieres que haga? —le preguntó ella, molesta.
—¡Pues cualquier cosa menos quedarte aquí sentada y leer! —le espetó Jale y se mordió el labio inferior. Dicho aquello, suspiró—. Por el amor de Dios, no esperaba que también tuviera que ayudarte en este sentido. —Soltó a su hija y empezó a caminar con inquietud de un lado al otro de la habitación—. Más tarde haré llegar un mensaje a Alasar en el que diga que esta noche lo invitas a cenar a tus aposentos.
Ardhes miró la ampolla que tenía en la mano. ¿De dónde habría sacado su madre el veneno? Quizá siempre lo hubiese tenido consigo, por si acaso. Casi se le escapa la risa al darse cuenta de que aquella posibilidad ni siquiera la sorprendía.
—¿De modo que ya has escrito a Helrodir diciéndole que Alasar va a morir?
Jale la miró de nuevo.
—Le he informado de que tu esposo no se encuentra bien. Ten más cuidado al escoger tus palabras, Ardhes.
La joven sostuvo la botellita con la mano abierta. Temblaba, y su madre debió de notarlo, porque se dirigió hacia ella y le cerró el puño con cuidado.
—Ahora tú eres la reina. Aprende a comportarte como tal.
Ardhes miró a los ojos de su madre. Su mirada era dura y no reflejaba nada que no fuera odio o miedo. En el fondo se intuía algo más: una sed terrible de poder.
Ardhes se preguntó si algún día sus ojos acabarían siendo como los de su madre.
Lo cierto era que Ardhes había pensado que Alasar no iría a visitarla, pero se equivocó.
Oyó sus pasos en el pasillo y se levantó. Se pasó la mano por el vestido rápidamente y se recompuso el peinado. Todo estaba listo. La comida estaba preparada y los candelabros daban a la habitación una luz dorada. Algo apartado en una esquina, un músico tocaba el arpa para llenar la estancia con notas suaves, y dos criadas tenían a punto sendas garrafas de vino para la pareja real, una de las cuales contenía el veneno.
La puerta se abrió y Alasar entró en la habitación. Se había peinado la oscura melena y se había hecho una trenza para apartársela de la frente, y también se había afeitado con esmero. A lo único que no había renunciado era a su ropa: en lugar del vestido real llevaba un sencillo jubón y un arnés de cuero, y en su cinturón, la espada.
—Alasar —Ardhes se inclinó educadamente y señaló la silla que quedaba al otro lado de la mesa—, es para mí un honor tenerte aquí. Siéntate.
Él insinuó una reverencia y se sentó, igual que ella. En su fuero interno, Ardhes se sorprendió al ver lo tranquila que estaba. Tenía frente a ella al hombre al que iba a envenenar, y no sentía el menor remordimiento mientras conversaba con él.
—Espero que te gusten los platos que he hecho preparar para ti.
Una criada destapó los platos y Alasar olió las albóndigas y el pato asado.
—Que aproveche —dijo Ardhes alzando su tenedor.
Alasar la miró sin abrir la boca y Ardhes se concentró en su plato. La melodía del arpa inundó la sala.
—Vino —ordenó entonces con voz ronca.
Las criadas se acercaron a la mesa y sirvieron el vino. Ardhes vio llenarse la copa de Alasar con expresión ausente.
—¿Cuál es el motivo de que me hayas hecho venir? —preguntó él de pronto.
—Pensaba que ya sabías la respuesta…
La voz de Ardhes sonó suave como la música del arpa.
Alasar la observó unos minutos, pensativo.
—De modo que ya sabes que Awrahell ha declarado la guerra a Haradon.
—Sabía que lo harías antes incluso de que lo hicieras.
Ardhes cogió su copa y se humedeció los labios con vino. Alasar buscó su copa sin apartar la mirada de ella. Sus dedos se equivocaron de copa y cogieron la del agua.
—Tu madre se ha puesto hecha una furia al enterarse —dijo—. ¿Por qué estás tú tan tranquila?
—Porque yo no soy como mi madre.
Ardhes sonrió; jamás una mentira había sonado tan sincera. Allí estaba ella, dispuesta a asesinar a su propio esposo por asuntos de política, y afirmando no ser como Jale. La mentira hacía que se pareciera un poco más a su madre.
—¿De modo que es cierto? ¿Me has llamado para festejar la guerra? —preguntó Alasar incrédulo.
—Ya te dije que odio Haradon.
Ardhes enmudeció al darse cuenta de que lo que decía era cierto. En verdad, odiaba Haradon, y sobre todo al rey Helrodir.
Así que ¿qué demonios estaba haciendo, sino salvar a Haradon de la guerra? Intercedía por las intrigas de Jale y Helrodir.
—¿Estás realmente dispuesta a enemistarte con toda tu familia? —le preguntó Alasar en voz baja.
A Ardhes le habría gustado pensar que estaba preocupado por ella, pero solo era pura desconfianza.
—¿Es que no lo entiendes? —Dejó su copa sobre la mesa al darse cuenta de que le temblaban las manos—. No me une nada a mis antepasados. Para los que me engendraron no soy más que una pieza más del ajedrez, que debe moverse hacia delante o hacia atrás en función de sus necesidades. Los aborrezco. Me resulta absolutamente indiferente si les declaras la guerra o no. Si no, no me habría casado contigo, ¿no te parece? —Respiró hondo—. Me da todo igual, mátalos a todos, si esa es tu meta en la vida.
Cogió el tenedor y el cuchillo y comió rápido.
Tras observarla atentamente, Alasar comió también.
Si él moría, ¿qué sucedería? Ardhes pensó en lo que pasaría luego. Ella reinaría en solitario y Jale intentaría dirigirla y dominarla como a una marioneta, como siempre había hecho.
Una vez más, no pudo evitar sonreír. El único motivo por el que se había casado con Alasar era dar al traste con los planes de su madre. Había querido rebelarse, no por su propia libertad —ni siquiera se atrevía a pensar en ella—, sino por despecho. Se había mostrado dispuesta a pasar la vida junto a un desconocido solo para librarse del círculo de poder de Jale. Pero tenía que haber imaginado que aquello no iba a ser tan fácil. Ahora ella era todo lo que su madre había querido que fuera: mentirosa e intrigante. Una asesina. Al querer enfrentarse a ella, se había convertido precisamente en su más vivo reflejo.
Ardhes levantó la vista y vio comer a Alasar. Al principio, el niño lobo no había sido más que una herramienta de su rebeldía, pero ahora que se había vuelto demasiado peligroso para Jale, Ardhes tenía que acabar con él. ¿Por qué lo hacía? ¿Por qué obedecía a su madre? ¿No podía, por el contrario, utilizar a Alasar para su beneficio propio?
Sus pensamientos volaban. Tenía que tomar una decisión lo antes posible: o bien se sometía a la voluntad de Jale y retornaba a su antigua vida, tranquila y sumisa, con el único fin de convertirse en lo que su madre quisiera de ella, o bien se enfrentaba a su familia, a la razón y a todo lo que sentía su atemorizado corazón. Debía escoger entre someterse a Jale y llevar una existencia anodina o someterse a su odio y seguirlo donde quiera que la llevara. Si se dejaba llevar por la inercia, Jale vencería…
Cuando Alasar cogió su copa de vino, el corazón de Ardhes empezó a latir con más fuerza. Él alzó su copa.
Ardhes se levantó, y Alasar la miró con curiosidad. Ella abrió la boca. Intentó mirarlo fijamente a los ojos y olvidarse de la copa de vino que tenía en la mano.
—Puedes confiar en mí —dijo con la voz rota—. Puedes confiar en mí porque nada en el mundo me parece importante.
Él asintió en silencio. Cuando empezó a llevarse la copa a los labios, Ardhes se acercó hasta él y la cogió. Una gota de vino rodó por el cristal mientras se la quitaba de la mano.
Se miraron en silencio. Ardhes estaba segura de que Alasar había comprendido lo que acababa de suceder. En sus ojos oscuros intuyó sorpresa y espanto, pero sobre todo turbación. Seguramente no le sorprendía que hubiesen querido asesinarlo, pero que Ardhes lo hubiese impedido… no podía entenderlo, como tampoco ella.
—¿Por qué? —preguntó Alasar con voz ronca.
Ardhes se encogió de hombros.
—¿Tiene que haber un motivo? ¿Por qué quieres tú la guerra?
Vio que él abría la boca para contestarle, pero la volvía a cerrar de nuevo. Quizá él tampoco tuviese un motivo. La idea era de lo más extravagante. Era posible que tras su voluntad de hierro, tras sus increíbles planes y su absoluta desconsideración, no hubiera ningún motivo concreto. Sabía lo que hacía, pero no por qué. Pero ¿cuántos hombres ambiciosos en el mundo lo sabían? La gente invierte su vida en alcanzar grandes metas y realizar hechos heroicos, pero ni siquiera eso puede disimular que toda vida es insignificante, sin importar lo bello que sea su envoltorio.
Ardhes se preguntó si sería la única en saber aquello. Si así fuera, todos los demás eran estúpidos. Si no, el mundo estaba lleno de hipocresía. Alasar formaba parte de los hipócritas que mentían a los estúpidos, pensó. Pero la realidad no gustaba a ninguno de los dos.
—Diré a mi madre que la guerra contra Haradon está a punto de empezar —murmuró Ardhes al fin, con la mirada fija en Alasar.
—¿Qué crees que hará?
Los ojos de ella le respondieron más rápido que su propia voz.
—Ella está de parte de Haradon.
—¿Y qué harás tú?
—Yo lo observaré todo —dijo Ardhes, y tragó saliva—. ¿Y tú?
—Yo te observaré a ti.
Fue como si las palabras se le hubiesen escapado de los labios. Su mirada recorrió el magnífico vestido de Ardhes.
Antes de que pudiera decir algo más, Ardhes tomó impulso, pasó junto a su esposo y se dirigió hacia la puerta de la habitación.
—Buenas noches —dijo.
Y cuando cerró la puerta, supo que Alasar se había quedado sentado reflexionando sobre sus palabras.
Alasar y sus guerreros debían de haber abandonado su reino hacía poco. No muy lejos de los carros, Revyn y Yelanah encontraron unas cazuelas en las que todavía quedaba sopa. Daba la impresión de que la partida había sido rápida y precipitada, como si Alasar hubiese decidido que ya no podían quedarse allí.
Siguieron las huellas que habían dejado los niños: paja, comida, sal y basura fueron indicándoles el camino de salida.
Pasaron por grutas en las que el sol se colaba por las grietas del techo y rompía la oscuridad, y por pasillos tenebrosos abiertos por el hombre. Las ruedas de los carros, las garras de los dragones y los zapatos de los niños habían dejado un rastro sobre el suelo húmedo. Yelanah y Revyn no habrían sabido decir cuántos días pasaron ahí abajo sin ver la luz del sol.
Al fin vislumbraron una lucecita en la distancia. Revyn creyó que se trataba de una gruta con grietas en el techo, pero a medida que se acercaron pudieron ver que se trataba del exterior. La nieve caía sobre la entrada de la cueva, cubriendo el suelo como una alfombra. Revyn y Yelanah tuvieron que entornar los ojos para protegerse de la claridad.
Durante unos instantes, observaron en silencio la vastedad del paisaje. Las nubes ocultaban el sol tras su manto y en el cielo brillaba una luz titilante e irreal. Las colinas y las rocas eran las mismas de siempre, pero, tras todos aquellos días de oscuridad, Revyn y Yelanah se sintieron extrañamente ajenos al mundo.
—Vamos —dijo él al fin, tirando su antorcha al suelo—. En marcha. —Se encogió de hombros, tiritando. Las nubes se abrieron levemente para dejar paso a los rayos de sol—. Espero que aún no hayan atacado. Debemos darnos prisa.
Yelanah asintió.
—Tendremos que preguntar a la gente del próximo pueblo si saben hacia dónde se ha dirigido el ejército.
Revyn quiso oponerse (¿qué pasaría si la gente de la zona estaba en contra de los elfos?), pero sabía que tenían que preguntar. Lo más importante en ese momento era dar alcance al ejército de Alasar sin perder un segundo. Revyn cubrió a Yelanah con una capa. Ella sonrió ante tantos mimos. Luego, cogidos de la mano, continuaron su camino.
Ardhes avanzó sin prisa por los pasillos del castillo, posando su mirada en los criados y soldados que se cruzaban con ella y le hacían reverencias. Candula y siete de sus doncellas la seguían con varias maletas. Les había ordenado que metieran en ellas ropa de viaje. En el lugar al que se dirigía no necesitaría vestidos caros.
En algún lugar en el exterior resonó el profundo sonido de unos cuernos. Por el rabillo del ojo, Ardhes vio sobrecogerse a una de sus doncellas. Todo el mundo tenía tanto miedo… Pero ¿qué esperaban? Su rey era el capitán de un ejército, y estaba claro que quería conducirlos a la guerra.
Ante ella apareció una enorme escalera, por la que Ardhes descendió. Era la última vez que pisaba aquellos escalones, pensó. Había dejado su antigua vida definitivamente atrás. Ya no había modo de parar todo aquello. Le habría gustado ver también a su madre una vez más, aunque solo fuera por los viejos tiempos, pero ya no era posible.
Por supuesto, Jale había abandonado inmediatamente el castillo, cuando se enteró de que Ardhes no había envenenado a su esposo. Debía de haber planeado su huida a Haradon con bastante antelación, porque no había olvidado ni una sola joya o posesión.
¿La habría recibido Helrodir? ¿Habría aceptado a la traidora? ¿O le habría recriminado haber perdido el trono de Awrahell a manos de un campesino myrdhano? Al pensar que su madre había regresado a su antiguo hogar como una perdedora, como una fracasada, casi sintió lástima por ella, si bien se lo merecía. Se había convertido en una princesa envejecida, en la amante proscrita del rey de Haradon.
Ardhes llegó a la sala del trono que conducía al patio del castillo, donde había guerreros myrdhanos, soldados extranjeros y soldados de Awrahell. La guerra no tardaría en empezar. Dejó atrás la sala del trono y bajó las escaleras del patio. Uno de los guerreros de Alasar —una joven de su misma edad— estaba esperándola con un dragón con montura y correas. Cuando Ardhes se acercó, la chica hizo una breve y torpe reverencia. Viajarían juntas, porque el ejército de Awrahell nunca había contado con dragones y Ardhes no tenía ni idea de cómo montarlos.
Candula y las demás doncellas las seguirían a caballo. Varios guerreros estaban a la espera de disponer las pertenencias de la nueva reina sobre los caballos de carga. La guerrera movió con destreza la cola del dragón para ayudar a Ardhes a montar en él.
—¡Ardhes!
Se dio la vuelta y vio a Octaris al otro lado del patio. Cuando sus miradas se encontraron, él empezó a bajar deprisa las escaleras hacia donde estaba ella. Un soldado con una pesada cesta se le cruzó en el camino, por lo que tardó un rato en alcanzar a su hija. Cuando al fin lo hizo, tenía el pelo revuelto y una expresión desesperada.
—Ardhes-ayen —murmuró.
Puso las manos sobre los hombros de su hija, dejando escapar un pesado suspiro. Ardhes pensó que jamás lo había visto tan viejo. Su rostro estaba transido de dolor.
—¿Qué sucede? —preguntó ella, a sabiendas de que sus palabras no tenían demasiado sentido.
Octaris la miró a los ojos, y ella supo que el elfo pudo ver en la mirada de su hija el mismo desamparo que ella veía en él.
—Yo… quería decirte…
Volvieron a sonar los cuernos. Los guerreros dragonianos tomaron sus puestos en el patio y formaron filas. Alasar hizo su aparición, avanzó entre sus soldados y dio un discurso rudo y airado. Hubo gritos de júbilo tras cada una de sus palabras. Ardhes evitó la mirada de Octaris.
—Te deseo lo mejor del mundo —susurró Octaris con tristeza. Ella fue la única que pudo oírlo—. Asáh mior aed misán lorej… jan saddha. Ya sé lo que nos separa, Ardhes. Probablemente no tenga ya ningún derecho a acercarme tanto a ti, pero no olvides que sé quién eres. Y tú también. En lo más profundo de tu corazón, lo sabes. No importa lo que vaya a suceder. Confía en el buen corazón que late en tu interior. No te pierdas a ti misma, ¿me oyes? Y, tengamos la misma sangre o no, yo siempre veré en ti a mi hija, Ardhes. Para mí eres mi pequeña. Desearía… poder hacer más por ti…
Ardhes lo miró a los ojos y no pudo reprimir las lágrimas, aunque no quería llorar, no delante de él.
¿Que desearía hacer más por ella? ¡Demasiado tarde! Sus palabras eran una burla.
Dio un paso atrás temblando, y se dio la vuelta hacia su dragón.
—Que vaya bien, Octaris.
Montó a lomos del animal, asiéndose con fuerza a las riendas. La guerrera cogió el cuerno central y la vara de hierro. Ardhes no pudo evitar acordarse de aquella vez que montó en un dragón junto a Revyn en Logond. El recuerdo del chico la quemó como el fuego. Cerró los ojos e hizo un esfuerzo para no pensar en nada.
Octaris seguía allí mirándola. Le pareció ver que el antiguo rey tenía los ojos anegados en lágrimas. Después la guerrera dio una orden al dragón y salieron al galope.
El ejército se dirigió hacia el oeste, hacia la frontera haradona. Ardhes desconocía los planes exactos de Alasar, que por supuesto no se los había confiado, pero en el fondo le era absolutamente igual. Dejaría que la llevaran a donde fuera.
Y si atacaban Haradon, era posible que volviera a ver a Revyn.
A Ardhes le entraban ganas de abofetearse al pensar en él, pero lo cierto era que no dejaba de aparecer en sus pensamientos y que no podía hacer nada por evitarlo. Mientras avanzaban por el paisaje invernal imaginaba a Revyn en el bando de los haradonos luchando contra Alasar. Lo imaginaba de pie ante ella, manchado de sangre y sin aliento, mirándola como a una enemiga. ¿Qué haría ella si Alasar lo atacaba? ¿A quién defendería? Deseaba que Revyn estuviera muerto, pero Alasar también le era indiferente. Y al mismo tiempo sabía que la muerte de Revyn le partiría el corazón, y que sin Alasar estaría sola en el mundo.
El frío viento le sopló en la cara y los copos de nieve se posaron sobre su capa de pieles. Ojalá el frío pudiera helar también su interior.
Antes de distinguir los pueblos, Yelanah y Revyn pudieron ver las columnas de humo que se elevaban hacia el cielo.
Se acercaron con cuidado, se agazaparon tras una roca y espiaron el movimiento de las cabañas.
El aire estaba plagado de gritos horribles. Los fuegos crepitaban y varios techos prendidos provocaron un crujido espeluznante al caer. Los soldados haradonos habían cercado el pueblo. Sus banderas amarillas ondeaban con el ardiente aliento del fuego. Los habitantes del pueblo huían de las llamas y se precipitaban enloquecidos por el miedo hacia los soldados, los cuales alzaban sus espadas y mataban a todo aquel que quisiera abandonar el pueblo.
—¿Por qué hacen eso? —preguntó Yelanah horrorizada.
—El rey myrdhano debe de haber reclutado al pueblo para su ejército. O él o… ¡Alasar! —Revyn dejó escapar un gemido—. ¿Y si Alasar ha conseguido reunir un ejército? —El frío de la nieve se posó en las pálidas palmas de sus manos—. Los haradonos están matando a todos los myrdhanos por miedo a que se sumen al ejército enemigo.
El desprecio y la estupefacción se dibujaron en el rostro de Yelanah.
—Si los humanos se comportan de este modo entre sí, ¿qué será de los dar’hana?
Revyn miró el pueblo en llamas. El viento llevó hasta ellos restos de cenizas.
—La guerra debe de estar a punto de estallar. Alasar estará de camino a Haradon. Si nos damos prisa, quizá podamos alcanzarlos y liberar a los dar’hana antes de que sean conducidos a la guerra.
Retrocedieron sobre sus pasos dirigiéndose hacia el oeste a toda prisa. En su camino fueron encontrando varios pueblos en llamas. Las legiones haradonas habían realizado una verdadera cacería por el país y habían matado no solo a los hombres, sino también a mujeres, niños y ancianos. Era un ataque desproporcionado y sin sentido, pero parecía que la aparición del ejército de Alasar les había provocado un miedo tan atroz que habían olvidado cualquier sentimiento de compasión.
Revyn y Yelanah se cruzaron con infinidad de personas que huían hacia el este en busca de refugio: hombres con hatillos y sacos, niños con bolsas más grandes que ellos mismos, madres con bebés llorosos envueltos en mantas chamuscadas. Yelanah ni siquiera tuvo que esconderse de ellos, porque a nadie le importaba que fuera una elfa.
—¿Qué ha sucedido? —preguntaba Revyn a cuantos se encontraban en su camino.
Y los pocos que le respondían coincidían en decir lo mismo: que huían de los haradonos, o bien del nuevo ejército myrdhano, que estaba arrasando pueblos enteros. En una ocasión una mujer apedreó a Revyn al reconocer su lugar de origen, y a partir de ese momento la pareja se mantuvo alejada de los que huían. Debían reservar todas sus fuerzas para su propio combate.
Dos días después se quedaron sin provisiones. La noche anterior habían compartido su último bom. El hambre y el frío hacían mella en ellos. Si apenas podían con su cuerpo, ¿cómo iban a librar una batalla?
Al anochecer vieron un campamento de soldados entre dos pequeñas colinas. No eran muchos, apenas unos cuantos, con tres hogueras para hacer frente a la noche.
—Deberíamos seguirlos cuando se pongan en marcha por la mañana —dijo Revyn en voz baja—. Seguro que nos conducen hacia la guerra.
Yelanah asintió. El olor a carne asada que les llegaba del campamento hizo que les rugiera el estómago. Revyn miró hacia el horizonte: las últimas nubes refulgían a la luz fría y violeta. A sus espaldas, un azul sedoso empezaba a cubrir el cielo. Cuando Revyn se dio la vuelta hacia Yelanah, apenas pudo reconocer el brillo de sus ojos. Las últimas luces del día se desvanecían.
—Espera aquí —susurró.
—¿Qué vas a hacer?
Lo miró asustada, pero él ya se había ido.
Descendió por la colina sin hacer ruido y fue directo hacia el campamento. Alcanzó la parte trasera de una de las tiendas y se apretó contra la lona cuando uno de los centinelas pasó cerca con una antorcha. El hombre iba mirando al frente y no lo vio.
Revyn rodeó la tienda hasta su entrada. Dentro no había ninguna luz. Se coló en su interior, abrió una bolsa y sacó una oscura capa de soldado; después salió de la tienda, cogió un escudo haradono del suelo y se dirigió hacia una de las hogueras.
Había varios hombres sentados charlando amistosamente. Sobre el fuego pendía una pesada olla de hierro, cuyo contenido los soldados iban sirviéndose a placer.
Revyn se subió el cuello de la capa y hundió la barbilla en el pecho como para protegerse del frío. Mientras se acercaba a la olla, cogió un cuenco grande del suelo y se sirvió puré. Ninguno de los hombres le prestó la más mínima atención, menos uno, que al final le dijo con voz ronca que hiciera el favor de no meter la espada en el fuego.
Revyn se alejó de allí sin llamar la atención, y en el camino de vuelta cogió aún dos rebanadas de pan. Se aseguró de que no hubiera ningún centinela en su camino y entonces salió del campamento y trepó por la colina presa de una alegría triunfal.
—¡Revyn! —susurró una voz en la oscuridad—. ¿Se puede saber qué has hecho?
—He ido a buscar comida. Mira. —Se arrodilló y le ofreció el cuenco a Yelanah—. Bebe, que aún está caliente.
Yelanah se había quedado sin habla. Se abalanzó tan repentinamente a su cuello que el chico casi tira el puré.
—¡Oh, Revyn! ¡No sabía que estabas tan loco!
Le cogió la cara con las manos y lo besó en las mejillas y en la boca.
—No olvides que yo también he sido soldado.
Se dio cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, le apetecía volver a reír.
Alzó la cara y respiró aliviado.
Durante cinco días siguieron a los soldados por Myrdhan, al cabo de los cuales empezaron a aparecer las primeras montañas en el horizonte. Awrahell no podía estar lejos. Unos días más, y llegarían a la frontera con Haradon.
Revyn se coló por las noches en el campamento para hurtar no solo comida, sino también ropa de abrigo y una espada. Los soldados se dieron cuenta de la desaparición del arma al día siguiente, y pusieron el campamento patas arriba antes de partir. Desde aquel momento, Revyn y Yelanah aumentaron la distancia que los separaba de ellos por seguridad.
A medida que avanzaba la mañana, la nieve fue cayendo cada vez con más fuerza, pero al fin remitieron los helados vientos que en días anteriores habían azotado el paisaje. Los copos de nieve caían tranquilos y en calma hasta cubrirlo todo y convertir el mundo en una densa capa de algodón. El cielo escondía el sol tras columnas de nubes y la tierra dormitaba al abrigo de estas. En ese mundo solitario, los hombres estaban abandonados a su suerte.
Revyn y Yelanah avanzaron en silencio por aquel paisaje blanco y desierto, concentrados en sus pasos. La nieve crujía bajo sus pies. La tropa haradona había desaparecido tras una colina, y al poco ellos también la alcanzaron y empezaron a descender su ladera.
Cuando alzó la vista, Revyn se detuvo. Yelanah también lo había visto, y se había quedado inmóvil, sin atreverse a respirar. Estaban frente a un ejército, cuya extensión era tan amplia que ni siquiera podían abarcarla con la mirada. No llevaban banderas ni estandartes que ayudasen a identificar su origen.
—¡Jinetes del aire! —gritó Revyn, empujando a Yelanah al suelo.
En el cielo, los jinetes realizaban círculos en el aire para peinar la zona. Eran espías.
No muy lejos de allí descubrieron a la tropa haradona, y los jinetes se precipitaron hacia ellos y les dispararon una andanada de flechas.
Los soldados haradonos se cerraron en un pequeño círculo, con las flechas sobrevolándolos en el aire. Algunos jinetes a caballo escaparon al galope hacia el sur, pero los dragones los siguieron por el aire. Pronto sus flechas abatieron hasta al último haradono.
La batalla fue breve. Se impuso la superioridad myrdhana y no sobrevivió ni un solo haradono. Al cabo de un rato, los jinetes del aire tomaron tierra para rastrear entre las provisiones de los muertos. Ataron a los caballos haradonos requisados y los condujeron hacia su ejército.
Solo entonces Revyn fue consciente de la fuerza que había ejercido en el brazo de Yelanah para obligarla a recular. La elfa había desenvainado su puñal: en su rostro no quedaba rastro de dulzura o desamparo, su expresión era dura y fría como el invierno.
—Aquí esperan a sus enemigos para librar su batalla —dijo apretando los dientes, con la punta de la espada hacia delante—. Me colaré en el ejército y tú buscarás a los haradonos por el otro lado. Liberaremos a los dar’hana, nos encontraremos en el aire y volaremos hacia el norte hasta llegar a los bosques. —Se detuvo para coger aire. Le temblaba la voz—. ¡Lo conseguiremos!
Revyn la abrazó con todas sus fuerzas, mientras ella seguía aferrada a su puñal.
—Lo conseguiremos, Revyn… ¡prométemelo!
—Ten mucho cuidado. —El cuerpo de ella le pareció más frágil y delicado que nunca. Abrazó su arnés de cuero, rezando con todas sus fuerzas para que la protegiera de los ataques enemigos—. Mantente oculta hasta haber liberado a todos los dar’hana. Ellos te ayudarán a luchar contra los hombres.
Sus ojos tenían un brillo húmedo y su rostro reflejaba una expresión de firmeza que jamás le había visto.
—Lo mismo te digo.
Revyn asintió a su vez. No sabía cómo liberaría a los dragones del ejército haradono sin que nadie se diera cuenta, y tampoco cómo llegaría hasta Haradon sin ser descubierto antes por los myrdhanos. Pero lo único en lo que podía pensar era la ingente cantidad de hombres entre los que estaba a punto de colarse Yelanah.
Se miraron a los ojos, conscientes de que aquella podía ser la última vez que lo hicieran.
El labio inferior de Yelanah tembló. Abrazó a Revyn una vez más, con fuerza. Con la cara apretada contra su cuello gimió suavemente, pero para cuando se separó de él, su rostro solo reflejaba firmeza.
—Volveremos a vernos en unas horas —dijo mientras asentía, como para dar énfasis a sus palabras—. Seguro que lo conseguiremos. Ahora vete.
Dio varios pasos atrás, vacilante. Revyn no podía moverse ni apartar la mirada de ella. Quería decirle cientos de cosas, pero decidió que ella tenía razón, que aquello no era una despedida, que volverían a verse aquella noche. Si ahora se despedía ceremoniosamente, estaría fallando a su confianza y a su optimismo. Tragó saliva. No, no podía decir nada… ¡pero nada le impedía que corriera otra vez hacia ella! Rodeó su nuca con la mano y la besó como si fuera la última vez. Yelanah cerró los ojos para reprimir las lágrimas.
—Te quiero —susurró.
Y dicho aquello desenvainó su espada.
Empezó a andar por la nieve, que dificultaba sus pasos. Los copos caían del cielo y se deshacían en sus mejillas hasta convertirse en finas lágrimas. Tras la cortina de nieve, ella le susurró:
Yo… también… te quiero.
Cuando Ardhes vio al ejército enemigo esperándolos en el blanco horizonte, le temblaron las piernas.
Por supuesto, sabía que Haradon era el reino más poderoso del mundo. Hacía muchos años, había podido ver con sus propios ojos la cantidad de guerreros que tenía en Logond, y eso que solo era una ciudad más entre muchas. Pese a todo, no pudo evitar contener el aliento al contemplar la infinidad de filas de guerreros, tiendas de campaña y banderas ondeando al viento que de pronto ocuparon cuanto abarcaba su vista. No pudo evitar preguntarse qué sentirían los guerreros que debían enfrentarse a aquel ejército. Si hubiese envenenado a Alasar aquella noche, ese día morirían muchos menos hombres. Pero ya era demasiado tarde para pensar así. Además, ¿debía sentir remordimientos por no haber matado a su esposo?
El ejército de Alasar se detuvo. Montaron las tiendas y repartieron la comida. Todo aquel que no estaba bien vestido y dispuesto para la guerra, ultimó los preparativos.
Ardhes anduvo por el campamento, seguida de una temerosa Candula y de sus doncellas. Los hombres iban de un lado a otro con rostro inexpresivo, arrastraban caballos y dragones y ponían a punto sus armas.
Cuando el viento levantó la nieve a su alrededor, la joven reina se ciñó la capa sobre los hombros. Llegó a la tienda de Alasar, de donde en ese preciso momento estaban saliendo varios guerreros con expresión huraña y obstinada. Ninguno de ellos parecía mayor que Alasar. Esperó a que los jóvenes myrdhanos se alejaran y se acercó a la entrada de la tienda.
Vio a Alasar de pie entre una hoguera y una bañera de madera, secándose con una toalla. Estaba claro que se había bañado, pese al frío que hacía. Se puso una camisa y se abrochó el jubón, y encima se colocó un arnés con remaches de hierro. Se apretó cuidadosamente las hombreras y ató los cordones de sus botas. Su modo de vestirse parecía seguir un ceremonial. Sus movimientos eran lentos y precisos, como si tuviese que concentrarse en lo que hacía. Para acabar, deshizo la trenza con la que se apartaba el pelo de la cara y se recogió la melena en un pequeño moño.
Ardhes esperó a que terminara para entrar en la tienda. A Alasar no le sorprendió su visita, y eso que en los cinco días que llevaban de viaje, desde que abandonaran Awrahell, apenas se habían visto.
—Esperad fuera —ordenó a sus doncellas mientras avanzaba hacia Alasar.
El fuego quedaba entre ambos. La madera estaba húmeda tras el largo viaje y crepitaba. En el exterior se oyeron los gritos de los soldados. El viento jugueteaba con la lona de la tienda, moviéndola de arriba abajo.
—¿Cuándo será la batalla? —preguntó Ardhes.
Alasar la miró, sin saber si responderle la verdad o no.
—En cuanto lo tengamos todo listo, formaremos el ejército y conquistaremos las fronteras.
—¿Pese al ejército haradono que aguarda?
Alasar asintió brevemente.
—No hemos llegado hasta aquí pensando que iban a regalarnos la victoria.
Ardhes permaneció callada unos segundos. Entonces miró a Alasar hecha un mar de interrogantes.
—¿Y qué pasará entonces? ¿Quieres ser rey de Haradon?
Sus ojos oscuros brillaron con frialdad.
—No. De Haradon, no.
—Pero Haradon es el mayor país del… —Se interrumpió riéndose—. Quieres que el mundo entero se rinda a tus pies. Por eso no querías que nuestro ejército llevara la bandera de Awrahell, ni querías ser el rey de Myrdhan…
—¿No me crees capaz de conseguirlo?
Ella respondió en voz baja:
—Desde luego que sí.
Él rodeó el fuego y se detuvo justo delante de ella. Se miraron a los ojos en un gesto de reconocimiento. Nada podría haber sido más elocuente que su silencio.
Alasar le acarició el cuello del abrigo, se inclinó hacia ella y la besó. Un escalofrío le recorrió la columna vertebral. La mano de él pasó de su nuca a su mejilla. Aquello no tenía nada que ver con el hombre que tenía frente a sí. Entonces él cerró los ojos, y notó su respiración. Por primera vez se le ocurrió pensar que Alasar también se había casado con una desconocida.
—No estaba preparado para conocerte —dijo.
Ardhes alzó la vista. Alasar seguía con los ojos cerrados. Una vez más, parecía estar concentrándose en algo, como si intentara evocar una idea.
—¿Y quién lo está? —le respondió ella.
Él frunció levemente el ceño sin moverse un ápice. Ardhes también se quedó inmóvil. Sentía el calor del cuerpo de Alasar junto al suyo, aunque apenas se rozaban.
—Vamos a destrozarlo todo, ¿no? —añadió. No era una pregunta. Era una afirmación—. Vamos a acabar con el actual orden del mundo.
Él la miró.
—Sí. —Le acarició los brazos con las manos—. El mundo me ha formado, y ahora yo formaré al mundo.
Ardhes observó el fuego, que crepitaba.
Yelanah consiguió infiltrarse en el campamento myrdhano sin que nadie se diera cuenta. Por casualidad se topó con una tropa de guerreros que volvían de reclutar soldados y se unió a ellos.
Anduvo por el campamento sin llamar la atención, pasó junto a las tiendas de provisiones y junto a las colas de la comida. Al cabo de un rato, se dio cuenta de que la mayoría de los que deambulaban por ahí se sentían tan perdidos como ella: en realidad, solo unos pocos tenían verdadero aspecto de guerreros. Una niña temblorosa se preparaba para la batalla llenando su bolsa con piedras. Un anciano ponía el grito en el cielo y una mujer histérica le contestaba mientras se peleaban por una espada. Finalmente, la mujer golpeó al anciano y salió corriendo con la espada. Estuvo a punto de tropezar con Yelanah, pero esta se hizo a un lado.
Yelanah continuó avanzando deprisa. ¿Qué estaba pasando en aquel lugar? ¿De verdad toda esa gente estaba allí para luchar? Cerró los puños de impotencia y desprecio cuando comprendió cuál era el fin de toda aquella gente: estaban allí para ser masacrados, para desgastar al enemigo. Quienquiera que fuera Alasar, si era capaz de poner en práctica ese tipo de proyectos con sus semejantes… Yelanah ansiaba toparse con él y hacerle pagar por lo que les había hecho no solo a Revyn y a los dar’hana, sino también a toda esa gente.
A medida que avanzaba por el campamento, los campesinos empezaron a dar paso a los verdaderos soldados, de pelo claro y algo más altos, los cuales permanecían en calma mientras preparaban sus monturas y sus caballos. Yelanah se deslizó deprisa entre ellos para no llamar la atención.
—¿… visto el ejército?
—Es enorme… nunca…
—Si nosotros también tuviésemos dragones… pero los de ahí delante dicen…
—¡… al menos no salimos en primera fila!
Los retazos de conversaciones iban quedando atrás. No tenía tiempo de quedarse a escuchar. De pronto vio vestirse para la guerra a un grupo de hombres que parecían extranjeros: no cabía duda de que eran soldados. Algunos de ellos llevaban caballos, pero… ¿dónde estaban los dragones?
Yelanah miró al cielo mientras avanzaba entre los soldados. Las sombras de los jinetes del aire pendían sobre su cabeza. Intentó hablar con los dar’hana que tenía encima, pero fue en vano. Estaban demasiado lejos para oírla. Yelanah maldijo la realidad, pues en el mundo nebuloso las conversaciones llegaban hasta donde su mente fuera capaz de llevarlas.
Lo lograría de todos modos. Cruzó el campamento casi corriendo. Se cruzó con guerreros myrdhanos, a cuál más joven, que, a diferencia de los anteriores, sí repararon en Yelanah y la siguieron con miradas de desprecio. Yelanah ralentizó el paso contra su voluntad para no llamar tanto la atención.
Y por fin vio a los dar’hana.
Los guerreros myrdhanos los arrastraban con sus sogas. Les ponían bozales y cadenas de hierro. Les ataban las alas y les colocaban sus horribles monturas. Yelanah notó que le hervía la sangre, y apretó su puñal bajo la capa.
Algunos de los dragones se encontraban bajo una enorme tienda provisional. Los guerreros entraban y salían, les llevaban agua y carne y les ponían escudos. Yelanah se acercó a paso lento.
En cuanto los saludó con la mente, todos los dragones levantaron la cabeza al mismo tiempo y la miraron.
Soy la meleyis. El mahyûr Revyn os prometió que vendríamos a liberaros de los humanos. ¡Al fin ha llegado el momento, hermanos! Aferró con fuerza su puñal y su espada. ¡Luchad, hermanos y hermanas, y no mostréis compasión!
Antes de que uno solo de los guerreros pudiera darse cuenta de lo que pasaba, Yelanah corrió hacia los dragones y les cortó las sogas que los ataban a unas vigas de madera. Alguien dio un grito de alarma, pero Yelanah no le prestó atención. Rasgó ataduras y liberó alas, abrió bozales y rompió látigos. Al primer guerrero que se precipitó hacia ella le asestó un golpe con una soga de hierro y lo abatió.
¡Luchad!
Esquivó a un segundo guerrero, que perdió el equilibrio, momento que ella aprovechó para atravesarlo con la espada. Yelanah subió a lomos de un dragón y le gritó:
¡Vámonos!
El animal le transmitió un escalofrío de resignación. Varias voces, que más bien parecían suspiros, le hablaron en pensamientos. Ella miró a su alrededor sin dar crédito a lo que estaba sucediendo. Llegaban guerreros de todas partes y los dragones seguían sin moverse.
¿Que nos vayamos? ¿Y adónde?, preguntó el dragón sobre el que estaba montada Yelanah.
¡A la libertad! ¡Venga, reaccionad!
Los dragones se desplazaron adelante y atrás, moviendo la cabeza de un lado a otro…
¿Libertad? ¿Qué es eso? No podemos… Nos hemos rendido…
—¿Qué? —gritó Yelanah, con los ojos anegados en lágrimas—. Pero ¿qué os pasa? ¡Defendeos!
Las miradas vacías de los dragones se cruzaron con la suya.
Demasiado tarde… Ya no somos nada sin los hombres. Ya no somos nosotros mismos, en realidad. Si fuéramos libres huiríamos a la irrealidad. Pero preferimos ser esclavos que irreales…
A Yelanah le costaba entender a los dragones. ¿Por qué hablaban tan mal? ¡Tampoco llevaban tanto tiempo presos!
Es demasiado tarde… Somos esclavos, pero al menos… estamos seguros…
Un soldado myrdhano se plantó ante Yelanah dando gritos y la amenazó con su espada. Ella apartó la hoja de esta con su puñal y dio una patada al hombre en el pecho. Los dragones no hicieron nada. Se desplazaban adelante y atrás y movían la cabeza de un lado a otro.
—¡Os habéis vuelto locos! —gritó Yelanah.
¿Adónde quieres llevarme?, le preguntó el dragón sobre el que estaba montada.
Ella saltó al suelo tambaleándose.
¡¿Preferís vivir así que morir?!
Los hombres escogen por nosotros. Ya no tenemos voluntad…
Los guerreros rodearon a Yelanah. Ella hizo un esfuerzo por reprimir las lágrimas que no la dejaban ver. Su mirada estaba cargada de odio.
—¿Quién es esta? —gritaron los niños de las cuevas.
—¡Quiere robarnos los dragones!
—¡Traidora!
—¡Matadla!
Yelanah cogió del cuello al primer soldado que se le acercó, le cortó la garganta con su puñal y lo lanzó contra los otros dos guerreros que se dirigían hacia ella.
Un joven apareció entre la multitud y los demás le mostraron sus respetos.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó con dureza.
Todos le respondieron con gritos. Yelanah aprovechó aquel momento para precipitarse directamente hacia ellos y salir corriendo. Varias manos intentaron retenerla, pero ella se zafó con el puñal y la espada. Entonces la cogieron del pelo y la obligaron a detenerse.
Quien la había cogido era el joven que acababa de aparecer.
—¿Quién eres? —le preguntó con desprecio.
Ella le golpeó con el puñal a modo de respuesta. Él esquivó el ataque, pero el filo de su arma le rozó el cuello.
—¡Alasar! —gritaron varios jóvenes a la vez.
Él dio un paso atrás. Por el rasguño de su cuello comenzaban a aflorar pequeñas gotas de sangre.
—¿Tú eres Alasar?
Él desenvainó su espada.
—Te mataré por esto.
Yelanah esquivó el ataque de la espada de Alasar. Yelanah se abalanzó sobre él, pero se hizo a un lado, y en lugar de matarlo a él, acabó con la vida de uno de los soldados que estaban mirando.
Se formó un gran alboroto. Yelanah se abrió paso entre la confusión y logró alcanzar un dragón. Sin pensárselo dos veces montó a lomos de él y le cogió las riendas. Tenía que escaparse, tenía que avisar a Revyn y decirle que los dar’hana habían sucumbido al ejército. Presa del pánico, intentó sacar de allí al animal, que dio un salto y separó en dos la multitud.
De pronto, Alasar la cogió del tobillo, con sus fríos ojos de hielo fijos en ella.
—¡No permitiré que nadie me robe un solo dragón! —dijo alzando la espada.
El dragón dio un salto hacia delante. Yelanah tuvo que cogerse con fuerza al cuerno central para no caer al suelo. Su tobillo esquivó la espada de Alasar, pero este reaccionó rápido y volvió a moverla hacia delante. Yelanah dejó escapar un grito cuando la espada se clavó en su arnés y el mundo desapareció ante sus ojos. Una oleada de calor le recorrió el cuerpo y le entraron ganas de vomitar. Angustiada, vio que tenía la boca llena de sangre.
El dragón corrió por el campamento como alma que lleva el diablo. Yelanah oyó los frenéticos gritos tras de sí, y se aferró al animal. En algún lugar sonó un cuerno. Flechas y voces rasgaron el aire.
«No me gritan a mí —se dijo Yelanah desorientada—, no me gritan a mí».
Tras las colinas aparecieron nuevos agresores. Reinaba la confusión. El dragón cambió de dirección. Ella no era capaz de asimilar lo que sucedía, solo notaba fuego en su costado. Oía ruido en su cabeza, pero no estaba segura de que aquellos gritos fueran reales. Tenía la boca cada vez más llena de sangre.
Cuando abrió los ojos, tenía las colinas frente a sí; el fragor de la batalla había quedado atrás. Seguía oyendo flechas que silbaban a su alrededor, pero sabía que no iban dirigidas a ella. Por algún extraño motivo, estaba completamente convencida de que nadie se fijaría en ella mientras no volviera la cabeza.
El dragón se detuvo en cuanto alcanzaron las rocas. Yelanah desmontó y se miró el costado lleno de sangre. Estremeciéndose, subió a gatas por la pendiente rocosa. El dragón la siguió en silencio. Al llegar a la cima, se dejó caer sobre la nieve. El viento soplaba por encima de su temblorosa cabeza. No sabía decir si tenía frío o calor.
Haciendo un último esfuerzo, abrió los ojos y miró hacia abajo. Varias tropas haradonas habían tendido una emboscada al ejército de Alasar, si bien los myrdhanos ya empezaban a tener la batalla bajo control. El ejército haradono se acercaba por el horizonte. El paisaje nevado se oscurecía bajo la marea de hombres.
Yelanah pensó en Revyn. No podía dejar de repetir su nombre. Después hundió su cabeza ensangrentada en la nieve y exhaló un profundo suspiro. Los dar’hana estaban perdidos.
Revyn corrió con todas sus fuerzas hacia el ejército haradono sin tratar de esconderse. ¿Qué podía temer? Al fin y al cabo, era un guerrero dragoniano.
En menos de dos segundos, los jinetes del aire que oteaban las cercanías del ordenado ejército habían dado con él y habían hecho sonar un cuerno. Poco después, la tierra tembló y una tropa de jinetes dragonianos apareció tras las colinas. Revyn alzó las manos y se detuvo.
—¡Soy haradono! ¡Soy haradono, vengo de Logond!
Los guerreros dragonianos se detuvieron justo delante de él. El jefe del grupo se levantó el casco. La nieve impidió que reconociera al instante su ancho y rojizo rostro.
—¡Maestro Morok! —exclamó sorprendido—. ¡Maestro Morok… soy yo, Revyn! Un guerrero dragoniano de Logond. El domador de dragones, ¿me recuerda?
El anciano comerciante lo miró sin dar crédito.
—¿Revyn?
—¡Me apresaron los myrdhanos! Pero ahora ya he vuelto y…
El maestro Morok le alargó la mano para ayudarlo a subir a lomos de su dragón.
—¡No hay problema! —dijo a sus hombres—. Es de los nuestros. Volvamos con los demás.
Los soldados espolearon sus caballos y galoparon de vuelta al núcleo del ejército. Revyn se sujetó a los bordes de la montura.
¿Podía ser así de fácil? No, lo peor estaba por venir. Se preguntó cómo reaccionaría el maestro Morok en cuanto lo viera liberar a los dragones. Cuantos le rodeaban se convertirían en sus enemigos.
Cuando llegaron al campamento, el comerciante le invitó a que desmontara.
—Gracias —dijo Revyn, aunque no se atrevió a mirar al maestro a los ojos.
—Únete a los guerreros dragonianos de Logond. —El comerciante le señaló en una dirección—. Seguro que te conseguirán ropa y un dragón. Haradon avanza con todo su ejército.
Revyn asintió.
Durante un instante se quedó inmóvil. Tras él reinaba la confusión del campamento: cientos de voces gritaban a la vez.
—Dioses, no me abandonéis —susurró.
Después se dio media vuelta. Los soldados rasos estaban a punto de entrar en formación. Se colocaron en filas, cogieron sus armas y sus escudos y aguzaron el oído para obedecer las órdenes de sus generales.
Si Revyn no se hubiese encontrado hacía años con el maestro Morok y no hubiese robado a Palagrin, seguramente se hallaría entre aquellos hombres. Sería como una piedra insignificante en un muro gigantesco a punto de ser derruido. Y si no hubiese conocido a Yelanah, aún sería guerrero dragoniano. Su vida habría podido ser tan distinta… Y entonces el mundo de los dragones, el mundo al que él pertenecía, se habría consumido para siempre en la niebla.
La caballería se situó detrás de los soldados rasos. Algunos hombres se sentaban sobre sus monturas, dispuestos para la lucha, murmurando rápidas oraciones. Aquí y allá sonaban los martillazos de los herreros que estaban cambiando los cascos de los últimos caballos. Se sirvió sopa y carne en grandes cazuelas.
Aquella batalla no iba a ser como la última. Esta vez morirían miles de hombres de ambos bandos. Pero si él o Yelanah fracasaban… Aligeró el paso. ¡Sin los dragones, quizá hasta se detendría el enfrentamiento! Por supuesto, sabía que aquel pensamiento era más bien ingenuo. La guerra se produciría en cualquier caso, mientras hubiera tierras y hombres que las desearan.
Por fin dio con las legiones de los guerreros dragonianos. Vio a los soldados poniendo las monturas a sus dragones y vistiéndose con sus trajes de guerra. Eran tantos que se sintió aturdido. ¿Cómo se las arreglaría para liberar a todos los dragones? Buscó el lugar donde había más dragones.
¡Escuchadme, hermanos y hermanas! He venido a liberaros. Los dragones, junto a los que Revyn pasaba con la cabeza agachada, lo miraron sin dar crédito. Revyn fue a topar con una serie de carros con rejas que hacían las veces de establos.
Revyn. Él se quedó petrificado. ¿De verdad había oído aquella voz? Rezó porque no fuera así.
Aquí, Revyn…
—No…
Revyn dio tres pasos hacia delante tambaleándose.
¡Palagrin!
El dragón estaba preso en una de las jaulas, con pesadas cargas a la espalda, como las que solían colocarles los hombres para agotar y domesticar a los dragones salvajes.
Nuevas voces sonaron en su mente. Paseó su mirada por los carros. Ahí estaba toda la tribu de los nimorga. Empezó a temblar de desesperación. Cerró los puños.
¿Cómo ha sido? ¿Cómo es posible…?
—¡Revyn!
En ese momento lo cogieron por los hombros y le dieron un abrazo tan inesperado que le hizo dar un traspié y retroceder para no caerse. Entonces reconoció a ¡Capras! Su amigo le parecía al menos medio palmo más alto de lo que lo recordaba, tenía la cara huesuda, la expresión endurecida y el pelo más largo.
Soltó a Revyn y lo miró con los ojos abiertos de par en par.
—¡Revyn, pareces un fantasma! ¿Dónde has estado todo este tiempo? ¡Me cago en…! ¡Vamos, ven aquí!
Revyn hizo un esfuerzo por librarse de los abrazos de su amigo y le dijo:
—Hola, Capras.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Vienes a luchar con nosotros? —Antes de que Revyn pudiera responderle, Capras volvió a pasarle el brazo por los hombros y añadió—: ¡Cómo me alegro! Tenemos que ganar, ¿eh? Nos los jugamos todo, ¿sabes? ¡Ahora ya no está en juego solo nuestra vida, sino el destino de todo Haradon!
Revyn cogió la mano de su amigo, que seguía con el brazo en sus hombros, y la apretó con fuerza.
—Capras, me alegro mucho de volver a verte. Prométeme que no lucharás contra mí.
—¿Eh? Pero ¿qué dices?
Revyn pasó junto a su amigo y desenvainó la espada, abrió la jaula en la que estaba Palagrin y rasgó su correa de un golpe.
—Pero ¿qué haces? —Capras se acercó a él—. ¡Ah, es tu dragón! Lo cogimos en los bosques.
Revyn acarició el cuello de Palagrin cariñosamente y le quitó los sacos de encima. La piel de la zona estaba llena de rozaduras.
Espera aquí hasta que libere a los demás. Entonces nos escaparemos todos a una.
Palagrin hizo un débil gesto de asentimiento. Revyn fue hasta la siguiente jaula, donde se hallaba Nhoar, uno de los miembros de los nimorga. Revyn le cortó la soga y le soltó el bozal de hierro.
—¿A qué viene todo esto? —preguntó Capras con recelo.
Entonces se oyó una voz que gritaba:
—¡Detenlo, Cap!
Revyn se dio la vuelta. Un guerrero se acercaba a ellos a grandes zancadas. Era Twit. No había cambiado nada. Su rostro seguía siendo pálido y sus gestos inquietos, y su boca estaba eternamente torcida en una mueca. Desenvainó la espada y amenazó a Revyn con ella.
—Aléjate inmediatamente de los dragones, traidor.
Revyn no se movió ni un solo milímetro.
—No intentes detenerme.
—¡Quiere robar los dragones! ¡Igual que cuando dejó que aquella bruja se los llevara! ¡Es un traidor que trabaja para el enemigo!
Revyn lo miró con desprecio.
—En la vida hay muchas más cosas aparte de la guerra, ¿te has parado a pensarlo?
—¿Dónde has pasado los últimos meses? —le espetó Twit—. Juraría que en Myrdhan. ¿O quizá junto a tu elfa, la ladrona?
Revyn alzó la espada y rasgó la correa de Nhoar. El dragón se tambaleó un poco al darse cuenta de que podía moverse de nuevo.
—¡Deja a los dragones inmediatamente! —le ordenó Twit—. ¡Que te alejes de ellos, te digo!
—Voy a dejarlos a todos en libertad.
—Pero, Revyn, ¿te has vuelto loco? —dijo al fin Capras—. ¡Deja a los dragones! ¡Son todos salvajes!
Twit cogió a Revyn por el brazo y lo apartó a un lado, pero este alzó su espada de nuevo y lo amenazó con ella.
—¡Suéltame! ¡No entiendes nada!
—¡Ayúdame, Cap!
A Twit le brillaban los ojos. Tomó impulso y le golpeó con la espada. Revyn paró el golpe, pero Capras lo cogió inmediatamente por las caderas y lo empujó contra los barrotes de una de las jaulas.
—¿Quieres hacer el favor de entrar en razón? ¿Te has vuelto loco?
Revyn se resistió, pero Capras le retorció el brazo y le obligó a soltar la espada.
—¡Mételo en uno de los carros! —jadeó Twit.
Nhoar lanzó un bufido y se dirigió hacia Twit con pasos inseguros. El guerrero dragoniano gritó alarmado:
—¡Rápido!
Una mano cogió a Revyn por la nuca y lo empujó contra Nhoar. Cayó de rodillas bruscamente. Cuando se dio la vuelta, Twit había cerrado la puerta de la jaula y estaba corriendo el cerrojo.
—¿Os habéis vuelto locos? ¡Dejadme salir!
—Ni lo sueñes —farfulló Twit mientras apartaba a Capras de allí—. Y cuando acabe la guerra, te llevaremos a juicio.
—¡Capras, por favor, no me hagas esto! —suplicó Revyn entre dientes.
Capras lo miró vacilante.
—¡No escuches a este traidor! —le apremió Twit.
De pronto oyeron el ruido estremecedor de un cuerno anunciando la guerra. Los barrotes vibraron con los puñetazos de Revyn. Los hombres iban de un lado a otro, montando en sus caballos y sus dragones y sumándose a las filas de guerreros.
—¡Nos vamos del cuartel! —gritaban los generales—. ¡En formación! ¡Soldados, en marcha!
—¡Ya empieza! —gritó Twit. Su voz apenas se oía bajo el sonido de los cuernos—. ¡Vamos!
Twit y Capras se marcharon corriendo de allí, sin volverse a mirarlo una sola vez.
—¡Esperad! ¡Dejadme salir! ¡Volved aquí!
Con un grito de desesperación se abalanzó contra los barrotes de su jaula.
Alasar ya no podía esperar más. No dejaban de recibir andanadas de flechas, e incluso algunos de los jinetes del aire se atrevían a acercarse más a ellos. Las estrategias de los haradonos eran ingeniosas, sus ataques tan efectivos y organizados que cualquier titubeo habría sido fatal. La única baza con la que él jugaba era la gran masa de soldados con la que contaba, y tenía que aprovecharla antes de que empezase a minar el ataque enemigo.
Alasar montó en su dragón y salió al galope en el preciso momento en que el ejército haradono se puso en marcha a lo lejos. Ardhes lo acompañó en su encuentro previo a la batalla con el rey de los haradonos.
El ejército se quedó detrás de él cuando salieron a campo abierto. En el otro bando, el carromato del rey —tirado por un imponente dragón— se separó del resto.
El corazón de Alasar latió con más fuerza aún. Por fin conocería al hombre que le había robado todo, el ladrón de su infancia, el asesino de sus padres… El hombre que lo había enterrado en vida, el hombre que se interponía entre él y sus metas, el hombre que debía morir para que él pudiera seguir viviendo.
Alasar no dejaba de repetirse aquellos pensamientos mientras le embargaba el odio. El carromato del rey estaba apenas a un tiro de piedra. Alasar miró a Ardhes de soslayo. ¿Qué estaría sintiendo en ese momento? Al fin y al cabo, si no le había mentido, el rey Helrodir no era otro que su querido padre. Y no tenía motivos para mentirle, ¿no? Su rostro no mostraba la menor expresión. Su piel era blanca como la nieve y su mirada oscura parecía de piedra. Le recordaba tanto a sí mismo, que se sentía incapaz de confiar en ella. Si hubiesen pasado más tiempo juntos quizá… algún día…
Alasar tiró de las riendas de su dragón. El rey Helrodir y un portador del estandarte se detuvieron ante ellos. Estaban a menos de cinco pasos de distancia.
El monarca de Haradon, el más poderoso de todos los reyes, era más bajo y más anciano de lo que Alasar había imaginado. Su barba y sus sienes estaban ya encanecidas, y un sinfín de profundas arrugas rodeaban sus ojos.
Cincuenta mil soldados los observaban en silencio. El sonido de las herraduras parecía resonar en todo el campo de batalla cada vez que uno de los dragones movía la cabeza.
—Préstame atención, joven —dijo el rey Helrodir en tono conciliador—. Ha llegado a mis oídos que fuiste tú quien mató al rey Morgwyn de Isdad, y por ello debería darte las gracias, así que ¿por qué no me cuentas qué pretendes conseguir con toda esta historia? Ya eres rey de Awrahell, te has casado con mi sobrina, formas parte de mi familia… ¿Qué más deseas? ¿Es que no tienes bastante con todo esto?
Al decir aquello abrió las manos.
—¿Que qué más deseo? —repitió Alasar—. ¡Tu muerte!
Los ojos de Helrodir se contrajeron.
—He venido con buenas intenciones, pero eso puede cambiar en cualquier momento.
—Pues yo he venido para llevarme lo que te pertenece y destrozar lo que has construido. —¡Cuánto tiempo había esperado para decir aquellas palabras!—. Se ha acabado tu tiempo, anciano, y ahora comienza el mío. Te reto a un duelo a vida o muerte, y juro que no descansaré hasta que tu sangre gotee por el filo de mi espada.
Helrodir tiró de las riendas cuando su dragón, inquieto, intentó dar un paso atrás.
—¡He aniquilado a cientos de guerreros en cada rincón del continente, pero aún no he clavado mi espada en una escoria como tú! ¿Se puede saber por qué me odias tanto?
Alasar desenvainó la espada y apuntó al rey con la cuchilla.
—Hace muchos años me lo quitaste todo. Ahora seré yo quien te lo arrebate todo a ti. Te has pasado la vida saqueando pueblos de gente pacífica como un asesino y un ladrón, y ahora pagarás por ello. Así es la vida. Llevas demasiado tiempo saltándote las reglas del juego.
El rey Helrodir jadeó de ira. Luego miró a Ardhes y le dijo:
—¡Te has casado con un loco! ¿Es que tú también has perdido el juicio? ¿Cómo te has atrevido a dejar de este modo a tu madre en la estacada?
Por el rabillo del ojo Alasar vio que Ardhes respondía a las palabras del rey esbozando una sonrisa.
—Una traidora no merece más que ser traicionada.
El rey Helrodir le clavó una mirada iracunda, y golpeó a su dragón con el látigo.
—¡Por muy jóvenes que seáis, os juro que ahora sabréis lo que significa ser mis enemigos! ¡Hasta mi amor por la familia tiene sus límites!
—¿Límites? —repitió Ardhes temblando—. Dime, rey Helrodir, ¿dónde quedan exactamente los límites en el amor entre primos? ¿Y en el amor hacia un hijo bastardo?
—¡Malditos criajos! ¡Tú morirás en esta guerra, perro myrdhano, y tú, Ardhes, tú acabarás en el patíbulo, puedes creerme!
Dicho aquello, espoleó a su dragón y dio media vuelta. En aquel preciso momento, los haradonos lanzaron gritos de júbilo, como si la guerra acabara de comenzar en ese instante.
—No temas —dijo Alasar en voz baja sin mirar a Ardhes—. La próxima vez que lo veas estará colgado de una lanza. ¡Vamos!
Él también espoleó a su dragón y galopó hacia su ejército. Cuando levantó el puño hacia lo alto, sus guerreros se pusieron en movimiento a la una, como una marea que golpea, por fin, una dura presa.
—¡Adelante la infantería! —indicó Alasar a los que tocaban los cuernos.
Las señales se repitieron hasta el último rincón del ejército. La caballería y los guerreros dragonianos dieron paso a los hombres y mujeres que empezaron a avanzar hacia el ejército enemigo.
—¡Corred! —gritó Alasar a la masa que se movía ante él—. ¡Más rápido! ¡Más rápido!
Ardhes llegó a su lado. Apenas lograba ejercer el control sobre su dragón, que se asustaba y encabritaba ante aquel increíble ataque masivo. Alasar lo cogió de las riendas y lo obligó a calmarse de nuevo.
—¡Vuelve a tu tienda! —ordenó a Ardhes.
Ella asintió y dirigió el animal hacia allá. Alasar la siguió brevemente con la mirada, y la vio avanzar en sentido opuesto al del ejército y abrirse un camino entre el tumulto. Entonces Alasar se volvió de nuevo e intentó dar con Tivam.
—¡Tivam! —aulló—. ¡Tivam!
—¡Aquí!
El chico se le acercó galopando y detuvo su dragón justo al lado del de Alasar. Este le puso una mano en el hombro aliviado, y después miró hacia delante. La mayor parte del campo de batalla ya había sido tomada por su infantería, y por la otra se acercaba cada vez más el ejército haradono, acompañado del sonido de las trompetas como si del zumbido de una monstruosa avispa se tratara. Las legiones de guerreros dragonianos galopaban en primera fila, a los lados iba la caballería y detrás de todo la infantería. Alasar notó en las sienes y en el cuello los latidos de su corazón. ¿O fue más bien el temblor de la tierra, que se estremecía bajo los miles de pisadas? Alasar miró varias veces atrás. En comparación con los haradonos, su ejército no era más que un rebaño desorganizado.
—¡En formación! —gritó Alasar con todas sus fuerzas—. ¡Preparaos, jinetes del aire! ¡Arriba!
Volvió a concentrarse en el campo de batalla. Era cuestión de segundos que los frentes chocaran: los guerreros haradonos contra su infantería…
Pero ¿qué estaba viendo? ¡Algunos de sus soldados se estaban dando a la fuga! Su propio ejército lo abandonaba al ver que tenía que enfrentarse a pie contra los dragones. Además, los jinetes del aire haradonos también habían hecho acto de presencia y comenzaban a disparar sus flechas.
—¡Jinetes del aire! —gritó Alasar—. ¡Vaaamos!
Por fin se extendió su orden. Las sombras de los dragones pasaron sobre Alasar, que miró con expectación cómo sus guerreros se precipitaban hacia los de Haradon. El aire se llenó de flechas.
—No dejéis que se escape ningún soldado —ordenó Alasar a sus guerreros dragonianos—. ¡Obligadlos a volver!
Hacía tiempo que el fragor de la batalla había ahogado el sonido de los cuernos. Desde su posición, Alasar no podía ver la carnicería que se estaba librando en las primeras filas, pero el viento se encargaba de llevarle los gritos. En el aire, la lucha se había vuelto feroz. Era imposible distinguir si lo que caían eran jinetes haradonos o myrdhanos.
—Aún no —ordenó a los guerreros dragonianos que esperaban sus órdenes—. Que salga la caballería.
Los jinetes que iban a caballo pasaron a su lado al galope y se precipitaron en el tumulto. La mayor parte de ellos eran soldados de Awrahell. Alasar levantó la vista al cielo. El número de jinetes del aire había descendido considerablemente. Unos minutos más y enviaría a sus guerreros dragonianos. Pero no mientras cayeran flechas del cielo; sus dragones eran demasiado valiosos como para sacrificarlos. Alasar notó que la empuñadura de su espada se hallaba empapada de sudor. Sí, estaba sudando de miedo. El ejército haradono estaba muy bien organizado y mejor equipado. Él solo contaba con una masa mayor de gente. ¿Qué pasaría si fracasaba? Respiró con dificultad. Estaban a punto de entrar en acción.
Se dio la vuelta hacia Tivam y, una vez más, le puso la mano en el hombro.
—Tivam —empezó a decir. El fragor de la contienda los envolvía como si estuvieran en el interior de una enorme campana—, de los miles de personas que se encuentran en este campo de batalla, solo hay uno al que quiera, y ese eres tú. Tú eres todo lo que tengo, mi… única familia. Cuando este día haya acabado y seamos dueños del mundo, seremos como hermanos, unidos por la sangre de la batalla. Y… quería decirte algo más, quiero que me sucedas en el trono. Te doy todo lo que tengo. Sin ti no sería nada.
Lo atrajo hacia sí y le dio un abrazo. Los dedos de Tivam se clavaron de tal modo en su espalda que hasta le hicieron daño. Entonces se separaron y Tivam le dio unos golpecitos en el hombro. Sus ojos oscuros estaban anegados en lágrimas.
—Quédate a mi lado mientras luchemos, Tivam. —Alasar desenvainó la espada—. ¡Compañeros, luchad, matad y venced!
Salieron al galope precipitándose contra el enemigo. En su cabeza solo tenía un pensamiento; todo su ser estaba concentrado en una única cosa: debía matar con sus propias manos al rey Helrodir.
Desde su jaula, Revyn observó luchar a los soldados sin que nadie reparara en sus gritos de auxilio. Forcejeó y golpeó los barrotes, pero no había nada que hacer. Las lágrimas le ardían en los ojos al ver volar sobre su cabeza a los jinetes del aire de sendos ejércitos.
Los hemos perdido a todos. Se recostó contra los barrotes de la jaula entre jadeos.
Nhoar le dirigió una mirada sombría sin decir nada. Empezó a mover la cabeza de un lado a otro, al principio lentamente y luego más rápido.
Tantos muertos… La llamada de la irrealidad…
Revyn se pasó las manos por el cuello, apoyando su cara en la piel del animal.
¡No la escuches! No escuches la llamada. Si todos nuestros hermanos mueren, estamos obligados a sobrevivir para asegurarnos un futuro. Tienes que ser fuerte…
Una voz conocida, débil e imprecisa, sonó en la cabeza de Revyn. El chico se dio la vuelta y estiró las manos hacia la jaula de Palagrin. Logró rozarlo con las puntas de los dedos.
¿Qué dices, hermano?
Tienes que avisar a Yelanah… Que no haga lo mismo que tú. Aquí estamos perdidos, Revyn… No… no nos salvaremos. Mira a tu alrededor, ¡la mayoría ya ni siquiera hablan! Al ceder ante los humanos, se han vuelto esclavos… Ya no hay vuelta atrás.
Pero… ¡tiene que haber algún modo!
Acuérdate de los dar’hana que Yelanah liberó en Logond. Todos siguieron la llamada de la irrealidad… Entre los hombres somos animales sometidos. Pero si no estamos con ellos, desaparecemos. Ya no hay vuelta atrás.
Revyn apartó la vista y respiró hondo. El sonido de los cuernos le resultaba ensordecedor. En todas partes oía unos gritos espeluznantes que le ponían la piel de gallina, hasta el punto de que le parecía sentir el mismo dolor que toda aquella gente a la que estaba viendo. Empezó a encontrarse mal. La miseria de aquel mundo, todo el odio y la destrucción casi le hicieron perder la razón.
El corazón le dio un vuelco cuando de pronto vio al maestro Morok pasar junto a su jaula.
—¡Maestro Morok! —Se aplastó contra los barrotes—. ¡Maestro Morok! ¡Aquí! ¡Aquí!
El comerciante se dio la vuelta sorprendido. Cuando al fin lo descubrió, Revyn no estuvo seguro de que lo reconociera.
—¡Maestro Morok! ¡Por favor, déjeme salir!
—¿Revyn? —El maestro Morok parpadeó sin dar crédito—. ¿Cómo has llegado aquí?
Revyn sonrió aliviado.
—Un malentendido. Por favor, ábrame la puerta.
El maestro Morok miró en todas las direcciones, con la frente perlada de sudor, a pesar del frío.
—Revyn, ya ha empezado la guerra. Necesitamos a toda costa más dragones. Los de las primeras filas mueren como moscas. Sal de ahí.
Descorrió el cerrojo. Revyn salió inmediatamente, y mantuvo la puerta muy abierta para que Nhoar pudiera seguirlo. El maestro Morok dio un paso atrás asustado.
—Revyn, escucha —dijo jadeando—. ¿Podrías domesticar a todos estos dragones lo antes posible? Tengo ahí delante algunos hombres, buena gente, que estarían encantados de montar a lomos de alguno…
Revyn lo miró brevemente antes de dirigirse hacia el carro de Palagrin y descorrer el cerrojo.
—Lo siento, pero me temo que no.
Alargó la mano hacia Palagrin con cuidado y lo ayudó a salir del carro. Tras la tortura de la domesticación se encontraba muy débil. En cuanto estuvo libre, Revyn se dirigió hacia la siguiente jaula, en la que estaba Isàn, y abrió la puerta. Revyn apenas se sentía con fuerzas para mirarlo mientras le quitaba las correas: tenía heridas por todas partes.
De pronto, el maestro Morok posó una mano en su hombro y lo echó hacia atrás, empujándole contra los barrotes.
—¿Se puede saber qué estás haciendo?
—¡Los libero!
El maestro Morok le dio una bofetada. Revyn lanzó un gemido y cayó ante la puerta de la jaula. Le pareció que tenía la mandíbula dislocada. Se dio la vuelta. Su puño se hundió en el ojo del maestro Morok. El comerciante dio unos pasos atrás. Revyn cogió impulso de nuevo y le golpeó en la barriga y en las sienes. El maestro Morok se dobló sobre sí mismo, pero fue capaz de propinarle un puñetazo que lo atontó; tuvo que agarrarse a los garrotes para no desplomarse.
Oyó el grito de dolor de un dragón. Cuando logró volverse vio al maestro Morok bamboleándose sobre Palagrin, golpeándolo sin descanso con su látigo y gritándole: «¡Vamos, vamos!». Palagrin se dobló de dolor cuando le fustigó las heridas, y por fin salió volando, sin saber lo que hacía.
—¡No! —Revyn se dirigió hacia ellos torpemente—. ¡Palagrin!
Corrió para intentar darles alcance, pero el maestro Morok iba directo hacia la batalla. Mientras corría, Revyn desenvainó su espada y se confundió entre la masa de guerreros.
A su alrededor la gente se mataba entre sí. Esquivó a un myrdhano enloquecido que intentó abalanzarse sobre él con la espada de un jinete haradono al que acababa de abatir. Justo ante sus ojos, un haradono tropezó con el cadáver de un caballo y fue atravesado por la espada de un myrdhano. Otro consiguió tirar muy lejos una lanza, pero inmediatamente fue alcanzado por una flecha.
Cuanto más avanzaba, más densa se hacía la masa de gente. En algún lugar le pareció ver al maestro Morok con Palagrin. ¿O era otro dragón?
—¡Palagrin! —gritó desesperado.
Un hombre le atacó por la izquierda. Consiguió parar el golpe y escapar. Una flecha le rozó el hombro. Cuando se dio la vuelta, su atacante ya había desaparecido entre el tumulto. Entonces se topó con un dragón que llevaba una lanza clavada en el cuello.
Revyn lo miró con los ojos abiertos de par en par, y vio cómo jadeaba en busca de aire. La herida era mortal.
Entonces Revyn paseó su mirada por todo cuanto le rodeaba. No solo morían hombres, sino también dragones. El aire estaba colmado de gritos profundos y dolorosos. ¿Cuántos morirían cada segundo? El suelo tembló. No muy lejos de Revyn, un dragón fuera de sí se lanzaba contra el enemigo.
Revyn sintió un terrible escalofrío. En sus oídos reverberó un sonido agudo. ¿Era posible…?
Vio ante sus ojos unas motitas plateadas, y no era por el mareo…
Cada vez veía más luces a su alrededor, aunque no parecían reales. Parpadeó, pero las luces no se disiparon, así que las miró de frente y se quedó petrificado al ver de dónde provenían.
El dragón que tenía delante de sí estaba desintegrándose. Su enorme y sangrante cuerpo era cada vez más transparente y se convertía en una especie de masa de polvo brillante.
Revyn abrió la boca, pero fue incapaz de emitir sonido alguno o de moverse. Del dragón apenas quedaba nada, salvo la lanza que lo había herido de muerte. La nube de polvo brillante formó una columna de humo que finalmente desapareció.
De pronto, Revyn notó una ráfaga de viento sobre su cabeza que le hizo entornar los ojos. Una metralla de luz llovió sobre él, alcanzó el suelo y salió disparada en todas direcciones. Un jinete del aire cayó desde el cielo y se dio de bruces contra el suelo, a los pies de Revyn.
El chico estaba envuelto en aquellas lucecitas. El mundo desaparecía a su alrededor, tras el fulgor de la irrealidad. En todas partes, en ambos lados del campo de batalla, se formaban columnas de luz. Era como si el cielo estuviese extendiendo sus dedos hacia la tierra. Nubes estriadas se abrieron paso en la matanza sobre el temblor de la tierra.
Y entonces se abrieron miles de puertas invisibles y el ruido de la irrealidad resonó en el aire.
Cuando se produjo el milagro, Ardhes salió de su tienda. Si alguien le hubiese explicado lo que estaba sucediendo en aquel momento, no le habría creído. El mundo era objeto de una pesadilla. Lo que hasta entonces había sido la realidad, ahora se hallaba sometido a las fantasías demoníacas de Satanás.
El cielo crepuscular reflejaba una luminosidad roja procedente de ninguna parte. Todo estaba sumido en aquella luz espeluznantemente irreal. Los velos de la locura habían cubierto el mundo.
Y del cielo llovían cuerpos.
Los dragones que habían luchado en el aire se desintegraban, o bien caían al suelo como piedras, dejando tras de sí motas brillantes como si fueran estrellas fugaces, y sus cuerpos se deshacían fundiéndose en la nada.
Sobre el campo de batalla las banderas ondeaban entre el polvo plateado, mientras los hombres caían como si hubiesen sido abatidos por las nubes. En tierra, entre el tumulto, el suelo se llenaba de infinidad de motitas de luz que lo cubrían todo como si fueran velos, y el mundo fue atravesado por un grito que, sin lugar a dudas, no era un sonido real, que fue apoderándose de cada uno de ellos y acabó siendo escuchado por todos, y durante unos segundos fue el único y espeluznante pensamiento en la cabeza de todo ser humano. Era demasiado intenso y demasiado agudo para soportarlo. Ardhes se tapó los oídos. Cuando bajó la vista, vio que el suelo se derretía bajo sus pies como si fuera lava. Lo que estaba sucediendo jamás debería haber pasado. Lo que estaba sucediendo no podía estar pasando. El pánico hizo presa en ella y su corazón empezó a latir tan deprisa que pensó que estaba a punto de morir. Y entonces lo recordó. ¿Qué era lo que le había dicho Octaris cuando le habló de los diferentes planos de la realidad?
—Cuando alguien muere, su alma abandona su cuerpo y pasa de un mundo a otro —murmuró Ardhes—. En ese momento se abren las puertas del más allá y del resto de los niveles nebulosos. Si se diera el caso de que muchas almas abandonaran sus cuerpos al mismo tiempo… ¡entonces las puertas de los mundos quedarían abiertas!
Ardhes miró al cielo y se apretó la cabeza con las manos.
En ese instante comprendió que no tenía por qué buscar una puerta: se encontraban precisamente en una. El cielo se rasgó en cascadas de sangre brillante mientras los dragones abandonaban el mundo.
—¡Palagrin! —Revyn rugía aquel nombre sin cesar.
La garganta le dolía del esfuerzo. Los guerreros que habían visto desaparecer a los dragones sin más, bajo sus monturas, se precipitaban contra el suelo. Revyn corrió por encima de ellos. Su mirada recorrió todo aquel horror, pero tuvo la sensación de que no veía nada.
¡Palagrin!
Topó con cuerpos vivos y muertos, envuelto en impresionantes nubes de luz que lo rodeaban cual tormenta de arena. Notó la fuerza de un remolino que parecía querer partirlo en dos. Le costaba respirar. Se tambaleó hacia delante, casi sin fuerzas.
¡Palagrin!
Entonces se topó con el maestro Morok. El comerciante se encontraba tendido en el suelo, como una estatua, con la mirada fija en el cielo. En sus ojos vacíos se reflejaba el brillo de la luz de la irrealidad. Haciendo acopio de las escasas fuerzas que le quedaban, Revyn alzó su espada y se dirigió en silencio hacia él. Se sintió como si avanzara a contracorriente en un río de aguas turbulentas. El hombre ni siquiera lo vio. Su rostro gris se hallaba cubierto de lágrimas.
En ese momento vio al dragón que yacía detrás de él. La espada se le cayó de la mano. Soltó un gemido, pasó por encima del maestro Morok y corrió como pudo hacia Palagrin, que estaba estirado en la nieve.
—¡Palagrin! No, oh, no… ¡Defiéndete! ¡Lucha contra la llamada!
Mientras gritaba, Revyn se dio cuenta de que aquello ya no tenía sentido. El cuerpo ensangrentado de Palagrin se había vuelto ya tan transparente que Revyn podía ver la nieve que caía detrás de él. Cuando posó las manos sobre el cuello de Palagrin, la piel del animal explotó en una nube de polvo y luz.
No te arrepientas de nada, le susurró el animal, no te sientas culpable. Tú has alargado mi vida… No sufras ni temas. Sin ti habría cedido a la llamada mucho antes. Tú me has protegido y has cuidado mi corazón. Ahora está todo bien. Todo bien.
—Es culpa mía —sollozó Revyn—. Si no hubiese ayudado a Alasar… Esta guerra jamás se habría producido, las puertas no se habrían abierto y… y… —El llanto ahogó sus palabras—. No me abandones, Palagrin… ¡no tienes por qué obedecer a la llamada de la irrealidad!
Aquí ya no queda sitio para nosotros. Debemos irnos y llevarnos cuanto nos pertenece.
No…
Nadie puede impedir el paso del tiempo, o la llegada de la noche y el comienzo de un nuevo día. Cuando el sol aparece, la niebla se esfuma en el aire. No tengo miedo de lo que nos espera. No nos olvides.
Revyn miró a Palagrin a los ojos. Con cada latido de su corazón, parecían alejarse un poco más, apagarse para siempre. De hecho su cuerpo apenas se distinguía. Revyn pegó su rostro al hocico de Palagrin y fue oyendo desaparecer su respiración.
La llamada de la irrealidad resonó en sus huesos. Cuando se miró las manos, vio que estaban más claras de lo normal. Una especie de velo le cubría el cuerpo. Ya no quería luchar más. Si el destino de los dragones era desaparecer de la tierra, él se marcharía con ellos. Pero… ¿y Yelanah? ¿Se encontraría con ella en el lugar en el que no existía el tiempo ni el espacio?
Sufrió un ataque de pánico. ¡No, aquel no podía ser su final!
¿Yelanah está ya en la irrealidad? ¿La encontraré allí, Palagrin?
El filo de una espada pasó rozándole la cabeza. Revyn gritó. Una fuente de luz brotó del suelo y voló por el aire. Palagrin había desaparecido.
La espada fue arrancada de la nieve y Revyn se dio la vuelta para mirar. El maestro Morok se había incorporado ante él como un monstruo. Su rostro estaba teñido de destellos de locura.
—¡Lo has hecho tú! —farfulló mientras se abalanzaba sobre él—. ¡Tú has provocado todo esto, brujo!
Alzó la espada y la dejó caer sobre Revyn. Él volvió a apartarse, pero en esta ocasión reaccionó demasiado tarde. Notó la cuchilla rasgándole la ropa y clavándosele en el hombro. La sangre brotó a raudales, le tiñó el arnés y se le escurrió por el pecho y la espalda. Le pareció entrar en un túnel de luces y sombras. El maestro Morok levantó de nuevo su espada y se dispuso a clavársela por última vez. Revyn lo miró en silencio, incapaz de moverse.
De pronto, un chorro de sangre brotó del pecho del maestro Morok. El viejo soldado intentó tragar, pero no pudo, y tampoco era capaz de respirar. La espada se le escurrió de las manos y cayó en la nieve, junto a Revyn, con un ruido sordo. Se le contrajeron los brazos y las piernas y por fin cayó de bruces al suelo. En la espalda llevaba clavada la espada de un myrdhano.
A partir de ese momento ya no fue capaz de distinguir nada más. Como a través de un velo, le pareció distinguir que el soldado myrdhano sacaba la espada del cuerpo del maestro y saltaba por encima de él para continuar matando. Ni siquiera se fijó en Revyn. Debió de darlo por muerto.
Y quizá estuviera realmente muerto. Le pareció que sus huesos se deshacían, aunque el golpe de espada había debilitado la llamada de la irrealidad. Revyn volvió a notar su cuerpo en el momento en que el dolor le llegó al cerebro.
Colores vivos y brillantes bailaban ante sus ojos en un gran remolino. La llamada de la irrealidad luchaba contra su muerte, Revyn lo notaba perfectamente. Estaba sumido en un doble remolino: la llamada de dos mundos. Y el hecho es que deseaba rechazarlos a ambos, pero no por miedo, sino porque quería encontrar a Yelanah. No quería perderla. Si desaparecía, quería hacerlo a su lado. ¿Cómo, si no, iba a encontrarla en la irrealidad?
Intentó respirar. Y Palagrin… lo seguiría, sí, pero todavía no. Todavía no…
Temblando, se aferró a la realidad.
Alasar empuñó su espada con más fuerza aún si cabía. Había sangre en la empuñadura, pero él había dejado de luchar. Desconcertado, fue esquivando los haces de luz que aparecían por todas partes cada vez que un dragón desaparecía.
El suyo se había vuelto loco en pleno galope. Alasar todavía se sentía conmocionado al recordar el momento en que había dado un latigazo a su dragón y el cuerpo de este se había deshecho bajo el cuero como un castillo de arena. Quizá se tratara de un embrujo élfico provocado por los haradonos, pero sus dragones también se desvanecían…
Daba igual. Quienquiera que hubiese urdido aquel hechizo no lograría arrebatarle la victoria. ¡Alasar obtendría lo que había ido a buscar, con o sin dragones!
Con el cuerpo erguido, se abrió camino en la batalla. Cada dos por tres iba dándose la vuelta para evitar posibles ataques por la espalda o esquivar aquellas extrañas fuentes de luz, así como cada dos por tres levantaba la vista al aire, aunque ya apenas quedaban hombres por caer. La mayoría de los dragones ya había desaparecido.
Un jinete haradono se abrió paso entre la multitud blandiendo su espada a derecha e izquierda. Ahora los jinetes a caballo eran los más fuertes. Alasar cogió el arco y las flechas de un muerto, y disparó primero al caballo y después al jinete. Sus alaridos mortales se confundieron mientras ambos caían al suelo. Alasar pasó por encima de los cadáveres. Dejó vagar la mirada por la contienda. No habría sabido decir si su ejército estaba ganando o no. En un lugar cinco haradonos habían cercado a un único niño de las cuevas, mientras que en otro varios myrdhanos reducían a un jinete haradono. Por lo demás, por todas partes había gente que iba de un lado a otro gritando de dolor o mudos de miedo, protegiéndose de las luces o soportando terribles heridas. Ya ninguno parecía estar hecho de carne y hueso: eran más bien fantasmales figuras enloquecidas.
Alasar se estremeció y se tapó un oído con el hombro. ¿Qué era ese terrible sonido? En su cabeza oyó un ruido ensordecedor, agudo y vibrante, como si algo acabara de explotar justo a su lado. Era como si no perteneciera a este mundo. Algo no era normal…
Alasar miró a su alrededor y corrió hacia un haradono. Unas veces tenía que defenderse de varios ataques a la vez, pero otras no había más que cuerpos tendidos a su alrededor. Alterado por aquel sonido, arrastrado por una especie de sueño febril, se sumergió una y otra vez en la marea de guerreros que se enfrentaban entre gritos.
Entonces vio unas banderas amarillas ondeando al viento. El rey Helrodir estaba de pie sobre su carro rodeado de guardaespaldas, matando a cuantos myrdhanos se le acercaban, de modo que tenía a su alrededor una verdadera alfombra de muertos.
Alasar clavó su espada en la tierra y cogió las flechas que le quedaban. Disparó a uno de los guardaespaldas y le dio en el pecho. Después alcanzó a otro, y a otro, hasta que se quedó sin flechas. Entonces arrancó la espada del suelo.
—¡Helrodir! —gritó. ¡El maldito zumbido ni siquiera le dejó oír su propia voz!— ¡Viejo!
Uno de los guardaespaldas lo atacó. Alasar frenó su embestida, se hizo a un lado y le clavó al hombre la cuchilla entre las costillas. Al fin, el rey advirtió su presencia. Con los labios contraídos cual belfos y los dientes bien apretados, el rey arrancó su espada de un muerto y la lanzó contra Alasar, que la esquivó justo a tiempo. El chico la arrancó de la nieve y se la clavó de inmediato al siguiente guardaespaldas que intentó atacarlo.
—¡Lucha conmigo! —gritó—. ¡Lucha como un hombre!
Helrodir cogió su espada con ambas manos, saltó del carro y se acercó a él a grandes zancadas. El viento levantó entre ambos una nube de polvo de dragón que difuminó sus siluetas. Alasar se dispuso a contener el ataque.
El rey apareció de pronto tras la cortina de polvo. Su ataque vino de arriba. El metal de las espadas se encontró a medio camino, donde Alasar paró el golpe. No esperaba que Helrodir fuera a tener tanta fuerza, pero eso le hizo desear más aún la victoria. Debía derrotarlo a toda costa.
Sus espadas entrechocaron varias veces. Alasar cogió impulso, pero Helrodir fue más rápido y avanzó su espada. Alasar a duras penas pudo esquivarla. Los filos temblaron de nuevo al encontrarse. Alasar se vio obligado a retroceder dos o tres pasos. Helrodir los avanzó.
Alasar se echó hacia delante para clavarle la espada bajo el pecho, pero el rey apartó su cuchilla. Antes de que Alasar hubiera tenido tiempo de prepararse para un nuevo ataque, la espada de Helrodir se precipitó de nuevo hacia él. La contuvo, pero tuvo que retroceder tres pasos más.
Pasaron un buen rato luchando en el campo de batalla, acercándose, alejándose, embistiendo y esquivando alternativamente. Cada instante parecía durar una eternidad. Poco a poco, Alasar creyó intuir una especie de cadencia en los ataques de Helrodir. Lo que más le gustaba era atacar desde arriba a la derecha, porque aquel era su golpe más fuerte; después venía el ataque lateral desde la izquierda, que era lo más rápido… Alasar podía bloquear sus golpes antes incluso de que atacara, antes incluso de que Helrodir se recuperara. Y empezó a ganar terreno.
Ahora era él el que atacaba más a menudo. El rey estaba sin duda muy entrenado y no se podía infravalorar su fuerza, pero Alasar era más joven. De haber sido necesario, podría haber peleado toda la noche. El rey Helrodir empezó a ponerse rojo y a jadear, y sus respiraciones cada vez iban acompañadas de más gruñidos.
Alasar lo miró a la cara y pensó una vez más que aquel vejestorio era el culpable de toda su miseria, por culpa de ese engreído había perdido a sus padres y se había visto obligado a abandonar su pueblo, él era el hombre que había atemorizado sus noches de infancia, el hombre al que veía en sueños y que…
El odio explotó en su interior y se extendió por todo su cuerpo desde lo más profundo de su ser. ¡El rey Helrodir era el culpable de la muerte de Magaura! Mientras el rey de Haradon había vivido tranquilamente en compañía de su familia, acudiendo a fiestas y disfrutando de las riquezas robadas a los campesinos de todo el mundo, la familia de Alasar se había desvanecido por su culpa.
El joven atacó de nuevo con más fuerza y rapidez, ajeno al dolor o al agotamiento. Helrodir comenzó a retroceder, pero entonces detuvo un ataque de Alasar y sacó fuerzas de flaqueza para levantar su espada a toda prisa y atacar al myrdhano desde arriba. En esta ocasión, sin embargo, Alasar no se ocupó de frenar el ataque, sino que dio un salto a un lado para esquivarlo y movió su espada por debajo. El sonido de las cuchillas al chocar dio paso a otro muy diferente. Alasar notó que la cota de malla del rey se rasgaba bajo el peso de su espada y que el filo se hundía sin problemas.
El rey Helrodir se quedó doblado sobre la espada. Durante un breve instante, ambos hombres estuvieron muy cerca el uno del otro, unidos solo por la espada. Alasar la soltó y Helrodir perdió el equilibrio, las rodillas le flaquearon y cayó de espaldas. Con dedos vacilantes palpó el lugar en el que le había herido, justo en el pecho, pero sus ojos empezaban a estar vidriosos.
Alasar se agachó sobre él y le volvió la cara.
—Mírame. ¡Mírame! Quiero que sepas quién soy antes de que mueras.
El rey Helrodir jadeó, intentó hablar, pero ya no era capaz de articular palabra.
—Soy el hombre que matará a tu mujer, el que acabará con tus hijos, el que ocupará tu trono y profanará la tumba de tus antepasados.
Tenían las caras tan cerca que Alasar se dio cuenta de que el rey había muerto. Lo único que aún se movía era el reflejo en sus ojos de la imagen de Alasar.
Se apartó y se dejó caer entre la niebla para reflexionar. Diez años, había esperado diez años a que llegara ese instante.
Suspiró apretándose la nariz con los dedos. Había logrado vengarse.
Y, sin embargo, jamás, se había sentido tan vacío en toda su vida.
Ahí estaba, junto al cuerpo de su mortal enemigo, sintiéndose peor aún que antes. ¿Qué objetivo tendría a partir de entonces? Si ya no podía aferrarse a su venganza…
Pero no, no iba a permitir que aquel pensamiento lo angustiara. El ejército haradono se había quedado sin cabeza visible, pero las garras de un lobo muerto siguen siendo afiladas. Por el momento, tenía que concentrarse en reducir y derrotar al enemigo, y después…
Se apretó los ojos con las manos, se frotó la cara y se levantó. Entre la niebla, buscó una bandera haradona con la que envolver el cuerpo del rey Helrodir, lo llevaría al campamento y se lo enseñaría a Ardhes. Seguro que se alegraría. La alegría de ella debería bastar para los dos.
Cuando se dio la vuelta, Alasar vio que a menos de diez pasos una flecha se dirigía hacia él. Abrió la boca, un suave silbido rasgó el aire y la flecha le atravesó el pecho. Dio un paso atrás. Con lágrimas en los ojos, miró hacia abajo, y vio la flecha clavada en su cuerpo. La sangre se le agolpó en las sienes como si estas fueran a explotarle. Luego miró a Tivam, loco de dolor. Tivam dio cinco pasos hacia delante y tensó su arco una vez más. Los polvorientos cuerpos de los dragones vibraron bajo sus pies. Esta vez la flecha se clavó en el cuello de Alasar.
Fue como si el mundo se desplomara. Alasar cayó de bruces en la nieve, e intentó respirar en vano. Le salía sangre de la nariz. A través de la niebla y el polvo de dragones vio acercarse a Tivam, pero no, no era Tivam, era Rahjel.
Alasar quiso pronunciar su nombre, pero no pudo emitir más que un quejido. Rahjel había vuelto. Su amigo, su hermano, había vuelto para llevárselo, dispuesto a perdonarlo por todo lo que había hecho…
Las lágrimas de Tivam cayeron al suelo, junto a Alasar.
—Ya ves, no eres el único que sabe esperar. —Temblando, se abrazó a su arco mientras veía cómo el rostro de Alasar se contraía con la llegada de la muerte—. Ahora todos tenemos nuestra venganza.
El viento jugaba a lanzar copos de nieve sobre Yelanah, que entornaba los ojos. Tenía minúsculos trocitos de hielo en las pestañas, las cejas y el pelo, pero no sentía frío alguno. En realidad solo sentía el dolor de sus heridas y de lo que tenía ante sí.
Todo había sucedido tal como había predicho Octaris. En la poderosa tormenta de los muertos se habían abierto las puertas de los mundos y los dragones se habían desvanecido. La carnicería, que se extendía a lo largo de kilómetros y kilómetros, estaba plagada de nubes luminosas que desaparecían rápidamente en el aire. Eso fue todo lo que quedó de los dragones. A partir de ese día, el mundo avanzaría como si los dragones jamás hubiesen existido, y en menos de cien años pasarían a engrosar los mitos de los humanos.
Las lágrimas le corrían por las mejillas sin que sintiera ningún alivio. Ya no se trataba solamente de ella. Su vida había llegado a su fin. Moriría con la certeza de que su mundo había caído en el olvido.
Por primera vez en varias horas, o al menos eso le parecía, dejó de prestar atención a la batalla y se dio la vuelta para mirar atrás. Más allá del campo de batalla, se habían formado unas capas de niebla amarillenta como la costra de una herida. A lo lejos, los últimos dragones se precipitaban hacia los vapores nebulosos, no sin antes mirar a Yelanah.
Por encima de la llamada de la irrealidad, empezó a sonar una suave melodía, y en mitad de la bruma apareció una figura. El dobladillo de su abrigo y su pelo se confundían con la niebla de la irrealidad. Era Khaleios, que avanzaba hacia Yelanah.
—¿Cómo? ¿Los elfos también van a desaparecer? —susurró ella ahogada.
—Nuestro imperio se desvanece. Después de hoy, las puertas entre los mundos no volverán a abrirse de este modo, y hemos escogido vivir más allá de la realidad —le respondió, alargando la mano hacia ella. Yelanah observó que la piel de su padre era casi transparente, como la suya—. Ven con nosotros, hija mía. Ya no hay nada que te retenga en el mundo de los humanos.
—Te equivocas —le respondió ella en voz baja, con los ojos puestos en la batalla—. Revyn jamás se dejará llevar por la llamada, tengo que esperarlo.
—¡El joven humano está muerto!
—No —respondió ella, y se mordió los labios—. ¡No es cierto!
—Y tú también morirás, si sigues dudando. En el mundo de la irrealidad las heridas no tienen importancia, pero si no te unes a nosotros, morirás. Y para la muerte no hay vuelta atrás, Yelan.
—¿Y qué? ¡No quiero convertirme en un ser irreal, en un espíritu rodeado de espíritus que no están ni vivos ni muertos!
Un suave soplo de viento se coló entre la ropa de Khaleios.
—Ya sea en este mundo o en otro, siempre acabamos siendo espíritus. Incluso en el mundo de los humanos, la mayoría de ellos deambulan por sus vidas sin apenas disfrutar de los breves momentos de felicidad.
Yelanah hundió la cabeza en la nieve y sollozó en silencio.
—Pero no quiero marcharme sin él…
—Ya sabes cuál es tu sitio, hija mía… ¿Antepones un hombre a la desaparición de tu mundo y los dar’hana?
Khaleios permaneció un buen rato en silencio. Yelanah no lo miró, pero era completamente consciente de su presencia, y sabía que su padre la observaba desde el otro lado de las paredes nebulosas de la irrealidad. Al cabo de un rato, el elfo suspiró y se dio la vuelta.
—Nuestra lucha ha acabado, Yelan. Yo me he rendido y me he entregado al destino que Ahiris me ha impuesto. Deberías hacer lo mismo y no echarte a perder.
—¿Y qué me dices del salvador en el que tanto creías? ¿Tan rápido renuncias a tu fe en las visiones?
Khaleios dirigió su dedo índice hacia la batalla y dijo:
—Yo vi un corazón culpable que provocaría la muerte de miles de personas y la extinción de todo un pueblo. Solo ahora he comprendido que ese pueblo no era el de los humanos, sino el de los dar’hana. Nosotros, los elfos, no podemos ser salvados por la codicia y la venganza de un único hombre. En cualquier caso, el joven humano ya está muerto. Ha sido asesinado por su máximo seguidor.
—No te creo —susurró Yelanah. No podía ser cierto.
Y no lo era. Khaleios lo sabía bien.
—En este mundo hemos sido unos extraños, hija mía. No quiero volver a cometer el mismo error… Por favor, ven con nosotros. Sea lo que sea lo que nos espere tras las nieblas, es allí donde quiero ejercer de padre. Por favor, Yelan…
Ella no levantó la cabeza. Khaleios dejó escapar un suspiro al comprender que su hija no iba a responderle. La niebla se apoderó de él, absorbiendo su imagen.
Con la cara aún oculta en la nieve, Yelanah derramó sus últimas lágrimas. Más allá escuchó la llamada de los dar’hana:
¡Vamos! ¡Ven con nosotros! No nos abandones…
¿Acaso tenía otra opción? No le quedaban fuerzas. No podía continuar resistiéndose a la llamada de la irrealidad. Notó cómo su propio cuerpo se desdoblaba.
La nieve que tenía a sus pies empezó a derretirse y el suelo rocoso se rasgó como si fuera de tela. El agua le cubrió las piernas y los brazos y se apretó suavemente contra su espalda. Bajo los dedos de sus pies, pudo notar las rocas lisas del suelo, tan lisas como solo podían estar a orillas del San yagura mi dâl. Estaba en casa… y entraría con ella en el mundo de la irrealidad. Ahora ya no había vuelta atrás.
El agua empezó a cubrirla. Con los ojos cerrados, Yelanah le dijo a Revyn todo lo que jamás había llegado a decirle: le susurró todas aquellas cosas inexpresables que tenía tan bien guardadas en su corazón y que habían significado toda su felicidad. Cuando el agua la cubrió del todo y el dolor físico se alejó de su espíritu, se abrazó a la idea de que nada conseguiría separarla nunca de Revyn, ni siquiera la niebla, ni los diferentes mundos…
Entre ella y el recuerdo no había más que tiempo.
El anochecer cayó sobre el campo de batalla y se hizo un silencio sepulcral, apenas interrumpido por los continuos gemidos de los heridos.
Revyn notó que unas manos se posaban en sus hombros y le daban la vuelta. Tenso como una tabla de madera, su cuerpo cayó de espaldas. Tenía la ropa helada. Sobre él se inclinó una figura borrosa.
—Yelan…
Pero la figura se incorporó y gritó:
—¡Aquí hay alguien con vida!
Al oír aquel grito tan potente, Revyn cerró los ojos de manera instintiva. Entonces los brazos volvieron a tocarlo, pero esta vez por debajo de los hombros, para ayudarlo a incorporarse.
El desconocido lo arrastró hasta un carro en el que lo depositó con cuidado y lo cubrió hasta el pecho con una manta. A su alrededor había otros tantos heridos que jadeaban en un estado semiinconsciente, como él.
Los carros se pusieron en marcha, y el traqueteo de sus ruedas le provocó un dolor tan fuerte como si estuvieran golpeándole el hombro herido. Cerró los ojos con fuerza, en un intento por enfrentarse a la abstracción con la que la desidia y la apatía iban llenando sus pensamientos.
En algún momento pudo abrir los ojos, y atisbó el cielo sobre su cabeza plagado de estrellas.
Cuando alcanzaron el bosque, los hombres encendieron las antorchas y avanzaron en la oscuridad. Aquella noche nadie podía dormir. Las ramas de los árboles desnudos se extendieron ante Revyn cual manos temblorosas.
¿Dónde demonios estaría Yelanah? Movió la cabeza hacia un lado con gran esfuerzo y miró hacia la oscuridad del bosque. ¿Por qué no acudía a buscarlo?
Cayó en un sueño febril plagado de pesadillas. Se despertó y vio que aún era noche cerrada; volvió a quedarse dormido, y recuperó el conocimiento cuando el cielo empezaba a teñirse de tonos claros. Por primera vez vio cuántos hombres había en su carro y en los demás carros que formaban la procesión: eran muchísimos, y todos estaban heridos.
Se dirigían al norte. Quién había ganado la guerra, qué sería de Haradon o de Myrdhan, o si aquellos hombres que lo rodeaban estaban huyendo de Alasar, todo aquello le resultaba indiferente. Con los ojos cerrados, no hacía más que intentar oír a Yelanah en sus pensamientos. Dónde te has metido…
Pasaron los días y Revyn siguió entre los heridos. De vez en cuando sacaban a alguno de los hombres que habían muerto durante la noche, y pronto no quedaron más que tres en el carro. Revyn y dos más.
Por las tardes, cuando la comitiva se detenía, levantaban la cabeza de Revyn y le daban un poco de sopa.
—Aguanta, hermano —le decía una voz masculina—. En Logond curaremos tus heridas.
Revyn se dejaba cuidar sin pronunciar palabra. Sabía que ninguna de sus heridas podría ser curada en Logond.
Cuando salieron del bosque, la ciudad y los pueblecitos de alrededor parecían llevar una vida tan plácida y feliz sobre la nieve que resultaba imposible pensar en que hacía tan poco se había librado una guerra. Los hombres recorrieron aliviados el último tramo que los separaba de Logond, pero Revyn se sentía abatido por la tristeza.
En Logond salieron a recibirles los consejeros, con expresión inquieta. Lo que realmente preocupaba ahora era salir corriendo de casa, buscar a los familiares y preguntar a los supervivientes. Revyn quiso creer que los lamentos de las madres y los llantos de los niños no eran solo por los soldados muertos, sino también por los dragones.
—¡Revyn! ¡Revyn! —Unas manos lo rozaron.
Abrió los ojos y vio un rostro conocido: sobre él se inclinaba Lilib, la domesticadora de dragones. Se quitó la capucha para que él pudiera verla mejor.
—¿Me recuerdas? ¡Pensé que habías muerto en Myrdhan! Estás herido… Ven, te ayudaré. ¿Conoces a alguien por aquí? ¿Quieres que te lleve a casa de alguien? ¿Algún familiar?
Revyn negó con la cabeza, aturdido, mientras Lilib lo ayudaba a incorporarse.
—Allá arriba, en el barrio de los guerreros dragonianos, han ampliado el hospital —explicó Lilib—, pero prefiero no llevarte allí, porque ahí mueren más hombres de los que se salvan. —Lo miró unos segundos en silencio. Su expresión angustiada y compasiva le dio una ligera idea del miserable aspecto que debía de tener—. Te llevaré a mi casa, ¿te parece bien? Está aquí mismo. Intentaré encontrar un médico para que te cure.
Le cogió el brazo, con cuidado, y se lo pasó por los hombros para ayudarlo a ponerse en pie. De inmediato se pusieron en marcha, lenta y torpemente. Revyn se dio la vuelta una vez más y miró a los hombres que iban dejando atrás. Fue la última vez que vio a soldados vestidos con el uniforme negro de los dragones guerreros.
Lilib vivía en una casita que quedaba a apenas una calle de las puertas de la ciudad. La luz de una antorcha se colaba por la ventana del primer piso e iluminaba los sobrios muebles de madera oscura. Allí era donde Lilib había instalado la cama de Revyn. El cansancio se apoderó de él mientras escuchaba el agradable sonido de las cazuelas y la cubertería en la cocina. Fuera empezó a nevar. Mientras Lilib se le acercaba con agua caliente para curarle las heridas, él se quedó dormido. Con cuidado, para no despertarlo, la joven le limpió los restos de sangre y lágrimas de la cara.
Cuando Revyn volvió en sí, oyó el sonido de varias voces en la habitación. Había velas encendidas. Fuera había caído la noche. Olía a sopa.
—¡Mira! ¡Se ha despertado! Revyn, ¿puedes oírme?
Movió la cabeza y sintió un escalofrío de temor. ¡Junto a su cama se hallaba Jurak! Eso significaba que Capras y Twit no debían de estar lejos. Revyn hizo un gran esfuerzo para incorporarse levemente.
—¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres?
Jurak lo miró sorprendido. Entonces Lilib se acercó a ambos y cogió la mano de Jurak.
—Creí que erais amigos. ¿No te alegras de verlo?
—¿Te ha enviado Twit? ¿Te ha dicho que me controles? —volvió a preguntar Revyn receloso.
Jurak negó con la cabeza.
—No he vuelto a ver a Twit desde que empezó la guerra.
Lilib se sentó junto a él en el borde de la cama.
—Jurak se ha escondido en mi casa. Nos encontramos hace algunas semanas y yo le pregunté si sabía qué había sido de ti. Y charlamos. Jurak no ha ido a la guerra, se escapó del ejército y ahora vive aquí.
Revyn miró a ambos con desconfianza.
—Pensarás que soy un cobarde, ¿no es así? —le preguntó Jurak tembloroso—. Bueno, a veces lo mejor es ser un poco cobarde. He pensado mucho en ello y Lilib me ha ayudado a convencerme —la miró de soslayo— de que no tiene ningún sentido dejarse llevar por el orgullo cuando lo que te mueve no son tus propias ideas. ¿Recuerdas la profecía de aquel soldado, justo antes de librar nuestra primera batalla? Dijo que moriría en el campo de batalla. ¿Te imaginas el miedo que tengo desde entonces? He rezado tanto por que no fuera cierta… Y al final, resulta que estaba en mi mano lograr que no se cumpliera. Si no lucho, no moriré en la lucha. —Se encogió de hombros—. Es posible que me desprecies por ello, ya lo sé. Twit y Capras fueron los primeros en llamarme desertor.
Revyn movió la cabeza lentamente.
—No te desprecio. Has cogido las riendas de tu destino como un hombre. Si Twit y Capras siguen con vida, lo harán todavía como niños.
Jurak sonrió levemente.
—Sin Lilib jamás habría reunido el valor para hacerlo.
Revyn los vio cogerse de las manos.
—¿Y qué opina tu familia de que escondas a desertores y heridos en tu casa?
—La casa es mía. Antes vivía aquí con Wedym.
—¿Wedym el domador? —preguntó Revyn sorprendido.
—Era mi tío.
Revyn la miró con los ojos abiertos de par en par.
—No lo sabía.
Ella sonrió brevemente.
—¿Y cómo crees que pude llegar a ser domadora, si no? —Durante un rato se mordisqueó el labio inferior, y luego añadió—: Murió hace dos meses. Lo reclutaron para la guerra y falleció en la batalla de Isdad.
Revyn la miró consternado. Había tantos muertos que caerían en el olvido…
—Lo siento —dijo.
—¿Sabes? Hasta cierto punto me alegro de que muriera antes de lo que ha pasado, antes de lo de los dragones, quiero decir. Habría perdido todo lo que de verdad le importaba.
Lilib y Revyn se miraron largamente, conscientes de que eso mismo les pasaba a ellos. Lilib parpadeó para contener las lágrimas de sus ojos.
—La gente dice tantas cosas… Pero en realidad nadie sabe por qué han desaparecido los dragones. Algunos piensan que los han matado a todos en la guerra. Pero los soldados que han sobrevivido dicen que se ha producido un terrible milagro. Que los dragones se han convertido en polvo luminoso y que los gritos de sus almas podían oírse desde el fondo de un abismo insondable. —Miró a Revyn a los ojos y le preguntó—: ¿Es eso cierto?
Revyn se dejó caer en la almohada. Le salía sangre de la herida, que estaba fuertemente vendada.
—Si quieres… puedo explicarte toda la historia de los dragones y la de la chica. —Apenas tenía un hilo de voz—. La pequeña diosa de los elfos, que ha desaparecido junto a los dragones.
Lilib se acercó más a él y lo ayudó a taparse mejor.
—No hace falta que me la cuentes ahora mismo. Estás demasiado débil. Has perdido mucha sangre y puede que el médico tarde aún varias horas en llegar. Están todos en la enfermería del barrio guerrero, y no dejan de aparecer soldados heridos…
Revyn asintió levemente. No quería mirar ni a Lilib ni a Jurak, así que alzó la vista al techo. ¿Por qué se esforzaban tanto por mantenerlo con vida si ya no había nada que lo retuviese en aquel mundo?
—Jamás volveré a verlos —susurró.
Lilib, que acababa de meterle la manta por debajo del colchón, alzó la cabeza.
Revyn tragó saliva y se quedó callado. Entonces cerró los ojos e intentó no pensar en nada. Pero en la oscuridad no hacía más que ver a los dragones, y a Yelanah… De pronto recordó aquella noche tan lejana en la que había huido de su pueblo a lomos de Palagrin, y casi vuelve a revivir la angustia de aquel momento. ¿No pensó entonces que su vida había llegado a su fin? Y lo cierto era que no había hecho más que empezar…
Quizá… ¿quién sabía? Quizá en esta ocasión todo fuese igual.
Ardhes llegó al castillo de Awrahell al atardecer con los soldados que aún estaban vivos. Por el modo en que el sol se elevó sobre las rocas y alargó sus rayos de luz en el cielo invernal y liláceo, la chica tuvo la sensación de que era la primera vez que veía atardecer. Había deseado no tener que volver a su hogar, y en cierto modo así era. Cuando llegaron al patio e indicó a sus doncellas que la llevaran a alguna sala caliente con chimenea, se sintió como una extraña apresada en un viejo sueño. Se pasó la noche entera ante la chimenea, viendo danzar las llamas, absorta en sus pensamientos. Se había convertido en una viuda, aunque no se sentía como tal, lo cual no era de extrañar, porque toda su vida se había sentido ajena a lo que los demás querían que fuera. Incluso el hecho de que su padre biológico hubiera muerto antes de poder ordenar la muerte de ella, y de que Haradon y Myrdhan se hubiesen quedado sin jefes, lo cual daría lugar a una época de desestabilidad política, parecía discurrir en un mundo paralelo que no era de su incumbencia.
Al día siguiente enterraron a Alasar. Cuando Ardhes se acercó a su féretro, sintió una pena repentina por él. Estaba pálido y parecía mucho más joven que cuando vivía. Su rostro dejaba a la vista una fragilidad que la conmovió. Lo observó durante mucho rato. Si su vida no hubiese sido tan traumática, quizá su pasión lo habría llevado por caminos muy distintos, y quizá habrían podido tener un futuro en común.
Entonces Ardhes reparó en una pequeña pieza de oro que Alasar tenía en la mano y, al cogerla con sumo cuidado, los ojos se le pusieron como platos. ¡Era su amuleto! El amuleto que Octaris le había regalado cuando era una niña y que ella había entregado a Revyn. ¿Cómo era posible que hubiese ido a parar a manos de Alasar?
Observó el rostro de aquel joven pensativa. Jamás conocería la respuesta. Se quedó con el amuleto y en su lugar puso entre las manos del muerto la cadena que llevaba ella en aquel momento.
Cerraron el ataúd y lo metieron en el panteón del castillo, rodeado de los reyes del pasado y protegido por el mismo elemento que había marcado su vida: la piedra.
Dos días después tuvo lugar una concentración en la que se discutió sobre el futuro de Awrahell y el trato político que debían darle los demás países. De la noche a la mañana, aquella insignificante ciudad se había convertido en el mayor imperio real del medio oeste. Haradon y Myrdhan no tenían reyes, y no eran, por tanto, capaces de promover un nuevo ataque en ninguno de los dos sentidos. Además, los dragones habían desaparecido, lo cual significaba la desaparición del mayor enemigo del ejército de Awrahell.
Cuando Ardhes entró en la sala, los consejeros y generales guardaron silencio. Iba vestida de riguroso luto y parecía mayor. Tomó asiento en el trono y recorrió la sala con la mirada. No había ni un solo myrdhano. Los que habían sobrevivido volvieron inmediatamente a sus hogares, como si el capitán de sus ejércitos jamás hubiese sido rey de Awrahell. En una esquina de la sala, reconoció a Octaris junto a un pequeño grupo de vasallos élficos que la miraban sin ninguna esperanza.
—Estoy de luto —empezó a decir Ardhes. Su voz sonó hueca debido al eco de los muros—. Mi esposo ha muerto. Estamos aquí para decidir el futuro de nuestra política y de nuestro país. Hablemos con sinceridad: los elfos no tienen futuro en Awrahell. De eso nos encargamos mi madre, mi padre, mi esposo y yo. Ahora el trono me pertenece exclusivamente, pues mi sangre es cien por cien humana.
Se oyó un tumulto en la sala. La gente, atónita ante la noticia, miraba a Ardhes y a Octaris, alternativamente. Octaris solo miraba a Ardhes.
Esta elevó su voz por encima del tumulto y añadió:
—Pero en Awrahell tampoco hay futuro para los hombres. Nos encontramos en un reino de nadie, destrozado por todos.
Dicho aquello, se levantó y salió de la sala.
Una parte de ella, ingenua y aún infantil, deseó que Octaris la siguiera y por primera vez en su vida se preocupara realmente por ella, pero evidentemente el elfo se quedó donde estaba, con el semblante de siempre.
Semanas más tarde, cuando en Awrahell estalló la guerra entre hombres y elfos, Ardhes no se sorprendió lo más mínimo. Sabía que su revelación encolerizaría a los elfos de la ciudad, y comprendía también que no estuvieran dispuestos a someterse a una reina que no tuviera sangre élfica. Ardhes no era más que la hija bastarda de una reina humana.
La guerra civil no duró mucho —menos de medio año—, y además, en comparación con las grandes carnicerías y las luchas de poder que se sucedieron en Haradon, Myrdhan y el resto de los países sometidos al poder colonial haradono, la breve contienda de Awrahell ni siquiera parecía digna de mención. Por lo demás, la mayoría de las víctimas eran elfos, pero ¿a quién le preocupaba su futuro?
Los elfos acabaron por abandonar las ciudades. Ardhes oyó hablar de incineraciones masivas provocadas por los hombres, que temían que los pueblos élficos de las montañas pudieran atacar las ciudades o dar algún golpe de Estado. Por fin, los elfos que sobrevivieron se dirigieron hacia el este, hacia los rincones más recónditos de la Tierra, en los que su pueblo tendría quizá la oportunidad de instalarse en pequeños desiertos o en los barrios pobres de las ciudades, hasta que también de allí los expulsaron, o bien mezclaron su sangre con la de los humanos. El caso es que desaparecieron, cumpliéndose así al fin la voluntad de los hombres: convertirse en los dueños de todo el mundo.
Estaban solos.
Ardhes pensaba a menudo en su madre, a quien le habría gustado ver la desaparición de los elfos en Awrahell. Si se hubiese quedado en el castillo, quizá hasta se habría sentido satisfecha al ver que Ardhes llevaba a cabo lo que ella había planeado. Pero no le cabía la menor duda de que su madre estaría en Haradon, ocupada en otros menesteres. Ardhes no sabía lo que había sido de ella tras la muerte de Helrodir, pero podía imaginarlo. Por fin un día recibió una carta muy breve sin lacar. Cuando la abrió, reconoció la diminuta letra de Jale:
Las serpientes nacen de las serpientes. Ambas conocemos bien el odio, Ardhes. Pero yo sé que también soy capaz de amar, porque he tenido una hija.
Poco después llegó a sus oídos que su madre había sido capturada y ejecutada tras colaborar en un intento de golpe de Estado en Haradon. Escribió aquella carta desde el calabozo. Ardhes nunca llegó a saber con seguridad si las ansias de poder habían acabado realmente con la vida de su madre o si solo se había tratado de un rumor.
Jamás escribió la carta con la que pensaba responderle.
Al fin y al cabo, ¿qué habría podido decirle? Aunque su madre hubiera seguido viva, no habría sido más que la sombra de lo que fue, el recuerdo de la mujer que ella había conocido. Todo había cambiado. Había concluido una era, y lo único que aún las unía, a ellas y a todos los humanos, era que habían sido testigos de aquel cambio. Habían estado allí para ver desaparecer a los dragones, y ahora estaban viendo desaparecer a los elfos. Durante mucho tiempo, pensó que el mundo no sería más que un cementerio habitado por los espíritus del pasado.
Una noche oyó las notas de una canción provenientes de la calle. Estaba acostada en la cama, dormitando. Se levantó. Las cortinas de su balcón se movían con la brisa nocturna, que transportaba el canto hasta sus oídos. Ardhes se puso el brazalete en la muñeca, salió al balcón y miró hacia abajo.
Una larga fila de antorchas iluminaba la oscuridad. Los elfos pasaban junto al castillo para marcharse de la ciudad. Cientos de gargantas repetían hasta la saciedad una melodía triste y alegre a la vez. Ardhes contuvo el aliento y observó el movimiento de las antorchas. ¿Estaban allí realmente? Quizá no hacían más que alejarse de ella. De Ardhes.
De pronto le pareció reconocerse a sí misma en el movimiento de aquellas antorchas y no pudo evitar pensar en su infancia, en Revyn, en su madre y en Octaris, en el rey Helrodir, en el triste destino de los dragones. No podía dejar de pensar en los dragones y en el encantamiento que los había hecho desaparecer de este mundo.
No lo soportó más y en un arrebato se cogió la falda, se dio la vuelta y bajó a toda prisa la escalera exterior del castillo. Pasó corriendo junto a los centinelas que patrullaban alrededor del muro de contención observando atentamente a los elfos, y cruzó a toda prisa varias salas.
Desde la asamblea que había presidido hacía ya más de medio año, no había vuelto a ver a Octaris. Le dijeron que se había marchado del castillo en secreto para apoyar a los rebeldes élficos del norte, pero Ardhes sabía que aquello no podía ser verdad. Octaris jamás había tomado parte activa en el mundo.
Se le anegaron los ojos en lágrimas al ver su habitación al final del pasillo. Le pareció que hacía muchos años que no entraba. Allí reinaba el silencio, pero Ardhes lo rompió con sus pasos rápidos y decididos. Abrió las puertas de golpe y fue directa al balcón, donde se encontró con Octaris leyendo un libro.
Él movió la cabeza hacia ella con parsimonia, y Ardhes se detuvo vacilante. Tragó saliva e intentó recobrar la compostura.
—¿Qué lees?
Sabía que aquella pregunta no era precisamente el mejor saludo después de medio año sin verse…
Octaris miró el libro como si acabara de darse cuenta de que lo tenía sobre el regazo. Era un volumen grande y pesado, muy antiguo. Octaris tenía una pluma en la mano derecha.
—Es el Nir miludd. Me lo dio un elfo cuando se marchó con su gente.
—¿Uno de los que hay ahí abajo en las caravanas?
Octaris negó con la cabeza.
—No. Él no quiso esperar tanto.
De nuevo se hizo el silencio entre ambos. Ardhes incluso se preguntó si había sido buena idea ir a verlo. Quizá él ya no quería saber nada de ella. Al fin y al cabo, Ardhes era la culpable de la desaparición de los elfos, y la culpable también de que Octaris tuviera un aspecto tan cansado.
—Si me odias —dijo con voz temblorosa—, lo entenderé.
Octaris abrió la boca, pero Ardhes lo interrumpió inmediatamente. Lo último que deseaba oír en aquel momento era su débil negativa.
—¿Sabes por qué he venido? Por los dragones. He visto que los elfos se marchan de Awrahell y he oído su canción. Me ha traído tantos recuerdos… —Sonrió sin poder evitarlo—. Ahora que los dragones han desaparecido, ¿puedes decirme si de verdad eran tan distintos del resto de las criaturas terrestres? Quizá su única particularidad consistía en que no podían vivir en cautividad. Y quizá todos, humanos y dragones, tengamos la misma esencia en nuestro interior. Mira, yo muchas veces he pensado que el mundo debe de ser malo, porque lo peor de él me ha marcado mucho más que lo mejor. Pero acabo de oír la canción de los elfos y he sentido como si algo largo tiempo olvidado se removiera en mi interior. Creo que he recordado las noches que pasaba junto a mi padre… Ahora ya no pienso que el mundo sea malo, así como tampoco puedo pensar que los elfos sean malos, porque ¿cómo, si no, cantarían canciones tan bonitas? Sí, ya lo sé —añadió a toda prisa—, no es más que una canción, cuya existencia depende de quien la canta. Lo mismo debe de pasar con toda la felicidad y la belleza del mundo, que solo duran unos instantes, pero, con todo, son lo que da sentido a nuestra vida. ¿Verdad? —Se quedó callada. Solo entonces se dio cuenta de que estaba llorando—. Me he equivocado tantas veces, he malinterpretado tantas cosas que yo…
Octaris tenía el ceño fruncido. Al fin apartó el libro y extendió los brazos hacia ella.
—¡Oh, Ardhes!
—Papá… —Se lanzó a sus brazos sollozando como una niña—. Lo siento. ¡Lo siento tanto! ¡No puedo entender cómo he sido capaz de hacerte daño!
—Ya está, no importa —susurró él.
Era la primera vez que se abrazaban, y la primera vez que ella sabía, con absoluto convencimiento, que Octaris la quería.
—Yo nunca quise hacerte daño, Ardhes. Jamás. Pero… si todo lo que ha sucedido ha servido para vivir este momento, entonces no me arrepiento.
Ardhes negó con la cabeza.
—No, yo tampoco. —Y el hecho de decir la verdad le resultó tan reconfortante que de buena gana se habría echado a reír—. ¿Ha acabado ya tu historia de los ahirah?
Octaris la miró con los ojos entrecerrados.
—La historia de los ahirah, los hijos y las hijas de Ahiris, solo acabará cuando el mundo llegue a su fin. Pero si te refieres a la historia de aquellos personajes de los que te hablé… Está casi acabada.
Ardhes arrugó la nariz. Sabía a quién se refería Octaris, y también sabía por qué no se atrevía a continuar hablando. Así que le dijo en voz baja:
—He pensado mucho en él. Me he preguntado qué habrá pasado con la última parte de la profecía: si la habrá seguido hasta su mundo. ¿Querrás hablarme de él una última vez? ¿Como cuando era niña?
Octaris la miró con vacilación.
—¿Estás segura de que quieres oírlo?
—¡Sí! —dijo ella sonriendo—. Ya no estoy triste por haberlo perdido. En realidad nunca lo amé a él, sino a la idea que me había formado de él, de los dos juntos. Pero eso ya pasó. Ya no vivo pendiente de mentiras e ilusiones. De todos modos, me gustaría saber lo que le ha pasado.
Cogió el pesado volumen que su padre tenía en el regazo y se acercó también la pluma y la tinta.
—Tú serás mis ojos y yo tu memoria, como antes, ¿te parece? Cerraremos juntos esta historia, pues de algún modo, fuimos nosotros quienes la empezamos.
Octaris asintió. Ardhes acercó la pluma al papel. Su padre cerró los ojos y comenzó a hablar.
Así fue como Ardhes escribió la historia de la última profecía del Nir miludd:
Tras la muerte del rey Helrodir, surgieron en Haradon muchísimos aspirantes al trono. El primero que lo sucedió duró solo tres meses antes de ser asesinado, y dio paso a otro que solo heredó el trono tras medio año de revueltas en las que un grupo de generales tomaron el mando pero fueron objeto de continuas traiciones, asesinatos y sucesiones. Pronto, no solo las regiones sometidas, sino las ciudades de Haradon se negaron a reconocer al nuevo monarca, y el pueblo se había revuelto. La paz parecía imposible.
Cuando Revyn veía las contiendas que se sucedían en la plaza del mercado de Logond solo porque alguien había dicho algo que había ofendido a alguien, sentía verdadera lástima por los seres humanos. Cuanto más firmes eran sus convicciones políticas, más desvalidos y desesperados le parecían.
Por lo que a él respectaba, se sentía extrañamente ajeno a cuanto sucedía en Haradon y en el resto del mundo. Estaba, por así decirlo, sumido en un estado de ensimismamiento. A menudo se descubría a sí mismo sumergido en un sueño profundo y concentrado en unos pensamientos que en realidad no conducían a ninguna parte. Tras recuperarse de sus heridas y levantarse de la cama, le sobrevino la sensación de no tener ya nada que hacer. Y ni los cuidados de Lilib ni la amistad de Jurak podrían hacer nada por cambiarlo.
En cuanto recuperó las fuerzas y se vio capaz de volver a caminar, se marchó de Logond y se adentró en el bosque. Era finales del verano. Se pasó allí un buen rato disfrutando de los rayos del sol sobre su piel y concentrándose en las corrientes de aire que el viento impulsaba entre las copas de los árboles. Después se puso en camino en busca del mundo nebuloso.
Se sentía culpable por haberse marchado sin despedirse de Lilib y Jurak, pero estaba seguro de que lo comprenderían. Sabían tan bien como él que Logond ya no era lugar para él.
Anduvo por el bosque hasta que el sol se ocultó tras los árboles, tratando de no pensar en nada y dejándose llevar por la intuición; después se concentró con todas sus fuerzas en el mundo nebuloso e hizo lo posible por encontrar el camino con la razón, y como nada de lo que intentó daba resultados, echó a correr. Le dolía la herida. Tropezó con un arbusto, resbaló por una pendiente, cruzó un bosquecillo de árboles jóvenes y corrió sin aliento junto a varios lagos. La noche estaba cada vez más cerca. ¿Por qué no acudía la niebla? ¿Qué debía hacer para convocarla? ¿Acaso no era él un mahyûr, en el que habitaban los espíritus de la niebla?
Gritó el nombre de Yelanah con todas sus fuerzas, y llamó a Palagrin y a los demás dragones hasta que los pájaros levantaron el vuelo, asustados. Por supuesto, no logró nada. Cayó de rodillas y hundió la cara entre las manos. Quizá las puertas de los mundos se hubiesen cerrado para siempre. Regresó al bosque una y otra vez, buscando en vano el camino hacia la niebla.
Llegó el otoño. En Logond seguían reinando los disturbios, y el consejo municipal de la ciudad se había negado a prestar al ejército las tropas necesarias. A partir de entonces, los habitantes de Logond tendrían que responder no como haradonos, sino como logondos. En respuesta a semejante insumisión, el estado mayor del régimen de Haradon declaró la guerra a su propia capital.
Revyn no podía dar crédito a lo que estaba sucediendo. El mundo iba a velocidad de vértigo, mientra que él seguía preso en el pasado. En lugar de participar en las asambleas públicas y discutir con Lilib y Jurak acerca de las últimas catástrofes políticas, pasaba la mayor parte del tiempo dando paseos imaginarios por sus recuerdos. Y cuando comprendió que ya nadie —a excepción de Lilib y de él mismo— lloraba por los dragones, se sintió tan abrumado que habría querido marcharse, abandonar, huir a algún lugar al que ni siquiera sus pensamientos pudieran seguirlo.
Un día tuvo un sueño muy extraño al tiempo que dulce y dolorosamente familiar. Corría por las azules nieblas en busca de algo que no habría sabido nombrar. Las sombras lo seguían tras las cortinas de niebla, pero desaparecían en cuanto se daba la vuelta para mirarlas. Entonces se detenía. Era incapaz de continuar corriendo. Un solo paso más y su corazón explotaría de agotamiento. Se dejaba caer sobre el musgo húmedo. Y entonces lo decía, por fin decía lo que estaba buscando. Decía en voz baja pero clara:
—Yelanah, escúchame, no puedo seguir andando entre la niebla.
Se despertó sobresaltado. Las palabras seguían en sus labios, pero el sentimiento de alivio empezó a desaparecer. Al fin y al cabo, no había formulado ningún conjuro; sus palabras habían sido de lo más corrientes. Miró a su alrededor, y vio que tenía la ropa húmeda y estaba sentado en el musgo, rodeado de abedules y de un velo de vapor blanco.
¿Seguía soñando?
Se puso de pie aturdido y giró sobre sus talones. ¿Cómo era posible que estuviera en el bosque? ¿Cómo había llegado hasta allí? Se pasó las manos por la cabeza. ¿Había vuelto a salir de noche para encontrar un camino hacia la irrealidad? ¿Era posible que se hubiese quedado dormido en el bosque y hubiese soñado que volvía a casa de Lilib?
Se frotó los ojos varias veces. ¡No recordaba nada! Por mucho que lo intentara, no recordaba lo que había hecho el día anterior. No era capaz de decidir dónde empezaba y dónde acababa el sueño.
¿Se encontraba en la realidad?
Miró a su alrededor. La niebla era tan densa que no le dejaba ver nada a más de cinco pasos de distancia. Se quedó quieto y aguzó el oído. El bosque estaba en absoluto silencio.
De pronto, por el rabillo del ojo distinguió un movimiento. Se dio la vuelta. Tras la niebla se movía una sombra. El corazón empezó a latirle con más fuerza. Quizá fuera un ciervo. Quizá…
Con las rodillas temblorosas, se dirigió hacia el lugar en el que había visto la sombra. Revyn avanzó vacilante, en busca de la silueta en la niebla. En algún lugar, a lo lejos, le pareció oír un ruido. Estaba mareado de pura expectación. Le dolía el hombro, pero no le prestó atención.
Los nudosos abedules desaparecieron de pronto, y en un abrir y cerrar de ojos Revyn se encontró en una charca cenagosa. Frente a él crecían orquídeas silvestres y un grupo de mariposas marrones se elevó por los aires. Avanzó por la ciénaga y saltó de piedra en piedra para cruzar el barro. El miedo de que aquello no fuera más que un sueño le provocaba un dolor casi físico. ¡Si se despertaba en aquel momento, moriría de tristeza!
Volvió a oír un ruido. Revyn pasó junto a unos robles y apartó sus ramas. El bosque se iluminó ante sus ojos. La niebla se abrió y dio paso a un bello lago.
Se acercó con torpeza. En la orilla había una joven. Se levantó lentamente y Revyn se detuvo. Ella volvió la cara hacia él. Sus miradas se encontraron y bebieron el uno del otro.
La chica tenía la piel blanca como la niebla y su vestido parecía hecho de agua. Parecía tan misteriosa como el lago.
—Por fin —susurró. Tenía los ojos anegados en lágrimas.
Alargó la mano hacia Revyn como si él fuera el fantasma. Sin dudarlo ni un segundo, él la cogió. Sus dedos parecían tan irreales como la niebla, pero a él no le importó.
—No te marches —le suplicó Revyn con voz ronca, pese a que ella no se había movido ni un milímetro—. Quiero ir contigo, a dondequiera que sea. —Tragó saliva—. Solo dime que no estoy soñando, porque si esto no es real… me moriré.
—Esto no es real —le dijo ella con dulzura cogiéndole de la otra mano. Sus labios temblaron al añadir—: Pero no te preocupes, porque no importa. Las puertas se han abierto por última vez por ti, porque tu lugar está entre los dar’hana, si tú quieres. Puedes venir conmigo, pero el lugar al que me dirijo no tiene futuro, solo espíritus, sueños y sombras perdidas.
—Yo ya soy una sombra perdida, Yelan. Si tú estás a mi lado, y Palagrin, no me importa adónde me lleves.
Ella respiró hondo, aliviada.
—Entonces, vámonos a casa.
Él asintió y, cogidos de la mano, se perdieron entre las sombras, donde los esperaban los dragones.