El último mahyûr

Ardhes estaba sentada en el suelo, sollozando. Diez años… Había pasado diez años creyendo en una mentira, soñando con una mentira, viviendo una mentira. ¡Diez años esperando! ¿Y para qué? Solo para abrir su corazón, desnudarlo ante todos y… perderlo. La hija del rey élfico a la que el gran ahirah amaría no era ella. ¡No era ella! Quién iba a pensar en esa elfa que vivía en los bosques, rodeada de animales salvajes…

Cuando su padre le rozó el hombro para consolarla, ella se tensó.

—Ardhes-ayen —murmuró él, entristecido.

—¡No me toques! —gritó Ardhes apartándole la mano y poniéndose en pie—. No me llames así. Tú y tus malditas visiones élficas… ¡Te odio!

Octaris la miró fijamente.

—Pero ¿qué te he hecho yo?

—Me has contado tus historias de pacotilla noche tras noche, hablándome de tus malditos ahirah hasta hacerme creer que tenías motivos para ello. ¡Pero está claro que para ti valgo menos que una elfa salvaje! No soy lo bastante importante como para que me concedas un lugar en tu historia.

—Ardhes —dijo Octaris tratando de no perder la calma—. Quien decide el papel de cada uno en este mundo no soy yo, sino Ahiris…

—¡Pues yo maldigo a tu Ahiris! —gritó Ardhes.

Y dicho aquello salió corriendo de la habitación, deseando perder de vista a su padre para siempre. Si no iba a tener la vida con la que había soñado, prefería no vivir. Sollozó sin resuello, mientras seguía corriendo. Durante diez años había amado en secreto a un aldeano, a un asesino.

Cuando llegó al muro exterior del palacio, dejó de correr y se puso a andar hasta que su respiración se normalizó y su corazón empezó a recuperar su ritmo normal. Para cuando llegó a su habitación, se le habían secado las lágrimas. Si veía a Candula cosiendo junto a la ventana, la enviaría al pasillo. No quería estar con nadie, solo quería echarse en la cama y quedarse sola para siempre.

En lugar de encontrarse con Candula, se encontró con la reina Jale.

—Los guardias me han dicho que has recibido personalmente a unos visitantes que querían ver a tu padre. Me pregunto qué… —Jale se interrumpió al ver la cara de su hija—. Pero ¿qué te ha pasado?

Ardhes no respondió. Fue hasta su cama y se dejó caer boca arriba.

—Ardhes —repitió Jale—, ¿qué te ha pasado?

La joven abrió la boca, pero no pudo articular palabra. Cuando la reina Jale se sentó junto a ella, Ardhes le hizo un sitio dándole la espalda.

—¡Háblame, Ardhes!

La proximidad de su madre le resultaba insoportable, tenía que decir algo para que la dejara en paz de una vez.

—Yo… verás, llevo mintiéndote desde que tengo diez años. Casi cada noche he visitado sus aposentos y él me ha enseñado la magia de los elfos. Ahora sé que tenías razón. ¡Tenía que haberme mantenido alejada de él! ¡Lo odio! ¡Odio a los elfos! —Se cubrió la cara con las manos y rompió a llorar—. Pero si he actuado así, en parte también es culpa tuya, madre. ¿Sabes por qué me acerqué a él la primera vez? Fue la noche que el rey Helrodir vino a visitarnos. Os vi juntos. Y me prometí a mí misma que no sería una mentirosa como tú. Aunque, ya ves, al final yo también he mentido escapándome por las noches, para ver a Octaris. ¿Y sabes qué es lo más gracioso de todo? ¡Pues que Octaris también es un mentiroso! ¡Todos somos unos mentirosos!

La reina Jale se incorporó y permaneció de pie en el centro de la habitación, como una estatua de hielo. Ardhes sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Su madre jamás la había mirado con tanta dureza y frialdad.

—Mira que eres estúpida. Te dije que te mantuvieras alejada de Octaris, ¿no es así? ¿Quería que te casaras con un elfo? ¡Responde de una vez! ¿Quería que un elfo subiera al trono de Awrahell?

—No, pero quiere evitar que me case con un humano —dijo en voz baja.

—¿Lo ves? —gritó Jale respirando con dificultad—. Puede que Octaris esté loco, pero te aseguro que no es precisamente tonto. Sabe la decisiva importancia que tiene la elección de tu futuro marido, tanto para los elfos como para los humanos, y evidentemente no quiere que el futuro rey sea un humano. ¿Y me acusas a mí de hipócrita?

Ardhes lloraba en silencio.

—¡Estoy cansada, no puedo más! ¡No quiero tener nada que ver ni con los elfos ni con los humanos ni con el futuro de Awrahell! Por favor, dejadme tranquila, y basta ya de mentiras y traiciones…

La reina Jale la cogió de los hombros con fuerza y le gritó:

—¡Te prohíbo que hables así! Tú no eres una criada, ¿lo entiendes? No eres una joven cualquiera. Tu matrimonio tiene un fin, y tu deber es consagrar tu vida a ello, igual que hice yo. Ahora que te has dado cuenta de lo malvados que son los elfos, ¡derrótalos con las armas que ellos te han dado!

—No —replicó Ardhes zafándose de su madre—. No os soporto, ni a ti ni a él. Me he pasado diez años mintiéndote por culpa de Octaris, ¿y ahora pretendes que lo traicione por ti? ¿Cómo podéis hacerme esto? ¡Soy vuestra hija!

Jale miró al suelo, enarcando una ceja con incredulidad.

—Mira, Ardhes, lo cierto es que tu verdadero padre es un rey más noble que Octaris. Pensaba que a estas alturas ya te habrías dado cuenta de que tu sangre es cien por cien humana…

Dicho aquello pasó junto a su hija, le acarició la mejilla con los dedos, salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí.

La tormenta arreciaba cuando la noche cayó sobre ellos. El viento recorría el bosque como un quejumbroso ejército de fantasmas, doblegando los árboles como si fueran juncos.

Yelanah y Revyn encontraron refugio bajo un saliente rocoso. El joven se las compuso para combatir el mal tiempo haciendo una pequeña hoguera, que no daba demasiada luz ni demasiado calor. Mientras la tormenta rugía sobre sus cabezas y los rayos iluminaban brevemente el firmamento, Revyn y Yelanah estaban sentados muy cerca el uno del otro, susurrándose secretos y jurándose que no volverían a separarse. Revyn sintió que al fin podía librarse de aquel terrible pasado que tanto lo había atormentado. Y le contó todo sobre su padre y Miran, sobre la sangre derramada en su hogar, y sobre cómo había matado a su madre.

Se acercaba el final del verano y en el pueblo hacía un calor sofocante. Llevaban semanas esperando que lloviera.

Revyn volvió tarde de su trabajo en el establo de Barim. Le dolía la espalda porque había cargado con pilas de heno y había tirado de los carros, y además tenía hambre. El calor lo aplatanaba y al mismo tiempo lo irritaba.

Su madre había hecho sopa. Tenían una rebanada de pan blanco, y Revyn quiso comérselo.

—¡No! —le gritó su madre, arrancándoselo de las manos y cogiéndolo con cuidado—. Si vuelve, estará hambriento.

Tomaron la sopa en silencio y su madre dejó el pan sobre el plato vacío que cada tarde preparaba para su marido, cuando de pronto a Revyn le entró un ataque de rabia que no pudo reprimir. ¡Había callado durante muchos años, pero ya no podía más! Se levantó de un salto, cogió el pan y tiró el plato contra la pared. Su madre lo miró como si acabara de transformarse en un monstruo.

—¡Revyn! —chilló—. Pero ¿qué haces?

—¡Esto! —gritó él a su vez, y rompió el pan en mil pedazos, lo tiró al suelo y lo pisoteó una y otra vez.

Su madre dejó escapar unos gritos desesperados.

—¡Estás loca, mamá! —exclamó Revyn con los ojos anegados en lágrimas—. ¡Es un asesino! Mató a Miran, ¿o es que lo has olvidado? ¡Vamos, responde! ¿Cómo puedes seguir amándolo?

Su madre se tambaleó hacia atrás, con la mano apretando la cadena con el broche.

—Dime, ¿cómo puedes amarlo?

Ella estaba temblando.

—Te pegará si regresa, y te lo habrás ganado.

Él la miró atónito, apretando los labios.

—No va a volver. ¡Ha muerto como un miserable! ¡No va a volver!

A su madre le costaba respirar. Se llevó la mano al pecho, negando con la cabeza una y otra vez, como si quisiera librarse de esas palabras.

—¡Está muerto! ¡No va a volver! ¡Está muerto, muerto!

Su madre se desplomó.

Revyn la miró con los ojos abiertos como platos. Oyó un grito y la vio cerrar los ojos. Le había fallado el corazón. Después se hizo un silencio sepulcral en la cabaña.

Yelanah, con lágrimas en los ojos, abrazó con fuerza a Revyn cuando este dejó de hablar.

—Tú no eres como tu padre —le susurró—. No eres malo, no tienes mal corazón.

Él permanecía callado entre los brazos de ella con los ojos cerrados, deseando con todas sus fuerzas que aquella noche no acabara nunca.

—Sé lo que se siente al estar solo en el mundo. A los ocho años abandoné a mis padres dejando atrás mi aldea. La tribu de los nimorga es ahora mi familia. He luchado y he matado a su lado. Sé lo que significa perder a mis hermanos por culpa de la niebla, la muerte y los hombres. He aprendido a odiar. Cuando no se tiene ningún apoyo de ningún tipo, el odio es el refugio más cálido. —Contuvo el aliento unos segundos—. Júrame que no traicionarás a los dar’hana. Júrame que lucharás a mi lado como es propio de un mahyûr. ¡Que la profecía de Octaris no se cumplirá!

Revyn le enjugó las lágrimas que corrían por sus mejillas.

—Lucharé por los dar’hana, te lo juro. Daré mi vida a cambio, si es necesario. Jamás te dejaré sola.

Yelanah cogió aire temblorosa.

—Entonces, ¡que comience nuestra guerra contra los hombres! —exclamó en un susurro.

—Y contra el destino.

—¡Contra todo lo que se entrometa en nuestro camino!

Vientos huracanados arrancaron árboles enteros de raíz. Trozos de tierra oscura se elevaban por encima de la niebla. El viento había roto las ramas de los árboles más delgados, dejándolos en la más mísera desnudez.

Yelanah se apartó un mechón de pelo aún húmedo que le caía por la frente, apretándose fuerte las rodillas contra el pecho. Seguían a cubierto bajo el saliente rocoso y Revyn dormía junto a ella. Lo miró pensativa. Estaba amaneciendo, pero el sol seguía oculto tras los nubarrones.

Sabía que Revyn mantendría su palabra. Que nunca los dejaría solos, ni a ella ni a los dar’hana. ¿Cómo podía haberse equivocado tanto el gran profeta Octaris? Apartó de su mente aquel pensamiento. Octaris había dicho varias cosas más en las que Yelanah no podía, ni quería, creer. Ninguna de aquellas palabras la haría cejar en su empeño. No, no se dejaría impresionar por las visiones.

Yelan.

Se dio la vuelta.

¡Ijua!

El joven dar’hana apareció entre las sombras del bosque.

¿Habéis regresado al mundo nebuloso?

Detrás de Ijua aparecieron los demás dragones. Ijua indicó a Yelanah que olfateara el aire.

Humanos. Están cerca de las nieblas, dijo Isàn.

Yelanah aguzó el olfato. Tras la lluvia, los olores del bosque se distinguían con tanta claridad como si los hubiesen lavado.

Humanos, confirmó. Caballos y metal.

Ijua resolló lenta y amenazadoramente.

Van armados.

¿Y qué te molesta tanto? No es la primera vez que están cerca de las nieblas.

Esta vez llevan consigo a hermanos y hermanas.

A Yelanah le brillaban los ojos.

¿Cautivos?

Sí.

La joven se mordió los labios.

Reunid a todas las tribus. Los jahelá, los morghasu, los xhan, los ivra, los hevorah y los lharag. Hoy es el día de nuestra guerra.

Ijua dudó.

¿Pretendes que las manadas se reconcilien?

Solo lo intentaré una vez más. Creo que hoy lograré convencerlos. Nos encontraremos dentro un rato en el valle, junto al bosquecillo de hayas.

Como quieras.

Cuando los dragones se alejaron de allí al galope, Yelanah se dio la vuelta. Revyn estaba levantándose, todavía adormilado. Yelanah se dirigió hacia él ágilmente y cogió su sable.

—¿Qué pasa? —Se frotó los ojos mientras Yelanah se pasaba el cinturón por la cadera.

—Ha venido la tribu diciendo que los humanos están en el bosque y que llevan consigo dar’hana cautivos. He ordenado reunir a todas las tribus.

—¿A todas las tribus?

—A todas las manadas, sí. Hoy deberán olvidar sus viejas rencillas y luchar en el mismo frente.

Antes de que Revyn pudiera decirle algo, Yelanah se acercó a él con los ojos brillantes. Las lágrimas del día anterior habían borrado la angustia.

—Hoy empieza nuestra guerra. Si queremos salvar a los dar’hana no tenemos tiempo que perder. ¡Sígueme, te lo explicaré todo por el camino!

Yelanah y Revyn se dirigieron en primer lugar al círculo de robles, en el mundo nebuloso. No tardaron más de media hora en divisar la exuberante ciénaga. Yelanah cogió su lanza y se puso el arnés de cuero decorado con las cuentas de madera características de los elfos. Después guio a Revyn por el bosque. Subieron una ligera pendiente y bajaron hasta un bosque de hayas, en el que la tormenta también había causado estragos. Había árboles enormes partidos en dos y astillas de madera, afiladas como lanzas, clavadas en los troncos de los árboles que aún se tenían en pie. Mientras recorrían el bosque, Yelanah iba cogiendo frutos y bayas de los matorrales.

—Creo que ya te he hablado de que ahora solo quedan siete tribus de dar’hana en estos bosques, ¿no es así? Desde que el reino de los bosques empezó a verse amenazado por el de las ciudades, las tribus no han dejado de pelearse entre sí. Yo he intentado en vano conciliarlas, pero los dar’hana son muy testarudos. Ahora que no tienen otra elección que unirse para luchar contra los humanos, estoy segura de que lo harán.

—¿Y qué es lo que te hace estar tan segura?

Yelanah sonrió despreocupada.

—Ahora, que tú estés de nuestra parte les hará ganar confianza.

Se detuvieron. Yelanah se subió al tronco caído de un árbol, para mirar a lo lejos.

—Ya vienen —dijo en voz baja, cuando Revyn subió a su lado.

La visión de las tribus de dar’hana dirigiéndose hacia ellos desde todas las direcciones era un espectáculo que cortaba la respiración.

¡Yelanah! ¡Yelanah!

Los saludos de los dar’hana resonaban por todas partes. Revyn jamás había visto a tantísimos dragones salvajes a la vez. Algunos eran más grandes de lo que había visto nunca: sus cuernos medianos debían de medir casi tres metros… Justo detrás de él y de Yelanah, la tribu de los nimorga apareció entre la bruma. Palagrin saludó a Revyn feliz.

Entre los dar’hana reinaba el silencio. Las tribus se miraban entre sí con hostilidad. Flotaba en el ambiente una rivalidad tácita…

Yelanah cogió aire y elevó tanto la voz que Revyn se asustó al oírla.

¡Os agradezco que hayáis venido! Hijuia, jefe de los xhan, sé bienvenido. También me alegra ver a Fâhir, de los ivra, y a Bael, de los jalean, y a todos los presentes. Quiero explicaros por qué los nimorga y yo os hemos hecho venir. Hay muchos hombres recorriendo el bosque en busca de nuestros hermanos para hacerlos prisioneros, lo mismo que hace unas semanas, cuando la gran manada de los humanos partió hacia el este.

Revyn comprendió que Yelanah estaba hablando del ejército haradono.

Entonces intenté convenceros para hacer un pacto, pero os negasteis.

¡Y volveremos a hacerlo!, dijo uno de los dragones quitándole la palabra. Era un ejemplar con los ojos pequeños y brillantes que iba a la cabeza de una de las manadas. ¡Tus intentos de que nos aliemos son en vano! La tribu de los xhan está enemistada con la de morghasu, y no se me ocurre nada por encima de nuestra rivalidad que pueda unirnos.

¡Pues entonces estáis ciegos!, gritó Yelanah. Si no reconocéis a vuestro verdadero enemigo, no tardaremos en morir todos.

Otro dragón dio un paso adelante arañando el suelo con sus garras.

No se te ocurra empezar a dar lecciones a los jefes de las manadas, meleyis. Eres uno de los nuestros, hija de los espíritus de la niebla, y te honramos por ello, como hemos hecho siempre con los pequeños dioses, pero, a pesar de todo, eres un miembro más de los nimorga.

Yelanah dio una patada en el suelo.

Sí, soy de los vuestros y vuestro destino es el mío. Por eso os pido que me escuchéis y luchéis contra los humanos antes de que sea demasiado tarde. He acudido a un profeta y le he pedido consejo, ¡y me ha dicho que podríamos evitar nuestra extinción si nos librábamos del dominio de los humanos!

Revyn la miró fijamente.

¿Y cómo pretendes que lo hagamos?, le preguntó otro dragón. La última vez que quisiste guiarnos contra ellos eran miles. Y nosotros, los que aún estamos en libertad, no somos más que unos pocos. ¿Cómo quieres que luchemos contra ellos?

Detrás de Yelanah, Isàn dio tres zancadas hasta ponerse a su altura. El dragón recorrió las tribus una a una con la mirada.

En esta ocasión no son miles, sino muchos menos. He estado observándolos. Y llevan consigo a hermanos cautivos que se nos unirán en la lucha.

¿Que se nos unirán, dices?, farfulló el jefe de los xhan levantando la cabeza. Los hombres me quitaron a mis dos hijos. Pasaron cinco años en el mundo real, y cuando volví a verlos estaban completamente sometidos. Los bípedos los habían domesticado. Llevaban riendas de cuero sobre la frente y correas que les inmovilizaban las alas. Cuando me precipité hacia ellos para liberarlos, los hombres les ordenaron que huyeran, y mis hijos, sangre de mi sangre, se alejaron de mí al galope para proteger a sus amos. Así que no me hables de hermanos, pues los dar’hana que se someten a los hombres ya no lo son. No sacrificaremos nuestras vidas por ellos.

Revyn notó que le faltaba el aire. Todo lo que hablaban mentalmente los dragones le parecía conmovedor, como si hubiese vivido en su propia piel la triste historia que estaba oyendo.

Si no nos mantenemos unidos, nuestro pueblo acabará por desaparecer, insistió Yelanah. ¿Acaso has olvidado el último invierno, Hijuia, jefe de los xhan? ¿Ya no recuerdas que tres de los tuyos siguieron la llamada de la niebla hasta la muerte? No quedó rastro ni de un solo hueso, como si nunca hubiesen existido. ¡La misma suerte correréis vosotros si no os rebeláis!

Durante unos minutos reinó un gran silencio, tras lo cual un dar’hana que no había dicho nada hasta entonces dio un paso adelante y tomó la palabra:

Hijuia y los xhan tienen razón. ¿Para qué jugarnos la vida para salvar a quienes ya han perdido el juicio? Es cierto, meleyis, la llamada de la irrealidad nos acecha a todos; la oímos cada día en sueños, pero ¿de qué nos sirve huir de ella, solo para morir a manos de los hombres y de nuestros hermanos? No puedes obligarnos a luchar contra ellos, cuando el odio se ha esfumado. Tu corazón es joven e inexperto y por eso aún lo sientes, pero para nosotros no significa nada. Eres la única y la última meleyis. Ni siquiera los elfos creen ya en nosotros

Entonces, inesperadamente, Yelanah se dirigió hacia Revyn, le cogió la mano y la alzó en el aire.

¡No soy la única meleyis! Ante vosotros tenéis a un nuevo mahyûr. ¡Con su ayuda romperemos el yugo de los hombres!

Algunos dragones empezaron a lanzar gruñidos y rugidos nerviosos, otros golpearon el suelo con sus garras y otros dieron pasos amenazadores hacia él.

¡Y yo que pensaba que nos traías una ofrenda!, se burló el jefe de los xhan.

Yelanah se dirigió a Revyn.

—¡Diles que deben confiar en ti!

Seguía cogiéndolo de la mano.

Es cierto, dijo tartamudeando, soy humano. Pero podéis oírme como si fuera uno de los vuestros. Y como uno de los vuestros deseo luchar por las tribus de los dar’hana.

¿Lo veis?, exclamó Yelanah. ¡Es hijo de los humanos, pero está dispuesto a luchar por vuestros hermanos! ¿Os quedaréis mirándolo sin hacer nada?

Revyn miró uno a uno a todos los dragones, y calculó que no eran más de cien.

Todo un pueblo, pensó Revyn. Tengo ante mis ojos a todo un pueblo a las puertas del exterminio. Como humano que soy, no tengo ningún derecho a daros consejos, no después de todo lo que mi pueblo ha hecho al vuestro, y de lo que yo mismo he hecho. Pero no por ello pienso quedarme de brazos cruzados. No, quiero pagar por mis actos. Por eso os pido a todos que escuchéis a Yelanah y que luchéis por vuestra libertad. Mientras tanto, yo intentaré hablar con los hombres para convencerlos de que cambien de actitud. Tenéis que permanecer unidos, o será demasiado tarde.

Los dragones callaron abatidos. En algunos de ellos seguía habiendo destellos de ira, pero mezclados con sentimientos de desconcierto y admiración hacia el humano.

Yelanah dio un paso adelante y exclamó:

Si preferís no luchar, la llamada de la niebla nos expulsará de la realidad. Desapareceremos como si nunca hubiésemos existido. Si lucháis, es posible que muramos todos igualmente, pero no caeremos en el olvido. ¡La muerte es nuestra fiel compañera en esta guerra! Solo nuestro espíritu es inmortal.

En ese momento, Palagrin se puso junto a Revyn de un salto.

¡Ya lo habéis oído, hermanos! Confiad en la meleyis. Confiad en el joven humano. Él fue quien impidió que me volviera loco cuando los hombres mataron a todos los miembros de mi manada y me apresaron.

Revyn miró a Palagrin, sorprendido de que nunca le hubiera dicho nada de todo aquello.

Los dragones empezaron a charlar unos con otros en busca de consejo. Dos tribus se sumaron a los nimorga, los lharag, los morghasu, los hevorah y los xhan desaparecieron en las profundidades del bosque.

Yelanah los siguió en silencio con la mirada.

Secuestrado

—¿Cuántos somos?

Revyn miró hacia atrás para contar a los dragones que los seguían entre los matorrales, pero desistió en su intento al ver que sus siluetas se confundían en la niebla.

Yelanah se obligó a mantener una expresión de relativa alegría.

—Entre todos, cuarenta y dos.

A Revyn le pareció una cifra abrumadora. Estaba claro que no eran un ejército, pero cuarenta y dos dragones podían provocar muchos destrozos…

No tenemos tiempo que perder. ¡Corred, hermanos!, gritó uno de los dragones recién llegados.

La tierra tembló bajo sus pies durante el galope. Revyn se sintió más invencible que nunca. Ni siquiera entre las filas del ejército haradono se había sentido tan poderoso como en ese momento. Oía los resuellos de los dragones y veía sus músculos tensándose bajo su pelaje. La fuerza del coraje brillaba en sus ojos ardientes.

¿Dónde están los humanos?, preguntó Revyn.

Muchos respondieron. Yelanah se sumó a las voces jadeando.

No muy lejos… aquí mismo, tras la niebla, no muy lejos…

Sintió un escalofrío recorriéndole la columna vertebral. Se llevó la mano a la espada que llevaba colgada del cinturón y rozó la empuñadura. Estaba listo para luchar, listo para hacer cualquier cosa por salvar a los dragones y liberarlos, listo para cumplir con la promesa que había hecho a Yelanah.

Y, de un salto, los dragones emergieron de la niebla y aparecieron en la realidad.

En un abrir y cerrar de ojos, se encontraron frente a un grupo de humanos y dragones en un estrecho claro del bosque. La mayoría de los dragones estaban domesticados y llevaban soldados a lomos de ellos, pero también había algunos recién capturados, presos en enormes jaulas sobre ruedas y rodeados de una tropa de soldados a caballo. Los hombres llevaban uniformes con el escudo de Haradon. Estaba claro que los dragones habían sido capturados para la guerra.

Yelanah salió disparada al galope, sable en mano. Revyn oyó entonces varios pensamientos a la vez.

¡Luchad, hermanos! ¡Alzaos contra el enemigo! ¡Sumaos a nosotros, venimos a liberaros!

Cuando Yelanah, Revyn y el resto de los dragones se precipitaron hacia ellos, los dragones salvajes empezaron a resollar, a golpear con sus garras los barrotes de madera de sus jaulas y a clavar sus cuernos en ellas. Los humanos se quedaron petrificados ante semejante aparición. Algunos dragones desplegaron sus alas, se elevaron por los aires y los atacaron desde el cielo. Sus cuernos atravesaron a los humanos de las primeras filas. Bajo los ataques de sus garras y sus alas se oyeron gritos espeluznantes. Finalmente, la guardia del rey reaccionó alzando sus armas y arremetiendo contra los atacantes.

Revyn se dispuso a atacar a un soldado, pero en ese mismo instante un dragón volador se precipitó hacia ellos desde el aire y rompió la pierna del soldado, que se puso a gritar como un loco. De inmediato, Revyn se vio rodeado de soldados y empezó a defenderse con todas sus fuerzas. Mientras tanto, Yelanah había clavado su sable en el pecho de un hombre y al sacarlo había herido a otros tres, que al caer le dejaron vía libre para acceder a uno de los carros con los dragones. Rompió el cerrojo y abrió la puerta. Los animales salieron de la jaula y se abalanzaron sobre los humanos.

Revyn también había logrado alcanzar un carro, y después otro y otro. A su alrededor, los dragones destrozaban a los hombres. Intentó no ver ni oír nada. Se limitó a galopar entre la masa abriendo jaulas. Solo quedaban tres. Solo tres más, y podrían marcharse y dejar con vida lo que fuera que aún respirara.

De pronto pudo oír claramente tras de sí un silbido agudo que rasgaba el aire, y acto seguido notó un dolor agudo en el costado, como si le hubieran mordido. Lanzó un grito y tocó la flecha tembloroso. Vio sangre que le salía por el arnés y le goteaba por el cuerpo. La herida no era profunda, de modo que arrancó la flecha. Solo había sangre en la punta de hierro. Miró a su alrededor y no vio ningún arco. Tenían que haberla lanzado desde lejos…

—¡Yelan! —gritó.

Lanzó la flecha al suelo y galopó hacia Yelanah, que luchaba contra varios jinetes a la vez. Las flechas volaban por el aire como rayos que anuncian la tormenta sin que ella se diera cuenta.

—¡Yelan! ¡Vienen más! —Empujó a un jinete con la espada y se acercó a la elfa, no sin antes recorrer el bosque con la mirada—. ¡Vienen muchos más! ¡Tenemos que irnos!

De nuevo oyó el silbido de otra flecha tras de sí. Revyn obligó a Yelanah a agachar la cabeza; el proyectil pasó por encima de ellos y fue a clavarse en la viga de uno de los carros. Se oyeron gritos exaltados de guerra de los soldados. Los nuevos atacantes aparecieron por todas partes para abalanzarse contra Revyn y Yelanah. Se acercaron a los dragones, clavando sus lanzas y sus espadas en las patas de los animales entre gritos salvajes. Yelanah gritó horrorizada.

—¡Ese de allí! —gritó un soldado.

El hombre que señaló a Revyn con la espada tenía la cara teñida de hollín.

—¡Ese de allí! —repitió.

En cuestión de segundos, varios jinetes dirigieron sus caballos hacia Revyn. Isàn se encabritó. Yelanah sujetó su sable con fuerza y acertó a uno de los hombres que iban a caballo, pero no pudo detener a los demás.

—¡Márchate, Yelan! —Revyn dio un empujón a Isàn y alzó su espada.

Cuando los desconocidos dieron alcance a la elfa, Revyn reconoció sus melenas oscuras, sus rasgos duros, su indumentaria.

Intentaron apresarlo mientras él se defendía con su espada. De pronto, una piedra le dio en la nuca. Palagrin empezó a galopar alarmado, pero Revyn no fue capaz de mantener el equilibrio. Entre varios lo cogieron con fuerza de los brazos y lo arrastraron hacia atrás.

Lo último que vio en medio del fragor de la batalla fueron los dragones salvajes dispersos aquí y allá y a Yelanah gritando su nombre. Entonces volvieron a golpearle la cabeza una y otra vez, hasta que perdió el conocimiento.

El humo de las llamas subía lentamente hacia el techo de la cabaña, tiñendo la habitación de un color ocre cálido.

Khaleios respiró hondo; sintió cómo el humo le subía por la nariz y le recorría la frente hasta alcanzarle la nuca, adormeciéndole plácidamente los sentidos. Con los ojos cerrados, cogió la bolsa de cuero que tenía abierta a sus pies y lanzó al fuego otro puñado de semillas de violeta. Las llamas crepitaron. El humo se volvió más denso y le nubló los sentidos.

Sus dedos parecían adquirir vida propia mientras Khaleios mojaba la pluma en el tarro de tinta y empezaba a escribir. Se sintió preso de las visiones en las que veía al joven humano, su espíritu, su carácter ambicioso y obstinado como solo podía serlo el de un humano. El ahirah, el más poderoso de todos, estaba preparándose para su futuro, en el que moriría por el pueblo de Khaleios.

El rey élfico estaba absolutamente convencido de que el fin de los hombres estaba cerca. No el de los elfos.

Sus ojos parpadearon mientras su mano derecha continuaba escribiendo. «Perderá la vida vengándose de sus seres más queridos: será envenenado por sus parientes más cercanos, traicionado por su mejor amigo y apuñalado por su máximo admirador».

Eso fue lo que escribió sobre el joven humano en el Nir miludd.

En la lejanía, Revyn notó que le agarraban de las manos. Oyó voces, pero no fue capaz de interpretarlas. Semiinconsciente, comprendió que lo habían levantado del suelo y lo habían vuelto a tirar.

Tuvo la sensación de que habían pasado días y noches enteros. En una ocasión en que abrió los ojos, notó que se balanceaba en el aire. Tenía unos barrotes de madera sobre la cabeza, por encima de los cuales solo se veía un fondo de un gris centelleante.

El dolor incesante en la nuca le ayudó al fin a recordar: habían estado golpeándolo con piedras. Recuperó el sentido, y volvió a ver las rejas de madera y el fondo de color gris.

¿Dónde estaba?

Intentó incorporarse, pero se mareó y perdió el equilibrio. Se golpeó el costado con una viga de madera, justo donde se le había clavado la flecha. Lanzó un grito de dolor.

Recorrió la madera con la mirada.

Se hallaba enjaulado en un carro. Levantó las manos y, para su horror, se dio cuenta de que las tenía unidas por una cuerda larga.

—¿Dónde estoy? —tartamudeó.

Se dio la vuelta. Más allá de los barrotes de madera se extendía un paisaje infinito de colinas rocosas bajo un cielo gris metálico. Junto a su carro, y también delante y detrás de él, había hombres a lomos de robustos caballos. Formaban una caravana en la que también había más jaulas como la suya. Revyn aguzó la vista. Le pareció que en los demás carros iban dragones enjaulados. No pudo distinguir si estaban heridos o inconscientes o muertos, porque los hombres se ponían en medio y no le dejaban ver. Se aferró a los barrotes de la jaula.

—¿Dónde estoy? ¿Quiénes sois? ¿Adónde me lleváis?

Los jinetes solo se dignaron a mirarle. Revyn cogió aire, tembloroso, cuando vio que eran myrdhanos.

Tenía que haberlos reconocido antes. Montaban a lomos de los caballos salvajes de la estepa y llevaban las mismas pieles de lobo que había visto llevar a los myrdhanos. Tenían las mismas facciones angulosas y el mismo pelo oscuro. Ninguno de ellos parecía tener más de veinte años; no eran mucho mayores que él.

La cabeza empezó a darle vueltas. ¿Por qué lo secuestraban los myrdhanos? Si sabían que era un guerrero haradono, ¿por qué no lo mataban sin más? ¡Todo aquello era tan absurdo! Él no tenía que estar allí, la guerra entre los myrdhanos y los haradonos no iba con él. ¡Tenía que volver con Yelanah y los dragones! Al pensar en ella, empezó a preocuparse aún más.

Se incorporó aturdido, se asió a los barrotes y miró hacia las otras jaulas, pero solo vio dragones.

—¿Qué vais a hacer? ¿Qué estáis tramando? —insistió.

Los myrdhanos no reaccionaron. Junto a su carro, un chico de unos once años con el pelo rizado y rubio lo miraba atentamente.

—¡Estoy hablando contigo! —le gritó Revyn—. ¿Qué queréis de mí? ¿Adónde me lleváis?

Comenzó a zarandear los barrotes, con más fuerza aún cuando se dio cuenta de que aquello molestaba al chico.

—¡Cierra el pico! —explotó el pequeño.

—¡Dejadme salir! ¡No sabéis a quién estáis secuestrando! ¡No tengo nada que ver con vuestra guerra! Tengo que volver, ¿me entendéis? ¡No soy un guerrero! ¡Dejadme salir de aquí!

El chico cogió su sable y golpeó a Revyn con la empuñadura en la barriga, haciéndole caer hacia atrás.

—Os habéis equivocado de presa, ¿me escucháis? No soy un guerrero ni…

El chico volvió a golpearle, pero esta vez Revyn sujetó el sable con fuerza y se lo arrancó de las manos. Rápido como el rayo, Revyn lo cogió con una mano y con la otra le puso la punta del sable en el cuello.

—¡Socorro! —farfulló el chico.

Los demás jinetes se detuvieron sorprendidos.

—¡Dejadme salir! —gritó Revyn—. ¡No soy vuestro enemigo!

—Nadie ha dicho que lo seas.

Revyn se dio la vuelta y se encontró a un joven con el rostro cubierto de hollín que había encarado su caballo hacia ellos. Revyn lo reconoció enseguida: era el jinete que había ordenado que lo apresaran.

El chico del pelo rizado gimió.

—¡Haz algo, Alasar!

Revyn miró al chico y luego al joven.

—¿Cómo ha dicho que te llamas?

Empezó a sentirse mal. ¿Qué era lo que había dicho Octaris? Que su destino se cumpliría gracias a un hombre llamado…

—Aparta el sable de su cuello.

La decisión con la que habló no dejaba lugar a dudas de que estaba acostumbrado a dar órdenes.

—Primero abrid la puerta —le respondió Revyn, clavando un poco más la punta del sable en el cuello del chico—. Dejadme salir y dadme un dragón.

El joven movió la cabeza levemente, apartó la vista de Revyn y la fijó en algo que quedaba justo detrás de él. Revyn se dio la vuelta alarmado, pero ni siquiera tuvo tiempo de ver la piedra. Sintió un golpe en la sien, se tambaleó hacia los barrotes de la jaula y cayó de bruces al suelo.

Los niños eternos

¡Qué larga se le había hecho a Magaura su marcha! Parecía que habían pasado años desde la última vez que habían estado juntos, y en realidad no habían sido más que cinco días.

El viento jugueteó con su falda y sus pieles, apartándole el pelo de la cara. Se sintió extraordinariamente aliviada al ver a lo lejos la comitiva que se acercaba. Los jinetes y los carros parecían minúsculos en el infinito paisaje verde. Magaura se mareó ligeramente, como siempre que salía a cielo abierto. Se sentía insegura sin paredes, sin límites ni fronteras que la protegieran del horizonte. Pero a sus dieciséis años ya era lo suficientemente mayor como para superar aquel miedo, como no dejaba de repetírselo Alasar.

Decidida, se levantó la falda para bajar por las rocas, saltando de piedra en piedra hasta que sus pies tocaron suelo; una vez allí, los jinetes quedaban tan cerca que incluso pudo reconocer sus caras.

—¡Alasar! —exclamó corriendo hacia el grupo.

Un jinete se separó inmediatamente del resto y se acercó a ella al galope, seguido de otro muy de cerca.

—¡Magaura! —Saltó del caballo antes de que este se hubiera detenido y la abrazó con fuerza—. ¿Estás sola aquí fuera?

Ella sonrió.

—Pero ¡qué pinta tienes! ¿Qué haces así pintado de negro?

Le pasó los dedos por la cara y le quitó parte del hollín. Mientras tanto, el segundo jinete les había dado alcance y estaba desmontando también de su caballo.

—¡Hola, Magaura!

Desmontó con tanto ímpetu que casi chocó con Alasar, y se pasó la mano por el pelo rápidamente para apartárselo de la cara.

—Hola, Rahjel —dijo Magaura bajando la cabeza—. ¿Cómo estás?

—Oh, bien, ¿y tú?

Se unió al grupo un tercer jinete, que sonrió a Magaura.

—¡Tivam! —La joven cogió las manos del chico—. ¿Y bien? ¿Tu primera batalla ha sido tan emocionante como esperabas?

—Más o menos —le respondió él, que no solía entusiasmarse con nada—. Pensé que habría más hombres, pero había más dragones que guerreros.

—Pero ¿habéis…?

Alasar asintió mirando hacia el sol. Al contrario que Magaura, disfrutaba de cada segundo que podía pasar al aire libre.

—Los hombres a los que atacamos acababan de apresar varios dragones. Ahora son nuestros. Y creo que también nos hemos hecho con un fantástico domador de dragones…

—¿Ha muerto alguno de los nuestros? —preguntó Magaura.

Alasar había vuelto a subir a lomos de su caballo, le ofreció su mano y la ayudó a montar con él.

—No. Casi ninguno…

Magaura guardó silencio, acostumbrada ya a aquella respuesta. Cuando llegaron a las oscuras grutas, respiró aliviada. Y eso que hacía años que no tenían motivos para seguir escondiéndose. Con el paso del tiempo habían ido apareciendo nuevas colonias cerca de las cuevas y los hombres se habían acostumbrado a los invasores haradonos. De hecho, la guerra que se acababa de declarar ni siquiera afectaba a la mayor parte de la población. Pero Magaura seguía sin atreverse a abandonar las cuevas. Solo se sentía segura en ellas, protegida al abrigo de la oscuridad y de unas paredes de varios metros de grosor.

Un grupo de chicos salió a recibir a Alasar y a su comitiva. Tuvieron que hacer grandes esfuerzos para introducir en las profundidades de su reino los carros con los dragones heridos y el prisionero inconsciente. También los caballos fueron conducidos a unos establos subterráneos. A veces, cuando Magaura observaba los movimientos de los trabajadores, no podía evitar comparar su pueblo con una colonia de hormigas. Ellos, como los pequeños insectos, actuaban con rapidez y diligencia, y escondían sus botines de un modo instintivo en los resquicios más recónditos.

Alasar, Magaura, Rahjel y Tivam precedieron a los guerreros por los pasillos y las galerías de las grutas, donde la actividad jamás languidecía. Había niños de las cuevas por todas partes: tomando clases de lucha, llevando a las cocinas cestas de carne, raíces o verduras, tallando lanzas de madera o encendiendo hogueras. De los pozos más lejanos se extraían carros llenos de sal y se llevaban a las despensas. Cientos de jóvenes se afanaban en sus quehaceres por aquellas grutas, que eran el centro de su imperio. Los más jóvenes tenían apenas siete u ocho años y eran huérfanos de guerra, como todos, aunque no de la primera gran batalla que los vio nacer como grupo, sino de las posteriores actuaciones de los haradonos. Y los mayores tenían más de veinte años. Pero allí donde se encontraban, diez años en realidad no significaban nada. Ellos siempre serían los niños de las cuevas.

Cuando vieron llegar a Alasar, se apartaron para dejarle paso. Él los miró a todos satisfecho, mientras Magaura, a su lado, caminaba tan excitada que hacía saltar los restos de sal del suelo.

Revyn se incorporó entre lamentos. Todo estaba oscuro a su alrededor, salvo por una débil luz rojiza que brillaba en algún lugar. Se palpó la cabeza con cuidado y se restregó los ojos. Tenía sangre reseca a su alrededor. Se le habían formado regueros de sangre por la cara que le habían tensado la piel. Su primera intención fue quitarse la sangre, pero el mero roce en la cabeza le provocaba un dolor tan intenso que creyó que iban a estallarle todos los nervios.

Al final, cuando logró darse la vuelta, vio a un joven vestido con pieles que estaba acuclillado justo delante de su jaula. Revyn se levantó de un salto, asustado. El joven sonrió. Se había quitado el hollín de la cara y Revyn por fin pudo verle la cara: labios delgados y apretados y ojos ardientes y fríos al mismo tiempo.

—Estás en el reino de los niños de las cuevas —le dijo Alasar.

Seguía acuclillado frente a la jaula de Revyn, como si estuviera observando a un animal extraño y peligroso.

—¿Los niños de las cuevas? —Revyn no comprendía nada—. ¿De verdad te llamas Alasar?

Alasar dudó unos instantes.

—¿Por qué lo preguntas?

Revyn recordó de nuevo las palabras de Octaris. ¡El rey sabía que lo secuestrarían y lo llevarían hasta allí! ¿Por qué no le dijo nada?

—¿Qué quieres de mí? —le preguntó Revyn, con firmeza—. ¿Qué te ha dicho Octaris?

—¿Quién es Octaris? —preguntó a su vez Alasar levantándose—. Mira, no me gusta que me hagan preguntas absurdas. Estás aquí para enseñarme a domesticar dragones. Quiero que organices un ejército, que domestiques a los dragones para mis guerreros y que me expliques cómo montarlos y cómo volar en ellos.

—¿Quieres dragones para la guerra contra Haradon?

—¿Eres tan ingenuo para creer que solo existen myrdhanos y haradonos en la guerra? Nosotros no tenemos nada que ver con la guerra contra Haradon. No queremos mancharnos las manos con la sangre de los demás.

Revyn tragó con dificultad.

—Pues os habéis equivocado de hombre, yo no soy cazador de dragones.

—Estabas junto a los dragones cautivos vigilando sus carros.

Revyn movió la cabeza en señal de negación.

—Te equivocas.

Alasar se rio entre dientes. Revyn sintió que le recorría un escalofrío de miedo.

—¿Te atreves a decir que me equivoco, cazador?

—¡Maldita sea! —gritó Revyn—. ¡No soy un cazador! ¡No tengo nada que ver con los dragones!

Alasar tenía los ojos brillantes de rabia.

—¿Crees que no reconozco tu uniforme? ¡Es el de un guerrero dragoniano! Harás lo que yo te diga, no hay más que hablar.

—¡Pero es que no tengo nada que ver con los dragones!

—Si no puedes domesticarlos, morirás —dijo Alasar con tranquilidad—. Piénsatelo dos veces antes de hablar de nuevo.

Retrocedió unos pasos y, en silencio, desapareció en la oscuridad.

Empezaba a caer el día cuando Yelanah llegó al claro. Las copas de los abedules se recortaban contra el cielo aterciopelado mecidas por el viento. La inundaban los olores intensos del bosque, mezclados con el aroma apenas perceptible y dulzón del bosquecillo élfico.

Isàn se arrodilló para que Yelanah pudiera desmontar. La elfa posó los pies en el suelo y se dirigió hacia el valle con pasos vacilantes. Durante unos instantes, la luz plateada del atardecer se adueñó de todo cuanto la rodeaba. Se pasó la lengua por los labios y notó el sabor a sangre. Sin despedirse de la manada de dragones, se encaminó hacia el poblado.

Avanzaba arrastrando los pies por la hierba fresca. Los grillos escapaban de ella a grandes saltos. A medida que los puntos de luz amarilla de las cabañas estaban más próximos, los pasos de Yelanah fueron debilitándose. Su corazón albergaba sentimientos encontrados.

Al fin llegó a una puerta hecha con hojas, que se abrió antes de que tuviera tiempo de acercar la mano hacia el picaporte.

Yelanah entornó los ojos para protegerse de la luz. Tenía ante sí a Khaleios, cuya expresión le pareció más suave e inquietante que nunca.

Yelanah no pudo sostenerse más en pie, como si le hubieran quitado un peso de encima, y se echó a temblar, con los ojos anegados en lágrimas.

—Khaleios… padre… —tartamudeó.

Estuvo a punto de perder el equilibrio, pero Khaleios la cogió por los hombros, mirándola fijamente.

—Necesito tu ayuda —alcanzó a decir con la vista nublada por las lágrimas.

»Ayúdame, Khaleios. Se trata del joven humano.

Su padre permaneció en silencio con el rostro impávido unos segundos, y luego se hizo a un lado y la ayudó a entrar en la cabaña.

—Pasa, tu pueblo te vendará las heridas y te curará, meleyis, como siempre ha hecho.

Yelanah durmió profunda y plácidamente gracias a las hierbas de los elfos. El olor dulzón de las medicinas secas la acompañó en sus sueños, en los que vio a Revyn envuelto en una masa negra de cuerpos que golpeaban y pataleaban. Ella lo abrazaba con fuerza, pero las fuerzas que los separaban eran aún más poderosas, hasta que al final no le quedaba nada de él entre las manos, a excepción del calor que aún le provocaba el recuerdo de sus caricias. Y de pronto quiso dejar de luchar. Ya no quería ser la meleyis, sino asistir impávida al fin de los dar’hana. No quería aferrarse al pasado ni hacer nada por evitar el futuro de los humanos. Todo le daba igual. Solo quería ser feliz.

Sus sueños dieron un giro. De pronto estaba en un prado. Era verano, la hierba le acariciaba la piel y sentía en todo su cuerpo un agradable hormigueo. Se hallaba tumbada en el suelo, en plena floración de la vida, y se sentía protegida por la infinitud de los bosques, igual que un bebé en brazos de su madre. Los rayos del sol coqueteaban con su rostro. A ratos los dragones estaban con ella y los sentía respirar junto a su nuca, y a ratos tenía a Revyn a su lado, envolviéndola con su brazo mientras ella le sostenía su atractivo rostro de rasgos serenos entre las manos.

Mientras dormía, era consciente de que aquello no era más que un sueño provocado por las hierbas medicinales, pero… ¿qué más daba si el resultado era aquella dicha? Se dejó arrastrar por sus sueños, rodeada de dragones y junto a su Revyn.

Cuando volvió en sí, la habían lavado con agua de flores, la habían peinado y habían ungido sus carnosos labios. Las heridas de sus brazos y piernas estaban cubiertas con compresas húmedas. La estancia en la que se encontraba estaba iluminada por un pequeño fuego. Sin necesidad de darse la vuelta, supo que Khaleios estaba sentado a su lado.

—Gracias —murmuró.

Pasaron varios segundos en silencio. Yelanah se fijó en un agujero en forma de estrella que había en el trenzado de la pared.

—Ha estado aquí tu madre.

Khaleios esperó unos segundos por si Yelanah tenía algo que decir al respecto. Después se removió en su taburete.

—Ha cocinado para ti. Te ha preparado keijmahat, con muchas alrûsen, como a ti te gusta, ¿no?

Quizá fue por el olor a comida que impregnaba la cabaña, o quizá por la falta de cariño con la que hablaba Khaleios, el caso es que Yelanah sintió de pronto una gran melancolía. En cierto modo, deseó ser una elfa normal de aquel poblado…

—¿No tienes nada que decir? —le preguntó Khaleios con dureza—. ¿No eres capaz de agradecer los cuidados de tu madre?

Yelanah cerró los ojos.

—Tú mismo te has encargado de que no pueda hablar con ella. ¿Por qué, si no, la has echado de aquí? Seguro que no se ha marchado por voluntad propia.

El silencio de Khaleios fue lo bastante revelador. Notó perfectamente cómo aguantaba la respiración y la miraba pensativo.

Por primera vez en mucho tiempo, Yelanah sintió admiración por aquel hombre. Hacía años, cuando comprendió que el espíritu de la niebla habitaba en ella y que su lugar estaba entre los dragones, su madre no quiso dejarla, pero Khaleios la obligó a separarse de ella. Yelanah jamás se sintió agradecida hacia su padre o hacia el hecho de que él la hubiera ayudado a cumplir con su destino, como tampoco le había molestado que la dejara marchar. Sin embargo, a veces se preguntaba por qué su madre la había querido tener tan cerca y él, en cambio, no. Quizá incluso se alegró de perderla de vista… O quizá no quiso compartir a su madre con ella… Quizá deseara ser el único centro de atención y en ese sentido la considerara una oponente… Para él todo era una cuestión de poder.

Tras respirar hondo, Yelanah volvió a abrir los ojos. No tenía sentido pensar en eso a esas alturas. Lo pasado pasado estaba, no podía condicionarla ahora.

—Podemos hablar de lo que te ha pasado, si lo deseas —propuso Khaleios—. ¿Qué ha sucedido?

Yelanah le habló por encima de su ataque a los cazadores de dragones y de los extraños que se habían llevado a Revyn y a los dragones.

—Y ahora —dijo al fin en voz baja— necesito tu ayuda. Tienes que encontrar a Revyn. Tenemos que liberarlo.

Al ver que Khaleios se quedaba en silencio, Yelanah se dio la vuelta hacia él.

—Sabes que él preservará a los elfos de la desaparición; que es el gran ahirah. No soy la única que lo necesita. ¡Tú también! Con tus visiones podrías descubrir dónde se encuentra y enviar a tus guerreros para liberarlo.

—¿A mis guerreros? —Khaleios hizo una mueca de burla—. Yo no tengo guerreros. Entre los elfos hay cazadores y rastreadores, pero… ¿de qué nos sirven para una guerra? Además, ¿por qué habría de preocuparme ahora por un joven que no quisiste entregarme? Te entrometes en mi camino, en mis planes de futuro, ¿y encima pretendes que enmiende tus errores? Mírate ahora lo débil que estás, la gran meleyis, ¡la que va a la guerra por cuenta propia!

Yelanah se indignó… Cogió las compresas húmedas que llevaba en los brazos y las piernas y fue tirándolas al suelo una a una.

—¡Tienes que ayudarme! Si no haces lo que te digo… ¡Quiero que me devuelvas al joven humano! ¡Sé que puedes hacerlo! O al menos dime dónde está y lo buscaré yo misma.

Khaleios se puso de pie.

—No me des órdenes, Yelanah. Te he cuidado hasta que has recuperado la salud, pero eres la única responsable de tus actos. Al fin y al cabo, esto es lo que querías, ¿no? Tú haces lo que crees que es correcto y yo hago lo mismo.

Yelanah lo miró, pero el rostro de Khaleios permaneció impertérrito. No podría convencerlo. De hecho, se levantó, le dio la espalda y se dispuso a abandonar la cabaña. Indignada, la joven cogió una de las compresas y la lanzó contra su padre. Él se dio la vuelta enfurecido.

—¡Estás ciego! ¡Te equivocas por completo! ¡Ten, te devuelvo tu ayuda!

—¡Ya basta! —gritó Khaleios, apartando con rabia las hojas y las semillas que su hija le lanzaba.

Se acercó a ella a grandes zancadas, pero Yelanah fue más rápida y lo esquivó. Antes de que su padre reaccionara, alcanzó la puerta de la cabaña.

—¡Si no quieres ayudarme, me las apañaré yo sola! ¡Espero que tus visiones te hagan feliz, porque te has quedado solo!

Y dicho aquello salió de la cabaña corriendo antes de que Khaleios pudiera ver sus ojos anegados en lágrimas.

Rahjel la saludó con la mano.

—¡Magaura! ¡Aquí!

Cuando la joven lo reconoció entre el grupo de niños que se reían y bailaban, una sonrisa le iluminó el rostro y se acercó a él. Rodeados de las parejas que bailaban, las faldas que ondeaban y los pies que saltaban, la mano de Rahjel rozó imperceptiblemente la suya.

—¿Bailas? —le preguntó el chico, inclinándose hacia ella para hacerse oír en medio de aquel alboroto.

—¿Dónde está Alasar?

—Con el cazador de dragones.

Magaura sonrió de nuevo y Rahjel le devolvió la sonrisa.

—Encantada.

Dio un paso adelante. La mano izquierda de Rahjel le rodeó la cintura, y empezaron a revolotear entre las demás parejas.

La exitosa correría fue festejada por todo lo alto. Se habían hecho con veintitrés dragones, de los cuales cinco ya estaban domesticados. En el centro de la habitación había una enorme hoguera sobre la que se asaban dos bueyes. La gruta olía a comida y Rahjel respiró hondo. Un joven levantó su jarra para brindar y les salpicó con aguardiente de patata destilado por ellos mismos. Una niña pasó corriendo entre los bailarines, seguida de toda una pandilla de chiquillos. Rahjel los siguió con la vista pensativo. Le impresionaba ver lo rápido que pasaba el tiempo. Le separaban muchos años de aquellos niños, y sin embargo recordaba perfectamente sus juegos de entonces.

El recuerdo de su infancia le sorprendió como un escalofrío. ¡Qué despreocupado vivía entonces! ¿O acaso eran solo imaginaciones suyas? ¿Había olvidado las preocupaciones y los miedos de aquellos tiempos? Sí, al principio tuvieron también muchos problemas, pero había ido olvidándolos con la aparición de otros nuevos.

Rahjel respiró hondo y siguió bailando entre la multitud, dando vueltas en círculo hasta que todo desapareció a su alrededor, todo, menos el rostro de Magaura.

El destino

Revyn se presionó la nariz con los dedos índice y pulgar, en un intento desesperado por reflexionar sobre su delicada situación. Lo habían secuestrado los myrdhanos, estaba encerrado en un carro dentro de una cueva perdida en mitad de las colinas, y encima pensaban que era un cazador de dragones y moriría si no colaboraba con Alasar.

Su vida parecía no tener sentido, como si no encajara en ningún sitio. ¿Acaso eran Yelanah y los dragones su verdadera vida? No había pasado tanto tiempo desde que estuviera en Logond, en la guerra, con Capras, Jurak, Twit y los domadores de dragones, y antes de aquello… Se sintió como una planta a la que van cambiando de sitio y siempre echa nuevas raíces. Desde que nació lo habían ido arrancando del lugar al que creía pertenecer, perdiendo por el camino a las personas que le eran más cercanas. Su familia se había desintegrado, sus amigos se habían alejado de él, y ahora, cuando por fin había encontrado a Yelanah y a los dragones, lo secuestraban, arrebatándole todo lo que le importaba. ¿En qué se equivocaba? ¿Qué estaba haciendo mal?

De pronto recordó las proféticas palabras y tembló de rabia y de miedo. «Eres un ahirah, tanto si quieres como si no».

Fuera lo que fuese lo que pretendiera decir Octaris, tenía que haber visto que en su destino estaba escrito que iría a parar allí.

Se sintió absolutamente impotente.

A Revyn le pareció una eternidad el tiempo que permaneció encerrado abajo en la cueva, aunque no tenía modo de medir el paso del tiempo salvo por la luz de una antorcha. Solo se apagaba cuando se consumía la madera o cuando una repentina ráfaga de aire soplaba sobre su llama. De vez en cuando, no sabía si a las pocas horas o al cabo de los días, aparecía un niño de las cuevas y volvía a encender el fuego. Cuando tenía luz, Revyn echaba de menos la oscuridad, y cuando estaba a oscuras, le entraba un pánico incontrolable que se traducía en forma de sudor frío.

En la oscuridad también veía a Yelanah. Tardaba un poquito en aparecer, pero al final siempre la veía a la perfección. El cuerpo de su pequeña diosa emergía de la oscuridad como un pez plateado en un lago negro. Ni siquiera los barrotes podían detenerla. Revyn notaba su rostro entre las yemas de sus dedos y sus brazos rodeándole el cuerpo, pero el abrazo duraba solo unos segundos, pues los brazos estaban hechos de niebla y enseguida se desvanecían.

Al principio intentó hacer un llamamiento a la niebla. ¡Ojalá pudiera lograr que el viejo y oscuro bosque emergiera de la nada como había sucedido en el castillo de Octaris! Echaba tanto de menos el San yagura mi dâl… Susurró a los árboles para que aparecieran, e incluso intentó evocar en vano la llamada de la irrealidad para que surgiera igual que en Awrahell. El mundo nebuloso no respondía a ninguna llamada, solo se abría cuando alguien lo encontraba.

Se hizo un ovillo aferrándose a su ropa. Quería olvidar quién era. No era la primera vez que se sentía así. No hacía mucho, cuando se quedó huérfano, había intentado abandonarse a su suerte. Ahora se sentía igual de petrificado tras la muerte de su madre, pero la enorme añoranza que experimentaba le daba fuerzas para no darse por vencido; quería correr tan rápido como le fuera posible hasta alcanzar a Yelanah y a los dragones y ocupar de nuevo el lugar que le correspondía junto a ellos en su lucha.

En cuanto alguno de los niños de las cuevas aparecía, rompía la impenetrable oscuridad, devolviéndole su forma a la gruta. Revyn se removía entonces en la jaula. La llama de la antorcha lo cegaba de tal modo que se veía obligado a entrecerrar los ojos. La luz rompía la aparición de Yelanah devolviéndolo a la realidad: era un prisionero sucio y harapiento, y de todo lo que fuera antaño solo quedaba una pálida sombra.

Lenta e inexorablemente, el hambre fue apoderándose de él. Las gotitas de agua que manaban de las rocas apenas lograban saciarle la sed, y pronto no tuvo fuerzas ni para moverse. Cualquier movimiento le costaba un gran esfuerzo. La cabeza le estallaba de dolor.

Ni siquiera era capaz de articular sonido alguno. Sus labios solo dejaban escapar algún sollozo. Pero no pidió ayuda al que podría haberlo librado de ese sufrimiento. No podía hacerlo. No lo haría, aunque se volviera loco. No domesticaría ni un solo dragón para Alasar.

Con el paso de los años, la expresión de Igola se había vuelto seria y avinagrada. Lo que antaño fueran arrugas de alegría y de preocupación maternal se habían convertido en los surcos característicos de una mujer endurecida por la vida. En el pasado había tenido que consolar a más de cien niños, y ahora apenas necesitaban su ayuda.

En muchas ocasiones había intentado en vano que aceptaran en las cuevas no solo a huérfanos de guerra, sino también a adultos myrdhanos, pero Alasar solo quería niños desamparados a los que formar y que le obedecieran de inmediato. Alasar sabía que los adultos nunca se someterían a un jefe más joven que ellos, por lo que jamás permitiría que ninguno de ellos entrara en sus dominios. Igola no podía hacer nada para que cambiara de opinión, y ninguno de los chicos de las cuevas se habría atrevido jamás a llevarle la contraria, tanto era el respeto y el miedo que le tenían.

Igola pasaba la mayor parte del tiempo sentada en la zona en la que los niños de las cuevas situaron su primer dormitorio. Tenía un bastimento de pieles y cosía, hacía suelas para los zapatos de los niños o tejía vestidos y camisas de lana que Alasar intercambiaba después con los comerciantes. Muchos la llamaban cariñosamente «mamita», pero para otros muchos aquel nombre tenía un matiz de mofa. Igola era perfectamente consciente de que, cada vez más, los niños percibían a los adultos como enemigos. Con el paso del tiempo, los únicos niños que siguieron yendo a visitarla fueron sus dos hijos. Cenaban juntos todas las noches, aunque aquello en realidad respondía más a una costumbre que al deseo de pasar un buen rato juntos.

A veces la asaltaba el miedo de que su hijo pequeño Tivam dejara de ir a cenar con ella sin que le costara el menor esfuerzo. Aquel día, Tivam ya había acabado su sopa y estaba callado en un rincón viendo comer a su madre. Ella se acercó el cuenco al cuerpo y fue sorbiendo una cucharada tras otra lentamente. Sus movimientos tenían una parsimonia que antes le había encantado, pero que ahora le resultaba casi insoportable. Tivam no conocía a nadie que tuviera más de veintidós años, salvo su madre, lo cual le parecía antinatural. Mientras se llevaba a los labios una nueva cucharada, Igola alzó la vista y lo miró.

—Siempre comiendo con las misma prisas, y solo para perder de vista lo antes posible a tu madre.

Tivam nunca respondía cuando su madre le llamaba la atención. Ella no lo quería como a Rahjel. Sí, su madre amaba a su hijo mayor, y siempre decía que le recordaba a su difunto padre. Que ambos tenían los mismos ojos, bonitos y cálidos. De él, en cambio, decía que le costaba acostumbrarse a su mirada orgullosa y altiva. Pero, en el fondo, a Tivam no le preocupaba demasiado, porque su verdadera familia eran los demás niños de las cuevas.

Impotente, se dirigió a su hijo Rahjel, que también se había acabado la sopa.

—Rahjel, dile a tu hermano que no tiene que ir con tantas prisas por el mundo. —Rahjel miró a Tivam y le dedicó una imperceptible sonrisa—. Y quien come como un animal salvaje —continuó diciendo Igola— jamás disfrutará de la vida como una persona civilizada.

Rahjel pasó la mano por los rizos de Tivam riéndose con ganas.

—Ya lo has oído, hermanito. ¡Además, si comieras más despacio tardarías un poco más en volver a tener hambre!

Tivam se zafó de su caricia de un salto y salió corriendo.

—¡Tengo que ir a entrenar! —exclamó, y desapareció.

Rahjel se quedó unos segundos pensativo.

—Voy a ver qué tal le va —dijo, no sin antes inclinarse hacia su madre para darle un beso de despedida en la frente.

Rahjel se tomó con calma buscar a su hermano. La mayor parte de los niños estaban cenando en los resquicios de las rocas. Había varios fuegos encendidos y el aire olía a comida. Las grutas devolvían el eco de infinidad de conversaciones.

Se hablaba de los dragones y de los planes de Alasar. Rahjel aceleró el paso para no tener que oír lo que decían. En el fondo desaprobaba lo que pretendía hacer Alasar, y le horrorizaba comprobar la obediencia ciega y la admiración incondicional que todos sentían por él.

Tras alejarse de allí, deambuló tranquilamente por los corredores hasta llegar a un lago, y entonces abrió los brazos esbozando una sonrisa.

No fue a la zona de entrenamientos a ver a Tivam, sino que se dirigió hacia las profundidades del reino de las cuevas. Pasó junto a unas rocas afiladas por la erosión del agua. Los corredores estaban cada vez más oscuros, y solo había alguna antorcha de vez en cuando.

Se detuvo unos segundos al llegar a un pequeño pasillo. Se pasó la mano por el pelo, rápidamente, y se recompuso el jubón. Una vez más, no pudo evitar sonreír al descubrir que temblaba de arriba abajo. Tras hacer acopio de valor, se dirigió al final del pasillo y aguardó.

El jefe de los niños de las cuevas estaba sentado en su despacho, esperándole. En realidad no era más que un hueco redondo con una rendija que hacía las veces de entrada. En el bajo techo, colgaba una lámpara y, ante la pared del fondo, había una estrecha mesa de madera, objetos que había comprado a un comerciante. El resto de la cámara estaba plagado de sacos, leños y trozos de cuero sin tratar.

Alasar se encontraba sentado en su mesa pensativo, pasándose un puñado de sal de una mano a otra. A pesar de que era muy tarde, últimamente le costaba mucho conciliar el sueño.

Habían pasado cinco días desde que volvieron con su botín, y el cazador de dragones continuaba negándose a cooperar. Además, llevaba dos días sin tocar la escasa ración de agua y carne seca que le daban a diario. Era necesario buscar otro modo de obligarlo a cooperar.

Por fin oyó unos pasos que se acercaban. ¿Cuánto rato llevaba esperando? Por lo menos una hora. Algo enfadado, miró hacia Rahjel, que aparecía por la rendija de la puerta.

—Lo siento, he estado todo este rato con Igola.

—¿Con Igola? ¿Cuánto tiempo se puede pasar uno hablando de costura y de sopas? ¡Llevo mucho rato esperando!

Rahjel no lo miró, tenía la vista fija en la sal con que jugueteaba Alasar, que, al darse cuenta, la tiró a un saco.

—Tengo algo importante que decirte.

—Como siempre.

Durante unas décimas de segundo, Alasar no supo si mostrarse molesto por la ironía de aquellas palabras, pero al final optó por ignorarlas inclinándose hacia delante.

—Voy a dar al cazador de dragones dos días más. Después saldremos a buscar más dragones. Tenemos que aprovechar que estos días están llevando colonias enteras de animales a la capital de Haradon.

—¿De verdad crees que necesitamos tantos dragones? —preguntó, dejándose caer sobre uno de los sacos de alimentos.

—No, ¡qué va! Si te parece, cuando llegue el día iremos montados sobre cabras. Déjate de estupideces y escúchame bien. Si el cazador no suelta prenda, tendremos que buscarnos a otro. Había pensado que una pequeña formación podría colarse en la capital de Haradon y…

Rahjel abrió los ojos de par en par.

—¿Quieres entrar en una ciudad haradona justo ahora que acaba de empezar una nueva guerra? ¿Te has vuelto loco o qué?

Alasar repiqueteó con los dedos sobre la mesa. Estaba nervioso. No podía esperar mucho más, y Rahjel lo sabía. Cada vez se levantaban más voces de descontento con él. No todos querían abandonar el reino de las cuevas, ni todos tenían sed de venganza. Estaba claro que sin dragones no habría guerra. Necesitaban a toda costa a un domador.

—No vamos a atacar Logond, solo pretendo que unos pocos de los nuestros entren en la ciudad para llevar a cabo un secuestro.

—Nos reconocerán de inmediato y sabrán que somos espías myrdhanos —replicó Rahjel.

—Por eso he pensado en ti —dijo Alasar sonriendo—. No pareces myrdhano. Te taparemos el pelo con una capucha, y por el color de la piel no te preocupes, la nuestra es tan blanca como la de los haradonos.

Rahjel se cruzó de brazos.

—No sé…

Alasar lo observó molesto porque Rahjel, su más íntimo amigo desde la infancia, se contaba entre los escépticos. Sabía que Rahjel solo seguía de su parte por amistad, pero que habría podido vivir sin ese ánimo vengativo. Podría salir a la superficie y labrar el campo como hicieron su padre y su abuelo antes que él. Pagar impuestos a los haradonos y vivir tranquilamente como un simple campesino… para acabar siendo llamado a filas y muerto a manos de algún guerrero. Rahjel no tenía grandes sueños ni aspiraciones. Apoyaba a Alasar en su lucha por un mundo mejor, pero lo hacía con la misma complicidad con que le habría ayudado a construir un gallinero.

—Tenemos que hacer todo cuanto esté en nuestras manos por intentarlo —insistió Alasar.

Rahjel se removió en su asiento al notar un deje amenazador en las palabras de Alasar.

—El futuro de los niños de las cuevas depende de lo bien preparados que estemos para la guerra. Ningún rival es demasiado grande para nosotros. Tenemos que echar al resto, y tiene que ser ahora. No podemos esperar. Seguro que en la superficie ya se habla de nosotros. El ataque a la colonia de dragones se atribuirá a los myrdhanos durante un tiempo, pero ¿cuánto? ¡Nuestro escondite empieza a peligrar!

—Tienes razón —respondió Rahjel—. ¿Cuándo quieres que partamos?

—Pasado mañana. Tentaremos la suerte de nuevo en el camino del bosque que conduce a Logond, solo que en esta ocasión varios kilómetros más al oeste, más cerca de la ciudad. Los cazadores de dragones estarán tan cansados que no contarán ya con la posibilidad de un nuevo ataque. Quizá tengamos suerte y entre los cazadores haya alguno que esté más dispuesto a ayudarnos que el cabezota que tenemos ahora.

—Pensaba que esperabas mucho de él —dijo Rahjel.

—Y así era, pero ¡es que no suelta prenda! —resopló Alasar.

Fuera como fuese, en el fondo sabía que no se habían equivocado de persona, sobre todo tras haber visto cómo Revyn trataba a los dragones y cómo le obedecían estos, como si de mansos gatitos se tratara.

—Dos días son poco tiempo —murmuró Rahjel—, ¿no quieres concederle un poco más? Dentro de dos días podemos marcharnos y conseguir dragones nuevos. Si cuando volvamos, como mínimo una semana después, vemos que sigue sin querer ayudarnos, nos vamos a buscar a alguien a Logond, y yo personalmente te acompañaré hasta la ciudad y, si es preciso, hasta los mismísimos calabozos.

Alasar sonrió.

—No sé cómo te las ingenias, pero al final siempre consigues que me muestre más paciente. Seguro que Magaura te estará muy agradecida.

Echaron un cubo de agua a la cabeza de Revyn, que, apenas sin poder respirar, intentó incorporarse. Solo entonces se dio cuenta de que se hallaba metido en una bañera llena de agua. Muerto de sed como estaba, se llevó con avidez las manos a la boca, hasta que bebió tanta agua que le sentó mal. La cabeza le daba vueltas. Tenía la sensación de estar reviviendo en un sueño horrible.

Cuando por fin pudo apoyar las manos en el borde de la bañera, vio que Alasar lo observaba con interés y desprecio al mismo tiempo.

—¿Cómo estás? Pensé que te apetecería darte un baño. ¿Quieres salir del agua? Estás temblando… —dijo, y dirigiéndose a los dos chicos que lo habían metido en la bañera, ordenó—: Dadle una toalla seca.

Lo levantaron sin que Revyn opusiera resistencia. Tiritando de frío y chorreando, vio cómo el jefe de los niños de las cuevas se quitaba el jubón. Uno de los hombres se había desprendido también de su camisa y el otro se había quitado los pantalones, quedándose en calzoncillos. Le quitaron a Revyn el uniforme, que después de tanto tiempo se había convertido en una especie de segunda piel para él, y le ofrecieron la ropa seca. Así, con las trenzas mojadas, descalzo y vestido con la ropa de los desconocidos, que le quedaba algo grande, se vio cara a cara con Alasar. Este se había puesto ya otro jubón y miraba el uniforme de Revyn.

De pronto, del bolsillo interior del arnés de Revyn cayó al suelo el brazalete de oro que la princesa Ardhes le había regalado hacía mucho tiempo. El joven se quedó tan estupefacto como Alasar, que miraba la joya embelesado, como si el brazalete hubiese aparecido por arte de magia.

—Qué bonito —dijo Alasar acercando el brazalete a la antorcha—. Bueno, ¿vas a ayudarme?

Alasar aguardó unos minutos a que Revyn le contestara. Al final, cansado de esperar, dijo mientras se metía el brazalete en el bolsillo:

—Si no contestas, te cortaré el cuello.

Revyn hizo un esfuerzo sobrehumano para responder:

—No.

Alasar se acercó más a él para oírlo mejor, y Revyn continuó:

—He dicho que no. Nunca volveré a domesticar ningún dragón para nadie ni para ninguna guerra.

—¿Dices que no volverás? Eso quiere decir que antes sí lo has hecho.

Alasar se volvió hacia los dos chicos que lo acompañaban y señaló a Revyn con un breve gesto. De inmediato ellos lo cogieron por los hombros para obligarle a darse la vuelta, de modo que Revyn no tuvo más remedio que obedecerlos entre jadeos. En ese instante le asestaron un duro golpe en la barriga que le pilló desprevenido. Para cuando recibió el segundo golpe en la espalda, ya estaba más preparado.

Cayó de rodillas con los dientes apretados. Uno de los chicos lo tumbó de una patada. Vio puntos blancos por todas partes. Contrajo los músculos. Le golpearon de nuevo en la espalda y en la barriga. Después del sexto golpe, paró de contar y se dejó hacer, cubriéndose la cara con los brazos.

—Intentad no romperle nada, dadle solo en los brazos y en las piernas.

Mordió la camisa hasta que lo cogieron por las trenzas y le obligaron a levantarse. Alasar se puso delante de él con una expresión dura e implacable.

—Será mejor que te rindas, o te dolerá más.

Le dieron un puñetazo en la cara, y la cabeza le salió disparada hacia un lado. Creyó que la cara iba a explotarle de dolor. Notó sangre en la boca.

—¿Acaso eres mudo? ¿Te niegas a hablar, haradono?

Revyn se palpó la entumecida nariz con dedos temblorosos.

—¿Querías bañarte? Pues aquí tienes agua…

Alasar levantó la bañera por un lado y volcó toda el agua sobre Revyn.

—Ayúdanos, haradono. —Alasar jadeaba por el esfuerzo. Volvió a dejar la pesada bañera en el suelo con cuidado—. Si no nos ayudas, tendremos que matarte, ¿es eso lo que quieres?

Revyn intentó mantener el equilibrio sobre el suelo mojado. Tenía la cara empapada de agua y sangre.

—Por favor, deja que me vaya.

—Estaré fuera unos días, durante los cuales podrás pensar si deseas morir o no. Cuando vuelva te traeré unos dragones.

Revyn cogió todo el aire de que fue capaz y exclamó:

—¡Bastardo!

Con el siguiente puñetazo, se golpeó la cabeza con el suelo y perdió el conocimiento. El dolor le recorrió todo el cuerpo, hasta desaparecer al final en la oscuridad, como una sombra.

Yelanah lo curó como ya había hecho antes. Notó los brazos de ella rodeándole el cuerpo tras ponerle la cara sobre su regazo. Oyó cómo le cantaba en voz baja misteriosas canciones élficas de su infancia.

Los sollozos de Revyn se convirtieron en los de Yelanah. ¡Ojalá no se marchara nunca! ¡Ojalá se quedara con él para siempre, los dos juntos en aquella oscuridad!

Lo haré, le dijo aquel espíritu invisible. Revyn suspiró en voz baja y notó que lloraba de alivio.

Podía hablar con Yelanah en pensamientos, igual que hacía con los dragones. Su voz era como un susurro que en ocasiones se confundía con palabras desconocidas o sonidos sin sentido.

Octaris dijo que era tu destino.

Se supone que mi destino es estar aquí.

Alasar es tu destino. Y lo que él espera de ti.

¿Me ha visto Octaris aquí tirado en la oscuridad a punto de morir? ¿Mi destino dice que debo acabar aquí?

No, tu destino es domesticar a los dragones para que tenga lugar la mayor guerra de nuestros tiempos.

No pienso hacerlo. ¡No quiero domesticar a los dragones y acabar convirtiéndome en el enemigo contra el que estoy luchando!

Pero nadie puede escapar a su destino.

Tú nunca me lo perdonarías.

Perdono tu destino. Tienes que hacerlo, Revyn, solo así podremos volver a liberar a los dragones.

Revyn pasó mucho tiempo sin saber qué decir. Tenía la cabeza como un bombo, como plomo fundido…

No, dijo al fin, no y no. ¿Dices que me perdonarías? Pues yo no podría perdonarme a mí mismo.

En ese momento, la voz de Yelanah se perdió en la distancia y no quedó más que un ligero murmullo.

Tienes que hacerlo… Es tu destino y también el del mundo…

Revyn tenía los ojos anegados en lágrimas. No era la voz de Yelanah la que hablaba, sino la suya propia, cobarde y pusilánime.

Tienes que domesticar a los dragones para una guerra que cambiará el rumbo del mundo…

¡No puedes enfrentarte a tu destino! Es como un mar poderoso que te llevará consigo hagas lo que hagas.

Tienes que apresar a todos los dragones, pero no para Alasar, sino cumpliendo lo que está escrito para ellos. Ya no puedes cambiar nada, todo está escrito y debes hacer lo que se espera de ti.

¡Y debes sobrevivir! Por favor, por favor, no te mueras… No preguntes por qué es tan importante, pero sé consciente de que lo es. La vida es todo cuanto poseemos… El miedo a la muerte no tiene nada que ver con el valor o la cobardía, el honor o la conciencia…

¡Octaris dijo que aquí te toparías con tu destino, no con la muerte! Opta, pues, por tu destino…

Revyn abandonó aquellos pensamientos que invadían su cabeza como un torrente de miedos y añoranzas y lo alejaban de su firmeza y determinación, de la promesa que le había hecho a Yelanah.

Ese era su destino, y tal como Octaris había predicho, estaba a merced de él. Él era uno de los ahirah, y en su débil cuerpo latía el poder del destino… No podía cambiarlo. Y eso precisamente era lo que lo convertía en un ahirah.

El acuerdo

Magaura dejó escapar un grito cuando vio llegar a Alasar junto con sus acompañantes, abriéndose paso entre los presentes hacia ellos.

—¿Qué os ha pasado? —preguntó recorriendo con la mirada al grupo de guerreros.

Con suavidad pero con firmeza, Alasar la apartó a un lado.

—Coged a los dragones y llevadlos con los demás —ordenó a los chicos—. Y atended a los heridos.

—Alasar —insistió Magaura—, ¿qué ha pasado? Cuando os marchasteis erais muchos más…

Alasar miró fijamente a su hermana, a quien, tras comprender lo sucedido, se le anegaron los ojos en lágrimas. Pasó junto a él en silencio, mientras los niños de las cuevas iban llegando de todas partes para ocuparse de los heridos, llevarse a los dragones y formular infinidad de preguntas. En varias ocasiones, Magaura se dio la vuelta para mirar a los guerreros. Tenían la ropa sucia y ensangrentada, y la mayor parte de ellos estaban heridos. No pudo evitar recordar las caras de los que no se encontraban allí presentes. Buscó a Rahjel con la mirada y sintió un alivio indescriptible al verlo aparentemente ileso tras Alasar. Tivam los seguía algo más atrás. Parecía nervioso y miraba a todos lados. Era demasiado joven para haber acompañado a Alasar y a Rahjel, razón por la cual jamás podría olvidar los horrores que había presenciado…

Subieron una escalera y llegaron a una gruta en la que había varios pequeños lagos y muchas tinas en las que se almacenaba el agua que caía del techo. Alasar se desabrochó el cinturón y dejó caer su espada. Cogió agua con las manos y se la echó en la cara y la nuca.

Algunos de los chicos se zambulleron directamente en un lago poco profundo, en el que se durmieron vencidos por el cansancio. Magaura los estuvo observando durante unos instantes y vio cómo Tivam se arrodillaba ante una tina y se frotaba la sangre de los brazos. Luego se dio cuenta de que Rahjel, sentado sobre una roca, la estaba mirando.

—¿Cuántos dragones habéis traído? —preguntó Magaura a Alasar.

Él se dejó caer sobre una de las tinas.

—Unos treinta, o más.

—Treinta —repitió Magaura en voz baja y temblorosa—. Por cada dragón hemos perdido por lo menos a un niño de las cuevas.

Alasar se dio la vuelta hacia ella, el agua le resbalaba por la cara y le caía por la barbilla.

—He perdido guerreros. El trueque es amargo, pero justo.

Magaura se mordió los labios.

—¿Fue una emboscada? ¿Os sorprendieron los haradonos?

—No, fue una batalla abierta. Sabíamos cuántos enemigos nos esperaban.

Magaura bajó la cabeza y se miró los pies.

—De modo que sabíais que muchos pagarían con su vida.

En silencio, Alasar se secó la cara con una manga y se apartó el pelo de la cara.

—No me gusta lo que hacéis —dijo Magaura en voz baja.

Alasar vio el brazalete que Magaura llevaba en la muñeca y soltó:

—Pero la joya del cazador de dragones sí te gusta, ¿verdad? Si permaneciera siempre escondido aquí abajo como tú no podría habértela regalado, ¿no crees?

—¿Alasar?

Era Tivam. Magaura lo miró de arriba abajo y le pareció que en su pálido rostro no quedaba ni rastro del niño que fuera.

—¿No tendríamos que ir a ver al haradono? Si no se ocupa de los dragones inmediatamente, morirán unos cuantos.

—Buena idea, Tivam —respondió Alasar con la mirada aún puesta en Magaura—. Pero ve primero a ver a tu madre para que se quede tranquila.

Tivam se marchó.

Alasar cogió su espada y su capa y se dirigió, seguido por Magaura, hacia el comedor, donde ya habían dispuesto la comida para los guerreros.

—Nos hemos arriesgado tanto por esos estúpidos dragones que… —musitó Magaura.

Alasar se detuvo para mirarla.

—¡Todo lo que hemos hecho ha sido por nuestra lucha! ¡Todo lo que hemos sufrido y logrado en estos diez años!

—Pero ya tenemos todo lo que necesitamos. ¿Para qué…?

Alasar hizo una mueca.

—Vamos, cállate ya. Eres igual que Rahjel.

—¡Pero es que tengo razón! Lo que has planeado es una estupidez. ¿Para qué quieres meterte en el mundo de los adultos? ¡Este es nuestro hogar!

—Tus palabras suenan a traición —replicó Alasar secamente—. Te lo advierto, si no cambias de parecer pronto, por mí puedes quedarte escondida en estas cuevas mientras los demás obtenemos la libertad.

Magaura se detuvo, petrificada. Al darse cuenta de que su hermana no lo seguía, Alasar miró para atrás. Le molestó verla ahí parada, con expresión de ofendida y molesta, y no pudo evitar que la rabia le subiera por el estómago y por el cuello hasta salirle por la boca:

—Vete a jugar con las niñas o cuida de los heridos. Haz lo que te dé la gana, pero no me molestes más.

Rahjel sintió un escalofrío al ver el estado de los dragones: algunos yacían inertes en sus jaulas, con grandes costras de sangre refulgiendo a la luz de las antorchas; otros rugían y resollaban de ira, golpeando los barrotes de sus jaulas con los cuernos, y otros pocos se limitaban a quedarse quietos, con la mirada perdida. Rahjel miró hacia otro lado. ¡Cuántos dragones había! En su segunda correría habían cogido más de treinta, de modo que en total tenían unos sesenta, pero Alasar aún quería más.

Los niños de las cuevas habían intentado en vano acercarse a los animales para curarles las heridas, pero ninguno sabía cómo hacerlo. El único que podía ayudarlos era el cazador de dragones… Rahjel deseaba fervientemente que el chico cambiara de idea y se mostrara dispuesto a ayudar, de lo contrario Alasar no dudaría en matarlo y galopar hacia Haradon para secuestrar a otro cazador de dragones. Por supuesto, también podrían encontrar algún cazador de dragones en Myrdhan, pero a Alasar le daba más miedo ser descubierto por los soldados myrdhanos que enfrentarse a los guerreros haradonos. Solo se presentarían ante el rey myrdhano cuando Alasar creyera que había llegado la hora.

Tivam acompañaba a Rahjel y a Alasar hacia donde estaba confinado el cazador de dragones. Rahjel observó a su hermano con preocupación. Tivam admiraba a Alasar, lo adoraba de un modo tan incondicional que a Rahjel le resultaba casi inquietante. Era indudable que Alasar tenía un don para ganarse a la gente, que lo seguían como los niños siguen a su padre, hasta el punto de llegar incluso a creer que eran niños cuando él se lo decía.

Sí, Alasar tenía un don innato, y el propio Rahjel lo admiraba sobremanera, pero últimamente no tenía claro si su amigo estaba haciendo un buen uso de él. Cada vez que observaba la devoción en las miradas de los guerreros, cada vez que escuchaba los hurras de los constructores de túneles, cada vez que veía a Tivam extasiado ante Alasar, sentía escalofríos de pensar que Alasar pudiera robarles la voluntad para imponerles la suya.

Rahjel movió la cabeza a los lados, como si quisiera apartar aquellos pensamientos. Alasar era su amigo, y aquellas ideas eran como una traición.

—Ahí está —dijo nervioso Tivam, que aminoró el paso sosteniendo la antorcha en alto.

Rahjel notó que se le formaba un nudo en la garganta al ver el estado del cazador.

El haradono, con la cara cubierta de barro y sangre, parecía inconsciente. Cuando los chicos lo sacaron de la jaula, su cabeza cayó inerte a un lado, hasta que sus músculos se tensaron. Parecía que había vuelto en sí.

Alasar hizo un gesto a los chicos para que lo soltaran. El joven cayó de rodillas, y Alasar se acercó hasta él y se acuclilló. Tivam lo alumbró con la antorcha, cuya luz dejó al descubierto oscuros regueros de sangre en el cuello del cazador.

—¿Puedes oírme? —preguntó Alasar.

La suavidad de su tono contrastaba brutalmente con la imagen que Rahjel tenía ante sí.

—¿Quieres tomar algo? Ten, bebe.

Alasar sacó una bota de agua de su cinturón y se la acercó a los labios. Mientras bebía, le sostuvo la cabeza con cuidado. A Revyn se le escapó el agua por la comisura de los labios, haciéndole atragantarse varias veces.

—¿Has decidido ayudarnos? —preguntó Alasar.

—Maldita sea, ¡pero si está medio muerto! —exclamó Tivam.

No había olvidado la humillación que había sufrido cuando el haradono le quitó la espada y se la acercó al cuello.

—Alasar, está medio muerto. Tenemos que salir a por otro domador de dragones.

—¡Cállate! —le dijo Rahjel al tiempo que le ponía una mano en el hombro.

—Ayúdanos —insistió Alasar—, solo te pido que nos ayudes con los dragones, y no te pasará nada.

Cuando el haradono miró a Alasar a la luz de la antorcha vio que sus ojos estaban hechos de sombra y niebla.

—Eres un ahirah —dijo Revyn con un hilo de voz—. Cubrirás el mundo con un manto de dolor, pero solo con la ayuda de los dragones que yo te proporcionaré. Nuestros destinos están unidos, y yo seré el que haga posible tus hazañas.

Los chicos se quedaron callados al oír aquellas palabras.

—Perfecto —respondió Alasar al fin.

Se levantó, ayudó a Revyn a ponerse en pie y lo acompañó con cuidado hasta su jaula.

—Ordenaré que te traigan algo de comer. Luego intenta dormir, si puedes. Mañana te llevaré con los dragones.

A Rahjel le pareció que el haradono susurraba un nombre, pero Alasar y Tivam ya se habían dado la vuelta y él hizo lo mismo para seguirlos. El prisionero desapareció tras de sí en la oscuridad.

Yelanah logró encontrar el camino del bosque gracias a las huellas de garras, ruedas y cascos del suelo, así como a las espadas rotas, las lanzas astilladas y las flechas que había por doquier. Los cuerpos de los hombres ya habían sido apartados, de modo que tan solo quedaba algún que otro cadáver de caballo y dragón entre la maleza.

Yelanah permaneció un buen rato observando el camino. Los árboles altos y oscuros se inclinaban hacia ella. En sus recuerdos, el campo de batalla le parecía mayor…

Sintió una punzada de dolor al pensar en ello. Ya habían pasado más de dos semanas, y desde entonces había acudido a diario al San yagura mi dâl a esperar a Revyn sin que diera señales de vida, lo cual significaba que lo tenían preso en algún lugar, o que podía estar muerto, pero ella se negaba a creerlo. Octaris había dicho que era un hijo de Ahiris, y, aunque no creía en las profecías del rey de Awrahell, sí estaba convencida de que Revyn desempeñaría un papel importante en el futuro de los dragones, de modo que era imposible que estuviera muerto.

Tras dos semanas de espera, su confianza se había visto bastante mermada. Si quería salvar a Revyn, ya no era cuestión de seguir esperando o conjurando un milagro, sino que había llegado el momento de actuar.

Cuando llegó al camino, la niebla se cerró tras él. Se dio la vuelta para mirar atrás y le pareció ver a Isàn y a los demás escondiéndose tras las brumas. La manada ya no podía acompañarla hasta el mundo de los humanos, pues se había vuelto un lugar insoportable. De hecho, también Yelanah notó el peso de la realidad sobre sus hombros y acusó la gravedad de las leyes de la naturaleza, las cuales en el mundo nebuloso eran ligeras y fluidas. Sintió incluso como si la sangre de sus venas se hubiera convertido en lodo, y cada paso que daba le costaba una barbaridad.

Las heridas de la batalla no estaban curadas del todo. Los arañazos más profundos de la espalda se le habían infectado y el asa de la bolsa que había llenado de boms para el viaje le rozaba las heridas, que le dolían terriblemente. Por supuesto, Khaleios le había hecho llegar medicinas y comida al círculo de robles, pero Yelanah no había aceptado los presentes de su pueblo. Si los elfos no estaban dispuestos a ayudarla con todas sus consecuencias, que no lo hicieran.

A Yelanah le resultó fácil seguir las pisadas de los caballos y las marcas de las ruedas por el camino del bosque, porque los secuestradores habían dejado a su paso destrozos evidentes.

El viento jugueteaba con el follaje, regalando a Yelanah las primeras hojas de tonos ocres de la temporada. Estaba helada, aunque por lo general el frío le afectaba tan poco como a los animales salvajes. La bolsa le resultaba cada vez más pesada e iba alternándola de un hombro a otro. Y la camisa, hecha con pesadas tiras de cuero, le apretaba demasiado. Aceleró el paso intentando no pensar en las dificultades. Todo le resultaba más agotador de la cuenta, porque ya llevaba mucho tiempo sin pasar tantas horas seguidas en la realidad como ahora, y además estaba herida.

Si al menos la manada se encontrara a su lado, si pudiera montar un rato a lomos de Isàn y descansar, pero los dragones no podían acompañarla en su viaje. Se alejaría de los bosques durante muchos días y no podría volver al mundo nebuloso. Además, últimamente habían desaparecido demasiados dragones. Los haradonos los apresaban para su guerra; después eran atacados por los myrdhanos, y tenían que empezar de nuevo. Era más seguro para los dragones quedarse en la niebla y salir solo en caso de necesidad, cuando la llamada de la irrealidad fuera demasiado intensa.

Yelanah sintió un nuevo acceso de rabia al pensar que en la realidad los dragones perdían la libertad, y en la niebla la cordura, con lo que su vida se convertía en una huida continua de un mundo al otro. ¿Cuánto duraría aquello? ¿Cuánto iban a resistir?

Siguió avanzando con determinación, saltó por encima de un tronco, apartó las ramas de un abeto y esquivó unos zarzales llenos de espinas. La ira y las lágrimas no servían de nada, tenía que dejar a un lado su sufrimiento.

Al anochecer aún no había salido del bosque. ¡Qué desmoralizador era tener que luchar contra las leyes físicas del tiempo y el espacio! Cortó varias ramas de abeto e hizo una hoguera pequeña. Durante unos minutos miró la oscuridad que la rodeaba. Echaba de menos a la manada, incluso echaba de menos a Khaleios y a los elfos y la vida que podía haber vivido y no vivió, pero por encima de todo, echaba de menos la paz que nunca había conocido.

A primera hora de la tarde del día siguiente, Yelanah alcanzó la linde del bosque. Frente a ella se abría un paisaje vasto y árido, en el que el viento formaba olas plateadas sobre las colinas. Las nubes se cernían amenazadoras, creando sombras que parecían barcos surcando el mar. Y a lo lejos, en la distancia, se veía llover.

Aún pudo reconocer el rastro de los carros y los caballos durante unos metros más, pero después le fue imposible: el viento había borrado las huellas.

Yelanah cerró los puños con fuerza y se mordió los labios; tenía el corazón en vilo ante la impotencia que sentía. Se dejó caer en el suelo, cogió un bom y se lo tragó en dos bocados. Cuando hubo acabado de comer, se levantó, se colgó la bolsa a la espalda y reanudó su marcha con la mirada fija en el horizonte, como si tuviera clara su meta.

No dejaba de preguntarse para sus adentros dónde se encontraría Revyn.

Su paso firme y su determinación le insuflaron la confianza en que lo encontraría.

Le pareció que estaba soñando, al verse flanqueado por dos hombres que lo llevaban en volandas.

Vio pasar luces y figuras sin molestarse en distinguirlas. Lo condujeron por una pendiente ascendente, y después por unas escaleras irregulares hasta llegar a un lugar en el que el hedor a sangre y enfermedad lo impregnaba todo.

Estaban en un corredor en el que había muchos carros con jaulas, la mayor parte en un estado lamentable, tanto por las batallas que habían presenciado para ser robados como por las embestidas de los dragones que encerraban en su interior.

En algunos de los carros había varios dragones que gemían y daban continuos golpes y cornadas contra los barrotes. Revyn se sentía tan miserable que ni siquiera fue capaz de compadecerlos. Todo se había cubierto de una capa de indiferencia.

—Tienes que curar a los dragones —le dijo Alasar—. Por ahora no han hecho más que atacar a cuantos se acercaban a ellos para alimentarlos, pero no quiero perder ni un solo ejemplar, ¿está claro? Los necesito a todos, ¿comprendes?

Revyn se dirigió en silencio al primero de los carros, en cuyo interior yacían dos dragones en el suelo. Uno de ellos tenía una herida en una de las patas traseras, y al otro el ala derecha se le había doblado de tal modo bajo la correa de cuero que había perdido su forma original. Además, tenía un verdugón desde el pecho hasta la barriga, probablemente debido a los golpes que le debieron dar para que entrara en el carro.

—No soy médico —murmuró Revyn—. Jamás he curado heridas, ni de hombres ni de dragones.

—¿Y cuánto tardarás en domarlos? —le preguntó Alasar, impaciente—. Tú domestícalos rápido, y nosotros nos encargaremos del resto.

Estaba claro que el jefe de los niños de las cuevas no conocía en absoluto a los dragones, si no habría sabido que el proceso de domesticación era largo y complicado. Con las heridas que tenían, morirían todos en el proceso, o bien serían incapaces de curarse del todo y de llevar a alguien montado a sus lomos.

Evidentemente, no dijo nada de todo eso, y se limitó a mirar a Alasar.

—Cuando los haya domesticado a todos, ¿podré irme?

Alasar le devolvió la mirada. A la leve luz de la antorcha, sus oscuros ojos se confundieron con las sombras de la gruta.

—Sí.

—Una cosa más. —Revyn cogió aire, todavía le costaba hablar—. No debéis enviar a ningún dragón a la guerra hasta que estén domesticados todos. Esperad a que haya acabado para salir a luchar con ellos.

—Eso dependerá de la prisa que te des.

—Por favor —susurró—, espera a que estén todos listos.

Alasar lo miró atentamente. La capa de sangre y suciedad ocultaba toda expresión en el rostro de Revyn.

—¿Y eso por qué? —preguntó.

—No quiero estar presente cuando te los lleves a la guerra. Prefiero marcharme antes, no saber cuántos mueren.

Alasar no pudo reprimir una sonrisa de desdén y de admiración a la vez.

—De acuerdo, te doy mi palabra.

Revyn asintió y, acto seguido, sus dedos descorrieron el pesado cerrojo del carro. Los niños de las cuevas se acercaron a él con las armas en alto para protegerlo. Los dragones tenían los ojos febriles y abrieron sus fauces hacia ellos. Revyn entró penosamente en el carro.

Por favor, prestadme atención. Soy amigo de Yelanah. Si podéis oirme, sabréis que estoy de vuestra parte.

Las miradas de los dragones no lograban centrarse en él. Revyn esperó unos instantes para ver si le respondían, pero los animales permanecieron callados. Quizá estuvieran demasiado sorprendidos, o quizá demasiado agotados…

Estos humanos os han apresado para utilizaros en su guerra, y a mí me han apresado para que les ayude a controlaros. Los oscuros ojos del dragón que tenía el ala rota brillaron un segundo. Revyn lo oyó hablar en la distancia… Eran pensamientos cargados de miedo y desconfianza.

Ya os he dicho que estoy de vuestra parte. Tenéis que confiar en mí. Tenéis que hacerlo, en nombre de la tradición. Soy un mayhûr.

El dragón de la pata herida se incorporó como pudo y le gritó:

¡No! ¡Eres un humano! Apestas a humano.

Es el olor de tu destino, hermano, le dijo Revyn con calma. Yo os ayudaré, si me lo permitís. Os voy a explicar mi plan: por favor, sed amables con los humanos. Dejad que os curen las heridas y comportaos como si fuerais esclavos.

¡Traidor!

La palabra atravesó a Revyn como un rayo. Se agachó y se cubrió la cara instintivamente.

No, yo… Buscó desesperadamente los sentimientos e imágenes más expresivos para hacerse entender. ¡Es que es nuestra única opción! Si no me creéis, moriremos todos. Os lo ruego, fingid que os habéis sometido. Tragaos el orgullo. Solo así me dejarán irme. Entonces iré a buscar a la meleyis y a todos los dragones libres que aún haya en el mundo. Y volveré a por vosotros. Entonces, todos juntos, venceremos a estos humanos cuando menos se lo esperen.

¿Y cómo pretendes conseguirlo?, suspiró el dragón del ala rota. Los humanos están venciendo. ¡Es demasiado tarde para derrotarlos! Lo mejor que podemos hacer es morir antes de que nos dominen.

Revyn movió la cabeza imperceptiblemente, cuando se acordó de cómo Yelanah liberó sola a todos los dragones de Logond la primera vez que la vio. Paciente y dulcemente, transmitió aquellas imágenes a los dragones.

Los animales reflexionaron tanto rato que Revyn empezó a preguntarse si se habían perdido en sus pensamientos.

Se inclinó hacia los animales.

Los hombres curarán vuestras heridas. Dejad que lo hagan.

Los dragones no respondieron, pero tampoco era necesario.

Revyn se dirigió a la puerta del carro, salió y dejó la puerta abierta.

—Ya podéis entrar. Curadlos pronto. En pocas semanas estarán listos para luchar.

Revyn notó clavadas en él las miradas atónitas de Alasar y de los demás niños de las cuevas, pero no levantó la vista. Las contusiones de todo su cuerpo le dolían demasiado, y su corazón latía con demasiada intensidad.

Había recuperado la esperanza.

Liberación

Revyn domesticó a los cincuenta y siete dragones que había en un solo día.

—Ahora ya soy libre —dijo con voz apagada mientras cerraba el último carro.

—Aún no hemos acabado —le respondió Alasar—. Todavía quedan dragones.

Revyn vaciló.

—¿Dónde?

—Aún no lo sé, pero te los traeré.

Lo metieron de nuevo en su propia jaula, le dieron una manta de lana, ropa limpia, comida, bebida y un poco de agua para lavarse. Agotado, se estiró en el suelo, se cubrió con la manta hasta el pecho y fijó la vista en la oscuridad.

Cinco días después, los guerreros volvieron con una carga de dragones más numerosa que nunca. En lugar de acechar a una pequeña expedición, Alasar había atacado un pueblo de la frontera haradona con la ayuda de cincuenta niños, incursión en la que solo perdió tres hombres, porque sorprendieron a los haradonos desarmados. La fácil victoria hizo que Alasar se mostrara más confiado y optimista que nunca: metieron a los dragones en las grutas y prepararon las diligencias para atacar inmediatamente un nuevo pueblo. La noticia de sus ataques se propagaría deprisa por todo Haradon y sería atribuida a los myrdhanos. Pronto, las miradas de todo el mundo estarían puestas en las cuevas, y Alasar quería estar preparado cuando llegara ese momento.

A medida que se curaban sus heridas, Revyn iba sintiéndose cada vez más culpable de la triste suerte de los dragones. Y Alasar no dejaba de capturar ejemplares nuevos, algunos domesticados, que no entendieron los planes de Revyn, y otros, ciegos y mudos de ira.

Un día se encontró entre los últimos dragones apresados a Ijua, miembro de los nimorga. Revyn lo reconoció enseguida y entró en su carro. Tenía heridas en las patas traseras, y además estaban atadas para que no pudiese escapar.

¿Qué te ha pasado?, le preguntó Revyn.

La llamada de la irrealidad era demasiado fuerte… Nos vimos obligados a salir del mundo nebuloso. Entonces nos atacaron los humanos. Xersan y yo caímos presos, los demás pudieron huir. Por lo que sé, Palagrin aún está libre. Xersan y yo fuimos a parar a un pueblo, que a su vez fue atacado por otros hombres. Los humanos lucharon entre sí y nos llevaron a otro lugar. Xersan se desangró por el camino. La niebla se abrió para él y su cuerpo desapareció.

Revyn bajó la cabeza con los ojos anegados en lágrimas.

Así estará mejor.

Todos desapareceremos, Revyn, le dijo Ijua con voz debilitada.

Revyn no fue capaz de contradecirlo.

¿Y Yelan?, preguntó.

Abandonó la manada hace muchos días. Salió del mundo nebuloso para venir en tu busca.

Revyn se golpeó la frente con las manos al pensar que Yelanah corría peligro si la encontraban los niños de las cuevas.

Pesadas nubes se cernían sobre las colinas. La hierba estaba húmeda por la lluvia. Las primeras heladas no tardarían en llegar.

Alasar respiró hondo. Aquel día iba a volar a lomos de un dragón. La última vez que salió de incursión lo hizo montado en uno de ellos. De ese modo avanzaban mucho más rápido que a caballo y resultaban inalcanzables para los que iban a pie.

Junto al dragón que pensaba montar se encontraban Magaura, Rahjel, Tivam, varios niños de las cuevas y el domador de dragones.

—Estoy listo —dijo Alasar haciendo un gesto a Revyn para que le acercara el dragón. El animal desplegó majestuosamente sus alas libres de correas.

—En realidad hay monturas especiales para volar —dijo Revyn mientras le entregaba el dragón, acariciándole suavemente el cuello—. Los jinetes del aire se atan a lomos del animal para no caerse durante el vuelo, y la montura es algo más alta por la parte de atrás para impedir que los jinetes pierdan el equilibrio. Sin estas precauciones es peligroso volar…

Alasar se rio con desdén y movió la cola del animal con una correa que había diseñado él mismo. El dragón batió las alas en cuanto Alasar intentó montar a lomos de él y Revyn tuvo que hacer grandes esfuerzos para que el jefe de los niños de las cuevas no perdiera el equilibrio. Le explicó que debía poner las piernas justo detrás de las alas del animal y le indicó cómo cogerse. Alasar se aferró con decisión al cuerno y cogió fuerte las riendas.

—¡Vamos! —exclamó.

Después dio un latigazo al animal y empezó a galopar.

Avanzaron por tierra unos instantes. A cada salto que daban, parecía que el suelo se alejaba un poco más. El dragón mantenía las alas dobladas junto al tronco y solo las abría ligeramente al saltar.

—¡Vamos, sube! —gritó Alasar soltando las riendas y cogiéndose con fuerza al cuerno.

El animal galopó por una suave pendiente y cuando llegaron arriba desplegó las alas y se elevó por encima del suelo con un salto increíble. Sus garras rozaron levemente la tierra, para después replegarse en su cuerpo. Alasar se inclinó peligrosamente hacia un lado. Al poco, estaban volando por los aires.

Alasar casi se olvidó de respirar ante el maravilloso espectáculo. Se hallaba rodeado de cielo por todas partes. El dragón batió sus pesadas alas y empezó a planear por el aire suavemente, como si estuvieran montando unas olas invisibles.

Cuando el susto y el entusiasmo iniciales remitieron un poco, Alasar se atrevió a soltar el cuerno. Se había atado una mano a las riendas. Miró hacia abajo y sintió un escalofrío de placer al ver que el suelo quedaba a muchísimos metros de distancia. A lo lejos vio a sus acompañantes observándole desde la roca. Movió la mano que tenía libre, haciendo ver que tensaba un arco. Con aquellos movimientos el dragón perdió levemente el equilibrio, pero enseguida lo recuperó.

Por fin se dispusieron a aterrizar. El animal estaba agotado. Alasar volvió a cogerse al cuerno, practicó unos minutos la monta con una mano, y finalmente dejó que el dragón se posara en el suelo y se dirigiera hacia los demás.

Estaban a varios cientos de metros de altura. El paso del vuelo al galope fue tan suave que Alasar no se dio cuenta de que habían aterrizado hasta que oyó el sonido de las garras chocando contra el suelo. Cuando llegaron a la roca en la que estaban todos, bajó del dragón algo mareado. El suelo parecía sorprendentemente duro bajo sus pies, y de pronto se dio cuenta de lo rápido que le latía el corazón.

—¿Y bien? ¿Cómo ha ido? —le preguntó Tivam nervioso mientras corría hacia él.

Alasar aprovechó que le daba unas palmaditas en el hombro para apoyarse levemente en él.

—¡La próxima vez ordenaré que me aten al lomo del animal para tener libres las manos y poder usar el arco y las flechas!

Magaura se acercó a ellos con expresión preocupada. Alasar notó que la felicidad que le había embargado durante el vuelo remitía al verla así.

—Parecía peligroso.

Alasar resopló.

—Eres una miedica, Magaura. No me extraña que prefieras quedarte en las cuevas.

—El animal está agotado —dijo Rahjel, acercándose al dragón, que temblaba de la cabeza a los pies por el esfuerzo.

Revyn desató con sumo cuidado la correa con la que habían atado el hocico del animal a su cuello para que no levantara la cabeza durante el vuelo.

—Los dragones no han sido creados para volar con alguien encima. Y cuando, pese a todo, se les obliga a hacerlo, no aguantan más de media hora.

—¿Media hora? —repitió Alasar pensativo—. Es muy poco.

Revyn se encogió de hombros.

—Pues es lo que hay.

—Eso ya lo veremos. ¡Rahjel, la próxima vez atacaremos desde el aire!

Antes de que Rahjel pudiera responder, Revyn exclamó:

—¡Me prometiste que no lo harías! —Hizo un esfuerzo sobrehumano por serenarse antes de continuar—: ¡Me dijiste que no utilizarías los dragones hasta que todos estuvieran domesticados!

—Es posible que ya lo estén —respondió Alasar.

—Pues entonces deja que me vaya.

—Ya me lo pensaré.

Y dicho aquello se dio la vuelta sin prestar más atención al haradono.

—Venga, vámonos ya —dijo a los demás.

Volvieron a las cuevas en silencio. Al cabo de un rato, Tivam corrió hacia Alasar con una sonrisa en los labios.

—La próxima vez yo también quiero probarlo. Los jinetes del aire son prácticamente invulnerables, ¿no? Si conseguimos reunir toda una tropa de jinetes del aire, habrá llegado nuestra hora.

Alasar asintió sonriendo mientras alborotaba el pelo de Tivam. Después miró a Rahjel de soslayo y añadió:

—¿Qué haría yo sin un guerrero tan valiente como tú, Tivam? Un escéptico más a mi lado y me volvería loco.

—¡Yo no desconfío de ti! —dijo Rahjel a Alasar cuando se quedaron solos—. No seas tan susceptible, solo tengo mis reparos.

—Pues guárdatelos para otras cosas —le espetó Alasar empujándolo a un lado.

Rahjel lo siguió de camino a su habitación.

—Alasar, espera.

Se detuvo frente a la entrada de la sala y vio a Alasar sentarse a su mesa, coger una navaja y una piedra de amolar y empezar a afilar la cuchilla.

—Tenemos casi doscientos dragones —empezó a decir Rahjel—, pero ni un solo motivo que nos lleve a pensar que podamos necesitarlos. Ya sé lo que vas a decirme, ya hemos hablado mucho sobre esto y soy consciente de que…

—No, Rahjel —le interrumpió Alasar—, tú no eres consciente de nada. ¿Te parece que nuestra vida es normal? ¿Eh? ¡Respóndeme!, ¿te parece normal que vivamos escondidos en unas cuevas?

—No, pero es nuestra vida.

Alasar lanzó un gemido.

—Entonces márchate, no tengo nada más que decirte.

—Alasar… —Rahjel se dio media vuelta para marcharse, pero tras pensárselo unos instantes entró de nuevo en la habitación—. Mira, hasta ahora siempre te he apoyado porque soy tu amigo.

—Ah, ¿sí? —preguntó Alasar en voz baja, sin levantar la vista de su navaja.

—Te seguiré a donde me pidas, ya lo sabes. Pero me preocupa qué será de los nuestros si nosotros fracasamos y no estamos a la altura de nuestros enemigos. Piensa en Magaura… —pronunció esto último casi en un susurro.

Alasar dejó su navaja y se apoyó contra la pared. Durante unos instantes no dijo nada y se limitó a observar a Rahjel, cuya mirada de comprensión y dulzura le molestaba y entristecía al mismo tiempo. De pronto no pudo evitar pensar en cómo había sido Rahjel de niño. Recordó al pequeño que le salvó la vida en la cabaña derruida. Tenía los mismos ojos. Lo miraba del mismo modo, con una fidelidad incondicional. Aquellos ojos parecían querer decirle que estaban listos para hacer cualquier cosa aun a disgusto.

—¿Recuerdas la cabaña derruida? —preguntó Alasar a Rahjel en voz baja.

Rahjel no se movió ni un milímetro, pero su rostro se alteró levemente. Alasar supo de inmediato que había estado pensando en lo mismo. Pese a sus discrepancias, se sintieron de pronto muy cerca el uno del otro, como la primera vez que se habían encontrado, con el cadáver de un haradono de por medio.

—Me salvaste la vida.

Rahjel asintió imperceptiblemente.

—En esta guerra yo te devolveré el favor salvándote a ti la vida.

Desde que Ijua le había hablado de Yelanah, Revyn no hacía más que pensar en ella. Estaba tan angustiado, se sentía tan indefenso, que por las noches, cuando lo llevaban al carro en el que seguía preso, tenía la sensación de que le faltaba el aire solo de pensar qué pasaría si la elfa llegaba a las cuevas y la apresaban como a él. Alasar y sus seguidores eran tan imprevisibles que Revyn los creía capaces de cualquier cosa.

Además, los dragones estaban cada vez más nerviosos. Seguían comportándose como él les había pedido, pero no faltaba mucho para que Alasar se decidiera a utilizarlos realmente y entonces… Antes de que eso sucediera Revyn tenía que ser puesto en libertad, encontrar a Yelanah, reunir a todos los dragones salvajes y, por fin, liberar a todos los cautivos. A pesar de todo, no hacía más que repetirse que todo saldría bien.

A medida que pasaban las semanas, Revyn fue perdiendo la esperanza de salir de allí. En cuanto tenía a todos los dragones domesticados, Alasar le traía una remesa nueva, así como toda suerte de útiles. Revyn no sabía si Alasar conseguía todas aquellas cosas durante sus incursiones o realizando trueques con los comerciantes. Comprobó que estaba formando un verdadero ejército de dragones, aunque no era consciente de lo que significaba. Con el tiempo, Alasar quiso que enseñara a montar y a volar sobre un dragón al resto de los niños de las cuevas, pero bajo ningún concepto podía volar él. Alasar no quería correr el riesgo de que se escapara.

La desesperación de Revyn fue acentuándose con el paso de los días; llegó incluso a sentirse como un despojo humano. Tenía que haberse imaginado que Alasar no iba a dejarlo en libertad nunca, que rompería así su palabra. Ya hacía tiempo que había empezado a utilizar dragones durante sus salidas y sus robos.

A menudo pensaba en formas de huir de allí y en cómo ingeniárselas para liberar a los dragones como hiciera Yelanah en Logond, pero no pasaba ni un solo segundo a solas, y menos aún cuando lo dejaban en la jaula, pues siempre estaba vigilado por los guerreros de Alasar, igual que los dragones. Revyn nunca se hallaba a solas con los animales. Lo único que le consolaba era pensar que, si Yelanah lo encontraba, quizá podría liberarlos a él y a los dragones, pero era mejor no hacerse ilusiones. Yelanah no podría vencer a los niños de las cuevas, y además ni siquiera sabía dónde se encontraban.

Oyó una voz de mujer que le hablaba en sueños y le pedía suavemente que se despertara. Revyn parpadeó varias veces antes de abrir los ojos y comprender que la voz era real.

Frente a su jaula había una joven de pelo oscuro a la que confundió por un momento con Yelanah, pero la luz de la antorcha le reveló enseguida que se trataba de otra chica a la que había visto entre los niños de las cuevas.

—Escúchame —susurró la chica con los ojos brillantes de miedo y determinación—, voy a dejarte libre. Te mostraré el camino de salida, y no vuelvas nunca más, ¿me entiendes?

Revyn pensó que estaba soñando.

—¿Quién eres?

—No puedo decírtelo.

La joven abrió el cerrojo de la jaula con dedos temblorosos. Después se hizo a un lado y esperó a que Revyn saliera de allí. Él no podía dar crédito a lo que veía. Tenía que ser una trampa, porque no entendía nada de lo que estaba pasando.

—¿No quieres huir? —le preguntó la chica con timidez.

Revyn salió torpemente de la jaula. No le habría costado nada atacarla, arrebatarle la antorcha de las manos y salir corriendo a la oscuridad de las grutas.

—Vamos, sígueme, rápido —le indicó la chica señalando el camino.

Revyn la obedeció vacilante.

Cuando dejaron atrás la luz de la antorcha, Revyn seguía a la desconocida sin dejar de tropezar.

—Dame la mano —le dijo ella en voz baja.

Notó que los dedos de la chica le rozaban el brazo hasta coger su mano. Cuando la tuvo, estiró de él para que caminara con más rapidez.

De vez en cuando le daba alguna indicación que otra, como «Agacha la cabeza» o «A la izquierda hay una pared» o «Aquí empieza una pendiente», pero por lo demás avanzaban en silencio. Sus manos entrelazadas y la absoluta oscuridad provocaban una cercanía entre los dos que a Revyn le desconcertaba. Lo único que sabía de su guía era que era uno de los niños de las cuevas, y que, pese a todo, estaba ayudándolo a huir. De este modo, sin poder verla siquiera, con el simple tacto de su mano, la chica se convirtió en la materialización de sus sueños más ingenuos. Demasiado bonito para ser verdad.

Después de lo que a Revyn le parecieron largas horas, se abrió ante ellos una diminuta rendija por la que se colaba algo de luz, y su guía misteriosa se convirtió de nuevo en una joven que, por alguna extraña razón, había decidido jugar a Alasar una mala pasada.

Subieron por una pendiente arenosa y salieron a la luz la luna. Frente a ellos se extendía un vastísimo paisaje rocoso. Revyn salió al exterior con las rodillas temblorosas bajo el manto de luz de la luna llena. El cielo nocturno le pareció más infinito y bello que nunca.

—Ahora vete —le dijo la chica con voz débil.

Revyn se dio la vuelta para darle mil gracias, pero no fue capaz de expresar lo que sentía. La desconocida asintió con la cabeza y levantó una mano a modo de saludo. La luz de la luna iluminó una joya que llevaba en la muñeca. Revyn reconoció de inmediato el brazalete de la princesa Ardhes. Las imágenes de Ardhes, de Octaris y, ahora, de su misteriosa salvadora le sobrevinieron como un torbellino, como si todo formara parte un tejido que dibujaba su destino.

—Buena suerte —dijo la chica.

Revyn le dio la espalda, con la extraña sensación de que sus piernas no formaban parte de su cuerpo; de que otra persona caminaba en su lugar. Anduvo en la noche subiendo y descendiendo colinas sin detenerse un segundo, hasta que cayó rendido de agotamiento.

El traidor

Alasar no se podía creer que entre ellos hubiera un traidor.

—¡Que las tropas salgan en su búsqueda! —ordenó—. ¡Revisad todos los pasillos y las grutas, y traedme a los que hicieron guardia ayer!

Los guerreros salieron corriendo. Poco después volvieron con los centinelas. Ninguno de ellos había notado nada, ni había visto al prisionero.

—Eso significa que aún está bajo tierra —reflexionó Alasar—, o que ha encontrado una salida secreta lejos de aquí… —Se dio la vuelta hacia Rahjel, que hasta el momento había permanecido callado detrás de Alasar—. El traidor debe de conocer bien todo esto porque lo ha llevado hasta una salida sin guardias.

—¿Y por qué crees que te han traicionado? —le dijo Rahjel—. ¿No es posible que el haradono se haya escapado por su propio pie?

Alasar se dio un puñetazo tan fuerte en la palma de la otra mano que Rahjel dio un respingo.

—¡El maldito cerrojo estaba abierto!

En ese momento, Magaura se sumó al grupo, y con semblante preocupado dijo a su hermano:

—Ya me he enterado.

Alasar se frotó la frente.

—No te preocupes, lo encontraremos.

Levantó la cabeza para mirarla, pero Magaura no lo miraba a él, tenía los ojos fijos en alguien que se encontraba detrás de ella.

Alasar se dio la vuelta para mirar también a Rahjel, que rápidamente apartó la vista de Magaura para mirarlo a él. ¡Qué poder el de las miradas! Aquel breve segundo bastó para remover algo en Alasar; un sentimiento casi olvidado, imposible de definir con palabras.

—También es posible que el haradono robara la llave a alguno de los centinelas sin que se dieran cuenta —dijo Rahjel—. No hay motivos para pensar en lo peor y creer que hay un traidor entre nosotros, ¿no?

Alasar no respondió, se acercó a Magaura y le colocó las manos en los hombros. En ese momento le pareció tan frágil y débil, como si aún fuera aquella niña de seis años que acababa de quedarse huérfana.

—Magaura, no te preocupes. —La rodeó con sus brazos, dándole un abrazo. Ella puso las manos en la espalda de su hermano suavemente—. Encontraremos al traidor, no habrá nada que temer. Nuestro sueño se habrá cumplido y el mundo caerá rendido a nuestros pies.

Rahjel se marchó a ver a su madre. Igola requería de su hijo a menudo, y más en los últimos tiempos. Con el asunto del traidor, dijo Rahjel, tenía miedo de estar sola y quería que la informara de cuanto estaba pasando.

—Al menos tenemos a los dragones —dijo Alasar, cuando se quedó a solas con Magaura sentado en el suelo.

La chica asintió.

—Ahora creo que ya tenemos suficientes dragones —continuó diciendo él—, aunque me habría gustado retener al haradono un poco más. Si no lo encontramos, habrá que pensar que ha vuelto a Haradon y ha dado la voz de alarma, de modo que en cuestión de días tendremos aquí a las legiones haradonas.

Magaura levantó la vista asustada.

—Pero no nos encontrarán, ¿no?

—Si saben que vivimos en las cuevas, seguro que nos encuentran, y si el domador les cuenta cuántos dragones tenemos, peinarán todo el país si es necesario. No nos queda otra opción que atacar de inmediato.

Magaura lo miró como si acabara de profetizar su muerte.

—¿Te he decepcionado en algún momento? —le preguntó Alasar en voz baja—. ¿He fracasado en alguna de mis empresas?

Ella negó con la cabeza con los ojos anegados en lágrimas.

—Nunca te pasará nada mientras estés a mi lado.

Ella asintió.

—¿Sabes, Magaura? No me gusta que desconfíes de mí; y en los últimos tiempos has dudado mucho, aunque no tenías motivos para hacerlo. Tienes que confiar más en tu hermano. —Le cogió la mano—. Lo único que quiero, y por lo que lucho, es ofreceros a ti y a todos una vida mejor, fuera de las tinieblas.

Una lágrima rodó por la mejilla de Magaura.

—Estoy cansada, necesito dormir un rato.

Se levantó y desapareció en la oscuridad.

Alasar la siguió con la mirada, pensativo.

¿Dónde se había metido Rahjel? Alasar tenía que hablar con él, acabar de una vez por todas con sus desavenencias y empezar de cero su amistad. Les esperaban acontecimientos decisivos que solo superarían si se demostraban absoluta confianza y fidelidad. Pese a la huida del haradono, Alasar tenía de pronto los mejores propósitos, como si la presencia de un traidor entre ellos hubiera servido para estrechar su relación con el resto de sus seguidores.

Se dirigió hacia los aposentos de Igola en busca de Rahjel. Por el camino fue cruzándose con multitud de niños que le aseguraban que ellos no le habían traicionado, al tiempo que le proporcionaban todo tipo de consejos e hipótesis acerca de dónde podría estar el haradono. Alasar pidió a cada uno de ellos que se armara y fuera a comprobar si su suposición era cierta.

Llegó a la gruta en la que se encontraba el dormitorio de Igola. Ahora que los niños ya no dormían allí, la sala parecía el doble de grande. La mujer estaba sentada junto a su hijo pequeño en el suelo, cosiendo trozos de piel para hacer una camisa. Alasar se les acercó.

—¿Dónde está Rahjel?

Igola y Tivam alzaron la vista.

—Ni idea —dijo Tivam encogiéndose de hombros—. ¿Qué haces aquí? Quería ayudarte a buscar al fugitivo pero mam… Igola me ha entretenido…

—¿Cuánto hace que se ha ido?

—¿Quién, Rahjel? Hoy no ha venido —respondió Igola sorprendida—. ¿Es que le ha pasado algo?

Tivam se levantó de inmediato y dijo:

—¡Voy a buscarlo, Alasar, en cuanto lo encuentre te lo traigo!

Algo desconcertado, Alasar se dispuso a partir también. Seguro que lo habían demorado de camino hacia allí. Quizá le habían pedido que ayudara con la búsqueda del haradono y él se había olvidado de ir a ver a su madre…

Antes de marcharse de la sala, Alasar se dio la vuelta hacia Igola, la cual lo observaba en silencio.

—¿Pediste a Rahjel que viniera a verte esta mañana?

Ella dudó unos segundos.

—Se lo pedí a Tivam. No quería que saliera a buscar al haradono. Es demasiado joven y desconoce el peligro que…

Alasar le dio la espalda tras saber que Igola no había pedido a Rahjel que fuera a verla. Qué extraño…

De nuevo en la zona más animada, Alasar anduvo un rato de un lado a otro sin saber exactamente adónde dirigirse. A su alrededor, todo el mundo parecía mucho más inquieto que él por la huida del haradono. Pero aquella ya no era su mayor preocupación. El resto de los chicos debieron de creer que su expresión taciturna e irritada se debía a la fuga del domador, por lo que todos lo observaban con miedo.

En aquel momento vio a Magaura deslizándose por uno de los corredores. ¿No había dicho que quería dormir? Los pies de Alasar se pusieron de inmediato en movimiento como si tuvieran voluntad propia. Fue hacia un pasillo. Tras la segunda antorcha distinguió a Magaura dirigiéndose hacia otro túnel. ¿Adónde se dirigía? Alasar aceleró el paso.

Magaura dobló de nuevo una esquina y fue a parar a un pequeño pasillo abandonado sin apenas iluminación. Magaura aparecía y desaparecía por los pasillos, seguida de Alasar. Sus siluetas se dibujaban unos segundos bajo la luz de las antorchas, para desaparecer de inmediato en las tinieblas.

La vio desaparecer al final de un pasillo tras una cortina hecha con pieles. Estaban muy alejados del centro de las cuevas y reinaba un silencio absoluto, solo interrumpido de vez en cuando por el sonido de alguna gota que caía desde el techo. Alasar aminoró el paso al darse cuenta de que estaba persiguiendo a su propia hermana. Debía de haber salido a buscar cristales para hacerse un collar o a dar un simple paseo.

Hacía años que no acompañaba a su hermana en sus paseos. Los recuerdos de la infancia lo remontaron a cuando Magaura no se movía de su lado y lo admiraba y lo quería sobre todas las cosas. Alasar movió la cabeza para apartar aquellos pensamientos. Su hermana aún lo quería igual, pero su relación había cambiado. Últimamente la había desatendido mucho y ya no pasaban tanto tiempo juntos. Sintió una oleada de añoranza. Por el pasado, por Magaura. De repente tuvo ganas de pasear por las grutas con ella como antes, cogerla de la mano y quedarse a solas con ella en silencio.

No sentirse solo en el mundo.

Avanzó por el corredor a paso ligero para alcanzar a su hermana. Llegó a la cortina de pieles y pasó por una estrecha ranura en la roca. Al otro lado reinaba una oscuridad absoluta. Tanteó las frías piedras con manos y pies e intentó avanzar sin perder el equilibrio.

De pronto vio una lucecita delante de él, probablemente una antorcha. Se arrastró hacia el lugar del que provenía la luz, y en ese momento oyó un ruido parecido a murmullos, o al gemido del viento colándose entre las rocas. Alasar recordó cuando a Magaura le daba miedo el sonido del viento y lo confundía con susurros de fantasmas. ¿Seguiría teniendo miedo alguna vez? Si así era, se alegraría de que él la hubiese seguido…

Alasar se detuvo petrificado al oír un suspiro que duró solo un segundo, pero que en su cabeza resonó largamente.

Cuando reanudó la marcha, el murmullo fue subiendo de tono y volviéndose cada vez más claro, hasta reconocer palabras. No era el viento, sino voces. Alasar se detuvo, sin atreverse siquiera a respirar. Se quedó quieto en la oscuridad observando las dos siluetas que se recortaban a la luz de la antorcha. Estaban abrazados. Él la cogía por la cintura y ella le acariciaba la nuca. La luz de la antorcha hacía brillar las lágrimas en los ojos de Magaura.

—Lo sabe —decía entre sollozos—. Lo sabe, lo sabe…

—Tranquilízate, sabe que hay un traidor, pero jamás imaginará que eres tú.

—¡No tendríamos que haberlo hecho! —Se separó un poco de él sin dejarle las manos—. Ha sido un error, ¿no crees? ¡Tendríamos que haberlo matado! Ahora no nos queda más remedio que ir a la guerra porque el ejército haradono nos encontrará. Alasar tenía razón, él siempre sabe qué es lo mejor.

—No seas tonta, sabes que Alasar nos conducirá a todos a la perdición.

—¿Tú crees?

—Desde luego. Deja de angustiarte, ya no habrá más dragones.

—¿Y qué pasa con el haradono? Si el domador nos delata, nos veremos obligados a pelear tanto si queremos como si no.

—Nos esconderemos. ¡Las cuevas son enormes! No nos encontrarán. Solo tenemos que convencer a Alasar de que no vaya a la guerra.

—Pero ¿cómo?

—Si liberamos a los dragones, no tendrá más remedio que resignarse, y entonces podremos quedarnos aquí para siempre.

—Yo no quiero correr más riesgos. ¿Cómo se supone que liberaremos a los dragones, si están todos vigilados?

—Ya encontraremos el modo. Confía en mí.

—Ya lo hago. Sé que estamos haciendo lo correcto, pero aun así me siento fatal.

—A mí también me resulta difícil, ¿o crees que yo no quiero a Alasar? Para mí es una persona muy importante, y me duele tener que mentirle, y no poder hablarle de nuestros miedos, de nuestro amor…

—Pero no podemos hacerlo. Se sentiría traicionado, ya sabes cómo es.

—Entonces tendremos que seguir mintiendo.

—Sí, ¡pero me da tanta pena! ¿Crees que Alasar da pena a alguien más?

—No, los demás le tienen miedo, hasta yo le tengo miedo a veces.

—Y yo.

—Pero lo que me daría más miedo en la vida sería no tenerte a mi lado. Ningún miedo, ninguna traición sería peor que vivir sin ti.

Magaura permaneció en silencio un buen rato con los ojos fijos en los de Rahjel.

—Podría ser todo tan bonito si… —dijo al fin—. Yo adoro las cuevas. No quiero irme de aquí. Y no quiero perderte. Cada vez que salís a cazar dragones paso un miedo terrible pensando en ti. Es como si te llevaras contigo mi corazón, y ni siquiera respiro con normalidad hasta que regresáis. Me moriría si un día no volvieras.

Magaura rozó la mejilla de Rahjel con la nariz, y este giró la cara hasta que sus labios se encontraron.

Alasar dio un paso atrás; las sombras se proyectaban en él. Fue como si lo obligaran a retroceder y a marcharse de allí. Apartó la cortina y corrió como un loco por el laberinto de pasillos.

Mientras volvía a su habitación, Magaura tuvo la extraña sensación de que la seguían, pero no vio a nadie. Claro que, aunque estuvieran siguiéndola… ¿qué podía temer? Nadie estaba al corriente de lo suyo con Rahjel, ni de lo otro, así que no había de qué preocuparse. Sin embargo, la cabeza le daba vueltas, necesitaba calma y tranquilidad. Tenía que dormir.

Cuando entró en su habitación, se llevó un susto de muerte al ver a Alasar justo delante de ella.

—¡Por Dios, qué susto me has dado! ¿Qué haces aquí?

Lo miró a los ojos, más oscuros y vacíos que nunca. Era como si su alma hubiese abandonado su cuerpo justo a la entrada de su habitación. Magaura notó que se le ponía la piel de gallina.

—¿Por qué no dices nada? —preguntó con un hilo de voz.

Conocía perfectamente la respuesta, y Alasar también. En el silencio que los separaba no cabían los secretos. Lo sabía.

—Alasar…

Él sonrió, y la sonrisa dibujó en su cara una mueca horrible, mientras su cuerpo daba un paso adelante. El corazón de Magaura empezó a latir tan rápido que hasta le costaba respirar.

—¿Dónde estabas? —le preguntó con tono autoritario. Las pupilas empezaron a temblarle y sus ojos se humedecieron.

—Yo… —Magaura intentó tragar saliva, pero solo logró emitir un sonido extraño—. Te estaba buscando.

Alasar dejó de sonreír. Sus manos se posaron en los hombros de Magaura y ella dio un paso atrás. Pero él no la tocó, sino que cogió una cazuela y se la tiró a los pies, rompiéndola en mil pedazos.

—¡Maldita hipócrita!

Magaura se había agachado y se cubría la cara con las manos.

—¿Cuánto tiempo hace —gritó él— que me traicionáis?

—Nos amamos —susurró ella.

—¿Desde cuándo?

—Desde hace dos años.

Él respiró hondo para reprimir las lágrimas.

—Dos años… envenenándote.

—No —replicó Magaura llorando—, ha sacado lo mejor de mí. ¡No podía decírtelo porque no lo habrías comprendido!

—Te ha envenenado con sus ideas traicioneras durante años… Quiere robarme el puesto. ¡Quiere quitármelo todo!

Magaura alargó las manos hacia él.

—¡No!

—¡Y tú me has traicionado por él! —Soltó una carcajada histérica. Mientras hablaba iba golpeándose la cabeza con las manos—. ¡A tu propio hermano! ¡Queríais hundirme! ¡Queríais hundirnos a todos!

—¡Queríamos evitar lo peor! —Intentó rozar los brazos de Alasar, pero este se apartó como un animal herido—. Alasar, queríamos evitar lo peor. La ambición acabará con nosotros. ¡Y si empezamos una guerra ya no habrá marcha atrás! El mundo de los adultos no es un juego, ¿lo entiendes? Si sigues por este camino, nos precipitarás a todos a la muerte, y yo no quiero morir, ni quiero que mueras tú, ni Rahjel.

Alasar miró fijamente el rostro de su hermana empapado en lágrimas.

—Lo mataré —dijo con los puños cerrados.

—¡No! —gritó Magaura, abrazándolo y cayendo de rodillas—. ¡No, no lo hagas! ¡No puedes hacerlo, no hablas en serio!

Él se zafó de ella y salió de allí.

Magaura corrió detrás de él.

—¡Alasar, no!

Unos niños que pasaron junto a ellos los miraron, sorprendidos. Alasar se dirigió hacia uno de los guerreros y le quitó la espada sin decir palabra. Magaura dio un paso atrás y ahogó un grito. Entretanto se habían reunido ya muchos niños a su alrededor.

—Ya hemos encontrado al traidor —dijo Alasar en voz alta—. Ordeno que Rahjel, el traidor, muera de inmediato.

Sin prestar atención a las miradas de perplejidad de los niños, Alasar se puso en marcha. Algunos de los guerreros desenvainaron sus espadas. Unos cuantos se pusieron al lado de Alasar y enseguida se formó una comitiva. Tras de sí se oyó el sollozo desesperado de Magaura, que se abrió paso entre los chicos a toda prisa interponiéndose en su camino con los brazos abiertos. Alasar la apartó con rudeza, haciéndola caer de rodillas al suelo. Pero ella se puso en pie de inmediato y volvió a abrirse paso entre los guerreros, solo que esta vez no intentó detener a Alasar, sino que siguió corriendo hacia delante.

—¡Rahjel! —gritó—. ¡Rahjel!

Alasar no corrió detrás de ella, porque sabía que darían con él, lo encontrarían y lo matarían, tanto si ella le avisaba como si no.

Los gritos de Magaura se oían en la distancia. Cada vez había más niños reunidos en torno a Alasar, aunque no todos blandían sus armas. El sonido de sus pasos fue aumentando progresivamente como un redoble de tambores.

Llegaron a una gruta en la que Rahjel estaba dando clases de lucha a unos niños. Alasar reconoció a Magaura y a Rahjel entre el grupo, justo en el momento en que estos se daban la vuelta para mirarlo, horrorizados.

—¡Vete! —gritó Magaura a Rahjel—. ¡Corre, márchate!

Rahjel recorrió con la mirada la comitiva de Alasar, hasta detenerse en él.

—¿Qué demonios…? —empezó a decir, pero se calló en cuanto vio que Alasar lo señalaba con la espada.

—No dejéis que se escape, pero no lo toquéis, ¿entendido?

Se dirigió hacia Rahjel a grandes zancadas.

Magaura empujó a Rahjel desesperada.

—¡Corre!

—Alasar —dijo Rahjel retrocediendo un paso—, ¿qué haces?

Alasar casi le había dado alcance.

—Te mataré.

Levantó su espada e intentó clavársela.

—¡No! —Magaura se lanzó sobre Alasar para empujarlo a un lado—. ¡Corre! —chilló, soltando a su hermano y cogiendo a Rahjel de la mano.

Huyeron hacia un túnel.

Alasar respiraba con dificultad. Las uñas de Magaura le habían arañado la mejilla, y un dolor amargo y frío le recorría la piel. ¡Magaura lo había herido!

—Vigilad las salidas —ordenó como ausente.

Y dicho aquello entró en el túnel.

Sabía que Rahjel no sería tan tonto como para recorrer el túnel hasta la salida. Torcería en el primer cruce que encontrara e intentaría salir de aquel túnel lo antes posible.

Alasar volvió a oír el ruido de espadas y pasos tras de sí. Eligió un pasillo secundario, escogiendo adrede los caminos más estrechos, hasta que el sonido de los demás niños se perdió en la distancia. Oyó el aleteo de los murciélagos, y sus garras asiéndose a las rocas. Y de pronto aquel ruido se convirtió en el roce de una tela. Allí había alguien que corría en silencio. La falda de Magaura rozando el suelo. Sintió el corazón en la garganta y las sienes a punto de estallarle.

Ruido de pasos. Alasar los siguió con sigilo. De pronto, el silencio. Los había perdido. ¿Podían haberlo oído? ¿O se lo había imaginado?

Dio la vuelta y dobló la esquina a la derecha. Siguió caminando hacia delante, y entonces oyó de nuevo claramente la falda de Magaura y el ruido de pasos. Alasar se detuvo y aguzó el oído. Casi le pareció verlos moviéndose en la oscuridad.

—¡Tienes que marcharte! Intentaré calmarlo. Hablaré con él y volveré a buscarte.

—Me esconderé en nuestro antiguo pueblo. Si no vuelves dentro de un rato, vendré a por ti.

—¡Si lo haces, moriremos los dos!

—O escaparemos, si es preciso.

—Ya veremos… Ahora vete…

—Te quiero…

—¡Y yo a ti!

Cuando Alasar entró en la gruta, Rahjel ya se había marchado. Magaura estaba pálida como un fantasma a la luz de la antorcha, mirando a su hermano.

—¿Te deja sola?

Ella no respondió.

—Supongo que no me dirás dónde está.

Los ojos de ella se anegaron en lágrimas.

—Nuestro antiguo pueblo no es un buen escondite.

—¡No, por favor, no lo hagas, Alasar! —Corrió hacia él al ver que se dirigía hacia un pasillo sin prestar atención a sus súplicas—. ¡Rahjel es tu amigo! ¡Te quiere igual que yo! Tan solo deseamos tu bien…

Los sollozos rompieron su voz. Después Alasar oyó sus pasos de nuevo tras él. Saltó algunas piedras, pasando entre varios lagos que parecían espejos ciegos.

—¡Sé que te salvó la vida! Estás en deuda con él, ¡no puedes olvidarlo! ¡Todo lo que has hecho es gracias a él!

Alasar le dio una bofetada tan fuerte que la cabeza de Magaura salió disparada hacia un lado.

—Eres una zorra. No se te ocurra decir eso otra vez.

—Salvaje —jadeó ella, y entonces se abalanzó contra él y empezó a pegarlo y a arañarlo.

Alasar intentó cogerla por las muñecas, pero ella comenzó a darle patadas. Al final la agarró del cuello. Magaura gimió al notar que sus dedos casi le cortaban la respiración. Alasar tenía los ojos anegados en lágrimas. La tiró a un lado con todas sus fuerzas.

Ella cayó al suelo y se golpeó la cabeza contra una piedra.

Alasar tenía el rostro bañado en lágrimas. Al fin logró contenerse y dejar de llorar. Esperó a que Magaura hiciera lo mismo, pero el silencio de la gruta lo envolvió con todo su peso. Sintió que se ahogaba.

—Levántate —dijo con un hilo de voz—. ¡Que te levantes, te digo!

Alasar se quedó helado cuando cogió del cuello a su hermana y la incorporó.

Bajo el cuerpo de Magaura había tres rocas puntiagudas como espadas. Alasar puso la mano en su espalda. Estaba cubierta de sangre. Abrió la boca, pero no fue capaz de proferir sonido alguno. Entonces apartó el pelo de la cara de Magaura y vio un reguero de sangre. Una de las rocas le había partido el cuello.

Alasar la miró petrificado sin poder apartar la vista de ella. La sangre empezó a teñirle la ropa. Incapaz de moverse, abrazó a Magaura con todas sus fuerzas.

Los niños de las cuevas se apartaron del camino de Alasar sin atreverse a acercársele o a ofrecerle ayuda mientras, con la mirada perdida, llevaba a Magaura por los pasillos, dejando tras de sí un rastro de sangre.

Se detuvo al llegar a una pequeña gruta. Con sumo cuidado dejó el cuerpo de Magaura en el suelo sobre unas pieles, y luego le alisó el vestido. Le apartó el pelo de la cara, y se lo peinó con cariño, intentando tapar la herida.

—Que venga Tivam —dijo a los allí presentes abstraído.

Tivam apareció en compañía de Igola. La mujer tenía las manos puestas sobre los hombros de su hijo, quién sabe si para protegerlo o por temor a desmoronarse. Se detuvieron a la entrada de la gruta.

Pasados unos instantes, Alasar se dio la vuelta hacia ellos.

—¿Sabes lo que ha pasado?

Tivam se obligó a asentir.

—¿Dónde está Rahjel? —preguntó Igola—. ¿Qué le has hecho? ¡Él no es un traidor! —Se mordió los labios para no llorar.

—Rahjel —Alasar respiró hondo— ha matado a Magaura.

Igola miró a la difunta sin dar crédito a lo que oía.

—No —respondió con un hilo de voz—, no es cierto. Rahjel no ha matado a nadie, porque es incapaz de hacer algo así.

Alasar acarició el rostro de Magaura.

—Tivam, quiero que me escuches —dijo encogiéndose de hombros—. Eres un guerrero fiel, te respeto y te admiro. Quiero que decidas si nuestro reino es importante para ti o si prefieres vengarte de mí, porque he matado a tu hermano.

Igola lanzó un grito y cayó al suelo desmayada.

Tivam se quedó de pie, con su madre y el asesino de su hermano ante él. Tenía los puños apretados y los ojos anegados en lágrimas, aunque hacía lo posible por disimularlo. Entonces cayó de rodillas y golpeó el suelo con los puños.

—¡Nuestra meta es lo más importante! ¡Todo por los niños de las cuevas!

Alasar dirigió una última mirada a Magaura. Le acarició los brazos, pensativo, rozó el brazalete dorado, lo cogió y lo apretó con fuerza entre las manos.

—Vigílala, Tivam —dijo en voz baja al salir de la gruta.

Tivam se quedó llorando mientras lo vio alejarse.

En el cielo no había ni una nube y el aire era tan frío que cada inspiración parecía llegarle hasta los pulmones. Los últimos rayos de sol iban despidiéndose del día. Las ruinas del poblado estaban bañadas bajo una luz pálida e irreal, como si estuvieran sumidas en un sueño.

Era la primera vez que Alasar volvía a su pueblo después de muchos años. El día que lo abandonó para entrar por primera vez en las rocas, ese día, enterró su infancia.

Aquí y allá se veían restos carbonizados. Los cimientos de las casas aún podían distinguirse entre los escombros y los restos de huesos descompuestos y putrefactos.

Alasar deambuló por el pueblo como un fantasma. La sombra de los años pendía sobre las ruinas y se apoderaba de él. No se oía nada más que el crujido del suelo helado a su paso.

Se dio la vuelta.

—¡Rahjel! —gritó pasándose la lengua por los labios—. ¡Sal, estamos solos!

Pasaron varios minutos antes de que Rahjel apareciera tras los restos de una cabaña.

Alasar había creído que jamás podría volver a sentir nada, pero al tener a Rahjel ante sus ojos sintió que el odio le quemaba las venas. Con la mano izquierda cogió la espada que había llevado para Rahjel y se la tiró. El arma cayó a los pies del chico sobre la hierba.

Rahjel miró la espada y a Alasar alternativamente.

—No quiero luchar contra ti.

Alasar asió su espada con las dos manos. Su voz sonó más aguda de lo normal.

—Magaura nunca te ha amado. ¡Es mía! —farfulló.

Le temblaban los labios y le costaba respirar.

Rahjel negó con la cabeza.

—La perdiste hace mucho tiempo.

Alasar lanzó un grito salvaje, precipitándose contra él. Rahjel se quedó quieto, sin hacer ademán de coger la espada que tenía a sus pies. En el último segundo esquivó el ataque de Alasar, pero este volvió a arremeter contra su amigo.

—¡Es culpa tuya! —gritaba—. ¡Tú la has envenenado!

Rahjel fue esquivando como pudo sus ataques, hasta que tropezó, cayó sobre la espada, la cogió y la levantó como pudo. Las hojas chocaron con fuerza.

Rahjel rodó hacia un lado y saltó para incorporarse.

—¡Para ya! ¡Magaura es tu hermana! ¡No sabes lo que haces!

Los ojos de Alasar se habían convertido en fuego. Movía su espada de un lado a otro golpeando con todas sus fuerzas, y Rahjel a duras penas podía contener los ataques. En un momento dado, las espadas chocaron de nuevo con tanta fuerza que Rahjel no pudo mantener el equilibrio y se le cayó la suya. Alasar corrió hacia él, apartó el arma de una patada y miró a Rahjel con una ira infinita.

Este lo miró suplicante.

—Vamos, siempre he estado a tu lado. No pretendía hacerte daño, Alasar. No me quites a Magaura, ¡ella es mi vida!

Alasar puso una mano sobre la cabeza de Rahjel.

—No. Ella es tu condena a muerte —dijo a regañadientes.

Solo entonces, al sacar la espada del cuerpo de su amigo, pudo abrazarlo con todas sus fuerzas y llorar como nunca lo había hecho mientras Rahjel moría entre sus brazos.