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Entre murgals

El primero en ver aparecer a las grandes tortugas gigantes, a escasos kilómetros de las costas de Penglai, es Albert, un niño de cinco años que hace turismo por la zona con sus padres. Están en la terraza del palacio de la Elevada Serenidad, situado en la cumbre de la colina de Daña.

—¡Mamá, mamá! ¡Mira! Unas tortugas gigantes… ¡Allí, en el mar! —grita Albert dando tirones a la chaqueta de su madre, mientras ésta trata de hacer una fotografía a su marido ante una bonita puerta que les ha parecido curiosa, aunque no saben muy bien qué representa.

Mientras el niño trata infructuosamente de llamar la atención de su madre, al otro lado del portal, Usumgal sonríe comprobando que sus tropas se dirigen a la Tierra como ha planificado.

Una vez más, desconfiando todavía de los pelmazos de sus enemigos, vuelve a echar una ojeada a su entorno más inmediato: ni rastro de ningún ziti, sutum, anzud, tidnum o kuzubi; sólo ve las áridas dunas de Hurkel cuando sus tropas están ya en la entrada del portal, que acaba de abrirse hace un momento.

Le parece imposible que, tras tantos planes frustrados, sea ahora, precisamente ahora (que está solo en el poder, sin consejeros ni familia alrededor), cuando consiga llevar a cabo su plan maestro. Hasta este momento no podía ni quería creer que fuera posible. Ya ha sufrido suficientes decepciones en su larga vida. Pero al ver la silueta de sus tropas ante la luz del portal, puede cantar victoria. Ahora nada lo detendrá. Ahora ya no.

—¡Adiós, Ki! —se despide Usumgal—. Hasta nunca jam…

Antes de que el cruel dictador logre terminar la frase y cuando ya había asimilado que sería capaz de iniciar la dominación del nuevo planeta, se da cuenta de un detalle que le ha pasado inadvertido: las siluetas de sus tropas ante la luz del portal ni son las de sus tropas, ni están delante del portal.

Efectivamente, a Usumgal le ha parecido que era su ejército, pero en realidad se trata de tres kushus, que le suenan mucho, lo que resulta lógico, pues son los kushus que acaba de perder en la batalla de Boma.

Son las tres tortugas gigantes que han pasado a formar parte del ejército de los reptiles y que, por cierto, parecen un tanto descontrolados, tanto por su velocidad de desplazamiento como por la dirección y el sentido de su trayectoria: uno de ellos avanza aunque panza arriba y los otros dos van de lado y hacen extrañas cabriolas.

El primero que viaja panza arriba y lleva sobre el caparazón una extraña capa de color amarillentoanaranjado casi brillante atraviesa el portal, pero se hunde parcialmente en las dunas de arena de Hurkel. Los dos restantes, arrastrando grandes plataformas llenas de sutums, musdagurs, anzuds y musens, lo siguen de cerca y también aterrizan, de forma poco elegante, en la arena del desierto, dándose la espalda el uno al otro.

Usumgal, al verlos así, no sabe si reír o llorar. ¿Cómo pueden esos tres kushus malditos aparecer por un portal que tiene como destino la Tierra? ¿De dónde diablos salen? ¿Y por qué han hecho una aparición tan caótica y adoptado una posición de ataque tan extraña?

Señor, Usumgal —informa Raknud—, tres kushus han aparecido en el portal, pero se han estampado contra la arena en la misma entrada. Uno de ellos está panza arriba y mueve las patas como un desesperado y los otros van de lado. ¿Qué hacemos?

Usumgal duda incluso de la realidad de la absurda situación que está viviendo. Parece una pesadilla. Pero, recordando que debe irse de este planeta antes de que estalle, reacciona con rapidez.

—¡Selecciona tres kushus y aborda a esos otros inmediatamente con todos los efectivos! ¡Que las restantes unidades sigan avanzando y atraviesen el portal! ¡Deben cruzar al otro lado como sea!

Pero entonces un globo gigante de color amarillentoanaranjado aparece debajo del kushu que está panza arriba. Mientras el globo se va hinchando, la tortuga gigante se inclina, hasta que consigue formar un ángulo recto y acaba cayendo pesadamente de pie en el suelo; en la zona se produce un kimoto de magnitud 14 en la escala de Krichgal.

—¡Muy bien! —exclama Nakki—. Una idea estupenda, Ishtar. Ahora todos los murgals saben que estamos aquí, por si no se habían dado cuenta de ello. Todo un detalle por tu parte anunciarles nuestra llegada a Hurkel.

—¡Oh! Vaya… —se lamenta la reina de los zitis—. ¿Qué hubieras hecho tú? ¿Le hubieras pedido por favor al kushu que se tumbara? ¡Si no podíamos ni movernos, de lo aplastados que estábamos!

En efecto, la tripulación del primer kushu había quedado atrapada debajo del animal en el momento en que éste había aterrizado bruscamente, aplastado la tienda y enterrado a todos en la arena. Por fortuna, gracias al xíbit, ahora están ya relativamente fuera de peligro, aunque desperdigados por las peligrosas dunas, repletas de hambrientos murgals.

—Bueno, dejémoslo correr y procuremos poner algo de orden en este despropósito. Lo más importante es que todo el mundo se suba al kushu para evitar que uno de estos…

Pero antes de que Nakki termine la frase, la arena que lo rodea se eleva y una gran columna blanca y viscosa aparece bajo sus pies y se lo traga como si nada. La columna, sin dejar de crecer, llega a adquirir una altura de unos veinte metros, desciende a continuación a toda velocidad y desaparece dejando tan sólo un agujero, que enseguida se llena de arena.

—¡NAKKI! —chilla Ishtar, horrorizada—. ¡Madre mía! ¡¡¡¡Un gusano se ha comido a Nakki!!!!

Sin hacerse todavía a la idea de lo que acaba de suceder, la arena que Ishtar tiene a sus pies empieza a temblar y aparece otro murgal, aún más voluminoso que el que se ha tragado a su Gran Consejero, y sube hasta más de cuarenta metros de altura. Y se la habría tragado a ella también si no hubiera sido porque Mashua se le ha echado encima, y la aparta de la trayectoria de la babeante y hambrienta columna.

—¡Eh, Ishtar! ¡Vigila, mujer, que no quiero quedarme sin domadora oficial! —le avisa el tidnum, levantándose del suelo y corriendo hacia el kushu—. ¡Vamos, rápido! ¡¡¡Ven!!! ¡Debemos ponernos a cubierto!

—Nakki… —le dice Ishtar a Mashua con la mirada perdida—. ¡¡¡¡Se lo ha tragado!!!! ¡¡¡¡Un gusano de éstos se lo ha tragado!!!!

—¡Es cierto! ¡Qué desgracia! ¡Seguro que le dolerá la barriga! —responde Mashua sin dejar de correr hacia el kushu mientras le hace señales a Ishtar para que lo siga.

El estado del resto de la tripulación es absolutamente lamentable. Todos corren hacia el kushu más próximo para evitar ser tragados por los murgals y, ante el caos, nadie controla al ejército de los reptiles, que no saben qué hacer, pues si salen de las plataformas, tan sólo ven la posibilidad de pasar a formar parte del ágape suculento de un repugnante gusano gigante.

—¡Ja, ja, ja! ¡Estúpidos! —ríe Usumgal admirando el espectáculo que le están ofreciendo—. ¡Tanto esfuerzo para nada! ¡Ellos solitos van hacia la muerte! ¿No veis que no me podéis atacar en esta zona? ¡Salid del kushu y moriréis en el estómago de uno de esos monstruos! ¡Y yo, en cambio, sólo he de cruzar el portal sin bajar de mi montura!

—¡Yepa! ¡Buenos días! —El señor de Zapp oye estas palabras a su espalda.

Al volverse, una corriente eléctrica le recorre la piel desde la cabeza hasta la cola, abre los ojos hasta extremos inimaginables, se le contraen las pupilas y no puede evitar dar unos pasos hacia atrás. Lo que ve es imposible. Debe de tratarse de un espejismo.

—¿TÚ? —dice Usumgal con el rostro desencajado, temblando de rabia y miedo.

—Yo. Sí… ¿Qué pasa? —responde tranquilamente la ziti, con las manos en los bolsillos, instalada de pie encima del caparazón del kushu a escasos metros del musdagur.

—Tú… ¡Tú… estás muerta! —chilla Usumgal señalándola con una mano temblorosa.

—Pero ¿cómo? —se extraña Nirgal, contrariada—. ¿Crees que éstas son formas de darme la bienvenida? ¿Después de tanto tiempo sin vernos? ¿Y tus modales? ¿No has aprendido nada de nada en palacio?

—¡¡Tú… estás muerta!! —repite el señor de Zapp transformando ahora la rabia y el miedo iniciales en furia—. ¡Te secuestramos y ordené que te mataran! ¡No puedes estar viva! ¡¡No puedes estar aquí ante mí!!

—¿Eh? —exclama ella, extrañada—. ¡No, no! En absoluto. No aciertas ni una. ¡En realidad me dejé raptar desde el principio! ¿De verdad creíste que un solo urgug podía secuestrarme? ¡Por favor! ¡No me hagas reír! ¡Pensé que sería la excusa perfecta para desaparecer y comprobar cómo mi nieta iba cogiéndole el tranquillo a lo de ser reina! ¡Pero si te lo conté en aquella carta que te mandé! ¿No la recibiste? ¡Madre mía, esta gente de Correos siempre dando la nota!

La ira de Usumgal ha ido creciendo a medida que se da cuenta de que le han tomado el pelo y, sin poder aguantarse más, levanta el cetro, cuya joya brilla intensamente, lo dirige contra Nirgal y proyecta un rayo de luz que atraviesa la proyección astral de la ziti y se pierde en el horizonte de arena.

—¿Y encima esto? —Usumgal oye también estas palabras a su espalda. Se da la vuelta en el acto y se encuentra frente a frente con la verdadera Nirgal, que está en la misma posición que tenía su imagen astral, ahora desaparecida—. Estoy empezando a sospechar que quieres hacerme daño de verdad, ¿eh? —La ziti, que lleva las gafas puestas, mira al dictador, frunce el entrecejo y le habla como si se tratara de un niño de cinco años.

Mientras tanto, en las dunas de arena aparecen más y más murgals, atraídos por el ruido y el movimiento que se produce en la zona, y atacan a lo loco tratando de cazar aunque sea a algún musen de los que sobrevuelan el lugar. Sus apariciones son tan frecuentes que el desierto tiene el aspecto de un lugar destinado a pruebas militares, en el que las bombas que caen son en realidad las explosiones de arena que se producen cada vez que un murgal sale a la superficie en busca de una presa y, una vez conseguida, desaparece de inmediato.

Los kushus de Usumgal, siguiendo sus instrucciones, han pasado a través del portal y desaparecido en la luz blanca.

—¡Esto es un caos! —se queja Ullah sobrevolando la zona—. ¡Debemos organizarnos! ¡¡Los kushus de Usumgal ya están cruzando!! ¡La situación se ha descontrolado!

En ese instante un nuevo murgal, el mayor de los aparecidos hasta el momento, sale de la nada y, alargándose como un muelle, se traga a la anzud, que ni siquiera lo ha percibido. El bicho regresa enseguida a su nido de arena.

—¡¡¡¡Ullah!!!! ¡Uno de esos horribles gusanos se ha comido a Ullah! —grita Zuk, desesperado, saltando del kushu y corriendo en dirección al agujero que ha dejado la bestia, agujero que ya se está llenando de arena.

—¡Zuk! ¡¡NOOOO!! ¡No salgas del kushu! —grita Mashua tratando inútilmente de avisarlo.

Pero el kushu de Raknud choca contra el del tidnum y el ejército de musdagurs al completo lo aborda, sin darle tiempo de hacer nada por su amigo kuzubi. Además, Mashua contempla con horror cómo uno de los grandes y viscosos gusanos gigantes aparece bajo los pies de Zuk y, de un pequeño salto de poco más de tres metros, se lo traga en un santiamén.

—¡Sin Nakki aquí, esto es un caos! —grita Galam—. ¡Estamos cayendo como moscas! ¡Necesitamos un plan de ésos que hacía él! Ishtar, ¡tú eres la reina! Vamos, piensa… ¿Qué podemos hacer? ¿Cómo se lo montaba Nakki?

—Eh, ¡que yo soy una novata! ¡A mí qué me cuentas! —se defiende ella—. ¡Si hace apenas dos días estaba en la clase de los párvulos kuzubis! ¿No tienes alguno de tus inventos, por aquí? ¡Lánzales una glimp de ésas!

—¡Imposible! —grita el viejo sabio—. ¡Han quedado sepultadas en las dunas cuando hemos aterrizado!

—¡Yo iré a buscarlas! —grita Malag y, saltando del kushu, corre hacia donde todavía se ven los restos de la tienda de campaña.

—¡Malag! ¿¿Estás mal de la cabeza?? Vuelve ahora mismo… ¡¡¡es una orden de tu reina!!! —grita Ishtar, desesperada—. ¿No ves que todo está lleno de esos gusanos tan chungos? ¡Regresa inmediatamente! ¡No lo conseguirás!

Pero Malag, rápido como el viento, echa a correr en dirección a la tienda esquivando las enormes columnas viscosas que van apareciendo alrededor, a medida que avanza hacia la tienda deshecha.

Encima del kushu, Golik y Mashua, que se han colocado delante de Ishtar y Galam, protegiéndolos del abordaje de las tropas de Raknud, cada vez tienen más dificultades para mantenerlas a raya.

—¡Me das pena, Nirgal! —dice Usumgal con desprecio—. ¡Y tus amigos me dan pena también! Mira, no sé cómo puede ser que estés viva, ni cómo conseguiste engañarme, pero ahora me importa un bledo. ¡Esta vez no podréis detenerme! Más de la mitad de mi ejército ha atravesado ya el portal, ¿no lo ves? —Y señala a los kushus que, arrastrando las plataformas, siguen entrando en el portal.

Cuando Nirgal, con expresión seria, mira de reojo el agujero dimensional, Usumgal levanta el cetro rápidamente y le lanza de nuevo un rayo, que ella podría haber esquivado con facilidad, pero la toca de lleno y cae.

—¡Ja, ja, ja! —ríe Usumgal, triunfal—. ¡Nirgal, estás acabada! ¿De verdad crees que vas a salir de ésta? Pero, mírate, ¡si estás hecha una yaya! ¡Ya no tienes reflejos! ¡Ja, ja, ja!

—¡Grrr! Ni lo pienses… ¡Nada evitará que yo luche hasta el final, Usumgal! ¡Aunque sea ésta mi última batalla! —dice ella, incorporándose, mientras se enjuaga con la mano un poco de sangre que le sale de la boca, a consecuencia del rayo que la ha herido.

La última unidad de kushus de Usumgal está terminando de cruzar el portal, pero en éstas una flecha va a parar al brazo de Mashua y se le cae el arma.

—¿Estás bien, Mashua? —pregunta Golik, que sigue luchando con gran agilidad contra sus atacantes.

—¡Groaaarrrrggg! ¡Claro que sí! ¡Tranquilo, amigo mío! ¡No tiene importancia! ¡Pero me estoy muriendo por dedicarme a partir cabezas de una vez! ¡Estoy empezando a perder la paciencia!

—¡Ishtar! ¿Dónde está la reina Laima? —grita Golik—. ¡La necesitamos! ¡Si pudiera hablar a estos musdagurs que nos atacan, la escucharían y dejarían de acosarnos!

—¡No lo sé! —dice la reina de los zitis, detrás de él—. ¡No he vuelto a verla desde la caída! ¡No sé si habrá sobrevivido! ¡No percibo su esencia ni la de Sasar!

—¡Oh, no! ¡No puede ser! —grita Golik de forma exagerada—. ¡Me han tocado! ¡¡¡¡Oh!!!!

Y, dicho esto, cae desde lo alto del kushu a las dunas, donde se revuelca de dolor y, con sus aspavientos, llama la atención de un murgal hambriento que, al ver a otra víctima indefensa, se propulsa a toda velocidad y aparece a sus pies para tragárselo.

—¡Mierda! —suelta Mashua al observar que los kushus de Usumgal han cruzado prácticamente el portal—. ¡Sin Golik no podré resistir por mucho tiempo! ¡Oh, oh… y… Mmmmm…! ¡Oh!

—¡Galam! ¡Ya las tengo! ¡Ya las tengo! —grita Malag desde las ruinas de la tienda, levantando la caja negra con las dos manos.

A causa de los gritos de alegría del ziti, toda la zona en la que están los palos y las lonas de la tienda destruida vibra y tiembla como si fuera de arenas movedizas y, después de hundirse, una gran montaña de arena crece de la nada y eleva la tienda, los palos y al propio Malag. Se trata, naturalmente, de un murgal gigantesco que, sin manías de ningún tipo, se traga todo lo que está alrededor del joven ziti —él incluido—, asciende a más de doscientos metros, desaparece en un santiamén y deja un gran cráter, que despacio, como siempre pasa en estos casos, se va cubriendo de arena.

—¡¡¡¡Malag, NOOOOOOO!!!! —grita Ishtar estirando los brazos hacia el punto en que ha desaparecido su nuevo amigo.

Y es entonces, coincidiendo con la desaparición del último de los kushus del ejército de Usumgal a través del portal, que la lucha de éste con Nirgal llega a su fin.

La ziti está en el suelo, muy debilitada por las diversas ocasiones en que Usumgal la ha tocado con el cetro, y el viejo musdagur, de pie ante ella con la cara desencajada de rabia, la apunta justo entre los ojos, a escasos centímetros de la cabeza.

—Este ataque no te matará —dice el señor de Zapp mirándola fijamente—. No tendrás esa suerte, Nirgal. Lo que pienso hacer es dejarte aquí, moribunda, rodeada de las largas y viscosas tumbas de tus amigos, mientras yo atravieso el portal por el que acaban de pasar mis tropas. Y así, cuando dentro de unas horas las glimps de cristal de Melam que guardan los explosivos se fundan a causa del calor de la lava del Risk y todo el planeta estalle, podrás vivirlo en directo. Entonces sí sabrás lo que es sufrir.

Y, dichas estas palabras, Usumgal dispara el cetro una vez más y un rayo letal impacta directamente en la cabeza de Nirgal.