Allende los bosques

El ejército avanzaba por un desfiladero de un kilómetro de largo, un sendero sustentado apenas por unas rocas que sobresalían vertiginosamente. La gravilla amenazaba con desprenderse en cualquier momento y precipitar a los soldados al vacío. En aquel tramo el paso que serpenteaba entre las montañas de Haradon y Myrdhan era tan estrecho que los carros solo podían avanzar de uno en uno, lo cual significaba para el ejército de Logond ir a paso de tortuga.

Los guerreros dragonianos iban a la cabeza de la comitiva. Revyn suspiró de cansancio, a pesar de que viajaba a lomos de un dragón. En las últimas cuatro noches no había pegado ojo debido a las juergas que se organizaban en torno a la hoguera. Además, desde que habían partido, se levantaba todos los días antes del amanecer.

Su armadura se componía de una sencilla plancha para cubrir el pecho y la espalda, protectores para brazos y piernas, y unas hombreras parecidas a las alas de un escarabajo. También llevaba la capota de los guerreros dragonianos, que no tenía nada que ver con la sencilla capa de los soldados normales: le cubría la nuca, de modo que solo le sobresalían las puntas de las trenzas, al tiempo que dejaba al aire libre la mitad inferior de su cara. Un casco de metal que acababa en punta y podía echarse atrás le protegía también la nariz y los ojos, además de la cabeza.

Revyn se levantó el cuello de la camisa para dormitar unos minutos sin que nadie se diera cuenta. Echó la cabeza hacia atrás, dejando que el sol se posara en su cara. Palagrin aprovechó para roer su bozal en vano. Revyn le dio unas palmaditas en el cuello. Ya estamos llegando; en cuanto paremos te quitaré todo esto, te lo prometo. El apagado resuello del dragón sonó casi como un suspiro.

Para fastidio de todo el ejército, al mediodía no se detuvieron a descansar. Al caer la noche vieron aliviados que el desfiladero empezaba a subir. Cuando dejaron atrás las estrechas paredes de piedra para adentrarse en el bosque descubrieron ante sí a todo el ejército haradono: había tropas de guerreros que provenían de todas partes. Pero la multitud no se convirtió en un verdadero ejército hasta que se reunió bajo el mando de las fuerzas armadas de Logond. Los soldados saludaban emocionados a los jinetes que se les acercaban a lomos de sus dragones. Revyn sintió una especie de orgullo al percibir las miradas de admiración posadas en ellos. Por primera vez desde que partieron se le ocurrió pensar que debían de ofrecer una imagen realmente imponente y sobrecogedora: más de cuatrocientos jinetes a lomos de dragones, armados hasta los dientes, seguidos por una verdadera marea de hombres compuesta por más de seis mil guerreros. La fascinación se reflejaba en el rostro de cuantos se cruzaban con ellos. No sin desasosiego se preguntó si los guerreros myrdhanos estarían sintiendo lo mismo que él en aquel preciso momento.

Al cabo de unos minutos, se les acercaron unos soldados y los condujeron a unos establos improvisados. Korsa se dirigió a sus guerreros dragonianos para indicarles dónde podían montar sus tiendas y dónde se repartiría la cena. En apenas unos minutos, los soldados de Logond se habían mezclado con el resto de los hombres del campamento.

En los establos, Revyn se encontró con Jurak, y poco después se les unieron también Capras y Twit. Juntos se dirigieron hacia una gran tienda que se había instalado en el centro del campamento para repartir la comida.

Se encendieron grandes hogueras junto a las tiendas, y en cuanto los cuatro amigos recibieron su ración se dirigieron a una de ellas para comer y descansar. Había oscurecido, pero a la luz de las llamas la luna y las estrellas parecían palidecer. Revyn recorrió con la mirada las filas de guerreros que, sentados sobre troncos caídos, sobre piedras o sobre la hierba, se habían reunido en torno al fuego, y entre ellos vio al maestro Morok.

—¡He aquí a nuestros chicos! —exclamó refiriéndose a Revyn y a sus amigos—. Los guerreros dragonianos de Logond. ¡Los mejores de todo el mundo!

—¡Eso ya lo veremos mañana! —replicó un soldado, lo que provocó una carcajada colectiva.

Pero el maestro Morok se había enzarzado ya en otra conversación, olvidándose de los chicos.

Capras y Twit no tardaron en ponerse a charlar con los otros soldados. La pregunta que se hacían todos era cuánto resistiría el ejército myrdhano y cuánto duraría la guerra.

—A mí no me importa cuánto durará la guerra —aseguró Capras—, sino cuántos haradonos morirán.

Al oír aquello, un soldado ya mayor, de barba canosa, se levantó y le dijo:

—Yo tengo el don de la profecía, me lo enseñó una bruja élfica. Puedo leer el futuro de todos vosotros y saber qué es lo que os deparará la guerra.

—¡Tonterías! —gritó Twit—. Conozco la magia de los elfos. Todas las prostitutas de Logond pueden leer el futuro, pero lo único en lo que realmente piensan es en la bebida y el oro.

—¿Y qué me dices de ti? —le preguntó uno de los soldados al de la barba—. ¿También sabes lo que te espera?

El anciano suspiró.

—¡Si no supiera que lanzaré mi última bocanada de aire dentro de treinta años, te juro que no estaría aquí!

El maestro Morok le hizo un gesto de desdén con la mano, entre risas.

—Puede que te crea si te presentas ante mí al acabar la batalla.

En realidad ninguno de los soldados parecía dispuesto a creer al presunto adivino, y se burlaban de él, aunque en su mirada persistía la curiosidad. El barbudo intentó hacerles cambiar de opinión medio enfadado, medio ofendido, hasta que al final logró que Jurak aceptara que le leyera el porvenir.

—Venga, va, léeme el futuro.

A la luz de las llamas, la preocupación y el miedo se reflejaban en el rostro de Jurak cuando de pronto se hizo el silencio, roto tan solo por las voces lejanas de los guerreros de otros campamentos. El soldado de la barba sonrió, arqueó las cejas y se puso serio.

—Enséñame tu mano derecha, hijo —le pidió en tono paternal.

Jurak le ofreció la mano derecha. Pasado un buen rato que causó gran expectación entre los allí presentes, lanzó un gruñido y movió la cabeza a los lados.

—Vamos, dime qué ves —dijo Jurak impaciente, con la voz temblorosa.

El soldado le soltó la mano y lo miró a los ojos, como si buscara en ellos más información.

—¿De veras estás preparado para conocer tu destino, hijo?

—Sí, estoy preparado.

El soldado cerró los ojos en un gesto de lo más expresivo.

—En tu mano se lee que perderás la vida por tu patria, no sé si mañana o dentro de muchos años, pero no hay duda de que así será.

Se hizo un silencio sepulcral. A la luz de la hoguera, Jurak parecía más pálido que nunca. Sin dejar de temblar, cerró la mano derecha y se dio la vuelta hacia los soldados esbozando una sonrisa.

—No creo en los adivinos —dijo en voz baja, sonriendo.

Los soldados estallaron en una sonora carcajada. Solo el adivino se mantuvo impertérrito, así como Revyn, que no se sentía con fuerzas para reír. No sin inquietud, observó cómo Jurak volvía a su sitio, miraba hacia el fuego y daba la razón a Capras cuando dijo que las predicciones eran una chorrada. Su mano derecha seguía cerrada en un puño.

Aunque en general se lo tomaron a risa, las proféticas palabras del adivino impresionaron a gran parte de los presentes, los cuales, claramente nerviosos, se apelotonaron a su alrededor para que les leyera la mano. El ambiente fue distendiéndose cada vez más. Si hubiesen tenido vino a mano, al día siguiente no habría tenido lugar ninguna guerra.

Entretanto, Twit había empezado a hablar de su teoría de la gran derrota de Myrdhan con una tropa de soldados tan fanáticos como él. Junto a ellos se dedicó a barajar las posibles circunstancias en las que tendrían oportunidad de demostrar su valentía y heroísmo.

—Vosotros, charlatanes, dejad ya de parlotear. ¡Que os calléis, he dicho! —El maestro Morok se levantó con lentitud y miró de arriba abajo a aquellos jóvenes—. ¡Tenéis suerte de que sea verano! Hace nueve años, mejor dicho, ya casi diez, en la última batalla que libramos contra los myrdhanos y en la que nos alzamos con la victoria, era invierno. Seguramente no tengáis ni idea de lo que eso significa, jovenzuelos, así que permitidme que os ilustre. Antes del invierno es época de lluvias en Myrdhan, como si una vez al año el cielo llorara, lo cual seguramente sea así: llora por la tierra que tiene debajo, pues Myrdhan es más fea que el trasero de mi abuela. —Los chicos se rieron a carcajadas—. Hasta donde alcanza la vista —el maestro Morok entornó los ojos—, no hay nada más que rocalla y colinas desiertas. Pues bien, ahora imaginaos que además llueve sin parar. ¡Pensamos que moriríamos ahogados antes de poder enfrentarnos a los primeros myrdhanos! —Al darse cuenta de que parte de la concurrencia comenzaba a perder el interés, fue directo al grano—: Lo que quiero deciros, chicos, a los que creéis conocer la guerra, es que en aquella ocasión tuvo lugar un enfrentamiento a vida o muerte. En el campo de batalla la lluvia caía con tanta fuerza que ni siquiera podíamos distinguir al aliado del enemigo. La sangre nos resbalaba hasta los tobillos, el lodo nos cerraba las peores heridas y a los muertos se les hinchaba la cara de tal modo que hasta las cornejas los rechazaban. Mañana os espera un cálido día de verano, y quienes tengáis la desgracia de perder la vida encontraréis sepultura entre un manto de flores silvestres.

Enseguida se oyeron las primeras protestas, que dieron pie a un apasionado enfrentamiento entre los guerreros más jóvenes y los más ancianos que duraría toda la noche.

Revyn dio su último bocado al trozo de pan y durante unos instantes se quedó observando la palma de su mano derecha, sin dejar de preguntarse si su destino estaría escrito. Como llevaba haciendo casi ininterrumpidamente desde hacía varias horas, volvió a pensar en la princesa Ardhes y en las palabras misteriosas que le había dicho.

«Ah, por cierto, no morirás en la batalla». Nunca antes había dado tantas vuelta a una misma frase. Se pasó las dos manos por las trenzas e intentó dejar de pensar en el día siguiente. Cuando levantó la cabeza vio que los soldados de más edad estaban a punto de mostrar a los jóvenes sus cicatrices y demás heridas de guerra.

Se levantó y se despidió sigilosamente de Twit y Capras, que estaban demasiado concentrados en su conversación como para darse cuenta de que se marchaba. Jurak ya no estaba allí. Revyn recorrió el campamento, con una música melancólica de fondo:

Sigue, sigue, mi amor,

a quien hoy parte en pelotón.

No pierdas de vista a mi amado

y cántale en la noche esta canción.

Revyn se desabrochó las hebillas de las hombreras e inspiró profundamente el aire nocturno.

Sigue, sigue, mi amor,

a quien sigue en la lucha, aún ileso.

Protégelo de la derrota

y alíviale las penas con este beso.

El viento arrastró el murmullo de un sollozo que resonaba entre los cánticos. Revyn aguzó el oído y se dirigió a la parte trasera de una pequeña tienda que había quedado a oscuras.

—¿Jurak?

Jurak se sobresaltó.

—Márchate, Revyn. Déjame solo.

—¿Qué ha pasado? —Le tembló la voz al hablar.

Era una pregunta de lo más estúpida, teniendo en cuenta que a Jurak acababan de vaticinarle una muerte segura.

Jurak apartó la cabeza hacia el otro lado y se apoyó en la tela de la tienda. Revyn se le acercó lentamente, se sentó junto a él hecho un ovillo y permanecieron así un rato sentados uno al lado del otro en silencio.

A quien parte hacia la batalla

dedico esta melodía.

A quien se enfrenta al enemigo…

¡Qué dura es, ay, la despedida!

—Qué silencio… —susurró Jurak.

Lo cual carecía de sentido: los soldados cantaban a voz en grito, por encima incluso de los cantos de los grillos.

—El mundo entero está en silencio. —Jurak miró al cielo—. ¿Acaso los dioses no están sobre nuestras cabezas? Las estrellas son sus ojos… Mis padres siempre decían que nos observan, miran y callan.

Hundió la cara entre las manos cuando los ojos se le anegaron en lágrimas. Titubeante, Revyn le puso un brazo sobre los hombros. Era la primera vez que veía llorar a un jinete guerrero, y la primera vez que consolaba a uno.

—¡Jurak, levanta la cabeza! Ese estúpido charlatán, ese impostor… ¿Has oído hablar de alguien capaz de predecir la muerte en las líneas de la mano? Yo, desde luego, no. ¡Olvida lo que te ha dicho!

—Tengo miedo —sollozó Jurak sin mostrarle la cara—. Tengo miedo de que llegue mañana, porque sé que moriré. Lo sé… ¡Yo moriré en esta maldita guerra!

—¡No morirás, Jurak! Vamos…

Revyn no sabía qué decirle. Jurak se secó las mejillas y durante unos segundos miró a Revyn con expresión vacía.

—Tú también tienes miedo, ¿no? Por eso miras siempre a todas partes, como si alguien estuviera a punto de señalarte con el dedo. Es porque tienes miedo de la batalla, ¿verdad?

Revyn miró al suelo. Ojalá solo tuviera miedo a la muerte.

—Sí —susurró al fin con la voz quebrada.

Se sentía incapaz de mirar a Jurak a la cara.

Jurak asintió.

—Quiero que sepas que eres un buen amigo, Revyn; desde el principio sabía que lo serías.

Revyn recostó la cabeza en la lona de la tienda, desde donde podía ver la infinidad de estrellas repartidas por el firmamento.

—Todos tenemos miedo —dijo al cabo de un rato.

En la niebla

Enseguida se hizo de día. El sol salió por el este, como una pálida moneda de cobre, haciendo grandes esfuerzos por abrirse paso entre la niebla. Cuando Revyn se despertó sintió el estómago vacío, pero era una sensación que no tenía nada que ver con el hambre, porque le costó tragar la ración de lentejas con carne que le ofrecieron para comer. Un cosquilleo en las rodillas y los brazos hacía que sus movimientos resultaran precipitados y débiles al mismo tiempo, y un sudor frío le empapaba las manos. En los rostros de los demás guerreros, Revyn vio su mismo nerviosismo.

El ejército se movilizó deprisa, se desmontó el campamento, se recogieron las tiendas y se prepararon los dragones y los caballos para la marcha. Revyn puso a Palagrin la visera que tanto odiaba, y rezó fervientemente para que protegiera a su dragón. Luego montó a lomos del animal, se colocó entre las primeras filas de los guerreros dragonianos y esperó inmóvil a que dieran la señal de partida. Fue como si el tiempo se hubiera detenido. Revyn tuvo la sensación de que el sol se paralizaba en un punto determinado entre la niebla. El mundo entero se había quedado sumergido bajo una tonalidad blanca y enfermiza. Revyn cerró los ojos para ver si remitía la dolorosa presión que sentía en la cabeza e intentó concentrarse en su cuerpo. Soltó las bridas y relajó los brazos, pero sus dedos volvieron a aferrarse enseguida al cuerno central de Palagrin, tan fuerte que se le marcaron los huesos.

Por fin llegó el momento. Los guerreros dragonianos iban delante, precedidos solo por los tamborileros, los principales hombres de la ciudad y la pequeña escolta del rey de Haradon, que iba sentado en su carroza conducida por dragones, y estaba flanqueado por los portaestandartes y una docena de guardaespaldas y generales. El ejército se movía en un silencio sepulcral, solo roto por el monótono tintineo de las armas, los bufidos de los animales y el retumbar de los pasos.

A Revyn, la marcha por el paisaje desierto le pareció eterna. El sol continuaba tan pálido como si fuera a quedarse sin brillo para siempre. Revyn se sujetó al lomo de Palagrin, con la extraña sensación de estar soñando. Lo único que sentía era la debilidad de su cuerpo y la certeza de que así sería incapaz de sostener siquiera la espada en alto. En su cabeza no podía dejar de pensar en la princesa y en los recuerdos de su propia infancia: su madre sentada ante el telar de su cabaña a la salida del pueblo, el campo de hierba que se mecía al viento…

El sonido de los cuernos lo devolvió a la realidad. El ejército se detuvo y pasaron varios minutos antes de que Revyn viera la vasta procesión de soldados. La imagen del ejército myrdhano se le clavó en el corazón. Su mirada vagó sin rumbo entre las filas de guerreros que tenía ante sí. Era probable que ahí estuviera el hombre destinado a acabar con su vida, así como muchos de los que él iba a matar con su propia mano. Ensimismado en sus pensamientos, tardó unos minutos en darse cuenta de que el grueso de las filas del ejército enemigo era la mitad que el haradono.

—¡Esto será coser y cantar! —oyó gritar tras de sí.

Estallaron risas de alivio.

Revyn se asió al cuerno de Palagrin con fuerza, como si fuera a enfrentarse él solo a todo el ejército enemigo.

El carruaje del rey se adelantó y se dirigió hacia el que venía del otro lado del campo que separaba a los dos ejércitos. Los soldados no pudieron oír las palabras que los reyes intercambiaron durante un rato tan largo que pareció una eternidad. Al fin se dieron la vuelta, y los guerreros dragonianos prorrumpieron en gritos de júbilo, mientras los soldados de infantería enloquecían y golpeaban los escudos con las espadas. Rápidamente el ejército abrió un pasillo para dejar paso al rey.

Se dio la vuelta hacia delante concentrado. Ni un solo hombre de entre las filas de guerreros se había movido. Los principales de cada ciudad cabalgaron hacia sus respectivas tropas. Korsa detuvo a su dragón justo en la primera fila de guerreros y se sacó el casco con una expresión de dureza hasta entonces desconocida, como si sus ojos se hubiesen convertido en piedra.

—¡Por fin ha llegado el momento de demostrar vuestro coraje y la fuerza de Haradon, y en especial la de Logond! —gritó recorriendo con la mirada las filas de guerreros—. ¡Luchad por vuestra patria! ¡Luchad por vuestro honor! ¡Luchad como hicieron nuestros padres! Y no lo olvidéis nunca: ¡las grandes guerras tienen grandes héroes!

Los guerreros dragonianos lanzaron una estruendosa exclamación de ánimo. Revyn apretó los dientes y se puso el casco con dedos temblorosos, tras lo cual ya no vio más que las delgadas líneas del ejército enemigo que quedaban bajo su campo de visión.

Los cuernos sonaron en un tono agudo, encontrando su eco en las filas del enemigo. Revyn miró hacia el ejército myrdhano, pero no vio más que un desierto vacío y enorme ante sí, hasta que, pasados unos segundos, aparecieron unas siluetas entre el fondo la niebla. El número de dragones enemigos era inferior al que se había temido Revyn, por lo que el cielo no se oscureció amenazadoramente. En cuestión de segundos las enormes sombras volaron por encima de sus cabezas. Los dragones de Haradon se dirigieron al campo de batalla, y en el mismo instante en que ellos lanzaban sus primeras bocanadas de fuego, los myrdhanos disparaban su primera andanada de flechas.

Se gritaron varias órdenes, pero Revyn no fue capaz de percibir nada más que el impresionante despliegue del ejército y el modo en que todos los guerreros levantaron sus escudos como si de un solo hombre se tratara. Él también se incorporó, manteniendo su escudo en lo alto. A su alrededor cayó una andanada de flechas de fuego. Palagrin bramó, Revyn lo sujetó con más fuerza e intentó hablar con él, pero el animal apenas podía oírle entre los zumbidos y los silbidos de los disparos. De algún lugar llegaban gritos, relinchos y rugidos. Una flecha se clavó en su escudo y él se acercó más a Palagrin, pero apenas tuvo tiempo de notar los temblores y patadas nerviosas del animal, pues en aquel momento la tierra empezó a temblar tras de sí. Entre las filas haradonas se oyó un alarido terrible, seguido de muchos más. La tierra se estremecía cada vez que caía un dragón. Entre grito y grito le llegó a los oídos el sonido de los cuernos, y notó que a su alrededor todo el mundo se ponía en movimiento. Habían superado el primer ataque de flechas. Ahora los ejércitos se dirigían el uno contra el otro. No tuvo que espolear a Palagrin; este salió disparado ante el amenazador pelotón que les pisaba los talones. De no ser porque Revyn iba bien cogido al cuerno central, se habría caído al suelo.

Los adelantaron varios dragones espoleados a base de gritos y latigazos. Por el rabillo del ojo, Revyn vio que algunos jinetes salían volando hacia delante y eran aplastados por los dragones que caían del cielo, o tropezaban con ellos. El suelo tembló de nuevo, y Palagrin dio un traspié, pero logró recuperar el equilibrio. Los guerreros dragonianos avanzaban sobre los cuerpos de los dragones muertos. El enemigo se les acercaba a pasos acelerados. Pronto chocaron entre sí las primeras filas de ambos ejércitos.

Revyn se agachó para esquivar una enorme hacha que se precipitó con fuerza hacia él silbando en el aire y que al final alcanzó al guerrero dragoniano que venía tras Palagrin. Por delante apareció una multitud de soldados. Vio garras de dragones hendiendo el aire, espadas vibrando al desenvainarse y lanzas rompiéndose en mil pedazos. Las flechas silbaban introduciéndose entre la multitud y las espadas siseaban al atravesar los cuerpos, arrancándoles gritos desgarradores. Palagrin se levantó sobre sus dos patas traseras y empezó a dar coletazos a diestro y siniestro, gracias a lo cual logró abrir un círculo a su alrededor durante unos segundos. Revyn vio que se le acercaba una lanza y levantó su escudo para esquivarla. En ese momento, Palagrin volvió a encabritarse cuando un caballo arremetió contra ellos y casi los tira al suelo. Hubo un estallido y Revyn quedó salpicado de sangre. Le temblaron los labios al ver el líquido caliente resbalando por su escudo y por su cara. De repente apareció un guerrero justo delante de él, que lanzó un terrible alarido, tomó impulso, levantó el hacha y se precipitó hacia Revyn.

Revyn pudo esquivar el ataque mortal con su espada, pero la fuerza de la colisión hizo que Palagrin perdiera el equilibrio de nuevo. El guerrero arremetió una y otra vez contra ellos, y Revyn, movido por el pánico, respondió al ataque agitando su espada adelante y atrás hasta que notó que se hundía en la carne del guerrero, que cayó al suelo y desapareció en medio de la confusión. Todo empezó a centellear a su alrededor. Se dio la vuelta, dejando vagar la mirada por el espeluznante espectáculo que tenía lugar a su alrededor. Se dio cuenta de que estaba inmóvil sobre Palagrin y no era capaz de mover un solo músculo del cuerpo, lo único que palpitaba en él era la espada. Entonces vio borroso a Twit delante de él. Había perdido el escudo, y su dragón tampoco estaba allí. Oscuros regueros de sangre le cubrían la cara y apelmazaban su pelo. Su armadura resultaba casi irreconocible y el largo filo de su espada estaba ensangrentado.

—¡Pelea! —le gritaba su amigo.

Su rostro se contrajo en una mueca demencial.

—¡Pelea, maldita sea! ¡PELEA! ¡PELEA!

En ese momento, Revyn vio que una espada se alzaba sobre Twit, mientras su amigo le gritaba sin descanso «¡Pelea!» sin ser consciente del peligro que le acechaba. Lo vio todo a cámara lenta, hasta que reaccionó como un resorte arremetiendo contra el enemigo.

Tras clavar su espada en la piel de aquel hombre, la batalla recuperó su ritmo. La cabeza del atacante se llenó de sangre, desapareciendo también en el suelo. Twit se echó hacia atrás y miró a Revyn con una expresión que le partió el alma. Entonces intuyó otro ataque por el rabillo del ojo y se lanzó de nuevo a la pelea.

Hombres de toda condición se precipitaron sin éxito hacia Revyn en la pelea. Derramó sangre hasta la extenuación, incapaz ya de distinguir los rostros o los gritos de la masa informe. Sus atacantes dejaron de ser hombres igual que él, para convertirse en contornos borrosos.

Para derribar a los guerreros dragonianos había que herirlos o matar a su dragón, por lo que Revyn hacía grandes esfuerzos, al borde de la extenuación, defendiendo los ataques contra él y su dragón.

Otro guerrero salido de la nada se precipitó hacia Palagrin blandiendo una pequeña lanza. Revyn no se dio cuenta hasta que fue demasiado tarde.

—¡No! —gritó.

Se inclinó hacia delante con la espada en alto, pero en ese momento Palagrin se movió inesperadamente, provocando que Revyn resbalara en el lomo del animal. Mientras hacía lo posible por asirse a su cuello, notó un dolor desgarrador en el antebrazo. La cuchilla del enemigo se había colado justo entre su hombrera y el protector de su brazo. La espada se le cayó de la mano, pero enseguida se hizo con el arco de uno de los caídos y un puñado de flechas. Tambaleándose, acertó a colocar una flecha en el arco, tensarlo como pudo y disparar de inmediato. Alcanzó de lleno el pecho de su contrincante, que en aquel momento estaba cogiendo impulso para atravesarlo con su espada. Apartó la cara para no verlo caer. Palagrin se alejó galopando asustado entre la multitud.

Avanzó entre gritos de horror, aunque ya no era capaz de distinguir lo que veía. A duras penas se sostenía a lomos de su dragón, y solo podía notar el persistente dolor de su antebrazo. Cerró los ojos y dejó que Palagrin hiciera el resto. Solo quería irse de allí, y eso fue lo que hicieron.

Estaba oscureciendo cuando Revyn recuperó la conciencia. Palagrin no había dejado de correr durante todo ese tiempo, y la sangre y el sudor se le habían secado.

Cuando se incorporó, notó un dolor insoportable en el brazo: regueros de sangre cubrían el protector de su brazo.

—¿Dónde estamos? —susurró con dificultad. Echó un vistazo a su alrededor, pero no vio más que una neblina gris azulada—. Palagrin, ¿adónde vamos? ¿Dónde está el ejército? ¿Y los guerreros?

Su voz sonaba increíblemente débil y desesperada en medio de aquel silencio. El dragón estaba demasiado extenuado como para contestarle con un bufido tranquilizador, así que continuó su marcha. Revyn se recostó de nuevo contra el cuello del dragón entre imprecaciones, al abrigo de la oscuridad.

Vio pequeños destellos de luz brillando ante sí antes de que tiraran con fuerza de sus trenzas y se quejara con un gemido. Luego notó un aliento cálido acariciándole el rostro.

—Vale, vale, ya me levanto…

Apartó suavemente los ollares de Palagrin y se incorporó. Un dolor intenso le recorrió el brazo y el hombro. Esperó a que pasara antes de echar un vistazo alrededor. Estaba rodeado de enormes hayas y abedules. Entre las matas se abría un pequeño arroyo. ¿Cuánto debía de haber andado Palagrin? ¿Estarían muy lejos del campo de batalla? Revyn lanzó un suspiro y se dejó caer junto al arroyo para beber un poco de agua. Estaba muy fría, y le sentó fenomenal, borrándole el sabor amargo de la boca. Cuando se frotó la cara vio que sus manos estaban teñidas de rojo, pero tras lavárselas resultó que la sangre no era suya.

Su brazo, en cambio, no había salido tan bien parado. La herida era más profunda de lo que pensaba: la lanza le había hecho un corte de un dedo de largo y otro de ancho. Revyn se cortó la manga de la camisa que llevaba bajo el arnés, lavó la herida con cuidado y se la vendó como pudo con aquel trozo de tela, pero el dolor no remitió.

Luego recogió las flechas y el arco, que estaban esparcidos por el suelo.

—Palagrin —murmuró alargando el brazo sano—, ayúdame a subir.

El animal se puso de lado pacientemente, y a pesar de la torpeza con que se movía Revyn, al final consiguió subir.

—¿Adónde vamos?

Revyn miró a su alrededor desorientado: no sabía por dónde habían venido y menos aún dónde quedaba el campamento haradono.

Palagrin lanzó un sereno bufido con el que le dio a entender que él sí sabía adónde se dirigían, aunque era tan posible que lo llevara de vuelta a la batalla directamente como que se entretuviera por el camino persiguiendo libélulas.

Mientras avanzaban, Revyn intentó poner en orden sus pensamientos. Lo más seguro era que su ejército continuara en suelo myrdhano, y no podía dejar de preguntarse cuál de los dos bandos habría ganado la batalla. Quizá en ese preciso momento los haradonos estuvieran entrando en Isdad, la capital myrdhana, pero si era así, ¿cómo los encontraría? Revyn se sacudió los pensamientos negativos: tarde o temprano verían hacia dónde se dirigían. Su mirada se perdió entre la maleza: hasta donde alcanzaba la vista, se dibujaba un difuso mosaico de claroscuros.

Se detuvieron a descansar junto a un ancho río, momento que Revyn aprovechó para limpiarse la capa de sudor frío que le cubría el rostro.

Prosiguieron la marcha hasta que las sombras de los árboles empezaron a alargarse. Volvieron a detenerse cuando vieron revolotear por el aire las primeras luciérnagas del atardecer. Palagrin se estiró junto a Revyn, resopló en su dirección y colocó la cola alrededor del chico, como un brazo enorme y protector.

—Ay, Palagrin…

¡Qué suerte tenía de contar con un compañero como Palagrin! Tanto el hambre como el dolor de su antebrazo acabaron confundiéndose con el murmullo del río.

Se despertaron rodeados de una densa niebla. Revyn alcanzó a reconocer una sola orilla del río, pues la otra quedaba oculta tras un velo blanquecino.

Palagrin ayudó a Revyn a montar y se puso de nuevo en marcha sin dudar ni un momento de la dirección que debía tomar.

¡Qué zona más silenciosa! ¡Qué paisaje más lúgubre e irreal! El bosque parecía desaparecer engullido por la niebla. Era como si la bruma solo retrocediera a medida que Palagrin avanzaba entre el musgo. El suave murmullo del río les indicaba el camino.

A Revyn le rugían las tripas. En un acto reflejo tocó las flechas con la mano, quedaban solo tres. Con un poco de suerte podría cazar un conejo o una perdiz cuando se levantara la niebla.

El paisaje pronto empezó a cambiar. El musgo y los helechos dieron paso a charcas, cascadas y cañaverales. Comenzó a lloviznar. La suave lluvia empujó la niebla hacia abajo, encrespándola, hasta el punto de que Revyn y Palagrin pasaban de ver perfectamente a sumergirse luego tras una niebla infranqueable.

El cañaveral se hizo tan alto que Revyn tuvo que desmontar y esperar a que el dragón le abriera paso. Como no tenía que concentrar todos sus pensamientos en el camino que debían seguir, intentó dar con alguna presa, y entonces vio algo más grande que un conejo. Revyn se agazapó entre las cañas.

Como la lluvia había intensificado la niebla, le costó unos segundos fijar la vista. Revyn cogió el arco sin dudarlo y puso una flecha contra la cuerda. Se incorporó lentamente, tensó el arco… Tras el manto azul lechoso que les rodeaba apareció la silueta de un ser humano. ¿Un cazador? ¿Un guerrero?

La niebla se levantó.

Era una chica.

Revyn bajó el arco bruscamente con el corazón en un puño. Observó unos minutos entre la niebla para asegurarse de que no se había equivocado, y efectivamente, junto a la orilla había una chica que metía algo en el agua que no alcanzó a ver Revyn, y después lo secó con su túnica. La niebla la envolvió durante unos instantes y él la perdió de vista.

De pronto se oyó un silbido claro y penetrante. A la altura de los tobillos de Revyn, el agua empezó a formar círculos. Un zumbido recorrió el aire, y el suelo tembló, y en cuestión de segundos apareció una manada de dragones por el río, levantando espuma en el agua y provocando unas olas tan grandes que llegaban hasta el cañaveral. Se detuvieron a la altura de la chica, como si unas riendas invisibles les indicaran lo que debían hacer. Ella acarició el cuello de uno de ellos y subió a lomos de él.

En ese momento Revyn reconoció lo que la chica había metido en el agua: era un sable. Lo cogió con las dos manos y lo alzó frente a su cara, como si rezara. Revyn contuvo el aliento. Los ojos de la chica, cerrados, se reflejaban en la cuchilla del sable. Sus labios se movían rápidamente, como si estuvieran rezando. Y de repente abrió los ojos.

Revyn se cruzó con su mirada a través del reflejo en la cuchilla. Su sorpresa fue tal que el arco se le escurrió y al intentar retroceder tropezó en mitad del cañaveral. No muy lejos de allí, un pato aleteó lanzando fuertes graznidos. El suelo empezó a temblar, pero para cuando Revyn se levantó en la otra orilla del río ya no quedaba más que la niebla: la chica y los dragones habían desaparecido.

Revyn se encontraba cada vez peor, tenía tanta hambre que apenas se sentía con fuerzas para moverse, estaba entumecido y exhausto, la herida le ardía y le dolía cada vez más, le sudaba la frente y empezó a ver puntos negros por doquier.

No podía dejar de pensar en aquella chica tan extraña y en cómo había podido reunir, de un solo silbido, a un grupo de dragones salvajes.

Mientras continuaba su marcha por el nebuloso bosque, Revyn no pudo evitar sentirse observado, incluso creyó reconocer a alguien o algo deslizándose de un lado a otro mientras lo observaba.

—¡Vamos, contrólate! —se decía cerrando los ojos para no seguir viendo más quimeras.

Al poco rato, las fuerzas le flaquearon y se dejó caer sobre el suave cuello de su dragón. El cansancio se apoderó de él, que hizo lo imposible por mantenerse bien pegado a Palagrin, medio despierto medio dormido, hasta que los árboles empezaron a clarear. Cuando logró levantar la cabeza, vio brillar a lo lejos las luces de Logond en la oscuridad.

La presa

—¡Abrid! ¡Abrid las puertas! ¡Se acerca un guerrero dragoniano!

Las enormes puertas de madera chirriaron al abrirse para dejar paso a Palagrin. Enseguida salieron a recibirles los soldados y los guardias para conducirlos al barrio de los guerreros dragonianos.

Ayudaron a desmontar a Revyn y lo condujeron al pequeño hospital militar que había en el interior del ayuntamiento, donde le lavaron la herida y lo visitó un médico.

—Bonito tatuaje —le dijo con cierta rudeza, antes de empezar a coserlo.

Revyn soportó la cura con valentía, pero no se atrevió a mirar la cicatriz. Para acabar le vendaron el brazo, le dieron ropa y una espada nueva y lo condujeron al comedor. Le sorprendió el olor a comida y el distendido ambiente de la sala. Además de las carcajadas de los hombres, oyó el sonido de flautas y tambores y cantos de mujer. Se sintió algo aturdido, después de tanto silencio… Lo único que deseaba era comer algo y meterse en la cama.

—¡Revyn!

Unas manos le aferraron los hombros. Era Twit, con un ojo morado y una cicatriz en la mejilla izquierda. Lo primero que hizo Revyn fue lanzar un grito.

—¡Ups, perdona! —Twit lo soltó de inmediato—. ¿Cómo demonios has llegado? Pensábamos…

—¡Revyn! —Capras se le lanzó al cuello y casi lo tira al suelo—. ¡Estás aquí!

Su aliento apestaba tanto a alcohol que Revyn casi se marea al olerlo.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —logró decir al fin.

—¡Hemos ganado! —gritó Twit.

Cogió un vaso, lo levantó y lo vertió sobre su boca abierta, buena parte de su contenido le cayó por la barbilla. De esa guisa, le informó:

—Había que traer a casa a los heridos, y, para que su llegada no pareciera la de un cortejo fúnebre, algunos de los que estábamos sanos tuvimos que acompañarlos. ¡El pueblo tenía que ver que los guerreros dragonianos habían ganado la primera batalla!

—¡Un brindis por los guerreros dragonianos! —chilló Capras apoyándose en Revyn para no perder el equilibrio.

El comedor vibró con los gritos de júbilo de los guerreros entre brindis efusivos. Estaba claro que se había derogado la ley que prohibía beber alcohol en el ayuntamiento. El comedor parecía una cantina llena a rebosar. Los chicos condujeron a Revyn hasta una mesa y lo ayudaron a sentarse.

—Y ahora cuéntanos —le pidió un Twit más interesado que nunca—. ¿Dónde has estado? ¿Y cómo te las has arreglado para llegar tan rápido? ¿Te marchaste antes que nosotros?

Revyn les explicó vagamente cómo había deambulado a solas por el bosque, pero no les dijo nada de que fue Palagrin quien escogió el camino, y tampoco les habló de la chica del río. Twit asentía sin parar; jamás en su vida lo había escuchado con tanta atención.

—¡Así que casi coincidimos! —exclamó en un momento dado—. ¡Nosotros hemos llegado hace apenas unas horas! —Se mordió el labio inferior durante unos segundos y por fin añadió en voz baja—: Me salvaste la vida. Gracias, compañero.

Abrazó a Revyn, y después le dio unas palmaditas en los hombros y le sirvió un vaso de vino.

Revyn aceptó el vaso titubeando.

—¿Dónde está Jurak?

—Sigue en la legión —balbuceó Capras—, pero está bien.

Revyn suspiró aliviado. Luego dio un sorbo a su copa y observó a las mujeres que se habían repartido por las mesas cantando entre risas y palmadas.

Orlando, Orlando, sigue mis pasos,

no temas a los bosques ni a los prados,

acepta sonrisas, cantos y trinos,

y yo te llevaré junto a los míos.

Bailarás y soñarás entre compañeros,

y en el ocio y el descanso seréis primeros.

Orlando, Orlando, ¡accede!

hacerte daño no puede.

Llegarás al lugar santo y, resoluto,

no querrás huir en absoluto.

Y como era propio de ese canto, los hombres añadieron la siguiente estrofa:

Orlando, Orlando, no caigas en la tentación

de mirar a una elfa: ¡te arrancará el corazón!

Orlando, Orlando, su mundo es un espejismo.

¡Vigila, o te empujará al abismo!

Mientras cantaban, Twit le ofreció un plato de verdura y carne picada que Revyn aceptó de inmediato y se zampó casi sin masticar. Aún estaba chupándose los dedos, cuando Twit le hizo levantarse de nuevo.

—¿Adónde quieres ir? —le preguntó Revyn sorprendido.

Una vez en pie, se dio cuenta de lo mucho que había comido, y le entraron ganas de vomitar.

Cuando Twit se le acercó un poco más, Revyn vio que tenía el ojo izquierdo morado.

—Hay algo que tienes que ver y que seguro te dejará sin respiración.

Dicho aquello lo condujo fuera del comedor. Capras se arrastró tras ellos entre balbuceos.

En cuanto salieron al aire libre, el frío nocturno les golpeó como un puño cerrado. A la débil luz de las antorchas, reconoció la silueta de varios dragones del aire que dormían tranquilamente en sus establos.

—¿Por qué no están en el campo de batalla? —preguntó sorprendido.

Twit hizo un gesto de impaciencia con la mano.

—¿Crees que Logond cometería un acto tan irresponsable como enviar a todos sus efectivos a la primera de cambio? ¿Qué pasaría si perdiéramos? ¡Los myrdhanos se harían con todos nuestros dragones!

Los tres amigos anduvieron callados junto al muro del ayuntamiento. Twit rompió el silencio reinante para preguntar a Capras, medio muerto de risa, por qué llevaba un vaso de vino vacío sobre la cabeza.

Luego se detuvieron ante una hilera de puertas muy pequeñas y enrejadas en las que Revyn nunca se había fijado. Ante una de ellas dormitaban dos centinelas armados con espadas, que supuestamente debían estar haciendo guardia. Twit carraspeó mientras Capras dejaba escapar una risita.

—¡Lamento tener que interrumpir su concierto de ronquidos, caballeros!

Los dos hombres levantaron la cabeza imperceptiblemente.

—¿Qué queréis? —rugió uno de ellos dirigiéndose a Twit.

—Nuestro compañero tiene que echar un vistazo ahí dentro. Abrid la puerta —dijo Twit pasando ceremoniosamente un brazo por los hombros de Revyn.

El centinela farfulló algo, pero no parecía tener muchas ganas de seguir la discusión con Twit, así que abrió el cerrojo de hierro con su llave.

—Por vuestra cuenta y riesgo —gruñó.

Twit abrió la puerta y entró en primer lugar, con el brazo todavía apoyado sobre los hombros de Revyn.

—Esto sí que es un espectáculo —dijo como por casualidad—. No vas a creer lo que ven tus ojos.

Al otro lado de la puerta había un oscuro calabozo que olía a musgo y a paja húmeda. En una esquina, al fondo, se encontraba alguien acuclillado.

Revyn la reconoció de inmediato, y no solo por su cara, sino por el pinchazo que sintió en el pecho.

Era la chica del río.

—Una elfa en mitad del bosque, imagínate. Querías saber cómo desaparecían los dragones, pues aquí tienes la respuesta.

Twit continuó hablando, pero Revyn no fue capaz de oír ni una palabra más, absorto como estaba observando a la chica.

No era lo que se dice guapa, pues los rasgos de su cara eran demasiado duros, y su nariz, demasiado aguileña, y sus ojos ardían de odio.

—Salió de la nada y nos atacó. Estaba escondida en la niebla, y utilizó esto. —Twit sacó el sable de su cinturón—. La muy bruja intentó cortarme el cuello. Quiso arrastrarme hasta el bosque con los suyos o vete tú a saber dónde. ¡Le faltó vista para ver que detrás de mí venían cuatrocientos hombres más!

—¿Estaba sola?

—No, ya lo creo que no. ¡Esta bestia iba acompañada de una manada de dragones salvajes! Créeme, jamás había visto nada parecido. Debían de tener todos la rabia…

Revyn dejó de prestar atención a las palabras de Twit. ¿Reconocería la chica su cara en aquella débil luz? ¿Sabría que él era el torpe desconocido del cañaveral?

En ese momento Twit se dirigió hacia ella, que apretó sus sucias rodillas contra su cuerpo, enseñándole los dientes. Revyn vio que tenía las muñecas atadas. Twit la empujó contra la pared y se plantó justo delante de ella.

—Eh, tú, elfa asquerosa, ¿pensabas que podrías conmigo? ¿Que me vencerías a mí?

—¡Twit!

Revyn corrió hacia él sin saber lo que debía hacer. Twit tenía cogida a la chica por la cara, clavándole los dedos en las mejillas mientras la golpeaba contra la pared. Ella no apartó la vista de su agresor. Había odio en su mirada.

—¿Ves esto, pedazo de bastarda? —Twit señaló su ojo morado—. ¡Míralo bien, porque es tu sentencia de muerte! ¡A mí no me ataca nadie!

Twit levantó el sable y lo acercó a la mejilla de la chica.

Revyn le apartó la mano.

—¡Vamos, Twit, ya es suficiente!

Twit miró a Revyn encolerizado.

—¿Suficiente, dices? ¡Esta bastarda ha estado a punto de matarme!

Volvió a levantar el sable hacia ella, pero Revyn le apartó la mano de nuevo, esta vez interponiéndose entre los dos. Por unos momentos, Revyn creyó que iba a clavárselo a él, hasta que de repente la elfa hundió sus puños en la cara de Twit. Este lanzó un gemido de sorpresa y dolor, tropezó y cayó al suelo.

Para cuando Revyn quiso darse la vuelta hacia la chica, ya era demasiado tarde: lo cogieron por el cuello y lo tiraron al suelo. En un abrir y cerrar de ojos estaba tumbado boca arriba con la elfa encima apretándole la garganta con la rodilla. La luz de las antorchas dibujaba una corona de fuego alrededor de su pelo.

—¡Tu espada! —susurró.

Revyn se quedó atónito al ver que hablaba su idioma.

—¡Tu espada, ya!

Entre jadeos, logró coger la empuñadura con las manos temblorosas, levantó el arma y la sostuvo ante sí. La elfa pasó las manos junto a la cuchilla y cortó las cuerdas que le ataban las muñecas. De una patada le hizo saltar la espada de las manos. Se deslizó a toda prisa por el calabozo como una sombra, y se inclinó sobre Twit. Dio otra patada a Twit en la espalda, no sin antes cogerle el sable de las manos, y se precipitó hacia la puerta, con gritos sordos de fondo.

Revyn se incorporó medio ahogado y recorrió el calabozo con la mirada: Twit tirado en el suelo, los guardias de la puerta desplomados y Capras recostado en la pared, respirando con dificultad, con los ojos ebrios y fijos en Revyn.

Revyn sacó fuerzas de flaqueza de donde pudo, buscó su espada en la oscuridad y, sin perder ni un segundo, saltó por encima de los vigilantes, saliendo al aire libre.

El sonido de los cuernos rasgó la noche.

—¡Alerta! ¡La elfa se ha escapado!

Capras aún se tambaleaba a voz en grito por la plaza mientras los demás hombres hacía rato que se habían puesto en marcha. No solo los guerreros dragonianos, sino también los mozos de los establos, los centinelas y los curiosos se habían lanzado a la calle. En las torres de vigía se encendieron hogueras de alarma que iluminaron el barrio de los guerreros dragonianos. Los guardias corrían de un lado a otro en busca de la chica.

Revyn se encontraba entre la multitud con la espada desenvainada, sin ver rastro de la elfa.

«No puede salir de la ciudad —se dijo para sus adentros—. Las puertas están vigiladas».

Poco después oyó unos gritos desgarradores provenientes de las puertas de la ciudad que le hicieron estremecerse. Estaban abiertas. La luz de la plaza se perdía en la oscuridad. El suelo tembló. La noche se llenó de bramidos de dragón. La multitud se vio presa del pánico cuando algunos de ellos salieron disparados del ayuntamiento. Revyn logró esquivar en el último momento sus terribles garras saltando hacia un lado. Observó a los dragones y vio que entre ellos estaba la chica elfa.

Galopaba a la cabeza del grupo, y cuando alcanzó las escaleras saltó de su montura y se perdió entre el tumulto.

—¡Palagrin! —gritó Revyn desesperado.

Buscó a su dragón por todas partes, abriéndose paso entre el gentío que se había reunido en la plaza.

—¡Palagrin!

Uno de los dragones se separó de sus congéneres, resopló y corrió hacia Revyn. Todos los allí presentes se hicieron a un lado atemorizados para dejarlo pasar.

—¡Palagrin!

Revyn alargó hacia él su brazo sano, aliviado y feliz al verlo, y el animal lo ayudó a subir a lomos de él, tras lo cual salió al galope abriéndose paso entre la gente y los demás dragones.

—¡Allí arriba! —gritó Revyn, señalando un punto en la distancia.

Extramuros, una figura oscura se recortaba veloz contra el cielo nocturno. Agazapada, dio un salto hacia los establos de los dragones del aire. Revyn no era el único que la había visto. Empezaron a oírse gritos por todas partes, y los soldados se pusieron a lanzar flechas para reducirla.

Pero ¿qué estaba haciendo…?

Enseguida lo comprendió: la chica estaba soltando las cadenas de los dragones del aire.

—¡¡¡Los dragones!!! —gritaron en ese momento.

—¡La elfa quiere robarnos los dragones!

La chica desapareció en la oscuridad.

Revyn la buscó en vano durante unos segundos, hasta que la vislumbró de nuevo sobre el muro de la ciudad.

Palagrin había llegado a la escalera que conducía a los establos, y Revyn saltó de lomos de su dragón y subió tan rápido como nunca. Una vez arriba se detuvo y vio que la chica estaba inmóvil sobre el muro y que miraba hacia la enardecida multitud congregada a sus pies. El fuego de las antorchas se reflejaba en sus piernas y sus brazos, dejando ver unos mechones de pelo oscuro que le caían por la frente. Entonces levantó las manos para esquivar las flechas que le pasaron rozando, pero no se movió.

Los dragones extendieron sus alas incorporándose. Las vigas de los establos salieron disparadas en todas direcciones cuando los animales empezaron a golpearlas con las colas. Una lluvia de astillas cayó sobre Logond y sus habitantes. Revyn se cubrió la cara con el brazo para protegerse de las astillas. El aire tembló cuando los animales se levantaron encabritados, y de pronto empezó a soplar un viento fortísimo provocado por el batir de sus alas. Los techos de paja de los establos salieron también volando por los aires.

Cuando Revyn se incorporó, buscó de nuevo con la mirada a la elfa, que continuaba sobre el muro con los brazos abiertos. El viento hacía ondear su vestido y difuminaba su silueta en la oscuridad, dándole un aspecto fantasmal.

Una flecha rasgó el aire y se le clavó en el pecho.

—¡No! ¡No! —gritó Revyn.

Dio un paso hacia delante sin poder hacer nada por ella. La flecha la tiró del muro y la precipitó al vacío. «Muerta. Está muerta».

Uno de los dragones lanzó un bramido ensordecedor. En un abrir y cerrar de ojos se lanzó al vacío tras ella, y la corriente de aire que formó al lanzarse removió una vez más los restos de los establos, que golpearon repetidamente a Revyn. Aun así, empezó a correr hasta llegar al sitio por el que había caído la chica. No sin esfuerzo, logró detenerse, inclinarse sobre el muro y mirar al vacío.

«Muerta. ¿Está muerta?»

De la nada surgió ante sus ojos una enorme ala que ocupó durante unos instantes todo su campo de visión. A sus pies escuchó gritos de estupefacción, al ver que a lomos del dragón iba sentada la elfa, en cuyo pecho seguía clavada la flecha. En pocos segundos se había elevado más de cinco metros por encima de Revyn. El dragón trazó una curva y sobrevoló sin problemas la ciudad, seguido de las expresiones de estupor de la muchedumbre.

Era la primera vez que veían a alguien volar de ese modo a lomos de un dragón. Por la apertura de las alas, tenía que estar muy hacia arriba, casi en el cuello, pero aquello era peligroso porque si el dragón echaba la cabeza atrás le clavaría los cuernos. Era por ello que los dragones del aire solían llevar la cabeza atada y doblada hacia delante cuando salían a volar. Sin embargo, el dragón que montaba la elfa no llevaba nada, ni silla ni bridas.

Revyn corrió hasta el final del muro y se asomó cuanto pudo. Un último y susurrante soplo de viento le golpeó hasta que fue aminorando paulatinamente. Después de aquello, el dragón y la chica desaparecieron en el cielo.

Para entonces, un grupo de hombres armados con arcos y flechas llegó hasta donde se encontraba Revyn.

—¿Quién era ella? —preguntó a los arqueros—, ¿quién era esa chica?

—¿Cómo, no lo sabes? —le dijo uno de los hombres jadeando—. Es la protectora de los dragones salvajes. Los elfos dicen que es una santa, una diosa. ¡La pequeña diosa de los bárbaros!

Revyn se quedó mirando al vacío en la noche cerrada.

Yelanah

Se despertó al amanecer, con la habitación inundada en una luz crepuscular. Se incorporó y se palpó el vendaje del brazo; la herida le dolía como si estuvieran segándole el brazo poco a poco.

Cuando salió al pasillo, se topó con un grupo de hombres que se dirigía a la plaza con gesto cansado y expresión reservada. Ninguno de ellos lo saludó. Revyn fue aligerando el paso hasta que acabó casi corriendo. Fuera se habían reunido una treintena de guerreros dragonianos. La mitad de aquellos malhumorados hombres tendrían que conformarse con montar a caballo.

—¿Vais a buscar a los dragones robados? —preguntó. Uno de los guerreros asintió con gesto avinagrado—. Os acompaño; esperadme un momento, que voy a buscar a mi dragón.

—Seguro que ya no está. ¡Esa bruja se los ha llevado a casi todos! —le dijo uno de los guerreros en vano.

Revyn había salido hacia los establos, donde solo quedaba un amasijo de paja y cascotes de madera. ¿Cómo se las había arreglado la elfa para liberarlos a todos tan rápido?

—¡Palagrin!

No muy lejos de allí oyó unas patas golpeando el suelo y el resuello de un dragón. Revyn avanzó un poco más y no tardó en encontrar a Palagrin en un establo cerrado. Estaba claro que los guerreros lo habían confundido con un dragón salvaje y lo habían encerrado en aquel compartimento.

—Vamos —dijo Revyn, adelantándose a Palagrin por el pasillo y las escaleras.

No perdió el tiempo en coger las riendas y la silla.

En la plaza, Palagrin lo ayudó a subir a su grupa y se sumaron al resto de los guerreros que saldrían en busca de la elfa, entre los cuales se encontraban Twit y Capras. Este último parecía estar pálido y destrozado, y por unos segundos Revyn deseó que el vino le hubiese hecho olvidar lo que había sucedido la noche anterior. En el caso de Twit, no cabía la menor duda de que no olvidaría el agravio cometido: una mejilla azulada y un ojo morado.

—Qué casualidad —susurró clavándole a Revyn la más fría de sus miradas—. Así que tu dragón no ha sido robado. ¿Qué, acaso fue un regalo de despedida de esa bruja?

Capras miraba a sus dos amigos sin saber qué hacer.

—¿Qué insinúas? —le preguntó Revyn a su vez.

Twit cerró los puños y dio un paso hacia él.

—¡No te hagas el tonto! Sabes perfectamente a qué me refiero.

Sea como fuere, no había explicado nada a nadie, ni siquiera a Capras, que los miraba con gran curiosidad.

Saltó del lomo de Palagrin algo mareado por la fiebre, pero intentó disimularlo.

—No he hecho nada de lo que deba avergonzarme.

A Twit le brillaban los ojos.

—¡Traidor!

Y dicho aquello se abalanzó contra él. Antes de que Palagrin pudiera interponerse entre ambos, Capras ya había cogido a Twit, obligándolo a retroceder.

—¡Para ya! ¿Se puede saber qué te pasa?

—Eres un traidor —insistió Twit señalando a Revyn. A su alrededor la gente empezó a mirarlos con curiosidad—. Tú tienes la culpa.

Capras lo miró con severidad, pero continuó manteniendo a Twit alejado de él. Revyn continuó sin abrir la boca. En ese momento le daba igual lo que pensara Capras, y menos aún Twit.

Por fin los guerreros dragonianos se pusieron en marcha, la mayoría de ellos a caballo. Avanzaron por la ciudad y siguieron el rastro de destrucción que los dragones iban dejando a su paso, hasta adentrarse en el bosque. La mayor parte de los dragones habían logrado escapar de Logond. Revyn no lograba entender cómo había empezado semejante rebelión, que se saldó con la muerte de varios centinelas.

En cuanto las sombras de los árboles se cernieron sobre ellos, los hombres no quitaron ojo a sus armas, porque se decía que los bosques estaban dominados por elfos y que en la oscuridad hacían gala de una capacidad hechicera y mágica indescriptible…

Revyn miró en todas direcciones, pero el bosque parecía impenetrable. Matas tupidas, troncos de grandes dimensiones cubiertos de hiedra y helechos y un intrincado ramaje pendiendo de sus cabezas dificultaban enormemente la visión; tanto es así que se vieron obligados a desenvainar y abrirse camino con las espadas entre la maleza, a riesgo de hacer ruido y que la ladrona pudiera escaparse. Revyn intentó ver más allá en vano: el bosque escondía grandes secretos.

Discretamente, sin llamar la atención, ordenó a Palagrin que se quedara quieto donde estaba; esperó a que todos los guerreros le adelantaran y luego se apartó del camino para introducirse en la oscuridad del bosque.

Minutos después, el ruido de sus compañeros se perdió en la distancia. Revyn permitió que Palagrin escogiera el camino. Muy de vez en cuando, algún rayo de luz se colaba entre el follaje, pero, por lo general, todo estaba inundado de una luz crepuscular.

En un momento dado fueron a parar a un riachuelo, donde Revyn hizo detenerse a Palagrin. No se oía más que el murmullo del agua… hasta que le pareció oír un crujido… Comenzó tras de sí y se extendió por la hierba que bordeaba el río. Palagrin avanzó en silencio en aquella dirección. Frente a ellos crecían un montón de orquídeas silvestres. Cuando Revyn apartó las flores con cuidado, nubes de mariposas salieron revoloteando en todas direcciones.

Allí estaba, acuclillada entre la hierba.

Temblaba y apretaba la mano contra su hombro derecho. Tenía los dedos, el brazo y la ropa ensangrentados. Revyn se inclinó despacio, apartando la hierba como si fuera una cortina.

Ella movió la cara no sin cierta brusquedad. Cuando sus miradas se encontraron, Revyn se quedó petrificado, y la chica se levantó de un salto, precipitándose hacia él rauda como una flecha con la cuchilla de su sable levantada hacia lo alto.

En un acto reflejo logró apartarse y cogerla por la muñeca, pero aun así perdió el equilibrio y cayó de rodillas. Sin embargo, en ese momento la chica pareció quedarse sin fuerzas, y antes de poder articular palabra perdió el conocimiento. Con el corazón en vilo, Revyn observó cómo la elfa yacía sobre su regazo.

Tenía cara de niña y el pelo revuelto le caía sobre la frente dejando las orejas al descubierto. Eran ligeramente puntiagudas, señal inequívoca de que no pertenecían a un humano. En las puntas de la melena, que le llegaba a la altura de los hombros, llevaba trenzadas unas perlitas de madera pintadas con las curiosas runas y símbolos de su pueblo. Revyn nunca había visto un color de pelo semejante: era negro con destellos.

En ese momento se oyeron ruidos de hombres y armas que se acercaban. Revyn se asustó, así como Palagrin.

Revyn sintió que el miedo invadía todo su ser. ¡Los guerreros! Miró una vez más a la chica, que seguía inconsciente. Le quitó el sable de la mano con cuidado y lo guardó en su cinturón. Luego se levantó y se dirigió hacia Palagrin.

—Ayúdame —le suplicó.

Palagrin le ofreció la cola y lo ayudó a montar con la chica en brazos. Revyn la sujetó con una mano, y con la otra se asió al cuerno central del dragón.

Se oyó el chapoteo de las garras en el agua y los chasquidos del enorme cuerpo del dragón abriéndose paso entre las ramas.

—¡Vamos! —susurró Revyn.

Y en dos saltos Palagrin desapareció en la oscuridad.

Las sombras de los árboles se proyectaban sobre su cabeza. Palagrin corría tan rápido que ya ni siquiera podía esquivar las ramas que le salían al paso. Revyn casi tuvo que estirarse sobre el animal para no resultar herido. Los ruidos de los guerreros habían quedado atrás y hacía rato que no oían nada, pero el chico aún tenía la sensación de que lo estaban siguiendo y que podrían aparecer entre la maleza en cualquier momento.

Así pues, ¿qué podía hacer? Ni él mismo lo sabía. De todas las imprudencias que había cometido en su vida, aquella era sin duda la más absurda e inexplicable.

Pero hay cosas que deben hacerse, no hay más que hablar.

Se agazapó sobre el dragón al ver una enorme rama sobre su cabeza que casi rozó el pelo de la elfa. Olía a otoño… ¡Por todos los diablos, estaban cabalgando en la dirección equivocada! Tenía que dar media vuelta, volver con sus compañeros y entregarles a la elfa. Solo así podrían encontrar a los dragones, suponiendo que la chica colaborara. Perder a tantos ejemplares significaría una catástrofe para Logond, ¡y para todo Haradon!

—Detente, Palagrin, ¡para!

El animal se detuvo resoplando. Revyn miró a su alrededor, y vio los contornos de los árboles difuminados y por un momento creyó que la fiebre le haría perder el conocimiento. Pero hizo grandes esfuerzos por sobreponerse y poco a poco fue recuperándose. No muy lejos de allí descubrió un sauce no muy alto cubierto de hiedra, bajo la copa del cual se había formado una especie de cueva. Más allá había un estanque. Revyn desmontó y cogió con cuidado a la elfa. Su mano, inerte, cayó sobre su pecho.

Tenía que estar loco de remate para actuar como lo estaba haciendo. Si la elfa se despertaba, podía pasarle el brazo por la nuca y ahogarlo. Cerró los ojos una vez más, al notar que todo a su alrededor se tambaleaba, pero alcanzó a llevarla hasta el sauce y estirarla sobre el manto de hojas secas. Después se incorporó no sin dificultad y anduvo hasta el estanque. La hierba de la orilla era tan densa que Revyn cayó de bruces al agua, y no pudo evitar dejar escapar improperios; subió de nuevo a la orilla, se arrodilló y se quitó la camisa de lino que llevaba debajo del arnés. La rasgó en un abrir y cerrar de ojos, mojó la tela en el agua y creó un vendaje.

Durante unos momentos dudó sobre cómo tocar a la elfa sin molestarla, y la observó como si se tratara de un pez fuera del agua, pero al final superó la vergüenza y con sumo cuidado levantó la manga de su vestido. En realidad no era exactamente un vestido, sino una túnica de mangas cortas y desgastadas que dejaba al descubierto las pantorrillas, y no pudo evitar compararla con las pudorosas mujeres de Logond. La elfa no parecía mostrar ese tipo de decoro.

Revyn apartó de su mente esos pensamientos y se obligó a concentrarse en la herida de flecha de su hombro, la cual no parecía tan grave como esperaba en un principio. Y empezó a limpiar y taponar la herida.

Tuvo que ir en cinco ocasiones al estanque para limpiar la tela impregnada en sangre, hasta que por fin la dejó limpia. Ahora parecía un agujero quemado rodeado de piel roja e hinchada. Revyn miró también en su espalda, pero la flecha no le había atravesado el hombro. Había tenido suerte. Si la herida hubiese estado un poco más a la derecha, ahora estaría muerta. Revyn recordó cómo se precipitó al vacío con la flecha clavada en el hombro, la rapidez con que el dragón se lanzó a salvarla, el esfuerzo que tuvo que hacer la chica para subirse a lomos de él mientras caía.

Revyn limpió la camisa una última vez y le lavó también la cara. Bajo la suciedad descubrió unas marcas rojas en la mejilla, allí donde debieron clavarse las uñas de Twit. También tenía un corte sobre el labio, pero por lo demás parecía estar ilesa.

Para acabar, Revyn le hizo una almohada de hojas secas y se la puso bajo la cabeza para que estuviera más cómoda. Cuando terminó se palpó la frente con el dorso de las manos. Volvió a mirar a la elfa. Parecía dormir plácidamente, aunque su expresión revelaba lo contrario, quizá debido a sus profundas ojeras, que la hacían parecer preocupada y molesta, o al rictus que se dibujaba en sus labios. Revyn observó sus rasgos durante un rato, después se levantó, fue de nuevo hasta el estanque y se dejó caer en el suelo, junto a la orilla.

Palagrin estaba cerca de él con todos los sentidos alerta. La dorada luz del sol brillaba a su espalda tan intensamente que difuminaba su perfil. Sumido en sus pensamientos, Revyn hundió la cabeza entre las manos. Era evidente que Palagrin no era una criatura normal. Al verlo ahí quieto, bajo la luz resplandeciente, se hacía más que evidente el halo de irrealidad que lo envolvía, como si no perteneciera a este mundo, como si viniera de otro mundo en el que sí era real.

Cerró los ojos para dejar de pensar en esas locuras provocadas por la fiebre.

En lugar de estar en el bosque curando a una peligrosa elfa debería encontrarse en su cama recuperando fuerzas. Y encima, cuando la chica se despertara lo atacaría y probablemente lo mataría. Daba igual que le hubiera cogido el sable, seguro que se lanzaría sobre él con uñas y dientes como un animal salvaje.

Sacó el sable de su cinturón para observarlo mejor. Teniendo en cuenta que era casi tan largo como su brazo, lo cierto es que resultaba extraordinariamente ligero. Mientras seguía absorto en esos pensamientos, alguien sacó de golpe el sable de su vaina sin que se diera cuenta, y en cuestión de segundos tenía la cuchilla apoyada en su cuello. Ni siquiera tuvo tiempo de abrir la boca. No se atrevió a tragar saliva. Sintió una respiración pesada y entrecortada junto a la nuca.

—No… no lo hagas —dijo entrecortadamente.

Le pareció que su voz sonaba como un graznido ronco.

—¿Que no lo haga? —susurró ella junto a su oreja—. ¿Y por qué no habría de hacerlo, eh? Tienes mi lanza y yo la tuya, así que estamos en paz. ¡La diferencia es que yo he sido más rápida!

—Te he salvado la vida escondiéndote de los guerreros dragonianos y, además, te he curado la herida…

—¡Calla! Lo que más me asquea de los humanos es que sois todos unos cobardes…

Su frase concluyó en un jadeo, y la cuchilla que se apoyaba en el cuello de Revyn se aflojó imperceptiblemente, una muestra de debilidad que él aprovechó. Con una rapidez asombrosa le cogió la muñeca y se la dobló hasta que ella soltó el sable y lo dejó caer sobre el agua. La elfa lanzó un grito de rabia y enseguida se vieron rodando por la hierba, en una confusión de golpes, patadas y gritos imposibles de contener.

Entonces notó que la rodilla de la elfa lo dejaba casi sin respiración. Ella también respiraba con dificultad, pero lo había logrado. Tras las desordenadas mechas de su pelo resonó una carcajada salvaje, seguida de un sorprendente:

—¡Palagrin!

El dragón se había situado justo delante de Revyn y lo ayudó a levantarse cogiéndole el arnés con los dientes. El chico logró incorporarse jadeando, y vio que la elfa se puso a rodar por el suelo para hacerse a un lado y ponerse de pie. La expresión de su rostro era de desconcierto. Ya no miraba a Revyn, sino al dragón que la había empujado.

Palagrin pataleó contra el suelo y empezó a dar un paso adelante y otro atrás reiteradamente, mientras se interponía entre la elfa y el humano. Su mensaje estaba claro: defendería a Revyn de quien fuera.

La joven lo miraba estupefacta, hasta que por fin movió la cabeza a los lados en un gesto de incredulidad, y dio un paso atrás. Pasaron más de un minuto mirándose el uno al otro. Después de aquello, la elfa levantó la cabeza. Parecía haber tomado una decisión, y parecía que no iba a seguir luchando.

—Bueno —dijo con decisión.

Pronunciaba las sílabas ligeramente más suaves que los humanos.

—¿Quién eres, joven? ¿Cómo es que un dar’hana te considera su hermano?

Revyn se apartó, lo justo para que Palagrin no lo ocultara por completo.

—¿Qué?

—Que quién eres.

—Me llamo Revyn, y soy… un guerrero dra…

—Tu nombre me resulta tan extraño como el de todos los humanos —lo interrumpió ella.

La elfa tragó saliva. Las aletas de su nariz temblaban de agotamiento. De repente dio un salto hacia un lado, se tiró al suelo y cogió de nuevo su sable. Le tembló la mano, pues era la derecha, la del hombro herido, pero aun así sus ojos brillaron con orgullo.

Revyn cerró los puños, y con una rapidez sorprendente se lanzó a por su espada. Extendió las manos hacia el suelo, pero se tropezó con las raíces de un árbol, perdió el equilibrio y cayó en el agua con un grito de estupor. Se levantó tan rápido como pudo mirando a su alrededor, en busca de su espada.

La elfa se acercó a la orilla y lo miró arqueando una ceja.

—¡Te he salvado de los guerreros dragonianos! —dijo Revyn suspirando.

—¿Y por qué? —respondió ella sin bajar su sable.

¡Ni él mismo lo sabía!

—Porque me moría de ganas de que me mataras con tu sable, ya ves.

Salió del agua dando un rodeo para no acercarse a la chica. De pronto, la expresión de ella se endureció, y dio un paso atrás al creer comprender los verdaderos motivos del chico.

Yoch nahsu Milor!, el joven humano se ha enamorado de mí. Apártate de mí, si no…

Para su sorpresa, Revyn se indignó tanto que no fue capaz de responder rápidamente, lo cual no hizo sino contribuir a que la chica creyera más aún en su absurda observación. Su garganta emitió algún que otro sonido estrangulado antes de reaccionar con una sonora carcajada.

—¿Quééé? Yo no estoy… ¿Te has vuelto loca o qué?

La mirada de recelo de la chica lo obligó a dejar de reír para acto seguido añadir:

—No estoy enamorado de ti, ¿te queda claro?

—Vale —dijo la chica sin moverse—. Es que los hombres no hacéis más que enamoraros a todas horas.

—¡Anda ya, eso no es cierto!

—¡Desde luego que sí!

Revyn frunció el ceño.

—¿Así que eres experta en humanos?

Ella lo apuntó con el sable, airada.

—Sé que se enamoran continuamente, y que eso es lo único que les importa. ¡Lo sé porque todo lo demás les importa un comino!

—Si eso es lo que piensas, será mejor que me vaya.

Palagrin se acercó hasta él trotando, sin perder de vista a la chica en ningún momento. Revyn puso sus temblorosas manos en el lomo del animal, y ya estaba a punto de encaramarse a su cola cuando la elfa dijo con cautela:

—Gracias, por si todo lo que dices es cierto.

Revyn se fijó en su cara de agotamiento y pensó que era casi un milagro que pudiera mantenerse en pie.

—¿Y tú cómo te llamas?

—¿Por qué quieres saberlo?

—¿Por qué has querido tú saber el mío?

—Yelanah —respondió, tras dudar unos segundos.

Bajo el círculo de robles

—Ya ves, yo también estoy herido. Ahora solo podremos luchar con el lado izquierdo —dijo sonriendo.

Yelanah y él estaban sentados en el suelo, doloridos y mareados de cansancio a la vez. Las llamas de la hoguera que habían encendido se reflejaban en los ojos de la chica, que eran de un color rubí maravilloso. Revyn no lograba apartar la vista de ellos.

—Qué casualidad que nos hayan herido de forma parecida —dijo ella en voz baja mientras echaba unas ramas al fuego.

Revyn continuó observando a la meleyis, la pequeña diosa hija de los espíritus de la niebla. Ni que decir tiene que Revyn no entendió ni una palabra de lo que le decía, pero como lo dijo con tanto orgullo no le cupo duda de que debía de ser muy importante para los elfos.

Cuando se dio cuenta de que Revyn la observaba fijamente, ella hizo lo mismo a su vez.

—No me has entregado a tus semejantes, razón por la cual no te trato como a un humano. Llevo tu vendaje en mi hombro y acepto tu ayuda, pero no pienso compensarte por ello. No hago favores a los humanos, y tú no serás ninguna excepción.

Antes de que Revyn pudiera decir nada, la elfa prosiguió:

—Supongo que tienes muchas preguntas que hacerme; pues hazlas, porque solo te responderé esta noche, para así zanjar mi deuda contigo.

Al principio, Revyn guardó silencio unos segundos, pero luego recuperó la compostura y dijo:

—Tienes razón, hay muchas cosas que me gustaría preguntarte, como, por ejemplo, dónde están los dragones que liberaste.

—En un lugar muy lejano en el que los humanos no los encontrarán jamás.

Revyn cambió de tema tras notar que no quería hablar más de aquello.

—¿Por qué atacaste al guerrero dragoniano Twit en el bosque?

—Tus preguntas no son tan difíciles de responder como las que te voy a hacer yo a cambio: ¿por qué los humanos queman a hombres, mujeres y niños elfos en sus hogueras? ¿Por qué persiguen a las antiguas tribus y las obligan a esconderse en los bosques más recónditos? ¿Por qué roban dar’hana sagrados y los obligan a morir en sus guerras? —Yelanah mantenía una expresión pétrea en su mirada—. Llevo muchísimo tiempo planteándome estas cuestiones, Revyn, y no espero que un humano como tú me saque de dudas. Así que, por favor, no intentes comprender mi comportamiento.

—Así que ¿fue por venganza? ¿Por vengarte de todo lo que los humanos os han hecho?

Ella se quedó un rato callada con los ojos cerrados.

—Yo… no. Los elfos buscan a un joven humano y yo tengo que entregárselo. Es un pacto al que debo atenerme, no puedo decir más.

—Pero no estabas sola cuando intentaste llevártelo, contabas con la ayuda de los dragones.

—Sí, claro, ya te he dicho que soy la meleyis.

El silencio de Revyn le dio a entender lo incomprensible que le resultaba todo aquello. Apelando una vez más a su paciencia, Yelanah añadió:

—Puedo explicarte lo que significa porque no es un secreto. Se trata de una historia triste y hermosa a la vez, que en el lugar del que vengo se cuenta desde tiempos inmemoriales.

Revyn apoyó con cuidado los brazos en las rodillas.

—Me encantaría escucharla.

La chica asintió.

—Hace muchos años, cuando los pueblos aún eran hermanos, los santos dar’hana a los que los humanos llamáis dragones gozaban de la admiración y el cariño de todo el mundo. Una nueva generación de hombres de naturaleza taimada, cuya única aspiración era un poder muy superior al que correspondía a cualquier mortal, rompió las relaciones existentes hasta el momento. Pusieron nombres comunes a las cosas sagradas, nombres que no deberían haber pronunciado, y destrozaron a los dioses y la magia en aras de la razón. Quisieron poseer lo que no puede ser poseído: se apropiaron de la tierra y del agua, de los bosques, de los árboles e incluso de los animales. Solo el pueblo de los elfos se atrevió a plantarles cara, pero se recluyeron cada vez más en los bosques. Así fue pasando el tiempo, y los hombres olvidaron el pasado y la relación que otrora tuvieron con los elementos y sus semejantes. Su tribu creció deprisa, construyeron pueblos y ciudades, fundaron reinos, incluso empezaron a luchar entre sí porque su astucia iba irremediablemente unida a su ambición. Se volvieron celosos y envidiosos de sus propias posesiones, y las guerras que provocaron tuvieron en el fondo su lado positivo, porque con ellas muchos murieron a causa de su codicia. Pero de nuevo se vieron salvados gracias a su perspicacia: apareció una nueva generación de hombres que no quisieron luchar personalmente, sino que delegaron en otros ir a la contienda. Sacaron a los dar’hana de los bosques, los condujeron a una cruel y dura realidad en la que su pueblo sufría horrores, y así fue como esa especie sagrada cayó en manos de los humanos y se vio obligada a luchar en sus batallas, perdiendo la vida por ellos.

Mientras hablaba, Yelanah había apoyado una pequeña rama en la tierra, hasta que la rompió. Frotó las dos mitades rotas con las manos, pensativa.

—Los elfos protestaron enérgicamente, pues el cautiverio de los dragones cercenaba la esencia semidivina de los dar’hana. La leyenda cuenta que el pueblo élfico no supo de la tristeza hasta que conoció el sufrimiento de los dar’hana; entonces todos los elfos del mundo se tragaron una piedra que convirtieron en su corazón. En aquellos días oscuros en los que la miseria y el dolor fueron extendiéndose, nació una generación de niños extraordinarios en la raza élfica, niños en los que se instalaron los espíritus de la niebla, niños cuyas almas pertenecían al mundo nebuloso, a pesar de formar parte del pueblo élfico. Entre ellos y los dar’hana floreció una relación mágica. Los niños abandonaron su pueblo y se instalaron entre las nieblas eternas, entre aquellos a los que vosotros los humanos llamáis «dragones». Cada niño se adjudicó una manada de dar’hana y consagró su vida a ellos: vivían en las nieblas de la semiirrealidad y protegían a su manada de la esclavitud y de los humanos. Los elfos se refirieron a ellos como a pequeños dioses, pues en ellos latían también los corazones de los dar’hana. Meleyis, que significa hija eterna, y mahyûr fueron los nombres que recibieron los eternos hijos de la niebla. Los espíritus de estos niños renacían continuamente al ver el sufrimiento de las manadas santas. Yo soy la última hija de los espíritus de la niebla.

—¿La última? —repitió Revyn, sintiendo un repentino malestar.

La chica bajó la cabeza y apretó los dientes hasta que se le marcaron los huesos de la mandíbula.

—La última, sí. Los espíritus del pasado se han dado por vencidos y han renunciado a regresar. Yo soy la única meleyis que queda.

Durante un rato ambos miraron al fuego.

—¿Y por qué se han dado por vencidos? ¿Por qué eres la única diosa que queda?

Yelanah tenía la cabeza apoyada sobre las rodillas, por lo que Revyn no pudo verle la cara y saber si lo había oído o no, hasta que su voz sonó suave y clara:

—¿Para qué proteger a los dar’hana, si igualmente desaparecen? —Hizo un gesto con la mano—. Pero ¿cómo ibas a saberlo? Los humanos nunca se enteran de lo que sucede ante sus ojos, de lo pendientes que están de sí mismos.

Revyn se quedó callado.

—Hay algo más que quisiera preguntarte —dijo al fin—, que no sé si es cierto o no.

—Nada es cierto, Revyn, en el lugar del que vienes.

—Sí, bueno, he oído que hay alguien que se dedica a robar dragones con regularidad. ¿Se refieren a ti? —Era consciente de lo absurda que sonaba esa pregunta cuya respuesta ya sabía. Sin duda la elfa pensó lo mismo que él—. ¿Qué haces con los dragones? —continuó—. ¿Cómo logras que desaparezcan sin más?

—¿Que qué hago con los dragones? ¿Y me lo pregunta un humano? Te explicaré cómo logro que desaparezcan sin más: las manadas santas se despiden del viejo mundo. Pronto habrá una nueva realidad; ¡una en la que solo habiten hombres!

Revyn comprendió que Yelanah no le diría nada más.

—Lo siento. Desconocía la culpa que mi pueblo… Pero lo que hiciste, el modo en que liberaste a los dragones en Logond… Admiro tu coraje. Eres… muy valiente —dijo respirando hondo.

Yelanah se estiró de lado junto al fuego.

—Estás delirando, jovencito.

Revyn la miró a la luz de las llamas y vio que cerraba los ojos.

Y él también se tumbó.

Lo despertó la luz cegadora de la combinación de los rayos de sol y las sombras de los árboles que se balanceaban sobre él. Se incorporó asustado al notar que todo el bosque a su alrededor parecía moverse: las copas de los árboles se mecían imperceptiblemente, los arbustos se arqueaban entre susurros y los cedros hacían crujir sus ramas. Con el juego de luces, el musgo parecía ondear como una alfombra. Del fuego de la noche anterior apenas quedaban las cenizas. Ni rastro de Yelanah, ni siquiera en la hierba sobre la que se había acostado por la noche.

Revyn volvió a estirarse boca arriba, lentamente, y entornó los ojos. La cabeza le zumbaba como si tuviese dentro un enjambre de abejas. Tenía la boca seca como un estropajo. La elfa se había ido. Seguramente no volvería a verla. Si al menos estuviera en su cama, o en cualquier otra, con tal de estar calentito y a oscuras…

Yelanah debió de marcharse a primera hora de la mañana o durante la noche, cuando él estaba dormido. Sus palabras pronunciadas a la luz de la hoguera irían palideciendo en su memoria hasta convertirse en el recuerdo de un sueño.

Palagrin se acercó hasta él a través de la hierba, se sentó a su lado y lanzó un suspiro de preocupación. Tus heridas ya están mejor. ¿No quieres que regresemos a la ciudad?

—No, no… —murmuró Revyn sin abrir los ojos—. No puedo volver.

Ya sé por qué. Normalmente es más difícil saber lo que te pasa, pero en esta ocasión, tal como la mirabas… Hasta un ciego lo habría visto.

¿Qué pretendes decir? ¿A qué te refieres?

Palagrin resopló divertido.

¿Has oído cómo habla de los dragones, Palagrin? Lo que me dijo…

… es cierto. Puede comunicarse con nosotros, igual que tú.

Cuando Revyn abrió los ojos vio que Palagrin ya no llevaba correas. Yelanah debió de quitárselas antes de partir. Sonrió al ver al dragón moviendo sus alas, feliz.

Tuvo unos sueños febriles y desgarradores en los que se veía a sí mismo tirado en el bosque entre el lodo; su herida iba hinchándose cada vez más, hasta el punto de reventársele los puntos y hacerle estallar un surtidor de sangre. Se despertó asustadísimo, con la vívida impresión de estar viendo su sangre por todas partes mientras el sol de la mañana continuaba brillando sobre él.

Acto seguido volvió a dormirse, y en cuanto lo hizo soñó de nuevo que se encontraba en su cabaña, y que todo estaba como lo dejó. Las ventanas se habían roto por la fuerza del viento, y el suelo se había hinchado con las continuas lluvias. Las cazuelas y las ollas estaban cubiertas de polvo. Su cama tenía tantas polillas que parecía a punto de caer en pedazos. Revyn se asustó de repente al ver que, junto al telar, ¡estaba su madre!

—¿Mamá? —preguntó con cierta aprensión.

Ella no le oyó. Estaba sentada, observando las telarañas. Y cuando Revyn se le acercó vio que también ella se hallaba cubierta de telarañas: sus manos huesudas, su fino pelo, su vestido… todo en ella estaba envuelto en esos hilos blancos y pegajosos. Solo el collar, con su bonito colgante, permanecía libre de su hechizo brillando con luz propia.

—Mamá…

Casi llegó a tocarla con los dedos. Ella siguió sin mirarlo, pero su boca se abrió dejando escapar un débil grito que, aun así, hizo temblar toda la cabaña. Las paredes se desmoronaron, las vigas de madera volaron por los aires, la paja se movió de un lado a otro, como sucedió en Logond cuando los dragones destrozaron los establos. Revyn tuvo que cubrirse el rostro con el brazo. Cuando abrió los ojos de nuevo, la parte trasera del muro de la casa había desaparecido por completo y su madre corría por el prado.

—¡Mamá!

Corrió tras ella entre la alta hierba que le arañaba las piernas. De pronto sintió que le costaba mantener los ojos abiertos y reconocer cuanto le rodeaba. Todo amenazaba con quedar sumido en la oscuridad… ¡Pero antes tenía que alcanzar a su madre! ¡Estaba desamparada!

Ella corrió hacia la espesura del bosque y desapareció entre los troncos de los árboles. Revyn se precipitó tras ella. Las ramas le obstruían el camino, rasgándole la piel. Por fin, su madre se detuvo entre dos árboles. Las hojas revoloteaban por el bosque cuando la mujer se dio la vuelta hacia Revyn, solo que esta vez no era su madre, sino Yelanah.

Tenía la cara cubierta de extrañas pinturas. Tuvo que acercarse más a ella para ver que se trataba de pequeños regueros de sangre que le caían por las mejillas, la frente y los labios. La figura se movió y su rostro se convirtió en un nido de serpientes. Solo sus ojos, que brillaban como los de un animal salvaje, estaban fijos en él.

Sintió tanto pánico que quiso salir corriendo, marcharse a toda prisa y no mirar atrás, pero no pudo controlar sus pasos, que lo llevaron irremediablemente hacia la chica. Las serpientes que se movían por el rostro de Yelanah lo habían hipnotizado. Notó que unas cuantas se separaban de ella y se dirigían ávidamente hacia él, como llamas rojas, arrastrándose por su cara y metiéndosele en los ojos.

Gritó, y en aquel preciso momento Yelanah alzó los ojos y abrió la boca sin emitir ningún ruido. A menos de un paso de él cayó muerta en el suelo, y de pronto no supo distinguir de quién era el cuerpo que yacía a su lado: si de la elfa o de su madre o de los niños a los que mató o si era el suyo propio. Y el bosque, las serpientes rojas, sus ojos ardientes, desaparecieron en la oscuridad.

Cuando se despertó, la cola de Palagrin estaba posada sobre su pecho, manteniéndolo quieto en el suelo con una suave presión. Murmuró algo que después no pudo recordar y volvió a abandonarse a su estado febril.

No sabía cuánto tiempo había pasado durmiendo, solo que la primera vez que se despertó era de día, pero ahora estaba en la más absoluta oscuridad. Oyó los aullidos de los lobos, el batir de alas y el sonido de pequeños animales moviéndose entre el follaje. Seguramente era la segunda o tercera noche que pasaba allí tumbado. Revyn había perdido la noción del tiempo. Entre bostezos y gemidos, había ido dándose la vuelta sobre el duro suelo, hasta que volvía a quedarse sin fuerzas y cedía rendido de agotamiento.

Por fin abrió los ojos. Tenía las pestañas pegadas. El bosque se hallaba bajo la luz crepuscular. Oyó respirar a Palagrin cerca de él. Intentó decirle algo mentalmente, pero sus palabras se deshicieron de inmediato, como si estuvieran hechas de arena.

De pronto notó que algo frío le rozaba la frente. No podía ser Palagrin, porque su tacto era muy distinto al de un animal. Un rostro apareció en su campo de visión. El corazón de Revyn latió con fuerza al reconocerlo: quiso decir mil cosas a la vez, pero no fue capaz de articular palabra.

—¿Por qué sigues aquí? —le preguntó Yelanah en un tono poco cordial.

Poco a poco, Revyn logró separar los labios.

—¿Por qué… por qué has vuelto?

Tras mirarlo un rato tranquilamente, le respondió:

—El reino de los bosques no pertenece a los hombres.

—Pero yo no puedo volver por tu culpa.

Yelanah lo miró. Revyn notó agua en los labios. El líquido entró en su boca y él bebió con avidez.

—¿Te arrepientes de lo que has hecho? —le preguntó Yelanah.

Revyn negó con la cabeza en cuanto ella le apartó la bota de agua. ¿Cuánto hacía que no bebía? Sintió que el agua le devolvía la vida. Respiró y esbozó una sonrisa.

—Sabía que volverías.

—Me llamó Palagrin —le dijo ella con frialdad, aunque dudó unos momentos antes de decidirse a proseguir—: Si estoy aquí es por él.

—¿Cómo sabes su nombre? —murmuró Revyn.

Oyó levantarse a Yelanah sobre la hierba.

—¿Cómo supiste tú que se llamaba así? Cuando le pregunté quién eras me dijo que eras su hermano pequeño.

La elfa le cogió un brazo con la mano y se lo pasó por encima del hombro. Puso la otra mano en su costado y lo obligó a levantarse. Revyn intentó colaborar en balde, porque cuanto más se esforzaba más torpe resultaba. Palagrin les ofreció su cola, y Yelanah lo ayudó a subir a lomos del animal. Luego Revyn notó el brazo de la chica en su cadera y supo que se ponían en marcha. Tiempo después no sería capaz de recordar cuánto tiempo galoparon en la niebla.

Oyó el crepitar de un fuego a su lado. Cuando Revyn abrió los ojos vio a Yelanah. Él estaba acostado sobre varias capas de musgo seco y cubierto hasta el pecho con una manta de piel. En ese momento se dio cuenta de que no llevaba ni el arnés ni la camisa, y se incorporó de un salto asustado.

—No temas —le dijo Yelanah, y en sus labios se esbozó una sonrisa breve—. Tu ropa sigue aquí.

—¿Dónde estamos? —preguntó mirando hacia arriba.

Al principio pensó que se encontraba en una cueva, pero vio que sobre sus cabezas se cerraba un denso techo de hojas y que a su alrededor brillaban unos enormes troncos de roble a la luz del fuego.

—Estás bajo el círculo de robles —le dijo Yelanah. Después apretó los labios pensativa antes de añadir—: Has hablado en sueños y has llorado.

Sin darle tiempo a responder se levantó alejándose de su campo de visión. Revyn se tocó las mejillas en un acto reflejo y comprobó que aún estaban mojadas. Se las secó a toda prisa con el dorso de la mano. Yelanah regresó con un cuenco de madera y se lo ofreció.

—Toma. Llevas días sin comer.

Se llevó el cuenco a los labios con cuidado. Era una sopa fría que sabía a hierbas dulces. Mientras tanto, Yelanah se inclinó hacia el fuego y, con la ayuda de un palo, sacó de las brasas una especie de albóndigas. Las sirvió en un plato de madera y se lo acercó a Revyn.

—Come, si tienes hambre. Son las raíces que comemos los elfos. A los dragones también les gustan. Las llamamos celgonnwa, que en vuestra lengua significa algo así como «tierra dulce».

—¿Tierra dulce? —Revyn sonrió, o, para ser más exactos, cabría decir que, tras tantos días de sueño, en su rostro se dibujó un rictus que pretendía ser una sonrisa.

Algo indeciso, mordió una de aquellas extrañas raíces. Por dentro era blanca y suave como el pan recién hecho, y en efecto su sabor era muy parecido al del pan, solo que algo más terroso, casi como una seta, y al mismo tiempo sorprendentemente dulce. Tardó un poco en acostumbrarse a esa combinación.

Se la tragó mientras miraba a Yelanah, que le devolvía la mirada. No supo interpretar qué estaba pasándole por la mente, aunque era indudable que lo analizaba… Revyn jugueteó con la comida, algo incómodo.

—Ahora sigue durmiendo, jovencito —dijo ella—. Si mañana te encuentras mejor, te acompañaré hasta un sendero que te conducirá hasta los tuyos.

Revyn se dio cuenta de que llevaba una venda nueva en el brazo, hecha con hojas.

—¿Cómo puedo agradecerte…? —murmuró.

—Vuelve a tu mundo, y olvida cuanto ha sucedido.

Cogió dos celgonnwas del fuego, luego se levantó en silencio y desapareció en la oscuridad, más allá del fuego.

Revyn ya estaba despierto cuando amaneció. Estirado sobre el musgo vio las copas de los árboles que se recortaban contra el cielo. Había cogido las cuatro celgonnwa que quedaban y se las estaba comiendo. Algo más allá, entre las enormes raíces de un roble, dormía Yelanah sobre su manto de musgo. Su imagen le hizo pensar en una semilla a punto de madurar bajo la atenta mirada de los árboles. Echó un vistazo a su alrededor mientras comía la última celgonnwa. Entre las rocas, bajo las raíces y también colgadas de las ramas de los árboles, había todo tipo de provisiones: semillas, verduras y raíces; a su lado, dos cestos hechos a mano llenos de manzanas y bayas secas pendían de una rama. Vasijas de arcilla y cazuelas de distintos tamaños se amontonaban unas sobre otras. Sobre las ramas había también colgadas varias botas de agua. En otra esquina, varias piedras redondas estaban colocadas de tal modo que hacían las veces de escalera hacia la copa del roble, y junto a ellas había cuchillos, piedras de amolar, cuerdas de cuero y cuchillas de distintos tamaños. De las ramas colgaba también una hamaca tejida con helechos.

Donde dormía Yelanah había un arco enorme de madera de castaño sobre una roca. Detrás de él, un puñado de flechas en el suelo, y junto a la cabeza de la chica una lanza con unos extraños dibujos de color rojo oscuro. Ahí estaba también la ropa de Revyn: su camisa, su jubón y sus zapatos. Más allá del denso tejido de hojarasca que rodeaba al roble oyó el murmullo del agua. Seguro que había algún río cerca.

Revyn se incorporó. La herida ya no le dolía, solo notaba cierta tirantez. Lo único que los cuidados de Yelanah no habían logrado curar era la debilidad causada por la fiebre y la falta de alimentos. Revyn se destapó sin hacer ruido, cogió su camisa y apretó los cierres de su jubón a la altura de los hombros. Cuando se puso las botas, oyó un ruido tras de sí.

—¿Te vas?

Revyn se dio la vuelta hacia Yelanah asintiendo.

—Ya he sido suficiente carga para ti.

—Está bien —dijo ella poniéndose de pie.

Luego se dirigió hacia las piedras que hacían las veces de escalera y desapareció en la copa de uno de los árboles. Cuando volvió a bajar llevaba en la mano su espada, y la levantó para enseñársela. Después se dirigió a su lecho, se pasó el arco por los hombros y metió tres flechas en el pequeño cinturón en el que llevaba enfundado su sable.

—¿Cómo tienes la herida? —le preguntó Revyn.

Yelanah le dedicó una mirada llena de ironía.

—Cuando lleguemos al camino que conduzca a tu hogar te devolveré la espada. Mientras tanto la llevaré yo.

Apartó una rama de la que colgaba una densa capa de musgo, e indicó a Revyn que la siguiera. Él pasó con cuidado por el agujero que había abierto entre la hojarasca. Frente a ellos se extendían varios riachuelos entre la hierba y las orquídeas silvestres. El círculo de robles emergía como una isla en medio de un paisaje cenagoso y exuberante.

—Vamos —dijo Yelanah, adelantándose por la superficie lisa de las piedras.

La niebla flotaba sobre los tupidos matorrales cubriéndolo todo de un color azul difuso. Los árboles, que hundían sus raíces en el río, eran enormes, y sus ramas se elevaban hacia el cielo.

Los jóvenes abandonaron la ciénaga en silencio y llegaron a un bosque, seguidos de la niebla como un silencioso compañero de viaje. Poco a poco el bosque clareó. Revyn vio un lago enorme rodeado de juncos por todas partes. El agua era de color verde oscuro y estaba lisa como la superficie de un espejo. Revyn se quedó paralizado al recordar que ese lago era el mismo en el que había visto a Yelanah por primera vez.

—¿Dónde está Palagrin? —preguntó de pronto.

Yelanah se había quedado inmóvil.

—Con los demás… —Cerró los ojos y lanzó un silbido tan agudo que Revyn sintió un escalofrío por la espalda.

La tierra tembló con el bramido de un dragón entre la bruma blanca, y en un abrir y cerrar de ojos una docena de ejemplares aparecieron tras los juncos, trotando hacia ellos.

El chapoteo de sus patas formaba olas espumosas. Los dragones se detuvieron justo delante de ellos. Yelanah dejó caer al suelo la espada de Revyn y alargó las manos hacia delante. Los dragones la tocaron con el hocico, le apoyaron la barbilla en los hombros y alborotaron la melena de la elfa con su respiración. Ella les acarició el cuello uno a uno, arrimándose cariñosamente a sus cabezas. Uno de los dragones la ayudó a subir a lomos de él tras coger de nuevo la espada de Revyn. Fue entonces cuando el animal se dio cuenta de la presencia de Revyn y sus ojos oscuros brillaron amenazadoramente.

En ese preciso momento, uno de los dragones se separó del resto y se dirigió a toda prisa hacia Revyn. Era Palagrin, que rozó la mejilla del chico, dando una vuelta alrededor de él. Después le ofreció su cola y lo ayudó también a subir a su grupa.

Permanecieron así durante un breve instante, Revyn a lomos de Palagrin y Yelanah a la cabeza de los dragones salvajes.

¿Eres Revyn, el joven humano?

Revyn tragó con dificultad. El dragón sobre el que iba montada Yelanah lo miraba sin mover un solo músculo.

Sí. ¿Y tú quién eres?

—Se llama Isàn —le respondió Yelanah.

Revyn se quedó estupefacto. ¿Cómo sabía ella que…?

—Y la manada —continuó diciendo la elfa sin inmutarse— es la tribu de los nimorga. En estos bosques ya solo quedan siete tribus de dar’hana.

La mirada de Revyn fue de un dragón a otro, y cada uno de ellos le dijo su nombre con cierto recelo.

Ijua.

Xersan.

Nhoar…

Nunca había oído hablar a los dragones con tanta claridad. Yelanah lo observaba con atención, la mirada escrutadora y desconcertada a un tiempo. Al final hizo una señal a Isàn y se acercó más a él.

—¿Se puede saber quién eres? —susurró entonces—. ¿Quién eres? Ningún hombre puede hacer lo que tú haces, ninguno. ¡Es imposible!

—¿A qué te refieres?

La mirada de Yelanah se perdió en el horizonte, como si la niebla se hubiese colado en ella.

—Yo ya te había visto antes aquí mismo. La niebla ofrece a veces visiones del futuro, y yo te vi en aquella orilla, Revyn, con un arco apuntándome, aunque es del todo imposible que hubieras estado antes en nuestro mundo. Sostenías un arco y me apuntabas con una flecha.

Revyn la miró atentamente a la espera de una respuesta. ¿Creía que su encuentro había sido una visión? ¿Había olvidado lo que sucedió en Logond? ¿Sabía que fue él quien le facilitó la huida?

—Quizá no nos hayamos encontrado por casualidad —prosiguió con voz temblorosa—. No puedo creerlo, pero los dar’hana te oyen y tú los oyes a ellos. Palagrin nos ha contado maravillas de ti, pero yo no podía dar crédito, por lo que he querido ponerte a prueba. Sin embargo, es cierto. Has hablado con Isàn y…

Yelanah se interrumpió bruscamente y se incorporó. Sus ojos habían perdido toda alegría y vitalidad. Miró hacia el cañaveral. Los dragones también se habían puesto nerviosos. Isàn resollaba nervioso.

—¿Qué pasa? —preguntó Revyn angustiado, y la respuesta no se hizo esperar: entre la niebla aparecieron una docena de ellos.

Revyn, sobrecogido, tomó aire.

Surgieron de la nada y los rodearon.

Un grito perforó el bosque:

—¡Meleyis!

Entre los elfos

Se les acercó un hombre que miró brevemente a Revyn, para enseguida volver a fijarse en Yelanah. A una distancia prudencial, la justa para que los dragones no pudieran atacarlo, se detuvo e hizo una reverencia. Llevaba un abrigo y una túnica del mismo color que la de Yelanah, pero pese a la humildad de su atuendo había algo en él que le daba un aire de poder.

—Por fin, pequeña gran diosa.

Habló en idioma humano, pero tenía un levísimo acento élfico, igual que Yelanah. Deseaba que Revyn entendiera sus palabras adrede, a pesar de que no le prestaba la menor atención.

—Llevamos mucho tiempo esperándote, y por fin te hemos encontrado antes de que tú nos encontrases a nosotros. Me alegro de que haya llegado el momento, meleyis. Después de tanto tiempo parece que al final has hecho lo que debías hacer.

Yelanah seguía sobre su montura completamente erguida. Su rostro tenía una expresión hermética. Luego dijo algo rápidamente y con fluidez en un idioma que Revyn no pudo entender. Pero entonces sucedió algo increíble: los dragones trasladaron las palabras ininteligibles de la elfa a su idioma para que Revyn comprendiera lo que estaba diciendo.

¿Cómo osas asaltar de este modo a la meleyis y a los santos dar’hana, las sombras de la niebla? ¿Has estado acechándonos?

El hombre sonrió.

—Te ruego que me disculpes, Yelanah. Pero ya sabes cuánto confío en nuestro acuerdo… Y solo quiero invitaros a comer, a ti y al joven humano que te acompaña. —Para referirse a él siguió sin mirarlo—. Me gustaría que charlásemos un rato. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que honraste a mi pueblo con tu presencia, y en tu honor celebraremos la mejor de las fiestas.

Dicho aquello volvió a sonreír, como si sus palabras escondieran un divertido secreto.

Yelanah respiró profundamente, miró a Revyn y después se dirigió al sonriente elfo:

—Está bien. Vámonos.

El hombre se dio la vuelta sin añadir una palabra más y se puso en marcha. Yelanah y Revyn lo siguieron a lomos de sus respectivos dragones. Cuando Revyn se dio la vuelta para ver al resto de la manada, comprobó que todos se habían desvanecido, igual que los elfos que habían aparecido en el cañaveral. Pese a estar solos, Revyn no tenía la menor duda de que tanto los unos como los otros los observaban escondidos en la niebla.

—¿Adónde vamos? —susurró Revyn.

—Al pueblo de los elfos.

Revyn miró al hombre que iba delante de ellos. Sin poder evitarlo recordó las historias que le habían contado sobre los elfos, y las cabezas decapitadas sobre estacas a las puertas de Logond. ¿Cómo se atrevía aquel elfo a llevarle hasta un lugar secreto de su pueblo?

Durante un rato anduvieron en silencio por el bosque. Revyn estaba nervioso. Intentó mirar hacia el cielo, pero los altos árboles le tapaban la vista.

Por fin, el elfo se detuvo. Palagrin e Isàn se detuvieron también y miraron hacia el pequeño valle que se abría a sus pies. Los abedules habían dejado paso a los robles para formar un techo de color verde claro. De sus copas pendían sogas y puentes que, tras un primer vistazo, parecían lianas. Bajo los árboles se escondían casas y cabañas con la apariencia de setas cuyos techos estaban cubiertos de musgo y hiedra.

Yelanah descendió del lomo de Isàn.

—Deja aquí a Palagrin. Los elfos creen que es un error alejar a los santos dar’hana de la niebla.

Los dragones se quedaron a la entrada del valle, mientras que Yelanah y Revyn siguieron al elfo hasta el pueblo.

Se les acercaron elfos de todas las edades y condiciones, vestidos la mayoría con ropa de color pálido y con el pelo recogido en largas trenzas o bien suelto hasta la cintura.

Cuando vieron a Yelanah, dejaron lo que estaban haciendo y se inclinaron ante ella, llevándose los puños cerrados a la frente y murmurando palabras ininteligibles para Revyn. Algunos de ellos dirigieron a Revyn claras miradas de odio.

Su guía los condujo hasta una de las cabañas, apartó la cortina tejida con zarcillos y Revyn y Yelanah entraron en su interior.

El sol se colaba por todas las paredes dibujando un mosaico de haces de luz en el interior. En el suelo había una hoguera con una cazuela junto a la que habían extendido una alfombra de musgo. En la parte posterior de la cabaña había una escalera que salía al exterior por un agujero del techo, que seguramente conducía a las casas de los árboles.

—Tomad asiento.

La cortina se cerró bruscamente. El elfo señaló dos troncos y se quitó el abrigo antes de sentarse justo frente a ellos. Fuera se oían las risas de los niños. Las hojas de los árboles se mecían al viento, y las paredes de la cabaña temblaron ligeramente.

—Me llamo Khaleios —dijo el elfo presentándose. Era la primera vez que se dirigía a Revyn. La luz le iluminó la cara, dejando a la vista una plácida sonrisa—. Yo soy el hombre que los humanos llamaríais el señor, o el rey de los elfos. No sé bien cómo va esto de los cargos, discúlpame. Puedes llamarme rey de los elfos, si quieres, o simplemente Khaleios.

Revyn se limitó a asentir.

Khaleios, contrariado porque el chico no dijo nada, finalmente retomó la palabra:

—Bueno, ¿puedo preguntarte cuál es tu nombre?

—Me llamo Revyn.

El rey se inclinó levemente.

—¿Crees en el destino, jovencito? ¿Crees que todas las criaturas de la tierra están predestinadas?

Revyn miró de soslayo a Yelanah, que no decía nada.

Khaleios volvió a sonreír.

—Quiero enseñarte algo, Revyn, algo que ningún hombre ha visto antes y que ninguno más volverá a ver, lo juro, mientras corra sangre por mis venas.

Se levantó y se dirigió hacia la parte trasera de la habitación. En la oscuridad, Revyn no fue capaz de distinguir lo que estaba haciendo, pero cuando regresó y se sentó de nuevo en su tronco llevaba un libro en los brazos.

Las manos de Khaleios acariciaron las tapas de cuero del libro como si se tratara de un tesoro.

—Este es el libro de los elfos, el libro del pasado, el presente y el futuro, donde está escrita la historia de mi pueblo. En este libro se encuentran los secretos de un mundo que se mantiene oculto en los bosques más recónditos de la Tierra. En este libro están recogidos los recuerdos de los héroes y los bribones, cuyos espíritus viven en él. Todos y cada uno de los que influimos en los acontecimientos del mundo regresaremos algún día a este libro que hace las veces de tumba. Pero al mismo tiempo todos los muertos que acoge en su seno resucitan en cuanto alguien lee su nombre entre sus líneas. Lo llamamos nir miludd, «vida y muerte».

—¿Y cabe todo en un libro? —empezó a decir Revyn, pero enseguida se calló, pensando que sus palabras podían hacerle parecer maleducado.

Pero Khaleios no dejó de sonreír.

—Desde el principio del mundo se han escrito infinidad de libros hablando de nosotros, pero todos forman parte de un único ejemplar. Hace siglos, mis antepasados sostuvieron el nir miludd sobre su regazo, como yo ahora, aunque es cierto que hoy por hoy contamos con muchos más volúmenes. —El elfo abrió el pesado tomo con sumo cuidado—. Quiero leerte algo, Revyn, jovencito. Yo también estoy escribiendo en el eterno nir miludd, lo cual me convierte en rey de mi pueblo. Mi tarea consiste en dejar constancia de lo que sucede en mi época. Ojalá pudiera escribir historias más felices… —Miró a Revyn intensamente—. ¿Quieres oír una sentencia del oráculo? Se trata de un dicho muy antiguo, seguro que a Yelanah le encantará oírlo.

Durante unos segundos acarició las páginas del libro en silencio, hasta que al llegar a un punto determinado alzó la vista y dijo:

Algunas elfas tendrán descendientes

que vivirán en la eterna neblina

y sus almas estarán ya pendientes

de entregar, por los dragones, la vida

—Se refiere a los pequeños dioses, ¿no es así? —le preguntó Revyn.

Khaleios frunció el ceño.

—De modo que nuestra pequeña diosa ya te ha hablado de ello. Aún recuerdo cuando formabas parte de nuestra tribu. Eras tan pequeña… y en tus ojos ya se intuía el brillo salvaje de una pequeña diosa. Y no pudimos retenerte. Llegó un remolino de niebla y tú seguiste tu corazón, hasta los santos dar’hana. En fin —dijo entonces Khaleios dirigiéndose de nuevo a Revyn—, no quiero aburrirte con esta historia, si ya la conoces. Te leeré otra cosa que yo mismo he escrito. Espero que mi traducción no te decepcione.

Pasó las hojas del libro a toda prisa hasta llegar al pasaje deseado, y lo leyó con tanta fluidez como si lo hubiese preparado de antemano:

Día y noche son mudos y ciegos

cual cielo sin estrellas,

y nosotros nos desangramos.

Verano e invierno avanzan a rastras

cual reyes de polvo,

y nosotros nos desangramos.

Los años se suceden, se desbordan

cual marea silenciosa.

Y nosotros nos desangramos.

Revyn no entendió nada.

—¿Qué significan estos versos? —preguntó educadamente.

—Significa que mi pueblo está abocado inexorablemente a su fin.

—Pero…

—Pero ¿por qué? —le interrumpió Khaleios—. ¿Es eso lo que quieres saber? ¿Por qué estamos abocados al fin? —Sonrió sin ganas—. Jovencito, sabes perfectamente que la culpa de ello la tiene tu pueblo.

Revyn asintió lentamente.

Sin mirarlo, Khaleios pasó la página del nir miludd. Su voz sonó potente y suave al leer de nuevo:

Llegará entonces, justo y poderoso,

el hijo de Ahiris, que no es inocente.

Salvará a probos y virtuosos

y se entregará, al fin, a la muerte.

Khaleios permaneció en silencio para ver si Revyn tenía algo que decir.

—Te diré lo que significa esta profecía, jovencito. Habla de un joven humano como tú que ha cometido un crimen por el que debe expiar su culpa. Un joven como tú derramará sangre sobre sangre.

Revyn se quedó inmóvil. ¿Por qué Yelanah seguía callada como una tumba? ¿Era posible que… estuviera de parte de Khaleios? Ella lo había conducido hasta allí, como intentó hacer con Twit. ¡Todo había sido una trampa! Le entraron ganas de vomitar. Pero ¿por qué querían tenderle una trampa?

—Dime la verdad —dijo con voz temblorosa—. ¿Qué es lo que quieres de mí? ¿Por qué me cuentas todo esto?

Parecía que Khaleios esperaba esa pregunta.

—Tengo visiones, joven humano, cuando los antiguos espíritus se apoderan de mí. Es el poder del nir miludd, que exige revelar la verdad. Yo veo cosas, como el fin de mi pueblo, que será relegado al olvido. Se derrumbará el mundo bajo nuestra mirada, pero mi deber es mantenerlo en pie mientras me quede un soplo de vida. —Cerró las manos. Hacía rato que su sonrisa había desaparecido—. He rezado y he suplicado, me he encolerizado y me he roto la cabeza, hasta que al fin he visto la solución: un hijo del pueblo enemigo se convertirá en mártir expiando la culpa de su pueblo y liberando a los elfos. Los humanos nos han exterminado casi por completo, y ahora será uno de ellos quien repare tanta crueldad. —Khaleios señaló a Revyn—. Llevo mucho tiempo esperándote. Y por fin has venido a aceptar el destino que los elfos y Ahiris te tenían preparado. Ya sé —prosiguió alzando la voz al ver que Revyn hacía ademán de abrir la boca— que todo esto debe de parecerte una locura: ayer no eras más que un chaval y hoy recae sobre tus hombros la responsabilidad de cambiar el mundo. Pero si crees en el destino, si confías en los espíritus y los dioses de todos los pueblos, tendrás que confiar en mí. ¡Confía en mí! Quédate con nosotros los elfos, y aprende todo lo que debes aprender para cumplir con tu destino. ¡Tienes un poder inigualable, Revyn! En tus manos está la posibilidad de realizar un milagro, como solo un humano podría hacerlo. Te vengarás y expiarás tu culpa. Serás…

Yelanah se levantó como movida por un resorte. Khaleios se sorprendió al ver que abría la boca para hablar, pero no llegó a decir nada porque fue interrumpida. La cortina de la entrada se abrió y una mujer apareció en el marco de la puerta. No podía ser demasiado mayor, pero en su rostro se adivinaba una profunda preocupación. Sus ojos pasaron de Khaleios a Revyn y por fin a Yelanah. Entonces tragó saliva, de un modo apenas perceptible, hizo una reverencia y se llevó las manos cerradas a la frente. Yelanah no exteriorizó ninguna reacción.

Yola meleyis… Yelan. Yelanah… Nidur jeha àsra seul enorvaha —murmuró la mujer en voz baja.

Quiso seguir hablando, pero Yelanah le dio la espalda y se dirigió a Khaleios.

—Has dicho que pretendías celebrar una fiesta en mi honor. Rompe la promesa que has hecho a la meleyis, rey de los elfos.

Khaleios hizo un rápido ademán con la mano. La luz se amortiguó como si hubiesen apagado una vela y la habitación quedó a oscuras. La noche se había adueñado de todo.

—Saca de aquí al joven humano y enséñale el pueblo —ordenó Yelanah a la mujer sin dignarse mirarla siquiera—. Encárgate de que lo traten con respeto y amabilidad y que disfrute de mi fiesta.

—¿Y tú qué vas a hacer? —le preguntó Revyn.

Yelanah movió un poco la cabeza y le dijo:

—Enseguida me reuniré con vosotros.

Habló con un tono ausente, pero su mirada era tan penetrante que Revyn se sintió tranquilo y alarmado al mismo tiempo. Dicho aquello se dirigió de nuevo a Khaleios, que desde que había oscurecido estaba sentado en silencio en su tronco, con una expresión impenetrable.

Revyn siguió a la elfa a regañadientes, la cual parecía tan descontenta como él.

Sobre el valle, el cielo parecía de terciopelo. Los adultos iban de un lado a otro encendiendo antorchas, y los niños bailaban divertidos junto a los troncos de los árboles.

—Sígueme —le indicó la elfa con un acento muy marcado, haciendo grandes esfuerzos por sonreír.

Revyn se dejó guiar por el poblado sin decir una palabra.

La hija de Khaleios

Yelanah permaneció inmóvil mientras Khaleios se arrodillaba para encender la hoguera en el centro de la habitación. Desde fuera les llegaba la algarabía de la fiesta, pero Yelanah parecía ajena a todo, solo oía el crepitar del fuego y solo veía al rey de los elfos, que pese a encontrarse arrodillado en el suelo transmitía tanta fuerza, irradiaba tanto poder, que Yelanah cerró los puños en un arrebato de indignación.

—¿Por qué te enfadas? —le preguntó él con semblante tranquilo mientras se sentaba de nuevo en su tronco.

Pero en sus ojos tenía el mismo brillo taimado y peligroso de siempre.

—Cometes un grave error —le dijo Yelanah—. Este no es el joven humano que esperas.

—Desde luego que lo es.

Los ojos de Khaleios se quedaron fijos en ella. Yelanah sintió que sus palabras se le clavaban en el corazón. El rey de los elfos no parecía dispuesto a que le llevaran la contraria.

—Tú sabes tan bien como yo que sí lo es. Lo has traído hasta nosotros, cumpliendo con tu misión.

—Te equivocas, no tengo la obligación de cumplir ninguna misión, y no te entregaré al joven humano.

Un temblor de ira hizo estremecer al fin la máscara amable del rostro de Khaleios.

—¡En primer lugar, eres hija de nuestro pueblo! ¡Y en segundo lugar, eres hija mía, Yelan! —gritó el rey.

Solo pretendía despistar a Yelanah, que dio un pasito atrás intentando concentrarse.

—¡No tienes derecho a hablarme así, rey de los elfos! Soy hija de tu tribu, es cierto, pero el espíritu de la niebla eterna habita en mí, ¡no lo olvides! Yo lucho por las tribus sagradas.

Khaleios hizo una mueca.

—¿Es que no lo entiendes? ¡Si nosotros desaparecemos, los dar’hana también lo harán! Por eso necesitamos al joven humano. ¡Entrégalo para que pueda salvarnos de los hombres! Está escrito que el que nació en la oscuridad vencerá la oscuridad…

En su voz no quedaba rastro de la fingida dulzura y el afable semblante que había utilizado hasta entonces. Yelanah notó que perdía seguridad en sí misma, como siempre que se encontraba en presencia de su padre, pero esta vez no estaba dispuesta a aceptarlo.

—Te digo que te equivocas. Un hombre solo no será capaz de vencer a la humanidad. Y él está en el bando de los dar’hana. ¡El joven humano me pertenece! Yo lo he encontrado, lo he cuidado y lo he salvado de la muerte. ¡Jamás te lo entregaré!

Khaleios cruzó la cabaña a grandes zancadas hasta llegar donde se encontraba Yelanah, la cogió por los hombros y la zarandeó hasta que a la pequeña diosa se le anegaron los ojos en lágrimas.

—Recuerdo el día que naciste —susurró él—. ¿Sabes por qué te dejé marchar con las tribus sagradas, hija mía? ¿Por qué acepté que abandonaras a tu madre y la trataras a partir de entonces como a una criada indigna de tu atención? Porque sabía que un día traerías al joven humano, porque ese era tu destino, tu misión. Según la profecía de Octaris, un joven humano seguiría a la hija de un rey élfico hasta su reino, como así ha sucedido. ¡Así lo decidimos, junto a esta misma hoguera, antes incluso de que nacieras!

Le clavó los dedos en los hombros, y la herida, que aún no estaba del todo curada, le dolió una barbaridad.

—No, no te lo entregaré. ¡Conozco tus visiones! Tus profecías de venganzas y derramamiento de sangre no son más que sueños irrealizables. ¡No permitiré que Revyn muera por ellos!

Los ojos de Khaleios parecían de fuego.

—¿Y por ti? ¿Por ti sí podría morir?

Yelanah tragó saliva. Notó que el rey relajaba un poco las manos y se zafó de él con rapidez.

—Yo no lo obligaré a luchar contra veinte mil hombres. Nadie tiene tanto poder como para salvar a todo un pueblo, ni siquiera Revyn.

Khaleios la contempló unos segundos en silencio. Yelanah notó que estaba leyéndole los pensamientos y no pudo evitar ponerse a temblar. Tenía que impedir como fuese que él penetrara de ese modo…

—Te gusta mucho, ¿no es así, hija mía? —Del exterior les llegaron una música festiva y risas de mujeres. Yelanah intentó concentrarse para enfrentarse a Khaleios—. Pero tú sabías que está escrito que tenías que traerlo, y así lo has hecho, cumpliendo con tu misión.

Yelanah movió la cabeza hacia los lados lentamente.

—Yo soy la meleyis, y en mí habitan los espíritus de la niebla. Nadie me da órdenes. Vivo consagrada a los espíritus de la niebla, no a ti. Ya he hecho demasiado trayéndote a un humano, pero te advierto que Revyn no es el joven que buscas.

Comprendió que su decisión provocaba miedo en Khaleios. ¡Cómo había deseado que llegara ese momento! Desde que abandonó a los elfos, aquel había sido su único deseo. Y ahora, por fin, ella se negaba a aceptar el poder del rey, convirtiéndose en su propia dueña y señora de sus actos, como correspondía a una meleyis. ¡Y le daba igual que se cumplieran o no las absurdas visiones de Khaleios!

—No te atreverás a romper un pacto —respondió el rey de los elfos—. Me quedaré con el joven humano. No permitiré que los elfos desaparezcan por culpa de tu egoísmo. ¡Me lo quedaré, Yelan! ¡La profecía de Octaris debe cumplirse!

—Yo lo impediré.

—Ni lo intentes. Quizá el joven quiera decidir por sí solo, quizá incluso ya se haya decidido…

Yelanah se mordió los labios. El brillo en los ojos de Khaleios le resultaba demasiado familiar. Sin mediar palabra, se dio la vuelta y salió corriendo de la cabaña. Los gritos del rey se oyeron tras de sí.

—¡Me quedaré con el joven humano, y no podrás hacer nada por evitarlo, Yelan!

Corrió entre los oscuros árboles y las cabañas a la luz de las antorchas hasta llegar a la hoguera, alrededor de la cual había elfos bailando y cantando. La noche se llenó con el sonido de tambores, flautas y campanillas. Tendido entre los elfos estaba Revyn, al que miraban estupefactos los niños y sobre el que cuchicheaban mujeres y hombres. El joven humano tenía la mirada perdida y acuosa por culpa de la fuerte y dulce bebida que le habían dado a beber.

—¡Revyn! —Yelanah corrió hacia él. Los elfos le abrieron paso asustados, y se inclinaron ante ella—. ¡Vamos, Revyn, sígueme! Tenemos que irnos inmediatamente.

Le estiró de una pierna, y Revyn la miró divertido.

—Pero ¡Yelanah!

—Nos vamos.

Lo cogió de la muñeca y lo estiró hacia arriba. Él dejó caer su vaso y se dio la vuelta hacia el fuego, sorprendido, pero ella le obligó a caminar. Anduvieron a trompicones junto a los altos abedules y subieron por la pendiente que bordeaba el valle. Yelanah no sabía el tipo de hechizo que había utilizado Khaleios ni cuánto tardaría en surtir efecto, así que tenían que darse prisa mientras Revyn aún pudiera caminar.

En ese momento él estiró la mano que tenía libre y la obligó a darse la vuelta de tal modo que ambos tropezaron con el tronco de un árbol torcido.

—¿Qué ha sucedido? —murmuró Revyn con la vista nublada.

—¡Lo que me faltaba!

Estaba claro que no era el momento más adecuado para explicarle que un humano nunca debe probar la bebida de un elfo. Lo apartó de un empujón en cuanto él le acarició el pelo, y lo arrastró de nuevo tras de sí.

Por fin llegaron arriba del todo. Yelanah hizo un esfuerzo más para cruzar los últimos arbustos que delimitaban el valle. Seguro que Khaleios los había dejado crecer más de la cuenta para dificultar el acceso, pero al final lo lograron. Yelanah cogió aire. Revyn se tambaleó hasta ella.

Y de pronto volvió a brillar el sol.

El mundo de los dragones

Los pájaros trinaban bajo la luz dorada del sol. Revyn contempló el valle completamente desorientado. Los altísimos abedules se mecían al viento. Las cabañas y los puentes tendidos entre las ramas desaparecieron. Le pesaba la cabeza.

—¿Te encuentras mejor? —le preguntó Yelanah.

—¿Qué ha pasado?

Revyn se palpó el cuello y la cara, confuso, porque no podía recordar nada. Había estado con los elfos y había brindado con ellos… También había oído a Khaleios hablarle en susurros de culpa y de venganza, de que era «el escogido» que debía cumplir con «su destino».

Yelanah lo alejó del valle hasta que se vieron rodeados de nuevo por el bosque. Entonces se recostó exhausto sobre el tronco de un árbol.

—Khaleios quiere que luches por él contra los hombres. Está poseído por sus visiones y cree que un solo hombre puede salvar a los elfos de la destrucción, pero tú no eres el joven humano que busca Khaleios.

—Pero ¿qué es lo que está pasando? —El suelo le daba vueltas a su alrededor—. ¡Haced el favor de decirme lo que queréis de mí!

Ella lo miró en silencio y se dejó caer en el suelo, Revyn continuó de pie. Estaban el uno frente al otro.

—Está bien —dijo abatida—, te lo explicaré todo, pero tú tendrás que hacer lo mismo y decirme quién eres.

Revyn asintió.

Yelanah se miró las palmas de las manos.

—Hice una promesa a Khaleios, aunque en realidad, como meleyis, solo estoy comprometida con los dar’hana, pero al fin y al cabo soy élfica. Prometí dar con un joven humano y entregárselo para que se enfrentara a su propio pueblo y muriera por los elfos. Khaleios cree que ese joven existe porque lo ha visto en sus visiones.

Revyn se quedó inmóvil.

—¿Y se supone que yo debía ser el joven dispuesto a morir por los elfos?

—¿No he tenido que arrastrarte para salir del valle? Tendrías que sentarte. Te aseguro que el líquido que has bebido continúa en tu sangre.

Pasaron unos segundos antes de que Revyn accediera a sentarse. Yelanah tenía razón, ya no se sentía tan aturdido como antes, pero las piernas aún le temblaban y la cabeza le dolía una barbaridad.

—Por eso quisiste raptar a Twit, ¿no es cierto? Para que fuera él el mártir de Khaleios.

—En realidad me daba igual quién fuera. No creo en las visiones de Khaleios, pero quería hacerlo feliz entregándole un héroe, como le prometí. Solo un estúpido podría pensar que la salvación de los elfos depende de una sola persona.

Él reflexionó un rato antes de preguntar:

—¿Por qué no me has dejado a su merced?

—Antes, cuando llamé a Isàn y a los dar’hana, vi cómo hablabas con ellos. Palagrin dice que eres humano, pero en realidad tú tienes de hombre lo que yo de elfa. —Yelanah lo miró con insistencia—. Revyn, creo que tienes un don especial y que podrías ayudar a las tribus sagradas. No mereces una muerte tan absurda como la que te tiene preparada Khaleios.

—¿Ayudar a las tribus sagradas? —Revyn hizo una mueca—. ¿Por qué todo el mundo quiere mi ayuda?

Se zafó de las manos de ella, que en vano quisieron impedir que se levantara.

—¡No soy como pensáis! No tenéis ni la más remota idea. No, solo soy un tipo corriente.

—No, no lo creo.

—¿Y por qué necesitas mi ayuda?

—¡Porque los dar’hana se están extinguiendo! —Yelanah bajó la cabeza—. ¿Recuerdas cuando me preguntaste dónde estaban los dar’hana que liberé en Logond? ¡Aquella noche no encontraron la libertad, sino la muerte! Desaparecieron como desaparecen todos: engullidos por la niebla. —Esperó a que la voz dejara de temblarle antes de proseguir—: Hay algo que los atrae y los mueve a ir a los bosques, una especie de llamada a la que no pueden resistirse. Yo también la he oído. Se ahogan en los lagos, se precipitan por los desfiladeros… No sé lo que es ni cómo puede detenerse. —Buscó a Revyn con la mirada y por unos segundos pareció que en sus ojos había un destello de esperanza—. Y de pronto apareces tú, un humano que puede oír a los dar’hana. Quizá puedas ayudarme a descubrir cómo salvarlos de la extinción. —Se detuvo al darse cuenta de lo que estaba diciendo y se pasó la mano por la frente—. Perdona, supongo que te debo de parecer igual de loca que Khaleios.

—Pues no —dijo Revyn lentamente, volviendo a sentarse en el musgo—. Tú no te pareces a él.

Ella lo miró.

—¿Quién eres? Hablas con los dar’hana y diste conmigo en el mundo nebuloso al que ningún humano ha tenido jamás acceso. Háblame de ti, cuéntamelo todo.

—Yo… yo he… —hablaba tan bajo que hasta a él le costaba oírse. Al fin suspiró y dijo—: Soy un guerrero dragoniano, no hay mucho más que decir.

No se atrevió a mirarla, por miedo a que sus ojos lo traicionaran y revelaran lo que no había osado decir. Nunca había estado tan cerca de decir la verdad a alguien, pero no podía, no debía contar nunca nada a nadie sobre su secreto, ni siquiera a Yelanah. Su pasado era solo suyo, y seguiría para siempre oculto en su interior.

—Pero, ya que dices que las tribus sagradas están desapareciendo —continuó, cambiando de tema—, me gustaría poder ayudarte a descubrir los motivos de su extinción. Yo también llevo tiempo buscando respuestas, y me encantaría encontrarlas contigo.

Yelanah sonrió aliviada.

—Hay alguien que sabe más que los sabios del pueblo élfico que habitan en estos bosques, un profeta que es rey de otro reino. Si hay alguien capaz de darnos alguna respuesta, ese es él. He leído su historia en el nir miludd.

—¿Cómo? ¿Has leído el libro?

Yelanah asintió.

—Es una vergüenza que las falsas visiones de Khaleios llenen ahora sus páginas. Sígueme, jovencito, y pongámonos en camino.

Se levantó y esperó a que él hiciera lo mismo.

—Yelanah… —comenzó a decir Revyn mientras se ponían en marcha—. ¿Te importaría no llamarme «jovencito»? Es que me resulta extraño…

Ella le devolvió la sonrisa.

—Como quieras. Tú tampoco hace falta que me llames «pequeña diosa», puedes llamarme solo Yelan.

Revyn no tenía muy claro dónde se había metido. Todo había sucedido tan rápido y tan inesperadamente… ¿De verdad había estado frente a un rey élfico y se había escapado con la pequeña diosa? ¿De verdad le había prometido que encontrarían el motivo de las desapariciones de los dragones? Se suponía que tendría que estar en Logond curándose las heridas y preparándose para reincorporarse a la guerra contra Myrdhan, pero en lugar de eso se hallaba perdido en los bosques haradonos, rodeado de elfos y dragones. Y lo más curioso de todo es que allí se sentía mucho más a gusto que en la batalla. Ese era su lugar. Había tantas cosas que podían haberle asustado, haberle parecido desconocidas o inquietantes: Yelanah, la manada de dragones, Khaleios… Y, sin embargo, tenía la extraña sensación de conocerlo todo desde hacía tiempo.

Miró a Yelanah a lomos de Isàn. También les acompañaban Palagrin y el resto de los dragones. Se dirigían al norte. Yelanah miraba el sol para hacerse una idea del tiempo que les quedaba antes del anochecer. Debía de ser mediodía. Los pájaros trinaban en el bosque, y entre los árboles revoloteaba polen blanco.

Yelanah le había devuelto la espada como señal de que confiaba en él, aunque Revyn no podía evitar otros pensamientos menos tranquilizadores; en su fuero interno se preguntaba qué habría sucedido si no hubiese hablado con los dragones: ¿lo habría entregado al rey de los elfos? ¿Solo se había puesto de su parte para que ayudara a la tribu sagrada? Prefirió no pensar en las respuestas.

La tarde fue cayendo sobre el bosque. El olor a hojarasca y a resina fue intensificándose con el crepúsculo, como si pretendiera dulcificar la oscuridad. Revyn estaba agotado y tenía muchísima hambre, pues desde las raíces de celgonnwa de aquella mañana no había probado bocado, pero como Yelanah había comido menos aún y no se quejaba nada, se calló porque no quería parecerle un blandengue.

—Está oscureciendo —se limitó a observar, e hizo un esfuerzo para que sus palabras no sonaran demasiado desesperadas.

Yelanah asintió.

—Deberíamos parar. Por hoy, no llegaremos mucho más lejos.

Sus respectivos dragones los ayudaron a bajar.

—¿Qué, hacemos una hoguera? —preguntó Revyn cuando la oscuridad los envolvió.

—No —le respondió ella sonriendo.

El fuego es para los hombres y los elfos. Ahora estamos en la niebla…

Revyn no podía describir la sensación que le produjo oír hablar a Isàn. Aquellas palabras le provocaron un escalofrío. Jamás había sido tan consciente de estar percibiendo un pensamiento ajeno. Entre titubeos, al fin logró responderle.

¿Estamos en la niebla?

Yelanah se rio en voz baja, «como una campanilla de plata», pensó Revyn.

¿Es que no te has dado cuenta? El camino que hemos dejado atrás solo existe aquí. Todo lo que te rodea no existe en el otro mundo, aquel al que tienen acceso todas las criaturas. Estamos en el mundo nebuloso, el reino de los dar’hana.

Revyn la miró.

—¿Eres tú, Yelan?

¿Quién si no?

La hojarasca crujió, y Revyn vio ante sí su mano ofreciéndole algo del tamaño de un puño.

—Hablo el idioma de los dar’hana para que nos entiendan, será mejor que vayas acostumbrándote. —Dicho aquello, movió de un lado a otro lo que sostenía en la mano—. ¿Tienes hambre? Prueba esto. Es la comida de las meleyis y los mahyûres, los pequeños dioses. Solo puede encontrarse aquí, en el reino nebuloso, en cualquier época del año, ya sea en verano o en invierno.

Revyn cogió lo que parecía un fruto y lo sostuvo un rato en la mano. Tenía la piel aterciopelada y era algo más grande y más pesado que una manzana. Tras dudar unos instantes, lo mordió. Por suerte, le pareció delicioso. Era compacto y ligeramente dulce, y tenía un sabor particularmente intenso. Yelanah le ofreció otros dos frutos más, y luego se puso a comer también ella, igual que los dragones, que arrancaban los frutos de los arbustos. Revyn se sorprendió porque pensaba que solo comían carne.

—¿Cómo se llama este fruto?

Asahár nir. Asahár significa «corazón», o «piedra que late». Y nir, de nir miludd, significa «vida».

—De modo que significa «corazón de la vida», o «piedra viva».

Yelanah se rio.

—Así es como lo llaman los elfos, aunque ellos nunca lo han probado porque solo tienen un acceso reducido al mundo nebuloso. Yo los llamo simplemente bom, que significa «rico».

Una vez saciados y tranquilos, tumbados en el suelo (con Isàn y los demás dragones situados detrás de Yelanah, como si quisieran protegerla, y Palagrin tras Revyn, con la misma intención), escucharon los cantos de los grillos y los lejanos gritos de las lechuzas.

—¿Qué implicaciones tiene haber entrado en el mundo nebuloso? —susurró Revyn—. ¿Qué significa? ¿De verdad hemos salido del mundo real?

El movimiento de las copas de los árboles, que se mecían suavemente con el viento, iba dejando a la vista fragmentos de cielo. Las estrellas brillaban en lo alto, como si hubiesen lanzado al aire un montón de polvo plateado. Resultaba difícil imaginar que todo aquello podía no existir.

—Sí y no —le respondió Yelanah.

Revyn vio por el rabillo del ojo que ella también miraba al cielo, pues el brillo de las estrellas se reflejaba en sus pupilas.

—¿Ves el cielo? —continuó diciendo ella—. Las estrellas pertenecen al mundo real, pero aquí brillan con mucha más intensidad. ¿Lo entiendes? Y lo mismo sucede con el resto de las cosas. Nuestros bosques se asemejan a los del mundo real, pero son más profundos, más… bueno, más mágicos. Esta es la verdadera esencia de la niebla: su magia. La magia refuerza algunas cosas (intensifica los olores, hace que los árboles sean más altos) y debilita algunas otras que en el mundo real están sometidas a ciertas reglas inamovibles, como el movimiento del sol y el paso del tiempo. Aquí, en el mundo nebuloso, la frontera entre lo posible y lo imposible es mucho más difusa.

El tono de voz de Yelanah reflejaba fascinación y angustia al mismo tiempo, como si todo lo que acababa de decir sobre aquel mundo tuviera una cara oscura.

—Todo esto es tan nuevo para mí y tan difícil de entender… —murmuró Revyn—. ¿Hay también un tercer mundo que quede al otro lado del mundo nebuloso o algo así?

—Creo que sí. En el mundo nebuloso solo pueden entrar los dar’hana y los pequeños dioses, pero hay otro mundo, uno más allá de la realidad, en el que habitan exclusivamente criaturas imaginarias e irreales. Es un mundo sin leyes, en el que no hay diferencia espaciotemporal. Un mundo imposible para los mortales, al menos tal como yo lo imagino.

Revyn intentó en vano hacerse una idea de cómo podía ser aquel mundo. ¿Cómo podía vivir alguien en un mundo en el que no existía el tiempo? La simple idea le producía escalofríos.

—¿Y qué me dices de los elfos? Vi cómo desaparecía aquel poblado, aunque tú dices que ellos no forman parte del mundo nebuloso.

—Cada mundo se compone de varios niveles, y los elfos se encuentran en uno intermedio. Sus pueblos se hallan en bosques reales, pero al mismo tiempo pueden desaparecer como si fueran imaginarios. Lo más probable es que no exista ninguna frontera clara entre todos los mundos. La realidad de los humanos, los bosquecillos de los elfos, el mundo nebuloso y todo lo que se encuentre más allá son distintos planos en los que se mezclan las leyes de la naturaleza.

A Revyn le asaltó de pronto un vago recuerdo. ¿No había estado antes en el mundo nebuloso? ¿No lo había visto hacía tiempo antes de ver a Yelanah en el estanque? La mañana que se escapó de su pueblo con Palagrin se levantó una densa niebla y durante unos segundos tuvo la sensación de que el bosque había cambiado por completo. Al recordarlo, sintió un escalofrío, pues supo que había estado en el mundo nebuloso, ajeno a la realidad.

—Ya había estado aquí antes —le explicó a Yelanah—. La primera vez que monté a Palagrin sé que estuve aquí, en la irrealidad, o, mejor dicho, en un plano diferente de la realidad.

Yelanah no dijo nada, pero Revyn pudo oír cómo se daba la vuelta hacia él lentamente y apoyaba la cabeza en las manos. Aunque no podía ver nada, tuvo la sensación de que lo observaba.

—¿Ya te he dado las gracias? —murmuró ella.

—¿Por qué?

—Por estar en el calabozo aquel día y defenderme.

Revyn contuvo el aliento.

—¡De modo que sabes que fui yo!

Ella sonrió.

—Claro que sí. Me pareció que no eras tan malo para ser un humano, y no me sentí capaz de matarte.

—Eso fue porque tenías prisa.

—También.

Sonrieron.

—Quién nos iba a decir que acabaríamos aquí, tumbados en el suelo, charlando tranquilamente… —dijo Revyn.

—Desde luego. —Yelanah se quedó callada, como si acabara de darse cuenta de que estaba hablando con un humano—. Que descanses —dijo bruscamente.

—Oh, está bien… Vale, tú también.

Revyn tuvo la desagradable sensación de haber dicho algo que no debía.

Y entonces se hizo el silencio, tan solo roto por el canto de los grillos y la suave respiración del viento acariciando las copas de los árboles. Revyn observó el cielo estrellado entre suspiros.

Se despertó al notar el cosquilleo de una brizna de hierba en la nariz.

—¿Ves la niebla matinal? —dijo ella mirando a su alrededor—. Cuando aparece, se superponen los planos de la realidad. Ahora no costaría demasiado colarse en la niebla e ir a parar al mundo de los humanos.

Revyn se incorporó, respiró hondo y dejó caer los brazos.

—¿Dónde están los dragones?

Yelanah cogió con la mano una arañita que había trepado hasta su brazo y la puso con cuidado en la rama de un árbol.

—Los dar’hana se ponen nerviosos con la niebla. Los guerreros dragonianos suelen aparecer cuando las fronteras entre ambos mundos se difuminan.

—Comprendo. —Revyn se dio la vuelta, cogió dos boms del racimo que tenían delante y ofreció uno a Yelanah, que le sonrió. Desayunaron en silencio. La niebla teñía el bosque de azul.

Yelanah se levantó después de comer.

—Tengo ganas de caminar —dijo, y sin añadir una palabra más se alejó de allí.

Revyn tuvo que darse prisa para alcanzarla. La niebla los envolvía infranqueable, y el mundo entero parecía inmerso en un profundo silencio. No muy lejos de él, Revyn vio a Yelanah saltar sobre los troncos de árboles podridos, correr entre los abedules, trepar por las rocas y dejarse caer sobre el denso musgo. Cada dos por tres la perdía de vista, para enseguida volver a verla con su vestido ondeando al viento, o bien oía entrechocar las perlitas de madera que llevaba cogidas del pelo. Estaba agotado, pero no intentó detenerla. Al cabo de un rato le pareció distinguir otras figuras en la niebla, que desaparecían en cuanto se acercaba a ellas. El suelo temblaba ligeramente, y el aire estaba marcado por el sonido de unas garras que rozaban el suelo al patalear.

—¡Isàn! —gritó Yelanah casi sin aliento.

Los dragones aparecieron en ese preciso momento. Isàn galopó junto a Yelanah, y ella saltó a su cola sin detenerse y subió a lomos de él. Revyn se cogió al lomo de Palagrin cuando este estuvo a su lado y lo montó con la misma agilidad que ella. Se sujetó del cuerno central y apretó las piernas contra el cuerpo del dragón. Yelanah galopaba delante de él. A ambos lados fueron sumándose cada vez más dragones, hasta completar la manada. El suelo tembló con sus saltos, y la niebla se abrió como una cortina mientras corrían por el bosque.

Yelanah soltó el cuerno de Isàn y abrió los brazos. Revyn hizo lo mismo, entregándose al viento. Le pareció que su corazón era más ligero que nunca. Su mente estaba unida a la de Yelanah y a las de los dragones. Lo sentía absolutamente todo: sus garras en el suelo, sus músculos trabajando, el viento que jugueteaba en la nuca de Yelanah…

Cuando salieron de la maleza un sol ardiente les inundó el rostro. Revyn sintió que los ojos se le salían de las órbitas. Estuvieron a punto de caer a un precipicio de varios metros de profundidad. Él y Yelanah se inclinaron hacia delante y se sujetaron con fuerza a los dragones. Se encontraban sobre un saliente de rocas que se elevaba sobre el paisaje. Hasta donde alcanzaba la vista, no había más que colinas y montañas. A lo lejos, en el horizonte, la luz del amanecer se abría paso entre los finos cúmulos nubosos de color rosado.

Los dragones no se detuvieron.

Revyn quiso gritar, pero estaba paralizado por el miedo. Notó que Palagrin se separaba del suelo, y a partir de ese momento ya no hubo más tierra bajo sus pies.

Palagrin y el resto de los dragones desplegaron sus alas. Por fin, Revyn fue capaz de reaccionar gritando como nunca antes lo había hecho. Se acercaron al fondo del precipicio a una velocidad de vértigo. Palagrin, que llevaba mucho tiempo sin volar (desde antes de que lo hicieran prisionero), y jamás lo había hecho con un jinete, perdió el equilibrio varias veces y dio algún que otro bandazo hacia los lados. Revyn se sujetó con fuerza a su cuello. Palagrin batió las alas con fuerza y se coló entre los árboles.

Revyn se sintió mareado. Cada vez que Palagrin batía las alas, subía unos cuatro metros, para acto seguido volver a bajarlos. Subían y bajaban de tal modo que en lugar de volar parecían estar navegando a través de un fuerte oleaje.

Y entonces, por fin, vieron ante sí una suave pendiente con pocos árboles. Los dragones se dirigieron hacia allí. Desplegaron bien las alas para frenar y sus garras tocaron suelo.

Palagrin tropezó al tocar suelo, se elevó de nuevo y volvió a aterrizar batiendo mucho las alas para no perder el equilibrio. Revyn siguió sujeto a él con todas sus fuerzas, incluso después de detenerse. Solo al oír reír a Yelanah se obligó a incorporarse, no sin dificultad.

—Este —dijo la elfa con la respiración acelerada— es nuestro mundo.

Revyn hizo grandes esfuerzos por mostrar interés, pero su expresión debía de ser tan ridícula que Yelanah no pudo reprimir una carcajada.

—¡No te preocupes! ¡Continuaremos a pie! De todos modos, Isàn y Palagrin no podrían cargar con nosotros en trayectos demasiado largos.

La elfa condujo a Isàn hacia el bosque, y Revyn la siguió, todavía algo mareado.

El bosque seguía sumergido en tanta niebla que Revyn y Yelanah apenas podían verse. Los árboles, los arbustos e incluso algunos dragones se convirtieron en simples siluetas. A Revyn le parecía estar en un sueño, y se llevó un susto de muerte al oír un gran estruendo. Tardó varios segundos en comprender que se trataba de un trueno. Se acercaba una tormenta. La bruma corría junto a ellos rauda y veloz, y las copas de los árboles se mecían entre susurros al viento. Revyn esperaba que se pusiera a llover en cualquier momento, pero pareció que el cielo se lo tomaba con calma. Solo los truenos se sucedían, funestos. Los dragones estaban inquietos, y hasta Yelanah había palidecido.

—¿Te dan miedo las tormentas?

Una sonrisa iluminó la cara de la elfa.

—¿Las tormentas? No, claro que no. Es solo que la niebla no se disipa. Ya te dije que las puertas entre los distintos mundos se abren cuando la niebla remite.

—Bueno, si vienen guerreros dragonianos yo me ocuparé de ellos —dijo Revyn en voz baja.

Yelanah rio de nuevo.

—¡Guerreros dragonianos! Que vengan, si se atreven. Ya he enviado bastantes al otro mundo. No, lo que me asusta no viene del mundo real… Ayer te hablé de que hay algo que acecha en la niebla y que se lleva a los dar’hana al mundo irreal.

En ese momento oyeron unos fuertes bramidos. Yelanah y Revyn se dieron la vuelta, y vieron a un dragón abriéndose paso entre la niebla y acercándose a ellos. Tras él galopaba un cachorro.

¡Asrán!

Revyn se sobresaltó al oír el grito de Yelanah. El dragón pasó junto a Yelanah e Isàn, y su pequeño se arrimó más a ella, amedrentado.

Está aquí… Llama, llama a Sayohá…

Yelanah observó al cachorro, y de pronto saltó del lomo de Isàn.

—¿Qué pasa? —preguntó Revyn preocupado.

Estamos saliendo del mundo nebuloso, ¿vale? Tendríamos que dirigirnos hacia la realidad.

Los dragones se acercaron más entre sí. Revyn los oyó murmurar, pero no fue capaz de entender lo que decían. Desmontó de Palagrin.

—Sayohá y Mirihs son los últimos cachorros de esta manada —le explicó Yelanah—. La madre de Sayohá obedeció a la llamada. No quiero que Asrán pierda también a su hija.

Revyn asintió. Los dragones parecían expectantes.

Marchaos ya. Necesito alguna cosa para el viaje, les dijo Yelanah. Enseguida os daremos alcance.

Los dragones se despidieron. Revyn los vio desaparecer uno a uno en la densa niebla.

—Vamos, Revyn, ¿tienes hambre? —le preguntó Yelanah, intentando disimular su preocupación sin demasiado éxito—. Busquemos algo para comer. ¿Qué tal está tu herida? Tendremos que ponernos vendajes nuevos antes de salir del mundo nebuloso.

Se dirigió al bosque y Revyn siguió sus pasos.

Volvieron a oír aquel trueno. El viento golpeaba los árboles con fuerza.

—Es desesperante —dijo Yelanah mientras echaba un vistazo a su alrededor en busca de las matas en las que crecían los boms—. Si tomamos uno de los caminos del mundo de los humanos tardaremos al menos una semana en llegar a nuestro destino. En el mundo nebuloso habríamos llegado esta misma tarde.

—¿Por qué? ¿Dónde vive el profeta?

—Es el soberano de un pequeño reino entre Haradon y Myrdhan. ¡Mira! ¡Aquí están! —exclamó Yelanah mientras se dirigía hacia un arbusto.

Cuando Revyn le dio alcance, se quedó paralizado. Habían llegado a un claro del bosque y tenían ante ellos un lago, el mismo en el que el día anterior los había sorprendido Khaleios. No le cabía la menor duda. ¡Era el mismo lago! ¡Tenía los mismos cañaverales en las orillas!

Tras notar su estupefacción, Yelanah le dijo:

—Ya sabes que en la niebla no hay ninguna ley… Este es el San yagura mi dâl, el lago que siempre aguarda. Es fácil de encontrar y también se trata del eterno punto de encuentro entre los dar’hana y yo. Además, en sus orillas crecen unos boms deliciosos. Cogió uno y se lo ofreció a Revyn, que se lo comió.

La elfa cogió también uno para sí y se dirigió a la orilla menos profunda. Se sentó mirando el agua con expresión ausente. Revyn se dejó caer a su lado. Comieron juntos en silencio.

Yelanah lanzó el hueso de bom al agua.

—Si llega el día en que me vea obligada a obedecer la llamada, espero no tener que caer por un precipicio. Antes prefiero morir ahogada.

Revyn la miró fijamente. Cuando ella le devolvió la mirada, tenía los ojos anegados en lágrimas. Le sonrió fugazmente y bajó de nuevo la vista al suelo.

—Pensé… pensé que solo desaparecían los dragones —tartamudeó Revyn.

—Yo también noto la fuerza de la llamada algunas veces.

—¿Y por qué prefieres morir ahogada? —Revyn observó la superficie del agua sin poder reprimir un escalofrío—. Debe de ser algo terrible.

—Muchas veces tengo la sensación de estar ahogándome, así que ¿por qué no morir ahogada?

Se limpió la boca, y se levantó. Regresó del cañaveral con varias hierbas. Su rostro estaba impertérrito, como una máscara, sin rastro de lágrimas.

—Vendemos nuestras heridas —dijo.

Revyn asintió. Se sacó el vendaje del brazo mientras ella hacía lo propio con el de su hombro, y después ambos se ayudaron mutuamente con las curas.

El viaje

Resultaba casi preocupante ver con qué facilidad se podía salir del mundo nebuloso y entrar en el real sin apenas percatarse. La densa niebla se esfumó de repente, dejando ver a Revyn un viejo bosque de abetos. Los vapores lechosos habían desaparecido como por arte de magia, como si la tierra se los hubiera tragado. Y las matas del suelo habían dejado paso a las raíces y el musgo suave.

—Vamos —dijo Yelanah adelantándosele.

No muy lejos de allí vieron a los dragones. Les dieron alcance y caminaron a su lado. Era la primera vez que Revyn viajaba con Palagrin sin ir montado a lomos de él.

El bosque no era demasiado denso y tenía una ligera pendiente, que en algunos lugares provocaba desprendimientos. A mediodía volvieron a oír el trueno, que resonó en el mundo nebuloso, y tras el cual cayó un intenso aguacero que los dejó empapados en cuestión de segundos.

Al anochecer, tanto su ropa como su pelo volvían a estar secos. Se detuvieron a dormir entre los abetos. El suelo estaba frío y húmedo, y de no ser porque Revyn se sentía agotado tras la larga marcha de aquel día, seguro que le habría costado conciliar el sueño. Enseguida oyó la respiración pausada de Yelanah, se palpó el vendaje hecho con hojas de árboles y respiró hondo. La herida aún le dolía. Yelanah le había dicho que ella misma le quitaría los puntos que le puso el médico de Logond.

No pudo evitar una sonrisa al pensar en su nueva situación: le dolía el brazo, tenía hambre, estaba estirado sobre el duro suelo, al día siguiente le dolerían todos los músculos del cuerpo, y, pese a todo, se moría de ganas de que llegara el día siguiente…

Le venció el sueño. La niebla aparecía de nuevo sin previo aviso, brillando tenuemente entre los árboles, como si tuviera luz propia. No veía por ninguna parte ni rastro de los dragones ni de Yelanah. Se precipitó corriendo por el bosque entre la niebla, seguido por figuras que desaparecían en cuanto se acercaba a ellas.

Cuando se detuvo, llamó en vano a Yelanah una y otra vez a voz en grito, hasta que el cansancio se apoderó de él y acabó pronunciando su nombre en susurros. Entonces se dio cuenta de que allí, junto a un roble, se encontraba la princesa Ardhes, que lanzó un grito al ver que había sido descubierta y, acto seguido, desapareció como si estuviera hecha de agua.

Sobrecogido, Revyn se dirigió hacia el lugar en el que ella había desaparecido. Estaba rodeado de una luz crepuscular. Tenía la ropa húmeda de escarcha. No había ni rastro de los dragones, pero le alivió ver que, pocos metros más allá, seguía durmiendo Yelanah, junto a la cual había tres cestas.

Revyn se acercó a ella desorientado. Se detuvo ante las cestas y las miró con extrañeza: trozos de carne seca, raíces de celgonnwa, finas tortitas de pan y bayas. ¿De dónde había sacado toda esa comida?

—¿Yelan? —la llamó—. ¡Yelan, despierta!

Ella se dio la vuelta adormilada, y se apartó el pelo de la frente.

—¿Qué pasa?

—Los drag… los dar’hana se han ido. Y nosotros tenemos desayuno.

Yelanah se incorporó bostezando y echó un vistazo a las cestas. Sin dudarlo, cogió un puñado de bayas y se las llevó a la boca.

—No te preocupes, los dar’hana se ponen nerviosos en tu mundo y duermen poco, así que come tranquilo.

Revyn se puso de puntillas.

—¿Quién ha traído todo esto?

—Los elfos. Prueba el manjam y la carne. ¡Oh, fantástico! ¡Los celgonnwa ya están tostados! —Con dedos ágiles, cogió dos tortas de pan, les puso carne encima, las dobló y se llevó una a la boca. La otra se la ofreció a Revyn.

—Pensaba que Khaleios era tu enemigo —dijo él con cierto escepticismo, mientras movía la tortita en su mano.

—¿Mi enemigo? —Yelanah frunció el ceño mientras masticaba—. Khaleios es un necio que, por desgracia, ostenta un cargo de poder, pero los elfos están obligados a atenderme, dondequiera que sea, y no solo en su pueblo.

Revyn se comió la deliciosa tortita.

—¿Estás diciendo que por aquí cerca hay elfos?

A Yelanah le hizo gracia su tono de preocupación.

—En todos los bosques hay poblados elfos, algunos bajo la soberanía de Khaleios, y otros no. Todos están en deuda conmigo y los dar’hana.

Revyn masticó pensativo. No le gustaba nada la idea de que los elfos hubiesen estado ahí mismo aquella noche y él no se hubiese enterado. Aunque no lo expresó con palabras, estaba evidentemente preocupado por la facilidad con que Khaleios podría raptarlo.

Cuando acabaron de desayunar, metieron todo lo que había sobrado en una cesta y Yelanah se la puso debajo del brazo, desechando las otras dos.

Los dragones no tardaron en aparecer y sumarse a su marcha. Se hizo de día. Los delgados abetos y los cedros se perdían a lo lejos, y el follaje mitigaba el sonido de sus pasos. Revyn habló a Yelanah de su sueño, pero no mencionó a la princesa Ardhes. Yelanah le dirigió una sonrisa escéptica, y Revyn no supo qué pensar. Estaba empezando a arrepentirse de haberle contado todo aquello cuando ella le dijo:

—Quizá tu sueño recurrente tenga una explicación. Se lo preguntaremos al profeta, a ver si puede ayudarnos.

A mediodía se detuvieron a descansar, y después montaron a lomos de sus respectivos dragones hasta que se hizo de noche. Comieron lo que les habían preparado los elfos y durmieron al raso.

En los días siguientes se despertaron rodeados de cestos y cuencos llenos de ofrendas élficas. Unas veces contenían fruta y carne, otras, agua en botas de cuero o bien misteriosas bebidas que Yelanah desaconsejaba probar a Revyn.

—A los humanos no les sienta nada bien —aseguraba mientras bebía tranquilamente—. Es lo mismo que nos sucede a los elfos con vuestra alcahal, o como se llame.

—Alcohol —la corrigió Revyn—. A muchos hombres tampoco les sienta bien.

Poco a poco, Revyn fue conociendo mejor a los dragones. La manada de nimorga estaba compuesta por doce miembros. El más anciano de todos tenía más de cincuenta años, hablaba poco en pensamientos, pero cuando lo hacía acompañaba sus palabras de sentimientos, imágenes y semitonos que impresionaban a Revyn.

Si hubiese tenido que explicar a uno de sus congéneres cómo se comunicaban los dragones, no habría podido hacerlo solo con palabras, habría necesitado imágenes y melodías. A Revyn le pareció que también Palagrin se expresaba cada vez más como ellos, como si recordara algo largo tiempo olvidado. Era fascinante descubrir el tipo de seres que eran los dragones en realidad. Cuando Revyn pensaba en cómo los trataban en Logond, en cómo él mismo los había tratado, le entraban ganas de pagar por toda su culpa. Y empezó a preguntarse si no sería posible que todos los animales tuvieran, como los dragones, una conciencia parecida a la de los hombres…

El octavo día llegaron al final del bosque. Había oscurecido, y el cielo, que había estado nublado durante todo el día, se abrió con la puesta de sol como una corola enorme. Revyn contuvo el aliento al ver el paisaje que se extendía a sus pies: peñascos y cumbres rocosas se alargaban hasta desaparecer en el horizonte. Aunque Revyn nunca había visto el mar, pensó que aquella tierra parecía un océano convertido en piedra durante una terrible noche de tormenta.

Se detuvieron a descansar cerca del linde del bosque e hicieron una hoguera. Cuando oscureció, las nubes cubrieron el cielo, de modo que la luz de las estrellas aparecía y desaparecía como si alguien por encima de sus cabezas encendiera y apagara un sinfín de velas. A la luz de la hoguera, Yelanah quitó a Revyn el vendaje y empezó a sacarle los puntos. La herida se había curado bastante bien, por lo que no le dejaría una cicatriz demasiado grande. Solo el tatuaje quedaría ligeramente deformado.

—¿Qué pone? —le preguntó Yelanah, mientras le sacaba con cuidado un trocito de hilo, ayudándose de la punta de su lanza.

Revyn se miró el tatuaje y sintió vergüenza al recordar sus noches en Logond. ¡Qué comportamiento más pueril el suyo! Y en ese momento se preguntó también qué harían sus amigos y dónde estarían… Le costaba imaginar que pudieran estar siguiendo con sus vidas como si nada, como habían hecho siempre, como tendría que estar haciendo también él…

¿Hasta qué punto le habría correspondido llevar la vida de un guerrero dragoniano? Tenía la sensación de que había pasado muchísimo tiempo desde que se marchó de Logond y abandonó a los guerreros y su guerra, pero lo cierto es que solo habían pasado unos días. Tenía la misma sensación que cuando se marchó de su pueblo para viajar a Logond. Dejó atrás su pasado como si se tratara de una simple prenda de ropa que le quedara pequeña. Pero también el viaje con Yelanah y los dragones llegaría a su fin. Revyn no viviría para siempre en el bosque junto a la tribu de los nimorga. Cerraría esa puerta de sus recuerdos y pasaría a una nueva vida.

De pronto se sintió vacío y confuso, como un espíritu sin identidad.

—¿Revyn? —Yelanah lo observaba atentamente—. No me has respondido. ¿Estás bien? ¿Te he hecho daño?

Revyn negó con un movimiento de cabeza.

—No, no, qué va.

Pasados unos segundos, Yelanah volvió a dedicarse a la herida, tiró de otro hilo con la punta de su lanza y volvió a preguntar:

—¿Y bien? ¿Qué significan los símbolos de tu brazo?

Revyn sonrió.

—Pues un dragón, ¿es que no lo ves? Para ser una meleyis, una hija de los semidivinos dar’hana, no pareces tener las cosas demasiado claras…

—Vamos, ya sabes a qué me refiero. ¿Qué pone aquí?

Dio un pinchacito en las letras con la lanza y Revyn se echó hacia atrás como si le hubiese clavado una lanza.

En el rostro de Yelanah apareció una sonrisa de desconfianza.

Revyn se puso serio y se sentó de nuevo.

—Qué más da —murmuró—. De todos modos, no sé leer.

Ella observó su perfil atentamente y le hizo un poco de daño al sacarle el último punto, algo más largo que los demás.

—¿Es algo propio de los hombres hacerse este tipo de dibujos?

—De eso hace ya mucho tiempo.

A la mañana siguiente, se separaron de la manada de dragones.

—El lugar al que vamos no es bueno para los dar’hana —dijo Yelanah mientras se despedía de los dragones. ¿Podéis volver al mundo nebuloso?

Os esperaremos aquí en los bosques mientras podamos, respondió una anciana dar’hana que se llamaba Hayeha. Nos iremos cuando no resistamos más. Ya sabes que la llamada de la niebla es más fuerte que nunca. El peligro acecha en nuestro mundo.

Yelanah abrazó a Isàn por última vez e intercambiaron palabras que solo ellos pudieron oír.

Tras despedirse, Yelanah y Revyn prosiguieron camino. Ella aún tenía unas celgonnwa en su cesta y una bota de agua, pero esas eran sus únicas provisiones. Por suerte, su viaje no duraría más de dos días.

El camino por el rocoso paisaje fue al principio más fácil de lo que Revyn había pensado. Anduvieron por las laderas de las colinas y recorrieron los profundos valles, pero las montañas eran muy bajas y no tenían obstáculos que sortear.

La noche era profunda y negra. Revyn jamás había visto la vastedad de ese cielo que se expandía infinito en todas direcciones y se confundía en la distancia con el paisaje negro. Revyn tuvo la sensación de que todo era cielo, y de que Yelanah y él también formaban parte de él. Las estrellas brillaban sobre sus cabezas como si de un público expectante se tratara, a la espera de que comenzara la función que Revyn les tenía preparada.

¿Tú también tienes la sensación de que nos observan?, preguntó mentalmente a Yelanah, la cual le respondió del mismo modo.

Claro, Revyn. Los espíritus de la vida y la muerte acompañan a todos los seres.

Revyn pensó en aquellas palabras, y se sintió invadido por una ligera tristeza.

Pero lo único que pueden hacer es acompañarnos, no tienen el poder de protegernos, como muchos creen.

Bueno, quizá no nos ayuden directamente, pero nos animan a valernos por nosotros mismos.

Revyn suspiró. Estaba absorto en tantos pensamientos que ya no era capaz de distinguir unos de otros.

Me alegro de poder hablar contigo así, dijo entonces.

Yelanah volvió la cara hacia él, y Revyn supo que la elfa comprendía a qué se refería.

Al día siguiente, el camino se hizo más complicado. Tuvieron que escalar alguna pared rocosa y se hicieron infinidad de rasguños antes de divisar siquiera el primer pueblo. Las cabañas, levantadas junto a las rocas, parecían desde lejos nidos de golondrinas.

—Poblados élficos —le explicó Yelanah—. Deberíamos evitarlos, pues no tenemos tiempo que perder.

Tras dejar atrás los primeros pueblos descubrieron un pequeño sendero que avanzaba serpenteando entre las rocas.

A mediodía llegaron a la primera ciudad habitada por humanos, situada en lo alto de una cima rocosa. Su muro de protección, hecho de madera, tenía el aspecto de una gorguera irregular. Llegados a este punto, el camino de los elfos se convertía al fin en una calle, y los desfiladeros ya no debían subirse y bajarse uno por uno, sino que estaban unidos entre sí por puentes. A veces no eran más que desvencijados puentecillos colgantes a los que les faltaba algún tablón y cuyas sogas habían deshilachado las cornejas. Pero en cuanto se acercaron a la siguiente ciudad, las calles comenzaban a organizarse mejor, con más orden y amplitud, y los puentes colgantes se convirtieron en sólidas construcciones de piedra que se extendían sobre abismos o rocas puntiagudas.

Se cruzaron con otros caminantes, por lo general comerciantes con cestos enormes, y en más de una ocasión tuvieron que hacerse a un lado para dejar pasar algún carro tirado por bueyes o mulas. Revyn dio gracias en secreto por no encontrarse con ningún dragón, pues estaba seguro de que, pese a su propósito de no entretenerse con nada, Yelanah haría cuanto estuviera en sus manos por liberarlos a todos. En el momento de pasar a su lado, la gente solía mirar a Yelanah con hostilidad y a Revyn con recelo, pero no se interpusieron en su camino, pues estaban acostumbrados a compartir su tierra con los elfos.

Cuando el sol comenzaba a ponerse hacia el horizonte, divisaron en la distancia las almenas de un castillo. Solo podían verse sus torres y sus muros, lo demás quedaba oculto entre las rocas, confundido en el paisaje de tal modo que casi podría decirse que formaba parte de él.

A medida que iban acercándose, vieron que el castillo había sido construido sobre una elevación del terreno: la calle que conducía hasta él tenía una acusada pendiente. Llegaron a un puente algo más ancho que los anteriores que pasaba sobre un arrecife. Revyn miró hacia abajo mientras lo cruzaban y vio que las rocas se estiraban hacia arriba como si fueran dientes afilados y que en algunos lugares sobresalían por encima del puente. Se sintió como si estuviera caminando por la boca de un gigante.

—¡Eh, vosotros! —gritó un soldado.

Al final del puente, había tres hombres montando guardia, amenizando el rato con alguna partida de dados.

—¿De dónde venís y qué queréis?

Yelanah no se detuvo para contestar.

—Vamos a ver al rey de Awrahell.

—¿Awrahell? —exclamó Revyn.

Se sintió harto ridículo al saber que estaba a las puertas del reino donde vivía la princesa Ardhes. ¡Ni siquiera se le había ocurrido preguntar el nombre del reino al que se dirigía desde hacía ya varios días! Con Yelanah y los dragones se había sentido tan inmerso en otro mundo que había olvidado todo lo demás.

—¿Por qué queréis ver al rey? —preguntó uno de los soldados.

—Tenemos que hablar con él —explicó Yelanah.

—¡Uno no puede presentarse aquí sin más, y esperar a que el rey salga a recibirlo! Para conseguir una audiencia con su majestad hay que seguir un proceso burocrático que puede durar semanas, y eso suponiendo que el rey se digne aceptar…

—Seguro que quiere oír lo que tengo que decirle —le interrumpió Yelanah—. Tú dile que soy la meleyis.

El soldado la miró con cierto escepticismo, pero al final se hizo a un lado y movió su lanza.

—Seguidme, os mostraré dónde podéis esperar —les dijo mientras subía por el camino que conducía al castillo.

Yelanah y Revyn lo siguieron.

La puerta se hallaba levantada. En el patio de la corte vieron andar de un lado a otro a mozos de cuadra, criadas, gallinas y gansos. Algo apartado había un carromato tirado por bueyes y lleno de cerdos que estaba rodeado de varios mozos. El soldado que iba delante de ellos se dirigió hacia una imponente escalera que conducía a un amplio vestíbulo del que salían varios pasillos, frente a los cuales se levantaba una tribuna con un trono ante el escudo de Awrahell, que estaba colgado de la pared.

—Esperad aquí —les indicó el soldado— a que os diga si el rey quiere recibiros.

Poco antes de que el hombre abandonara el vestíbulo, oyeron unos pasos que se acercaban corriendo. Por uno de los pasillos, justo el que el soldado estaba a punto de tomar, apareció alguien.

—¡Princesa!

El soldado se inclinó, sin que Ardhes le prestara la menor atención.

—¡Princesa Ardhes! —exclamó Revyn inclinándose a su vez.

Ardhes sonrió, con los ojos brillantes.

—Me alegro de verte —dijo sin un ápice de sorpresa en la voz.

Durante unos segundos nadie dijo nada. Entonces Ardhes apartó la vista de Revyn y miró a Yelanah.

—He oído hablar de ti, joven elfa, sé bienvenida.

—¿Eres la hija de Octaris? —le preguntó Yelanah.

Ardhes asintió.

—Os está esperando. Seguidme, que os mostraré el camino.

Se puso a caminar al lado de Revyn.

El soldado se quedó con la boca abierta mientras los chicos desaparecían por el pasillo.

Ardhes los condujo por el castillo. Las oscuras salas empedradas les devolvían el inquietante eco de sus pasos. Cada dos por tres Ardhes se daba la vuelta para sonreír a Revyn. ¿Cómo podía saber que iban a llegar? ¿Los habría visto alguien mientras se acercaban? Qué extraño que no quisiera saber para qué habían venido…

Al fin llegaron a una habitación que estaba vigilada por dos centinelas que les abrieron la puerta en cuanto vieron aparecer a Ardhes.

—Ven —dijo Ardhes a Revyn. Lo cogió de la mano y sonrió—. Entra.

Octaris

La habitación del rey era espaciosa. Sobre el suelo de piedra había alfombras y pieles, y al fondo, en una chimenea, ardía un agradable fuego. En las paredes pendían estantes de madera llenos de vasos, jarrones y cuencos. En el techo las hierbas aromáticas que colgaban boca abajo para secarse desprendían un magnífico olor.

En el centro de la habitación había un pequeño estrado sobre el que se hallaba sentado un elfo. Su melena caía sobre su alargada cara y brillaba a la suave luz de la hoguera. Tenía la mirada puesta en Revyn.

—Sé bienvenido.

Revyn hizo una reverencia.

—Gracias, majestad.

—Sé tú también bienvenida, Yelanah, gran meleyis. —Octaris saludó a Yelanah con un movimiento de cabeza.

Ella se llevó las manos a la frente, a modo de saludo.

Octaris, ashar vy urien dâr vrahal arm getahál. —Aunque su voz sonó firme, Revyn notó que estaba emocionada—. No estaba equivocada. Sabíais que os buscábamos, de modo que quizá presintáis los motivos de nuestra visita.

Octaris sonrió levemente.

—Sí, conozco los asuntos que inquietan tu corazón, pequeña diosa. Y me alegro de tenerte al fin aquí y poder ver el coraje y la decisión en tu mirada.

Yelanah bajó la cabeza.

—Yo también llevo mucho tiempo esperando este momento para poder formularos la pregunta que…

Octaris asintió.

—Sí, lo sé, Yelanah. Y te diré lo que pueda. Pero primero —su mirada se posó en Revyn— permíteme hablar con Revyn. Lo que debo decirle es también de suma importancia para ti.

Revyn se quedó perplejo al ver que el rey sabía su nombre. ¿Se lo habría dicho Ardhes?

—Es para mí un honor tenerte en mi palacio —continuó diciendo el rey—. Ver a alguien en carne y hueso es siempre algo distinto… Pero no perdamos más tiempo, porque sé lo importante que es para vosotros. Creo que queréis conocer vuestro futuro.

Revyn frunció levemente el ceño.

—Venerable rey, hemos venido por los dragones, porque queremos preguntaros si…

—Sí, ya lo sé —le interrumpió Octaris sin poder evitar una sonrisa por la ambigüedad de sus palabras—. No hace falta que me expliquéis nada, conozco las preguntas que os han traído hasta aquí, así como conozco lo mucho que ha cambiado tu vida y la rapidez con la que el pasado ha quedado atrás. Pero no temas: el cambio ha sido para mejor. Todos crecemos tras las pérdidas.

Revyn lo miró boquiabierto.

—¿Cómo…?

—Te he visto en mis visiones —continuó Octaris con dulzura—, del mismo modo que he visto a Yelanah y a todos los demás ahirah, los hijos del destino. He visto vuestros pasados y vuestros futuros. Espero que no te tomes a mal que haya seguido tu historia…

—¿Mi historia?

—La tuya y la de los demás, pero siempre queda la duda de si la he interpretado bien.

Octaris se quedó callado unos instantes, observando a Revyn pensativo.

—Si deseas comprender tu futuro, debes conocer tu pasado. Hace diez años un niño se sentó sobre una montaña rocosa de Myrdhan desde la que miraba al horizonte. Esperaba a sus padres, que se habían marchado a la guerra contra Haradon. Pero lo que vio acercarse hacia su pueblo fue precisamente el ejército haradono, que se acercaba a destrozar a los suyos. El nombre de ese chico es Alasar, y hoy se ha convertido en un hombre al que solo lo mueve la venganza. Este hombre es uno de los ahirah, uno de los hijos de Ahiris. Influirá en el futuro del mundo. Es posible que se trate del ahirah más poderoso de todos, incluso más que tú, Revyn. Él se convertirá en parte esencial de tu futuro.

—No entiendo nada —atinó a decir Revyn desconcertado.

—Ya lo entenderás cuando llegue el momento. Por ahora solo puedo decirte una cosa: desempeñarás un papel importante en los acontecimientos futuros del mundo, tanto si lo deseas como si no.

En ese momento Yelanah tomó la palabra, dio un paso adelante y dijo con los ojos brillantes de esperanza:

—¡Creo que ya sé cual será su papel! ¡Los dar’hana! Él es…

Octaris bajó la cabeza y Yelanah enmudeció.

—¿De verdad quieres saber lo que sucederá con los dar’hana, última meleyis? —Yelanah hizo acopio de valor asintiendo finalmente.

Su decisión casi pareció entristecer al rey.

—Pues presta atención a lo que voy a decirte. Los dar’hana pertenecen al mundo nebuloso. Son semimortales y semidivinos, mitad reales y mitad irreales, de modo que pertenecen a un mundo ambiguo en el que la realidad y la magia se confunden. Pero como estamos a las puertas de una nueva era en la que dominarán los humanos, en el futuro no habrá espacio para magias.

Todos callaron y solo se oía el crepitar del fuego. El rostro de Yelanah permaneció impertérrito.

—Lo siento —dijo Octaris.

Yelanah le dirigió una mirada perdida.

—Quiero saber cómo desaparecen. ¿De dónde surge la llamada que los conduce a la muerte? Algunos de ellos mueren mientras duermen y se convierten en polvo en cuanto les roza la primera luz del alba, otros pierden el juicio, y otros se lanzan a un precipicio o al fuego… pero no queda rastro de un solo cadáver.

—La llamada que se cuela en sus cabezas y que tú también has sentido, Yelanah, proviene de las nieblas más profundas, de los guardianes de ese lugar, que están escondidos tras la bruma blanca, infranqueable para cualquier ser de nuestro mundo.

—¿Quiénes son esos guardianes?

La luz de la hoguera se reflejaba en sus desesperados ojos de color rubí.

—Pues igual que el sol y la luna, los guardianes de la Tierra no son seres de carne y hueso, sino espíritus que determinan el destino de las cosas sin atenerse a razones ni a sentimientos. La llamada a la que obedecen los dar’hana se asemeja a las leyes que siguen las hojas de los árboles en otoño, o a la que nos hace envejecer, o a la que nos llama a morir. «La era de los antiguos pueblos ha concluido». Este es el mensaje que los espíritus de la niebla envían a los dar’hana. Estamos viviendo los últimos días de un verano cuya vegetación morirá con el frío del otoño.

—¡No!

Octaris la miró sorprendido, de repente muy envejecido, como si ya hubiese visto a muchos reaccionando del mismo modo que Yelanah.

—No —repitió ella—. ¡Por favor! Tiene que haber otra salida. ¿Por qué tienen que desaparecer los dar’hana justo ahora?

Bajo ninguna circunstancia podía aceptar la respuesta que acababa de darle el rey.

—Los dar’hana no solo desaparecen porque haya llegado su hora —añadió Yelanah con rudeza—, desaparecen porque no soportan vivir en cautiverio. ¡Por culpa de los hombres!

—Sí —murmuró Octaris—. Los hombres hacen muchas cosas…

—Pero si acabamos con el cautiverio de los dar’hana, si los ayudamos a recuperar su libertad y a volver a su mundo, ¡todo volverá a ser como antes! —exclamó la pequeña diosa—. Es posible que la llamada de la irrealidad los conduzca a la muerte solo para protegerlos de la vida a la que los están condenando los hombres, ¿no? —Tragó saliva con dificultad—. Lo que debemos hacer es liberar a todos los dar’hana, sacarlos de las ciudades de los hombres, esconderlos en los bosques e impedir que vuelvan a ser cazados.

—Deberíamos decir a la gente que no está permitido cazar dragones —añadió Revyn en voz baja, aunque sabía que ningún humano renunciaría al dinero que proporcionaba la venta de un dragón—. Pero, rey Octaris —dijo entonces—, lo que acabáis de decir me deja un poco sorprendido. —Revyn tomó aire—. Si este mundo no significa más que dolor y cautiverio para los dragones, ¿por qué es motivo de preocupación que se escapen a la irrealidad, si están allí mejor?

Yelanah lo miró como si no pudiera dar crédito a lo que estaba oyendo.

—¿Y cómo crees que llegan hasta allí? —le preguntó desafiante—. ¡Para cruzar las fronteras entre los mundos hay que morir primero! ¿Por qué, si no, se precipitarían antes a la muerte? ¡El paso de un mundo a otro es doloroso, y nadie sabe cómo son las cosas más allá de la realidad! Tiene que ser un lugar donde no existe el espacio ni el tiempo, sin leyes naturales… —Se interrumpió. Estaba temblando.

—¿No existe ninguna poción mágica que ayude a los dragones a cambiar de mundo sin tener que morir antes? —preguntó Revyn.

—No —le respondió Octaris con dulzura—. Solo es posible cambiar de mundo a través de la muerte. Nadie puede librarse de la muerte, del mismo modo que nadie puede vivir sin haber nacido. Aunque… —Octaris dudó unos segundos— quizá sí exista un modo… Cuando alguien muere, su alma abandona su cuerpo y pasa de un mundo a otro. En ese momento se abren las puertas del más allá y del resto de los niveles nebulosos. Si se diera el caso de que muchas almas abandonaran sus cuerpos al mismo tiempo, quizá entonces las puertas deberían abrirse mucho y un ser vivo podría colarse por ellas. Pero esto no son más que conjeturas, y quién sabe cuántos muertos serían necesarios para… No, tantos muertos… Es imposible —dijo moviendo la cabeza.

—Pero no es justo que los dar’hana se conviertan en seres irreales. ¡Este también es su mundo, y tienen derecho a quedarse! ¡No permitiré que los hombres los repriman! —exclamó Yelanah.

El rey se pasó la mano por la cara, como si intentara borrar la expresión de preocupación que había adoptado.

—Conozco tu fuerza, meleyis, y sé que luchas con valentía y coraje. En tus venas late el poder de Ahiris. Puedes salvar a muchos dar’hana del cautiverio de los humanos y retrasar su extinción, pero no veo solución de continuidad. Su desaparición está sentenciada. Hay dos ahirah más poderosos que tú, Yelanah, aunque tus intenciones sean más nobles que las suyas. Serán ellos quienes se encarguen de hacer desaparecer hasta el último dragón.

Yelanah respiró hondo y apretó los puños.

—¿Dónde están esos ahirah? ¡Decídmelo! ¡Los mataré a todos!

Ardhes dio un paso hacia ella, asustada.

—¡No! —gritó, arrepintiéndose enseguida de haber hablado—. Los ahirah son más poderosos que tú, meleyis. ¡No puedes detenerlos! —dijo al fin.

Yelanah dirigió a la princesa una mirada cargada de odio.

—Por favor —intercedió Octaris alzando las manos—. No te precipites en tus valoraciones. Dices que los matarás, pero uno de ellos…

—… será rey —concluyó Ardhes con soberbia.

Octaris asintió, evidentemente desconcertado, y dijo:

—Sí, es cierto, pero yo no me refería a ese…

—¡Revyn! —Ardhes cogió al joven de las manos y lo separó de Yelanah. Una sonrisa le iluminaba el rostro—. Llevo mucho tiempo esperando este momento, y ahora por fin puedo contarte la profecía. Revyn, está escrito en tu destino que te casarás con la hija de un rey élfico a la que seguirás hasta su reino, donde serás testigo de la extinción de todo un pueblo.

—¿Qué? —espetó Revyn dando un paso atrás.

—¿Qué? —dijo Yelanah entornando los ojos.

Ardhes se dirigió a ella.

—¡Lo siento por tus dragones!, pero ellos son el pueblo que se destruirá según la profecía.

Yelanah miró a Revyn.

—¿Es ese tu destino?

—¡No! —gritó él—. ¿Cómo pretendes que yo…? ¡Ni siquiera entiendo lo que estáis diciendo!

Ardhes lo cogió de la mano y le sonrió.

—¡Ya está decidido! Tú y yo juntos cambiaremos el mundo, tal como está escrito desde el principio. He estado observándote todos estos años, el joven al que amaré…

—¡Ardhes! —Octaris se levantó y bajó de su trono, pero Ardhes ni siquiera lo miró.

—¡Revyn, escúchame! —le suplicó—. ¡Te conozco mejor que nadie en el mundo! Conozco tus secretos, tu pasado…

—¡Ardhes, no! —Octaris le tocó el hombro y la apartó de Revyn con las manos temblorosas—. ¡Ardhes, no eres tú! Yelanah también es una elfa, es la hija del rey Khaleios.

Ardhes miró a su padre, y después a Yelanah, con los ojos anegados en lágrimas.

—¿Es cierto que participarás en la extinción de los dar’hana? —preguntó en voz baja Yelanah.

—No… Yo… —No sabía qué decir.

—¡¿Es cierto?! —gritó ella.

Octaris soltó a Ardhes con una expresión vacía en el rostro.

—Uno de los poderosos ahirah te amará, pequeña diosa. Te seguirá hasta tu reino y será el culpable de la extinción de los dar’hana. —La miró a los ojos—. No todos los hijos de Ahiris son héroes. En los más poderosos, y no oso decirte quiénes son, late un corazón sumido en tinieblas.

El silencio fue roto por la repentina risa de Ardhes, que miraba a Revyn con espanto.

—Asesino —le dijo mientras reía y se secaba las lágrimas que corrían por sus mejillas—. ¡Eres un asesino! Has matado a unos pobres niños y a tu madre, ¿lo oyes, Yelanah? ¡Tiene un corazón perverso que provocará la extinción de los dragones!

Retrocedió unos pasos hacia la pared de atrás y apoyó la espalda en ella, como si necesitara sostén para no perder el equilibrio.

Yelanah estaba pálida como la cera. Miró a Revyn, que se había quedado petrificado, y al fin salió corriendo de allí.

Las palabras de Ardhes habían herido y desgarrado profundamente por dentro a Revyn, hasta el punto de dejarlo paralizado. Era cierto: tenía un corazón oscuro y horrible… y Yelanah lo había visto.

—¡Espera, Yelan!

El chico salió corriendo de la habitación, pero Yelanah había desaparecido pasillo abajo. Corrió tras ella bajando las escaleras de tres en tres, hasta llegar a un vestíbulo empedrado. Casi la tenía.

—¡Yelan! ¡Yelan, espera! ¡Detente!

Logró darle alcance y cogerla de la muñeca.

Ella se dio la vuelta y le dirigió una mirada encendida.

—¿Un asesino?

El techo elevado le devolvió el eco de sus palabras.

—Yo… yo soy… Es cierto que he matado… Pero jamás haría daño a los dragones, ¡debes creerme!

—¿Que te crea, dices? ¡Me dijiste que no tenías secretos! Confié en ti, te conduje hasta los dar’hana y te introduje en el mundo nebuloso. Y ahora me entero de que eres mi peor enemigo.

Revyn no supo qué contestarle, obsesionado como estaba en que podía perderla. Yelanah se zafó de él.

—¡Por favor! —suplicó el joven, cogiéndola de nuevo.

—¡Suéltame!

Yelanah le clavó un puñetazo en la mejilla que le hizo tambalearse hacia atrás, más por la sorpresa que por el dolor. Se palpó el pómulo desorientado. Ella dejó caer las manos y abrió la boca asustada, pero no fue capaz de emitir sonido alguno.

Un viento helado acarició el cabello de la pequeña diosa, sumida en llantos tenebrosos.

De algún lugar les llegó un tenue silbido, seguido de silencio.

Revyn miró a su alrededor asustado. Por las altas paredes del vestíbulo vio trepar deprisa unas sombras. Al llegar arriba se dividían en dos y caían al suelo como las ramas podridas de los árboles. Sobre el suelo de piedra se formó un manto de bruma. El viento la elevó hacia arriba y formó unas nubes que se dirigieron hacia los abetos negros que eran las sombras. Estos formaron un viejo bosque ancestral. Yelanah se vio inmersa en la oscuridad, con la mirada vacía. A lo lejos el sonido del bramido de unos dragones hizo girarse hipnotizada a la elfa, que desapareció tras las ramas de los sombríos abetos.

Cuando Revyn se incorporó, vio que el vestíbulo, el castillo, todo había desaparecido. Estaba en el bosque del mundo nebuloso. Yelanah había convocado a la niebla, o, mejor dicho, la niebla la había convocado a ella.

—Es la llamada de la irrealidad —susurró Revyn para sus adentros—. La llamada tiene bajo su poder a Yelanah.

La terrible opresión que sintió en el pecho le hizo correr como un loco.

Las ramas de los árboles se cerraban a su paso. El viento rugía entre las copas de los árboles haciendo crujir el follaje. El gemido de la madera llenaba el bosque como un lamento a varias voces. De repente, no sabía si por encima de él o por debajo, sonó aquel terrible trueno, cada vez más cerca.

—¡Yelan! —rugió Revyn desesperado, pero el viento engulló su voz.

Le pareció oír el sonido irreal de unas campanas lejanas. De pronto todo se cubrió de un denso color gris: la niebla estaba subiendo.

—¡YELAN!

La vio a lo lejos trepando por raíces y piedras con una agilidad sorprendente. Chilló su nombre de nuevo en vano. Solo se oía el rugido del viento. La irrealidad estaba a punto de hacerse con la última meleyis, que había perdido toda esperanza.

Revyn se perdió en la bruma del bosque, hasta que la niebla remitió. Vio que el cielo crepuscular se arqueaba, sobre lo que parecía un claro del bosque, pero en realidad era el San yagura mi dâl, el lago que siempre aguarda.

—¡No! ¡Yelan!

Revyn la vio entrar en el agua. El cañaveral resonó con la tormenta como cientos de gargantas desgarrándose de dolor. Las hojas de los árboles volaban con el viento y caían sobre las inquietas olas del lago. El agua iba cubriendo poco a poco a Yelanah…

Revyn corrió hacia la orilla, saltó al agua, con las olas golpeándole el pecho. Rápido, tenía que ir más rápido… El agua le llegaba a los hombros. Solo unos metros más… Estiró la mano hacia ella, pero el viento cambió de dirección y le echó agua en la cara. Solo pudo ver algunos mechones de cabello que se hundían bajo las olas.

Buceó bajo el agua hasta tocar una manga. Estiró de ella y cogió el brazo de Yelanah. Salió a la superficie resoplando, rodeó a Yelanah con sus brazos, manteniéndole la cabeza fuera del agua. La joven tenía los ojos cerrados. La arrastró con gran esfuerzo hasta la orilla. Yelanah tosió de pronto en busca de aire.

—La llamada te ha hechizado hasta que te ha arrastrado al agua —le dijo Revyn casi sin resuello—. Has estado a punto de…

Temblaron bajo la ropa empapada cuando el viento les golpeó de nuevo. Yelanah tosió y después abrazó a Revyn sin decir nada. Él notó cómo sollozaba, notó su fría frente contra su mejilla. Y la rodeó con los brazos con sumo cuidado.

—¡Júrame que no es verdad que seas mi enemigo! ¡No puedes ser mi enemigo! ¡No es posible que los dioses me odien tanto! —Lloraba desconsolada—. Nuestro tiempo se agota… No puedo hacer nada por evitarlo. No me quedan fuerzas.

—Juntos podremos. No sé quién soy, pero te aseguro que estoy de tu parte. Confía en mí, solo así podré confiar en mí mismo.

Revyn cerró su mano sobre la de ella.

Yelanah lo vio temblar sosteniéndola en sus brazos.

—Tienes que ser tú —respondió en voz baja—. Tú eres el último mahyûr. No importa lo que dijera Octaris, confío en ti.