Haradon era un vasto reino cuyas regiones del sur se extendían hasta la costa. Al norte, las ciudades vivían de los bosques, que arrasaban tras la victoria hacía nueve años sobre Myrdhan. También había empezado a expandirse hacia el este. No había un solo reino humano más extenso, y menos aún uno élfico. Además, la naturaleza había sido generosa con él: su tierra era fértil, y en los bosques no solo había leña y caza, también los habitaban los legendarios dragones. Muchos pueblos vivían exclusivamente de la caza de dragones en estado salvaje.
Pero aunque Haradon se había propuesto ser el reino más poderoso y esplendoroso de la Tierra, en aquel tiempo llovía a raudales y los soldados que viajaban por sus tierras no llegaban a ver demasiado de su pretendida magnificencia.
Se limitaban a avanzar con aire huraño sobre sus caballos, con las capas oscuras cubriéndoles la cabeza y los hombros, dejando solo al descubierto sus miradas enardecidas.
En los bosques la lluvia no era tan intensa como fuera de ellos, donde golpeaba con fuerza. Ni siquiera los dos jinetes que iban a lomos de sendos dragones a la cabeza de la expedición pudieron librarse de las contrariedades del clima, y estaban, como el resto de sus hombres, calados hasta los huesos. El agua chorreaba por los lomos de los dragones, se oscurecía entre su piel verdosa plateada y les caía cual regueros cosquilleantes hasta las alas atadas a la espalda, por lo que intentaban desplegarlas una y otra vez. Pero sus lazos eran fuertes y tenían buenos cierres. Lo único que conseguían era provocar una sonrisa en los jinetes cada vez que percibían sus temblores. Por suerte, el pueblo al que se dirigían se veía en la lontananza, cerca de los lindes del bosque, rodeado de prados y campos. De las chimeneas de las diminutas cabañas salía humo entre la lluvia como si fuera niebla.
Pese al mal tiempo, los niños del pueblo se reunieron junto a la puerta de entrada a esperar a los soldados con gran curiosidad. Los principales hombres del pueblo también salieron a recibir a los viajeros. Los jinetes alcanzaron la puerta, y los niños se hicieron a un lado para dejarles pasar. Eran cinco soldados a caballo y dos comerciantes montados sobre unos dragones adornados con capas.
Los habitantes del pueblo dieron la bienvenida a los viajeros y, tras un breve intercambio de palabras, estos fueron conducidos al establo de dragones.
—¡Sed bienvenidos!
El maestro de caza les salió al encuentro en cuanto llegaron al granero. La lluvia repicaba con tal fuerza sobre el techo que tuvo que gritar para que le oyeran. Con una torpe reverencia, se dirigió a los comerciantes y les dijo:
—Me llamo Barim, y soy el maestro de caza de dragones de este lugar. Es un honor tenerlos aquí, caballeros.
—El honor es nuestro —respondió uno de los comerciantes.
Era un hombre mayor con el pelo ralo muy rubio sobre una cabeza bronceada por el sol. Ni su vestimenta ni los ornamentos de su dragón se diferenciaban de los del hombre que le acompañaba, pero a nadie le cabía la menor duda de que aquel era el líder del grupo.
—Venimos de la capital, y nos gustaría echar un vistazo a vuestros dragones. Por lo que veo, la noticia de nuestra llegada ha viajado más rápido que nuestros dragones y corceles, pues todo parece estar dispuesto para recibirnos.
Barim sonrió y se balanceó suavemente sobre los pies.
—Las noticias vuelan.
—Ah, ¿sí? —murmuró el comerciante—. Bueno, de eso ya hablaremos durante la cena, si le parece. Ahora ocupémonos de los dragones. Me han dicho que no hay ejemplares mejores que estos.
—Domesticados, amansados o indómitos como el agua brava. ¡Tenemos todo tipo de dragones al mejor precio!
El comerciante de más edad se dio la vuelta hacia el otro sonriendo.
—¿Lo ha oído, maestro Folchs? ¡Al mejor precio! Eso es de su incumbencia, compañero.
—Ahora, si me lo permiten, aquí están nuestros animales —dijo Barim señalando el granero.
Recorrieron los establos. Junto a los dragones había varios jóvenes que debían de ser los alumnos del maestro. Cada uno de ellos sostenía a dos ejemplares por las riendas para que pudieran verlos mejor. Mientras hacían numerosas preguntas sobre las características de cada uno de ellos, los comerciantes empezaron a observarlos más detenidamente: las palmas de sus garras, divididas en tres partes, los siete cuernos largos y marfileños de la nuca. Pasaron un rato especialmente largo ante un gran ejemplar de macho al que llegaron a desatar las alas, que, desplegadas, medían seis metros.
—Este tiene buena pinta —dijo el más joven de los comerciantes, cerrando la boca del animal con la mano y levantándole la fina cabeza, apenas más grande que la de un caballo—. Parece muy joven y está domesticado, aunque no ha sido entrenado para la monta y la lucha tanto por tierra como por aire.
—Eso no importa, en Logond lo entrenarán. Sí, la verdad es que tiene buena pinta. Probémoslo.
En aquel mismo instante se oyeron un crujido y un gran alboroto en la otra punta del granero. Los comerciantes, los principales y el maestro de caza Barim se dieron la vuelta asustados. A uno de los aprendices se le había escapado el dragón, y este se encabritó lanzando un estridente chillido. El alumno intentaba sujetar las riendas, pero el animal lo tiró sin el menor esfuerzo con su afilada cornamenta. Cuando el alumno cayó sobre la paja lanzando un grito, el animal se precipitó hacia él con la intención de atacarlo con sus garras.
—¡Detenedlo! ¡Detenedlo!
Barim sacó un puñal que llevaba sujeto en el cinturón, pero se quedó inmóvil. Los demás aprendices habían salido corriendo. El chico que cayó sobre la paja lanzó un grito desesperado: tenía al dragón casi encima… De repente alguien apareció en el henal y se interpuso entre el dragón y el pobre alumno. Los comerciantes tragaron saliva.
Un muchacho harapiento se plantó frente a la bestia con las manos alzadas. El dragón golpeó el aire con la cola, asustado. El joven dio un paso hacia él y, sorprendentemente, logró tranquilizarlo. Al cabo de unos segundos tenía las manos apoyadas en las sienes del animal y le murmuraba unas palabras. El dragón al principio se mostró huraño, pero al final lanzó un bufido de resignación y apartó la cabeza lentamente con aire triste y dubitativo.
Los comerciantes presenciaron la escena boquiabiertos, igual que el resto de los hombres que les acompañaban.
—¿Quién es ese chico? —preguntó el primer comerciante mientras el muchacho conducía al dragón de vuelta a su establo.
Barim parpadeó sin dar crédito a lo que veía.
—Se trata de… No es más que…
—¡Dígale que venga! —le ordenó el comerciante.
—¡Revyn! —exclamó Barim con voz ronca—. ¡Revyn, haz el favor de venir!
El chico cerró en el establo al dragón, se limpió las manos en su jubón y se acercó al grupo de hombres sin mirar siquiera al resto de los aprendices, que ahora estaban reunidos alrededor del compañero herido.
El comerciante miró al chico con los ojos entornados. Este avanzaba con pasos rápidos y ligeros con la cabeza ladeada y el rostro delgado oculto bajo unas trenzas de color castaño claro. Se detuvo a unos metros y observó al grupo de hombres con desconfianza, como si temiera que fueran a castigarlo por haber salvado la vida del otro chico.
—A ver, ¿se puede saber qué…? —empezó a decir Barim, pero el comerciante lo hizo a un lado.
Durante unos instantes observó al chico atentamente. No era muy alto y desde luego tampoco corpulento, pero en sus ojos podía verse que hacía tiempo que había dejado de ser un niño.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Se llama Revyn —dijo Barim respondiendo en su lugar—. No es más que… Bueno, es uno de nuestros mozos de cuadras, de los que limpian los establos. Y tú, ¿en qué demonios estabas pensando? ¡Ese dragón podría haberte matado!
—Has sido muy valiente, jovencito —le interrumpió de nuevo el comerciante con los ojos resplandecientes—. Y además de valiente, pareces tener otras muchas cualidades. ¿Pasas mucho tiempo con los dragones?
—¡Imposible! —Barim parecía seguir completamente estupefacto—. El chico no tiene nada que ver con mis animales, él solo se limita a limpiar los establos.
El rostro del comerciante se iluminó con una misteriosa sonrisa.
—Si usted lo dice… —Luego, dirigiéndose al chico, continuó—: Escúchame, Revyn, además de comerciante también pertenezco a la guardia de dragones de Logond, y andamos buscando jóvenes que sepan…
El chico dio un paso atrás con los puños cerrados.
—¿Es usted soldado? —preguntó bruscamente.
El comerciante se calló sorprendido. Era la primera vez que el chico abría la boca.
—Bueno, sí —respondió al fin—, pero no uno cualquiera, jovencito, sino un guerrero de alto rango y…
Revyn escupió al suelo cerca de los pies del comerciante. Barim y las principales autoridades del pueblo soltaron exclamaciones de estupor.
—¡Esto, por ser soldado! —dijo Revyn y, tras escupir una vez más, añadió—: ¡Y esto, por su alto rango!
El rostro del comerciante se endureció, pero el joven no se amilanó, sino que le devolvió la mirada, desafiante, y luego se dio la vuelta para alejarse de allí a grandes zancadas.
Pasados unos segundos, Barim logró recuperar la compostura.
—¡Revyn! ¡Revyn! ¿Has perdido el juicio? ¡Maldito pendejo! ¡Vuelve aquí inmediatamente! ¡Aquí he dicho!
El comerciante hizo un gesto al maestro para indicarle que no saliera detrás del chico.
—¿Por qué ha hecho eso? ¿Lo he ofendido?
—¿Ofenderlo a él? —El ancho rostro de Barim estaba rojo de ira—. ¿Cómo iba usted a ofenderlo? Es un chico muy extraño, le ruego que me disculpe por su lamentable comportamiento.
Alterado, Barim se acercó al comerciante, no sin antes tapar el escupitajo del chico con un poco de paja.
—¿Qué tiene en contra de los soldados? ¿No sabe que fuimos nosotros quienes hace nueve años impedimos que los bárbaros myrdhanos diezmaran a su familia y se apropiaran de sus tierras?
La boca de Barim se contrajo en un rictus, la mirada perdida en la lluvia.
—Sí, bueno, el chico no tiene familia. Todos murieron.
El comerciante frunció el ceño.
—No irá a decirme que en la guerra, ¿no?
—¡Oh, no, no! Su padre fue un hombre muy honrado que se alistó voluntario en el ejército y jamás regresó. La muerte de su hermano mayor poco antes de que su padre se marchara trastornó al chiquillo. Hace unos días, la vida de su madre tocó a su fin. Cayó fulminada de pronto, como si la hubiese alcanzado un rayo. Para serle franco, la mujer no andaba demasiado bien de la cabeza. No superó la pérdida de su marido y su hijo.
—Vaya, parece que el chico proviene de una familia de lo más sufrida.
—Sí, así es. Y él se ha vuelto un desvergonzado impertinente, como lamentablemente acaba usted de comprobar. ¡Hay familias por cuyas venas corre sangre de poca nobleza con las que no hay nada que hacer!
—Bueno… —El comerciante respiró hondo y se rascó la cabeza—. Al menos ha salvado la vida de uno de sus ayudantes. ¿No deberíamos ir a ver cómo se encuentra?
Barim sintió que se le caía un peso de encima.
—¡Por supuesto, claro que sí!
Y dicho aquello, se dirigió hacia el aprendiz. Los dos comerciantes lo siguieron a cierta distancia.
—Qué chico más interesante —dijo el más anciano a su compañero—. Descarado, pero insólitamente notable…
Pensativo, observó cómo su maestro se interesaba por el herido, que se había roto un par de costillas.
—¡Ah! —añadió—, y el dragón también me ha parecido de lo más interesante. ¿A usted no, maestro Folchs?
Folchs sonrió tímidamente.
—Creo que deberíamos comprarlo, maestro Morok.
Revyn anduvo por el barro arrastrando los pies. La lluvia golpeaba contra su cuerpo como si quisiera hundirlo todavía más en la tierra fangosa.
No tenía muy claro si había hecho bien o mal reaccionando así ante ese grupo de hombres. Lo más probable es que su maestro lo hubiera despedido y se hubiese quedado sin trabajo. Así que no le quedaba nada: ni trabajo ni dinero ni comida. Pero en ese momento todo le daba igual: no necesitaba dinero, y si era necesario se alimentaría de lodo y hierba. Ya no tenía que preocuparse por nadie más, pues estaba solo en el mundo.
Alejada del resto de las casas, había una pequeña cabaña de madera con un tejado de paja muy inclinado. No salía humo de la chimenea y las ventanas estaban cerradas.
Revyn se cogió los hombros con los brazos temblando de frío, con la barbilla hundida en el cuello. Para llegar a su cabaña, tenía que cruzar un terreno de hierbas altísimas que ahora cubrían el suelo húmedo como lianas empapadas. Antes, cuando hacía buen tiempo solía esconderse allí acurrucado… Tropezó entre la hierba y cayó al suelo, con lo que se salpicó de lodo la cara y se le hundieron las manos en el barro.
Maldijo larga y prolijamente hasta insultar a todas las criaturas habidas y por haber. Luego se incorporó tambaleándose, se enjugó las manos en los pantalones y se puso a pisar la hierba como un loco. Si hubiese tenido a mano una guadaña, la habría cortado toda. Pero ni eso tenía.
Dentro de la cabaña todo estaba oscuro, y por algún lugar del tejado se colaba el agua.
Revyn se quitó el jubón y la camisa con parsimonia, dejando caer al suelo la ropa mojada. Cuando tropezó con su cama en la oscuridad, se quitó también los empapados zapatos y los pantalones. Se arropó bien con la manta y hundió el rostro en la almohada. Poco a poco fue recobrando su pulso normal y las rodillas dejaron de temblarle. Aunque no tenía sueño, la mejor forma de ahuyentar sus fantasmas era intentando dormir.
Permaneció en duermevela durante un rato, escuchando el repiqueteo sordo de la lluvia en el exterior de su cabaña y el murmullo del agua que se colaba en el interior.
¿Por qué había tenido que salvar al aprendiz? Desde luego no lo había hecho por él, pues era de la opinión de que todos los cazadores de dragones eran unos arrogantes y unos impertinentes que se creían mejores que los demás. Revyn no los soportaba, y en el fondo habría deseado ver cómo los dragones les daban su merecido, pagándoles con la misma moneda y tratándolos del mismo modo en que ellos trataban a los animales. Y encima había visto que el dragón había reaccionado así de enfurecido porque el aprendiz le había dado un puntapié. Así que… ¿por qué diablos le había salvado la vida?
Había salido corriendo y se había interpuesto entre el chico y el furioso animal por… el dragón. El chaval no le importaba lo más mínimo, pero quería proteger al dragón. Aunque parecía ridículo tratándose de un animal de cuatro metros de largo y dos y medio de alto, hay ocasiones en las que uno hace simplemente lo que debe hacer.
Barim repartió solemnemente los platos con asado de carnero entre los comerciantes y los soldados.
—¡Que aproveche! ¡A partir de ahora estos doce dragones son vuestros, y os aseguro que son los mejores que podríais haber encontrado!
Había oscurecido, y la lluvia seguía entonando su melodía. Habían conducido a los viajeros hasta la casa de Barim, una de las más grandes e imponentes de todo el pueblo. En el centro de la estancia crepitaba un fuego, y a su alrededor se hallaban los principales del pueblo, los soldados y los comerciantes, así como los cazadores de dragones. Reinaba un ambiente muy distendido, sobre todo para Barim, que había vendido doce dragones, lo cual significaba ingresar una buena suma de dinero.
El comerciante cogió una pata de carnero y se dirigió al maestro cazador:
—Os estoy muy agradecido, tanto a ti, Barim, como a todo el pueblo —Barim inclinó la cabeza—, pero, como quizá ya habréis oído, también soy un soldado y no he venido hasta aquí solo para comprar dragones.
Barim bajó su jarra, con la sonrisa de satisfacción congelada en los labios. Acto seguido, un silencio inquietante se instaló en la sala.
El comerciante observaba su jarra pensativo.
—Debo cumplir con mi deber, y vosotros, amigos míos, debéis cumplir con el vuestro, como el resto de los pueblos de Haradon.
Uno de los principales del pueblo rompió el silencio preguntando:
—¿A qué se refiere? ¿De qué deber nos habla?
El comerciante paseó la mirada por toda la sala.
—Lo que acabó hace nueve años está a punto de comenzar de nuevo. Reunid a todos vuestros jóvenes, a ser posible aquí mismo, en esta casa, si el maestro Barim no tiene inconveniente. En cuanto estén aquí hablaremos con más detenimiento.
Al fin los ancianos parecieron comprender a qué se refería el comerciante y, consternados, miraron al fuego.
Pasados unos minutos, Barim espetó a sus ayudantes:
—Ya lo habéis oído. Id a buscar a los jóvenes.
Revyn estaba soñando que salía de su cabaña y el sol brillaba en lo alto. El cielo era de un azul infinito, sin una sola nube. A lo lejos, el viento encrespaba las copas de los árboles. Los prados de hierbas altas se mecían con la suave brisa, y el aroma del verano se suspendía en el aire como un beso suave. Revyn era feliz. No hacía falta que se diera la vuelta para saber que su madre estaba a su espalda, sentada en el telar que tenían en casa, y que sentía la misma felicidad que él. Se sentía aliviado. Luego se veía el perfil de una figura en el prado que rozaba la hierba con las palmas de las manos y miraba a Revyn.
—¡Miran! ¡Miran! —gritaba Revyn, saludando a la figura.
Miran se acercaba hacia él, pero de pronto el suelo se abría a sus pies, y entre ambos hermanos se alzaba una tumba. Se oía el ruido siniestro, penetrante y aterrador de un atizador golpeando sin parar. Luego Miran caía en la tumba, y su pelo claro se cubría de sangre.
—¡No!
Revyn se incorporó sobresaltado al oír que llamaban a su puerta. Todo estaba oscuro, y fuera la lluvia continuaba repiqueteando en el tejado. Volvieron a golpear la puerta.
—¡Abre! —gritaron.
Revyn se frotó los ojos con las manos, se atusó un poco las trenzas y se levantó. Se puso los pantalones mojados y entreabrió la puerta.
Uno de los alumnos de Barim estaba esperando calado hasta los huesos y temblando de frío.
—¡Vamos, hombre! ¿Por qué no abrías?
—Acabo de hacerlo.
—Sí, ahora que ya me he roto los nudillos llamando a la puerta. Venga, tienes que acompañarme a ver al maestro Barim.
Pensó que Barim quería castigarlo por su desfachatez en los establos y despedirlo. Revyn retrocedió unos pasos sin inmutarse y cogió su ropa del suelo. Se puso la camisa del revés por equivocación y tampoco se abrochó el jubón, pero teniendo en cuenta la que se le venía encima no hacía falta arreglarse demasiado. De esa guisa, siguió al aprendiz hasta el pueblo.
Aunque ya no llovía tanto, a mitad del recorrido Revyn volvía a estar calado hasta los huesos.
El aprendiz se dio la vuelta sin dejar de caminar.
—Gracias por salvarle la vida a Corin. —Revyn asintió—. Se ha roto tres o cuatro costillas. Al principio lloró un rato, pero ahora está encantado con sus heridas.
Revyn lo miró de soslayo. Las luces de las casas y las chabolas dibujaban la silueta del joven.
—¿Y eso por qué?
—¿Cómo que por qué? Los heridos no pueden ser reclutados para la guerra.
Revyn lo miró con tal expresión de desconcierto que el chico le hizo un gesto con las manos.
—Enseguida lo entenderás.
En casa del maestro de caza coincidieron con otro grupo de jóvenes que venían del otro extremo del pueblo, lo cual le hizo sospechar a Revyn. ¿Para qué querría Barim reunir a medio pueblo, si en realidad solo estaba enfadado con él?
Cada vez iban llegando más hombres a casa del maestro con expresión de curiosidad, preocupación o desconcierto. En el interior les esperaban Barim, los principales del pueblo y los soldados. La expectación reinaba en la sala, demasiado pequeña para tanta gente. Revyn recibió más de un pisotón.
Al final, el comerciante se levantó de su silla y, tras esperar a que remitieran los cuchicheos, empezó a hablar.
—Sed bienvenidos. Soy el maestro Morok, de Logond, capital de Haradon. Quizá hayáis oído hablar de ella, no hay otra con una guardia de dragones que sea tan grande y esté bien amaestrada. Hemos domesticado a los mejores dragones para la monta y el fondo del ejército, y los hemos entrenado para luchar. Pero… —El comerciante hizo una larga pausa— en Logond no solo adiestramos dragones, sino que también entrenamos soldados y guerreros dragonianos.
La cabaña quedó en silencio. El anciano soldado miró a los jóvenes con la misma expresión brillante en sus ojos con que había supervisado los dragones.
—Tengo entendido que aquí las noticias vuelan, así que supongo que todos estáis al corriente de los peligros que nos acechan, ¿no es así?
Como nadie respondía, uno de los principales salió al paso diciendo:
—No.
—Vaya —murmuró el maestro Morok, paseándose de un lado a otro frente al fuego—. Pues entonces tendré que informaros, hombres de Haradon. ¡Estamos en guerra! ¡El rey Morgwyn de Myrdhan ha huido del exilio y ha organizado un levantamiento contra nuestra hegemonía! La última vez que luchamos contra los myrdhanos fue hace nueve años y, aunque ganamos, sufrimos grandes pérdidas. Ahora que los myrdhanos planean un nuevo ataque, nos hacen falta hombres y dragones. No nos queda mucho tiempo. —El maestro Morok guardó silencio por un momento—. Sé que este es vuestro hogar —continuó—. La mayoría de vosotros jamás habéis salido de este pueblo o de sus bosques, pero no solo estáis en deuda con vuestro pueblo, sino con vuestro país. Si no estáis dispuestos a defenderlo, Haradon caerá en manos de los myrdhanos, y entonces vuestro pueblo, vuestros bosques y vuestra libertad se hundirán con él. Proteged a vuestro país, así como él os ha protegido a vosotros, y a vuestros padres y a vuestros abuelos.
Revyn rechinó los dientes tras saber el motivo por el que los habían reunido allí. ¡Como si no tuvieran nada mejor que hacer que acudir a una guerra lejana!
—¡Nosotros no sabemos luchar! —exclamó uno con expresión huraña.
Varios coincidieron con él.
—Pues tendréis que aprender —le respondió el maestro Morok—. Mañana en Logond veremos quiénes de vosotros sois capaces de montar dragones y de afrontar una batalla. Y aunque no todos alcancéis el honor de convertiros en guerreros dragonianos, os aseguro que la vida de un soldado de a pie está marcada por la gloria, la camaradería y la felicidad. En estos momentos, cada lanza cuenta, y cada espada cuenta. Todos nosotros somos las manos de Haradon, ¡unas manos que deben convertirse en puños de acero! ¡Luchad por vuestra patria, si tenéis coraje y sentido del honor! —El comerciante continuó paseándose frente al fuego. Detuvo su mirada cuando se cruzó con la de Revyn—. He venido por encargo de su majestad, el cual ha ordenado que todos los pueblos envíen a veinte guerreros.
Se oyeron gritos de indignación.
El maestro Morok se pasó la mano por el escaso cabello.
—¿No hay en todo el pueblo veinte hombres de corazón noble? Esperaba que mañana vinieran conmigo más de veinte hombres espoleados por su orgullo y no por obligación. Por otra parte, debo deciros que los soldados reciben un buen salario y nunca pasan hambre. Si estáis dispuestos a defender la causa, podréis llevar una buena vida.
En medio del silencio reinante, un hombre dio un paso al frente.
—Yo me apunto. Solo espero que los veinte elegidos den ejemplo de valentía y de sentido del honor.
—Yo también voy —dijo otro, y enseguida se les sumó un tercero, y un cuarto.
El comerciante inclinó la cabeza ante todos satisfecho, y luego se dirigió de nuevo hacia Revyn.
—¿Y bien, joven? He oído que no tienes familia. Quizá en Logond encuentres una nueva entre tus compañeros. A lo mejor te gustaría seguir los pasos de tu padre, un respetable defensor de nuestro país.
Revyn no pudo contenerse más y empujó a un lado a los hombres que le rodeaban, señalando al comerciante con el dedo índice.
—Diga una sola palabra más sobre mi padre y…
Los hombres lo miraron estupefactos. Solo el maestro Morok mantuvo la calma, incluso parecía divertido.
—¿Una palabra más y qué?, si ni siquiera tienes armas, y no eres de complexión fuerte. Si fueras un valiente jinete guerrero con espada, entonces podrías amenazarnos a mí y a cualquier otro.
¡Era increíble! ¡Pese a todo, el comerciante aún quería reclutarlo! Revyn cerró los puños, se dirigió a la puerta y salió de la casa.
—¡Necesitamos jóvenes que sepan montar dragones! —gritó el comerciante a sus espaldas—. Ven con nosotros y te convertiremos en un guerrero…
Pero Revyn no oyó nada más que el repiqueteo de la lluvia y el chapoteo de sus pies en los charcos.
Cuando llegó a su cabaña y se quitó el jubón mojado, empezó a caminar de un lado a otro de la habitación. Estaba indignado con el comerciante, y también preocupado por cómo se las apañaría para vivir si Barim no le dejaba seguir trabajando en los establos. Se tiró de los pelos, de puro aburrimiento y soledad. Se sentía inútil, abandonado a su propia suerte. En la oscuridad del hogar tropezó con una caldera y se hizo daño en el pie, así que decidió encender la lumbre. Se inclinó junto al fogón, pero antes de entrechocar dos veces las piedras, desistió en su intento. No se veía con ánimos de iluminar la cabaña, pues la luz solo le traería recuerdos dolorosos. Sin poder hacer nada para evitarlo, notó que los ojos se le anegaban en lágrimas. Lloró desconsoladamente en la oscuridad, hasta quedarse completamente vacío. Le invadió una plácida sensación de silencio, tal vez parecida a como debía de sentirse uno al estar muerto. Quizá su madre se sintiera igual que él en ese momento.
Permaneció un buen rato inmóvil sobre el suelo frío mientras fuera la lluvia remitía.
Al igual que él, su madre también yacía inmóvil, en la parte de atrás de la choza, donde la había enterrado hacía tres días. Nadie sabía que había sido culpa suya que su madre muriera, y él era demasiado cobarde para confesarlo.
Revyn recordaba tiempos mejores, en los que había sido feliz. Siempre habían tenido problemas con su padre y siempre habían pasado más hambre que el resto de las familias del pueblo, pero él había sido feliz. En verano jugaba con Miran en los prados. Miran tenía catorce años, y él, ocho.
Cuando su padre volvía de recoger leña o de cazar —ellos no tenían campos, solo un pequeño huerto—, dejaban de jugar. A veces Miran iba al pueblo a intercambiar la madera y las pieles por pan, aunque por lo general iba su padre, porque decía que a Miran le daban gato por liebre. Pero cuando este regresaba no traía ni un trozo de pan, solo el brillo cruel en los ojos que delataba que se había emborrachado.
Pero su madre amaba a aquel hombre al que Revyn temía incluso cuando dormía. Le parecía imprevisible, como un perro al que hubiesen mordido en demasiadas ocasiones y no supiera de qué otro modo comportarse. Revyn sabía muy poco del pasado de su padre, solo que ya era soldado antes de casarse con su madre y que las pequeñas y horribles cicatrices de la espalda formaban parte de él. Cuando se bañaba en la cuba de detrás de la cabaña, Revyn lo miraba entre escalofríos a través de las grietas de los tablones de la pared. Todo en su padre tenía un halo avieso y siniestro, pensaba Revyn, pero su madre lo amaba.
Incluso después de la muerte de Miran, después de que él abandonase a su madre para siempre, esta continuó amándolo. Cada tarde, al ponerse el sol, salía de casa y miraba hacia el bosque, como si esperara a que él volviese en cualquier momento, mientras temblando se tocaba la preciosa y valiosísima cadena de plata con un colgante ovalado de ámbar amarillo que le había regalado cuando se casaron y que probablemente habría conseguido como botín de guerra. A veces Revyn pensaba que su madre había perdido el juicio al ver que, aferrándose a su piedra preciosa, decía cosas tan incongruentes como que si su padre no volvía era porque se había quedado dormido talando árboles. Con el tiempo comprendió que su madre siempre había estado trastornada, de lo contrario no habría amado a su padre, no después de todo lo sucedido.
A su muerte, Revyn fue incapaz de quitarle el amuleto del cuello. Ella amaba aquella joya como si del corazón de su marido se tratara. Y eso que mientras ella vivía, Revyn no dejó de repetirle que lo vendiera para sacar algún dinero con el que podrían haber vivido mucho tiempo, incluso haber comprado un campo y cultivarlo. Pero aquella pieza simbolizaba todo cuanto su madre había amado en la vida, y a Revyn le pareció justo que a su muerte se la llevara consigo.
Era ya noche cerrada cuando Revyn subió las persianas alertado por el ruido y vio a gente deambulando por el pueblo con antorchas. Por lo visto, el comerciante había logrado embaucar a más de una veintena de hombres, lo cual no era de sorprender, teniendo en cuenta que el año anterior la sequía del verano y el granizo del invierno habían echado a perder las cosechas, por lo que muchos pasaron hambre. Para los jóvenes que partieron hacia Logond con el soldado, la guerra parecía, en el peor de los casos, una solución a su pobreza, así como la posibilidad de vivir una aventura. La vida en el pueblo podía ser de lo más monótona y aburrida; se trabajaba durante la primavera y el verano, el otoño llegaba con semanas de antelación y se sobrellevaba el invierno solo para dar la bienvenida a la primavera. Lo mismo año tras año. La vida de un guerrero, en cambio, era mucho más emocionante, cada día suponía un nuevo reto, un desafío al designio de los dioses. Los jóvenes que buscaban ese tipo de vida iban de una guerra a otra hasta caer en brazos de la muerte.
Al cabo de un rato, Revyn bajó de nuevo las persianas y se acostó.
Se pasó todo el día en la cama, en un silencio sepulcral solo roto de vez en cuando por los gritos de los jóvenes que se preparaban para ir a la guerra, y el graznido de las cornejas apostadas sobre el techo de paja de su cabaña. Revyn empezó a dar vueltas en la cama. Tenía hambre, pero estaba tan desanimado que pensó que nunca volvería a probar bocado. Al final se levantó de la cama, mordió un trozo de pan duro y bebió agua del cubo. Echó un vistazo a su cabaña y tuvo la desagradable sensación de que no había nada que hacer.
Ante ese espectáculo tan desalentador, empezó a cuestionarse si había sido buena idea insultar al comerciante, aunque se lo tuviera merecido. Pensándolo bien, no había reaccionado demasiado inteligentemente. Por un impulso había perdido el trabajo que le daba sustento. Se frotó la cara con las manos, como si con aquel gesto pudiera hacer desaparecer las preocupaciones. Lo pasado pasado estaba. ¡No tenía sentido arrepentirse!
—Nunca te arrepientas de tu pasado —le dijo Miran en una ocasión—. Hay cosas que deben hacerse, no hay más que hablar.
Estaban trabajando en el huerto detrás de su choza, Revyn arrancando las malas hierbas y Miran recogiendo patatas. Era un día especialmente cálido, aunque soplaba un fuerte viento del oeste que arrastraba las nubes.
—Hay cosas que deben hacerse… —repitió Revyn pensativo, mientras miraba una nube que se había acercado a su cabaña, cubriendo el pequeño huerto con su sombra. Miran no paraba de decirle cosas con una profunda carga de sabiduría, pero de esta se acordó siempre, quizá porque fue una de las últimas que le dijo.
—¡Ey, no te quedes ahí parado soñando despierto! —Miran le lanzó un terrón de tierra.
—¡Idiota! —le contestó Revyn con una sonrisa, y se puso de nuevo manos a la obra tras recuperarse del sobresalto.
Sin levantar la cabeza del suelo, sabía que Miran lo estaba observando.
—Estás hecho un verdadero soñador, ¿eh? —le dijo entonces, no en tono de crítica, sino con verdadera ternura.
Revyn lo miró de soslayo.
—Cuando dices que hay cosas que deben hacerse… ¿te refieres a que cuando te interpones entre mamá y papá es porque no puedes evitarlo?
El delgado rostro de Miran pareció ensombrecerse ante aquellas palabras, tras lo cual se quedó observando las patatas antes de frotarlas para ponerlas de nuevo en su cesta.
—Sí, exacto. Y también me refiero a que debes esconderte cuando papá vuelva a las andadas.
Los dos hermanos continuaron con su trabajo en silencio.
—Pero fue solo una vez… —respondió Revyn tras un buen rato callado.
—Un ojo morado es suficiente.
Revyn miró a su hermano.
—¿Qué pasa contigo? Primero un morado en la espalda y ahora ese en la frente…
—No son más que rasguños. Soy mayor que tú. No hablemos más de este tema, que ya tengo suficiente con mamá dándome la tabarra. Mantente alejado de él, ¿entendido?
Acababa de decir aquello cuando oyeron abrirse la puerta de la cabaña. Revyn se incorporó sobresaltado. Un escalofrío de miedo le recorrió el cuerpo. Que su padre hubiese llegado a casa justo en el momento en que estaban hablando de él le pareció un mal presagio. Las horribles cicatrices de su espalda acechaban sus pensamientos alimentando sus miedos.
—Es demasiado pronto… —murmuró Miran.
Los dos hermanos enmudecieron y aguzaron el oído conteniendo la respiración. Las voces de sus padres eran ininteligibles. Entonces, como era habitual, se oyó un gritó, seguido de otro y otro.
—¡Maldito monstruo! —bramó Miran.
—¡Miran! —gritó su padre desde la casa, probablemente borracho y hecho un energúmeno. Era un mal hombre aunque estuviera sobrio—. ¡Revyn! ¿Dónde están los niños?
Miran lo empujó hacia la hierba.
—Quédate aquí y no te muevas.
En el interior de la casa se oyó a su madre gritando:
—¡Miran! ¡Miran!
—¡No vayas! —susurró Revyn atenazado por el miedo… Y luego, haciendo un gran esfuerzo, añadió—: Voy contigo.
—No.
Miran lo empujó de nuevo a la hierba con rudeza.
—Yo…
—Quédate quieto aquí, ¿me has entendido?
Antes de que Revyn pudiera hacer nada por evitarlo, su hermano se levantó y despareció. Revyn tenía demasiado miedo para seguirlo.
Agazapado en la hierba, oía los gemidos de su madre provenientes de la casa, que cesaron cuando Miran entró.
—¿Qué pasa? —preguntó su hermano.
Su padre empezó a hablar de la guerra que se había declarado en Myrdhan y de las nuevas conquistas que estaban por llegar. Había prometido a los soldados del pueblo que enviaría a su hijo a Myrdhan.
Cuando Revyn oyó aquello le entraron ganas de vomitar. Si él se marchaba, la vida solo en compañía de sus padres sería insoportable, y deseó poder irse con su hermano, no importaba adónde. A punto estuvo de salir de su escondite y correr hacia la cabaña para abrazarlo, cuando sucedió algo que nunca antes había sucedido. Su hermano dijo con voz alta y clara:
—No. Jamás. No pienso irme de casa.
Acto seguido empezaron a oírse ruidos y gritos en el interior de la cabaña, y Revyn, el mismo que hacía unos segundos habría querido entrar corriendo en ella, se tapó los oídos con las manos para no tener que oír todo aquello. Era un comportamiento de cobardes, pero nunca llegaría a ser tan valiente como Miran.
Pese a todo, continuó escuchando fragmentos de la pelea. Era la primera vez que su hermano se atrevía a hablar así a su padre.
—¡Te odio, eres un monstruo! ¡Déjame, mamá! ¡Eres un monstruo, un maldito borracho, un cerdo asqueroso!
Le dijo todo lo que pensaba de él, y Revyn se sintió orgulloso de su hermano al mismo tiempo que temió por él.
En aquel momento oyó un fuerte estrépito de cosas que se rompían. Su hermano profirió un grito, y luego sonó un chasquido que Revyn no olvidaría jamás: el ruido de un atizador golpeando una y otra vez el cráneo de su hermano…
Se hizo un silencio desgarrador, roto solo por los sollozos de su madre. Su padre salió de la cabaña.
—¡Por favor! —suplicó su madre. Revyn la vio salir de casa alargando la mano hacia él—. ¡No nos dejes… no me dejes!
Revyn vio pasar a su padre con una expresión gélida en el rostro. Sangraba por la nariz, donde Miran le había golpeado.
Cuando su padre desapareció de su vista, Revyn corrió hacia su madre, que seguía arrodillada frente a la choza llorando. Le rozó suavemente la espalda, pero no estaba herida. Revyn entró en la cabaña.
Pocas veces había entrado en su casa y le había costado tanto reconocer lo que veía. Cuando se topó con la oscuridad le pareció encontrarse con una negrura infinita. Todo había desaparecido, siendo él lo único que quedaba. Él y aquella figura inerte. Su hermano yacía en el suelo, con el pelo rubio cubierto de una extraña sustancia roja y pegajosa.
—¿Miran? —susurró Revyn.
Cuando vio el atizador ensangrentado, no podía dar crédito a lo sucedido. No pudo llorar, y su boca no emitió ni un sonido.
Después de todos aquellos años de peleas y de todo lo que había soportado, su vida había acabado así, sin más, como si se apagara una vela.
Su padre no regresó jamás. Se alistó en el ejército con destino a Myrdhan y lo más seguro es que hubiera muerto en alguna batalla.
O al menos eso quería creer Revyn.
A partir de entonces vivió solo con su madre, que no perdió la esperanza de que su padre regresara algún día. Con los años, fue volviéndose más despistada y dependiente de Revyn. El chico encontró un trabajo en los establos de los dragones y con aquel mísero sueldo se las arregló para tirar adelante. La pérdida de su padre y su hermano el mismo día le había obligado a hacerse cargo de todo él solo. Si hasta entonces se había dedicado a robar fruta, jugar en los campos, esconderse y pasarse los días deambulando por el bosque, ahora todo había dado un giro de ciento ochenta grados. Tuvo que asumir responsabilidades, cargarse todos los problemas familiares a la espalda y mantener la boca cerrada, como si aquel día de verano en el que perdió a la mitad de su familia nunca hubiese sucedido.
Su madre jamás habló sobre la muerte de Miran. Debía de pensar en él por las noches cuando lloraba, pero solo dedicaba palabras a su padre. Revyn siempre estuvo seguro de que este no regresaría; teniendo en cuenta lo sucedido, era lógico que su padre quisiera desaparecer de sus vidas para siempre.
Podía aceptar que su padre fuera un mal hombre, por lo que borró su recuerdo cuanto pudo, como si no tuviera ninguna relación con él; pero lo que no podía aceptar de ningún modo era que su madre siguiera amándolo.
Era como si se hubiese olvidado de Miran, como si su muerte no le hubiese afectado. Su historia de amor no se había truncado porque su marido fuera un asesino y le hubiera robado un hijo. Cada vez que la veía temblando de miedo junto a la ventana, o limpiándole los zapatos y colocándolos junto a la puerta, o cocinando una ración de más y poniendo la mesa para tres, Revyn sentía tanto desprecio que tenía que hacer grandes esfuerzos para no romper a gritar. No fueron pocas las veces que comió con los puños apretados mientras su madre dejaba sobre la mesa la mayor ración de sopa, por si su padre llegaba con hambre.
Pero Revyn no habló nunca de eso con ella, manteniéndose al margen. El amor de su madre por el asesino de su hermano era todo lo que ella había tenido en la vida, lo único que la mantenía con vida, pero Revyn no lo comprendió hasta que fue demasiado tarde.
A primera hora de la tarde los hombres que habían decidido ir a luchar en la guerra se reunieron con los dos comerciantes, sus recién adquiridos dragones y los soldados ante la puerta de entrada del pueblo.
Revyn observó la marcha de los hombres desde el interior de su cabaña, aunque no se fijó tanto en ellos como en los dragones. Eran tan bellos y, sin embargo, parecían tan tristes… Iban atados unos a otros con sogas, de modo que solo podían caminar en fila. Revyn buscó al dragón que le había roto las costillas al aprendiz, pero no lo vio. Casi se alegró de que no lo hubiesen vendido, aunque de todos modos no iba a poder verlo más, porque seguro que Barim le prohibiría volver a trabajar en los establos.
Aquella tarde Revyn anduvo por los prados en busca de algún conejo con el que saciar su estómago. Fue de un lado a otro con el arco y las tres flechas que él mismo había construido, sin éxito. En lugar de concentrarse en los conejos, levantaba la vista continuamente, casi sin darse cuenta, hacia el encapotado cielo o a lo alto de los abetos.
Revyn no era un buen cazador, porque siempre se despistaba. Hacía tres años cogió un conejo con la ayuda de una trampa que él mismo construyó hábilmente, pero cuando descubrió al animal se quedó tan sorprendido y asustado que se le escapó de las manos. Desde entonces no había vuelto a intentarlo.
Empezó a oscurecer, cuando Revyn se dio por vencido de su intento de caza y volvió a su cabaña, hambriento. Tomó el último trozo de pan que le quedaba y se estiró en la cama en cuanto cayó la noche. Esperó a que le venciera el sueño con los ojos abiertos, inmóvil en la oscuridad, como la noche anterior. Tampoco esta vez encendió el fuego, pues quien siempre lo hacía era su madre, y no se sentía capaz de hacerlo él mismo y de sentarse en aquella habitación iluminada con las llamas crepitando, sabiendo que ella ya no estaba allí, que se hallaba solo en el mundo.
En algún momento de la noche, se quedó dormido.
Al cabo de un rato se despertó sobresaltado por unas voces que hablaban en voz baja.
—Se ha ido, ya te lo he dicho. Se ha marchado con los soldados. No te eches atrás ahora.
Revyn se incorporó en la cama, desorientado por los ruidos de hierba pisada y un débil tintineo metal. ¿Estaría soñando? Revyn apartó la manta y se levantó.
—¡Eh! He oído un ruido dentro de la cabaña.
—No, hombre, era mi pala. Vamos, ayúdame.
A Revyn empezó a darle vueltas la cabeza, lo cual significaba que no estaba soñando. ¡Ahí fuera había alguien! De pronto sintió un escalofrío cuando pensó en la tumba de su madre. La estaban profanando.
—¿Y cómo vamos a saber cuál es de las dos?
—¡Porque en la más antigua, idiota, está el hijo! ¡Mira, lo tengo! ¡Ayúdame!
Revyn permaneció unos segundos paralizado. ¡Querían robar el collar de su madre! Se precipitó hacia la puerta y la abrió de golpe. Rodeó la cabaña a toda prisa, y entonces vio una antorcha que iluminaba un montón de tierra húmeda. Dos figuras se inclinaban sobre la tumba; una de ellas sostenía en la mano el brazo pálido de su madre.
A Revyn se le llenaron los ojos de lágrimas, e incapaz de reprimir la rabia se abalanzó contra aquel hombre y lo empujó al suelo.
No sabría decir lo que sucedió después. Oyó unos gritos horribles, pero no pudo decidir si salían de su boca o de las de los ladrones. Le dieron un golpe con una pala en la espalda, pero no notó el dolor siquiera, sino que cogió la otra y golpeó con ella una y otra vez al hombre que yacía en el suelo, hasta que solo escuchó su propia respiración. Tiró la pala al suelo.
En la hierba yacían dos cuerpos inertes, con la tumba abierta a sus espaldas. Revyn no se atrevió a darse la vuelta. El fuego de la antorcha se movía con la brisa de la noche e iluminaba las cabezas de los dos hombres de un modo extraño…
Revyn empezó a temblar al ver que estaban sangrando.
Se acercó hasta ellos tambaleándose y movió a uno de ellos para mirarlo. No era un adulto, sino un niño delgado y harapiento que miraba al cielo con los ojos inertes. Revyn dio un paso atrás para mover el otro cuerpo, cuando vio que era otro niño, con la mitad del rostro cubierto de sangre.
Los había matado.
Era un asesino.
Le entraron unas ganas terribles de vomitar. Se echó hacia atrás tambaleándose, tropezó con el montón de tierra húmeda y fue a caer justo frente a la tumba. Entonces vio que el saco en el que había envuelto a su madre estaba rasgado y no pudo reprimir un gemido ronco.
Su padre golpeando con el atizador una y otra vez, jadeando de ira y de fatiga, y el sonido sordo de los huesos al romperse. La sangre en el pelo rubio de Miran. La sangre en el pelo de aquellos niños a los que él había matado. La historia se repetía. Era un asesino, igual que su padre. Estaba a cuatro patas en el suelo, junto a los tres cadáveres.
—Soy un asesino —se dijo una y otra vez incapaz de llorar. Estaba paralizado, con los ojos abiertos de par en par en plena oscuridad, pues el fuego de la antorcha se había consumido.
—Soy un asesino igual que mi padre…
Pasado un rato, tanteó a su alrededor en busca de tierra húmeda y, no sin dificultad, fue tirándola de nuevo a la tumba hasta cubrirla por completo. Se incorporó aún mareado.
Había perdido el sentido de la orientación, pues era noche cerrada y todo estaba sumido en la más absoluta oscuridad. Revyn se dejó guiar por el instinto, como si flotara sobre la hierba, sin darse cuenta de lo mucho que se tropezaba, hasta que reconoció las luces borrosas de algunas casas y los establos de los dragones recortándose como una enorme sombra. Un dragón era justo lo que necesitaba para huir y alcanzar a los soldados.
La decisión de viajar con ellos y convertirse en uno de ellos no la tomó de un modo consciente, pues en ese momento Revyn no tenía ningún control sobre sí mismo, obsesionado como estaba con que su destino y el de su padre se entrelazaban inevitablemente como dos serpientes venenosas. Su padre mató a Miran, y él, por cobardía, no supo evitarlo. Su padre maltrató a su madre durante toda su vida, pero al final fue Revyn quien la empujó a la muerte. Su padre fue un asesino, y ahora él también lo era. Su padre fue un antiguo soldado que regresó a la guerra, y Revyn también desaparecería en ella, muriendo igual que él.
Se dirigió hacia el establo, movido por una fuerza arrolladora. Si se quedaba en el pueblo, lo acusarían de asesinato y lo ejecutarían. Era demasiado cobarde para afrontarlo.
No pudo evitar preguntarse si no sería cosa del destino que la guerra empezara justo entonces, como si hubiese estado esperándolo. Una carcajada extraña y siniestra se escapó de su boca. En circunstancias normales se habría muerto de miedo, pero ahora sabía quién era en realidad, se había desenmascarado todo el engaño.
Las puertas del establo estaban cerradas, pero Revyn sabía dónde encontrar una escalera con la que acceder al interior. La halló sin problemas en la oscuridad, y subió por ella con pasos rápidos y decididos. En su fuero interno, deseó caerse sin más y poner fin a su vida, y acabar así de una vez con todo. Pero no se cayó. Puso los pies en el henil y lo cruzó hasta una segunda escalera que bajaba a los establos.
Oyó los bufidos y los resuellos de los animales, que habían advertido su presencia. Pasó junto a varias puertas hasta que encontró la que buscaba. Recorrió la madera con las manos, dio con el cerrojo y abrió la puerta. Entró. Aunque no podía ver nada, no le cupo la más mínima duda de que allí se encontraba el dragón que había estado a punto de matar al aprendiz. El animal lanzó un bramido asustado, y se echó hacia atrás al oler la sangre de las manos de Revyn.
Revyn quiso decirle algo para que se tranquilizara, pero no logró articular palabra. Pensaba: «No temas. Tú y yo estamos hechos el uno para el otro». El dragón pareció entenderle, porque no tardó en apoyar la frente en el hombro del chico, acariciándole el cuello con su cálido aliento.
Revyn sacó al dragón de su establo y lo condujo por el henil hasta la puerta trasera. Corrió los troncos que cerraban la puerta y la abrió. El viento fresco le golpeó en la cara.
Ahora venía la parte más difícil.
Se dio la vuelta lentamente hacia el dragón, el cual seguía tranquilo a su lado. Subir a lomos de un dragón no es una empresa fácil. Los guerreros utilizan para ello unos lazos especiales —de hierro envuelto en cuero— que pasan por el cuerno que los animales tienen al final de la cola. De este modo les doblan la cola hacia un lado, y suben por ella hasta llegar al lomo. Pero Revyn no tenía ningún lazo para forzar al animal. Tenía que lograr que le ofreciera la cola voluntariamente. Al menos llevaba puesto el cinturón que le ataba las alas al lomo, porque de no ser así ya podía irse olvidando de montarlo.
«Levántame, si quieres. Si no, me quedaré aquí y me detendrán». Dejó que fuera el dragón quien decidiera su futuro. El animal no se movió durante varios segundos, hasta que la punta de su cola golpeó suavemente a Revyn.
Tanteó la cola del dragón torpemente, en la oscuridad, se sujetó con fuerza y puso al fin un pie en ella. El dragón soportó su impericia con estoicismo y, en cuanto notó el peso de Revyn, levantó la cola y lo ayudó a montar a su lomo con tanta facilidad que el chico apenas tuvo que hacer nada.
Aunque se le doblaban las rodillas y le temblaban las manos, se asió con fuerza procurando no dañar las alas del animal. Acarició su piel y buscó el largo cuerno central que los dragones tienen en la nuca y que sirve a los jinetes para sujetarse, o al menos eso era lo que había visto hacer a los alumnos de Barim. Porque él jamás había montado un dragón, y menos aún lo había dirigido. «Ahora podríamos salir de aquí».
El dragón tensó los músculos, y a Revyn le pareció notar cientos de agujas bajo su cuerpo, y se precipitó con un salto en la noche.
Revyn tuvo la sensación de que el mundo entero se hundía a sus pies. El dragón aterrizó con suavidad en la hierba y Revyn chocó contra su cuello lanzando un grito de perplejidad. Inmediatamente vino el siguiente salto. Se asió al cuerno del dragón con la mano empapada en sudor y con el otro brazo rodeó el cuello del animal, no sin antes apretar la mejilla contra su piel y cerrar los ojos. Una y otra vez fue notando la presión cuando el dragón ponía las patas en el suelo y se disponía a saltar de nuevo, seguida de la sensación de ingravidez al planear en la oscuridad. Se trataba de un ritmo suave y regular, y Revyn no tardó en acostumbrarse a él.
Su corazón latía al mismo ritmo que el del dragón. Se apretó contra el animal como si quisiera confundirse con él, convertirse en un solo ser, y desaparecer. Gracias por estar a mi lado, susurró para sus adentros. Y sintió que aquel ser desconocido al tiempo que cercano le decía lo mismo a él.
La luz del alba quedaba suavizada por las densas copas de los árboles. Proveniente de las ramas, se oía el martilleo de un pájaro carpintero. Revyn abrió los ojos sin levantar la cabeza, manteniéndose abrazado al cuello del dragón mientras avanzaban por el bosque.
Debía de ser la primera vez que el dragón volvía a su estado natural tras ser apresado por Barim, y en realidad nada le habría impedido tirar a Revyn y recuperar su libertad. Aún no estaba domesticado y su ataque al aprendiz indicaba en qué poca estima tenía a los hombres.
—Lamento que te cazaran —le susurró Revyn.
Como no supo qué más añadir, se puso a mirar a su alrededor: el bosque le pareció sorprendentemente grande e inhóspito. Acostumbrado a pasear antes por él en busca de leña, ahora lo encontraba completamente distinto. En lugar de abetos y pinos, se hallaba rodeado de enormes hayas y robles. El suelo estaba cubierto de aromáticas flores silvestres, y las plantas trepadoras y el musgo cubrían de arriba abajo las raíces.
Revyn y el dragón avanzaron entre el follaje. El chico tenía la sensación de que los árboles eran gigantes dormidos, y el viento que soplaba entre sus copas, su respiración. Si prestaba atención, todo se llenaba de los más ligeros sonidos, desde las gotas de rocío cayendo en un charco hasta el paso acelerado de un dragón entre la maleza.
Cuando llevaban un buen rato avanzando, Revyn se dio cuenta de que no estaban siguiendo ningún camino. ¡El dragón lo había conducido al corazón del bosque! ¿Dónde estaba el sendero por el que se suponía que darían alcance a los soldados?
—¡Oh, mierda! ¡Retrocede! Tenemos que…
Revyn miró a su alrededor desesperado, pero no vio más que bosque. El dragón se detuvo con la cabeza levantada y las orejas tiesas, como si estuviera observando algo.
—¿Qué sucede? ¿Me oyes?
Revyn estaba tan concentrado en el dragón que no se dio cuenta de que una densa niebla se cernía sobre ellos, impidiéndoles ver siquiera el suelo.
—¿Cómo es posible?
El dragón volvió a ponerse en marcha y Revyn se asió estupefacto a su cuerno central. La niebla fue subiendo cada vez más, hasta quedar suspendida entre los árboles. A Revyn le pareció dejar de oír el crujido de la hojarasca bajo las garras del dragón, así que se inclinó sobre el lomo del animal para mirar hacia abajo. La bruma empezó a retirarse, como si respondiera a una orden imperceptible. Y bajo las garras del dragón, apareció un pequeño sendero. Revyn no podía dar crédito a lo que veían sus ojos. La niebla se había disipado con la misma velocidad con la que había surgido. Volvió la vista atrás, pero ya no quedaba ni rastro de la bruma. Un escalofrío le recorrió la espalda; pensó que quizá habían cruzado una zona pantanosa.
Pero lo más impresionante era que el bosque había cambiado por completo. Los árboles gigantes habían desaparecido y volvía a estar rodeado por los pinos y abetos de siempre. El dragón avanzó por el sendero como si no hubiese hecho otra cosa en toda su vida. Revyn se rascó la cabeza y se tranquilizó recordándose que su desconcierto podía deberse a la falta de sueño.
¿Lograrían alcanzar a los soldados? Lo más probable era que ya hubiesen salido del bosque, y en ese caso jamás daría con ellos, pero aun así seguro que daría con otro grupo de soldados al que se uniría, fueran quienes fuesen. Lo bueno de la guerra es que muy pocos logran darle esquinazo.
—Dragón —dijo Revyn carraspeando—, ¿podrías…? Tendríamos que darnos prisa.
Vacilante, presionó sus talones en los flancos del animal, que inclinó la cabeza hacia un lado y lanzó un bufido, como si le divirtiera aquel intento. Luego dio un salto hacia delante tan repentino que a Revyn se le escapó un grito de pánico y a duras penas logró asirse para no perder el equilibrio y caer al suelo. Un segundo más tarde, corrían tan deprisa por el camino que el bosque no tardó en convertirse en una mancha verde oscura.
El sol estaba justo en lo alto del bosque cuando Revyn divisó a lo lejos al grupo de soldados.
—¡Ahí están! ¡Dragón, más despacio!
El dragón no hizo el menor caso y continuó corriendo divertido, como si huyera de los rayos luminosos que caían sobre él. Revyn vio que el grupo cada vez estaba más cerca y, si el dragón no se detenía inmediatamente, acabarían…
—¡APARTAAAD…!
Cuando los hombres del grupo se dieron la vuelta, se lanzaron a los márgenes del camino entre los matorrales. El dragón pasó junto a ellos como una exhalación. Los caballos relinchaban, y los dragones gritaban. Tras rebasar a todo el grupo, el dragón se detuvo con brusquedad, y Revyn se vio impelido con tanta fuerza hacia delante que casi se clavó el cuerno del animal en la barriga. El chico recuperó la compostura temblando. Luego el dragón se dio la vuelta tranquilamente y miró a los hombres que salían de los matorrales, sofocados y atónitos.
—Perdón… —jadeó Revyn—. Me gustaría acompañarles.
El maestro Morok, que iba a la cabeza del grupo, hizo retroceder a su dragón por el camino y se acercó lentamente al muchacho. Sus ojos oscuros y pequeños no sabían si mirar al dragón o a Revyn, y lo hicieron alternativamente.
—¿Revyn? —preguntó retóricamente, pues lo había reconocido al instante.
Acto seguido miró al dragón, no sin antes fijarse en la espalda del chico.
—No has cogido demasiado equipaje que digamos.
Una sonrisita iluminó el ancho rostro del maestro Morok.
—Es el dragón que atacó al aprendiz, ¿no es así? Creí que todavía no estaba domesticado… —Revyn tragó saliva—. Supongo que es tuyo.
El maestro Morok le lanzó una mirada de complicidad, y durante unos instantes Revyn pensó que iba a exigirle una explicación, pero el comerciante se dio la vuelta e hizo un gesto al resto de los allí presentes.
—¡Vamos! ¡Debemos continuar! ¡Tenemos un compañero nuevo!
Guiñándole un ojo, el maestro pasó junto a Revyn montado en su dragón y alargó la mano para acariciar el cuello del de Revyn, pero este lanzó un gruñido y el maestro se apresuró a retirar la mano, sin dejar de observar a Revyn con una sonrisa.
—Y dime, ¿cómo se llama tu dragón?
—Palagrin —respondió Revyn, y carraspeó torpemente antes de repetirlo—. Pal… Palagrin.
El maestro Morok frunció el ceño.
—¡Un nombre élfico! Hummm…
Revyn abrió la boca impresionado. ¡Pero si acababa de inventárselo!
El dragón inclinó la cabeza y lo miró fijamente, tras lo cual movió la cola y se puso de nuevo en marcha.
El camino fue perdiéndose en un mar de vegetación exuberante. Los soldados iban abriéndose paso con sus espadas, mientras que Revyn galopaba el último, algo apartado. Los hombres del grupo lo miraban con desconfianza y cuchicheaban entre ellos sobre el chico y el dragón. Todos sabían que el animal era de Barim y que era imposible que el chico hubiera reunido el dinero suficiente para comprarlo. Pero nadie dijo nada, en parte porque Revyn les fulminaba con la mirada, como si fuera a saltarles al cuello en cualquier momento, y en parte también porque ya tenían suficientes problemas como para perder su tiempo y energía con un dragón robado.
A mediodía se detuvieron en un soleado bosquecillo de hayas y comieron. Revyn estaba muerto de hambre, pero no llevaba nada para comer. Tras pasar un rato algo inquieto sobre el lomo del dragón, moviéndose hacia un lado y otro sin decidirse a saltar, por fin logró reunir el coraje para hacerlo y se sorprendió al ver la ligereza con la que aterrizaba en el suelo, pese a no haber mostrado un ápice de elegancia. El animal lo miró con paciencia, como una madre que viera a su hijo dando sus primeros pasos. Revyn lo acarició con timidez. Solo los dioses sabían si le permitiría volver a montarlo. Los grandes y oscuros ojos del dragón se posaron en el rostro de Revyn, y el chico tuvo la sensación de que se colaban en su interior con una sabiduría que no era propia de un animal y menos aún de un ser humano. Revyn permitió que lo hiciera y devolvió la mirada a su dragón, aunque en lugar de «su dragón» resultaría más apropiado decir que era el dragón el que se había empeñado en que Revyn fuera su jinete.
—Palagrin —murmuró.
Pronunció el nombre en voz baja, dulcemente, deleitándose en cada una de sus sílabas.
—¿Y bien?
El dragón movió la cabeza cuando vio al maestro Morok, que se había alejado del grupo y se había acercado a Revyn para ofrecerle un trozo de pan.
—Parece que te has dejado las provisiones en casa. Podemos compartir las mías, tengo de sobra.
Revyn aceptó el pan haciendo un esfuerzo.
—Gracias.
El dragón se había desplazado imperceptiblemente hasta situarse detrás de él. Por lo visto, no quería estar demasiado cerca del soldado, el cual posó la mirada en él. El silencio reinante se vio roto por un eructo, seguido de las risotadas de los hombres del grupo.
—Es increíble —dijo el maestro Morok—. Cabalgas sin bridas, y aun así puedes dirigirlo.
Si eso le parecía increíble, ¿qué diría si supiera que el dragón se dirigía solo?
—Te sujetas del cuerno central, pero no de la punta, sino del nacimiento, junto a la cabeza, donde la superficie es lógicamente mayor, pero también lo es el peligro de que te empitonen, si el animal se enfada o se asusta… —El comerciante sonrió—. Ni siquiera tienes un lazo, ¿no? Me muero de curiosidad por ver cómo lo montas cuando volvamos a ponernos en marcha.
Revyn se concentró en el pan que tenía en las manos, pero no pudo evitar un sudor frío en la espalda cuando el comerciante dio un paso hacia él.
—Dime solo una cosa, Revyn. —Sus palabras eran casi un susurro—. ¿Habías montado algún dragón antes de robar este?
Revyn dio un paso atrás. Le ardían las mejillas.
—Yo no…
—Me es absolutamente indiferente lo que hayas hecho o dejado de hacer, y qué es lo que te ha llevado a cambiar de opinión y unirte a nosotros —le interrumpió el maestro Morok con dureza—. No me importa tu pasado, pero sí tu futuro. Espero que comprendas que tu Palagrin es un dragón indómito. Intentamos comprarlo, pero nos pareció demasiado salvaje. Ni siquiera pudimos echarle el lazo. En fin, ahora come, estamos a punto de reanudar la marcha. —Dicho aquello, el comerciante se detuvo una vez más—. Sabes que nos dirigimos a Logond, ¿verdad?
Revyn asintió, aunque lo cierto era que había olvidado el nombre de la ciudad.
El comerciante lo miró como si no acabara de creérselo.
—Estás un poco pálido, chico. Sea lo que sea lo que te haya sucedido, deberías olvidarlo. Cuando llegues a Logond te espera una nueva vida, ya verás.
Y después se dio la vuelta sin más y se encaminó con decisión hacia el resto del grupo.
Por primera vez desde que huyó, Revyn pensó en lo que le esperaría en Logond, donde viviría como uno más, a la espera de que lo enviaran a la guerra; eso si antes nadie descubría lo que había hecho, aunque de ser así tampoco habría demasiada diferencia entre morir en el campo de batalla o en el patíbulo.
Acarició con sumo cuidado el suave lomo de Palagrin. Después de comer, el dragón lo ayudó a subir a su lomo sin necesidad de lazo, como hizo la noche anterior para escapar.
El maestro Morok observó atentamente la torpeza de Revyn al subir a la cola del dragón y cómo este le ayudó a auparse a su lomo, tras lo cual se quedó mirándolos un buen rato, si bien el más sorprendido de todos continuaba siendo el propio muchacho.
Revyn no pudo menos de preguntarse qué pensaría aquel hombre de él después de hablarle del modo en que lo había hecho, primero en el establo, luego en casa de Barim y por último en el bosque, donde había aparecido como por arte de magia. Pero al maestro Morok no parecía realmente sorprenderle nada de aquello, como si hubiese esperado algo así, lo cual a Revyn le resultaba de lo más inquietante.
Se detuvieron al ponerse el sol. Los hombres prepararon una gran hoguera que los envolvió con su calor. Algunos aldeanos se pusieron a explicar historias, pero Revyn no tenía ganas de escucharlas, como tampoco los soldados ni los comerciantes, lo cual no impidió que continuaran con su cháchara, pareciendo olvidar por un momento el objeto de su viaje.
Revyn no tardó en acurrucarse sobre el musgo que cubría la tierra, cerca del fuego y del bullicioso grupo. Palagrin, el único dragón que no iba atado porque su dueño no tenía lazo, se encontraba bajo un enorme cedro, desde donde observaba a Revyn, al igual que Revyn lo observaba a él. Nada impedía al animal huir en cualquier momento, perderse en la oscuridad y no regresar nunca más.
Por favor, repetía Revyn en su fuero interno una y otra vez, por favor, no te vayas. No te vayas sin mí.
Palagrin desvió la mirada de Revyn para concentrarse en el bosque, cada vez más oscuro. Permaneció largo rato bajo el cedro en actitud pensativa, mientras la noche caía sobre él, hasta que en un momento dado se estiró y resopló.
Revyn no pudo reprimir una sonrisa al observar al animal con la cabeza apoyada sobre sus hombros.
—Palagrin…
El crepitar del fuego y las voces y las risas de fondo lo acompañaron de la mano hacia el sueño. Revyn creía que estaba soñando cuando, de pronto vio que se encontraba solo en el bosque en mitad de la oscuridad. La hoguera y los demás hombres habían desaparecido.
—¿Palagrin?
Al principio le pareció que su dragón también había desaparecido, hasta que lo vio recortado a la luz del crepúsculo azulado. El animal se había soltado el cinturón, desplegando sus alas como abanicos abiertos. Se detuvo unos segundos en un claro lejano y miró a Revyn, y después desplegó las alas alejándose a toda prisa dando grandes saltos.
—¡Palagrin, espera!
Revyn corrió tras él. El suave musgo amortiguó sus pasos. Avanzaba casi tan rápido como el dragón. No estaba seguro de que Palagrin quisiera ser perseguido, pero no pudo evitarlo, porque la sola idea de perderlo, de volver a estar solo en el mundo, le resultaba insoportable. Palagrin era lo único que tenía en esta vida y lo único que quería. El dragón y él estaban hechos el uno para el otro de tan parecidos como eran: la tristeza que se posaba en los enormes y tiernos ojos azules del animal era la misma que lo invadía a él.
De repente la niebla cubrió el suelo y Revyn se vio envuelto en cortinas de vapor que parecían muros. Entre la bruma le pareció ver otros dragones por doquier, pero los animales desaparecían en cuanto los miraba.
Quiso gritar el nombre de Palagrin, pero no fue capaz de articular palabra, porque de repente no sabía pronunciarlo, aunque sintió el nombre en su interior como una corriente cálida en el pecho, como un susurro en la cabeza. La niebla subió por su cuerpo envolviéndolo al ritmo del latido de sus pulsaciones. Sintió un hormigueo en la nuca y el aliento de algo o alguien susurrándole a la espalda:
¿Cómo supiste que el dragón se llamaba Palagrin? ¿Sabes quién soy yo? Mi nombre…
—¡Revyn!
Se despertó sobresaltado con las sienes palpitantes. Durante unos segundos no supo dónde se encontraba, hasta que vio los ojos de Palagrin mirándolo fijamente.
La idea de que el dragón hubiese pronunciado su nombre le desconcertó sobremanera.
—¿Palagrin? —susurró.
A la luz de las brasas que aún ardían, los ojos del dragón escondían un halo de luz inquietante.
Aquí hay algo. Revyn no podía dejar de preguntarse si se había vuelto loco o si era cierto que el dragón le había hablado. Pensándolo fríamente, era a todas luces imposible que el dragón le hubiese hablado; aunque, por otra parte, no podía borrar de su memoria las palabras pronunciadas. Aquí hay algo.
Revyn se incorporó lentamente. El sueño fue abandonando su cuerpo, y poco a poco despertaron todos sus sentidos.
El bosque estaba oscuro y en silencio, salvo por los ronquidos de los hombres. Aun así, había algo en el ambiente que había cambiado y que al principio Revyn no supo reconocer, pero enseguida comprendió de qué se trataba: a la luz de la hoguera vio la niebla meciéndose a un palmo del suelo. Había refrescado, y el ambiente era más húmedo.
Al cabo de un rato, volvió a acostarse hecho un ovillo, convencido de que todo había sido un sueño. El frío, la oscuridad, el musgo húmedo bajo su cuerpo, todo le recordaba irremediablemente la noche anterior. Pensó que cerrando los ojos las imágenes desaparecerían, pero fue todo lo contrario. De modo que permaneció inmóvil, con la mirada perdida, luchando contra sus sentimientos y su pasado. Si intentaba no pensar en la noche anterior, se le aparecía la imagen de Miran tirado junto al atizador. Y si intentaba no pensar en Miran, entonces veía a su madre. No importaba en qué imágenes buscara refugio mental. La muerte lo seguía en cada recuerdo de su vida. Se ovilló aún más, pero el sueño no fue liberador.
El grupo de hombres retomó la marcha por el bosque a primera hora de la mañana, en silencio. Revyn estaba agotado, y se sintió distinto de todos cuando Palagrin lo ayudó a subir a lomos de él.
A medida que avanzaban, el paisaje empezó a cambiar, fue como si estuvieran internándose en un reino que se encontraba cada vez más bajo la influencia de lo irreal, un mundo que ya no pertenecía a los animales del bosque, y mucho menos a ellos; solo así se explicaba el opresivo silencio que les envolvía. El día quedó envuelto en una pálida niebla que difuminaba el paisaje dándole un aspecto espectral. Comieron a mediodía sin detenerse.
—Debemos darnos prisa —dijo el maestro Morok espoleando a su dragón, quizá para enfatizar sus palabras—, los bosques de esta zona son muy peligrosos e imprevisibles. Se dice que hay ladrones élficos, pero si nos apresuramos podremos estar en Logond antes de que caiga la noche.
Con el paso de las horas, la luz fue remitiendo hasta que el sol se puso lentamente, como soñoliento.
A la luz crepuscular, Revyn no se había dado cuenta de que el bosque había clareado, hasta que Palagrin se lo hizo notar deteniéndose en un claro, tras el cual se veían refulgir en la oscuridad las luces pertenecientes a unas pocas granjas y cabañas, más allá de las cuales se levantaba imponente la ciudad de Logond.
Palagrin resollaba con inquietud mientras seguía los pasos de los demás dragones y los caballos hasta las puertas de la ciudad. A derecha e izquierda, junto al muro de defensa, vieron infinidad de estacas de madera que hacían de soporte de lo que de lejos parecía un rudo tocón de madera, si bien al acercarse comprendieron que se trataba de cabezas humanas decapitadas, que los miraban con las cuentas de los ojos vacías.
—Espías myrdhanos —murmuraron los hombres cerca de Revyn.
Efectivamente, la mayoría de los decapitados tenían el pelo oscuro y se ceñían a la imagen que los haradonos tenían de los myrdhanos, pero también había cabezas con la piel más pálida y el cráneo de dimensiones más pequeñas y las orejas puntiagudas. Por alguna extraña razón, Revyn tuvo la sensación de que los muertos lo miraban a él, como si supieran que… De todos es sabido que los muertos conocen los secretos de los vivos. Revyn desvió la mirada con el corazón en vilo.
Desde las torres de vigía divisaron al grupo, y cuatro soldados abrieron las puertas de inmediato.
—¡Sed bienvenidos! —les gritaron desde el interior, y ellos devolvieron el saludo.
Las puertas volvieron a cerrarse a sus espaldas.
Frente a ellos se elevaban unas casas imponentes. Una avenida iluminada con antorchas indicaba el camino a la ciudad. El grupo siguió a los dos comerciantes de dragones y entró en la población. En las ventanas de las casas había luces encendidas. En una de ellas, Revyn observó a una joven sentada junto a una ventana leyendo, y oyó unas carcajadas provenientes de otra casa. En la distancia se oía un ruido atronador, extrañamente distorsionado por la aglomeración de edificios altos.
El camino giró bruscamente y Revyn tuvo la sensación de entrar en otro mundo: sobre las puertas de las casas había faroles de colores que iluminaban a mujeres de labios carnosos que bromeaban vulgarmente entre sí a gritos. A su alrededor, había hombres apostados vestidos de oscuro o con uniforme. El ambiente que se respiraba allí se caracterizaba por un sofocante olor a fritanga proveniente de un sinfín de cocinas.
—¡Que nadie se separe del grupo! —gritó el maestro Morok a los perplejos hombres. Y luego añadió, dirigiéndose a los soldados—: ¡Eh, vosotros, cuidado con los dragones!
Avanzaron por el intrincado laberinto de calles y callejones del centro de la ciudad, hasta sentirse completamente desorientados, pues todo les parecía extraño y nuevo, y las calles, igual de coloridas, ruidosas y desordenadas. De las ventanas colgaba ropa tendida, y se oía música procedente del interior de las casas. Revyn miraba a su alrededor estupefacto. Tenía la sensación de que la vida en esencia bullía en aquellas pobladas calles.
—¡Ey, mirad! —gritaban las mujeres haciendo reverencias burlonas al verlos pasar—. ¿Adónde van, nobles señores?
Había algo en los recién llegados que parecía divertir especialmente a las mujeres, las cuales se reían a su paso y cuchicheaban tras sus abanicos.
Revyn también notó que las mujeres lo repasaban de arriba abajo, lo cual le hizo sentirse desnudo.
—¡Dejad a mis hombres tranquilos! —gritó el maestro Morok a las mujeres, y se rio.
Los demás hombres estaban tan perplejos como Revyn: sus bocas abiertas y los ojos desorbitados les daban un aire pueblerino que a Revyn no le gustó, por lo que decidió que a partir de ese momento miraría con indiferencia hacia delante para no ofrecer la misma imagen de paleto que ellos.
El ruido y la confusión desaparecieron tan repentinamente como habían aparecido, y pronto estuvieron rodeados de fachadas oscuras y en silencio. La parte de la ciudad donde se hallaban era un remanso de paz comparada con el bullicioso barrio que habían dejado unas calles atrás. Más adelante, la calle desembocaba en una magnífica escalera que se perdía en la oscuridad, mucho más arriba de lo que la vista alcanzaba a abarcar. Debía de ser algo así como una frontera de la ciudad, porque había guardias apostados en sus peldaños. Estos los dejaron pasar tras intercambiar unas pocas palabras con el maestro Morok.
Cuanto más se acercaban al último tramo de escaleras, más curiosidad sentía Revyn por saber lo que se iban a encontrar. Cuando Palagrin dio el último paso, se abrió ante ellos una plaza en la que había barracas amontonadas.
—¡Ya hemos llegado! —exclamó el Maestro Morok frente a sus hombres—. Lo que veis aquí es el barrio guerrero de Logond, donde la mayoría de los soldados haradonos son instruidos, y os aseguro que es un verdadero honor poder vivir junto a estos hombres que os brindan la oportunidad de consideraros uno más de los suyos. Mañana, a la luz del día, os quedaréis admirados ante la grandeza de esta plaza.
Luego se dirigió a los soldados que habían viajado con ellos, que a una señal suya desmontaron.
—Seguidme al lugar en el que dormiréis —dijo uno de los soldados a los hombres del pueblo, encaminándose hacia las barracas—. Mañana os espera el primer día de formación.
Los hombres lo siguieron vacilantes y llenos de curiosidad. Pero cuando Revyn hizo ademán de seguir al grupo, el maestro Morok le indicó:
—Tú no. —Sus ojos brillaban a la luz de las antorchas—. Tú, amigo mío, serás cazador de dragones. Sígueme.
El maestro Morok, el comerciante joven y Revyn, con sus respectivos dragones, cruzaron la enorme plaza. Las filas de cabañas parecían alargarse hasta el infinito en la oscuridad. Intentó imaginar cuántos soldados vivían allí, unos tres mil como mínimo, pero teniendo en cuenta que Revyn era muy malo haciendo cálculos, bien podrían ser treinta mil.
Estaba tan concentrado en tales cálculos que no vio la escalera hasta que se tropezó con ella. Como la otra que habían visto, que conducía a las barracas de los soldados, esta servía también para dividir la ciudad en diferentes barrios. Un centinela se les acercó y, tras un breve intercambio de palabras con el maestro Morok, los dejó seguir adelante. Antes de llegar al rellano de la escalera, el maestro se dio la vuelta hacia Revyn y le dijo:
—Bienvenido al cuerpo de élite de Logond. Trabajarás y te entrenarás con ahínco, y desearás no haber venido nunca con nosotros. Pero, a cambio, tendrás Logond rendida a tus pies, y por extensión el mundo entero.
—¿Por qué precisamente yo? —se le escapó a Revyn—. Quiero decir que os ofendí. ¿Por qué me ofrecéis más facilidades que a los demás?
Una vez más, fue como si el maestro Morok se esperara esa pregunta.
—Pensaba que sabías que tienes un talento especial, ya que es algo que salta a la vista más que las intenciones de una prostituta callejera. Por tus venas corre sangre de héroe, además de la terquedad e insolencia necesarias.
Dicho aquello, espoleó una vez más a su dragón y subió el último peldaño. Revyn lo siguió aturdido. ¿Talento él? Si no era ni fuerte ni ambicioso, y menos aún valiente. ¿En qué podía aventajar a los demás hombres de su pueblo para que lo escogieran para ser jinete guerrero?
Con mirada circunspecta, observó la espalda del comerciante, pensando que quizá habría intuido la maldad que habitaba en su ser. Lo que lo diferenciaba del resto de los hombres de su pueblo era que él ya había matado. ¿Y qué mejor guerrero que un asesino?
Llegaron a una plaza redonda, donde no había barracas, sino un enorme edificio sostenido por imponentes vigas de madera. Aquí y allá, empinadas escaleras conducían a una especie de moldura que recorría el muro de la ciudad.
—¡Chico! —El maestro Morok lo miró inquisitivo—. Parece que hayas visto un fantasma.
Revyn dirigió el rostro hacia él, rápidamente, y murmuró:
—Lo siento.
—¡Ja, ja! —se rio el otro comerciante—. Aquí hay cosas mucho más interesantes que ver. Mira hacia arriba, ¡son nuestros famosos dragones de la guardia aérea!
Revyn alzó la vista y vio que sobre el muro de la ciudad había establos.
—Ahora sí que estás sorprendido, ¿eh? —le soltó el maestro Folchs—. Ninguno de ellos lleva cinturones. ¡Sus alas están libres y son ligeras como el viento!
—¿Y cómo los montan? —preguntó Revyn.
Sin cinturón, las alas apenas dejarían espacio al jinete sobre el lomo, obligándole a sentarse muy cerca del cuello, donde los cuernos podrían resultar harto peligrosos.
—Estos dragones no se montan —le explicó el maestro Morok—. Se vuela con ellos. Y en el aire, la comodidad del jinete pasa a un segundo plano, porque se trata de aprovechar el poco tiempo que el dragón puede estar en el aire para lanzar el mayor número de flechas posible.
Revyn asintió lentamente sin poder dejar de pensar en lo increíble que sería volar a lomos de un dragón, ¡si montarlos solo ya era toda una experiencia! El joven comerciante pareció intuir lo que estaba pensando y le dedicó una sonrisa de oreja a oreja.
—No esperes entrar directamente en la guardia aérea, antes tienes que demostrar durante cuatro años que te encuentras entre los mejores jinetes terrestres. Solo así te permitirán solicitar un puesto entre los jinetes del aire, cuya misión es la más honrosa y la más peligrosa de todas.
Mientras hablaban llegaron hasta la pequeña puerta que habían abierto para ellos. Unos hombres con uniformes de color negro se les acercaron para hacerse cargo de los dragones. Palagrin se detuvo vacilante; como Revyn, tampoco sabía lo que tenía que hacer. Al ver que el dragón no llevaba montura ni lazo, los hombres lo observaron con desconcierto.
—¿A qué estás esperando? —le preguntó el maestro Morok, que ya había desmontado. Entregó su lazo a uno de los hombres y se quitó los guantes de montar negros—. ¿Acaso estás enganchado a lomos del dragón?
Al final Revyn se decidió a saltar. Sin pensárselo dos veces, rodeó el cuello del dragón con los brazos. Por favor, sigue a los hombres hasta los establos y no les hagas daño. Yo estaré contigo, igual que tú conmigo. Lo abrazó con todas sus fuerzas y luego se separó de él.
—Por favor, no le pongáis ningún lazo —les pidió a los hombres con un nudo en la garganta—. Os seguirá dócilmente a los establos.
O eso creía él.
Los hombres lo miraron como si hubiera perdido el juicio, pero no dijeron nada y se marcharon llevándose a los dragones. Palagrin los siguió con la dignidad de un rey prisionero. Revyn suspiró, no sabía si de alivio o de lástima.
—Revyn. —El maestro Morok carraspeó a sus espaldas—, si no tienes pensado dormir en los establos, haz el favor de seguirnos inmediatamente.
El chico se dio rápidamente la vuelta y siguió a los dos comerciantes. En cuanto entraron en el edificio, un hombre con el pelo ralo que dejaba al descubierto una enorme cicatriz se les acercó a grandes zancadas.
—Sea bienvenido, maestro Morok. Maestro Folchs, buenas tardes. ¡Ah, y vuestro joven acompañante es…!
—Revyn. Viene de una aldea de cazadores de dragones situada al norte del país a la que fuimos a reclutar soldados —explicó el maestro Morok con solemnidad, como si estuviera presentando a un miembro de la nobleza.
—Bien, Revyn, yo soy el primer coronel de jinetes de la guardia —dijo el hombre a modo de presentación. Luego miró a Morok y añadió—: Pero no hace falta que me llames primer coronel. Si el maestro Morok te ha traído aquí por los motivos que imagino, puedes llamarme Korsa.
Revyn lo miró con desconfianza, pues Korsa no se correspondía en absoluto con la idea que se había hecho de lo que tenía que ser un gran soldado o un gran guerrero. Su cara reflejaba una expresión abierta aunque algo tosca, y daba la impresión de ser muy amable.
El maestro Morok le explicó que había llevado a Revyn para que lo admitiera en la guardia.
—Creo que el chico tiene cualidades, y ya sabes que la intuición no suele fallarme. Estoy seguro de que puede llegar lejos.
La mirada de Korsa se posó en el maestro Morok y Revyn alternativamente, antes de preguntar:
—¿Cuántos años tienes, chaval?
—Quince, creo —respondió Revyn.
Korsa frunció el ceño levemente.
—Hay algo en tu expresión que te hace parecer mayor. —Miró al chico a los ojos y añadió—: ¿Por qué estás así, Revyn? Pareces un preso ante el patíbulo.
Revyn sostuvo la mirada del coronel durante unos segundos en silencio, hasta que al final este sonrió, entre admirado y divertido.
—Hay varios chicos de tu edad entre los nuestros, y son de lo mejorcito que tenemos. Ven, te enseñaré dónde puedes dormir.
Los comerciantes no hicieron ademán de seguirlos mientras Korsa lo guiaba hacia un largo pasillo. Revyn se dio la vuelta y vio que el maestro Folchs había desaparecido sin despedirse siquiera, mientras en el rostro del maestro Morok se dibujaba una misteriosa sonrisa.
—Te espero en tu despacho, Korsa —dijo dirigiéndose al coronel—. Aún tenemos cosas de que hablar.
Korsa asintió y, en cuanto el comerciante se hubo alejado, le señaló de nuevo el pasillo que se abría a sus pies.
—Como guerreros dragonianos, cada uno de nosotros dispone de una habitación en el ayuntamiento. Y antes de que me lo preguntes te diré que sí, que este es el famoso ayuntamiento de Logond. Aquí se reúne el consejo municipal, bajo la presidencia del rey, cada vez que este nos honra con su presencia, y se debaten los planes, estrategias y costes de la guerra. Muy pocos tienen el privilegio de entrar en este edificio, aunque solo sea una vez en la vida, y espero que tú también lo consideres un honor.
Revyn asintió mientras seguía a Korsa por el pasillo iluminado con antorchas. A su derecha, unos ventanales daban a la sala de ejercicios de los guerreros dragonianos y a su izquierda se veían diversas escaleras y una hilera de puertas. Poco a poco el coronel fue explicándole adónde conducían las escaleras y las puertas: al comedor, las salas de ejercicios, la cocina, la despensa, los cuatro establos de los dragones terrestres y los vestíbulos y salas del consejo municipal. Aquel edificio parecía más un palacio que un ayuntamiento.
En la otra punta del pasillo, Korsa se detuvo ante una habitación e invitó a Revyn a entrar, pero antes de que este cruzara el umbral de la puerta el coronel le puso una mano en el hombro.
—Espero que tengas claro lo que significa estar aquí. La mayoría de los hombres se pasan la vida soñando con llegar a ser un jinete guerrero. No dudo que te hayan traído aquí por buenos motivos, porque el maestro Morok siempre tiene buenos motivos. Sabe lo que hace, y sobre todo sabe por qué lo hace. Solo espero que tú también lo sepas. —Korsa inspiró largamente por la nariz y sonrió—. Y ahora, basta ya de sermones. Que duermas bien, compañero. Mañana te espera un día de mucho trabajo.
Tras decir aquello cerró la puerta y dejó a Revyn, que se quedó allí solo en la oscuridad hecho un mar de dudas, con mil preguntas por hacer.
No podía conciliar el sueño, porque todo a su alrededor le resultaba extraño y emocionante, para nada como había imaginado. Se moría de ganas de ver su nuevo hogar a la luz del día. El olor a madera fresca de la cama y la suave almohada limpia lo colmaban de felicidad, aunque estaba convencido de que nunca más volvería a ser feliz, y mucho menos de que se lo mereciera. ¿Cómo era posible que el destino lo premiara ahora? Había cometido un acto horrible, y en lugar de pagar por ello se encontraba con la felicidad, mientras que, cuando aún no había hecho nada malo, la vida solo le había castigado. Se rascó la cabeza. De pronto sintió como si la confortable cama estuviera burlándose de él. Sí, que alguien como él estuviera allí confortablemente echado era para desternillarse de risa. El cosquilleo de felicidad que sentía en la barriga estuvo a punto de hacerle vomitar.
¡Quizá no existiera la justicia! Solo personas buenas y malas, y los que más se esforzaran por ser buenos merecieran las burlas más crueles del destino. El coraje de Miran lo llevó a la muerte. Y su padre quizá ni siquiera había muerto en la guerra, pero la sola idea de que pudiera haber recibido un premio semejante al que acababan de ofrecerle a él lo sacó fuera de sí.
Se frotó la cara hasta que empezó a arderle la piel, y al final cayó profundamente dormido, más de lo que su conciencia debería haberle permitido.
Los cuernos sonaron con fuerza intramuros. Revyn se incorporó en su cama desorientado. El sonido de los cuernos volvió a colarse por la ventana hasta despertarlo. Las primeras luces del alba teñían la habitación de rosa pálido. Era hora de que los guerreros se levantaran.
Revyn echó un vistazo rápido a su nuevo hogar, puesto que la noche anterior apenas había podido reconocerlo en la oscuridad: constaba tan solo de una cama, un arca de madera y una silla. Cogió su ropa, que se hallaba colgada de la silla, y justo cuando estaba poniéndose el pantalón, la puerta se abrió de golpe y apareció un joven.
—¡Es hora de levantarse! —exclamó al tiempo que le lanzaba un fardo de ropa.
Del susto que se llevó, Revyn cayó en la cama con el fardo, y, para su vergüenza, se enredó con las sábanas.
—¡Ay! Yo… ¡Mierda!
—¡Vístete y ve hasta el final del pasillo a desayunar, compañero!
La puerta se cerró de nuevo antes de que Revyn tuviera tiempo de levantarse, medio cubierto aún por la sábana, y pronunciar un «sí» balbuceante. Cerró los ojos y apretó los dientes hasta que la cara dejó de arderle. Con el ceño fruncido, se recompuso las trenzas mientras observaba su ropa nueva sin poder evitar que se le escapara la risa.
El uniforme era tan bonito que durante unos segundos no pudo menos de admirarlo. Contaba con un arnés de cuero de color negro cuyos remaches le parecieron más brillantes y refulgentes que los diamantes de un rey. Un sencillo refuerzo, como el que llevaban los auténticos guerreros, le protegía la nuca. No sin abrumarse, Revyn se recordó a sí mismo que él también era un guerrero de verdad, o como mínimo algo parecido.
Además del arnés, le dieron un cinturón del que pendían infinidad de ganchos, bolsas y cierres. Tardó unos minutos en saber para qué servían, hasta que se pilló los dedos y optó por dejar de ahondar en sus misterios. También le entregaron unos pantalones de lino, una camisa y ropa interior. Se vistió con cuidado, como si su ropa nueva fuese un tesoro. El arnés le quedaba grande, y se le escurría del cuello hacia abajo, y las holgadas mangas hacían que sus hombros parecieran más anchos de lo que eran en realidad. Entusiasmado, descubrió también unos brazaletes de cuero magníficamente acabados que se puso de inmediato. Seguro que servían para proteger las muñecas de los jinetes mientras montaban a los dragones. Por último se calzó las botas, que también le quedaban un poco grandes, y se puso el cinturón con cuidado. Y de esa guisa salió al pasillo.
La clara luz del día se colaba por las ventanas, dibujando líneas doradas en el pasillo. Jóvenes vestidos igual que él pasaron frente a su puerta hacia el comedor, y Revyn se sumó a ellos. Enseguida vio una doble puerta que estaba abierta, y de cuyo interior salían voces, tintineos y ruido de sillas. Entró en una sala revestida de madera oscura, donde había alineadas varias cazuelas frente a las cuales los jóvenes hacían cola.
Revyn esperó su turno mientras echaba un vistazo al comedor. La mayor parte de los guerreros que sorbían sus purés de avena en las mesas comentando las últimas novedades no eran mucho mayores que él. No vio ni un solo hombretón barbudo de mirada adusta y penetrante, que era como Revyn había imaginado a los soldados.
Por fin le llegó el turno, y un hombre vestido también con uniforme negro le sirvió con una amplia sonrisa un cucharón entero de puré en un cuenco de madera.
—Aquí tienes, compañero.
—Gracias, compañero —murmuró Revyn, al tiempo que cogía el cuenco y se daba la vuelta.
Se dirigió nervioso hacia las mesas, temeroso de llamar la atención. Pero antes de buscar un hueco donde sentarse, uno de los chicos se hizo a un lado para dejarle sitio junto a él.
—¡Siéntate con nosotros, compañero! —le invitó. Revyn se acercó a ellos con una tímida sonrisa—. Llegaste ayer, ¿no? —le preguntó el chico, mirándolo de arriba abajo.
Revyn le devolvió la mirada con la misma curiosidad. Las cejas del guerrero se movían con una facilidad sorprendente, y sus labios parecían capaces de esbozar cualquier tipo de sonrisa. Su pelo castaño claro era tan largo que casi podía recogérselo todo en la nuca.
—¿Cómo sabes que llegué ayer?
El joven lo miró con una sonrisa algo burlona.
—Yo sé todo lo que sucede en Logond, desde los chillidos de las ratas hasta los ronquidos de tu abuela, porque resulta que soy un vidente con grandes poderes y tengo ojos en la espalda. Mi nombre es Capras, por cierto.
Revyn no supo si se estaba riendo de él o no, pero tras dudar unos segundos le dijo:
—Yo soy Revyn.
Se dieron la mano. A Revyn le pareció que el chico le estrujaba los dedos con cierta malicia.
—¿Y qué? ¿Te gusta esto?
—Aún no he visto demasiado.
—Ah —murmuró Capras—. Entonces te presentaré a algunos compañeros. —Se inclinó un poco más hacia Revyn y le dijo—: Date la vuelta. Ahí, en esa mesa, están los jinetes del aire. —Un indudable respeto, teñido de envidia, se apoderó de la voz de Capras. Revyn se dio la vuelta y vio a un grupo de hombres que parecían mayores que el resto de los guerreros dragonianos—. Hay que pasar por lo menos cuatro años en tierra con los dragones para poder volar a lomos de uno de ellos. El de la izquierda, el de la barba corta, es el maestro Meggis. A su lado está el maestro Robwin, y junto a él, el maestro Felgis, el maestro Asrán y el maestro Horab. Y la mujer de la nariz puntiaguda y el pelo canoso es la maestra Sazael, una de las pocas féminas que hay por aquí, aunque la mayoría cree que tiene más de dragón que de mujer. No te sientes junto a ellos, son los héroes de Logond. Y ahora fíjate en nuestros semejantes —siguió diciendo el joven—. ¿Ves al espárrago que está sentado ahí atrás?
Revyn se inclinó hacia delante y vio a un joven larguirucho de dientes torcidos que explicaba una historia gestualizando con todo su cuerpo.
—Es Fero, uno de los caballerizos de los dragones del aire. Si te asignan a su grupo tendrás que escuchar primero una sarta de chistes a cuál más malo. Pero si no quieres caerle mal, tendrás que reírte. Y ese de ahí es Ajo —añadió, señalando hacia un robusto joven que apenas tendría dos o tres años más que él. Absorto en sus pensamientos, sorbía su puré de avena—. Lo llamamos Ajo porque apesta a ajo. Creo que ni él mismo recuerda cómo se llama en realidad, no es precisamente una lumbrera. El mayor que está junto a él se llama Ulja.
El jinete guerrero, algo iracundo, miró hacia ellos justo en ese momento. Capras bajó la cabeza de inmediato y se concentró en su puré como si fuera a encontrar oro en él.
—¡No lo mires! —susurró.
Revyn se estremeció levemente cuando vio que el ojo derecho del tal Ulja era de cristal, y para disimular su turbación se puso a mirar el techo.
Capras sonrió divertido.
—Dicen que ese tipo lanzó a otro por encima del muro porque le había pisado las botas justo después de que las limpiara. Ya ves, ¡está chalado! Pero también es muy divertido, lo que digo yo.
Revyn carraspeó levemente. Tenía la vaga sensación de que el ojo de cristal continuaba fijo en él.
—¿Y hay por aquí alguien que sea…?
—¿Normal?
Revyn asintió aliviado.
—Pues claro, pero ahora están durmiendo.
Revyn necesitó unos instantes para asimilar aquella respuesta.
—¿Se pierden el desayuno?
—Sí. —Capras tomó una cucharada de puré de avena—. Pero es fácil entrar en la cocina y llevarse algo.
—Ah —dijo Revyn mientras empezaba a comer.
—¿Ya sabes adónde te han destinado? —le preguntó Capras.
Revyn se había metido una cucharada llena de puré en la boca; el puré estaba tan caliente que se le llenaron los ojos de lágrimas. Sacudió la cabeza hacia uno y otro lado, con una expresión de dolor en al cara.
—No —dijo en voz baja en cuanto logró tragar el puré de avena. Agradecido, tomó el vaso de agua que Capras le ofreció—. ¿A qué te refieres con «destinado»?
—Pues a qué sector van a enviarte. Todos tenemos destinado un sector. ¿Vienes para formarte como guerrero, para trabajar en la cocina pelando patatas o para quitar la mierda de los establos?
—No tengo ni idea. No me han dicho nada —confesó Revyn.
Capras siguió comiendo alegremente.
—Pues reza para que no te toquen los establos.
—¿Por qué?
—Bueno —Capras frunció el ceño mientras buscaba las palabras adecuadas—, en el establo, ¡no haces más que coger mierda de dragón a paladas!
—No es tan malo como dicen —dijo el joven larguirucho mirando hacia atrás para sonreír a Revyn.
Revyn sonrió con cierta inseguridad. Su guía era el joven de los dientes torcidos que Capras le había señalado durante el desayuno, pero ya había olvidado su nombre, y cuando se presentó mascullaba de tal modo que no fue capaz de entenderlo. Le sonó a algo así como «Sheshno», suponiendo que no lo hubiese confundido con el estornudo que vino a continuación. Sea como fuere, ni sus problemas de dicción ni su catarro le impedían hablar sin descanso en un tono de voz inaudible sin que el hecho de que a su alrededor reinara un gran estruendo le afectara lo más mínimo.
—¿Sabesss?, yo soy el caballerizo de menor rango de los dragones del aire. Solo me quedan nueve para llegar arriba. Los establos de los dragones de tierra son sagradosss, pero la joya de la corona son los establos de los dragones del aire. ¿Sabesss lo que vale uno solo de esos animales? Hasta que son capaces de aguantar una hora en el aire con el peso de un hombre encima, hasta que permiten que los entrenen sin lanzar por los aires a sus jinetesss, pasa mucho, tiempo, y muchos aprendices se quedan por el camino. Son más difíciles de dominar que los dragones de tierra, porque no llevan las alas atadasss.
El caballerizo interrumpió su parloteo al oír tras de sí un crujido seguido de unos gritos de indignación: a Revyn casi lo atropella un carro de guerreros dragonianos que, para esquivarlo a él, había tirado al suelo la cesta de heno.
—Lo siento —balbuceó cojeando, mientras intentaba recoger el heno antes de chocar de espaldas con su guía.
—Escucha, compañero —dijo el caballerizo sonriendo—, ¿qué se supone que estásss haciendo? No te han alistado para que barras el heno, y el reglamento es el reglamento. Los establos de los dragones del aire están aquí misssmo.
Esta vez Revyn se apresuró para evitar cruzarse con otro carro. Llegaron a una estrecha escalera que subía hacia el muro, tan empinada que Revyn sintió incluso vértigo. El caballerizo iba hablándole de la marca a fuego que había recibido por error en el trasero, pero Revyn había perdido el hilo y no sabía si se refería a sí mismo o a otra persona.
—… total, que al final también fue una cazuela —concluyó el caballerizo riendo sarcásticamente cuando llegaron arriba.
Revyn ni siquiera contestó. Frente a él se extendía un camino de unos diez metros de ancho que conducía a un semicírculo que abarcaba todo el barrio de los guerreros dragonianos, cuya extensión debía de ser, como mínimo, de un kilómetro de longitud. Revyn se quedó petrificado en el lugar donde se encontraba sin poder dejar de observar admirado las dimensiones de aquel barrio que pertenecía exclusivamente a los guerreros dragonianos. Un gran gentío llenaba el espacio desde donde estaba hasta el extremo opuesto de la plaza. La ciudad de Logond brillaba en todo su esplendor a la suave luz de la mañana. Revyn nunca en su vida había visto tanta belleza.
—Venga, vamosss, compañero —gangueó el caballerizo, extendiendo el brazo para señalar la dirección.
Revyn miró con los ojos abiertos de par en par hacia el lugar que el guía le indicaba.
—¡Sheshno! —Cuando el caballerizo se dio la vuelta sorprendido, Revyn añadió carraspeando—: ¿A qué altura está Logond? —dijo acercándose más a su guía para entenderlo mejor.
—Bueno, cuenta la leyenda que en una ocasssión un rey haradono quiso construir una ciudad que llegara hasta el cielo, una ciudad donde todo aquel que cayera por sus murosss envejeciera antes de llegar al sssuelo. ¿Te lo imaginas? ¡Seguir viviendo mientras se cae! Una locura, ¿no creesss? —A Revyn le horrorizó que el caballerizo contemplara aquella opción como una posibilidad real—. Sssea como fuere, Logond no es tan alta ni mucho menos, no me consssta ningún caso parecido.
Enseguida llegaron a un lugar en el que el camino conducía a una plaza que parecía un balcón larguísimo y enorme. Se encontraban ante los establos de los dragones del aire.
Los animales estaban apretujados bajo unos tejadillos de paja y madera. Iban atados entre sí con pesadas cadenas colgadas del cuello y llevaban las alas sin atar, lo cual les daba un aspecto más imponente de lo normal.
—Bueno, ahora a trabajar —dijo el joven con una dicción sorprendentemente clara—. Los establos se limpian por la mañana y por la noche. Aquí, en este carro —se dirigió hacia el primer dragón. Unas pesadas vigas de madera le impedían salir de su establo—, tiras los excrementos, ¿de acuerdo?
Antes de que la pudiera coger él mismo, Revyn se encontró con una pala en las manos.
—Luego tira del carro —continuó el caballerizo— y ve de dragón en dragón dejándomelo todo limpio como una patena. Cuando llegues allá —señaló un punto en la distancia—, busca un agujero en el suelo. Por ahí tiramos los excrementosss y los sacamos de la ciudad. Muchos lo llaman «el apestossso agujero de la muerte».
El caballerizo tardó unos minutos en recuperarse del ataque de risa que le produjo su propio comentario, mientras Revyn esperaba pacientemente a que continuara explicándole en qué consistía su trabajo.
—Acercas el carro al agujero y lo vuelcas con esta palanca de aquí. Entonces todo caerá por el…
—… apestoso agujero de la muerte. Sí, lo he entendido.
Los dedos de Revyn tamborilearon con impaciencia sobre el mango de la pala mientras el caballerizo volvía a desternillarse de risa. Al final optó él también por reír un poco, pero solo por cortesía. Lo único que le importaba era la sensación de angustia que iba concentrándose en su estómago como un montón de piedras plomizas, pero no por tener que pasar el resto del día arrastrando montones de mierda, sino por el hecho de tener que subir a los establos de aquellos imponentes dragones que no llevaban lazo en las alas.
—Buena suerte, compañero. —El caballerizo le dio una fuerte y afectuosa palmada en la espalda y añadió—: Nos veremos después, en la cena.
Y Revyn se quedó solo con los dragones.
Tras una dura jornada de trabajo, le dolía todo el cuerpo, especialmente las manos de coger el carro, y tenía el olfato embotado de tantas cargas de estiércol que había carreteado. En realidad, se encontraba como en casa.
En contra de lo que pensó en un primer momento, los dragones del aire se habían mostrado bondadosos y atentos con él. Mirara donde mirase, siempre había un par de ojos observándolo, pero no eran simples miradas huecas, sino que tras ellas se escondían pensamientos, como si fueran a abrir la boca y ponerse a hablar en cualquier momento, como si lo invitaran a conversar o le hicieran preguntas. Revyn se sentía fatal si los ignoraba y se concentraba en su trabajo, pero tampoco se atrevía a hablar con ellos en voz alta por miedo a que alguien pasara por allí y le tomara por loco. Así que decidió mantener conversaciones mentales y dirigirse en silencio a los dragones.
¿Qué tal os va por Logond?, les preguntó. Y en ese momento debía de ser su inconsciente el que contestaba una a una a sus propias preguntas.
Mira a tu alrededor, y obtendrás la respuesta.
¿Echáis de menos la libertad?
¿Libertad, eso qué es?
Bueno, significa poder ir a donde quieras.
¿Eso es la libertad? ¿Y qué sucede cuando no sabes adónde quieres ir? ¿O cuando no quieres ir a ningún sitio porque no conoces nada que no sea este lugar? Lo único que en realidad nos mantiene atados aquí no son vuestras cadenas…
Solo se atrevía a pronunciar en voz alta un rápido «Hasta pronto» cuando salía del establo, y en varias ocasiones tuvo la sensación de que los dragones lo seguían con la mirada hasta que se confundía entre la multitud.
Con tanto gentío, al principio Revyn no sabía si encontraría el agujero del muro, pero lo cierto es que no tenía pérdida. A su alrededor había varios mozos de cuadras y guerreros destinados a limpiar el estiércol de los establos con sus carros, en una placita junto al muro de la ciudad.
Cuando el sol se puso tras los muros de Logond, se oyó el sonido de unos cuernos parecidos a los que habían despertado a Revyn por la mañana, solo que esta vez el tono era más grave y mucho más tranquilo. Pese a que aún no era de noche, un grupo de niños subió por la escalera que conducía a la zona de los guerreros dragonianos y encendió antorchas por todo el ayuntamiento, según mandaba la tradición: los niños debían ser los encargados de encender las primeras luces de la ciudad para expulsar los espíritus malignos de la noche.
El bullicio y el ajetreo dieron paso a un agradable murmullo de voces en cuanto los guerreros dragonianos entraron en el interior del edificio. Revyn oía retazos de historias aquí y allá. La mayor parte de los jinetes eran mayores que Revyn, pero se comportaban como chiquillos despreocupados, que contaban con dragones y armas a su alcance, y hasta con un barrio entero.
Revyn siguió a los guerreros por la puerta del ayuntamiento hasta el comedor, donde había varias cazuelas puestas al fuego que impregnaban el ambiente con su calor y su aroma. La cola que se había formado parecía más larga que la de la mañana, y cuando por fin le tocó el turno a Revyn le pusieron un plato grande con pan caliente, carne asada, patatas hervidas y media pera de postre, sin lugar a dudas la cena más opípara de toda su vida.
Recorrió la sala brevemente con la mirada y vio de nuevo a Capras, el joven que había conocido por la mañana.
Fue hacia él y se sentó a su lado.
—Hola.
—¿Ya has vuelto de cargar mierda?
Reinaba un ambiente ensordecedor. Al fondo, un grupo de guerreros entonaba una serenata:
¿Acaso sigues teniendo, hoja, ajo, hijo,
tu primera espada de madera?
No eras más que un niño, eje, ojo, hijo,
mas ahora veo, con fachenda,
que tu sueño se ha cumplido, ja, ja, ojo, hijo:
De entre los fuertes y aguerridos,
tú eres sin lugar a dudas, je, je, hoja, hijo,
¡el guerrero más querido!
—¿Esa canción no la ha compuesto una mujer? —preguntó Revyn en voz alta. Pero por mucho que se inclinó hacia Capras, no pudo oír su respuesta.
En ese momento se interrumpieron los cantos, de modo que Revyn aprovechó para formular la pregunta que de verdad le importaba:
—¿Están borrachos?
—Aquí está prohibido beber —le dijo Capras— en presencia del coronel y los principales. —Dicho aquello, se echó hacia atrás sonriendo, y señaló a dos chicos que se encontraban sentados frente a ellos—. Mira, Revyn, ese es Jurak y ese Twit, los que te faltaban por conocer esta mañana.
El primero, al que Capras se había referido como Jurak, levantó tímidamente la mano a modo de saludo. Aunque no podía ser más joven que Revyn, había algo en la expresión de su rostro que le daba un aspecto infantil, probablemente el hecho de que arqueara las cejas en un gesto de inseguridad. El otro, en cambio, era todo lo contrario y miró hacia Revyn con simpatía.
Los tres jóvenes se miraron. Los hombres habían retomado sus cánticos, llenando toda la sala de bramidos. Capras se inclinó hacia Revyn para que este lo oyera:
—¿Quieres saber lo que significa ser un jinete guerrero? Después de la cena, lo verás…
Revyn lo miró a los ojos, y tuvo la sensación de que tras ellos se escondían todos los secretos y prohibiciones de Logond.
—Por supuesto.
En cuanto salieron al aire libre, el frío nocturno los sorprendió como un jarro de agua fría. El ruido desapareció tras las pesadas puertas de madera dando paso a un agradable silencio, roto tan solo por el crepitar del fuego de las antorchas que iluminaban los alrededores del ayuntamiento y por el ruido metálico de las cadenas de los dragones.
—¡Venid, por aquí! —murmuró Capras.
Revyn, Twit y Jurak lo siguieron en la oscuridad de la noche. El corazón de Revyn latía a toda prisa, pero se dejó llevar. Al llegar a la amplia escalera, Capras le dijo:
—Te has pasado el día recogiendo mierda, y ya es hora de que sepas por qué.
—No hables más de la cuenta, Cap —le aconsejó Twit con una sonrisa de soslayo—. Que descubra él solito cómo funcionan las cosas en Logond.
Jurak también dejó escapar una risita mientras miraba a Capras y a Twit alternativamente. Bajaron los peldaños de la escalera en silencio, y cualquiera que los hubiera visto se habría dado cuenta de que tramaban algo por cómo agachaban la cabeza, cuchicheaban y se instaban unos a otros mediante empujones a cerrar la boca, cualquiera se habría dado cuenta de que eran menores de edad que querían escaparse y bajar a la ciudad. Pero los guardias de la entrada debían de ser ciegos, o bien les importaba un comino que se escaparan por la noche y que no regresaran hasta el día siguiente, cuando el cuerno volviera a tocar diana.
En cuanto estuvieron fuera del alcance de la luz de las antorchas, Capras, Twit y Jurak se pusieron a saltar empujándose entre sí. Capras estiró a Revyn de la manga, y siguieron corriendo en la oscuridad.
En pocos minutos estuvieron frente a la segunda escalera, y al cabo de unos instantes frente a una casa que se encontraba en un estrecho callejón. Por las rendijas de la puerta se colaban pequeños haces de luz.
Capras se dirigió a Twit ceremoniosamente.
—Twit, ¿quieres hacer los honores?
Twit asintió y se plantó delante de Revyn.
—Vale, ahora mira.
Desató el cordón de su arnés y le mostró el antebrazo desnudo a la débil luz de la puerta. Al ver el tatuaje, Revyn hizo un gesto de asombro. Era un dragón al galope con las alas desplegadas, a cuyo pie se leía una inscripción.
—¿Qué pone? —preguntó Revyn.
—«La victoria es para los mejores» —le explicó Twit, con un tono de voz lleno de orgullo—. No sé leer, pero sé que pone eso.
Mientras tanto, Capras y Jurak también habían extendido sus brazos hacia Revyn.
—Todos lleváis el mismo… —Se interrumpió. Capras no llevaba el mismo dragón que Twit y Jurak en el brazo, sino el retrato de una voluptuosa mujer.
»Oh, oh. —Revyn sonrió, inclinándose para poder ver mejor el dibujo—. Así que… ¿las mujeres te parecen más hermosas que los dragones?
Capras se rio.
—Parece ser que estaba borracho cuando se lo hizo, ¿no es así, Cap? —Jurak sonrió—. Todos sabemos qué es lo que más te importa.
—Estoy en esto tanto como vosotros, ¿eh? —se defendió Capras con fingida indignación—. Mira, aquí pone lo mismo: «La victoria es para los mejores». ¿Lo ves? La frase es aplicable a todas las facetas de la vida…
Twit y Jurak se rieron a carcajadas. Entre los intentos poco fervorosos de Capras por proclamar su amor a la patria y el sarcasmo de sus amigos, Revyn no se dio ni cuenta de que lo conducían al interior de la casa, hasta que se encontró frente a un hombre.
—¿Puedo ayudaros? —preguntó aburrido.
Tenía una barba de chivo extraordinariamente larga y afilada, como el aguijón de un escorpión, y su brazo estaba cubierto de tatuajes de un color azul oscuro.
—Queremos hacer un tatuaje a nuestro amigo —contestó Capras.
Revyn tardó unos instantes en comprender que se referían a él.
—No pasa nada —le dijo Capras dándole unos golpecitos en el hombro y empujándole hacia el tipo de la barba de chivo—. Los guerreros dragonianos no tienen que pagar nada por los tatuajes, ¿verdad, Alter?
El hombre con cara de chivo inspiró profundamente.
—No, claro que no —respondió con una mirada cargada de hostilidad.
Acercó dos sillas que estaban en un rincón, sacó un pequeño fardo de tela del cajón de un armario y lo desplegó en cuanto se sentó. Capras, Twit y Jurak empujaron a Revyn a la otra silla.
—Todo el que pasa por esto se convierte en un verdadero jinete guerrero —dijo Capras señalando con la cabeza la enorme aguja que había cogido el chivo.
—¿Y el que no? —preguntó Revyn, con un tono de voz que le pareció más agudo de lo normal.
—El que no lo hace es un cobarde —se limitó a responder Capras sin más.
—¿Qué, te vas a rajar? —dijo Twit.
—¿Qué te has creído? No tengo ningún miedo —replicó Revyn mientras se subía la manga con mucha más decisión de la que en realidad tenía. Y acercó el brazo al hombre con barba de chivo con expresión desafiante.
—¿Qué quieres que ponga? —preguntó el hombre nada impresionado—. ¿Una estrella fugaz?
El hombre alzó la aguja hacia su brazo.
—Ponle lo mismo que a nosotros —dijo Twit colocando su tatuaje bajo la nariz del hombre con barba de chivo—. Y no te olvides de escribir lo de «La victoria es para los mejores».
El hombre con barba de chivo se puso manos a la obra.
Cuando salieron de la casa, Revyn se sentía extrañamente ajeno a la realidad. En su interior se mezclaban una agradable sensación de alivio y orgullo interior. Sabía que el dolor no tardaría en desaparecer, pero no así el miedo a que sus compañeros pudiesen verlo reflejado en su rostro. Quizá fuera necesario sentir ese miedo para llegar a ser un buen guerrero.
—Yo diría que nuestro nuevo compañero se ha ganado un trago —dijo Capras, coreado por los gritos de aprobación de los otros dos.
—¡Sí, sí, brindemos por Revyn!
Lo condujeron por el laberinto de calles hasta que empezaron a cruzarse con más gente. Antes de que Revyn pudiera darse cuenta se encontraban ya en el barrio más disoluto de la ciudad. Las calles estaban envueltas en vapores, y el intenso olor a perfume se confundía con el hedor a putrefacción y sudor. El ambiente aturdía y el ruido era ensordecedor.
Los tres guerreros dragonianos condujeron a Revyn a una cantina cuyos cristales estaban teñidos de rojo. En cuanto se detuvieron ante la puerta, una botella salió disparada por una de las ventanas y se hizo añicos contra los adoquines del suelo. De la ventana rota salió una mujer delgada y pálida que se inclinó hacia ellos esbozando una sonrisa felina.
—Hola —susurró.
La mujer parpadeó antes de trastabillar de lado y caer roncando al suelo. El pelo oscuro le cubrió el rostro, dejando al descubierto una oreja puntiaguda.
Revyn la miró con los ojos abiertos de par en par mientras sus compañeros se unían a él.
—Bueno, compañeros, esta es la primera noche de Revyn como jinete guerrero, así que ¡celebremos la ocasión como se merece y emborrachémonos cuanto podamos!
Capras corrió el cerrojo de la puerta y la mantuvo abierta galantemente para dejar paso a los demás.
—Esa mujer es tan distinta de las demás… —murmuró Revyn mientras Twit y Jurak lo empujaban dentro.
—Vamos, hombre, no irás a decirnos que nunca habías visto a una elfa, ¿no? —dijo Twit sonriendo—. ¿De qué remotos bosques sales?
Revyn lo miró con dureza.
El ambiente de la cantina era tan sofocante que Revyn apenas podía respirar. Los numerosos candelabros y farolillos que había encendidos por doquier daban la sensación de que fuera de día; y, sin embargo, las luces oscilaban entre la muchedumbre de un modo tan inquietante que daban a todo un halo espectral. A su izquierda había una barra, frente a la cual se congregaba un grupo de hombres que pedían bebidas a gritos, rodeados de mujeres vestidas con llamativos colores. A su derecha veía un batiburrillo de mesas y bancos entre la confusión de la gente. Y por encima de todo, la música se mezclaba con los gritos de los borrachos. En las paredes sobresalían varios balconcitos a los que se llegaba por unas escaleras de caracol y en los que se sentaban o bailaban elfas delgadas y pálidas que balanceaban las piernas a través de los barrotes de la barandilla.
Antes de que Revyn tuviera tiempo para observarlo todo con detenimiento, Capras, Twit y Jurak lo condujeron a las mesas en cuanto vieron a cuatro jovencitas acercarse a ellos. Hasta que no las tuvo delante y se saludaron, no se dio cuenta de que tras la espesa capa de maquillaje se escondían cuatro mujeres de avanzada edad.
—¡Dejad paso a los guerreros! —gritaron con voz aguda.
Y en cuestión de segundos estuvieron todos sentados a una mesa, muy apretados, y Capras lanzó una moneda de bronce sobre la madera.
—¡Mi sueldo llega al fin a su destino! ¡Una ronda para todos!
Las mujeres que los rodeaban aplaudieron entusiasmadas, y de inmediato tuvieron ante sí una jarra de cerveza cada uno. Revyn miraba a su alrededor, y no veía más que borrachos.
—¿Revyn? ¡Revyn! —Capras se había inclinado hacia él—. ¿Qué te pasa? No irás a decirme que nunca has bebido, ¿no?
Revyn no se dio cuenta de cómo se endurecía su mirada hasta que vio reflejado el miedo en el rostro de Capras. Nadie en todo el local conocía mejor que él el alcohol, gracias a su padre.
—Pues ya va siendo hora de que lo hagas —masculló Twit—. Empieza dando unos sorbitos. ¿Qué tal?
Y dicho aquello se bebió lo que quedaba de su jarra de cerveza y sonrió a Revyn con la boca abierta.
Revyn agarró su jarra, la levantó y bebió un trago y después otro y otro, hasta dejarla vacía. Si aquella era la vida de un jinete guerrero, si aquello era lo que le tenía reservado el destino, lo mejor sería aceptarlo cuanto antes. Quizá si se emborrachaba se armaría de valor para darle una paliza a Twit por sus repulsivos comentarios.
Cuando soltó la jarra se encontraba fatal, pero hizo grandes esfuerzos por disimularlo. De pronto sintió la mano de una de las mujeres acariciándole el brazo. Revyn dio un respingo, pero ella confundió su mueca de asco con una sonrisa. Como no sabía qué hacer para desembarazarse de ella, se dirigió hacia sus compañeros y les dijo:
—¡No sabía que en Logond también había elfos! —Gritó para que lo oyeran en medio de tanto alboroto.
La mujer que tenía a su lado esbozó una mueca de disgusto al escuchar ese comentario.
—Sí, pero solo aquí —le dijo Capras, señalando la sala en la que se encontraban—. Bailarinas, cambalacheros y adivinos, gente de baja estofa…
—No hay elfas respetables y honradas —se inmiscuyó la mujer que estaba sentada junto a Revyn, inclinándose aún más hacia él—. Y eso que pueden ser muy guapas, a su manera.
—¿Os habéis enterado de la noticia? —dijo otra tomando la palabra—. ¡Parece que ayer decapitaron a una espía élfica y que su cabeza siguió hablando incluso después de haber sido ejecutada!
—Chorradas —gruñó Twit.
—¿Y qué dijo? —quiso saber Jurak, mientras hundía de nuevo su rostro en la jarra de cerveza.
—Bueno —respondió la mujer, emocionada—, dijo: «¡Protegeos, humanos! ¡Nuestros ejércitos se multiplican en los bosques! ¡Contad las lunas que pasan, pues vuestras ciudades no tardarán en perecer ahogadas en sangre y fuego!».
La mujer que se encontraba junto a Revyn se llevó una mano al corazón, asustada.
—¡Chorradas! —espetó Twit de nuevo, resoplando—. Eso son invenciones. Una vidente élfica me contó esa misma historia hace dos semanas. ¡Como si los elfos pudieran retarnos! ¡Como si una cabeza pudiera hablar desmembrada de su cuerpo! Venga ya, ¡chorradas!
La mujer que estaba sentada junto a Twit empezó a reírse en voz baja como si hubiese contado un chiste, y lo tomó entre sus brazos, dando así el tema por zanjado.
Mientras tanto, Capras había gritado hacia la barra, y enseguida les llevaron a la mesa nuevas jarras de cerveza. Sin pensárselo dos veces, Revyn se tomó la suya entera. Qué sabor tan horrible; a cada trago que daba, sentía el sabor de su propia depravación.
Cada vez estaban más apretados a la mesa. La mujer que estaba a su lado se hallaba tan cerca de él que hasta lo habría hecho caer al suelo de no ser porque Capras estaba igual de pegado a él al otro lado. Acercaron su jarra a la de él, luego no recordaría quién, y levantó la suya, brindó, sonrió y bebió.
—¿Qué? ¿Te esperabas algo así? —le preguntó Twit en un momento de la noche, inclinándose sobre la mesa. Pero antes de que Revyn tuviera tiempo de contestarle, este siguió hablando y gesticulando sin parar—. Mira, así es la vida. Aquí en Logond los chicos se vuelven hombres, los hombres, guerreros, y los guerreros, de nuevo chicos. Y entretanto, créeme, entretanto hay tiempo para hacer todo lo que desees, hazme caso. Somos jóvenes, tendríamos que celebrarlo cada día, cada noche. ¿Lo pillas? Eres un tipo genial, Revyn, hazme caso, y disfruta de esta experiencia. ¡Así es la vida ni más ni menos!, ¿me entiendes?
Sonrió como atontado y pasó un brazo por los hombros de la mujer que tenía a su lado, al tiempo que esta se apoyaba en su pecho y le devolvía una sonrisa forzada.
—¿Y qué pasará si tenemos que ir a la guerra? —le preguntó Revyn, incapaz de comprender de qué recóndita parte de su cerebro había salido aquella inquietud.
Sea como fuere, la idea de la guerra no parecía preocupar lo más mínimo a Twit, al contrario; se limitó a reírse.
—¿La guerra, dices? ¿No has visto los almacenes de armas que tenemos? ¡Con nuestro arsenal podemos acabar con los ejércitos myrdhanos en un santiamén! —dijo, chasqueando los dedos de una mano—. Con los myrdhanos y con los de cualquier otro reino que se atreva a enfrentarse al nuestro. Mira, yo soy el mejor luchador con espada de la tercera clase, y eso no es decir poco. Cuando mi cuchilla se mueve, cuando empuño la espada, el enemigo está perdido. ¡A quien nos desafíe le enseñaremos quiénes somos! ¡Brindemos por Logond, por la joya de Haradon!
Alzó su jarra entre vítores. Revyn también brindó.
Revyn fue encontrándose cada vez mejor, la sensación de ser un miserable fue desapareciendo. Llegó a sentir momentos de felicidad, pues cada segundo que pasaba se alejaba un poco más de su pasado.
En algún momento de la noche se pusieron a cantar. Aunque Revyn no conocía la letra se sumó al grupo.
En mitad del alegre bullicio, sintió una respiración en la nuca. Dio un respingo y, aturdido, se topó con el sonriente rostro de la mujer que tenía a su lado.
—¿Qué es lo que pasa? —fueron las únicas palabras que le salieron a Revyn.
—Eres una monada —le dijo ella, acariciándole la mejilla.
Revyn se echó hacia atrás y chocó con Capras, y cuando iba a disculparse vio que este estaba besándose con la mujer que tenía al lado. Recorrió la mesa con la mirada y vio que también Twit hablaba y jugueteaba cariñosamente con las manos de la mujer que lo acompañaba. Revyn buscó a Jurak entre la multitud, pero antes de que tuviera tiempo de encontrarlo le cogieron de la barbilla y se la movieron hacia la izquierda, de modo que volvió encontrarse de frente con la mujer.
—¿Qué te pasa, chico?
En ese momento vio claramente las arrugas de sus ojos y su boca pintada de rojo intenso.
—Tengo quince años —le dijo.
La mujer se rio junto a su oreja.
—Yo también…
—No.
Una expresión de sorpresa y disgusto borró la sonrisa de la cara de la mujer. Revyn hizo ademán de levantarse, pero ella lo retuvo.
—Mira, me gustan los guerreros dragonianos, como a todo el mundo.
—Ah, ¿sí? Pues a mí no.
Revyn se levantó, y esta vez la mujer no lo sujetó para impedírselo. Llamó a su amigo Capras varias veces sin que este se diera por aludido, por lo que decidió marcharse solo. Le costó una barbaridad encontrar la salida entre aquel laberinto de mesas, pero al fin alcanzó la puerta, la abrió y se precipitó a la fría noche. Tras de sí, la puerta se cerró con un chirrido, engullendo el estruendo de ruidos.
Alguien tropezó con Revyn.
—Disculpe, señor —murmuró el desconocido.
Revyn se quedó muy sorprendido de que le llamaran «señor», pero para cuando quiso verle la cara el otro ya había desaparecido entre las sombras. Echó la cabeza hacia atrás y se sintió mareado al ver titilar las estrellas en el firmamento.
Tenía que encontrar la manera de regresar al barrio de los guerreros para meterse en la cama y descansar. Se frotó las sienes. Qué extraño le resultaba decir ahora «su habitación»… Empezó a caminar despacio por las calles. Tenía la sensación de que todo el mundo lo observaba, pero no como la noche anterior, en la que cruzó la ciudad lleno de miedo y admiración, sino de un modo muy diferente: que ahora eran ellos quienes lo miraban a él llenos de admiración al ver su uniforme negro. Algunas de aquellas personas le hablaron con voz zalamera, pero Revyn respondió a todas con una mirada adusta y ademanes de desdén, como si espantara moscas. No quería que nadie se le acercara.
Se arrastró un buen rato por las calles antes de dejar por fin atrás las luces, los vapores y las cantinas. Se adentró aliviado en la oscuridad, se deslizó junto a gente que hablaba entre murmullos, se tropezó con pilas de basura amontonadas en las calles y pisó a más de uno que dormía en el suelo entre la basura. Cuando alcanzó la primera escalera, la subió tan rápido como pudo, y al llegar arriba descubrió con gran perplejidad que el cielo empezaba a clarear.
Las barracas de los soldados se extendían hasta el horizonte. Revyn suspiró resignado sin dejar de avanzar a paso de tortuga. Le pareció más agotador aquello que recoger estiércol. Y si intentaba parar un segundo para coger aire, las piernas le flaqueaban y se le doblaban las rodillas.
Cuando volvió a levantar la mirada, estaba al pie de la siguiente escalera.
—¡Ya casi he llegado! —murmuró feliz.
De pronto notó desconcertado que se desplazaba sin dificultad, y vio que lo sujetaban por las axilas y lo arrastraban hacia arriba. Pero estaba demasiado cansado para preguntarse quién lo había cogido en brazos, adónde lo llevaban o cuánto había bebido. Agradecido y exhausto, cerró los ojos, y cuando los abrió de nuevo se hallaba envuelto en una luz cálida y agradable.
—¿Qué?, ¿ya te has recuperado?
—Sí, sí, solo me he dormido un ratito.
Tenía frente a sí un rostro que en un primer momento no reconoció, pero rápidamente se situó y se despejó; sentado en una silla, en una pequeña habitación iluminada con dos antorchas, había un hombre vestido con arnés y botas de cuero que lo miraba con dureza.
—¡Coronel! Disculpe, estaba cansado. Buenas tardes, señor… Korsa.
—Así que estabas cansado…
—Sí, señor —respondió Revyn.
—Pues yo diría que estás borracho como una cuba, chico; igual que tu amigo.
En ese momento, Revyn vio por el rabillo del ojo a Jurak tirado sobre una silla. De la boca le salía un hilillo de baba.
—Lo lamento. Yo… no quería…
Revyn cerró la boca al ver que las palabras se le escapaban, en un intento fallido por controlarse.
—Revyn, aquí tenemos reglas. Los guerreros dragonianos somos la élite de Logond, los héroes para el resto de la ciudadanía. ¡No podemos ir por la ciudad tambaleándonos a medianoche! Revyn, has venido aquí para llegar a ser alguien, para hacer algo especial. Tienes una oportunidad por la que muchos darían la vida, afróntala con respeto y dignidad.
A Revyn le dolieron en el alma las palabras de Korsa.
—Está bien, no te disculpes más —lo tranquilizó—. Eres nuevo y no conoces las reglas. Pero a partir de ahora espero que asumas tus responsabilidades como un hombre; de lo contrario, deberé tratarte como a un niño. Por esta vez seré benévolo contigo, y solo te quedas sin desayuno y sin cena.
Revyn lo acató sin rechistar. Korsa lo envió a su habitación y, cuando se dirigía por el pasillo hacia ella, se sintió lleno de vergüenza. Su primer día allí, y se había comportado como un chiquillo. Su nuevo tatuaje no le honraba lo más mínimo. Los ojos se le anegaron en lágrimas. Lloraba por sí mismo, por la ridícula inscripción tatuada en su brazo, por los dragones apresados en los establos y por el mundo entero, que se reía de su desdicha.
Se dejó caer vestido en la cama, y cuando lo despertaron al día siguiente tuvo la sensación de que solo se había estirado un segundo.
Jamás volveré a beber cerveza.
Los hombres sois unos necios redomados. Revyn se rio entre bostezos, sin importarle lo más mínimo si eran los dragones los que le contestaban o si había empezado a hablar solo. En cualquier caso, su voz interior tenía razón.
¿Por qué te marchaste? Sí, ¿por qué saliste de la cantina? ¿Acaso no sentiste la respiración en la nuca, como en tu sueño?
¿Y a ti quién te ha hablado de mi sueño?
¡Pero si estoy en tu mente, cabeza de chorlito!
Revyn sacudió la cabeza pensando que se había vuelto loco, cogió otro montón de estiércol y lo echó en el carro. El ambiente le pareció más ensordecedor que nunca: gritos, carros, armas, martillazos, miles de pasos desfilando sobre las tablas de madera… Una parte de él parecía no aceptar que se había hecho de día, pues la falta de sueño se reflejaba en cada una de sus articulaciones y la cabeza le estallaba al menor ruido, si bien no constituía ningún impedimento para que en su cerebro se desarrollara todo un diálogo interior.
Esa no era la respiración de mi sueño, sino la de una prostituta borracha. ¿Que por qué me marché? Porque… porque no habría estado bien.
¿Seguro que es ese el motivo?
—¿Por qué te fuiste ayer?
Revyn se dio la vuelta, y vio que era Capras. Llevaba una espada en la mano derecha y tenía la cara roja por el esfuerzo realizado en el entrenamiento.
—¿Qué, te has quedado mudo después de la confesión que le has hecho a Korsa? Vamos, habla, que tengo que irme para abajo, que me están esperando. He venido a por unas lanzas.
Señaló con el dedo hacia la gran plaza, resplandeciente bajo la luz del sol.
Revyn reaccionó al fin.
—Salí porque estaba mareado. Espero no haberos metido en ningún lío.
—Ah, por eso no te preocupes. Korsa sabe perfectamente que todos nos escapamos por la noche y no puede hacer nada por evitarlo. ¡Chaval, que no somos monjes! La primera vez que pilla a alguien siempre apela a su conciencia, pero después… Bueno, después ya nos espabilamos para que no nos descubra. —Capras se rio apoyado en su espada—. ¿Y qué? ¿Te ha mandado a limpiar la mierda de los establos toda una semana?
—No, solo me ha dicho que hoy no me darán de comer. De lo demás no recuerdo ni una sola palabra.
—Mejor así —dijo Capras, muerto de risa.
—¿Y qué hay de Jurak? Korsa también lo encontró, ¿no?
—Bueno —Capras movió la espada con habilidad—, el muy idiota ya ha dejado que lo encuentren tirado en el suelo, borracho como una cuba, en cuatro ocasiones. Tendrá que limpiar los últimos establos de los dragones del aire durante tres semanas. Pero a un jinete guerrero nadie, ni siquiera Korsa, puede infligirle un castigo demasiado severo. —Dicho aquello, Capras se inclinó hacia Revyn por encima de su espada y le dijo en voz baja—: ¿Y bien? ¿Te vienes esta noche con nosotros? Tenemos que continuar lo que empezamos ayer, ¿no te parece?
—Bueno, ya veremos… Depende, ya sabes… Sí, seguramente sí.
—Entonces, hasta esta noche. ¡Y que te diviertas con los dragones!
Capras desapareció en un abrir y cerrar de ojos, y Revyn se quedó unos minutos mirando al vacío. Luego volvió resignado a dar paladas en el estiércol. El tatuaje le ardía en el brazo.
Fue complicado, pero al final Revyn consiguió excusarse para no salir con ellos aquella noche, aduciendo el cansancio, el hambre y el hecho de no tener dinero. Capras sonrió comprensivo, y le dio unas palmaditas en el brazo que no tenía tatuado.
—Está bien, Revyn. Pensé que querrías airearte un poco después de limpiar tantos establos. Esta mañana parecías algo cabizbajo… Bueno, si cambias de opinión, ya sabes dónde encontrarnos.
Tras desear a sus amigos que se lo pasaran muy bien, se dirigió hacia el ayuntamiento. Tenía toda la noche por delante. Le habían prohibido que cenara, pero todavía no tenía sueño, y además tenía algo pendiente.
Pasó con disimulo junto a la puerta del comedor, hasta que se acordó de que los guerreros dragonianos podían moverse con total libertad por aquella zona del ayuntamiento.
Tardó un rato en encontrar la escalera que conducía a los establos de los dragones del aire. Subió los anchos peldaños sin topar con nadie y dobló hacia la derecha al cruzarse con un gran pasillo. Tras varias curvas fue a parar a otra escalera, esta vez más corta, y la subió en dos saltos.
Frente a él se extendía un establo enorme. A excepción de un mozo de aspecto aburrido, que estaba poniendo agua en los abrevaderos de los dragones para la noche, allí no había ni un alma. Revyn se dirigió al chico.
—¿Sabes dónde guardan los dragones que no son de la ciudad? Antes de ayer trajeron un dragón nuevo y me gustaría verlo.
Le alegró comprobar que el chico supo inmediatamente a qué se refería.
—Ve por ahí —le dijo señalando en una dirección—. Al final de todo están los dragones que tienen dueño. Tú tienes uno, ¿no?
Revyn dudó unos momentos, pero luego respondió sonriendo:
—Sí.
Revyn se quedó atónito cuando vio que la afable sonrisa del chico se transformó en una mueca de rabia.
—Muy bonito, compañero, ¡pero lo sería más aún si todos vosotros, niños de papá, os ocuparais personalmente de vuestras mascotas! Vuestros dragones no cagan menos que los demás, ¿sabes? ¡Y yo tengo que hacer horas extras por vuestra culpa!
Revyn farfulló una disculpa y se marchó de allí a toda prisa, dejando al chico solo junto a un montón de excrementos. «Niños de papá»… ¡Si él supiera! Pero sí, ahora formaba parte de la élite de la ciudad, solo que aún no lograba hacerse a la idea.
Al otro lado de las puertas de madera, se oían los resoplidos de los dragones. Salvo eso, el crujido de la paja y el crepitar de las antorchas, reinaba un silencio absoluto. Revyn avanzó por la cuadra. Abrió la boca para llamar a Palagrin, pero el silencio reinante le instó a cerrarla de nuevo; además, no quería darle motivos al mozo de cuadras para entablar una nueva disputa.
Cuando llegó a los últimos establos, vio entre las vigas de madera a algunos animales que dormían o comían estirados en el suelo. Fue deslizando las puntas de los dedos por la hinchada madera hasta que por fin dio con el establo donde estaba su dragón.
—Palagrin.
Revyn descorrió el cerrojo y abrió la puerta. El dragón, que llevaba un rato aguzando el oído, resopló cuando vio aparecer a Revyn y apoyó la cabeza en el hombro del chico, vigilando no herirle con el cuerno, y le mordisqueó el cuello cariñosamente.
—Oh, Palagrin… —Revyn pasó las manos alrededor del suave cuello del dragón y lo acarició un buen rato.
Si supieras cuánto te he echado de menos…
—Te he echado de menos —susurró Revyn hundiendo la cabeza en el pelaje del animal. Su olor le evocó recuerdos pasados—. ¿Estás bien?
Echo de menos correr bajo el sol, la lluvia y el viento…
Palagrin pataleó inquieto con las garras delanteras. El establo era demasiado pequeño.
Me encantaría marcharme de aquí, pensó Revyn. Salir contigo de Logond, escaparme de la gente y de los establos. Perderme en la oscuridad del bosque.
Palagrin profirió un grito que parecía un lamento humano. Revyn miró durante un buen rato los ojos negros del dragón, contemplando al guerrero que se reflejaba borroso en ellos.
Luego soltó la correa que sujetaba las alas de Palagrin y le acarició con cuidado las profundas marcas que se le habían formado.
Era entrada la noche cuando se marchó del establo. Estaba tan cansado y debilitado que a punto estuvo de quedarse dormido sobre la paja. Cada vez que pensaba en Palagrin, le parecía como si se conocieran de toda la vida, pero no como dueño y esclavo, sino como dos camaradas a los que el destino hubiese unido desde hacía tiempo.
Un fuerte y brusco golpe le hizo dar un respingo. La puerta de metal tembló. Se oyó un resoplido furioso. Frente a él un dragón inmenso gruñía enseñando los dientes.
—Tranquilo —dijo Revyn.
No se atrevió a mirar a los feroces ojos del animal, sino que mantuvo la vista clavada en sus garras. Pausadamente, con sumo cuidado, fue estirando las manos hacia delante.
—No voy a hacerte nada. ¿Qué te pasa?
Una oleada de aire caliente le golpeó la cara. El dragón volvió a emitir un gruñido desde lo más profundo de su ser. Inmediatamente dio una cornada hacia Revyn. El chico se apartó de un salto, golpeándose contra la pared, y se agachó para esquivar los cuernos del animal, que rasgaron la pared. Revyn tropezó con una cuerda que iba desde el cuello del animal hasta una anilla de hierro clavada en la pared. Entonces comprendió lo que pasaba. El dragón estaba atado. Tenía el cuello sujeto con dos cuerdas, de modo que solo podía mover la cabeza en círculos. Y tenía las patas traseras inmovilizadas con otras cuatro cuerdas, lo cual le impedía avanzar tanto hacia delante como hacia atrás. Sus alas también estaban atadas con una cadena de hierro. Por si fuera poco, llevaba a lomos unos sacos de arena que debían de pesar una barbaridad. Revyn se quedó perplejo unos segundos, antes de gritar al animal:
—¡Para! ¡Para ya, voy a ayudarte!
Sin pensárselo dos veces se lanzó al cuello del dragón y se asió a él con fuerza.
¡Para de una vez!, le suplicó en silencio, no sin antes acariciarle la frente con manos temblorosas. El dragón se encabritó aún más, y al intentar esquivarlo Revyn topó con la anilla de hierro por la que pasaban las dos cuerdas que le sujetaban el cuello. Se inclinó hacia delante y la cogió. En cuestión de segundos buscó el modo de soltar las cuerdas. Al instante caía al suelo una de las sogas. Revyn, que seguía asido al cuello del dragón, fue bamboleado en círculo. Entonces se dejó caer, se deslizó por una de las amenazantes patas delanteras del animal y saltó al suelo. Esquivó el ataque de una garra, se apretó contra la pared del establo y soltó la segunda soga. El dragón dejó escapar un profundo grito de ira, sin duda largo tiempo reprimido. Las cuerdas se movían junto a su cuello como látigos. Revyn las esquivó. En aquel lío de sogas, cuernos y garras, soltó también las cuerdas traseras del animal, y lo dejó libre.
El dragón giró sobre sus talones para asegurarse de que podía moverse con normalidad. Revyn permaneció quieto en una esquina, jadeando. Un movimiento de cola habría bastado para romperle el cuello.
—Por favor… Te he soltado, ¿lo ves? Ya no estás atado. No te haré nada, de verdad, mira, aquí están mis manos. —Las palabras le salieron sin pensar. Lo importante era decir algo, hablar con el animal—. Tranquilo, tranquilo, no te haré nada. Por favor… No me hagas daño. —Volvió a alargar las manos hacia él—. No quiero que sufras. Mira mis manos. No voy a hacerte daño.
El dragón parecía algo más tranquilo. Su cuerpo temblaba de agotamiento, y tenía los músculos contraídos. Sus rodillas se doblegaron bajo el peso de los sacos de arena. Lanzó un bufido que caldeó todo el establo, dejó escapar un gruñido y lentamente se dirigió hacia Revyn con los cuernos por delante.
—¡Coronel! ¡Coronel Korsa!
—¿Qué sucede?
Un mozo de los establos se precipitó en su habitación sin aliento.
—¡Señor! ¡Tiene que acudir inmediatamente a los establos de los dragones del aire! ¡Han dejado libre a un dragón salvaje!
—Pues díselo al caballerizo —le respondió Korsa con el ceño fruncido, sin levantarse de la silla.
—No… señor —se apresuró a replicar el chico entrecortadamente—. Quien ha dejado libre al dragón es el recién llegado, el que vino con el maestro Morok.
—¿Cómo dices?
Korsa se levantó de un salto, miró al mozo durante unos segundos y salió de la habitación a grandes zancadas.
El chico lo siguió tan rápido como pudo. Subieron la primera escalera, cruzaron el pasillo y subieron la segunda escalera. Cuando llegaron al establo, Korsa aguzó el oído.
—¿Dónde están? ¿Se han marchado?
—No sé dónde… Estaban aquí.
El mozo hizo memoria y le indicó el camino. Llegaron corriendo a una puerta de metal medio abierta. El coronel apretó los puños, dispuesto a ver lo peor, pero lo que vio en realidad era infinitamente más sorprendente.
—¡Revyn! ¿Qué…?
No fue capaz de pronunciar nada más.
Al cabo de un segundo, un enfurecido dragón se precipitó hacia él. El mozo gritó mientras Korsa permanecía allí como petrificado. Por suerte, en aquel momento la reacción del chico fue más rápida que la del coronel y tuvo tiempo de cerrar la puerta. Las vigas de madera crujieron cuando el animal incrustó sus cuernos en ellas. Korsa dio unos pasos atrás y desenvainó la espada.
—¿Ve lo que le decía? ¡Ese loco ha soltado al dragón! —gritó el chico.
Al otro lado de la puerta no se oían los golpes de los cuernos embistiendo contra la pared, sino la voz de Revyn, que decía:
—¡Tranquilízate! Tranquilo, todo está bien, tranquilo…
Korsa se acercó a la puerta para mirar por las rendijas en la madera: el dragón golpeaba el suelo con las patas delanteras, mientras Revyn lo tranquilizaba poniéndole las manos en el cuello y susurrándole palabras que Korsa no pudo oír.
El coronel tardó un buen rato en salir de su asombro, y cuando por fin reaccionó gritó a través de la madera:
—¡Chico! —Revyn y el dragón alzaron la vista al mismo tiempo, la de este último con un brillo que le hizo retroceder—. ¡Ven aquí ahora mismo!
Revyn se acercó a la puerta titubeando por miedo a la reacción de Korsa. Era su segunda noche en el ayuntamiento y había vuelto a meterse en problemas. ¡Ojalá hubiese salido con Capras, Twit y Jurak!
—¿Qué está pasando? ¿Te has vuelto loco o qué? —resopló Korsa, mirando a Revyn y al dragón alternativamente—. ¿Qué diablos estás haciendo ahí dentro?
—No quería hacer nada malo, coronel. Yo… lo siento. Sé que no tengo disculpa…
—¡Déjate de disculpas y dime cómo lo haces! —le interrumpió Korsa.
—¿Cómo hago el qué?
—¡Por al amor de Dios! ¡Seguir vivo ahí dentro!
Revyn se dio la vuelta hacia el dragón, que resopló y golpeó el suelo con la cola. A Revyn casi le da un ataque de risa, pero se mordió los labios.
—Sal de ahí inmediatamente y cuéntamelo todo —le espetó el coronel.
Revyn miró de nuevo al dragón, que le devolvió la mirada pacientemente moviendo la cola y mordisqueándose la piel con gran tranquilidad.
Revyn hizo acopio de valor y abrió la puerta levemente, momento que aprovechó Korsa para estirar de él con todas sus fuerzas, como si estuviera salvándole la vida. Luego le pasó las manos por los hombros para asegurarse de que el chico seguía entero.
—Ahora explícamelo.
—El dragón dio una embestida contra la puerta y yo quise ver lo que pasaba. Como estaba atado, pensé que debía de dolerle, así que lo solté. —Revyn miró al coronel a los ojos—. No podía moverse. Estaba atado de tal modo que ni siquiera podía estirarse en el suelo, las sogas le apretaban tanto que tenía el cuello lleno de heridas, igual que los tobillos. ¡Si hasta tenía las patas hinchadas! Llevaba demasiado tiempo de pie… Y encima con sacos a la espalda…
Para sorpresa de Revyn, Korsa fue asintiendo a todos aquellos reproches.
—No tienes ni idea de cómo se doma a un dragón salvaje, ¿verdad? —le preguntó el coronel a Revyn—. Se ata al dragón durante tres o cuatro días hasta dejarlo sin fuerzas. Luego, aplicando la técnica de golpearle en las rodillas con un látigo, se le muestra cómo debe reaccionar a las órdenes de un jinete. Por fin, cuando los expertos lo consideran oportuno, se saca del establo y se convierte en dragón guerrero.
—Ya veo —murmuró Revyn, haciendo grandes esfuerzos por controlar su rabia.
Korsa no se dio cuenta de su tono indignado, y lo miró de nuevo con expresión de asombro.
—Bueno —dijo—, ¿y cómo te las has apañado para que un dragón que nunca había estado en compañía de humanos no te hiciera pedazos?
—No lo sé —admitió Revyn.
Detrás de ellos, la madera no paraba de crujir, y a cada uno de los latigazos que daba el dragón la paja saltaba por los aires. Por lo que se veía, el dragón quería aprovechar su recién adquirida libertad de movimientos para destrozar la puerta del establo y golpear las paredes con su cola.
—Bien. No sé lo que has hecho —dijo Korsa al fin—, pero sí sé lo que voy a hacer contigo.
Revyn tragó saliva. ¿Qué castigo iba a imponerle esta vez?
—Mañana por la mañana te sumarás al grupo de domadores de dragones.
Revyn no podía creer lo que había sucedido, y menos aún que no lo hubiesen castigado. ¡Y no solo no le habían castigado, sino que encima le habían premiado dándole el mejor trabajo de todo Logond!
Cuando aquella mañana, durante el desayuno, explicó a sus amigos con los ojos brillantes por la emoción que iba a domar dragones, Jurak dejó caer la cuchara sobre sus pantalones lanzando un gemido de espanto, seguido inmediatamente de otro de dolor, pues el puré estaba ardiendo.
Capras lo miró con el ceño fruncido.
—¿Domar, has dicho?
—¡Es el mejor trabajo del mundo! —le respondió sonriente Revyn mientras se bebía el contenido de su taza de un trago.
—¿El mejor trabajo? —Los pálidos ojos de Twit se contrajeron—. ¿Es que el dragón de ayer te dio un golpe en la cabeza o qué? ¡En Logond tenemos muchos trabajos, pero solo hay uno digno de admiración, y ese es el del guerrero! ¿De qué sirve en la guerra que seas capaz de hacer bailar a un dragón?
—¿Y qué hay que hacer para que te llamen a filas, o para que te convoquen a entrenarte como guerrero? —dijo Revyn para calmar los ánimos de Twit.
Twit acompañó sus palabras con aspavientos.
—Una vez al mes tiene lugar una clase magistral para alistar soldados. Los instructores escogen a los mejores, a veces pueden ser veinte, otras solo tres hombres, los cuales a partir de ese momento dejan de ocuparse de sus labores, ya sean domadores, cocineros o mozos de los establos, para pasar a recibir lecciones de lucha con regularidad. Tarde o temprano todos pasamos por la instrucción. Para eso estamos aquí, a fin de cuentas. Es posible que tengas suerte y puedas pasar tres meses en la instrucción, pero después pueden volver a enviarte unas semanas a cualquier trabajucho de los de aquí, hasta que vuelvan a llamarte. Por eso tienes que intentar ser siempre uno de los mejores. Si lo consigues, se quedan contigo y hasta te permiten que enseñes a los principiantes. O eso, o es que eres malísimo, y hasta que no te hayan «arreglado» un poco, no te sueltan. Pero para cuando te dejan marchar ya no vuelven a sacarte de la cocina o de los establos en toda tu vida.
Revyn asintió por no llevarle la contraria a su amigo, pero por mucho que se esforzara no pudo ver nada malo en pasarse el resto de su vida en los establos con los dragones.
De todos los guerreros dragonianos que había en Logond, solo quince eran domadores. Eran mayores que el resto y tenían cicatrices de viejas peleas con dragones salvajes.
El maestro domador se llamaba Wedym. No era muy alto, pero sí fuerte y resistente como un buey; tenía el pelo canoso, hirsuto y desgreñado, pero una barba tan cuidada como las uñas de una princesa; se afeitaba las mejillas con meticulosa minuciosidad y llevaba una trencita en el mentón.
Entre los domadores había también seis mujeres. Una de ellas era Lilib, solo dos años mayor que Revyn. Cuando Korsa presentó al chico y lo definió como un «domador magistral», ella lo miró con escepticismo, pero Revyn no se lo tomó a mal, puesto que nunca en su vida había domesticado a un dragón. Lo máximo que había logrado era que un dragón salvaje no perdiera la paciencia con él. La verdad, cada vez que Revyn pensaba en lo sucedido le parecía menos espectacular. Poco después, cuando explicó su historia a los domadores sin los adornos que utilizó Korsa, Lilib le demostró un escepticismo mucho mayor que el que había demostrado en presencia del coronel.
—Y dime —le preguntó cuando Revyn concluyó su relato—, ¿puedes demostrarnos cómo conseguiste apaciguar al dragón? ¿Quieres volver a intentarlo delante de nosotros?
A Revyn no le quedó más remedio que aceptar. Lo condujeron hasta la cuadra de un dragón salvaje que acababa de llegar a Logond, cuyos sordos y coléricos quejidos se oían desde lejos. Revyn abrió la puerta, entró en el establo con la cabeza gacha y las manos estiradas hacia delante.
El dragón dejó que Revyn se le acercara entre gruñidos. Cuando le soltó la cuerda y le quitó del lomo el saco de arena, el dragón se estiró en el suelo mansamente.
Los domadores no podían dar crédito a lo que veían. Wedym farfulló mesándose la barba:
—Jamás había visto nada igual. ¿Cuál es tu secreto? En una ocasión me dijeron que a los dragones les amansaba el olor de las hojas de roble bendecidas por una bruja élfica. ¿Acaso llevas encima esas hojas?
Revyn sonrió.
—No, no llevo nada.
¡Ni siquiera él conocía su secreto! No era más que un joven que había sobrevivido a dos dragones salvajes. Los domadores no le creyeron cuando les dijo que él tampoco sabía de dónde venía su talento, pero su admiración no disminuyó por ello, y decidieron que Revyn sería el encargado de apaciguar a todos los dragones que llegaran a la ciudad.
Al final del día, todos los dragones salvajes que había en los establos se dejaron acariciar por Revyn.
La semana siguiente pasó volando. Revyn intentó que los dragones confiaran en los demás domadores, los sacó de sus establos y empezó a montarlos en las pistas de entrenamiento, pero al principio solo querían ser montados por Revyn. Tuvo que pasar un tiempo antes de que aceptaran como jinetes a los demás domadores y guerreros.
Con el «joven milagroso», como lo llamaron, la doma se volvió enseguida más fácil. Revyn hacía prácticamente todo el trabajo, excepto llevar a los dragones a la ciudad. Los demás domadores admiraban y elogiaban su estilo tosco y sencillo, y durante aquellos días Revyn se sintió la persona más dichosa de la tierra. Después, al caer la noche, cuando las antorchas del barrio guerrero llevaban ya un tiempo apagadas, comían todos juntos y compartían historias y experiencias sobre dragones.
A veces Revyn quedaba después con Capras, Twit y Jurak, y se escabullían entre risas del ayuntamiento para pasar la noche en la cantina hasta que, afónicos y medio borrachos, regresaban a sus camas al romper el alba. En el Logond nocturno, Revyn descubrió los privilegios de ser un jinete guerrero, para los cuales nada estaba prohibido ni resultaba imposible. Junto a Capras, Twit y Jurak, Revyn se sentía uno más de ellos: disfrutaba y se vanagloriaba de sus actos como el que más, pero no volvió a emborracharse como hizo la primera noche. Para él, las escapadas nocturnas suponían una incursión en un mundo que le encantaba observar, pero del que en realidad no deseaba formar parte.
Cuando Capras, Twit y Jurak le hablaban del amor, tan inestable como era de esperar en un joven jinete guerrero, Revyn los escuchaba atentamente y bromeaba con ellos, pero no estaba seguro de querer experimentar un sentimiento así en su propia piel.
En ciertos momentos se había planteado seriamente la posibilidad de olvidarse de todo y meterse de lleno en el papel de guerrero, como hacían los demás, pero luego le sobrevenía un desasosiego que le oprimía el corazón. No es que se pusiera triste, en realidad era más feliz que nunca, porque era admirado y respetado. Aunque a veces él mismo lograba verse como hacían los demás, la mayor parte del tiempo le perseguía una especie de desazón por su pasado que ninguna borrachera, ningún uniforme ni ningún beso de prostituta lograba hacer desaparecer. Cuando se creía a salvo y que todo estaba superado, le asaltaban imágenes de aquella terrible noche…
A veces no sabía decir si era feliz o si prefería acabar con su vida de una vez por todas. No estaba seguro de cuál era su lugar en el mundo: si el pasado, que volvía continuamente, o el presente, que se abría ante él como un hermoso sueño. Tenía sentimientos encontrados que no podía explicar, salvo que lo que más le gustaba en la vida era estar solo o en compañía de los dragones.
Aproximadamente tres semanas después de incorporarse a las filas de domadores, se produjo la primera desaparición. A primera hora de la mañana, fue a ver a un dragón que había llegado a Logond hacía apenas unos días, al que le había cogido mucho cariño, porque tenía una dulzura y una fragilidad que le conmovían profundamente.
Cuando llegó al compartimento del animal, este estaba vacío. Revyn se quedó inmóvil al ver la paja del suelo arremolinada y numerosos rasguños en la pared de madera.
—Se ha ido —dijo una voz tras de sí.
Revyn se dio la vuelta y vio a Lilib sentada hecha un ovillo sobre una pila de paja.
—¿Dónde está? —preguntó Revyn.
Lilib tenía la mirada fija en el establo vacío.
—Ayer por la noche pasó algo, porque estaba muy nervioso y fuera de sí. Y hoy por la mañana, todo estaba en silencio. He echado un vistazo a su compartimento y he visto que ya no estaba, que se había ido.
Revyn arqueó las cejas con cara de incredulidad. Era imposible que un dragón de una envergadura de unos cuatro metros desapareciera sin que nadie se diera cuenta. Lilib pareció leer sus pensamientos.
—¿No lo sabías? Sucede a menudo. —Sus ojos parecían más oscuros que de costumbre—. Cada dos por tres desaparecen dragones. Nadie sabe por qué, ni adónde van…
Revyn se sorprendió al ver que los ojos se le anegaban en lágrimas. No la conocía demasiado, pero habría jurado que Lilib era una de esas mujeres fuertes que nunca lloraban.
—Dicen que en los bosques vive una maldita elfa con los dientes afilados que se dedica a secuestrarlos y luego se los come, pero nadie lo sabe con certeza. —Tragó saliva—. ¿Sabes qué creo yo, Revyn? Creo que no hay nada de todo eso, sino que es obra de un hechizo.
—¿Un hechizo? —preguntó Revyn con incredulidad.
—Un hechizo horrible —confirmó Lilib mordiéndose los labios para no llorar.
Al día siguiente, un nuevo dragón ocupaba el compartimento del que desapareció.
Pocos días después de la desaparición del dragón, Revyn se encontró con Capras, Twit y Jurak en horas de trabajo en la escalera que conducía a las barracas de los soldados. Mientras cumplieran con sus obligaciones, los domadores no tenían por qué ser puntuales, de modo que Revyn iba y venía a su antojo. Respecto a sus otros compañeros, Revyn se preguntó cómo se habrían escapado. Twit y Capras estaban en el curso de instrucción, y Jurak realizando un trabajillo en los establos de los dragones del aire, aunque supuso que no debía de haberles resultado muy difícil. Aprovecharon el encuentro para irse a pasear por la animada ciudad en ese hermoso día de primavera. Por todas partes había puertas y ventanas abiertas, y los vecinos de las calles más estrechas habían puesto sábanas entre casa y casa a modo de baldaquines para hacer sombra. Había ancianas abanicándose a las puertas de sus casas, niños jugando y un grupito de chavales exaltados intentando dar caza a un gato. Cuando los vieron, se hicieron a un lado para dejarles paso mientras observaban con admiración sus uniformes negros.
Llegaron a una plaza en la que había mercado: verduleros, vendedores de bisutería, animales callejeros, algún que otro jinete dragoniano que también se había escapado de la instrucción y elfos de toda condición: mujeres con harapientos vestidos recorriendo los puestos del mercado como si buscaran a alguien, y hombres greñudos a la sombra de los muros que ofrecían juegos de cuchillos a los transeúntes, hacían apuestas o predecían el futuro.
Revyn había visto elfos en las cantinas de Logond, pero nunca a tantos juntos como en aquella plaza, y menos aún a la luz del día. Claro que, para ser sincero, apenas había visto nada de Logond a la luz del día, porque siempre que salía era de noche…
—Ven, vamos a tomar algo. ¡Tengo tanta hambre que me comería una vaca entera! —dijo Capras, dirigiéndose hacia uno de los puestos de comida.
El dueño vio acercarse a los cuatro jinetes guerreros, se limpió los gruesos dedos en la camisa y esbozó una sonrisa.
—¿Qué van a tomar los señores? Tengo sopa de puerros recién hecha —dijo levantando la tapa de una gran cazuela para que pudieran oler mejor—. También tengo unas carpas exquisitas con menta y salsa de miel, lentejas con beicon, pastel de arroz…
—¿Qué lleva el pastel de arroz? —preguntó Revyn.
—Un relleno dulce de habas —respondió el cocinero.
Revyn eligió la última opción, que el hombre le sirvió en bolitas humeantes.
—Será medio taler.
Revyn pagó henchido de orgullo con su primer sueldo. El cocinero le dio repetidamente las gracias y después atendió a sus compañeros, que también se inclinaron por el pastel de arroz.
—¿También habéis venido por lo del asesino? —preguntó el cocinero de refilón mientras acababa de servirles.
A Revyn por poco se le cae el pastel al suelo.
—¿Qué asesino? —preguntó Capras con curiosidad mientras pagaba.
—Bueno, el que van a ejecutar aquí mismo dentro de nada.
El cocinero señaló la plaza, en medio de la cual se levantaba un patíbulo de madera.
—Es muy fuerte —continuó diciendo el cocinero mientras servía a Twit tres porciones especialmente grandes, quemándose los dedos con el borde de la cazuela—. ¡Ay! Sea como fuere, ha venido media ciudad para ver al elfo. Mirad, ya van a empezar.
Revyn, Capras y Twit se dieron la vuelta y miraron hacia el patíbulo mientras Jurak pagaba su ración. De pronto empezaron a redoblar los tambores, la plaza estaba cada vez más llena, y todos querían hacerse con un buen sitio. Los tambores sonaron con más fuerza. Twit se puso de puntillas para ver mejor. Por una de las calles apareció una larga procesión de tamborileros y soldados, en medio de la cual iba el verdugo vestido de negro y un miembro del consejo municipal. Tras ellos, un buey arrastraba un carro, en cuyo interior iba un hombre con expresión indiferente.
La gente se hizo a un lado para dejarlos pasar. La procesión llegó hasta el patíbulo. Los tamborileros y los soldados se dispusieron a su alrededor mientras el concejal subía a la tribuna con dificultad. El verdugo abrió el carro e hizo salir al condenado, y juntos fueron hasta el patíbulo. Los tambores enmudecieron, y el aire se llenó de un silencio tenso. El concejal recorrió la plaza con la mirada.
—¿Quién es ese? —preguntó Revyn a Capras en voz baja.
Capras dio un mordisco a su pastel de arroz y le contestó:
—Es el incitador —susurró—. El encargado de dirigir el espectáculo.
Revyn miró de nuevo hacia el patíbulo, preguntándose qué tenía aquello de espectacular.
El incitador levantó la cara hacia el cielo, dejando ver a la luz del sol infinidad de gotitas de sudor que le perlaban la frente.
—Damas, caballeros y niños de Logond: ¡escuchadme! —gritó mirando en todas direcciones—. Este bello día está destinado a que se haga justicia y salga a relucir la terrible verdad. Aquí —alargó el brazo y señaló al preso—, ante vuestros ojos, ¡tenéis a un elfo en el que anida la maldad!
Un larguísimo «oooh» recorrió toda la plaza.
El hombre empezó a dar vueltas alrededor del preso, con el dedo índice dirigido hacia su cabeza.
—¡Él, que se ha colado en nuestra hermosa ciudad junto con la chusma de su calaña, ha cometido el crimen más abominable que el ser humano pueda imaginar! —Había elevado tanto la voz que ya no hablaba, gritaba. Entonces se detuvo, volvió a mirar a la concurrencia y dejó caer los brazos—. Lo peor de todo es que para los de su especie estos crímenes son un placer…
Se oyeron insultos e improperios dirigidos al preso y a los elfos en general. Revyn miró a su alrededor. Había elfos por doquier, pero no parecían demasiado afectados, como si aquello no fuera con ellos, como si no oyeran nada de lo que se decía. Ni siquiera parecía importarles que uno de los suyos estuviera en el patíbulo a punto de ser ejecutado.
—¡Este sujeto —continuó diciendo el orador— ha cometido un asesinato! ¡Ha matado a un niño!
La muchedumbre enloqueció. Alguien de entre el gentío lanzó una piedra hacia el patíbulo sin que el proyectil alcanzara su objetivo.
—¡Uau! —dijo Capras con una sonrisa en los labios—. ¡Esto es el circo!
—Esto acabará a puñetazo limpio, ya veréis —murmuró Jurak.
—Y tú te darás el piro, como siempre —le dijo Twit.
Jurak se mordió los labios, y entonces vio a Revyn.
—Ey, chaval, ¿estás bien?
Revyn no respondió. Twit y Capras también se dieron la vuelta para mirarlo.
—¡Caramba, te has quedado blanco como la cera! —dijo Capras con simpatía—. Venga, que aún no ha muerto nadie.
Twit lo miró con desprecio. Revyn se quedó donde estaba, inmóvil, con la mirada puesta en el orador. A cada grito de la muchedumbre, un sudor frío le recorría la espalda al imaginarse que era él el que estaba en el patíbulo.
—¡Un niiiño! —chilló el orador.
Ninguna madre lo habría dicho en un tono más desgarrador. A Revyn le temblaron las piernas.
—¡El muy cobarde ha matado a un niño! Lo ha secuestrado, le ha roto el cuello y se ha bebido su sangre como un animal salvaje, porque eso es lo que es: ¡un animal salvaje!, ¡primo hermano de las bestias del bosque! —Se le escapaban escupitajos al hablar mientras recorría enfurecido el patíbulo de un lado a otro. El preso seguía inmóvil junto a él.
»¡Ciudadanos de Logond!, ¡en vuestras manos está la sentencia! ¿Qué queréis hacer con este asesino?
Se oyó una algarabía ensordecedora.
—¡Que lo ahorquen!
—¡Que le corten la cabeza!
—¡Que lo entierren vivo!
—¡Que lo quemen!
El orador intentó apaciguar a la masa enfurecida.
Durante varios minutos reinó la confusión en la plaza.
Twit miró a su alrededor con mofa.
—¡Pero qué castigos más ridículos! ¡La gente cada vez tiene menos imaginación!
Los ánimos fueron apaciguándose poco a poco, y el orador retomó la palabra.
—Os he escuchado y he comprendido vuestra sentencia, ciudadanos de Logond.
Se hizo entonces un silencio expectante. El orador se dirigió al verdugo y le susurró algo al oído. Este dudó unos segundos, tras los cuales asintió con una sonrisa. El concejal se retiró. El patíbulo pertenecía ahora al verdugo, el cual se dirigió a una mesa de madera sobre la que había desplegado varias herramientas. Tras una breve pausa cogió un hacha y la elevó por encima de su cabeza. La multitud prorrumpió en gritos de júbilo, salvo algún que otro abucheo de los que habían esperado presenciar una muerte más espectacular.
Revyn estaba paralizado de miedo. Observó al condenado, en cuyo rostro perlado de sudor se esbozaba una sonrisa, y vio que este miraba directamente hacia él. Lo sabía, el elfo sabía que Revyn se encontraba entre el público y que había cometido el mismo crimen que él.
El verdugo obligó al elfo a ponerse de rodillas, y este no opuso resistencia. La expresión de su rostro seguía imperturbable, se entregaría a la muerte con una sonrisa. Revyn se sentía tan nervioso por lo que estaba a punto de suceder que no se dio cuenta de que había aplastado con las manos los dos pastelitos de arroz que le quedaban y que la pegajosa masa se le escurría entre los dedos. El hacha pendió sobre el cuello del condenado. Una gota de sudor quedó suspendida en el aire. La cuchilla brilló a la luz del sol. Y entonces cayó como un rayo.
Revyn lanzó un gemido. La cabeza le daba vueltas. Tenía que salir de allí, pero lo cogieron del brazo para impedírselo. Todos gritaban y vociferaban. Le gritaban a él.
—¡Revyn! —Capras, Twit y Jurak corrieron tras él.
Revyn dejó caer el pastel de arroz y se precipitó hacia un estrecho callejón.
—¡Revyn, espera! —Se detuvo cuando Capras le tocó el hombro—. ¿Qué te pasa? ¿Te encuentras bien?
Revyn estaba fuera de sí.
—Por lo menos no se ha meado encima —dijo Twit.
Al oír aquello, Revyn perdió los nervios, se acercó a Twit, lo cogió del cuello y le propinó un puñetazo. Jurak y Capras se apresuraron a apartarlo.
—¿Te has vuelto loco? —le gritó Capras.
Revyn se zafó de los dos chicos.
—No tenéis ni idea —dijo en voz baja—. No tenéis…
Acto seguido, oyeron a Twit desternillarse de risa mientras se palpaba la nariz con cuidado.
—¡Lo sabía! —exclamó—. Te da miedo la sangre, ¿eh? ¡Por eso te has cagado al ver la ejecución y no me has pegado demasiado fuerte!
Durante unos instantes permanecieron en silencio, hasta que Capras y Jurak empezaron a reírse también.
—¡No me lo puedo creer! —continuó Twit—. ¡Un jinete guerrero al que le impresiona la sangre!
—Estúpido —farfulló Revyn, aunque intentó no parecer demasiado enfadado—. No me impresiona la sangre.
De hecho, la veía cada noche en sueños.
Capras lo miró con curiosidad.
—Entonces, ¿qué te ha pasado? ¡Has salido corriendo como si un fantasma estuviera persiguiéndote!
—¡No me lo puedo creer! —insistió Twit—. ¿No me digas que te caen bien los elfos y has sentido lástima por el condenado? —dijo haciendo una mueca.
Revyn apretó aún más las mandíbulas. No sabía si Twit se proponía sacarlo de quicio realmente, o si de verdad todo aquello le parecía divertido.
—No —respondió con dureza—. No, claro que no me caen bien los elfos. Es solo que… —No podía contarles la verdad—. Bueno, que me he acordado de que… hace unos días desapareció un dragón y… dicen que ha sido cosa de los elfos y…
Para su sorpresa, Capras pareció interesado.
—Sí, he oído que cada dos por tres desaparecen dragones de los establos. El año pasado sin ir más lejos se perdieron tres el mismo día, ¿lo recuerdas, Twit?
—Seguro que es cosa de esos malditos elfos, que envían a su bruja.
Twit se palpó la nariz una vez más y lanzó luego una mirada de complicidad a Revyn, como si con aquel puñetazo hubiera superado una prueba.
Revyn no estaba seguro de que aquello lo tranquilizara.
—Venga, vámonos ya, o Korsa se enterará de que nos hemos escapado.
En silencio recorrieron el camino de vuelta.
Revyn no lograba apartar de su cabeza la ejecución pública, así como tampoco la desaparición del dragón. A menudo se descubría pensando en los elfos y en el sentimiento de indiferencia con que presenciaron la ejecución de su congénere. ¿Por qué no se habían enfrentado a los humanos? ¿Por qué no habían opuesto resistencia? Su silencio parecía revelar que de algún modo todos ellos eran culpables…
Revyn empezó a indagar sobre la desaparición de los dragones por las cantinas, donde los parroquianos parecían tener más o menos la misma opinión.
—Es cosa de un hada —le dijo en una ocasión el dueño de una cantina, no sin antes lanzarle una mirada fulminante—. Desde luego que sí. Tiene alas de escarabajo de color verde chillón, pero en grande, se entiende. Más o menos así. —Extendió los brazos y se encorvó como si estuviera jorobado—. El caso es que puede volar, y así es como entra en la ciudad tan a menudo y mata a los dragones.
—¿Los mata? —repitió Revyn por inercia, aunque lo cierto es que después de mencionar lo de las alas de escarabajo apenas le prestaba atención.
—Desde luego que sí —asintió—. A su paso, solo deja cadáveres.
—No, no hay rastro de cadáveres —le corrigió Revyn—. Desaparecen por completo.
Sin embargo, el dueño de la cantina no pareció muy dispuesto a cambiar su relato.
En otra ocasión, un jinete guerrero con el que coincidió en una cantina le dijo que la responsable de la desaparición de los dragones era una elfa.
—Se supone que ya está muerta —le explicó después de que Revyn le invitara a una jarra de cerveza—, pero tiene que sacrificar a un dragón tres veces al año para que su espíritu pueda seguir viviendo en los bosques.
—No —se entrometió un parroquiano de la mesa de al lado—, son seis dragones al año, no tres. ¿Es que no sabes cuántos desaparecieron el año pasado?
Cuanto más se empeñaba en encontrar una respuesta, más enrevesadas le parecían las historias, plagadas de magia, hechizos, dioses tenebrosos, elfos… Todas ellas con un elemento común: la mención de una elfa, de un hada melancólica que deambulaba por los bosques, de una ladrona que deambulaba por las noches, de un espíritu femenino. Pero ninguno de los rumores sirvió a Revyn para dar con la respuesta. Todos tenían su propia versión de los hechos, pero lo cierto es que nadie sabía con exactitud qué pasaba con los dragones.
Una tarde, Revyn se quedó solo con Lilib en los establos, después de que todos los demás se hubieran marchado a cenar. Normalmente Revyn siempre era el último en terminar. Además, quería visitar a un dragón al que no había visto en todo el día. Entre los domadores nadie hablaba ya de la desaparición del dragón de hacía un mes, y Revyn tampoco había querido volver a comentar nada.
—¿Por qué no quieres contarlo? —le preguntó Lilib, mientras se encargaban de separar y recoger varias cuerdas.
—¿El qué? —preguntó Revyn a su vez.
En las últimas semanas, Lilib y él se habían hecho muy buenos amigos.
—Cómo lo haces —le contestó ella en voz baja arqueando las cejas mientras intentaba deshacer un nudo especialmente fuerte—. Aún no le has dicho a nadie cómo consigues que los dragones confíen en ti.
Revyn dejó de trabajar y le dijo:
—Pero es que ni yo mismo sé cómo lo hago.
—Podrías poner fin a la doma tradicional. Si explicaras cómo acercarse a ellos sin necesidad de recurrir a la violencia, ya no sería necesario atarlos y torturarlos hasta dejarlos extenuados para poder domesticarlos. Piensa en ello, Revyn.
—Te juro que no sé cuál es el secreto, Lilib, no tengo ni idea de por qué me hacen caso los dragones.
Le dolía la idea de que Lilib pensara que no quería acabar con el sufrimiento de los dragones por una cuestión de orgullo.
—Pues hazlo por mí —contestó, en voz baja, concentrada en su trabajo—. Los dragones son mi pasión desde que era niña, y daría cuanto poseo por inspirarles la misma confianza que tú, por tener una relación como la tuya con Palagrin… —Su voz era apenas un susurro—. A veces tengo la sensación de que Palagrin te ha enseñado a ser uno de los suyos. Al fin y al cabo, tiene un nombre élfico… Quizá se trate de un dragón élfico encantado. Perdona, estoy diciendo tonterías.
Revyn observó unos minutos cómo trabajaba. No importaba lo que dijera, ella jamás creería que no había nada que explicara racionalmente su conexión con los dragones, porque ella solo podía creer en cosas que tuvieran una explicación.
—Cuando me pongo delante de un dragón salvaje solo pienso en cómo debe de sentirse él —dijo al fin—, y me concentro en su desesperación, mejor dicho, en el terrible dolor que siente. Aunque pudiera enseñarte a sentirlo, preferiría no hacerlo, porque es una sensación muy dolorosa. A los dragones los sacan de su hogar a la fuerza, les arrebatan la libertad y les obligan a inclinarse ante un jinete al que no conocen, y todo eso para ellos supone una agonía insoportable…
Lilib posó su mirada largamente en su rostro.
—¿Cuánto has tenido que sufrir, Revyn, para comprender el dolor de los dragones?
Revyn no le respondió, por miedo a que una sola palabra suya pudiera revelarle toda la verdad.
Transcurrieron varias semanas sin que Revyn apenas se diera cuenta, inmerso como estaba en el trabajo. A primera hora de la mañana, se reunía con los domadores y no se despedía de ellos hasta el atardecer, que era cuando iba a ver a Palagrin, o se escapaba con sus amigos de correrías, o bien deambulaba en solitario a lo largo del semicírculo que formaba el muro de la ciudad.
Con el tiempo fue prefiriendo cada vez más los paseos nocturnos a las salidas con los amigos, los cuales tenían una nueva diversión: las pipas élficas, supuestamente mágicas, que acababan de llegar a la ciudad, y se habían convertido en la máxima atracción. Los druidas fumaban aquellas hierbas misteriosas con la esperanza de obtener poderes telepáticos, las camareras y los dueños de las cantinas con la esperanza de conseguir sacos enteros de monedas, y los clientes las saboreaban con la esperanza de ser transportados a otros mundos. La posibilidad de fumar esas pipas era tan irresistible que Capras y sus amigos las probaron inmediatamente. Fumarlas era una verdadera explosión de los sentidos. Revyn también fumó en una ocasión con sus amigos, pero en realidad no le pareció más que un juego infantil.
En todo ese tiempo no sucedió nada destacable, salvo que la vida de Revyn había dado un vuelco de trescientos sesenta grados. Cada vez pensaba menos en su pasado, y el recuerdo de su antigua cabaña y de su familia iba cayendo en el olvido, incluso las noches enteras en vela que había pasado sollozando en la más absoluta soledad. Ahora era alguien respetado, lo cual era más de lo que podía haber soñado nunca.
Solo el cambio de estación le hizo pensar en el tiempo transcurrido: habían pasado tres meses desde que viera Logond por primera vez. Por una parte, le parecía que había pasado mucho tiempo y, por otra, que en ese breve espacio de tiempo había vivido más que en toda su vida anterior, logrando consolidarse como domador de dragones. En esos tres meses no lo habían convocado ni una sola vez para la instrucción, dándose por sentado que su lugar se hallaba entre los domadores. Decisión con la cual estaba encantado. Jamás había cogido una espada, y lo único que se le ocurría hacer con un arco y flecha era rascarse la espalda. No, él prefería pasar el resto de sus días domesticando dragones, observando su transformación en animales mansos y cariñosos, siendo el primero en apoyar una mano amiga en sus ollares, conversando en silencio e intercambiando miradas de complicidad… Pero nada dura eternamente, y menos aún cuando la guerra está a punto de estallar.
Revyn se despertó sobresaltado, con el corazón a punto de estallarle. Las imágenes de su pesadilla se desvanecieron como un castillo de arena, dejándole un regusto amargo. Su habitación aún estaba a oscuras, por lo que volvió a cerrar los ojos. No era más que una pesadilla, pero el miedo se había colado bajo su piel… Se le había aparecido su madre en sueños, aunque no recordaba en qué contexto… Dio varias vueltas entre las sábanas intentando conciliar el sueño, pero al final se dio por vencido y saltó de la cama. Se vistió medio a oscuras, se lavó la cara y se la secó con la manga de la camisa. Después abrió la puerta y se deslizó por el largo pasillo hacia la plaza del ayuntamiento.
Fuera, la luna llena brillaba en el firmamento. A pesar de ser verano, le salían nubes de vapor de la boca al respirar. Subió por la escalera que conducía al puente y avanzó, con los brazos en cruz y tiritando de frío, hacia los establos de los dragones, donde permaneció hasta que empezó a amanecer.
Los guardias nocturnos, que dentro de poco despertarían a todos con el sonido de sus cuernos, saludaron a Revyn adormilados.
Llegó a la altura de uno de los miradores y se recostó en el muro, desde el cual vio que las primeras luces del alba comenzaban a desbancar la noche. La escarcha cubría el muro y los bosques. Revyn recorrió el paisaje con la vista, absorto en sus pensamientos, hasta que vio aparecer por el bosque a un jinete galopando sobre un dragón. Apenas había tenido tiempo de verlo cuando oyó el sonido breve y profundo de un cuerno en la puerta de la ciudad. No había duda: estaban esperándolo.
Poco después, los miembros del consejo municipal, ataviados con capas negras y rojas, salieron por la doble puerta del ayuntamiento a recibir al jinete hablando en voz baja. Revyn miró hacia donde estaban y no tardó en ver al jinete y a su dragón subiendo las escaleras de la ciudad, seguidos de una comitiva de soldados a pie. Tenía que haber corrido como un loco por toda la ciudad para haber llegado tan rápido allí arriba.
El hombre saltó de su montura, se acercó a los miembros del consejo e hizo una reverencia. Revyn se separó de su puesto de mira y anduvo sin llamar la atención hasta uno de los sencillos cercados de madera que sostenían el puente del castillo. El desconocido empezó a hablar con voz alta y clara, pese a que estaba visiblemente nervioso. Revyn aguzó el oído.
—… cerrado los frentes. Tanto los guardianes como los soldados de la infantería de Logond… siete semanas. Nuestro rey honrará Logond en breve, en compañía de la reina Jale de Awrahell y… las tropas se fusionarán. La guerra contra Myrdhan ha comenzado.
Durante el desayuno, Revyn explicó a sus amigos lo que había oído por la mañana, pero, para su sorpresa, ya estaban al corriente de todo.
—¿Cómo os habéis enterado? —les preguntó perplejo, dejando caer la cuchara.
Capras se rio encantado.
—Lo que te digo siempre: ¡estoy al corriente de todo lo que sucede en Logond!
—Sí, vale, pero ¿cómo os habéis enterado? No has podido oír al mensajero ni a los miembros del consejo porque estabas en la cantina de Goros.
Capras se encogió de hombros.
—Me lo ha dicho uno de los centinelas esta mañana al volver de la ciudad.
Revyn lo miró fijamente. Tenía que admitirlo: Capras era un genio sonsacando información a la gente.
—Por fin guerra —dijo Twit con los ojos brillantes de emoción—. Después de una espera tan larga, ha llegado el momento.
—Bueno, las cosas no van a ir tan rápido, ¿eh?
Capras se llevó una cucharada de puré de avena a la boca y después señaló a Twit con el cubierto.
—Para empezar, tiene que venir el rey, que llegará acompañado por la reina de… ¿Cómo se llamaba ese país? Awell o algo así, ¿no? Después estudiarán largo y tendido la situación, pedirán consejo a los expertos y negociarán, y durante todo ese tiempo sus majestades disfrutarán de una vida relativamente apacible. Apuesto lo que queráis a que antes del otoño no sucederá nada.
Twit jugueteaba malhumorado con su cuchara. Estaba a punto de responder alguna cosa cuando el comedor entero quedó en silencio y se oyó solo la voz de un hombre, que decía:
—¡Compañeros!
Revyn se dio la vuelta y vio al coronel Korsa subido a un pequeño estrado.
—¡Compañeros! Tenemos novedades. —Ya no se oía ni una mosca en toda la sala—. Pasado mañana Logond recibirá la visita del rey. Desconocemos el tiempo que pasará en la ciudad, pero mientras lo haga deberéis comportaros con la excelencia que se espera de un jinete guerrero, ¿de acuerdo? Y aún debo mencionar algo más. En compañía del rey vendrá también la reina Jale de Awrahell. Por si alguno no lo sabe, os diré que Awrahell es un reino de humanos y elfos, pero que la reina es de sangre humana. También nos honrará con su presencia la hija de la soberana, la princesa de Awrahell. Si a alguno de vosotros le fuera concedido el honor de presentarse ante nuestros invitados, deberá mostrar la mejor de sus caras. Pero ya hablaremos de todo esto con más detalle después del desayuno. En cuanto acabéis quiero que os reunáis frente al ayuntamiento, donde os darán órdenes concretas para cada uno de vosotros.
El hombre inclinó levemente la cabeza y salió de la sala a grandes zancadas.
El salón fue llenándose de murmullos que fueron subiendo cada vez más de tono.
Capras sonrió divertido al ver que él era el único al que no le había pillado la noticia por sorpresa.
—Nuestras mejores caras, ¿habéis oído? —dijo muerto de risa, enseñando sus dos perfiles—. ¿Qué os parece? ¿Cuál es mi mejor perfil?
Revyn se rio también y le dijo:
—¡Lo mejor será que te las guardes las dos para ti solito!
Los guerreros dragonianos se reunieron en la plaza del ayuntamiento, donde Korsa los esperaba en compañía de miembros del consejo e instructores de lucha.
—He aquí unas cuantas reglas de comportamiento básicas imprescindibles. En presencia del rey, tenemos que hacer honor más que nunca a nuestra reputación. —Korsa respondió a las risitas aisladas con una expresión severa—. Creedme: aunque no os pille in fraganti, sé perfectamente lo que sucede en cada momento dentro del ayuntamiento. La regla número uno para cuando venga el rey será que nadie, y repito, nadie, se escape por las noches para irse a la ciudad. Si por la mañana descubro a alguno de vosotros subiendo la escalera con una sola gota de cerveza en la sangre, os aseguro que a partir de ese momento su vida será cualquier cosa menos agradable. La guerra está a la vuelta de la esquina, señores, y nosotros no estamos aquí para pasarlo bien. Somos guerreros, así que ¡comportémonos como tales!
Los jinetes respondieron con un enérgico «¡Sí, señor!». Por el rabillo del ojo, Revyn vio que hasta el escéptico Twit gritaba con todas sus fuerzas.
Korsa recorrió la plaza con la mirada antes de hacer ademán de retirarse.
—Ahora los respetables miembros de nuestro consejo —prosiguió— os enseñarán unas cuantas normas de conducta que ¡no debéis olvidar jamás!
El tono socarrón de esta última advertencia sirvió para prevenir a los guerreros de que a continuación iban a presenciar una sarta de ridiculeces… Pero los miembros del consejo superaron con creces todo pronóstico. Fue sencillamente lamentable. Los tres miembros del consejo dieron un paso adelante y empezaron a soltarles un rollo increíble sobre cómo debía comportarse un guerrero en presencia del rey: desde el tratamiento que debía otorgársele en caso de que uno tuviera el privilegio de poder dirigirle la palabra, hasta el tipo de reverencia que debía hacerse, pasando por el breve contacto visual que podía mantenerse y las patéticas muestras de respeto que debían mostrarse ante su presencia. Todo fue minuciosamente explicado, representado, practicado y repetido. Revyn y sus amigos tuvieron que hacer verdaderos esfuerzos para no romper a reír, al igual que el resto de los guerreros.
Cuando los miembros del consejo se retiraron a sus aposentos y llegaron en su lugar los instructores de lucha, el estado de ánimo de los guerreros cambió inmediatamente, pues estos les explicaron en pocas palabras que Logond iba a sufrir un cambio radical: a partir de ese momento los establos los limpiarían los ciudadanos de a pie y también se encargarían del tema de las comidas, porque todos los soldados tenían que sumarse a la formación, incluidos los domadores de dragones.
Acto seguido empezaron a leer en voz alta unas listas interminables de nombres con las que fueron organizando a los guerreros en diferentes grupos de instrucción: tiro con arco y con lanza, lucha con espadas y enfrentamientos cuerpo a cuerpo. A lo largo del día los guerreros tuvieron que competir entre sí para separar a los expertos de los principiantes. Revyn no necesitaba enfrentarse con ninguno de sus compañeros ni hacer alarde de sus habilidades para saber a qué grupo pertenecía. Con el pelo desgreñado y moratones en todo el cuerpo, se acercó a su grupo. Twit, que no en balde había pasado ya por algún curso de formación, fue conducido inmediatamente al grupo de los más expertos e incluso le adjudicaron un grupo de principiantes para que los entrenara. Capras y Jurak fueron enviados a un grupo intermedio.
El grupo de Revyn se pasó toda la mañana aprendiendo a manejar la espada, que a fin de cuentas era el arma principal de los guerreros dragonianos. Practicó con armas que eran casi tan altas como él, aunque lo suficientemente ligeras como para poder ser manejadas con una sola mano. Al fin y al cabo, en la batalla era básico tener una mano libre para poder asirse a los dragones.
A primera hora de la tarde lucharon con lanzas y picas y luego montaron a dragón por la pista de ejercicios, hasta que hombres y animales acabaron sudando a raudales. Muchos de los soldados no habían montado en un dragón más que una o dos veces y tenían verdaderas dificultades para mantener el equilibrio. Al contrario de lo que sucedía con el manejo de las armas, aquí Revyn era el mejor con diferencia. En comparación con su experiencia con los dragones salvajes que solía montar, a veces incluso sin riendas ni correas, el rato de prácticas fue para él un verdadero placer.
Por la noche llegó al comedor mucho más cansado que de costumbre. También sus amigos estuvieron sorprendentemente callados y se fueron a la cama con los demás jinetes, tras una breve e inocente partida de dados. Aquella noche Revyn durmió mejor que nunca. Al día siguiente la instrucción empezó antes de que rompiera el alba.
Revyn volvió a ver al maestro Morok el día que el rey debía llegar a Logond.
Los soldados y los guerreros dragonianos se despertaron poco antes de la salida del sol. En un patio del ayuntamiento, se instalaron enormes cubas de agua. La tarde anterior entregaron sus uniformes para el lavado semanal, pero cuando se reunieron en el patio les comunicaron que las cubas no eran para los uniformes, que ya estaban limpios y ordenados en sus correspondientes estantes, sino para ellos. Algunos hombres se desvistieron para meterse en las cubas, mientras que otros se limitaron a tirarse agua por encima y a frotarse la piel hasta dejársela enrojecida.
Revyn se sintió desalentado entre los afanosos y cada vez más limpios guerreros. Hasta entonces siempre se había lavado en su habitación a solas.
Recorrió el patio con la mirada y durante unos segundos sintió envidia de sus amigos, que no aparecían por ninguna parte: seguro que se las habían ingeniado para evitar aquella humillación; seguro que Capras se había informado a tiempo y había podido urdir un plan de escape. Pero en ese momento vio a Jurak tiritando de frío mientras Capras y Twit le echaban cubos de agua encima, aparentemente muertos de risa con todo aquello…
A Revyn no le apeteció reunirse con ellos.
A los que no veía por ninguna parte era a los domadores, aunque, pensándolo bien, a Revyn le costaba imaginarse a Wedym dentro de una cuba. Quizá había logrado un permiso para evitar el baño, del mismo modo que consiguió uno para evitar la instrucción, siendo uno de los pocos que no había sido llamado a la lucha. Al fin y al cabo, alguien tenía que ocuparse de los dragones nuevos, ¿no? También las mujeres se habían salvado de la instrucción. Revyn lanzó un suspiro cargado de melancolía al pensar en la suerte de Lilib.
Entonces reconoció una voz en medio de aquel tumulto y, cuando se dio la vuelta sorprendido, vio que en medio de aquellos hombres semidesnudos, estaba el maestro Morok. Iba vestido de pies a cabeza, pero lo que le llamó la atención fue su rostro redondo y ancho, que no recordaba, y el hecho de tenerlo ahí delante de un modo tan repentino le supuso una verdadera conmoción, ¡y más en una situación como aquella!
Pero no tuvo tiempo para esconderse, porque el maestro avanzaba hacia él a voz en grito.
—¡Vamos, hombres, no vale lavarse como los gatos! ¡Os quiero limpios para nuestro rey! ¡Y no olvidéis el fino olfato de la reina y la princesa de Awrahell!
Desde algún rincón le respondieron:
—¿Fino? Seguro que la reina y su hija ya están acostumbradas al mal olor, ¡teniendo en cuenta que en su reino viven elfos!
Aquello hizo que los hombres prorrumpieran en sonoras carcajadas, incluido el maestro Morok. Entonces su mirada se cruzó con la de Revyn, y el chico tuvo la sensación de ahogarse en un lago helado.
—¡Ey, Revyn! —gritó el hombre.
Mientras se dirigía hacia él, cogió un trapo empapado de agua y se lo lanzó a la cabeza.
—¡Aquí nadie se libra del baño! —dijo el maestro, empujándolo con decisión hacia una cuba; llenó un cubo con agua y lo vertió sobre Revyn, que jadeó y cogió aire, muerto de frío—. Has crecido, chico, te has vuelto más fuerte —añadió el hombre—. Aquí tienes más trabajo y más comida, ¿verdad? Se ve que las cosas te van bien. ¡Pero tu pelo es tan hirsuto como las ramas secas!
Le sujetó las trenzas y las mojó una vez más, no sin antes coger una manopla de baño y darle unas palmaditas en los hombros.
—¿Qué está haciendo aquí? —logró preguntar Revyn al fin, cuando los dientes dejaron de castañetearle.
El maestro Morok le dedicó una gran sonrisa.
—Alguien tiene que ocuparse de que los jóvenes os bañéis, ¿no? ¡A algunos os hace falta una madre! —dijo lanzando una risotada—. Y ya que lo preguntas, Revyn, tengo que ocuparme de que el rey y sus acompañantes no se aburran mientras dure su estancia en Logond. Dentro de unas semanas empezaremos a organizar unos torneos para que demostréis de lo que sois capaces. Tú eres una excepción, por lo que me han dicho. Sin ser una fiera en la lucha con espadas o en el tiro con arco, dominas el trato con dragones, ¿no es cierto? —Antes de que Revyn tuviera tiempo de contestar, el maestro continuó—: He hablado con Korsa, y tanto a él como a mí nos gustaría que organizaras algún espectáculo con los dragones salvajes. El torneo empezará dentro de dos semanas.
Una vez más, Revyn no tenía ni idea de lo que quería decir el maestro Morok.
Tras darle unos paternales golpecitos en el hombro, el maestro le dijo antes de irse:
—No descuides tu imagen, Revyn, que la nobleza gusta de la higiene. Los favores del rey han catapultado a más de un guerrero a la gloria y la riqueza…
Dicho aquello, profirió una última carcajada y se alejó de allí, con la misma rapidez con la que había aparecido, dejándolo con la boca abierta, sin hacer una sola mención al pasado, a su extraña huida, al robo de Palagrin ni a su oscura vida anterior, de la cual el maestro Morok era el único que tenía conocimiento.
Por fin, ya vestidos y algo aseados, los guerreros dragonianos se dirigieron al comedor para desayunar. La mayoría de los soldados estaban de buen humor. Cuando Revyn se sentó junto a sus compañeros se dio cuenta de la diferencia entre sus desayunos: mientras Capras había hecho que le sirvieran prácticamente medio kilo de puré de avena, Twit, con una expresión extraña en el semblante, jugueteaba con una paupérrima porción.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Revyn, mirándolo con preocupación.
—¿Que qué me pasa? —La voz de Twit sonaba baja y alterada. Su mirada se posó en Revyn, Capras y Jurak alternativamente—. ¿Que qué me pasa? ¡Hoy viene nuestro rey! ¡Hoy compareceremos ante él, y vosotros parecéis no daros cuenta de nuestra gran oportunidad para que se fije en nosotros!
—¿Para hacer qué? —quiso saber Jurak, medio interesado, medio socarrón.
—Para convertirnos en grandes guerreros, estúpido. Si el rey pudiera ver cómo domino el arte de la guerra y cuánto amo a mi patria… —Los pálidos ojos de Twit brillaron llenos de esperanza mientras su mano apretaba con fuerza la cuchara—. Vais a echar a perder una oportunidad que ni siquiera tenéis. Pero yo sí, chicos, yo tengo mis objetivos en la vida.
Dicho lo cual, clavó la cuchara con determinación en el puré.
—Ajá, ya veo —dijo Capras entre cucharada y cucharada de puré—. Con lo humilde, diligente y modélico que es tu comportamiento, seguro que el rey te escoge para ser uno de sus jinetes, ¿no? Mira, si sigues tomando esas porciones tan miserables y sigues echándote el pelo hacia atrás, ¡igual te escoge para que seas una de sus criadas!
—¡Cierra tu maldita bocaza! —resopló Twit, mientras sus mejillas se teñían de un color rojo intenso.
—¡Bueno! ¡Al menos has recuperado el color! ¿Crees que ahora podrás pensar con claridad?
—Será mejor que no me des la tabarra con tus bromas, ¿entendido? —farfulló Twit.
Y dicho aquello se puso a juguetear con su cuchara. Cuando hubieron acabado el desayuno, les convocaron frente al ayuntamiento. Los domadores y los mozos de los establos tuvieron que ir a buscar a los dragones para que los jinetes pudieran recibir al rey como era debido. A Revyn también le tocó colaborar conduciendo a los animales hasta la plaza sujetos por largas riendas. Media hora después, cada guerrero tenía su respectivo dragón. Hubo momentos de confusión cuando algunos de los dragones se escaparon galopando hacia las barracas. Revyn tuvo que tranquilizar los ánimos tanto de los jinetes como de los animales. Al final, se hizo la calma y los guerreros pudieron formar filas como estaba previsto. Era una imagen para recordar: si un dragón es un espectáculo impresionante ya de por sí, ni que decir tiene la imagen de trescientos jinetes engalanados sobre sus respectivos dragones.
No pasó mucho rato antes de que sonaran los cuernos en la ciudad. Acto seguido, los guerreros dragonianos enmudecieron, irguieron los hombros y asieron con fuerza las riendas de sus dragones. Los tambores resonaron en la distancia, y Revyn no pudo evitar acordarse del redoble de tambores que había precedido a la ejecución del elfo. A lo lejos se oyeron los gritos de júbilo de los soldados de infantería. Revyn miró fascinado hacia la escalera por la que el rey iba a aparecer en cualquier momento.
De pronto surgió una cabeza de pelo oscuro, seguida de dos cabelleras rubias de mujeres, las cuales llevaban unas cestas cargadas de pétalos que iban esparciendo por el suelo. Detrás de ellos avanzaban, en doble formación, los tamborileros, los flautistas y los trompetistas, vestidos de amarillo con unos enormes escudos de armas en el pecho. Tras ellos pudieron ver más de veinte banderas ocres, ondeadas por sus correspondientes pajes vestidos del mismo color. A continuación apareció una tropa de soldados montados a lomos de dragones. Los jinetes llevaban hombreras de metal y brillantes túnicas ocres, e iban equipados con espadas plateadas, puñales y lanzas, y los dragones llevaban protectores de bronce en la cabeza y la cola. Pero, para Revyn, los dragones eran más impresionantes que los guerreros.
Tras la larga avanzadilla de mujeres, músicos, pajes y jinetes a lomos de sus dragones apareció el rey de Haradon.
Su dragón era el más imponente de todos, de modo que al avanzar quedaba más elevado que el resto de su séquito. El protector de su cabeza tenía incrustaciones de rubíes, el cuerno central estaba decorado con un maravilloso colgante de oro, y de los otros dos pendían unas preciosas cadenas doradas.
El rey también llevaba unos protectores para los hombros y un escudo haradono, así como una capa de color púrpura. Debía de tener más de cuarenta años, pues en su melena rubia empezaban a salir las primeras canas. Tenía la piel bronceada por el sol y los ojos rodeados de arrugas. Una barba muy cuidada enmarcaba su boca ligeramente torcida. A medida que iba pasando delante de los guerreros dragonianos, estos tiraban de las riendas de sus monturas para que los dragones inclinaran la cabeza en señal de respeto. Revyn hizo lo mismo que sus compañeros sin necesidad de tirar de ninguna rienda.
Detrás del rey apareció una segunda procesión de jinetes a caballo que causó un gran revuelo entre los guerreros de Logond.
—¡Mira, ahí están los jinetes de Awrahell! —murmuraron detrás de Revyn—. ¡Son todos humanos!
Revyn observó a los jinetes con detenimiento: no había un solo elfo entre ellos, a pesar de que su reino era de origen élfico. En el centro de la formación, varios pajes transportaban una litera, cuyo interior quedaba protegido de las miradas curiosas gracias a unas cortinas de terciopelo verde. Revyn apenas tuvo tiempo de distinguir varias siluetas antes de que la litera pasara de largo.
El rey y su comitiva desmontaron de sus respectivos dragones al llegar a la puerta del ayuntamiento, y todos los miembros del consejo municipal se inclinaron haciendo profundas reverencias. Revyn no pudo oír lo que decían, pero vio que el rey era más bajo de lo que parecía a lomos de su dragón.
La litera también se detuvo, y de su interior salieron varias mujeres que debían de ser las acompañantes de la reina y su hija. Ellas también fueron recibidas por los miembros del consejo municipal. Pero antes de que Revyn y los demás guerreros tuvieran tiempo de ver algo más, la comitiva real ya había desaparecido tras las puertas del ayuntamiento.
No fue hasta dos semanas después de su llegada cuando la vio por primera vez. Revyn se levantó una mañana muy temprano para montar a Palagrin, se sumergió en el laberinto de calles del barrio bajo y salió por la puerta de la ciudad hacia el bosque, que estaba cubierto de una densa bruma.
Galopó un rato a lomos de Palagrin para que le diera el aire fresco y se le despejara la mente, para no pensar en nada, sobre todo no pensar en el torneo que se iba a celebrar ese mismo día en honor del rey. Revyn tenía que participar como todos, y su participación consistía en domesticar a tres dragones salvajes en la plaza, delante de todo el mundo. En los últimos días había barajado la posibilidad de negarse a cumplir el encargo del maestro Morok, responsable de la organización del torneo. Pero era demasiado tarde para echarse atrás y tampoco se atrevía, porque, aunque le costaba admitirlo, el maestro Morok le inspiraba más respeto que tres dragones salvajes juntos…
Aflojó las bridas del dragón y se dejó llevar por Palagrin. A lo lejos vio a alguien entre la niebla. Revyn detuvo a Palagrin para acercarse algo más, y cuál no sería su sorpresa cuando vio que junto al margen del bosque había una chica.
—Eres uno de los guerreros dragonianos de Logond, ¿verdad? ¿Podrías llevarme a la ciudad? —preguntó la joven mirándolo directamente a los ojos.
Revyn frunció el ceño al ver lo poco que le imponía su uniforme. Además, su rostro era tan distinto a los que había visto…
—¿Quién eres? —le preguntó con torpeza.
—Me llamo Ardhes. ¿Y tú?
—Mi nombre es Revyn.
La chica lo miró largamente en silencio, hasta que Revyn no pudo sostenerle más la mirada.
—Claro que puedo llevarte, pero tendremos que darnos prisa, porque llego tarde.
Saltó al suelo y en voz baja suplicó al dragón que ayudara a subir a la chica, la cual, algo aturdida, se acercó al dragón poniendo un pie sobre su cola, como si fuera a subir una escalera. No pareció darse cuenta de lo extraño que era que Revyn no utilizara una correa para obligar al dragón a ofrecerles la cola. En los últimos meses se había acostumbrado a que todo el mundo se maravillara al verlo, y tuvo que admitir que la indiferencia de la chica le molestó bastante.
Palagrin la subió a su lomo con un leve empujón que le hizo lanzar un grito de sorpresa porque estuvo a punto de caerse, suerte que Revyn la apretó contra sí a lomos del animal.
—¿Estás bien? —le preguntó sonriendo, mientras se colocaba detrás de ella.
La joven se pasó las manos por el arrugado vestido algo temblorosa. Luego Palagrin se puso en marcha, abriéndose paso entre la hierba.
—¿Vas a comprar a Logond? Allí hay de todo —le explicó Revyn—. Ve con cuidado para no perderte en la ciudad, porque es enorme.
Ardhes asintió ausente.
—He oído que la reina de Awrahell y su hija han venido de visita.
—Sí, yo las vi.
—¿De verdad?
La chica volvió la cabeza para mirarlo de soslayo.
—Bueno, solo por encima. Como jinete guerrero que soy tuve el honor de estar presente en la recepción y pude ver la comitiva real, y durante unos segundos vi a la reina.
—Yo también la he visto, ¿sabes? —dijo Ardhes muy despacio.
—¿En serio?
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó sin venir a cuento.
Durante unos segundos Revyn se preguntó qué extraña lógica habría seguido la mente de aquella muchacha para pensar en su edad mientras hablaban de la reina.
—Hummm, casi dieciséis… no, dieciséis. ¿Por qué?
—Ya me imaginaba que yo era mayor —respondió ella en voz baja. Después añadió—: Cumpliré diecinueve dentro de cuatro meses y medio.
—Dentro de cuatro meses y medio. ¡Caramba, qué exactitud! ¿Eres hija de un príncipe o qué?
La joven se rio divertida.
—No exactamente.
—La verdad es que tu nombre suena como el de la hija de un príncipe.
—Viene de Ahr ed aès y significa «El futuro está por venir», y te aseguro que no es el nombre de la hija de un príncipe cualquiera.
Revyn se quedó en silencio, preguntándose a qué se refería con lo de un príncipe cualquiera.
—Soy una chica normal —añadió Ardhes.
Enseguida tuvieron frente a ellos las puertas de la ciudad. Una vez en Logond, la joven le dijo:
—Gracias, Revyn, ahora ya puedo seguir sola.
Bajó del dragón y se dio la vuelta hacia él.
Revyn carraspeó.
—Bueno, Ardhes, disfruta de tu estancia en Logond.
—¿Volveremos a vernos?
A pesar de que era una pregunta, sonó más bien como una afirmación. De repente su expresión cambió, como si una luz la iluminara. Y Revyn cayó en la cuenta de que era guapa, de que tenía una belleza poco común, un halo irreal…
—Sí, me encantaría volver a verte —le costó reconocer su propia voz.
Sus cejas se arquearon levemente, y en su rostro se marcó una discreta expresión de alegría.
—Iré a verte, Revyn. ¿Dónde puedo encontrarte?
—Lo mejor será que preguntes a los guardias del barrio de los guerreros dragonianos.
Ardhes asintió.
—Vivo muy cerca de allí. Bueno, pues; ya nos veremos.
—¿Vives muy cerca? —preguntó tontamente.
En el rostro de la joven se esbozó una sonrisa, se dio la vuelta y desapareció entre la multitud.
Durante el desayuno, Revyn habló con Capras y Jurak sobre su encuentro con la joven. Twit no estaba porque tenía que participar en el torneo en la lucha de espadas, y llevaba varias horas entrenando. Por lo visto, no podía perder tiempo en algo tan banal como comer.
—¿Y dices que estaba en un margen del bosque? —le preguntó Capras—. ¿Y no te parece raro? ¿Quién se levanta temprano por la mañana para ir al bosque solo?
Revyn pensó que efectivamente su amigo tenía razón: era de lo más extraño.
—Aunque, pensándolo mejor, tú también te has levantado temprano para salir a montar solo, lo cual es igual de extravagante.
—No podía dormir —le respondió Revyn lacónico. Pensativo, jugueteó un poco con su cuchara, y después añadió—: Todo ha sido extraño… He tenido la sensación de que me conocía.
—¡Una admiradora secreta! —dijo Jurak divertido.
Revyn se levantó haciendo una mueca.
—Va, dejémoslo ya. Es hora de irse. Ahí fuera hay tres dragones dispuestos a destrozarme.
Capras se limpió la boca y se levantó también.
—¡Al menos tienes la oportunidad de presentarte ante el rey! ¡Piensa por un momento en lo trágica que es nuestra suerte, que no somos dignos de entretener a su majestad!
Capras imitó la expresión del rostro de Twit y movió las manos de un lado a otro como él. Aunque Revyn estaba de todo menos relajado, no pudo evitar una carcajada.
Los guerreros dragonianos se dirigieron en masa hacia la gran plaza en la que iba a tener lugar el torneo. En ese momento estaban empezando a montar las tribunas alrededor del cercado en el que tendrían lugar los enfrentamientos, y Capras y Jurak tuvieron que ayudar en el montaje. Revyn se libró porque iba a participar en el torneo. Sea como fuere, Capras se las ingenió para burlar la supervisión del jefe de la obra, de modo que al final solo tuvo que arrastrar una viga de madera. La mayor parte del tiempo lo pasó junto a Revyn, paseando entre la gente mientras veía a Jurak trabajar como un loco, sudando la gota gorda.
A medida que iba pasando el tiempo, Revyn notó que él también sudaba, pero por motivos muy diferentes: no sabía cómo se las arreglaría para tranquilizar al mismo tiempo a tres dragones salvajes, y menos aún en un espacio abierto, rodeado de un público bullicioso. Había barajado mil y una excusas para librarse de la actuación, pero le faltaban la imaginación y creatividad de Capras.
—Vamos, arriba esos ánimos —lo consoló su amigo—. Piensa que durante ese rato la plaza entera solo tendrá ojos para ti. El rey no mirará a nadie más que a ti, y seguro que lo dejarás muy impresionado si sobrevives.
Revyn lo miró angustiado.
—¿Así es como pretendes animarme?
—A ver, déjame que piense… Si fueras Twit sería más fácil, porque bastaría con pronunciar la palabra «rey» para que te saliera espuma por la boca. ¡Oh, ya lo tengo! ¿Has oído que la princesa de Awrahell escogerá a su favorito de entre todos los soldados que participen en el torneo? No quisiera ponerte aún más nervioso, pero… —Capras bajó el tono de voz para añadir—: He oído que la chica está en edad de merecer, solo le falta encontrar novio…
Revyn se rio.
—Pues lo tengo claro. Seguro que le encantará mi cuerpo descuartizado.
—Va, no creo que le importe demasiado. ¿No ves que está acostumbrada a las caras raras de los elfos?
Revyn negó con la cabeza divertido.
—Va, no le des más vueltas —le dijo Capras poniéndose un poco más serio—. ¿No eres el «domador magistral»? ¡Si sabes hipnotizar a los dragones! ¿Por qué iba a ser diferente esta vez? —Revyn lo miró con una expresión en la cara que valía más que mil palabras, y Capras añadió—: Sí, claro, esta vez tendrás que hacerlo delante de cuatrocientas personas y con tres dragones a la vez. Por cierto, ¿te han dicho que ayer no les dieron de comer para que estuvieran más embravecidos? ¡Uy!, por lo que veo no te lo habían dicho…
Revyn hundió la cara entre las manos.
El estruendo de la multitud era ensordecedor. El polvoriento suelo parecía vibrar bajo los pies de Revyn, que cogió aire tembloroso. Por lo visto, la presencia del rey no era motivo suficiente para contener el entusiasmo de los soldados, que enardecían a los guerreros que iban saliendo a la arena entre gritos de júbilo y pataleos. Desde donde él se encontraba no podía ver al rey, pues le quedaba justo encima. Además, estaba intentando concentrarse para su aparición, o, dicho con otras palabras, haciendo un esfuerzo por no vomitar. Tragó saliva.
Detrás de él, Twit iba de un lado a otro nervioso. Los próximos guerreros en salir estaban poniéndose las armaduras y comprobando el estado de sus armas.
—¿Y bien? ¿Cómo están las cosas ahí fuera? —preguntó Twit, deteniéndose unos segundos.
Revyn se encogió de hombros, mientras observaba la lucha de lanzas entre dos guerreros.
—Los dos siguen en sus monturas.
—Ajá. —Twit se pasó las manos por el pelo y se estiró el jubón—. Por Dios, qué suerte tienes de no tener que luchar contra nadie.
—¿Quééé? ¡Pero si me enfrento a tres dragones!
—Sí, sí, claro —dijo Twit con un movimiento de manos, y se puso en marcha de nuevo.
Se oyó un chasquido sordo. Twit se detuvo asustado, y estiró el cuello para ver lo que sucedía. Los guerreros dragonianos que estaban en las gradas gritaron a una un larguísimo «¡Uuuh!» a uno de los guerreros, que había golpeado con su lanza a otro y lo había tirado de su montura, reconociendo así al vencedor del encuentro entre gritos de júbilo.
Revyn sintió que se le revolvía el estómago cuando pasó a su lado el guerrero perdedor. Había llegado su turno.
El vencedor disfrutó de unos segundos más de ovación, se inclinó ante la tribuna real, salió de la plaza y fue a reunirse con el resto de los guerreros. Twit se dirigió al joven, le dio unos golpecitos en el hombro y murmuró:
—Bien hecho, bien hecho…
En la plaza, los gritos de júbilo fueron aplacándose. Revyn se separó del grupo: la arena le esperaba bajo el sol.
—¡Y ahora —oyó gritar al maestro Morok— permítanme que les presente a un miembro muy especial de nuestra guardia! ¡Un joven al que llamamos el «domador magistral»! ¡Hoy nos mostrará sus cualidades enfrentándose a tres dragones salvajes para domesticarlos ante nuestros ojos, en honor a sus majestades! —Un murmullo se extendió entre el público—. A un dragón le ordenará que se quede quieto, al segundo le pondrá una soga al cuello —una exclamación generalizada interrumpió su discurso—, ¡y al tercero lo montará sin correas ni riendas! —retomó la palabra el maestro.
Se hizo un silencio sepulcral, apenas interrumpido por risotadas de incredulidad aisladas. De pronto empezó a oírse un murmullo de sorpresa y estupor, y antes de verlos siquiera Revyn supo que habían dejado libres a los dragones. Entre berridos estremecedores, los tres animales empezaron a galopar por la plaza, con los cuernos empitonados. Era la primera vez que los veía, debían de haberlos comprado ese mismo día…
—¡He aquí nuestro valeroso domador de dragones! —gritó el maestro Morok.
—¡Revyn! —dijo alguien tras de sí—. ¡Es tu turno! ¡Tienes que salir!
Transcurrieron varios segundos antes de que Revyn lograra mover un solo músculo, pero al final salió a la plaza tambaleándose.
Lo recibieron entre aplausos contenidos. Recorrió a la multitud con la mirada y le pareció reconocer las caras de sus amigos. Luego se dio la vuelta e hizo una reverencia hacia la tribuna del rey, pero no tuvo tiempo de mirar con atención, porque en aquel preciso momento uno de los dragones empezó a correr hacia él. Se alzó un gemido generalizado entre el público cuando el aliento del animal rozó la piel de Revyn, haciéndole caer. Se incorporó con parsimonia y se hizo a un lado al ver que los tres dragones daban vueltas a la plaza enloquecidos. El ruido los ponía nerviosos y las armaduras de los guerreros reflejaban los rayos de luz, cegándolos desde las gradas. Revyn se dio la vuelta hacia ellos mostrándoles las manos con actitud resignada. Los dragones se cerraron en círculo en torno a él mirándolo fijamente con los ojos inyectados en sangre.
Se hizo un silencio sobrecogedor. Revyn solo oía el sonido de sus garras al golpear el suelo. Poco a poco se convirtió en una especie de ritmo tranquilizador, en un quedo «bum-bum, bum-bum, bum-bum»… Parecían los latidos de un corazón que de pronto llenara la plaza. De pronto, uno de los dragones hizo un giro y arremetió contra Revyn dispuesto a atacarlo.
Los espectadores gritaron horrorizados. Revyn saltó a un lado, rodó por la arena y pudo esquivar los cuernos de milagro. La sangre se le agolpó en las sienes. Jamás le había atacado un dragón, claro que siempre había estado a solas con ellos. Lo de ese día era completamente distinto. Se puso de pie tembloroso. El dragón seguía corriendo de un lado a otro, inquieto, dispuesto a atacar de nuevo, mientras los otros dos resoplaban.
¡Por favor!, susurró Revyn. Os lo ruego, no tengáis miedo. Por favor, confiad en mí. No os pasará nada, os lo prometo.
¡Pues yo no te prometo que a ti no vaya a pasarte nada! El dragón arremetió de nuevo contra Revyn, que corrió hacia un lado. El dragón hizo un giro rápido y bajó la cabeza para empitonarle. Revyn se detuvo, dio un salto y se cogió a su cuello con los brazos. El corpulento animal lanzó un gruñido espeluznante, pero Revyn no se soltó. Se abrazó al dragón y notó que se elevaba por los aires cuando este levantó el cuello. La multitud parecía entusiasmada.
¿No ves que estoy de tu parte? Deja de atacarme, ¿me oyes? ¡Por favor!
¡Suéltame! El dragón clavó sus ojos inyectados en sangre en los de Revyn.
¿Es que no me oyes?
Revyn se sujetó con fuerza al cuerno del animal mientras este se encabritaba corriendo en zigzag por la plaza. Al doblar una esquina, Revyn cogió impulso y levantó las piernas para cogerse también con ellas al cuello del dragón. Los espectadores no daban crédito a lo que veían: Revyn había conseguido sentarse sobre el dragón. Sus piernas se aferraban al cuerpo, la mano derecha rodeaba el cuerno central y la mano izquierda se asía al cuello del animal. Este echó la cabeza hacia atrás para quitárselo de encima, y al hacerlo se acercó tanto al cercado de la plaza que la gente se retiró asustada.
—¡Para! ¡Para! —gritó Revyn.
¡Por favor, para ya!
Acercó su cara al pelaje del animal para notar la pulsación de los músculos de su cuello, el temblor de sus tendones, y los latidos de su corazón, que se contraía y se hinchaba como un puño a punto de asestar un golpe.
Revyn soltó el cuerno para asirse solo al cuello. No es cosa mía sujetarte así. No es cosa mía domarte. Perdóname. No es cosa mía sacarte de tu mundo, encerrarte, convertirte en mi montura, arrebatarte la dignidad. Los hombres no tienen perdón. Yo no tengo perdón. No me perdones, si no quieres, pero no me culpes a mí…
Abrió la mano, soltó la brida que se había atado al antebrazo, y la dejó caer al suelo. En toda la plaza se hizo un silencio sepulcral.
El dragón se rindió, y los otros dos se acercaron a él sin perder su sentido de la dignidad: dos reyes prisioneros con la respiración entrecortada.
Revyn se incorporó temblando sobre el dragón, le soltó el cuello y se desplazó un poco hacia su lomo para que este pudiera verlo. El animal, aunque erguido, permanecía con la cabeza inclinada. Nadie pareció darse cuenta de que Revyn no había domado a los dragones, sino que estos se habían dejado domar.
Hablas de perdón y venganza. Es una burla, ¿no? Una ironía, viniendo de un hombre. Entiendes algo, pero al mismo tiempo no entiendes nada. No podemos perdonaros, pero tampoco podemos vengarnos. Ya es demasiado tarde. Pero si pudiéramos… Te aseguro que no os perdonaríamos. Nos vengaríamos con todas nuestras fuerzas, hasta que vuestra sangre empapara la tierra y vosotros, miserables criaturas, os ahogarais en vuestro propio dolor…
Revyn respiró hondo, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Entonces, como un frente nuboso que da paso a una lluvia intensa, la plaza se llenó de apasionados gritos de júbilo, difuminando sin más su diálogo interior.
—Por favor, déjame bajar —dijo con la voz ronca, en un tono prácticamente inaudible.
Los dragones habían inclinado sus cabezas. Sumiso, el dragón que montaba Revyn alzó la cola hasta él y lo ayudó a bajar. Cuando el chico puso los pies en el suelo se sintió mareado y con ganas de vomitar.
—¡Revyn! ¡Revyn!
El coronel Korsa se dirigía hacia él a toda prisa, cruzando la plaza como si en lugar de tres dragones salvajes y peligrosos hubiera allí tres mansos gatitos.
—¡Revyn! —Korsa lo cogió por los hombros riéndose hasta perder el aliento—. ¡Por todos los diablos, Revyn, estás chiflado! ¡Eres el mejor actor que he visto en toda mi vida! ¡La gente ha sudado sangre al ver tu actuación! Cuando el dragón ha arremetido contra ti he temido por tu vida, te lo juro por Dios, he pensado que te mataba. Y cuando te has cogido de aquel modo al cuello del dragón… Buf, tendría que haberlo sabido, claro, porque es imposible subir así a uno de esos animales a no ser que estén de tu parte… Todo el mundo pensó que eras hombre muerto, en serio, ¡el animal estuvo a punto de pisarte con una de sus garras! Pero entonces, al final… —Korsa se rio. Tenía la cara roja y llena de manchas—. Al final las tres bestias se reúnen en torno a ti rindiéndote pleitesía. Ha sido…
Korsa se acercó más a Revyn y lo abrazó. En ese momento Lilib se lanzó a la plaza, corriendo hacia el chico y el coronel.
—¡Revyn! Oh, Revyn, ¿estás bien? —Se detuvo ante él casi sin aliento.
Por encima de las risas de Korsa, Revyn vio la palidez mortecina en el rostro de Lilib, y supo que ella había comprendido que no se trataba de un juego o una farsa.
—¡Por todos los dioses! —Lilib se abrió paso sin prestar atención a Korsa y cogió el brazo de Revyn—. ¿Cómo estás? ¿Te han hecho daño?
Revyn la miró directamente a los ojos.
—¿Los has oído? A los dragones, Lilib, ¿tú también los has…?
Lilib lo miró preocupada, pero en ese momento Korsa se interpuso entre los dos.
—¡Revyn! ¡La princesa! ¡Rápido, dirígete hacia la tribuna real!
—Nos vemos luego en los establos de los dragones salvajes —dijo Revyn a Lilib sin perder tiempo, pues Korsa ya lo había arrastrado hasta encontrarse justo ante la tribuna.
Sin levantar siquiera la cabeza, Revyn se arrodilló en el suelo haciendo una reverencia. La gente contuvo el aliento para no perder detalle de cuanto sucedía.
Revyn estaba como ofuscado. Lanzó una mirada hacia atrás disimuladamente, y vio a una treintena de hombres atando a los animales con la ayuda de largas correas y redes sin que estos opusieran resistencia.
—¡Ya he tomado una decisión!
Revyn se llevó un susto de muerte al oír aquellas palabras justo encima de su cabeza. Durante una milésima de segundo se quedó completamente descolocado, había oído antes aquella voz. Entonces levantó la cabeza y lo que vio no hizo sino confundirlo todavía más.
—No creo que ningún otro participante del torneo pueda gustarme o impresionarme más que este joven jinete guerrero. Por favor, levántate y acepta mi presente, Revyn.
Korsa tuvo que darle un golpe en el costado para que reaccionara. Revyn se acercó a la tribuna con pasos vacilantes. Ahí estaba, sonriente y hermosa como la protagonista de un cuadro, la joven que había encontrado en el bosque.
—¿Princesa… Ardhes? —tartamudeó.
—¿Querrías aceptar mi presente, Revyn? —le preguntó ella rozándole el brazo con la mano. Luego cogió un delicado brazalete y acercó la preciosa joya de oro bruñido a la luz del sol.
—¡Cielo santo! ¡Maldita sea! ¡No me puedo creer la suerte que tienes! ¿Tú crees que será bueno?
Revyn le cogió el brazalete a Capras y lo sacudió impaciente.
—Pues claro que es bueno. ¿Te imaginas a una princesa llevando baratijas?
Durante unos minutos sus amigos, no quitaron ojo al brazalete. Tenía engastado un ribete de oro con arabescos que decoraba la suave superficie negra con un fondo de flores y mariposas, y se abría con la ayuda de un minúsculo resorte. Todo en él parecía tan delicado, que Revyn lamentó haberlo tratado con tanta brusquedad. En su aldea habría podido venderlo para comprarse un campo entero y una gran casa, e incluso pagar los servicios de un mozo que le ayudara. ¿Quién iba a decirle que algún día llegaría a tener un objeto tan valioso?
El sol del mediodía se colaba por las elevadas ventanas del comedor, dándole un aire irreal. Fuera se oía aún el clamor del torneo. Era extraño estar en el ayuntamiento, rodeados de silencio, mientras más allá de aquellas paredes continuaba el espectáculo.
—No me lo puedo creer —murmuró Revyn.
—Yo diría —dijo Capras, sentado sobre una mesa y balanceando las piernas— que eres el tío con más suerte de todo Logond. ¿Te acordarás de mí cuando seas rey de Awrahell? ¿Me nombrarás ministro de finanzas? Twit podría ser tu hombre de confianza y Jurak el ayudante del cocinero, ¿qué te parece?
Antes de que Jurak reaccionase a aquella provocación, Revyn le espetó:
—¡Vamos, Capras, cierra la boca! Esto no significa nada…
—¿Que no significa nada? —Capras frunció el ceño y señaló el brazalete—. Mira esta maravilla; si esto no significa nada, yo soy una vaca voladora.
—La princesa ha querido darme el brazalete porque le ha gustado lo que ha visto, pero también podría habérselo dado a Twit o a cualquier otro.
Twit esbozó una sonrisa agridulce.
—Sí, sí, claro, pero al final te lo ha dado a ti —insistió Capras, volviéndole a coger el brazalete para observar mejor sus maravillosos ornamentos—. Me pregunto qué habrás hecho esta mañana en el bosque para…
—¡Nada! ¡No he hecho nada, por supuesto! —Revyn se pasó las manos por las trenzas—. Todo es tan embarazoso… ¡Era la princesa y yo no tenía ni idea! ¡Y eso que vive aquí desde hace ya casi tres semanas! Le he preguntado unas estupideces… Debe de haber pensado que soy idiota.
—Visto lo visto, yo diría que no —dijo Capras.
Revyn se apoyó las manos en las caderas intentando calmarse y pensar con claridad. ¿Qué significado tenía que la princesa de Awrahell le hubiese regalado el brazalete y que quisiera volver a verlo? Porque aquello fue lo que le dijo antes de desaparecer por la mañana, ¿no? Y efectivamente habían vuelto a verse, aunque no como él había imaginado… Revyn apartó de su mente aquella idea. Bueno, tampoco habían pasado tantas cosas, ¿no? Había ganado el torneo y había conocido a la princesa de Awrahell por casualidad. ¡Era Capras quien le confundía con sus tonterías! Bromeaba como si Revyn acabara de prometerse, y eso era absurdo.
—Bueno, ya sabemos lo que haremos, ¿verdad, chicos? —dijo Capras mientras intentaba sin éxito ponerse el brazalete, que le quedaba pequeño.
Revyn se puso nervioso al ver cómo lo toqueteaba.
—Ah, ¿sí? ¿Qué haremos?
Capras le lanzó una mirada cómplice.
—Esté o no esté prohibido, hace demasiado tiempo que no vamos a la cantina de Goros, ¿no os parece? ¡Tenemos que celebrar tu amistad con la princesa, hombre! Quizá te cases pronto y entonces…
—¡Cap, por favor!
—¡Está bien! —Esbozó una sonrisa desvergonzada—. Al menos déjame el brazalete esta noche para impresionar a las mujeres.
—¡No pretenderás regalárselo a nadie!
—No, hombre, no, es solo para aparentar.
Jurak se rio.
—¿Y a quién se lo regalarías?
—Bueno, esta noche tengo planes…
En ese momento, Revyn recordó que él había quedado con Lilib, que estaría esperándole.
—¡Tengo que irme! —Salió corriendo, no sin antes girar sobre sus talones y arrancar el brazalete de las manos de Capras.
—¿Adónde vas? —le preguntó este decepcionado.
—A ver a Lilib, la domadora, tengo que hablar con ella.
Capras se rio con ganas.
—¿Qué?, te ha parecido buena idea, ¿eh? No olvides dejarme luego el brazalete. ¡Al fin y al cabo ha sido idea mía!
—Lilib no es más que… —Revyn hizo un gesto con la mano tras comprender que no tenía ningún sentido explicar a Capras que ella no era de la clase de mujeres que conocía Capras—. Luego vuelvo.
—¡Con el brazalete!
Revyn se despidió y salió del comedor. Mientras corría pasillo arriba, se metió el brazalete en el bolsillo interior del jubón. Poco después llegaba al establo; por suerte Lilib aún seguía allí apoyada en una puerta.
—Lilib, perdona que haya tardado tanto. Con todo este lío, se me ha pasado…
Ella se giró dando la espalda al dragón que había estado observando por las rendijas de la puerta.
—Felicidades por tu premio. Está claro que te lo merecías, dado el peligro que has corrido.
Revyn asintió pensativo.
—Gracias por venir. Todos los demás creen que había logrado domar a los dragones, pero no es cierto; querían atacarme de verdad.
—Lo sé —dijo Lilib—. Pero al final lo has logrado, por suerte. En varios momentos pensé que iba a suceder lo peor… —Lo miró atentamente—. Y la verdad es que podría haber sido así. Yo estaba convencida de que lo conseguirías, pero eso no quiere decir que no haya sido un milagro, un verdadero milagro.
Revyn le devolvió la mirada.
—Lilib, tú eres la única que me comprende. Dime, ¿tú también los has oído?
—¿A quiénes?
—¡A los dragones!, ¿a quién si no? —dijo en un susurro. Tenía el corazón a punto de estallar. ¿Qué pasaría si ella no los había oído? ¿Si nadie los había oído?—. Los dragones me hablaron en la plaza, aunque no con palabras, pero sí… ¡yo oí claramente lo que decían! Estaban llenos de odio y dijeron cosas terribles…
Lilib lo miró sin parpadear durante unos segundos que parecieron eternos.
—Revyn, ¿estás seguro? —preguntó por fin.
Él tuvo la desagradable sensación de que se había puesto rojo.
—Sí, no me lo invento.
—¿Qué has oído exactamente?
Revyn intentó explicárselo con palabras lo mejor que pudo, pero fue en vano.
—No me lo estoy inventando, Lilib, te lo juro —insistió Revyn con vehemencia—. Si no hubiera hablado con el dragón —añadió en voz baja—, ¿cómo habría podido lograr que se calmaran? ¿No lo entiendes? No tengo ningún truco para domesticarlos, es solo que…
—Solo que hablas con ellos.
Revyn asintió lentamente.
—Pensé que tú también lo hacías.
Lilib se apoyó en la puerta y cruzó los brazos, mirando a todos lados, como si mantuviera una verdadera lucha interior.
—Revyn, claro que hablo con los dragones, todo el mundo lo hace, pero son animales, y los animales, que yo sepa, no hablan, al menos no en nuestro idioma.
Revyn se pasó las manos por el pelo, viendo que Lilib lo tomaba por loco, si bien no estaba dispuesto a rendirse tan fácilmente.
—¿Dónde están los dragones del torneo?
—Están ahí detrás, pero… ¡Revyn, espera!
Lilib lo siguió hasta donde se encontraba el dragón que había montado en la plaza, el cual estaba inmóvil en su pequeño establo.
—¿Qué te propones? —murmuró la chica, mientras miraba entre las rendijas de la madera.
—Tú presta atención —le dijo Revyn.
Se pasó la lengua por los labios e intentó concentrarse.
¿Me oyes? ¿Cómo estás?
Mira a tu alrededor.
Revyn notó que la piel le ardía. Miró a Lilib, pero esta no mostró la más mínima reacción.
Lamento que estés aquí… Ojalá pudiera devolverte la libertad.
¿Qué es la libertad?
El dragón movió la cabeza de un lado a otro como si hubiera perdido el juicio, con la mirada perdida en la distancia.
La posibilidad de ir a donde quieras.
¿Y qué hago, si no sé adónde quiero ir? ¿Si los hombres me han arrebatado la voluntad y la capacidad de decidir? ¿Si ya no quiero ir a ningún sitio porque no recuerdo nada más allá de estas paredes? Ya es tarde, ya es demasiado tarde. Lo he olvidado todo. Vuestras cadenas ya son lo único que me retiene aquí.
El dragón seguía moviendo la cabeza como un péndulo.
—¿Qué sucede? —preguntó Lilib.
Revyn la miró.
—¿No lo has oído?
Ella entornó los ojos con un gesto de incredulidad.
—Cielos, Revyn, ¿de verdad te encuentras bien?
La chica intentó ponerle una mano en el hombro, pero Revyn la esquivó.
—Sí, claro que me encuentro bien. Olvida lo que te he dicho.
Hizo un esfuerzo por sonreír y parecer despreocupado, pero Lilib lo miró con suspicacia. No había oído ninguna voz. ¿Cómo se le había ocurrido confiar a Lilib su secreto? ¿Qué le había hecho pensar que ella podría oír las voces de su cabeza?
—Perdona, ni siquiera sé lo que me digo —añadió cabizbajo—. Volvamos a la plaza, ¿quieres?
Lilib asintió en voz baja.
Los preparativos para la guerra seguían imparables. Como debía asistir a todos los entrenamientos, Revyn apenas tenía tiempo para ir a ver a Palagrin o a algún otro dragón, y pronto estuvo tan agotado que dejó de levantarse por las mañanas temprano para salir a pasear al bosque. Tras los dos primeros meses de ritmo frenético, estaba destrozado; le salieron en las manos callos de sujetar la espada, y se despertaba sobresaltado en mitad de la noche soñando con cuchillas, lanzas o técnicas de ataque.
Por las noches ya no se escapaban en sus excursiones nocturnas a las cantinas de Logond. Twit estaba tan obsesionado, tenía tanta ambición, que continuaba entrenando cuando el campo de entrenamiento llevaba ya rato vacío. Capras y Jurak solo hablaban de la guerra, la cual, según ellos, pondría fin a las eternas discordias entre haradonos y myrdhanos. Hacía nueve años, Myrdhan fue sometida en su mayor parte y su rey tuvo que exiliarse a la costa este. Ahora acababa de reconquistar Isdad, la capital de Myrdhan, y estaba formando un ejército para atacar las fronteras haradonas. Haradon ya había vencido a Myrdhan en una ocasión, y, como los guerreros de Logond no dejaban de repetir, volvería a hacerlo esta vez.
—Las legiones de dragones myrdhanas están desarticuladas y débiles, y sus guerreros han engordado en estos diez años, mientras que aquí en Logond, y en todo Haradon, nos hemos preparado a conciencia para el combate que tendrá lugar dentro de unos meses —solía repetir Twit por las noches, cuando se quedaban un rato más en el comedor para charlar y jugar a los dados.
Nadie hablaba tanto, ni con tanta insistencia, sobre la inminente victoria de Haradon como Twit, que contaba los días y las horas que faltaban para la primera batalla.
A Revyn, en cambio, el tiempo le pasó volando, lo cual no le hizo la menor gracia. Al principio se acongojaba cada vez que se planteaba poner en práctica lo que había aprendido durante las clases; después pasó un tiempo sin pensar en la guerra, ni en nada prácticamente, y se limitó a practicar sin descanso; y, por fin, poco antes de abandonar Logond, adquirió consciencia de la inminencia de la contienda y se apoderó de él un miedo terrible al imaginar la cantidad de hombres y dragones que morirían. Sin embargo, en Logond nadie hablaba de ello.
Revyn pensaba a menudo en la princesa Ardhes. El encuentro que había tenido con ella se había quedado grabado en su memoria como un sueño recurrente. No sabía cómo explicarlo, pero Revyn tenía la sensación de que conocía a Ardhes desde hacía tiempo. Se le aparecía continuamente en sueños: corría entre la niebla en busca de algo que desaparecía al alargar las manos para tocarlo y se volvía invisible al abrir los ojos; exhausto, sin resuello, comprendía que tras un arbusto o un árbol se escondía la joven de rostro imperturbable. Sus oscuros ojos lo observaban. Pero en sus sueños la princesa también desaparecía al dirigir Revyn la mirada hacia ella. Solo que en su caso era distinto. En su rostro se observaba una expresión de angustia antes de desaparecer, y en lugar de desvanecerse en la niebla parecía que se hundiera en el agua sacudida por pequeñas olas…
Despierto, en cambio, no volvió a cruzarse con ella. Aunque no quiso admitirlo ante sus amigos, durante los días que siguieron al torneo albergó esperanzas de recibir noticias de ella en cualquier momento, pero no fue así. Finalmente tuvo que recordarse a sí mismo que Ardhes era una princesa y que seguramente lo habría olvidado. Quizá fuera mejor así, porque no habría sabido qué decirle con el tiempo.
—Dentro de dos días sabremos qué nos depara el destino.
Capras hizo aspavientos en el aire en un gesto que pretendía ser profético y motivo de reflexión al mismo tiempo. Al cerrar tras de sí las puertas del ayuntamiento, el coro de los guerreros dragonianos que entonaba canciones de guerra bajó de tono. Aquella noche celebraban que las tropas de Logond partirían al romper el alba. Entre el alborozo que reinaba en el comedor, Revyn encontró la oportunidad de salir de la sala con Capras unos minutos para hablar con él a solas antes de la contienda. Ya se había despedido de los domadores y de Lilib, y ahora también quería hacerlo de él.
—¿Eres tan optimista como Twit?
Revyn se rascó la cabeza, pensativo, mientras recorrían el muro de la ciudad.
—¿Quieres decir que si soy tan fanático? Tonterías… Aunque algo de razón tiene. Cuando regresemos, habremos ganado. Me refiero a nosotros, a los guerreros dragonianos. Siempre ha sido así y siempre lo será. Seremos nosotros quienes nos llevemos la gloria. ¿Tienes idea de cómo será nuestra vida cuando volvamos? ¡La gente besará más si cabe el suelo que pisemos! —Capras sonrió. Incluso en la oscuridad, sus ojos tenían un brillo travieso.
Suponiendo que regresaran, estuvo a punto de decir Revyn, pero se calló para no ser aguafiestas, y en su lugar dijo:
—Mi padre murió en la guerra contra Myrdhan.
Ambos permanecieron callados durante unos minutos. Revyn no sabía por qué había sacado el tema de su padre, cuando hacía tanto tiempo que no pensaba en él y, además, se había prometido no volver a hacerlo nunca más.
—Lo siento —murmuró Capras.
El tono serio que empleó no le pegaba nada. Él mismo debió de darse cuenta, porque enseguida añadió, algo más alegre:
—¡Un motivo más para acabar con todos esos cobardes dentro de dos días! Imagina… —Pasó un brazo por los hombros de Revyn y señaló con el otro hacia delante, como si estuviera teniendo una visión—. Imagina, Revyn, que en la batalla se encuentra el bastardo seboso que mató a tu padre, y que tú cabalgas hacia él despacio, blandiendo la espada para vengarte, ¿te lo imaginas? No me mires con esa cara de preocupación, seguro que tu difunto padre cuidará de ti en la contienda.
Revyn sonrió sin ganas.
—Y tus padres, ¿viven en Logond?
Capras retiró el brazo de su hombro.
—Mi madre murió hace tanto tiempo que ni la recuerdo. Hace un frío que pela, vayamos más rápido.
—¿Revyn? —oyeron al fondo.
Los chicos se dieron la vuelta. A la pálida luz de una antorcha que colgaba de un muro, reconocieron a la joven.
—¿Ardhes? —Revyn dio un paso hacia ella, pero se detuvo entre titubeos—. Quiero decir… princesa —añadió algo afónico.
Tragó saliva para recuperar la voz e hizo una reverencia.
—Será mejor que me vaya a casa —dijo su amigo, no sin antes darle unas palmaditas en el hombro.
Revyn se alegró de que estuviera todo tan oscuro, porque así Ardhes no se daría cuenta de que se había puesto rojo como un tomate. La princesa se acercó a él entre carraspeos y se detuvo a pocos centímetros de distancia.
—¿Tú también te vas mañana?
—Sí, majestad. Tenemos que ir todos. No esperaba volver a veros…
—No me llames majestad, por favor, me hace sentir mucho mayor de lo que soy.
Revyn pudo ver mejor el rostro de Ardhes a la pálida luz de la luna. Bajo el baño plateado de luz parecía más bella y fresca que nunca.
—Bueno, por eso estoy aquí —continuó diciendo Ardhes—. Justo a tiempo. Yo también me marcharé de Logond mañana. Regreso a Awrahell. —Hizo una breve pausa—. ¿Quieres pasear un rato conmigo, Revyn?
Él asintió mecánicamente y echaron a andar sin decir una sola palabra. A cada segundo que pasaba, el silencio acrecentaba la angustia de Revyn, que se sentía incapaz de abrir la boca, invadido por el miedo de no poder articular un sonido inteligible…
—Soy una princesa de sangre mixta: medio humana, medio elfa. Soy la hija de un rey élfico, y llegado el día reinaré en un país élfico. El motivo por el cual te digo todo esto es… En realidad no sé cuál es —admitió en voz baja.
Revyn se detuvo algo inseguro, y ella se dio la vuelta para mirarlo.
—Bueno, en realidad sí que sé por qué te lo digo.
Tuvo que hacer un esfuerzo por controlarse y no abrazarlo, apretando en las manos la tela de su vestido.
—Mira, Revyn, eres más especial de lo que crees. Puedo ver el interior de las personas, tanto sus pasados, sus futuros como sus sueños, aunque no siempre logro distinguir entre una cosa y otra. En fin, el caso es que he visto tu corazón, Revyn, y tienes algo que ningún otro guerrero posee: un destino glorioso para el resto del mundo. Veo un hilo que brilla a lo largo de toda tu vida. Gracias a él puede construirse un gran tejido relacionado con otros tantos destinos que dejará huella en el tiempo y marcará el futuro. Luego… luego se pierde el hilo, como si se te hubiera tragado la tierra… pero, la verdad, no sé qué significa.
—Pero ¿qué estáis diciendo? —tartamudeó Revyn—. ¿De qué estáis hablando?
Ella lo miró fijamente, y en su rostro se esbozó una mueca de compasión.
—Lo siento —dijo—, no tendría que haberte hablado de todo esto, si ni yo misma lo entiendo.
Tras quedarse callado unos instantes, Revyn preguntó con voz ronca:
—¿Me decís todo esto para que no tenga miedo en la batalla?
—¡No! No se trata de esta guerra, o quizá sí, pero no es por esto por lo que he venido. —Se dio la vuelta una vez más para mirarlo—. He venido para decirte que tu destino se cumplirá en otra batalla, no entre dos países, sino entre dos pueblos, y he venido para… —Vaciló unos segundos.
Parecía luchar consigo misma, pero al final se puso de puntillas suavemente y lo abrazó unos segundos, en los cuales Revyn sintió su cálido aliento en la nuca y el perfume a violetas de su pelo. Se quedó tan perplejo ante aquel gesto que no fue capaz de responder a su abrazo.
—… para decirte que te conozco mejor de lo que crees. Tú eres una de esas personas solitarias y de buen corazón que están cavando su propia tumba y enterrándose en ella porque creen que no tienen escapatoria. Aunque tu pasado tenga una sombra alargada y oscura, yo veo a una persona que se esconde de sí misma. Cuando puedas ver más allá de lo que te rodea, te darás cuenta de que yo estoy contigo.
Se alejó de él unos pasos, no sin antes darse la vuelta una vez más y añadir:
—Ah, por cierto, no morirás en la batalla.
Revyn fue incapaz de abrir la boca mientras veía a la princesa desaparecer en la oscuridad.