Era época de lluvias, y se veía cómo pesadas nubes pendían sobre las tierras montañosas. Los vientos del norte que llevaban impregnado el olor a nieve recordaron a Alasar que el invierno estaba a punto de llegar. Sintió un repentino escalofrío y se ciñó aún más el chaleco de piel. Los comerciantes solían aprovechar el otoño para viajar de pueblo en pueblo con el fin de vender leña procedente de los bosques del norte. Destacamentos cargados de troncos hasta los topes hacían su entrada en los pueblos, y los niños salían a su paso de sus cabañas bailando junto a la fragante madera al son de la música que entonaban, para pedirles a cambio trocitos de leña con los que tallar muñecos y dragones, mientras admiraban a los animales de carne y hueso que tiraban de sus carros. Desde que Alasar tenía uso de razón, se repetía el mismo ritual antes de cada invierno.
Miró hacia el horizonte. Lentamente la oscuridad daba paso a la luz del día. A pesar del frío, continuó inmóvil en su puesto de centinela, oteando en la distancia. Allí arriba, sobre el peñasco, había pasado las mañanas de los últimos doce días, esperando la indolente llegada del amanecer.
Alasar inspiró profundamente y olfateó el viento como los lobos esteparios que merodeaban por los alrededores todas las noches. Le pareció que el viento arrastraba un olor a fuego y a carne quemada que solo él podía percibir.
Vacilantes, casi a regañadientes, se abrieron paso entre las nubes los primeros rayos de sol. Entre decepcionado y aliviado, comprendió que se había hecho de día sin que su guardia hubiera merecido la pena. En el estado de guerra en el que se encontraba ya no esperaba la llegada de los madereros, sino la de su padre y la de los padres de los demás niños que dormían en el pueblo. Excepto los más pequeños y los ancianos, que no estaban en condiciones de luchar, el resto había desaparecido en el horizonte, rumbo al norte, hacía doce días. Incluidas las mujeres y los chavales de hasta trece años; todo aquel que se sintió capaz de sostener una lanza y arrojar una piedra salió a defender Myrdhan. Los hombres lucharían a la cabeza del ejército, las mujeres se quedarían al acecho, armadas con arcos y flechas, y los jóvenes se mantendrían ocultos para recibir a pedradas a cualquier agresor que alcanzara su campamento.
A Alasar también le habría gustado ir, aunque fuera con los chavales de trece años, a pesar de que estaba seguro de que se las habría arreglado igual de bien entre los hombres en mitad del campo de batalla. Pero solo tenía once años y era de complexión delgada y enclenque, y su rostro anguloso era inconfundiblemente myrdhano.
Resignado, respiró profundamente. Sus padres seguían, pues, en la guerra, así como sus dos hermanos, Ganem y Vasir, por los que no sentía ningún cariño, ya que siempre se reían de él y nunca le tomaban en serio, aunque él valía mucho más que los dos juntos.
Respiró hondo de nuevo y se dio la vuelta para descender por las rocas que conducían hasta el poblado, pero en cuanto puso un pie en la primera piedra le asaltó la extraña tentación de mirar una vez más, pues sintió un miedo agudo en la nuca como jamás había sentido. Y volvió de golpe la cabeza. El viento rugía en sus oídos y jugueteaba con sus hirsutos mechones de pelo alborotándolos. Tardó unos segundos en verlo.
Un dolor intenso le recorrió el cuerpo. Resbaló y cayó de la piedra, pero se levantó de inmediato. ¿Acaso se equivocaba? Ojalá fuera un error, mas no lo era.
En la distancia, vio una masa de puntos negros centelleantes deslizándose hacia donde se encontraba él. La mirada de Alasar se desplazó por la creciente marea, pero no vio las banderas rojas de los myrdhanos. Aquellos no eran sus padres, ni los padres ni los hermanos de la gente de los pueblos vecinos.
El ejército que se abría paso pertenecía a los haradonos. ¡Los myrdhanos habían perdido la batalla!, lo cual significaba que los padres de Alasar y todos los demás… Un pánico febril borró de su mente aquellos pensamientos. Mientras descendía por las rocas temblando de miedo, se lastimó las manos y se hizo varios rasguños en las rodillas y los codos con los cantos de las piedras antes de salir a campo abierto. Corrió hacia el pueblo tan rápido como pudo sin detenerse a pensar en el dolor de sus miembros. Las estacas de madera que rodeaban el recinto a modo de muralla le parecieron irrisorias, en comparación con la oscura marea de guerreros que se dirigía hacia la población.
—¡Alerta, alerta!
Todos los chiquillos salieron corriendo de sus cabañas, algunos en brazos de sus abuelos, que casi parecían más asustados que los niños.
—¡Los haradonos! —chillaba Alasar, abriendo una puerta detrás de otra hasta que todos se enteraron de la noticia y se reunieron en la plaza.
Alasar se precipitó en su cabaña. Había imaginado aquella escena miles de veces en los últimos doce días y, pese a los frenéticos latidos de su corazón, sintió cierto sosiego. La pequeña choza seguía oscura como la había dejado antes de salir de guardia. Tan solo los restos de unas brasas centelleaban bajo la caldera en el fogón.
—¿Alasar? —preguntó una frágil voz.
Corrió hasta la cama en la penumbra y cogió las manos de su hermanita.
—No tengas miedo, Magaura. Ahora tenemos que irnos, como te dije. ¿Lo recuerdas?
Ella asintió pensativa.
—Dejarlo todo y salir corriendo, eso dijiste.
Alasar asintió también.
—Exacto. No te pasará nada si no te separas de mí.
—No lo haré —susurró Magaura.
—Vamos.
La sacó de la cama y le puso los leotardos, el vestido y la capa, sin dejarse vencer por el miedo que le empujaba a hacerlo todo con más rapidez de lo habitual. Después se estiró en el suelo y metió una mano bajo la cama para sacar un fardo que había preparado en secreto cuando los adultos abandonaron el pueblo, y que contenía agua, tocino, pan y una navaja grande. Se puso el fardo bajo un brazo y, cogido de su hermanita de la otra mano, abandonaron la casa. Alasar no miró atrás, consciente de que nunca volverían a pisar la cabaña que los vio nacer y crecer. Pero aquella certeza solo refulgió en su mente, no en su corazón.
En la plaza del pueblo había cundido el pánico. Los niños lloraban, abrazados a los desorientados ancianos, algunos de los cuales intentaban cerrar las puertas de la muralla.
Alasar se dirigió con paso firme al centro de la plaza.
—¡Escuchadme! —gritó—. ¡Escuchadme y dejad de lloriquear!
Cuando los sollozos remitieron ligeramente, Alasar se dirigió a los ancianos que estaban cerrando las puertas.
—¡Dejad eso, es absurdo! ¿Acaso creéis que las puertas lograrán contener a los haradonos? Debemos abandonar el pueblo. Sé dónde podemos estar a salvo.
—Pero ¿qué estás diciendo, chiquillo? ¿Quieres que nos lancemos a los brazos de los haradonos? ¿Dónde estaremos más a salvo que aquí? —le replicaron.
Alasar esperó unos segundos totalmente indignado, mientras los demás le insultaban. Y al cabo de un rato continuó con determinación, como si nadie hubiese puesto en duda sus palabras:
—Nos esconderemos en el interior de las rocas. Conozco todas las cuevas de los alrededores. Coged provisiones. Abandonaremos el pueblo y cerraremos las puertas. Cuando los haradonos lleguen aquí, esperaremos a que entren en el pueblo. Entonces nos deslizaremos hasta la muralla desde fuera, y les prenderemos fuego.
A pesar de que fueron esas sus palabras, sabía que no sucedería así. La inmensa marea del horizonte engulliría el pueblo antes de que ellos, una minúscula fracción, lograran entrar en él.
—¿Quieres que prendamos fuego a nuestro pueblo? —exclamó un anciano, cuya voz ahora sonaba más titubeante.
—El chico tiene razón —admitió una anciana mientras intentaba reabrir las puertas—. Marchémonos ahora, y sorprendamos después a los haradonos. Permanecer aquí dentro encerrados será una trampa mortal.
Algunos empezaron a ayudarla a abrir las puertas, mientras otros protestaban con más fuerza aún.
—¡No podemos abandonar el pueblo! ¿Qué será de nuestras cosas si los haradonos arrasan con todo? —gritó un chico de la edad de Alasar.
—Podéis venir conmigo o quedaros aquí —dijo Alasar—, pero todo aquel que se quede no sobrevivirá a esta noche.
Los pequeños rompieron a llorar, muertos de miedo. Muchos se abrazaron a Alasar, que parecía completamente ajeno al pánico general.
Hicieron acopio de cuantas provisiones, velas y antorchas fueran capaces de transportar y se reunieron ante las puertas abiertas de la aldea. Alasar y Magaura se pusieron a la cabeza de la comitiva de niños y ancianos. Tres mujeres embarazadas quisieron unirse a ellos, no sin antes preguntar una de ellas:
—¿Y estás seguro de que podremos escondernos en las rocas?
Antes de que Alasar pudiera responderla, su hermana Magaura se le adelantó:
—Mi hermano conoce las cuevas mejor que nadie. Sabe dónde se encuentran la sal, las fuentes y los murciélagos.
Las mujeres asintieron en silencio, mientras Magaura sonreía satisfecha de haber demostrado a Alasar que se acordaba de las historias que tantas veces le había explicado.
No todos abandonaron el pueblo: un grupo de niños, ancianos y mujeres embarazadas se quedó en él cerrando las puertas de madera desde dentro.
Alasar no podía evitar volver la vista atrás hacia la larga comitiva formada por niños con expresión asustadiza y ancianos que le seguía. En el fondo de su corazón siempre había sabido que algún día lideraría las masas, aunque jamás pensó que su convicción fuera a materializarse tan pronto, y menos aún en una situación de peligro semejante.
—¿Papá y mamá volverán? —preguntó Magaura, que iba dando pasos cortos y apresurados a su lado.
Alasar la miró con preocupación. Tan inocente, y ya tenía que pagar por la derrota de sus padres…
—Ellos… ¿Sabes?, todavía no van a volver.
—¿Y cuándo lo harán?
—En cuanto lo sepa, te lo diré. Mientras tanto, yo estaré a tu lado, ¿vale? —Se obligó a sonreír a su hermana, y Magaura bostezó, despreocupada.
Alasar condujo a su comitiva hacia los desfiladeros y las montañas de piedras que se habían formado entre los cerros, escogiendo los caminos más recónditos por miedo a que el ejército haradono los sorprendiera. Hasta que llegaron a unas enormes losas inclinadas entre las que se habían abierto pasillos y agujeros naturales.
Los niños, ancianos y mujeres siguieron vacilantes a Alasar, inmersos en la oscuridad. Ninguno de ellos se había interesado por las cuevas, pero a él le gustaban la oscuridad, el sonido del agua borboteando en las rocas, y la soledad, capaz de disipar la consciencia del tiempo.
Una vez en las rocas, encendieron las antorchas y empezaron a descender. Alasar conocía cada piedra de la zona, razón por la cual se adelantó al resto con presteza, ayudando a las embarazadas y a los más pequeños a avanzar. Los habitantes del pueblo se quedaron boquiabiertos ante la visión de las cuevas, grutas y lagos subterráneos. Alasar condujo a su pueblo de una gruta a otra por un laberinto de pasillos tan perfectos que parecía que fueran obra divina. Los niños pronto olvidaron su miedo y comenzaron a bailar alrededor de las afiladas piedras del suelo, a saltar sobre los charcos, en los que se veían cangrejos semitransparentes deslizándose de un lado al otro, y a jugar a escuchar los distorsionados ecos de sus voces que les devolvían aquellas grutas altas y abovedadas.
Alasar se dejó aconsejar por los ancianos y las mujeres sobre el mejor lugar en el que asentarse y, en cuestión de segundos, montaron un campamento con las pieles que habían llevado consigo. Cerca de allí encontraron un estrecho pasillo que se convertiría en su despensa, y, justo al lado, una zona seca para las antorchas, el sebo para las velas y las armas. Los niños también se implicaron en los preparativos: fijaron las antorchas en las paredes, llenaron los cubos de agua para poder beber y cocinar, y encendieron una hoguera para combatir la fría humedad de la gruta. Una vez acabaron, fueron a inspeccionar el resto de las cuevas circundantes.
Más tarde, Alasar los dejó allí y salió al exterior. El cielo había oscurecido. El chico trepó por las rocas, se tiró al suelo y, conteniendo la respiración, observó cómo avanzaba el ejército haradono. Todo sucedió como había supuesto: su pueblo fue engullido por una estridente marea negra de hombres armados hasta los dientes.
En cuestión de minutos, una turba aterradora de hombres se apoderó del lugar que le había visto nacer. Alasar ya había presenciado antes una cosa parecida, una primavera de hacía varios años, cuando un millar de hormigas royeron ante sus ojos un sapo vivo.
Después se hizo el silencio. Los trepidantes pasos del ejército se reordenaron. El fulgurante enjambre de hombres siguió su camino satisfecho. El pueblo ardía en llamas sacudido por el frío viento del atardecer. Aquella imagen, junto al sonido de los gritos cada vez más débiles, cada vez más apagados, se grabó para siempre en la memoria de Alasar, que, incapaz de incorporarse, permaneció echado en el lugar desde donde presenció la devastación de su pueblo.
Como le ocurría desde hacía tiempo, Ardhes se despertó al amanecer, en plena oscuridad, sobresaltada por un sueño. Se incorporó en la cama muerta de miedo, no sin antes observar durante unos segundos su habitación, hasta que sus ojos se acostumbraron a la luz irregular de las antorchas y estuvo segura de que no acechaba ningún monstruo en la penumbra. En un colchón junto a su cama, su nodriza, Candula, dormía con la boca abierta sin dejar de roncar. Pese a ser alta y corpulenta, estaba enroscada de tal modo que parecía más bien menuda. Llevaba muchos años trabajando de sirvienta y había aprendido a comportarse con la mayor discreción posible, incluso cuando dormía. Lo único que no había podido esconder eran sus ronquidos, pues no era consciente de ellos y Ardhes nunca se lo había dicho. De saberlo, Candula intentaría aguantar la respiración y acabaría mareándose o perdiendo el conocimiento.
Además, a Ardhes no le molestaba que Candula lidiara todas las noches con el aire que expulsaba de aquel modo tan estrepitoso, sino todo lo contrario: el ruido le recordaba que no estaba sola. El castillo de sus padres era demasiado grande, y a menudo se sentía triste y abandonada entre sus inmensas paredes de piedra.
Pasó un rato sentada en la cama observando las cortinas blancas de su balcón, que se mecían levemente con el viento. Todo parecía estar tranquilo, aunque Ardhes sabía que no era más que un espejismo. El castillo llevaba semanas sometido a una gran tensión. El servicio parecía más silencioso que de costumbre, los soldados habían dejado de contar chistes groseros, y su madre se comportaba de un modo insólito. Ardhes conocía la razón de todo aquello: haradonos y myrdhanos estaban en guerra, y su madre, prima del rey haradono, estaba tan preocupada y su ambición era tan grande que no lograba conciliar el sueño. Si Haradon vencía, Awrahell también saldría beneficiada, pero si Haradon perdía, Awrahell quedaría a merced de los bárbaros myrdhanos.
Tras dudar unos momentos, Ardhes decidió levantarse. Se enfundó los pies en sus zapatillas y se puso el vestido sobre el camisón no sin dificultad, porque normalmente era Candula quien la vestía. Pasó junto a ella, que seguía durmiendo, y salió al balcón, desde donde tenía unas vistas impresionantes de su país.
Las colinas rocosas y los desfiladeros de Awrahell se extendían hasta el horizonte, donde el cielo empezaba a teñirse de un azul metálico. Era un paisaje árido y yermo, sin apenas matices verdes, pero, a los ojos de su joven princesa, la ciudad de Awrahell era bella y majestuosa, un reino que parecía un océano convertido en piedra en plena tormenta, al mismo tiempo que un reino que se extendía sobre la superficie de la tierra como un papel fino y arrugado.
Ardhes se recogió el vestido y el camisón para bajar por las escaleras, cuyos peldaños se apoyaban en la pared externa de la gran torre en la que se encontraban sus aposentos y conducían a una entrada del muro de defensa que quedaba al oeste del castillo. Los guardias que había apostados en la puerta miraron atónitos a Ardhes al verla tan torpemente vestida y con tantas prisas antes de despuntar el alba.
En el vestíbulo confluían numerosos pasillos y escaleras. Con paso firme, enfiló uno de los corredores más largos hasta bajar por una escalera y encontrarse frente a una puerta grande y curvada que le abrieron dos guardias. No les sorprendió que la princesa apareciera allí a aquellas horas de la mañana. De hecho, Ardhes solo visitaba a su padre al amanecer, a no ser que hubiese una ceremonia o una recepción oficial, lo cual sucedía en contadas ocasiones.
Ardhes entró en un amplio aposento en el que había una chimenea encendida, a pesar de que los otoños en Awrahell eran cálidos y agradables. La regia cama con dosel estaba vacía y las sábanas intactas, pues el rey, que no se había acostumbrado a las camas, nunca dormía allí. En lugar de ello, se estiraba en el balcón a cuyos pies se extendía el país. Ardhes salió fuera. Desde ese lado del castillo se veía el horizonte por el norte, y en el oscuro firmamento aún refulgían las estrellas.
—¿Padre?
Ardhes rozó delicadamente la blanca piel sobre la que yacía su padre con los brazos extendidos. Este abrió los ojos y los clavó en su hija sin necesidad de moverlos un solo milímetro, como si la hubiera estado esperando.
—Buenas noches y buenos días, pequeña Ardhes-ayen.
—No deberías llamarme así. Mamá no quiere.
El rey se incorporó, con lo que una melena canosa le cayó sobre los hombros como una cascada de plata. Aun así, su rostro parecía joven, en sus ojos apenas había arrugas y apenas tenía suaves líneas de expresión. Sea como sea, para una chiquilla de diez años todo aquel que no era un niño parece irremediablemente mayor, por lo que jamás se había detenido a pensar en cuán contradictorios resultaban el pelo blanco y el joven rostro de su padre.
—¿Y por qué no puedo llamarte Ardhes-ayen, mi querida Ardhes-ayen?
El rey frunció su pálida frente, y Ardhes lo observó con atención, sorprendida de que la expresión de su cara pudiera cambiar tanto.
—Ya lo sabes —le respondió—. Es…
—¿Élfico?
Su padre sonrió, Ardhes no sabía si de tristeza o por pura diversión. En realidad, quizá ni el propio rey lo supiera.
La pequeña asintió.
—Bueno, pero es que tú eres mitad élfica, san alyúren, hija mía. ¿Por qué no he de poder pronunciar el apodo élfico para tu nombre humano?
Ardhes se mordisqueó el labio inferior y reflexionó sobre aquello. Después se arrodilló y se acercó a su padre, que dobló las piernas para hacerle sitio.
—Me he despertado a medianoche, padre —dijo cambiando de tema—, con la sensación de que esta noche sucederá algo, si es que no ha sucedido ya.
El rey la observó con una misteriosa sonrisa dibujada en su cara. Después extendió el brazo y le tocó la punta de la nariz.
—San alúren, danuh a yor eliam mior nahéd tâloree elyén mior…
—No te entiendo.
—¿Ya no recuerdas mi lengua? —La voz del rey sonó débil, como un susurro.
—No.
El rey suspiró.
—He dicho que hay mucho de mí en ti.
Ardhes pensó en lo que le decía siempre su madre: que no se parecía nada a su padre. Efectivamente, el rostro que Ardhes observaba reflejado en el espejo no tenía nada que ver con el del rey. Su padre tenía los ojos azules y tristes, mientras que los de Ardhes eran oscuros y serenos, apenas expresivos. Además, ella tenía el pelo rubio, casi blanco, y una nariz pequeña que le salía directamente de la frente. Su boca también era pequeña y sus labios tenían una expresión de eterna obstinación. Incluso sus orejas eran totalmente redondas, completamente distintas de las de su padre, tan puntiagudas. La verdad es que no se parecía en nada al rey, cuyo rostro era el vivo reflejo del sol.
—Sientes cosas, ¿no es así? —observó el rey, que conocía perfectamente la respuesta—. ¿Lo ves? En tu interior tienes parte de mí y de tu pueblo.
Ardhes quiso decirle que se equivocaba, que el pueblo de él no era el pueblo de ella, pero se ahorró aquel comentario —que, por otra parte, su madre no dejaba de repetirle—, porque tenía ganas de saber lo que su padre quería contarle. Al fin y al cabo, esa era la razón por la que había ido hasta su aposento.
—Yo también tengo esa sensación, Ardhes-ayen. —Durante unos segundos miró a las estrellas como si él también hubiese sido una en el pasado—. Los haradonos han ganado su terrible guerra humana. Y seguirán siendo los vencedores, mientras sigan estando seguros de su victoria. Pero con el paso de los años no habrá vencedores.
Miró a Ardhes con su sabiduría característica, y, una vez más, ella no supo si su mirada transmitía esperanza o la más absoluta de las derrotas.
—El vencedor de hoy será el perdedor de mañana; quien hoy vive estará muerto dentro de unos años; quien reina hoy será relegado al olvido —añadió.
Ardhes no respondió, aunque las palabras de su padre la dejaron desconcertada. En cualquier caso, ¿qué podría haber dicho? Su padre siempre decía frases enigmáticas.
Miró las estrellas, que ya casi habían desaparecido en la luz del amanecer, y se le ocurrió preguntarse si su padre habría sido en algún momento una estrella. Parecía mucho más cercano a un mundo evanescente e irreal que a los aposentos de un palacio en guerra y, por si fuera poco, de un palacio en el que reinaba una mujer del carácter de Jale.
Cuando Ardhes regresaba a su cuarto Candula le salió al encuentro. La anciana nodriza ni siquiera había tenido tiempo de recogerse el cabello, que rodeaba su rollizo rostro como si fuera un revoltijo de paja.
—¡Princesa! —exclamó casi sin aliento—. ¡Princesa Ardhes! ¡Su madre la requiere inmediatamente en sus aposentos!
A Ardhes no le sorprendió nada que su madre la llamara a aquellas horas tan intempestivas, y menos aún tras haber oído decir a su padre que los haradonos habían ganado la guerra, así que con paso tranquilo se dirigió a su habitación.
—Está bien, Candula, vísteme.
La nodriza sacó un vestido del arca que había a los pies de su cama y vistió a Ardhes, le lavó la cara y le recogió el pelo en un artístico moño sobre la nuca. Luego se dirigieron hacia los aposentos de la soberana, momento que Candula aprovechó para recomponer su propio peinado en la medida de lo posible.
Los aposentos de la reina de Awrahell habían sido organizados de modo que quedaran algo apartados del resto, en el ala norte del castillo, pero la madre de Ardhes había preferido instalarse en las estancias del centro, y había cambiado los grandes balcones y las hermosas vistas del país, que detestaba, por las salas de recepción y los vestíbulos reales. La reina ocupaba numerosas habitaciones: dos para dormir, siete para bordar, tejer y tomar el té, cuatro para asesorarse y conversar, pese a que por lo general atendía todas las tareas de asesoramiento y las conversaciones en las salas de recepción, y tres para comer. La criada que había sido enviada a buscar a Ardhes comunicó a Candula en cuál de las habitaciones las esperaba, así que la nodriza se dirigió sin dudarlo hacia uno de los dormitorios. Una criada les salió al encuentro y les abrió la puerta.
En cuanto esta se hubo cerrado a sus espaldas, la reina se dio la vuelta y exclamó:
—¡Ardhes!
La pequeña inclinó la cabeza sin hacer una reverencia porque su madre le había enseñado que no debía agacharse ante nadie y que bastaba con inclinar ligeramente la cabeza.
—Buenos días, madre.
Un destello recorrió el delgado rostro de la reina Jale, que en otro tiempo debía de ser muy parecida a la pequeña Ardhes, pues tenían la misma boca y la misma mandíbula prominente y el mismo pelo denso y sin brillo de color arenoso. Sin embargo, la reina Jale era una mujer avinagrada que odiaba más que amaba y solía estar más enfadada que feliz, lo cual se reflejaba en su mirada.
—¡Cariño, ven aquí, ven!
La reina Jale, que estaba de pie frente al espejo con una criada que la ayudaba a vestirse, hizo un gesto a Ardhes para que se acercara. La elección de su atuendo revelaba que estaba de buen humor: en lugar de los vestidos oscuros que solía llevar cuando no tenían invitados en el castillo, esa mañana se había decidido por un precioso vestido de terciopelo verde con ribetes de color rojo vivo.
—¿Qué sucede? —preguntó Ardhes.
La reina Jale observó a su hija un instante pensativa, casi cariñosa.
—Cielo, un mensajero acaba de darme la mejor de las noticias: Haradon… —Tragó saliva y sonrió emocionada—. ¡Haradon ha vencido! Los bárbaros de Myrdhan han sido derrotados. ¡Y en unas semanas vendrá a visitarnos el rey de Haradon! El rey Helrodir, tu tío segundo, cielo.
Ardhes sonrió, y también su madre la reina, la cual estaba de tan buen humor que ni siquiera la criada logró encolerizarla como de costumbre cuando le abrochaba los botones.
—¿Significa eso que ahora todos los elfos de Myrdhan deben morir? —preguntó Ardhes.
—¡Cielo santo, no! —La reina Jale se miró en el espejo y se atusó el pelo—. En Myrdhan no hay elfos. Es un reino exclusivamente de humanos. Myrdhan no es como los reinos insulares o de la estepa occidental en los que conviven humanos y tribus élficas sin que nadie sepa a quién pertenece la tierra. A lo mejor querías decir que no sabes lo que ganamos con la victoria haradona, ¿no es así? —dijo lanzándole a su hija una mirada de reproche—. ¡Piensa con la cabeza! La cabeza es lo mejor que tienes, ¡no lo olvides nunca! —Con un gesto reprobatorio apartó a la criada y se abrochó ella misma el vestido. Después se miró con escepticismo en el espejo desde todos los ángulos—. Haradon, después de vencer a Myrdhan, se ha convertido en el reino humano más poderoso del mundo, ¿no es así? Y dime, ¿quién tiene sangre haradona? ¡Yo, tu madre! Y tú, puesto que eres mi hija. Awrahell, gracias a tu tío segundo, está bajo la protección de Haradon. Si Haradon es poderoso, Awrahell también. Además —añadió la reina con un tono que obligó a Ardhes a aguzar el oído—, Haradon es un reino humano, y mi primo se siente responsable de los hombres de Awrahell, no de sus elfos. —La reina Jale le sonrió de nuevo. Mientras tanto, la criada se había arrodillado ante sus pies para ayudarla a ponerse los zapatos—. Por cierto, ¿dónde te habías metido? Mi criada me ha dicho que no estabas con la nodriza.
Ardhes se dirigió a una de las ventanas, por las que empezaba a filtrarse la pálida luz del día, y se recostó en ella. Desde allí podían contemplarse las dos pequeñas ciudades próximas al castillo y los pueblos que se esparcían por el paisaje rocoso. Las ciudades pertenecían a los hombres, y eran muy pocos los pueblos que estaban dominados por los elfos, los cuales vivían retirados en las aldeas de las montañas.
—Estaba con papá.
La reina Jale dio un fuerte pisotón en el suelo y se volvió hacia ella.
—¿Por qué?
Al levantar la vista hacia su madre, Ardhes vio que su rostro se había endurecido.
—Tuve el extraño presentimiento de que había sucedido algo. Fue por el mensajero que trajo la noticia de la victoria. Quería preguntarle qué había sucedido, porque aún no lo sabía.
La reina observó a su hija durante un rato, sin saber si debía mostrarse indignada o divertida. Al final se decidió por una sonora carcajada y se acercó a Ardhes, que apartó los brazos de la repisa de la ventana.
—Preguntarle qué había sucedido, ¡qué cosas tienes! ¡Pero si ese bufón no tiene ni idea de nada! —La reina se detuvo cerca de ella. Era una mujer alta. Se inclinó hacia Ardhes y le cogió el rostro con las manos—. No quiero que vayas a ver a tu padre, no permitas que te llene la cabeza de pájaros, ¿entendido?
Ardhes asintió sin dejar de respirar hondo para no perder la compostura mientras la reina Jale le apretaba la cara.
—Hummm —murmuró, y la soltó—. ¿Ha intentado explicarte alguna de sus historias absurdas? ¿Te ha hablado en esa horrible lengua?
—Sí.
—¿Y tú qué has hecho?
—Como no lo he entendido, le he dicho que dejara de hablarme así.
La reina se dio la vuelta y se miró de nuevo en el espejo para recomponerse el peinado.
—No vuelvas a ir a verlo, así no tendrás que decirle que se deje de sandeces.
Ardhes se frotó las mejillas para borrar las marcas de uñas de la reina.
—Madre…
—¿Sí?
—¿Crees que él también te odia?
La reina Jale soltó una carcajada tan sonora que Ardhes se dio un verdadero susto.
—Fue un matrimonio de conveniencia, mi vida. —Dejó caer las manos y se dio la vuelta hacia ella—. El rey no nos soporta ni a ti ni a mí. Pero yo te quiero, y afortunadamente no te pareces en nada a él.
Desde que Ardhes tenía uso de razón, le habían dicho que era hija de la paz. Tardó mucho en comprender a qué se referían llamándola así: que aseguraría la paz entre los hombres y los elfos en Awrahell porque tenía sangre mestiza, y que un día reinaría sobre los dos pueblos y los uniría, del mismo modo que estos se habían unido en su ser.
Pero Ardhes sabía que su destino en la vida sería mucho más importante de lo que imaginaban para el futuro de los hombres y los elfos. Pese a los muy dispares deseos en torno a su nacimiento, ella solo llevaría a cabo los deseos de una de las partes: la de los humanos.
Desde tiempos inmemoriales, elfos y humanos, demasiado distintos para convivir en paz y demasiado iguales para caer en la indiferencia, habían luchado por las tierras y el poder. Con el paso de los siglos, los hombres habían ido ganando en prestigio, mientras que el pueblo élfico había ido quedándose a la zaga. Cuando la madre de Ardhes nació, el pueblo élfico estaba escindido en pequeños reinos, tribus y aldeas.
Awrahell era uno de los mayores reinos élficos que aún se mantenían íntegros, ya que los humanos evitaban su terreno pedregoso y escarpado, poco adecuado para la agricultura. Pero, pese a que Awrahell parecía tan insignificante como una piedra en una montaña, lo cierto es que en un momento dado los humanos amenazaron con hacerse con él.
Unas décadas atrás, los humanos se habían instalado también en las montañas, como si fuesen tierra de nadie. No tardaron en desatarse crueles guerras entre humanos y elfos por aquel territorio. Los elfos deseaban habitar en las ciudades porque estas se encontraban en los límites de su reino, pese a haber sido construidas por humanos, que no estaban dispuestos a reconocer al rey de Awrahell porque era un elfo. El país parecía condenado a una guerra civil, y la casa real élfica acusaba ya la amenaza de la extinción.
Fue entonces cuando el rey de Awrahell tuvo una idea para preservar a su pueblo del creciente poder de los humanos. Si un rey élfico se casaba con una princesa de sangre humana, su hijo, el sucesor al trono, sería mitad hombre, mitad elfo y reinaría sobre ambos pueblos al mismo tiempo. De ese modo, Awrahell se convirtió en el primer reino que perteneció a hombres y elfos por igual.
Una princesa de Haradon, el vecino país humano, fue proclamada reina de Awrahell y dio a luz a la niña que debería asegurar la paz. Desde su nacimiento, Ardhes había sido educada para, llegado el día, desempeñar un papel decisivo en el futuro de su reino, por pequeño que fuese Awrahell.
—Pero tú no serás la reina que una a los elfos y a los humanos —solía decirle su madre por las tardes, cuando se sentaban ante la chimenea—, ¡sino la que traiga la victoria de los humanos sobre los elfos!
Los humanos eran astutos y taimados, y no era precisamente la paz en un insignificante reino élfico lo que había llevado a una princesa humana a casarse con su rey. Lo que los hombres buscaban era una guerra, en la que su enemigo sería vencido en su propio terreno.
Su madre solía hablar del destino de Ardhes y de su deber para con la humanidad.
—Un día te casarás con un hombre —solía decir la reina Jale en voz baja y penetrante—. Y cuando lo hagas, Awrahell tendrá un reino humano, y tus hijos… ¡ni siquiera recordarán que tuvieron un abuelo elfo! Así nos apoderaremos del reino, mi vida, sin derramar una gota de sangre.
La reina sonreía al decirle aquellas cosas, dando a entender que sería capaz de pasar su vida una y mil veces más en compañía de un elfo si con ello ayudaba a preservar el futuro de los suyos.
El padre de Ardhes, en cambio, apenas hablaba de todo aquel asunto, salvo en una ocasión en que reveló a su hija que conocía a los hombres que cambiarían el mundo, pero como no habló de ella, concluyó que le había mentido.
Dedicaron toda la noche a buscar a Alasar, en vano, entre las rocas, pero este no regresó hasta que se hizo de día. La pequeña Magaura había pasado miedo sin él, tenía la cara pálida como la tiza, y cuando lo vio le dio un fuerte abrazo.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó un anciano con expresión preocupada—. ¿Has podido ver el pueblo?
Alasar esquivó la mirada del hombre, absorto en sus pensamientos. Magaura se aferraba a su brazo con fuerza, como si fuera a salir corriendo y dejarla allí.
—Iré a los demás pueblos —anunció de pronto—. Seguro que los haradonos también los han atacado y habrá heridos que necesitarán nuestros cuidados. De paso nos haremos con las provisiones que haya.
Como los ancianos y las embarazadas no podían caminar con rapidez, Alasar se puso en marcha con un grupo de niños. Anduvieron toda la mañana, sin descanso hasta llegar al siguiente pueblo, que yacía mudo ante ellos, como un esqueleto carbonizado. Igual que su pueblo la última vez que lo había visto.
El grupo cruzó las puertas en silencio. Entre las ruinas se elevaban columnas de humo. El suelo estaba cubierto de guerreros muertos y ciudadanos asesinados, de cadáveres de caballos y de dragones. Banderas rotas ondeaban al viento, y aquí y allá ardían los rescoldos de varios fuegos.
Alasar se quedó quieto recorriendo los destrozos con la mirada.
—Registrad las cabañas, recoged todas las provisiones y armas que encontréis y traed a los heridos.
Vacilantes, los niños empezaron a buscar entre los escombros. Alasar sacó su navaja y se dirigió a la primera casa, cuyas paredes el fuego había teñido de negro. Tropezó con una viga caída que levantó una polvareda de ceniza que le hizo toser. Como los ojos se le anegaron en lágrimas, tardó unos minutos en poder reconocer algo en la oscuridad.
Poco a poco empezó a abrirse paso por las habitaciones haciéndose con cazuelas y ollas rotas, empujando los muebles destrozados y tanteando el suelo con los pies. Al final encontró una pila de madera que milagrosamente había sobrevivido al fuego. Estiró una manta chamuscada que había debajo de una cazuela y apiló la madera encima para poder transportarla. A pesar de respirar ceniza y toser, siguió trabajando con celeridad. El sudor le dibujaba unas líneas pálidas en el rostro tiznado de hollín. Estaba tan ocupado que no oyó los débiles gemidos…
Alasar se dio la vuelta con el corazón en un puño cuando oyó las tablas del suelo crujir. Ante sí apareció un soldado haradono que respiraba aceleradamente y con dificultad, con el rostro bañado por regueros de sangre seca y los ojos con el brillo de la muerte. El haradono levantó el hacha rápidamente hacia Alasar, que, paralizado por el miedo, se preparó para recibir el impacto.
El hacha ya iba directa hacia él cuando el guerrero lanzó un gemido de dolor que le hizo tambalearse y caerse al suelo cuan largo era. El arma pasó rozándole la cabeza, antes de que Alasar recuperara la movilidad: dio un traspié y retrocedió jadeando. El soldado yacía boca abajo con una enorme estaca de madera clavada en la espalda, intentando por todos los medios hacerse con el hacha.
—¿Estás bien? —preguntó una voz temblorosa.
Un niño de su pueblo se hallaba de pie frente a él.
Antes de que Alasar pudiese responderle, el haradono logró hacerse con el hacha y darse la vuelta, pero este alzó a tiempo su navaja para clavársela en el cuello hasta la empuñadura. El guerrero soltó el arma cuando empezó a tener espasmos de dolor, hasta que cayó muerto.
Alasar se quedó petrificado mirando el rostro de aquel hombre.
—Gracias por salvarme la vida —murmuró como ausente antes siquiera de poder mirar al chico. Era dos o tres años más joven que él y se llamaba Rahjel.
Una sonrisa indecisa iluminó el rostro del chico, que pasó junto al muerto con cuidado y se acercó a Alasar. Se miraron confusos, al tiempo que aliviados y horrorizados.
Sacaron a rastras las maderas de la casa en silencio, sin decir una palabra más sobre el guerrero haradono, pero Alasar sabía que nunca olvidaría lo sucedido, ni la sangre que ya iba secándose en la cuchilla de su navaja y mucho menos al joven Rahjel, a quien le debía la vida.
Los niños inspeccionaron otros tres pueblos vecinos y poco a poco fueron acostumbrándose a los gemidos de los moribundos, a las quejas de los heridos y a los estragos de la guerra. Rastrearon entre los escombros de manera mecánica, y cuando regresaron a casa al anochecer, cada uno de ellos arrastraba grandes lonas o mantas cargadas de madera, provisiones, pieles y armas. Tuvieron que remolcar incluso a los numerosos niños que encontraron escondidos en los pueblos hasta llegar a las grutas de las rocas. Sin mediar palabra, alzaban sus bártulos y seguían a Alasar.
De los veinte niños que salieron regresaron sesenta. Cuando al fin llegaron a su cueva, los que se habían quedado les habían preparado una sopa de avena que tuvieron que compartir con los recién llegados. El dormitorio se dispuso en una gran galería en la que los heridos pudieron descansar. Tuvieron que encender más antorchas, y al poco tiempo las cuevas se llenaron de humo.
Alasar recorrió las grutas de su escondite, observó a los heridos, de los que se ocupaban las embarazadas y los ancianos, y comprendió que la mayoría de ellos no sobrevivirían. Algunos murieron esa misma noche. A la mañana siguiente, los niños cavaron varias tumbas, porque la madera era demasiado escasa para desperdiciarla en ceremonias de incineración. Tampoco obsequiaron a los muertos con figuritas de madera o juguetes para que se los llevaran en su viaje al otro mundo, como solía hacerse con los más pequeños, porque ninguno de los vivos estaba dispuesto a desprenderse de sus escasas posesiones, lo único que les quedaba de su pasado.
Durante los días siguientes, Alasar y sus seguidores continuaron inspeccionando los pueblos vecinos, los cuales habían sido todos arrasados por los haradonos, hasta el punto de que Alasar empezó a creer que en toda Myrdhan no quedaría un solo pueblo a salvo. Trató de calcular cuántos niños se habrían quedado sin hogar, sin duda más de un millar, pues cada jornada en que había recorrido nuevos pueblos se le habían sumado entre una veintena y una cincuentena de niños más.
Las grutas no tardaron en llenarse, de modo que Alasar se vio obligado a buscar nuevos recovecos entre las rocas. Por las noches, cuando todos dormían, Alasar se levantaba y se perdía en la oscuridad, acompañado de una antorcha y una cuerda para no olvidar el camino de vuelta. En la tranquilidad de la noche estudiaba las zonas que podían habitarse y los lugares en los que las galerías podrían ampliarse.
Una noche, Magaura, que dormía muy pegada a él, se despertó antes de que saliera a realizar uno de sus reconocimientos.
—¡No te vayas! —le susurró, apartándose los rizos de la cara y cogiéndole la pierna—. ¿Adónde vas?
—A las grutas.
Magaura entrelazó sus dedos con los de él con fuerza decidida a no dejarlo marchar. Aunque Alasar hubiese querido introducirse en pleno campamento haradono, le habría seguido igual. De modo que se adentraron juntos en la oscuridad, admirando las inexploradas y magníficas grutas llenas de esculturas de cristal y de estanques lisos como espejos a los que el hombre jamás había accedido. Oyeron gemir el viento entre las cavidades de las rocas como si se quejara de su soledad, y se toparon con inquietantes sombras que se ocultaban en los rincones. La imagen de aquel espectáculo tan imponente les produjo al mismo tiempo miedo y alegría, y se cogieron con fuerza de la mano para asegurarse de que ambos sentían lo mismo. Tiempo después, Alasar recordaría ese momento como el más hermoso de su vida.
Una mañana, cuando despertó, Alasar intuyó que algo había cambiado. Tras apartar con sumo cuidado el brazo de Magaura se incorporó no sin antes echar un vistazo a su alrededor. Los niños dormían sobre pieles dispuestas en el suelo y en los surcos entre las rocas, impregnados de ese olor a moho imposible de eliminar y del humo de las antorchas consumidas. Aparentemente todo parecía normal.
Alasar se levantó, se calzó las botas y se colgó el jubón a la espalda. Se deslizó entre las luces y las sombras de las antorchas hasta alcanzar un punto de la roca desde el que se podía trepar fácilmente. El cielo de la mañana le sonrió del otro lado.
Alasar se coló por la grieta y salió a la cima del peñasco, que se elevaba considerablemente por encima de una colina de hierba. La escarcha cubría la tierra. Aspiró el aire fresco y límpido, y de pronto comprendió lo que había notado al despertar: el olor a nieve.
Respirando con dificultad, Alasar se dio la vuelta y descubrió a Rahjel de pie sobre las rocas de más allá.
—¡Rahjel!
El chico sonrió a Alasar en cuanto lo reconoció. Enseguida se dirigió hacia él, pues en las últimas semanas se habían hecho muy amigos. A Alasar le gustaba aquel niño silencioso y discreto en cuyos ojos se intuía un gran corazón.
—¿Qué haces aquí arriba? —Alasar se puso de cara al viento—. Va a nevar.
Rahjel asintió, mientras el viento jugueteaba con su pelo castaño y este se lo apartaba del rostro.
—Sí, ya lo sé. Mi madre siempre decía que notaba la nieve en los huesos. Creo que ahora yo también la noto.
—Yo la huelo. —Alasar olfateó el aire de nuevo y Rahjel se rio.
—Cuando olisqueas así pareces un lobo estepario, ¿te lo habían dicho alguna vez?
—¡Quizá también muerda como ellos!
Alasar se precipitó hacia Rahjel, y este dio un paso atrás sin dejar de reír.
—¿Quieres apostar? Tu nariz contra mis huesos.
Alasar frunció el ceño.
—Vale, apuesto a que nevará hoy al mediodía.
Rahjel sacudió la cabeza.
—Vas demasiado rápido, Alasar. ¿Dónde está tu paciencia? La nieve y las nubes siguen su ritmo natural. Yo digo que nevará esta noche y que hasta mañana no estará todo blanco.
Se estrecharon la mano ceremoniosamente.
—¿Y qué apostamos? —preguntó Rahjel—. ¿Nuestra ración de comida de esta noche? Algunos de los chicos han organizado una batida. Creo que hoy habrá conejo, y uno de los dos podrá disfrutar el doble. ¿Te parece bien?
El rostro de Alasar estaba petrificado.
—¿Quién ha organizado una batida? ¡Pero si aún tenemos suficientes provisiones, y los haradonos están por todas partes!
Rahjel sonrió turbado.
—Tienes razón, pero si te digo quién ha sido te enfadarás con ellos, y sé que no pretendían hacer nada malo, al menos no a propósito…
Alasar reflexionó sobre las palabras de Rahjel mientras dejaba vagar su mirada por el paisaje.
—Está bien —dijo, haciendo un esfuerzo por serenarse—. Me apuesto la cena.
Aquella tarde Alasar trepó hasta la roca más alta de la galería.
—¡Escuchadme todos!
Su voz resonó entre las piedras, y el alto techo le devolvió sus palabras redobladas en fuerza e intensidad. Los niños se reunieron con curiosidad a su alrededor.
—Es peligroso abandonar el refugio. Podríamos toparnos con haradonos. A partir de este momento tendréis que pedirme permiso antes de salir al exterior. Todo aquel que se salte las normas pasará un día sin comer. ¡Quien lo haga más de una vez se convertirá en una amenaza para el resto y será desterrado!
Los niños empezaron a hablar acaloradamente y a quejarse, mientras Alasar descendía de la roca. Cuando alcanzó el suelo, un anciano lo cogió del brazo y él se inclinó para escucharlo.
—¿No te parece que eres demasiado estricto? —dijo el viejo.
La mirada del hombre trató de encontrar una respuesta en los ojos de Alasar, pero solo halló un fanatismo ciego.
—¡Intenta subir a aquella roca para alzar tu voz sobre la mía, si tus huesos te lo permiten! —le respondió Alasar iracundo, zafándose de él.
El anciano lo miró perplejo.
Rahjel tenía razón. Al anochecer, poco antes de que las mujeres empezaran a repartir la comida, Alasar y él treparon de nuevo hasta la hendidura de la roca y no tuvieron que esperar demasiado hasta que empezó a nevar, al principio unos copos pequeños y húmedos, y después cada vez más fuertes, hasta que pareció que cientos de miles de plumas blancas planeaban en el cielo. Rahjel sonrió feliz.
—¿Lo ves, Alasar? Algunas cosas llevan su tiempo.
Alasar miró hacia la oscuridad sumido en sus pensamientos. Pocas veces había sido tan consciente del silencio como en aquel momento, cuando le pareció que el mundo entero se había quedado mudo.
—Hoy has impuesto una regla estricta, pero buena —dijo Rahjel de pronto—. Los demás se sienten seguros a tu lado, ¿sabes? Consigues que la gente te crea.
Alasar asintió, sumido en sus pensamientos. Su rostro cambió de expresión, y sus manos se contrajeron inconscientemente hasta cerrarse en puños.
—Dado que la gente cree en mí y que tú tienes una gran intuición para presagiar lo que sucederá, ¿sabes lo lejos que podríamos llegar los dos juntos?
Rahjel contrajo el rostro hasta dibujar en su cara una sonrisa de estupefacción.
—¿Llegar lejos? ¿A qué te refieres?
Alasar volvió a mirar hacia la oscuridad, decepcionado en su fuero interno porque Rahjel no lo hubiera entendido a la primera y no tuviera deseos de venganza como él.
Desde el día que condujo a los niños hasta las grutas no había dejado de pensar en el momento de la revancha. Era lo único que le atormentaba de noche, cuando no podía dormir, y lo único que le interesaba de día, cuando creía ver sus mismos deseos de venganza reflejados en los ojos de otros.
Alasar se sintió muy solo al ver que Rahjel no comprendía aquello que daba sentido a su ser más profundo, y fue consciente por primera vez de que no podía confiar en nadie. Mientras las cosas siguieran así, tendría que ser él el encargado de hacer lo que había que hacer.
—¡Ardhes!
Candula trepó por las rocas jadeando.
—¡Ardhes!
Ardhes se incorporó y se dio la vuelta. El viento fresco que soplaba hizo ondear la falda de Candula, y la anciana niñera se llevó las manos a la tela escandalizada.
—¡Cielo santo! ¡Princesa Ardhes, volved! ¡Aquí fuera os romperéis la crisma!
Ardhes, imperturbable, daba vueltas a una piedra entre sus dedos. Solía salir por la parte delantera del castillo y trepar por las rocas con la agilidad de una cabra montés, algo que no podía decirse de Candula, que más bien parecía un viejo oso gordo.
—¿Qué quieres, Candula?
Candula se apoyó con una mano en las rocas, como si tuviera miedo de que el viento fuera a hacerla volar por los aires.
—¡El rey de Haradon viene de camino al castillo! ¡Su madre está histérica porque no la ha visto en toda la mañana!
Ardhes lanzó la piedra y saltó hábilmente hacia la roca en la que se encontraba la nodriza.
—Ya sé que vienen los haradonos, los he visto desde allí arriba. Son esos, ¿los ves, Candula?
Candula entornó los ojos y miró hacia donde le indicaba Ardhes. Diminutos, casi imposibles de reconocer, el rey y su séquito avanzaban sobre un puente de piedra.
—¿Y os quedáis tan tranquila observando cómo se acercan? —exclamó Candula mostrando toda la indignación de que fue capaz—. ¡Dentro de una hora habrán llegado aquí! ¡Van a caballo y dragón!
Ardhes pasó junto a Candula resoplando.
—Está bien, vámonos ya.
Instantes después, Candula apartó la mirada del ejército que se acercaba y siguió a su señora con pasos cortos y vacilantes. Llegaron a las puertas del castillo, pasaron bajo la reja levadiza y cruzaron el patio. Allí el fervor era generalizado: los soldados se recomponían los uniformes, los mozos de cuadra almohazaban los caballos y las criadas barrían hasta la última brizna de paja del suelo.
Candula, repentinamente contagiada de todo aquel ajetreo, tomó a Ardhes de la mano y la condujo a sus aposentos. Sobre su cama había un vestido de color ocre con bordados dorados y forro de color verde abeto.
—Cuando os lo ponga pareceréis una muñeca de porcelana, tan frágil y pálida… —le prometió Candula con los ojos brillantes de felicidad mientras la ayudaba a desvestirse.
Cuando la joven estuvo cambiada, Candula le trenzó el pelo hasta formar con él una preciosa guirnalda que parecía una corona.
—Ahora daos prisa —dijo la nodriza mientras empujaba a Ardhes suavemente hacia la puerta—. La reina os está esperando.
Candula condujo a Ardhes por los pasillos del castillo hasta la sala de recepciones, que daba al patio a través de una larga escalera. El oscuro suelo de piedra estaba lustrosamente pulido y, junto al escudo de Awrahell, que presidía el trono, el león amarillo del escudo de Haradon también presidía la pared.
La reina estaba de pie sobre la tribuna en la que se hallaba el trono para examinar detenidamente a sus doncellas, que se habían colocado en fila a un lado de la sala.
—¿Qué se supone que es esto? —preguntó con dureza, tirando del vestido de una de ellas—. ¿Acaso quieres parecer una prostituta ante el rey de Haradon? ¡Haz el favor de subirte el vestido o ponerte un pañuelo encima!
La doncella hizo lo que le ordenaba, no sin antes inclinarse ante la reina Jale. Ardhes miró a su madre. Llevaba un ostentoso vestido rojo escarlata con bordados amarillos, en nada más casto que el de la doncella, y el pelo recogido con una discreta corona de oro brillante.
—Madre.
La reina Jale la miró con atención antes de acercarse a ella.
—¡Ya era hora! ¿Te han bañado? ¡Enséñame tus manos!
Apenas había tenido tiempo de obedecerla cuando su madre ya le había cogido de las muñecas para inspeccionarle las manos de arriba abajo, hasta dar con un rasguño que Ardhes se había hecho en las rocas hacía unos días y le arrancó la costra.
—¡Ay!
—Aguanta, cielo. —Le soltó las manos y le acarició la mejilla—. Vamos, el rey está a punto de llegar.
Y tras decir aquello ayudó a Ardhes a subir a la tribuna, donde había tres tronos: dos de madera de roble con grandes respaldos y uno parecido a un pequeño taburete.
—No lo olvides, cariño, cuando el rey entre tienes que levantarte y hacer una reverencia, pero no demasiado grande, e intenta no agachar demasiado la cabeza. —La reina Jale sentó a Ardhes con firmeza en el taburete—. Enséñame cómo te levantas y saludas a tu tío segundo, cielo.
Ardhes obedeció. Se levantó, hizo una leve reverencia e inclinó la cabeza solo lo necesario.
—Estupendo —la alabó su madre—. Pero no lo mires como me miras a mí, no vaya a ser que piense que eres una vaca, ¿eh? Mantén la mirada algo inclinada. Y no salgas de pronto con alguna de tus preguntas, ¿me has entendido? A los reyes no se les interrumpe. Si él te pregunta algo, responde escuetamente, con educación, y no te alargues con historias aburridas, ¿de acuerdo?
Ardhes no tenía nada que decir al respecto, porque jamás explicaba historias, y menos aún si eran largas, y tampoco pensaba hacerlo ese día.
La reina Jale dio una vuelta completa para observar toda la sala.
—Por Dios, dónde se habrá metido. ¡Valja, ve a ver dónde se esconde el rey! —gritó a una de las doncellas.
La joven dudó.
—¿A qué rey os referís, señora?
—¿Tú qué crees? ¡A mi marido, estúpida! —gruñó Jale.
La doncella hizo una reverencia y desapareció.
—Madre —dijo Ardhes—, ¿el rey de Haradon viene con su familia? Tiene dos hijas que son un poco mayores que yo, ¿no?
Los labios de la reina se contrajeron levemente antes de sonreír a Ardhes y responderle:
—No, mi vida, su familia no viene con él. ¡Parece que has olvidado que viene de la guerra!
La dureza del tono con el que le contestó la reina hizo que a partir de ese momento decidiera mantener la boca cerrada. Mientras su madre iba de un lado a otro de la tribuna profiriendo órdenes e insultos alternativamente a las doncellas, la niña se dispuso a esperar sentada en su taburete.
En ese momento apareció su padre por una de las puertas laterales, y la reina esbozó la sonrisa que siempre mostraba en presencia de su cónyuge.
—¡Octaris! Qué amable por tu parte honrarnos con tu presencia.
A Ardhes las palabras y el tono de voz de su madre le parecieron falsos. A pesar de que la expresión del rey Octaris era de absoluta indiferencia, nadie lo habría dicho por cómo iba vestido: llevaba un ligero jubón azul claro y una capa corta con llamativos bordados plateados que realzaban su melena suelta. La reina Jale dejó escapar un bufido irónico al darse cuenta de que no se había puesto la corona, sino una fina cinta trenzada.
—Qué guapa estás, Jale —dijo el rey con una hermética sonrisa—. No estoy acostumbrado a verte tan acicalada.
—Vamos…
La reina hizo un esfuerzo por controlar su mal genio y se alisó el vestido con las manos. Comparada con el rey, era tan impulsiva que resultaba fácil leer sus pensamientos en la expresión de sus ojos.
—¿Quieres hacer el favor de sentarte? El rey de Haradon llegará en cualquier momento.
El rey Octaris pasó cerca de ella, pero no se sentó a su lado, sino que se dirigió hacia el taburete de Ardhes.
—Hola, mi Ardhes-ayen.
Ardhes lanzó una angustiada mirada a su madre, que a su vez estaba fulminando a su padre con la suya.
—Tengo algo para ti —dijo su padre llevándose las manos al jubón.
Era un precioso brazalete de oro con incrustaciones de porcelana negra en la que había dibujadas flores rojas y mariposas amarillas rodeadas de arabescos.
—Acerca tu brazo —le indicó el rey, y Ardhes obedeció.
El brazalete tenía un cierre que podía abrir y cerrar a su antojo. El rey le puso el brazalete, y durante unos instantes Ardhes no pudo apartar la vista de él.
—¡Gracias! —murmuró.
—Aún te queda un poco grande —observó su padre—, pero cuando seas joven y desees casarte seguro que te irá bien. Consérvalo hasta entonces.
—¿De dónde lo has sacado? —preguntó la reina Jale.
Octaris inclinó la cabeza hacia su esposa sin mirarla directamente y respondió:
—Aún dispongo de algunas pertenencias a la espera de ser regaladas a una dama.
Ardhes observó turbada cómo el labio superior de su madre empezaba a temblar, momento que el rey aprovechó para levantarse y acariciar sutilmente la mejilla de Ardhes.
Luego el matrimonio tomó asiento en sus respectivos tronos. Ardhes se quedó observando maravillada su nuevo y reluciente brazalete, hasta que oyó el sonido de las trompetas.
El ejército haradono estaba haciendo su entrada en el castillo, y en cuestión de segundos los mozos de cuadra empezaron a ir de un lado a otro sin descanso para ocuparse de los soldados. El rey, que iba a la cabeza de la comitiva, subió solo la amplia escalinata que conducía a la sala de recepciones. Al llegar a la puerta la abrió y entró sin detenerse un segundo.
Ardhes observó con respeto a aquel hombre, que se desenvolvía por su castillo con tanta despreocupación. Se encontraba en la plenitud de la vida, tenía una densa melena de color rubio pajizo, una barba muy bien cuidada y un cuerpo de complexión fuerte que se movía vigorosamente.
Cuando las doncellas se inclinaron a los pies del rey haradono con profundas reverencias, la reina no pudo contenerse más y se levantó de su trono. Ardhes se apresuró a imitarla. Mientras escenificaba su leve genuflexión, la pequeña miró a su alrededor y observó aliviada que su padre también se había levantado y estaba realizando una discreta reverencia.
—¡Rey Octaris! —exclamó el rey de Haradon abriendo los brazos, pese a que en uno de ellos llevaba aún su casco, al tiempo que realizaba él también una breve demostración de pleitesía—. Tu mujer es más bella de lo que recordaba.
—¡Primo! —murmuró la reina Jale mientras descendía por los escalones de la tribuna. Se detuvo frente al rey de Haradon y tensó la espalda—. Helrodir, ¡me alegra tanto volver a verte sano y salvo! Para mí es un honor tenerte aquí.
—El honor es mío —dijo sonriendo el rey Helrodir.
—Sin duda estarás hambriento y agotado —continuó la reina—. Me he permitido organizar un pequeño banquete familiar en tu honor.
Helrodir sostuvo la mirada a Jale durante unos segundos, y después la fijó en Ardhes y en su padre.
—¡En ese caso tendré que dejar fuera a mis generales y a mis ministros! —dijo riéndose.
La reina Jale se dio la vuelta hacia la tribuna.
—Octaris, ¿sería mucho pedir que nos acompañaras en nuestro humilde banquete? Ardhes, ven aquí, es hora de comer.
Ardhes descendió los escalones, hizo una segunda reverencia ante el rey y siguió a este y a su madre cuando salieron de la sala. Volvió la vista atrás y vio que su padre los seguía a paso lento. En sus labios se esbozaba una sonrisa expectante, similar a la de un niño antes de una función de marionetas que ya ha visto representar muchas veces.
El banquete tuvo lugar en un ala algo más pequeña que la de recepciones, iluminada con cientos de velas. Los tapices de las paredes mostraban escenas de la caza del venado propias de los bosques que no había en Awrahell, y escenas de matrimonios junto a las fuentes de castillos señoriales sobre los que revoloteaban coloridos pájaros cantores.
La reina Jale había escogido a propósito una sala decorada exclusivamente al estilo de los humanos. Y, por supuesto, la comida no se sirvió en el suelo, como era costumbre de los elfos, sino sobre una maciza mesa de mármol negro. El rey Helrodir se sentó a la cabecera, la reina Jale tomó asiento enfrente de él, y Ardhes y su padre se sentaron a derecha e izquierda respectivamente de la soberana. Junto a la altísima puerta principal había varios criados a la espera de recibir órdenes.
En la sala reinaba un silencio incómodo, interrumpido solo por el ruido de los cubiertos y el delicado tintineo del cristal de las copas. En cambio, en el lenguaje de las miradas, los comensales parecían mantener animadas y desenvueltas conversaciones: las miradas de la reina saltaban de su primo a su marido alternativamente; las del rey élfico estaban cargadas de desprecio e ironía, y las del rey de Haradon al matrimonio eran al mismo tiempo frías y ardientes. Ninguno de los tres miraba a Ardhes, y fue así como la pequeña pudo observarlo todo sin disimulo.
—Cuéntanos algo de la gloriosa batalla en Myrdhan —sugirió Jale sin apartar la vista del rey Helrodir después de servirse un poco de asado de cordero.
—Fue terrible y maravilloso al mismo tiempo. Pocas veces en la vida sentimientos encontrados confluyen del modo en que lo hacen en la guerra. La batalla es en parte muy simple (matar al enemigo, proteger a tu rey) y en parte muy complicada. Pero no es mi intención describir la guerra con palabras, pues su significado es demasiado grande como para reducirlo de un modo tan burdo. Como en el amor, hay que vivirla para entenderla.
La reina alzó su copa de vino.
—Por la guerra, por la victoria de Haradon y su amistad con Awrahell.
Octaris también alzó su copa.
—Y por el amor. Al fin y al cabo, ¿no es el amor compañero de la guerra y la amistad? —dijo sonriendo a Helrodir.
El rey Helrodir brindó con él, y todos bebieron de sus copas.
—Por cierto, ¿cómo están las cosas en Awrahell? —preguntó Helrodir mientras se llevaba un trozo de asado a la boca—. ¿Se han aplacado los levantamientos del norte?
—Hace ya años de eso —se apresuró a contestar Jale—. Todos los pueblos y culturas de nuestro hermoso reino conviven en paz.
—Cuando reine mi hija, la paz será completa —añadió Octaris sin más.
La reina le dirigió una mirada llena de ira.
—¿Así que cuando nuestra pequeña Ardhes reine? —preguntó Helrodir frunciendo el entrecejo sin mirar siquiera a la niña—. ¿Y los elfos que atentaron en Oroga y en las demás ciudades comerciales no realizarán más ataques?
—No. —Octaris sonrió—. Todos fueron decapitados.
—Bien. —El rey Helrodir masticó su comida durante unos segundos en los cuales fue lo único que se oyó—. Sin ánimo de ofenderte, Octaris, en Haradon el problema de los elfos es cada vez mayor. Estoy seguro de que comprendes a qué me refiero, y coincidirás conmigo en que las tribus élficas de los bosques haradonos son salvajes e indomables. Son muy distintas de la que tenéis en Awrahell, ¿no os parece? Al fin y al cabo, los myrdhanos son hombres en un estado de brutal salvajismo.
Octaris asintió con educación.
Helrodir bebió un sorbo de vino.
—Sea como fuere, cada vez hay más elfos dispuestos a salir de los bosques y entrar en nuestras ciudades. El crimen y la violencia campan en nuestras calles. ¿Cómo vamos a alimentar a todas esas bocas de más? Las hambrunas no dejan de sucederse. Si las cosas siguen así, el próximo escenario de guerra será nuestro país, contra las sanguijuelas élficas.
De nuevo se hizo el silencio, en medio del cual un criado sirvió más vino al rey Helrodir, y Ardhes jugueteó con los guisantes de su plato moviéndolos de un lado a otro antes de llevárselos a la boca uno a uno partiéndolos por a mitad. En ese momento su padre se levantó retirando la silla a un lado. Tenso, con el rostro inexpresivo, se inclinó brevemente ante Helrodir.
—Disculpadme, pero tengo cosas que hacer. —Inclinó también la cabeza hacia la reina, que mantenía la mirada fija en sus manos, y añadió en voz baja—: Espero que pases una agradable velada, Jale. —Y luego, dirigiéndose a Ardhes con una sonrisa—: Sahyed maél ajuha, Ardhes-ayen.
Y antes de que nadie pudiera añadir una sola palabra, el rey desapareció tras la puerta.
El rostro de la reina parecía petrificado.
—Disculpa su grosería.
Helrodir se recostó en su silla quitándole importancia con un gesto de la mano.
—No pasa nada. Un rey no suele tener todo el tiempo que quisiera. La política es una compañera celosa que te requiere en los momentos más inapropiados. En el fondo, no se diferencia mucho del matrimonio…
La reina Jale lo miró largamente, y él le sostuvo la mirada.
—Marchaos todos —ordenó Jale de pronto a los criados—. Ya recogeréis después.
Por lo visto, la única sorprendida de la repentina decisión de su madre fue Ardhes, que no pudo por menos de admirarse de la celeridad con que el servicio abandonó la sala.
—Ardhes, ¿has acabado? —preguntó su madre. Parecía más una orden que una pregunta.
—Sí —respondió Ardhes obediente, dejando el tenedor a un lado.
—Se ha hecho tarde, ya es hora de irse a dormir, cielo. Sé buena y despídete de tu tío.
Ardhes se levantó, hizo una pequeña reverencia ante el rey y la reina y se despidió.
—Que descanses bien, pequeña Ardhes —dijo Helrodir con una amable sonrisa mientras se limpiaba la boca con la servilleta.
Ardhes salió del comedor, al otro lado de la puerta la esperaba Candula para regresar juntas a su habitación. De camino a la estancia su nodriza le tocó los hombros cariñosamente y le preguntó:
—¿Y bien? ¿Estaba buena la cena?
Candula llevaba ya un buen rato roncando, y Ardhes seguía despierta en la cama sin poder dormir, dándole vueltas al fino y frío brazalete que le había regalado su padre.
Esa noche los cojines no le resultaban lo suficientemente cómodos como para quedarse dormida, la manta no hacía más que escurrírsele, y ella cada vez estaba más nerviosa. Quizá si salía a correr afuera bajo las estrellas se libraría del hormigueo que sentía en las piernas.
Al final se incorporó, no tenía ningún sentido obligarse a dormir. Durante un rato fijó su mirada, sin pensar en nada, en la antorcha, a la luz de la cual veía las flores y las mariposas de su brazalete. Al cabo de un rato saltó de la cama poniéndose el brazalete. Sin hacer ruido se deslizó junto a su nodriza y salió al balcón para bajar por la escalera exterior que daba al otro lado del castillo.
Ardhes corrió escalera abajo en plena oscuridad. La delgada luz de la luna menguante apenas iluminaba lo suficiente para dejar ver las formas de alrededor. Fue avanzando palpando el muro de piedra con la punta de los dedos.
Al fin alcanzó la terraza junto al muro de defensa y pasó a toda prisa junto a los soldados, que la miraron sorprendidos sin atreverse a detenerla. Dentro del castillo le pareció que el ambiente era más lúgubre que fuera: las luces de las antorchas bailaban espectrales en las salas oscuras y en cada rincón se formaban siniestras sombras que desaparecían en cuanto Ardhes se daba la vuelta asustada.
Parecía que el viento se colaba entre las piedras de la muralla susurrándole palabras para amedrentarla, así como el crujido de las vigas parecían gemidos a lo lejos.
¿Adónde se dirigía? Ni ella misma lo sabía. Si se hubiese quedado en la cama… Pero algo en su fuero interno la obligaba a seguir avanzando, solo que… ¿hacia dónde? Y dirigiéndose de pronto al comedor supo lo que buscaba: tenía hambre y recordó la exquisita manzana con canela que había dejado en el plato.
Cuando llegó a la puerta doble, cogió el pomo con sumo cuidado, como si estuviera haciendo algo prohibido. Si lo lograba, podría comer cuanto quisiera de los restos de la cena, lo cual les estaba permitido incluso a los pinches de cocina y las criadas.
En el interior de la sala, las lámparas de las paredes se habían reducido a pequeñas lumbres rojas que apenas daban luz, hasta el punto de que Ardhes confundió el comedor con un enorme horno. Tuvo suerte, los criados aún no habían recogido la mesa: los cubiertos de plata y bronce brillaban en la oscuridad como si ardieran, y los restos del asado resplandecían como el oro. Ardhes se precipitó entre la comida hasta dar con su manzana glaseada. La cogió con cuidado porque era muy pegajosa, e iba a darle un mordisco cuando oyó un ruido que le dio un susto de muerte y a punto estuvo de hacerle tirar la manzana.
El ruido provenía de una sala contigua cuya puerta estaba entornada. Sonaba como el viento por los pasillos, una especie de soplo melódico y tenue, como el de una respiración.
Con pasos vacilantes, Ardhes se acercó a la puerta, tras la cual oyó un susurro fugaz. El corazón le latía con fuerza. Su rostro se ruborizó cuando miró por la rendija de la puerta.
—Helrodir —susurraba su madre con una voz irreconocible—. Helrodir…
Dos siluetas, con los brazos entrelazados y las cabezas muy juntas como si se estuvieran haciendo confidencias, se veían proyectadas tras la cortina de tela roja que dividía la habitación por la mitad.
—Helrodir, amado mío, ¡cuánto te he echado de menos!
Ardhes salió corriendo de allí como una exhalación no sin antes dejar sobre la mesa la manzana que había cogido. Sin hacer el menor ruido cerró la puerta del comedor dejando tras de sí las palabras susurrantes a la luz de las velas. Incapaz de pensar en nada, corrió en la oscuridad, atravesando pasillos, bajando escaleras, cruzando vestíbulos y salas. Su mente estaba en blanco, salvo por el miedo instalado en su conciencia, que le recordaba que lo que acababa de ver y oír no estaba bien.
¿Ese era el mundo de los adultos? ¿El de los reyes? ¿Ese era el mundo real, con sus secretos e intrigas, del que un día Ardhes formaría parte?
No lo sabía. Y el hecho de no saberlo era lo peor de todo.
No habría sabido decir cuánto tiempo había pasado corriendo sin rumbo fijo hasta subirse a un hueco del muro y acuclillarse junto a unos pertrechos. Sus pies estaban entumecidos por el frío a pesar de que tenía la cara ardiente. Se quedó sentada allí un largo rato, rodeándose las piernas con los brazos, con la mirada fija en una antorcha lejana, intentando alternativamente reflexionar sobre lo que acababa de ver y quitárselo de la cabeza.
Poco a poco empezó a tiritar de frío y a sentir los ojos cada vez más pesados, así que salió del hueco. Se tambaleó al apoyarse sobre las piernas y se notó el cuerpo flojo, como si estuviese inmersa en una pesadilla, cuando empezó a caminar con pasos vacilantes.
Ardhes no regresó a su habitación, porque no habría podido dormir aunque hubiese querido. El cansancio de su cuerpo era como un agravio a su estado de shock, y no estaba dispuesta a dejarse vencer por él. Con la cabeza gacha y sin detenerse, pasó junto a los soldados que hacían guardia ante los aposentos del rey. Aunque la noche era fría, su padre estaba acostado fuera en el balcón, como un animal bajo el oscuro manto del cielo.
Ardhes se quedó inmóvil al llegar al balcón, Octaris, tumbado boca arriba con los ojos abiertos, miraba la luna. Tenía que haberse dado cuenta de su presencia porque se daba cuenta de todo, pero no se movió, ni siquiera parpadeó, sino que se quedó allí quieto como si estuviera muerto.
Pensativa, Ardhes jugueteó con su brazalete nuevo bajando la vista hacia su padre.
—Eres un cobarde.
Su voz sonó fría hasta para ella misma. Su padre ni se dignó mirarla.
—Te escondes, diciendo que tienes cosas que hacer, pero no haces nada de nada.
Su padre no movió un solo músculo.
Poco a poco, Ardhes empezó a avanzar junto a la barandilla del balcón sin apartar la vista de su padre. Apoyó la espalda en ella. Un sentimiento de ira, próximo al desprecio, le formaba un nudo en la garganta.
—Es verdad que los elfos son imbéciles —continuó Ardhes.
Su padre se incorporó, con lo que la melena le cayó por la espalda. Durante unos segundos, Ardhes tuvo miedo de haber ido demasiado lejos y recibir por ello una bofetada o un grito de su progenitor, pero este permaneció impávido.
—Es posible —dijo entonces sin más.
Ardhes sintió que el nudo en la garganta estaba a punto de dejarla sin aire.
El rostro del rey parecía tallado en marfil.
—¿Todavía sigues despierta a estas horas, hija mía? ¿Hay algo que te atormente, que quieras comentarme, que te haya robado la paz esta noche, Ardhes-ayen? —le preguntó en un susurro.
Ardhes cogió su brazalete con los puños, incapaz de articular palabra. Los ojos del rey parecían de una claridad extraordinaria, su luminosidad era un verdadero misterio. Su voz apagada tenía un deje irreal cuando volvió a tomar la palabra:
—Con pasos vacilantes, Ardhes se acercó a la puerta, tras lo cual oyó un susurro fugaz. El corazón le latía con fuerza. Su rostro se ruborizó cuando miró por la rendija de la puerta. «Helrodir», susurraba su madre con una voz irreconocible. «Helrodir…»
Ardhes no podía respirar.
—¿Cómo lo sabes? —alcanzó a decir al fin.
Una fría brisa nocturna emergió de las profundidades colándosele por el pelo. A punto estuvo de caérsele el brazalete, tal era el temblor de sus manos.
—¿Cómo lo sabes?
—Quizá tengas razón, Ardhes —susurró él—, soy un cobarde. Veo y percibo cosas que permito que me paralicen.
Ardhes recuperó la compostura tragando saliva, y dio dos pasos hacia su padre.
—¿Son un don élfico las visiones?
Octaris se quedó callado unos instantes, tras los cuales movió la cabeza hacia los lados.
—Son un don que no pertenece a ningún pueblo, sino a los dioses, y estos lo conceden a quien ellos desean.
Ardhes se sintió invadida por el desagradable sentimiento de quien acaba de descubrir un secreto que había tenido siempre justo ante sí. Por supuesto, sabía que su padre era intuitivo y clarividente, si bien hasta ese momento no había tomado en serio sus visiones, las cuales le parecían más bien una curiosidad élfica. Para ser sincera, jamás se había parado a pensar quién era su padre, aparte de ser un elfo.
—¿Qué ves exactamente cuando te tumbas aquí fuera?
—Todo. —Su rostro esbozó una sonrisa—. La historia del mundo. La desaparición de los elfos, la desaparición de los hombres, el fin de todo, el inicio de la nueva… ¿conoces a Ahiris?
Ardhes sacudió la cabeza. Aquel nombre desconocido sonaba grandilocuente.
—No te he enseñado todo lo que deberías saber como hija mía que eres. Ahiris —dijo inclinándose hacia delante— es un dios.
—Un dios élfico —apuntó Ardhes.
Pretendía tranquilizarse, pero no lo logró.
—Ahiris es la vida. Representa el destino. —El rey dejó vagar la mirada en la oscuridad—. Desde el principio de los tiempos, los elfos han adorado a los espíritus y a los seres semidivinos. Pero solo hay un dios absoluto, y ese es Ahiris, padre del cielo y madre de la vida. Ahiris tiene en sus manos el poder de la vida y dispone sobre esta y la muerte, la victoria y la derrota, el principio y el fin.
—¿Y tú puedes ver lo que hace Ahiris? —preguntó Ardhes titubeante.
Octaris asintió.
—El mundo está compuesto por millones y millones de almas, de seres y esencias, pero a veces, en determinados momentos de inflexión temporal, unos pocos héroes o villanos determinan el futuro del resto con sus actos. Estos héroes y villanos en mi idioma reciben el nombre de ahirah, que significa «los hijos e hijas de Ahiris». Pueden ser buenos o malos como la vida misma, pero en su interior encierran poderes divinos.
Ardhes dio un paso adelante.
—¿Quiénes son esas personas?
—No son solo personas, Ardhes. Pueden ser como tú o como yo. La mayor parte de los ahirah de nuestra época aún son jóvenes, pero en su momento marcarán tu destino y el mío. Se acercan a nosotros, como ya te he dicho, en momentos especialmente cruciales, como el que está a punto de llegarnos. En mis visiones busco a los ahirah y profundizo en sus vidas.
Ardhes se mantuvo inmóvil unos segundos. ¿Qué sabría Octaris de los escogidos? ¿Y cuánto sería capaz de demostrar desde su retiro?
Volvió a ponerse el brazalete en la muñeca. Esa noche había descubierto los secretos de sus padres, tanto el de ella como el de él.
—Hasta pronto —murmuró entonces, pensativa.
Era una promesa.
Se alejó sin hacer ruido.
El invierno llegó a la región con los haradonos. Desde la primera nevada no dejaron de caer las precipitaciones y las heladas ráfagas de nieve. El viento se perdía entre los huecos de las rocas, escupía copos de nieve en los rostros de sus furtivos habitantes y se colaba bajo sus ropas. Cuando los niños se levantaban por las mañanas, tenían el pelo cubierto de escarcha y la ropa congelada. Pronto algunos dejaron de levantarse y optaron por quedarse acostados, con los labios morados y las mejillas pálidas.
Alasar comprendía que debían calentar mejor las cuevas, y cada noche se encendían diez hogueras en la sala más grande, hasta que la madera se acabó irremediablemente. Los pequeños solo deseaban que el invierno acabara pronto para no despertarse un día cubiertos de nieve y sin un triste tronco que echar al fuego.
Aquel invierno las tres embarazadas dieron a luz a sus retoños. Las abuelas ayudaron durante los partos, pero el hambre y el frío hicieron de las suyas y dos de los pequeños nacieron muertos. Sus debilitadas madres no tardaron en seguirlos. Solo una de ellas dio a luz a un niño fuerte y sonrosado que no dejaba de llorar y patalear. En cuanto pusieron al recién nacido en brazos de su madre, las ancianas supieron de inmediato que ambos sobrevivirían.
Los muertos fueron inhumados en una mañana sin nieve. La tierra estaba helada y resultaba muy difícil de excavar. Alasar clavó su pala en la tierra con toda la fuerza que pudo y dio sepultura a los cuerpos. Parte de su comitiva estaba cubriendo los hoyos con tierra cuando el sueño de Alasar empezó a tambalearse: unos dragones se acercaban al galope.
—¡A la cueva! —gritó Alasar recogiendo a toda prisa sus pertenencias y metiéndose con sus compañeros en uno de los huecos de las rocas.
Apenas unos segundos después, vieron a unos guerreros haradonos cruzando a toda prisa las colinas rocosas. Era un destacamento de jinetes compuesto por más de veinte hombres.
Alasar oyó sus gritos en la distancia y las órdenes con las que espoleaban a sus dragones a dar saltos imposibles de realizar para el más raudo y ágil de los caballos. Mientras galopaban en la nieve, de sus ollares salía un vaho incesante, blandían sus enormes colas de un lado a otro y echaban hacia delante sus delgadas cabezas adornadas con cuernos. Llevaban las alas atadas para que los jinetes pudieran galopar cómodamente sobre ellos. Pese a su miedo, Alasar se quedó impresionado ante semejante belleza. ¡Con qué elegancia se movían! ¡Como si flotaran! Rodeados por nubes de nieve que se levantaban a su paso, parecían seres fantásticos. En cuestión de unos pocos segundos los guerreros desaparecieron tras las colinas, si bien su imagen quedó marcada para siempre en la memoria de Alasar.
Él y parte de su comitiva regresaron a las grutas tras enterrar a sus muertos, pero a partir de aquel momento, tomaron la precaución de no abandonar su escondite a menos que fuera imprescindible.
Los haradonos que vio aquella mañana le habían asustado, era consciente de que tenían al enemigo al acecho y de que no estaban a salvo. En realidad se encontraban apresados en una ratonera.
Una vez más, después de cenar se encaramó a la roca más alta de la gruta para informar a todos de que necesitaban centinelas que vigilaran día y noche todas las entradas, las salas y las rocas del exterior. Necesitaban guerreros, de lo contrario los haradonos los atacarían de noche cuando durmieran y los matarían o secuestrarían. Dado el sufrimiento y los estragos que aquellos niños habían presenciado en sus pueblos, creyeron a Alasar de inmediato y siguieron sus indicaciones.
Aquel año el invierno se impuso con fuerza. Las antorchas ardían día y noche en las cabañas, hasta que el humo enrojecía los ojos de los niños y les secaba los pulmones. Se generalizaron las toses y la fiebre, y muchos de los ancianos sucumbieron al frío. La mujer que aquel invierno dio a luz a un bebé sano se sumó a los pocos ancianos que quedaban para hacerse cargo de las tareas que antes habían recaído en los adultos: se ocupó de los niños huérfanos, preparó sopa en grandes cantidades e instruyó a los niños mayores en los primeros cuidados médicos. Era una mujer menuda de pelo oscuro llamada Igola. Solo uno de sus seis hijos mayores había sobrevivido a la guerra, Rahjel. El chico pasaba la mayor parte del tiempo ocupándose de su hermanito recién nacido, un niño cubierto de pelusilla negra al que su madre llamó Tivam. Ellos dos eran los únicos que tenían a su madre consigo.
Alasar y Magaura jugaban muy a menudo con Rahjel y Tivam, y si bien a los dos mayores les habría encantado que sus respectivos hermanos se hicieran tan amigos como ellos dos, Magaura parecía más interesada en lo que hacían los mayores que en los lloriqueos del bebé que Rahjel cuidaba con tanto esmero. Los cuatro pasaban muchas horas juntos en las grutas más solitarias, patinando sobre los helados lagos, recogiendo cangrejos y jugando al escondite y a papás y a mamás. Alasar solo se permitía reír cuando jugaba, momento en que el eterno gesto de preocupación se le borraba del rostro. Eran instantes breves de felicidad en los que podían olvidarse de todo lo que les rodeaba.
En una ocasión, Alasar encontró el cangrejo más minúsculo que había visto en su vida, del tamaño aproximadamente de la uña de su pulgar, y tan transparente y duro como si su coraza estuviese hecha de calcio solidificado. Con cuidado, Alasar lo llevó de vuelta a la gruta en la que había estado jugando con Magaura, Rahjel y Tivam. Cuando se acercó se dio cuenta de que en los pasillos no se oían los gritos y risas de costumbre. Se detuvo a la sombra de una roca, desde donde podía ver a Rahjel y a Magaura. Rahjel tenía a su hermanito en brazos y Magaura estaba arrodillada junto a él, jugueteando con las puntas de su pelo mientras cantaba una canción que su madre solía cantarles hacía muchos años, una canción que transportó a Alasar a un pasado lejano y mágico en el que él se acostaba de noche entre las suaves mantas de su cama, cenado y feliz, mientras el fuego que había preparado su madre crepitaba en el salón. La dulce voz de Magaura llenó la gruta de cientos de recuerdos, y hasta el pequeño Tivam se quedó callado, como si comprendiese el significado de aquella melodía.
Rahjel acarició a Magaura con su mirada seria y pensativa, y Alasar tuvo de pronto la sensación de que su amigo sabía algo que él no sabía ni debía saber.
—Deja de cantar eso —dijo con dureza, tenso de repente.
Magaura cerró la boca asustada, pues Alasar nunca había utilizado aquel tono con ella.
—No vuelvas a cantarla nunca más, ¿me oyes? ¡Este no es el lugar adecuado!
En su ataque de ira, Alasar no se dio cuenta de que estaba aplastando al cangrejo que tenía en la mano. Se limpió la mano de sangre en el jubón y salió corriendo de allí.
No volvió a salir en todo el día, permaneció recluido en su cueva hasta que se hubo repartido la cena. Luego se encaramó a la roca desde la que había hablado en varias ocasiones y, tras reclamar la atención de todos, les dijo que en breve iban a tener unos días de fiesta.
—Podéis cantar canciones siempre que sean nuevas. Todo lo que formaba parte de nuestro pasado ha desaparecido y no volverá a aparecer, así que dejad de pensar en nuestro antiguo pueblo. Pero esto no quiere decir que vuestro hogar haya sido destruido, ¡estas cuevas que cada día nos hacen más fuertes son nuestro hogar! ¡Somos los niños de las cuevas!
Cuando alzó el puño en el aire, todos sus seguidores lanzaron gritos de júbilo. Eran las palabras más hermosas que habían oído en mucho tiempo. Quizá era cierto que lo habían perdido todo: sus casas, sus hermanos, sus padres e incluso la luz del día, pero Alasar les había hecho ver que les quedaba lo más preciado a lo que aferrarse, la vida.
La gente no se reunía en torno a Alasar solo cuando apretaba la necesidad, sino también para compartir con él momentos de alegría. Los niños olvidaron por completo todas sus miserias en cuanto celebraron su primer día de fiesta. Alasar permitió que se repartiera más comida y cantaron, bailaron, rieron y jugaron. A partir de entonces decidió que tenían que organizar muchos más días de fiesta, al menos mientras él fuera el responsable y cabecilla de todos aquellos niños.
Pasaron las semanas y las tormentas de nieve seguían azotando sin descanso el paisaje. Alasar, Magaura, Rahjel y Tivam dejaron de jugar juntos, así como el resto de los niños, sumidos todos en un profundo silencio. Estaban en el mes de enero, y el invierno aún podía alargarse un par de meses más. Alasar se había dado cuenta de que la madera se estaba acabando y de que no había forma de escatimarla, por lo que las provisiones durarían como mucho tres semanas.
Por las noches, cuando las preocupaciones no lo dejaban dormir o las pesadillas en las que Magaura aparecía helada junto a él le despertaban, Alasar se levantaba, se envolvía en sus pieles y se dirigía hacia las cuevas destinadas a la despensa. Al ver el reducido montón de leña le sobrevenía una terrible desesperación y en vano intentaba pensar en algún modo de encontrar madera. ¡Estaban perdidos si permanecían encerrados en aquellas malditas cuevas que tanto detestaba! La oscuridad que antes tanto le había gustado ahora la odiaba con todas sus fuerzas. Luego cerraba los puños y apretaba los dientes hasta dolerle las mandíbulas. ¡Si sobrevivía a aquel horror no quería volver a sentirse igual de indefenso nunca más!
Había otras noches en las que los lobos esteparios se metían en las cuevas en busca de refugio y calor. Alasar oía sus aullidos y sus gemidos y el sonido de sus garras mientras él yacía acostado junto a Magaura. A la mañana siguiente se hacía con una jabalina y una espada y salía en busca de los lobos, firmemente decidido a conseguir una piel nueva para Magaura, pero nunca encontró ni rastro de los animales.
Pronto escuchó otros sonidos que no procedían de los lobos. Le pareció oír a dragones deambulando por la nieve varios metros por encima de su cabeza, así como a sus jinetes repicando en las grutas. Los haradonos estaban por todas partes, moviéndose por toda la superficie, de un lado a otro como una nube de mosquitos en un pantano. Alasar empezó a pasar las noches en vela por culpa de los guerreros, lo que le daba a sus ojos un aspecto vidrioso.
Una noche se levantó dispuesto a matar a cuantos guerreros se encontrara en las cuevas. De pronto oyó una voz tras de sí y, en un acto reflejo, apretó la espada contra su pecho, asustado. Se dio la vuelta y vio que se trataba de Igola.
—Muchacho, ¿qué te pasa? ¿Tienes fiebre? —le preguntó ella, tocándole la frente.
Alasar se apartó, pero al final permitió que la mujer pusiera la mano cálida y callosa sobre su rostro, no sin antes dejar caer la espada de agotamiento.
—No, no tienes fiebre —dijo Igola—. Se trata de miedo, ¿no? No tengas miedo, Alasar, solo debemos tener esperanza.
Igola lo estrechó entre sus brazos, lo meció suavemente y le tarareó una canción. Alasar no rechazó esa inesperada muestra de cariño, sino que se apretujó contra ella y se concentró en aquel abrazo hasta que los ojos se le anegaron en lágrimas y se quedó dormido como un bebé.
A partir de ese día, Alasar hizo todo lo posible por olvidarse de los lobos y los guerreros, y logró dormir todas las noches ininterrumpidamente.
Pero nunca contó a nadie, ni siquiera a Rahjel, que una noche Igola le hizo de madre.
Era una noche perfecta para sus planes. Hacía tiempo que el frío invernal había remitido, y la escarcha solo aparecía a primera hora de la mañana. Además, no había luna llena. Fuera todo estaba sumido en una densa y profunda oscuridad.
El rey Octaris dormía tranquilamente en su balcón, ajeno a las estremecedoras pesadillas que solían amenazarlo. Ardhes disponía de un margen de tiempo suficiente.
Sabía que era ridículo invertir tiempo y esfuerzos en algo tan absurdo, pero el hormigueo que sentía en el estómago le hizo esbozar una sonrisa. Cogió del suelo un plato lleno de agua y lo puso frente a la chimenea. Las llamas se reflejaron en el líquido, tiñendo el rostro de Ardhes de un resplandor rojizo.
La niña balbuceó unos juramentos y dibujó las correspondientes runas en las cenizas. Después se inclinó sobre el agua y miró en el interior del plato. Durante unos instantes solo vio su rostro. Aquel invierno había crecido, se había hecho mayor, más madura. Aquel era más el rostro de una mujer que el de una niña, y eso que solo tenía once años. Se observó durante unos segundos, preguntándose si era guapa, si habría alguien en algún lugar dispuesto a quererla.
Pronunció su nombre tres veces, tal como mandaba el juramento.
—Muéstramelo —susurró al fin con un ligero sobresalto—. Muéstrame al joven al que amaré y por el que seré amada, aquel cuyo destino está unido al mío.
Durante unos segundos que duraron una eternidad no sucedió nada, y Ardhes empezó a temer que su hechizo hubiera fracasado. Pero entonces la superficie del plato empezó a agitarse como si un ser invisible jadeara sobre él, y tanto su rostro como las llamas del fuego desaparecieron del agua, donde comenzaron a formarse nuevas imágenes.
Se hacía difícil resistirse a la necesidad de cerrar los ojos, pues observar una visión generada por uno mismo era tan peligroso como mirar directamente al sol. Pero ella había aprendido a hacerlo en las noches de insomnio de los últimos meses. El agua mostraba una confusión de colores y formas, movimientos y figuras. Vio un mar agitado por la tristeza, la esperanza y la desesperación del alma a la que tuvo acceso. Un espíritu atormentado en una búsqueda sin cuartel; quién sabe si en busca de ella, pensó para sus adentros.
Vio a un hombre con unas cicatrices horribles en la espalda. Vio a una mujer famélica de grandes ojos y pelo fino sentada ante un telar. Sus dedos se aferraban a algo que llevaba al cuello, posiblemente un collar. Vio a un joven de unos quince o dieciséis años limpiándose la sangre de la frente con un pañuelo. Vio un cielo abierto sobre unos prados y unos campos azotados por el viento…
Separar el presente, el pasado y el futuro de la persona invocada en una visión era un cometido harto difícil. No podía desperdiciar sus fuerzas en un ejercicio tan complejo, pero aun así lo intentó. Los colores chocaron bruscamente entre sí y el agua empezó a salirse del plato. Ardhes interrumpió el juramento de inmediato y, con un rápido movimiento de las manos y la pronunciación de una sentencia en voz baja, hizo desaparecer las visiones. Borró las runas y echó al fuego el agua que había en el plato. Las llamas crepitaron como queriéndose reavivar con el agua, pero Ardhes las redujo sin compasión a cenizas.
Ardhes permaneció un rato inmóvil en la oscuridad, conmovida por ese desconocido que le encogía el estómago, sin poder quitárselo de la cabeza. Sabía que lo reconocería en cuanto lo viera. Lo que había percibido en su visión era muy distinto de lo que había aprendido a observar en compañía de su padre; en aquel espíritu reinaban una honda preocupación, un miedo atroz y una indescriptible y desgarradora melancolía.
Sonrió desconcertada, sabiendo que en el futuro se enamoraría de él.
Desde la visita del rey Helrodir en otoño, Ardhes había acudido a ver a su padre casi cada noche. Su nodriza no llegó a enterarse de sus escapadas nocturnas porque Ardhes solo se escabullía cuando la respiración de Candula se volvía pausada y regular por el sueño. Por supuesto, su madre no debía saber nunca que pasaba tantas horas con su padre. Si la reina se hubiese enterado de que su hija aprendía magia y otros conocimientos élficos en secreto, habría montado en cólera, pues se tomaría lo sucedido como una afrenta personal.
Su padre tenía todo el derecho a insistir en que su hija aprendiera los secretos de su pueblo; al fin y al cabo, ¿no era el soberano de aquellas tierras? ¿Y acaso no era Ardhes mitad elfa? Aun así, al rey Octaris no parecía molestarle que Ardhes se escabullera de noche para verlo y lo evitara de día. Quizá se debiera al miedo; miedo de Jale; miedo a acercarse demasiado a su hija y acabar reivindicando algo que Jale pretendía poseer en exclusiva; miedo a que Ardhes accediera a los extraordinarios poderes que tenía su padre y que, una vez descubiertos, lo despreciara por su cobardía.
Ardhes empezó a visitar todas las noches a su padre atraída por sus conocimientos secretos, y se dejó arrastrar por él hacia un mundo mágico y desconocido en el que las visiones en el agua, las runas mágicas y los juramentos élficos tendían un puente entre el sueño y la realidad. Se acostumbró a mentir a Candula para justificar su cansancio durante el día, lo cual llevó a la nodriza a angustiarse por su salud, sin que Ardhes pudiera impedirle que se pasara un día entero en las montañas en busca de hierbas contra el insomnio, las cuales arrojó por la ventana a escondidas antes de irse a dormir. Ardhes habría estado dispuesta a interrumpir sus visitas nocturnas a Octaris para no preocupar más a Candula, pero cada noche que pasaba se sentía más atraída por la historia de su padre.
Ahora, cuando iba al balcón y veía a su padre tumbado con los brazos extendidos y los ojos abiertos bajo el cielo estrellado, ya no se acercaba para molestarlo como antes, sino que se quedaba quieta en silencio, esperando a que él se incorporase. Ahora comprendía que no estaba mirando las estrellas o esperando a quedarse dormido, sino que veía cosas y se desplazaba a lugares lejanos de los que podía regresar cuando gustase.
Y cuando Ardhes se lo pedía, le contaba la historia de los niños de Ahiris.
Padre e hija estaban sentados el uno frente al otro en silencio. La luna y las estrellas se habían ocultado tras unos nubarrones. La única luz con la que contaban era la de dos velas que Ardhes había llevado consigo. A la luz de las velas, el pelo de su padre clareaba en las sienes y sobre la frente, como una corona de delicada luz. En sus ojos se reflejaban las dos llamas ralentizadas, como si el azul de sus iris tuviese un efecto letárgico en ellas.
—¿Y bien? —le preguntó en voz baja—. ¿Estás preparada?
Ardhes asintió.
—¿A quién visitaremos esta vez?
El rey Octaris cerró los ojos y respiró hondo, como si el aire de la noche estuviera a punto de revelarle la respuesta.
—Iremos a Myrdhan, mi querida Ardhes-ayen.
—¿Donde está el niño lobo?
Una sonrisa iluminó el rostro de su padre.
—Creo que así es como lo llamas, sí.
Ardhes entrelazó las manos y se puso cómoda.
—Bien, me muero de ganas de saber qué va a pasarle. Aunque no estoy segura de que me dé pena; hay algo en él que me produce escalofríos.
Octaris la miró unos instantes sin decir nada y después bajó la cabeza y cambió de tema.
—Ya sabes que tras sumergirme en una visión no soy capaz de recordarla con exactitud. Es como si se tratara de un sueño. Tú eres ahora mi memoria, Ardhes. Concéntrate en mis palabras y grábalas en la mente para que podamos recordarlas cuando salga.
—De acuerdo.
Ardhes respiró hondo para concentrarse. A veces era capaz de recitar las historias de su padre casi al pie de la letra. Era cuestión de práctica y voluntad.
—Bueno, pues allá vamos —murmuró Octaris entrecerrando los ojos—. ¿Dónde estábamos?
Como siempre, tardó unos segundos en alcanzar el punto deseado. Se quedó callado y durante un instante no se oyó más que su respiración. Fue en ese momento cuando empezó su historia.
—Cuando llegó la primavera en las cuevas solo quedaba un pequeño grupo de niños abatidos y temerosos.
»Alasar se asomó con cuidado entre las rocas. Sus ojos tardaron un rato en acostumbrarse a la luz del día. La tierra se extendía infinita ante él. El hielo y la nieve se habían derretido casi por completo, y un mar de colinas y rocas se prolongaba hasta el horizonte. Bajo sus pies crecían minúsculos botones amarillos que brotaban de los resquicios de las rocas y parecían diminutas cabezas dispuestas a espiar el mundo. En ese momento Alasar se identificó a sí mismo y a los suyos con aquellas flores. Sonrió, aunque sus ojos permanecieron nublados y serios.
Cuando llegó la primavera en las cuevas solo quedaba un pequeño grupo de niños abatidos y temerosos.
Alasar se asomó con cuidado entre las rocas. Sus ojos tardaron un rato en acostumbrarse a la luz del día. La tierra se extendía infinita ante él. El hielo y la nieve se habían derretido casi por completo, y un mar de colinas y rocas se prolongaba hasta el horizonte. Bajo sus pies crecían minúsculos botones amarillos que brotaban de los resquicios de las rocas y parecían diminutas cabezas dispuestas a espiar el mundo. En ese momento Alasar se identificó a sí mismo y a los suyos con aquellas flores. Sonrió, aunque sus ojos permanecieron nublados y serios.
La madera se había acabado hacía una semana, pero con la llegada de la primavera los malos tiempos habían quedado atrás. Alasar notaba su beneficiosa influencia porque se sentía lleno de dinamismo, con ganas de hacer cosas. Había llegado la hora de que el aislado grupo que se escondía en las rocas se convirtiera en pueblo.
Para empezar necesitaban leña con urgencia, pero Alasar no sabía cómo acceder a ella sin que los haradonos los descubrieran, si bien no tenían elección. La única madera disponible se encontraba a dos días de viaje hacia el norte, en la otra punta de la región, donde empezaban los primeros bosques.
Alasar decidió que tenía que aceptar el riesgo y escogió a sus seguidores más fuertes, llevándose consigo también a Rahjel, pese a que era algo más joven y no tenía demasiada fuerza, si bien ya le había demostrado en una ocasión que era bueno tenerlo cerca en caso de encontrarse con un haradono.
Se armaron con lanzas, espadas, arcos y flechas y se cubrieron con pesadas pieles de lobo para camuflarse entre las rocas en caso de que fuera necesario. Uno de los chicos de la expedición tenía un instrumento de medición maravilloso que su padre había comprado a un comerciante poco antes de la guerra. Con la ayuda de una minúscula flecha insertada en un pequeño cofre de madera, podía saberse dónde quedaban los puntos cardinales.
Cuando Alasar y Magaura se fueron a dormir por la noche, le dijo a su hermana que estaría fuera cinco días. Magaura se enfadó, sollozó, suplicó y maldijo, en este orden, hasta que Alasar acabó accediendo a llevarla consigo mientras ella vertía las últimas lágrimas sobre su hombro.
—No puedes irte sin mí —susurró medio dormida—. No tengo a nadie más en el mundo…
Él respiró hondo.
Alasar se levantó al romper el alba, se puso un cinturón del que pendía una espada y se pasó el arco y una aljaba de flechas por los hombros. Luego despertó en voz baja a los demás, no sin antes lanzar una última mirada a Magaura, que dormía plácidamente. Sentía como si tuviera una losa en el corazón.
Salió de la cueva en silencio.
Fuera el aire resultaba desgarrador. La respiración era todo vaho, y la niebla se cernía sobre las colinas. Parecía que el paisaje quisiera cubrirse con un velo.
—En marcha —dijo Alasar después de que todos se hubiesen reunido alrededor de la brújula y hubiesen decidido la dirección que debían tomar.
En su camino pasaron por gargantas rocosas en las que se habían formado grandes charcos, por heladas montañas y por apacibles valles en los que la hierba brillaba con la escarcha. Anduvieron hasta que al mediodía salió el sol. La nieve se había derretido y había dado paso a una vasta extensión de flores silvestres. El mundo entero parecía impregnado de un dulce y fresco aroma primaveral. En mitad de ese paraje natural, hasta Alasar olvidó su miedo a los haradonos y bajó la guardia.
Rahjel daba grandes zancadas a su lado, y ambos chicos acabaron conversando y riéndose relajados. Sus miradas recorrían la vasta región que se extendía ante ellos, como si quisieran grabar esos momentos en su memoria.
—¿Dónde está Magaura? ¿No iba a venir con nosotros? —preguntó Rahjel.
Alasar se puso serio.
—No creerás que iba a traerme a Magaura en una expedición en la que podemos morir todos, ¿no? Además, solo nos habría retrasado.
—Cuando regresemos estará muy enfadada contigo. Lo nunca visto, ¡Magaura enfadada con su hermano! Había apostado a que nos salían a todos hocicos de cerdo antes de que eso pasara.
Alasar se rio. Entonces se dio la vuelta hacia los demás, rápidamente, y exclamó sin detenerse:
—¡Vamos! ¡Daos prisa! Acaban de contarme lo de la apuesta: tenemos que ir rápido para que Magaura no se entere de que nos hemos ido. De lo contrario, nos saldrán protuberancias en la cara… —dijo lanzando una mirada cómplice a Rahjel.
Rahjel se rio y corrió tras Alasar como todos los demás, mientras cruzaban la vasta extensión de flores lanzando gritos de júbilo y atizándose con las espadas, como si estas no pesaran nada.
Comieron mientras caminaban, sin detenerse hasta que hubo oscurecido y las estrellas brillaron en el firmamento. Descansaron bajo el saliente de una roca a la lumbre de un fuego, alrededor del cual se contaron historias y chistes hasta bien entrada la noche.
Rahjel se despertó al romper el alba. Tras avisar a los demás reanudaron el camino. La falta de sueño y el cansancio no desaparecieron de sus rostros hasta que el sol estuvo bien alto. Como el día anterior, anduvieron sin descanso hasta que cayó la noche, y se levantaron al romper el alba. A mediodía de la tercera jornada vieron una delgada línea de árboles en el horizonte. Alentados, aligeraron el paso y antes de que se pusiera el sol llegaron a los pies de los altos árboles, cuyo olor era muy distinto al de la estepa.
El aire que se respiraba bajo los imponentes abetos era húmedo y pesado y estaba impregnado de una amplia gama de aromas.
Antes de que oscureciera, los chicos fueron en busca de leña. Ninguno de ellos tenía ni idea de talar árboles o cortar madera, así que empezaron por los árboles más pequeños. En medio de la oscuridad encontraron una pendiente de hayas que apenas les llegaban a la cabeza. Tomaron sus hachas, navajas y espadas y cortaron unas cuantas, tras lo cual encendieron una hoguera a cuya luz deshojaron los troncos y les quitaron las ramas. Debía de ser más de medianoche cuando quedó todo bien cortado y apilado en pequeños haces de leña.
Continuaron talando arbustos hasta el mediodía siguiente, ordenándolos en haces y atándolos con correas de cuero para que cada uno pudiera transportar el máximo posible de leña a la espalda. Después abandonaron el bosque y se dirigieron de vuelta a las colinas.
Hasta ese momento todo había salido bien, y tendrían leña al menos otros dos meses más. Lo que sucediera luego ya no dependía de Alasar. Además, pronto llegaría el verano y con él las altas temperaturas. Solo era cuestión de aguantar unos días más en la oscuridad y lo lograrían.
Los grillos empezaron a cantar y el ambiente refrescó. La luna apareció en lo alto del cielo con su halo plateado. Alasar recordó las cuevas con amargura. No podían vivir al aire libre o correr por los campos, sino que tenían que esconderse bajo tierra. Indignado, dio una fuerte patada sobre el suelo, que en aquel preciso instante tembló bajo sus pies.
—¡Guerreros! ¡Dragones! —gritó apenas unos segundos antes de que los hombres apareciesen tras las colinas.
Los niños se tiraron al suelo y se apretujaron contra la tierra húmeda. ¿Eran las pisadas de los dragones o los latidos de su corazón lo que martilleaba los oídos de Alasar? Le temblaban las manos, estaba empapado de un sudor frío. El olor de las flores le resultaba insoportable y pensó que allí, envuelto en aquel aroma embriagador, hallaría la muerte. Una hormiga le trepó por el brazo sin que Alasar se atreviera a apartarla. Después vino otra, y otra. Se encontraba justo encima de un hormiguero. Estaba jadeando.
¿Acaso los guerreros se dirigían hacia él? ¿Habrían visto la madera que llevaba a la espalda sobresalir entre la hierba? Alzó la cabeza y oteó por entre las briznas de hierba. Allí estaban los guerreros, formados en cuatro grupos de jinetes de unos veinte o treinta hombres. El que iba delante llevaba una bandera de color amarillo dorado que ondeaba al viento. A Alasar le pareció percibir los resuellos de los dragones, sentir su calor y oír el crujido de las sillas de cuero, bajo las que se agitaban sus alas.
Las picaduras de las hormigas le habían dejado el brazo ardiendo de dolor, y notó cómo subían hacia su hombro. Apretó los dientes al mirar hacia el enjambre negro que se había formado en su piel. Los haradonos galoparon hacia ellos y al cabo de diez segundos ya habían pasado de largo hasta desaparecer tras la colina. No tardó en volver a reinar la calma, solo rota por el alegre canto de los grillos.
Alasar se sacudió el brazo para expulsar a las pequeñas bestias que seguían pegadas a él. Con la respiración entrecortada observó la piel enrojecida e irritada.
—¿Estás bien? —le preguntó Rahjel.
Por el tono de su voz, parecía haber rejuvenecido tres años.
Alasar se relajó.
—Sí. Tenemos que seguir adelante.
Prosiguieron la marcha en un silencio asfixiante. Incluso al anochecer, Alasar continuó agazapado con los ojos muy abiertos para asegurarse de que los haradonos no los descubrieran, pero no apareció nadie más.
Esa noche Alasar no los dejó descansar. Al salir los primeros rayos de sol por el este, los niños se arrastraron bajo una roca y se quedaron dormidos unos minutos de puro agotamiento. Alasar fue el único que permaneció despierto. Cogió la navaja y un trozo de madera y comenzó a tallarla.
—¿Qué haces? ¿No estás cansado? —le preguntó un Rahjel cada vez más acurrucado que apenas lograba mantener los ojos abiertos.
—Es para Magaura —respondió Alasar.
Al principio Magaura no podía creer que Alasar le hubiera fallado, pero al ver que también faltaban otros niños, no le quedó ninguna duda. Su hermano se había ido, la había abandonado. De pie, frente al espacio vacío que había dejado Alasar, se le anegaron los ojos en lágrimas. No notó que Igola se le acercaba por detrás hasta que oyó su voz sedosa en la nuca.
—No te enfades con él, teme por tu vida. Por eso no ha querido llevarte consigo. No es fácil encontrar un hermano tan bueno.
A Magaura le temblaba todo el cuerpo. Cuando notó la mano de Igola sobre su hombro la apartó de un manotazo y retrocedió unos pasos.
—¡Déjame!
Igola retiró la mano sorprendida. Los ojos de la pequeña brillaban como los de una loba, igual que los de Alasar.
—No pretendía…
—¡Déjame! —farfulló Magaura de nuevo.
Empujó a Igola a un lado y salió corriendo hacia los oscuros pasadizos de las cuevas anegada en lágrimas.
Magaura desapareció durante varios días y solo se reunía con los demás cuando se repartía la comida, tras lo cual volvía a desaparecer de nuevo. La promesa rota por Alasar le produjo más dolor que aquel trágico día en que los haradonos arrasaron su aldea. En los últimos meses él había significado todo para ella, y por primera vez se encontraba sola.
Se retiró a la oscuridad de las cuevas más apartadas para desahogarse con su llanto. Se arrastraba hasta los rincones más recónditos y se apretujaba contra las rocas con la cara oculta en su regazo, o bien iba de arriba abajo por los estrechos pasadizos dispuesta a no volver nunca más, para demostrarle así a Alasar lo que se sentía al ser abandonado. Pero al final siempre salía de su escondite más pálida y silenciosa que nunca para recoger su comida.
La soledad cambió su carácter: al segundo día ya hablaba consigo misma en voz baja.
—No, nunca más le dirigiré la palabra a Alasar —murmuraba mientras sus dedos acariciaban las ásperas piedras y sus pies avanzaban hacia la oscuridad—. Me quedaré muda para siempre. Y tampoco volveré a hablar con Rahjel. Bueno, con Rahjel sí hablaré, pero solo para hacer enfadar más a Alasar.
Su mente no dejaba de imaginar posibles castigos para su hermano. Al fin y al cabo, Magaura podía ser tan vengativa como él.
Al tercer día de la partida de su hermano, trasladó su escondite algo más cerca de los demás niños para poder observarlos en secreto.
—Me quedaré aquí hasta que vuelva Alasar. Luego me esconderé tan lejos y tardaré mucho en salir.
Pero Alasar no regresó al cuarto día, ni tampoco al quinto ni al sexto. Magaura empezó a preocuparse, y con los ojos llenos de lágrimas recordó las espeluznantes historias que su hermano solía contarle sobre los haradonos.
—¡Pues dejaré de comer! —sollozó Magaura cubriéndose la cara con las manos—. No probaré bocado hasta que me muera de hambre mientras duermo.
Al séptimo día, se despertó sobresaltada por un ruido. Cuando sus ojos se acostumbraron a la semioscuridad, vio que Alasar caía de rodillas frente a ella jadeando.
—¡Magaura! ¡Por todos los dioses, te he buscado por todas las grutas! Magaura, ¿por qué te escondes aquí?
Intentó abrazarla, pero ella se apartó.
—Magaura… —repitió Alasar.
De pronto metió la mano en su bolsillo como si buscara algo. A la tenue luz de la gruta reconoció un pequeño dragón tallado en madera. Su mirada permaneció mucho rato fija en la minúscula cabecita del animal, con dos cuernos torpemente esculpidos, y en la cola deformada y en las robustas patas, pero no hizo el menor gesto de aceptar el regalo.
—Magaura, es para ti —le explicó Alasar acercándole la figura de madera—. Cógelo, lo he hecho para ti. Me he pasado tres noches tallándolo.
Magaura empezó a llorar en silencio.
—Te fuiste sin más —susurró.
Dobló las piernas rodeándolas con sus pequeños y rechonchos brazos.
—Oh, Magaura…
Fue la primera vez que vio llorar a Alasar.
—Lo siento. ¡Lo siento muchísimo! No te enfades conmigo. Sin ti no me queda nada en el mundo.
Dejó caer la figurita de madera y abrazó a Magaura. Ante los quedos sollozos de Alasar, los planes de venganza de Magaura se desvanecieron por completo, y ambos hermanos lloraron abrazados en silencio.
La curiosidad de Ardhes pudo más que su razón, por lo que realizó el juramento por cuarta vez, accediendo así de nuevo al alma del desconocido.
Cuando fue a ver a su padre por la noche, lo encontró dormido. Había pasado casi una hora, y estaba convencida de que dormía profundamente. Se arrodilló junto al fuego en silencio, y con el dedo dibujó las runas en las cenizas. Las palabras se escaparon de su boca como si tuvieran vida propia y se sorprendió al ver lo sencillo que le resultaba hablar en idioma élfico. Si su madre la oyera, se quedaría pálida como el papel.
Pero ni la reina ni nadie podía oírla. Ardhes pasó la mano con sumo cuidado sobre el plato con agua y se inclinó sobre él.
—¡Muéstrame al joven! —susurró.
Una vez más, el reflejo del fuego desapareció del plato y se formó en el interior una imagen que Ardhes observó fascinada.
Vio hierba que se inclinaba sobre la superficie lisa del agua. Detrás, una cabaña con el techo de paja donde vivía el joven. La primera vez que la vio, Ardhes no pudo dar crédito a lo que tenía ante sus ojos, pues no parecía el hogar de un rey o de un príncipe; pero, como siempre hay una explicación para todo, pensó que sería un chico de sangre real que había sufrido un secuestro, o cuya custodia había sido encomendada a una familia de campesinos. Lo que sí estaba claro es que ella compartiría su vida con él, de modo que tarde o temprano llegaría a ser rey. ¿Cómo si no iba a acceder hasta ella?
En ese momento vio a un hombre con la cara ensangrentada saliendo de la cabaña. Una mujer muy delgada corrió tras él y cayó al suelo, llorando. El hombre continuó caminando sin inmutarse. Y fue en ese momento cuando el joven desconocido asomó entre la hierba.
—¿Ardhes?
Esta se incorporó asustada. El agua se agitaba contra el borde del plato. Fuera, en el balcón, el rey Octaris se había levantado. Ardhes borró las runas de las cenizas a toda prisa, metió la mano en el agua y se la secó con el camisón.
—¿Padre? ¡Estoy aquí! —dijo corriendo hacia él.
—¿Llevas mucho esperando? Perdona —se disculpó Octaris frunciendo el entrecejo.
—No, qué va, no he tenido que esperar demasiado.
—Acabo de despertarme porque me ha venido algo a la cabeza.
Ardhes sintió que le ardía la cara. «Venir algo a la cabeza», aquella era la expresión que su padre utilizaba cuando tenía una visión. No se atrevió a decir nada por miedo a que le temblara la voz.
—Ya sabes que llevo tiempo buscando —continuó Octaris pensativo, mirando hacia la noche cerrada— a aquel que va a cambiar el mundo hasta volverlo irreconocible.
—Hummm —murmuró Ardhes, que no tenía la más mínima idea de a quién se refería Octaris.
—Me ha costado dar con su rostro, como si hasta ahora se hubiese escondido, como si se hubiese resistido a su destino, como si no quisiera ser el que llegará a ser. —Octaris sonrió entusiasmado con aquella idea—. Y ahora, de pronto, mientras dormía, me ha venido a la cabeza, como si en este mismo instante acabara de decidir que debe afrontar la vida para la que está predestinado.
Durante unos instantes, Ardhes vio a su padre ensimismado, con la mirada perdida en la oscuridad. Ni siquiera se había percatado de su juramento secreto, absorto como estaba, ahora lo recordaba, buscando entre sus visiones a aquel que iba a cambiar el rumbo del mundo.
—Creo que estoy preparado para verlo —anunció Octaris en un tono de voz lleno de solemnidad y respeto—. ¿Querrías volver a ayudarme a recordar mis visiones, Ardhes-ayen?
Ardhes asintió, aliviada de que su padre estuviera tan distraído.
—Sí, claro.
Octaris cerró los ojos y durante un rato no se oyó nada salvo su respiración. Al poco rato empezó a hablar lánguidamente, desde la distancia, como si soñara.
—Agazapado en la hierba, Revyn oía los gemidos de su madre provenientes de la casa, cuando entró su hermano. Su padre estaba explicando algo de su victoria en Myrdhan. Había prometido a los soldados del pueblo que enviaría allí a su hijo…
Ardhes reflexionó unos instantes. Por lo visto, se encontraban en Haradon, de ahí que hablaran de victoria. Y el joven protagonista de la historia se llamaba Revyn. Se concentró para seguir el hilo de la visión.
—Cuando Revyn oyó aquello le entraron náuseas. Si él se marchaba, la vida solo en compañía de sus padres sería insoportable, y deseó poder irse con su hermano, no importaba adónde. A punto estuvo de salir de su escondite y correr hacia la cabaña para abrazarlo cuando sucedió algo que nunca antes había ocurrido. Su hermano dijo con voz alta y clara: «No. Jamás. No pienso irme de casa».
»Acto seguido empezaron a oírse ruidos y gritos en el interior de la cabaña, y Revyn, el mismo que hacía unos segundos habría querido entrar corriendo en ella, se tapó los oídos con las manos para no tener que oír aquello. Era un comportamiento de cobardes, pero nunca llegaría a ser tan valiente como su hermano.
»Pese a todo, continuó escuchando fragmentos de la pelea. Era la primera vez que su hermano se atrevía a hablar así a su padre.
»—¡Te odio, eres un monstruo! ¡Déjame, mamá! ¡Eres un monstruo, un maldito borracho, un cerdo asqueroso!
»Le dijo todo lo que pensaba de él, y Revyn se sintió orgulloso de su hermano al mismo tiempo que temió por él.
»En aquel momento oyó un fuerte estrépito de cosas que se rompían. Su hermano profirió un grito, y luego se oyó un chasquido que Revyn no olvidaría jamás: el ruido de un atizador golpeando una y otra vez el cráneo de su hermano…
»Se hizo un silencio desgarrador, roto solo por los sollozos de su madre. Su padre salió de la cabaña.
»—¡Por favor! —suplicó su madre. Revyn la vio salir de casa alargando la mano hacia él—. ¡No nos dejes!… ¡No me dejes!
»El chico vio pasar a su padre con una expresión gélida en el rostro. Sangraba por la nariz, donde Miran le había golpeado.
Ardhes fijó la mirada en las palmas de sus manos, abiertas sobre su regazo. Se sentía incapaz de pensar o de oír la continuación del relato de las visiones de su padre. Las sienes le palpitaban, y un escalofrío le recorrió la espalda. La visión hablaba del joven al que amaría, el alma a la que se había asomado antes, aquel que su padre había encontrado al fin, aquel que cambiaría el destino del mundo y el suyo propio… ¡El joven al que amaría!
Sus pensamientos la sumieron en un estado de vértigo, y cuando la voz de su padre enmudeció y el brillo de sus ojos regresó al presente, Ardhes se dio cuenta de que se había quedado absorta en sus pensamientos.
—¿Ardhes? —le preguntó el rey Octaris preocupado—. ¿He dicho… algo malo? —añadió intentando recordar lo que acababa de decir.
—No, yo solo me preguntaba… —dijo Ardhes con la esperanza de que su rostro no reflejara lo turbada que estaba—. El joven del que has hablado… ¿qué papel tiene exactamente en la composición del nuevo mundo?
Octaris la miró como si pudiera traspasarla con la vista.
—Todavía es muy joven para llevar a cabo su destino, pero es el héroe de nuestra historia. El héroe y el villano al mismo tiempo, cuyo destino será amar a la hija de un rey élfico, seguirla hasta su reino y provocar el exterminio de su pueblo. Con él el mundo no volverá a ser el mismo: los humanos saldrán victoriosos y el resto nos hundiremos en las sombras.
Ardhes se despidió de su padre casi al amanecer con el corazón en vilo. En lugar de regresar a sus aposentos y esperar acostada en la cama a que su nodriza la despertara, tomó la dirección contraria y recorrió casi todo el muro del castillo, desde el ala oeste hasta el ala este. Cuando alcanzó un punto elevado en el que la vista era especialmente buena, apoyó las manos en el muro para observar el vasto paisaje que se extendía ante ella. El castillo parecía un barco pequeño en alta mar; en el horizonte las colinas y las montañas rocosas se desvanecían con la luz del sol y el cielo desplegaba un manto de colores variopintos para dar la bienvenida al nuevo día.
Ardhes respiró hondo el aroma de las flores silvestres primaverales, así como el frescor matinal, la humedad de la piedra que impregnaba sus manos, el despliegue de colores del cielo, el afilado viento del este, la vida, el inabarcable futuro.
Su madre tenía razón: ella cambiaría el destino de todos. Se casaría con un hombre de sangre humana y entregaría el mundo a los hombres.
«Amará a la hija de un rey élfico, la seguirá hasta su reino y provocará la extinción de su pueblo. Los humanos saldrán victoriosos y el resto nos hundiremos en las sombras…»
El joven al que Octaris había estado buscando tanto tiempo era el joven al que amaría ella, la hija de un rey élfico. Pero de momento nadie, ni siquiera su padre, sabía que se trataba de ella. Protegería su secreto hasta el día que se encontrara con el joven al que estaba destinada a amar.
—Revyn —susurró, solo para ver cómo se sentía al pronunciar su nombre—. Revyn…
En ese instante él estaría en algún lugar de ahí fuera.
Ardhes aún era una cría, y por lo que había dicho su padre él también, pero el futuro que su madre siempre había deseado para ella acechaba en la esquina: con el tiempo ella amaría a un hombre que provocaría la victoria definitiva de los hombres sobre los elfos.
«Sube, baja, sube, baja, y al trote. ¡Baja de la nube y sube al monte!»
—¡Baja de la nube y sube al monte!
—Perfecto, ¡lo cantas muy bien, Magaura!
Magaura sonrió contenta y bailó una vez más en círculo mientras tarareaba:
Ven dragón, vamos a montar,
¡sin duda el más bello animal!
Álzame, que yo me cogeré.
Sé que no me dejarás caer.
Sube, baja, sube, baja,
y al trote.
¡Baja de la nube y sube al monte!
—¡Lo haces genial!
Rahjel aplaudió entusiasmado. Magaura saltó de alegría y continuó cantando mientras movía su dragón de madera por las rocas, las irregulares paredes y los charcos. Alasar observó a su hermana. Rahjel y él estaban con Tivam, sentados a la orilla de un lago subterráneo. En los últimos meses, Tivam había crecido muchísimo. Su pelo negro azabache se había ondulado hasta formar pequeños rizos, y en sus ojos había siempre un brillo inconfundible. Balbuciendo y dando pequeños gritos, chapoteaba en el agua con los dedos y hacía el indio alrededor de su hermano mayor.
—No sabes lo que has hecho —dijo Alasar a Rahjel—. ¡Magaura no dejará de cantar hasta el invierno que viene!
Como para ratificar sus palabras, Magaura se puso a cantar en voz aún más alta.
—Tiene una voz muy bonita, ¿verdad, Tivam? —Rahjel bajó la cabeza y miró a su hermano, divertido.
Esta vez Magaura no alzó el tono, sino que se dio la vuelta e hizo ver como que no lo había oído.
—Tivam está cada día más grande —observó Alasar—. Pronto empezará a caminar y a hablar, y entonces podremos jugar todos juntos.
—¿Lo oyes, Tivam? —Rahjel cogió en brazos al pequeño y le sonrió.
Los dos hermanos guardaban un gran parecido. Sus rasgos eran finos y delicados, y su nariz mucho más delgada que la del resto de los myrdhanos. Tivam tenía los mismos ojos que Rahjel, unos ojos bonitos y redondos ribeteados por largas pestañas. La única diferencia era el pelo, que Rahjel no tenía tan oscuro ni tan rizado como Tivam.
—Pronto pasearemos juntos por las grutas.
—¡Y daremos caza a los haradonos! —añadió Alasar.
Magaura le lanzó una mirada de desaprobación.
—A ver, ¿puedes sostener una espada, Tivam? Ten, mira, aquí tienes una. ¿Puedes con ella? —Rahjel desempuñó la espada que llevaba en el cinturón y colocó el mango entre las manitas de Tivam. Juntos la blandieron en el aire.
Desde que habían regresado con la leña, todos los niños mayores iban siempre armados, en cumplimiento de una de las muchas leyes nuevas decretadas por Alasar, que también llevaba una navaja y una larga espada en su cinturón. Por las noches todos los niños armados se reunían en una gruta y practicaban el arte de la lucha. Un anciano que en su día sirvió en el ejército fue el encargado de impartir las lecciones a los niños, y Alasar era su alumno más aventajado: mientras los demás dormían, él luchaba contra Rahjel o contra un tronco de madera o un enemigo invisible. No tardó en convertirse en el mejor luchador de todos; no en vano era el jefe del grupo.
Desde el día en que dejó abandonada a Magaura, se abrió un abismo entre los dos hermanos. En algunos momentos la pequeña le resultaba tan desconocida que se sentía incapaz de soportar esa soledad que crecía en su interior.
Desde que regresó con la leña, Magaura se había convertido de nuevo en su razón de ser. Se encargó de que fuera siempre la primera en recibir su correspondiente ración de comida, de que llevara los mejores vestidos y de que le dieran las primeras medias de lana de una oveja que encontraron en las cuevas. Por las noches, Alasar la tapaba con pieles hasta que entraba en calor y le contaba cuentos para dormir. Le peinaba su enmarañada melena hasta dejarla tan suave como la piel de liebre que le llevó. También le regaló figuritas de madera talladas por él mismo e infinidad de cristales que solo él sabía dónde encontrar. Incluso la llevó consigo a las clases de lucha, aunque ninguno de los pequeños tenía permiso para estar presente, y aprovechó cualquier oportunidad para demostrarle que ella era alguien muy especial para él.
Magaura se lo agradecía cada vez con la misma sonrisa enternecedora, el mismo beso húmedo en la mejilla y los mismos gritos de alegría; sin embargo, nada era como antes. Aunque no volvió a dar ninguna muestra de ira o de rechazo hacia él, Alasar notaba claramente que había cambiado, transformación que tardó un tiempo en relacionar con los largos paseos que daba por las cuevas.
Tras pasar cinco días sola en la oscuridad, Magaura se dio cuenta de su hasta entonces desconocida fascinación por las cuevas y sus recovecos. Los corredores sinuosos eran las vastas y lóbregas vísceras de la tierra, la roca inerte era el esqueleto de un ser dormido, y Magaura, que trepaba por los umbrosos ventrículos de su corazón, temía y al tiempo adoraba su misterioso poder. Aquella atracción era indudablemente extraña para una niña de seis años, y, de no ser porque Magaura parecía mucho más feliz estando bajo tierra, Alasar habría tenido más motivos aún de preocupación. Pero lo que más le afligía era admitir la independencia de su hermana. Antes no habría sido capaz de dar un solo paso alejada de los demás sin ir cogida de su mano, y ahora podía pasarse horas sola deambulando por ahí. A Alasar le disgustó que la pequeña hubiera roto su dependencia de él.
Echaba de menos la mirada suplicante de su hermana cuando le pedía que nunca la abandonara. A menudo se decía que, si no hubiese dejado sola a Magaura en la cueva, las cosas habrían seguido como antes, por lo que decidió no volver a marcharse jamás sin ella. Pero la leña escaseaba de nuevo y se acercaba el momento de salir a por más.
Alasar no dejaba de darle vueltas a esta cuestión mientras deambulaba de un lado a otro por las cuevas, hasta que halló la solución al abrigo de la oscuridad. Había un modo de salir en busca de leña sin toparse con los haradonos: no por encima, sino por debajo de la tierra.
Alasar pasó varios días inspeccionando los corredores de las grutas, no por divertimento, como hiciera el invierno anterior en compañía de Magaura, sino con seriedad. No prestó atención a las sombras espectrales que se formaban en las rocas y no se dejó imponer por las magníficas grutas. Palpó las paredes de piedra y se coló por los pasillos más estrechos en busca del mejor camino hacia el norte, firmemente decidido a utilizar la espada para cavar si era necesario.
—Dime, ¿adónde vas todas las noches? —le preguntó Magaura en una ocasión.
Alasar le explicó su plan.
—He pensado que podríamos cavar un pasadizo subterráneo hasta el bosque, así no tendríamos por qué temer a los haradonos y podríamos conseguir tanta leña como quisiéramos. Pero aún no tengo decidido hacia dónde debemos cavar.
Magaura se levantó y se dirigió a las grutas, seguida por Alasar, que no daba crédito a la facilidad con que ella encontraba el camino. Al poco rato, Alasar estaba completamente perdido, pero Magaura parecía saber muy bien dónde se hallaban y hacia dónde se dirigían. Al final se detuvo ante un pequeño muro que, para estupor de su hermano, no era de piedra, sino de tierra.
—Magaura, ¿cómo…?
Ella se dio la vuelta y le dirigió una sonrisa enigmática que a él no le gustó en absoluto.
—Ya sabes cuánto me gusta pasear por aquí.
Se alzó de puntillas para darle un abrazo de despedida, y desapareció en la oscuridad canturreando, dejando a su hermano sobrecogido.
Aunque no resultó nada agradable admitir que Magaura conocía las grutas mejor que él, lo cierto es que aquel lugar era perfecto: la tierra estaba húmeda y no demasiado dura, ideal para empezar a cavar un túnel hacia el norte. La decisión estaba tomada.
Una tarde, después de cenar, Alasar se encaramó a la roca de siempre, y unos doscientos niños alzaron la vista para mirarlo.
—¡Escuchadme! —dijo Alasar levantando las manos—. Tengo algo que deciros. Como sabéis, la provisión de madera vuelve a escasear. Ya casi no podemos ver porque tenemos que ahorrar leña, y es muy peligroso salir a por más. Los haradonos se han apoderado de nuestras tierras. Si descubrieran a uno solo de los nuestros, todos correríamos peligro. ¡No podemos arriesgarnos por la leña! Solo bajo tierra estamos seguros, y aquí nos quedaremos. —Respiró hondo, con todos pendientes de sus palabras—. Debemos cavar un túnel hasta el bosque que cubra el camino de dos días.
Se formó un gran revuelo y empezaron a hablar todos a la vez, hasta que Alasar recuperó el control de la situación.
—¡Es posible que tardemos meses, quizá incluso años, pero podemos lograrlo! No hay nada imposible si contamos con la fuerza necesaria, el guía y la visión correcta. Yo soy el guía, y aquí en nuestras cabezas está la visión. ¿Queréis quedaros para siempre atrapados en estas rocas? Mi pregunta es para todos: ¿queréis ser prisioneros de vuestros propios miedos el resto de vuestra vida? ¿O aspiráis a conquistar vuestro reino? ¿Acaso no esperáis con orgullo ser llamados «los niños de las cuevas», no porque temáis salir al exterior, sino porque os encontréis como en casa? ¿No deseáis un mundo a vuestra semejanza? Os diré una cosa: ¡no somos prisioneros! Seremos el pueblo que deseemos ser. ¡Vamos a convertirnos en los niños de las cuevas!
Se desataron gritos de júbilo entre aclamaciones a Alasar. El clamor retumbó en la oscuridad, e hizo temblar las bóvedas hasta dar la impresión de que el techo iba a desprenderse.
—¡Los niños de las cuevas! ¡Los niños de las cuevas! ¡Los niños de las cuevas!
Desde que empezaron la construcción del túnel, los niños se sintieron mucho más unidos que nunca. Fue un trabajo duro en el que cavaron día y noche por turnos y sin parar. La tierra era compacta y estaba llena de piedras que dificultaban sobremanera la excavación. En otras muchas ocasiones, los túneles quedaban bloqueados por rocas impenetrables, lo cual suponía que todos los esfuerzos realizados resultaran en vano, y que tuvieran que volver atrás y comenzar de nuevo.
Alasar supo devolver los ánimos a los chicos después de cada fracaso, y él mismo bregó con ahínco. Cavaba sin descanso hasta quedar dormido sobre su pala. Sus piernas y sus brazos se fortalecieron, y empezó a parecerse cada vez más a un lobo estepario.
Como los túneles fueron haciéndose cada vez más largos gracias a sus esfuerzos, los niños no tenían tiempo de regresar a la gruta y se quedaban durmiendo en los corredores.
Aun así, la construcción de los túneles no fue tan rápida como para ahorrarse un nuevo y peligroso viaje en busca de leña, de hecho tuvieron que salir en cuatro ocasiones antes de que uno solo de los túneles alcanzara los mil metros de distancia. Por consideración a su hermana Magaura, Alasar no acompañó a los demás chicos en sus expediciones, en todas las cuales se habían topado con haradonos, pero habían logrado salvarse gracias a los espías, que avanzaban siempre adelantados al resto, y a las pieles de animales con las que se camuflaban. En una ocasión en que uno de los grupos regresó sin haber visto a ningún haradono, Alasar les propuso en secreto que se inventaran una historia para los demás. Al fin y al cabo era el miedo a los enemigos lo que daba sentido a la construcción de los túneles.
Estaban todos tan enfrascados en su trabajo que no se dieron cuenta de la llegada del verano, ni tampoco de la del otoño. Y para cuando llegó el invierno, los niños de las cuevas tenían tal acopio de madera, de carne de conejo seca y de pieles que se olvidaron por completo del miedo a la indigencia del año anterior.
Aquel invierno no hubo muertos, salvo dos ancianas a las que les había llegado su hora. Y ahora que las inclemencias del tiempo no podían hacerles daño, los niños sintieron más que nunca la fuerza de su comunidad, orgullosos de sí mismos. Ya no eran unos simples refugiados, sino los niños de las cuevas. Toda la fuerza que habían necesitado para la construcción de los túneles y la ampliación de su reino se alimentaba ahora de aquel sentimiento de orgullo.
El invierno pasó rápido, como retraído ante la vitalidad de los niños y la fortaleza con que le hacían frente, y volvió a estallar la primavera. Las clases de lucha continuaron por las tardes, incluso después de la muerte del anciano instructor. Para entonces, Alasar y algunos chicos habían aprendido lo suficiente como para enseñar a los demás. Pronto hubo patrullas enteras custodiando las rocas, si bien sus armas no estaban pensadas para una ofensiva contra los haradonos, sino para la caza de conejos, lobos y cabras monteses. Cultivaron cereal en valles ocultos y plantaron hortalizas que no precisaban de tantos cuidados y eran menos vistosas. Al fin, los cultivos secretos y las cacerías nocturnas bastaron para alimentar a toda la comunidad.
Según les dijo en una ocasión Alasar, aún faltaba mucho para dar por concluida la excavación de los túneles, por lo que los niños tuvieron que continuar saliendo en grupos a buscar leña una estación tras otra.
Alasar no se percató del paso de las estaciones ni en su persona ni en el progresivo crecimiento de su reino, sino en su hermana Magaura.
Todo empezó cuando su hermana le pidió que dejara de ayudarla a vestirse por las mañanas para hacerlo ella sola, y de ahí que durante un tiempo no se diera cuenta de que la pequeña ya no cabía en sus viejos vestidos. Las pieles sobre las que dormían cada vez eran más pequeñas, y Magaura ya no se apretujaba contra él como solía hacerlo antes, cuando a medianoche tenía que quitársela de encima para poder respirar. Tampoco la bañaba ni le lavaba el pelo como hasta entonces, porque prefería hacerlo sola, sin contar otros muchos detalles que se le escaparon al principio, cuando estaba enfrascado en la excavación de los túneles.
Con el tiempo, no obstante, fue inevitable ver todos los cambios. Una mañana Alasar se despertó y descubrió asombrado que su hermana ya no era aquella niña de seis años que dormía junto a él con el pelo enmarañado, sino una desconocida con una melena ondulada y negra que le llegaba a la cintura.
En el redondeado rostro infantil apuntaban cada vez más contornos afilados que a Alasar no le pasaron inadvertidos: la nariz recta y algo alargada, unas bonitas cejas cada vez más oscuras y espesas, los pómulos marcados. Y bajo su ropa se perfilaba una silueta que al principio no supo ver y con el tiempo prefirió evitar hacerlo.
Los cambios externos de Magaura le resultaban tolerables, al fin y al cabo su relación seguía siendo la misma: como estaba exenta de los trabajos de excavación —Alasar se había asegurado de que su hermana creciera sin la obligación de trabajar duro físicamente—, ella seguía llevándole la comida al túnel a diario y le abrazaba con el mismo cariño y la misma fuerza cada vez que él le hacía un regalo, y eso que parecían gustarle más los cristales que se colgaba del cuello que las figuritas talladas en madera. También continuaba siendo tan risueña y alegrándole el corazón con sus muestras de afecto. Y sus ojos seguían brillando con la misma admiración cuando oía hablar a Alasar… Sí, su vida en común no había cambiado nada…
Hasta que Magaura se instaló en su propia cueva.
Una noche que Alasar regresaba tarde de las excavaciones, halló su cama vacía. Las mantas de Magaura no estaban allí, ni tampoco sus vestidos ni su bisutería.
—¿Magaura? ¡Magaura! —gritó.
Ella apareció por un agujero de las rocas y se acercó hasta él con semblante tranquilo.
—Estoy aquí —dijo sin inmutarse.
Alasar la miró sin comprender nada.
—¿Dónde están tus cosas?
—En mi nuevo campamento.
—¿Tu campamento?
—Mi nuevo campamento —matizó, y antes de que Alasar pudiera decir nada añadió—: Tú tienes tu propia cueva, ¡por no decir que tienes varias! El rincón para pensar, la cueva en la que te reúnes con los demás para tomar decisiones, el hueco en el que guardas tus provisiones personales… Yo quiero tener mi cueva, como tú.
—¿Quieres dormir en esa cueva?
Magaura asintió y, sin darle tiempo a replicar, le dio un abrazo y se marchó de allí. Alasar tuvo que admitir que no reconocía a su hermana en la desconocida que se afanaba en alejarse.
—¿Y desde cuándo te peinas? —gritó en un intento desesperado, pero ella ya había desaparecido tras las rocas.
La primera vez que Alasar habló con Rahjel sobre Magaura, estaban sentados algo apartados en la sala donde los niños tomaban clases de lucha, con el ruido de fondo de las espadas y los gritos de júbilo.
—Es para volverse loco —murmuró Alasar—. ¡Siempre ha tenido un miedo horrible a dormir sola!
Apretó los dientes con rabia, pues en el fondo sabía que de eso hacía ya años.
Rahjel esbozó su misteriosa sonrisa y bajó el rostro.
—Bueno, todos estamos cambiando…
—Yo no he cambiado —respondió Alasar con rudeza.
Rahjel se rio.
—Ah, ¿no?
—No.
Rahjel se acercó más a él y, esbozando una sonrisa pretendidamente burlona, carraspeó:
—Dime, ¿cuándo fue la última vez que te miraste en el espejo?
—¿Yo? —inquirió Alasar arqueando las cejas—. ¿Y para qué habría de hacerlo? ¿Crees que no tengo nada mejor que hacer que mirarme en el espejo?
—Por supuesto que tienes cosas mejores que hacer, pero… ¿De verdad pretendes hacerme creer que no te has dado cuenta de cuánto hemos cambiado, especialmente tú?
Alasar miró con detenimiento a su amigo y tuvo que admitir que ya no tenía la cara de aquel niño que le salvó la vida. La de ahora era más alargada, más delgada, la de un joven de diecisiete años. Solo conservaba el brillo infantil de sus ojos.
—Mira allí —le indicó Rahjel mientras señalaba a un niño de unos ocho o nueve años que estaba tomando clases—. Es Tivam. Hace ya medio año que viene a las clases.
Alasar no era estúpido, y sabía perfectamente que Tivam era el niño que se pasaba el día pegado a Rahjel, con la admiración propia del hermano pequeño por el mayor.
—El tiempo no pasa en balde —dijo Rahjel—. Ya no somos unos niños.
Tras decir esto, Alasar se puso en pie de un salto y colocó las manos sobre los hombros de Rahjel, apretando con tanta fuerza que el chico perdió el equilibrio y se cayó al suelo, desde donde le miró atónito.
—¡No vuelvas a decir eso nunca más! —susurró apuntándole con un dedo tembloroso—. ¡Nunca más vuelvas a decir que no somos unos niños! ¡Somos los niños de las cuevas! Nunca más, ¿me has entendido?
Rahjel asintió sin moverse. Los labios de Alasar se apretaron hasta convertirse en una fina línea. Luego se dio la vuelta y desapareció.
Aquella noche deambuló por las grutas sin rumbo fijo. No podía apartar de su mente los cambios producidos en los rostros de Magaura y de Rahjel. Recordó vagamente cuando era casi un palmo más alto que Rahjel y la rapidez con que su amigo recortó distancias. Cuando quiso pensar en Magaura, lo dejó correr. Visualizar los cambios de niña a mujer le resultó insoportable.
Se agachó frente a un charco formado entre las rocas, apoyó su antorcha en una grieta y se inclinó para ver su reflejo.
El reflejo que le devolvió era el de un adulto con rostro serio. Posó la mirada sobre la fina y apretada boca, y sobre las espesas cejas, hasta que dos ojos profundos y oscuros como las cuevas, tristes y bellos como las grutas, le devolvieron la mirada. Eran firmes y febriles.
Alasar no era tan necio como para no saber cuál era su verdadero aspecto, solo que no le había prestado demasiada atención. No se había dado cuenta de que su voz era más grave y potente, ni de que cada vez le costaba menos cavar, ni de que la barba empezaba a cubrirle la barbilla.
Se recogió el pelo con una mano y lo apartó de su cara, dejando el rostro descubierto. Sacó su navaja y se la acercó a la barbilla, pero antes de realizar el primer movimiento, vio reflejada en el agua una cuchilla.
Alasar se dio la vuelta y descubrió a Rahjel, que lo había seguido en silencio.
—Cógela, vamos —dijo este en voz baja, acercándole la cuchilla de afeitar—. Es más fácil que con la navaja.
Alasar dudó unos segundos, pero al fin accedió. Una vez más se inclinó sobre el charco y se afeitó a conciencia, hasta que el pelo cortado ocultó su reflejo.
Cuando el primer túnel alcanzó el bosque, los niños rompieron a llorar de alegría, y lo celebraron con cánticos durante todo un día y una noche.
—¡Tenías razón! —gritó Magaura lanzándose al cuello de su hermano—. ¡Tenías razón, Alasar, nada es imposible si tú te lo propones!
—Magaura —dijo mientras la abrazaba con fuerza—, ahora podremos construir un gran imperio bajo tierra, desde el punto más austral hasta los confines septentrionales del mundo. Oh, Magaura… ¡Nunca te pasará nada si permaneces a mi lado!
—¡Siempre estaré a tu lado! —exclamó ella riendo.
Algunos chicos tocaron la flauta y los tambores; otros dieron palmas y patadas en el suelo. Cantaron las canciones de las cuevas y bailaron en grandes círculos. Alasar se encaramó a la roca más alta y se quedó allí un rato observándolos, como un lobo venteando el aire. En sus ojos se reflejaba la luz de las antorchas.
—¡Hoy comienza nuestra nueva vida! —exclamó Alasar, y cuando levantó los brazos, todos lo imitaron y lanzaron gritos y vítores de alegría.
—¡Una nueva vida, una nueva vida, una nueva vida!
La mirada de Alasar recorrió a la alborozada multitud, las salas y las bóvedas que se extendían tras ellos. Vio el laberinto de túneles que les harían posible moverse de un lado a otro en secreto, acudir a cualquier pueblo myrdhano destruido por los haradonos y recoger de allí a los niños que aún siguiesen con vida. Y vio su futuro reino. Lo vio crecer a escondidas de las potencias actuales, fortalecerse bajo tierra como una planta, a la espera de que sus brotes alcanzaran la superficie, y con ella la luz del día, una nueva era… El pueblo formado de cazadores, excavadores y guerreros que estaba ahora a sus pies florecería, con sus bóvedas y sus pasillos, sus túneles, sus caminos y sus laberintos sin salida. Alasar miró hacia abajo, y supo que todo aquello era fruto de su esfuerzo, su obra, su imperio, su reino secreto.
Cuando su padre se despertó de su visión ambos se miraron durante unos instantes en silencio. Ardhes se sintió de repente sola, consciente de que el relato de los niños lobo había concluido. Aquel joven la había acompañado durante tantas noches, había estado junto a ella en tantos momentos sin saberlo… Lo había conocido cuando apenas era un niño y ahora se había convertido en un hombre.
Ella también había crecido. No pudo evitar recordar aquella noche en la que escuchó esas terribles palabras que supondrían el final de una larga historia y el principio de otra aún mayor.
—Así que aquí empieza todo —dijo Octaris con una sonrisa empañada de tristeza—. Tenemos que dejar a Alasar hasta que Ahiris decida tejer su historia en el gran tapiz del mundo. Hasta entonces, veamos lo que va haciendo el otro ahirah, Revyn.
Ardhes asintió con el corazón en vilo.
—Que empiece su historia.