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Buenas noches, Gerard

Bastian, como has podido hacerme esto! —exclama Iduh—. ¿Tú sabes cuánto he sufrido por ti? ¡Has estado casi todo el día fuera! ¿Que has estado haciendo tantos días en Zink?

—¡Ay, Iduh, no quieras saberlo! ¡He estado liadísimo! —exagera Bastian—. Y, claro, una cosa por otra y, al perder el primer portal, tuve que quedarme más días; entonces me encontré a Galam borracho y, cómo es lógico, lo acompañé al castillo, al pobre. No iba a dejarlo allí tirado, ¿no te parece?

—¿Y el licor de kilmet? ¿Lo has traído?

—¿El licor? —pregunta Bastian mientras recuerda cómo Galam iba vaciando la botella vaso a vaso—. Bueno… El licor…

Pero la excusa de Bastian debe esperar porque la alarma del equipo de seguimiento de portales se activa de pronto, e Iduh, que lleva un día de nervios total, se sobresalta.

—¡¿Y ahora, qué demonios pasa?! —suelta, entre preocupado y enfadado, mientras teclea el mando y mira las pantallas—. ¡Ah! ¡Es Galam! —dice tranquilizándose él, pero transmitiendo la intranquilidad a su compañero.

—¿Galam? ¿Qué hace por aquí? ¿Viene solo?

—Mmm… No… Viene con otro ziti, pero a éste no lo tenemos fichado. Parece ser que el portal se abrirá en el baño… —dice comprobando los datos—. ¡Oh, vaya…!

—¿Qué pasa ahora? —pregunta Bastian, que disimula como puede sus nervios.

—Que en el lavabo está Anna en estos momentos.

—¡Pues no pueden entrar! ¡No desactives la protección! ¡Que vuelvan a Ki!

—¡Pero qué dices, Bastian! ¿Cómo quieres que no desactive la protección? ¡No pueden volver atrás sin más! ¡Esto no es un ascensor! ¡Podría suceder alguna desgracia si interferimos en el proceso! —argumenta Iduh, y permite el acceso del portal.

Tres pisos más arriba, Anna se da cuenta de que no tiene suavizante para el cabello cuando ya es demasiado tarde para ir a buscarlo; está completamente empapada de arriba abajo, en un cuarto de baño lleno de vapor, después de la larga ducha que está tomando antes de cenar, como todos los días, para tratar de librarse de la pintura que tiene por la piel y los cabellos.

—¡Jaaaaaaacques! ¡Jaaaacques! ¿¿Puedes acercarme el suavizante del armaaaario?? ¡¡Jaaaaaaaacques!! —grita Anna ignorando que su marido no puede oírla porque está en la cocina haciendo la cena.

Como ya es costumbre en Can Sata, el tiempo y el espacio —en dos dimensiones diferentes— empiezan a friccionar hasta que se llega a un punto álgido, en el cual las dos realidades paralelas se hallan separadas tan sólo por una fina capa de espacio y tiempo y, en este caso concreto, un montón de vapor. Y entonces aparece el portal. Concretamente, junto a la taza del inodoro, y eso provoca que, cuando Galam atraviesa la anomalía espacio-temporal, cargado con una gran mochila, dos maletas pequeñas y un bolso en bandolera, hunda el pie en el interior de la taza y se le moje.

El joven Malag no es más afortunado que el sabio ziti, pues no contento con imitarlo, en cuanto a la carga que lleva, también acaba metiendo el pie en el interior del ya concurrido sanitario.

—¡Osti, tú! ¡No veo nada! —dice Malag refiriéndose al vapor—. ¿Qué es esto? ¿Niebla? ¿La Tierra es así?

—¡Chisssssssst! —dice Galam para silenciar a su aprendiz, poniéndose un dedo delante de la boca, aunque de poco sirve este gesto porque nadie lo ve.

—¿Jacques? —pregunta Anna desde la ducha, pues con el ruido del agua no se ha dado cuenta de nada—. Jacques, por favor… ¡Pásame el suavizante! ¡Es la botella verde que está en el armario pequeño! S’il vous plait, mon cher! —pide y, sacando el brazo entre las cortinas, señala la ubicación del armario.

Galam, ante el convencimiento de Anna, decide no contradecirla, de modo que abre el armario en cuestión, coge el suavizante verde y se lo acerca.

Merci beaucoup! —dice Anna, y vuelve a esconder el brazo bajo el agua, contenta.

El sabio y su aprendiz se miran y se encogen de hombros sin saber qué decir.

Pas de quoi! —contesta Galam al fin, antes de salir por piernas del baño. Su aprendiz, apurado, lo sigue, pues no sabe qué debe hacer ni dónde se encuentra.

—¡Aún no sé por qué estoy aquí contigo! —comenta mientras corre escaleras abajo, corriendo como si hubiera visto a un fantasma.

—¡Porque ahora eres mi aprendiz! —contesta Galam, que ya ha llegado al comedor, donde está Gerard, sentado en el sofá con los ojos muy abiertos porque todavía le dura el estado de tránsito, después de haber contemplado la desaparición de Grati unas horas antes.

—Y de dónde has sacado que quiera serlo, ¿eh? —plantea Malag, terco y desafiante.

—¡Ah! ¿Y quién no querría ser el aprendiz de un gran sabio y erudito como yo? —pregunta Galam, retóricamente, mientras atraviesa a toda velocidad el mar de porexpan de la entrada del comedor, repitiendo casi las palabras del joven ziti en el castillo de Sata cuando éste no sabía todavía con quién estaba hablando.

—¡Oh, exageraba cuando lo dije! ¡En realidad aquellos apuntes no eran tan buenos! ¡En realidad casi eran malos! En fin creo que tenían muchos errores… ¡y la letra era pésima! —se defiende Malag retractándose sin ningún problema de sus elogios anteriores mientras desperdiga a su paso las bolitas de porexpan por la sala.

—¡Sí, hombre! ¡Y un niño muerto! —le espeta Galam, que abre la puerta y sale disparado hacia el jardín, siempre seguido del chico—. Estoy firmemente convencido de que me admiras, ¡a mí y a mi trabajo! ¡Antes lo has dicho!

Gerard, que no gana para sustos, vuelve a colapsarse por enésima vez al ver a aquel anciano con barba y túnica (que lo ha perseguido en sueños muchos días tras su repentino encuentro hace unas semanas), cargado hasta arriba de equipaje y seguido de un chico —cargado también como una mula—, mientras discuten sobre quién sabe qué en aquel idioma extraño que parece conocer tanta gente y que incluso a él cada vez le suena más.

De pronto aparece Jacques en el piso de arriba sosteniendo en la mano una espátula de cocina, que todavía gotea aceite.

—Gerard, s’il te plaît… ¿Quieres cerrar la puerta? ¿No ves que con la corriente de aire se esparce el porexpan? Mon Dieu! ¿Y qué son esos gritos? ¡No me puedo concentrar! ¡Estoy creando un nuevo plato para la cena! ¡Esto es nouvelle cuisine! ¡Necesito tranquilidad! Ah, por cierto… ¿has visto a Grati últimamente?

—Papá, creo que hoy no cenaré —se disculpa Gerard, reventado después de aquel día tan extraño y psicodélico—. Me voy a dormir.

Y, dicho esto, se retira a su habitación andando pesadamente. Mañana será otro día.

—¡Ah, très bien! —contesta Jacques, y entra de nuevo en la cocina—. ¡Buenas noches, Gerard!

Los dos inventores atraviesan el jardín de Can Sata a grandes zancadas haciendo rebotar el equipaje arriba y abajo con sus saltos.

—¡Eso es falso! ¡Yo no te admiro de ninguna manera! —va diciendo Malag—. ¡Sólo lo he dicho porque, cuando he leído todo aquello, no sabía ni jota! ¡Pero ahora que ya he fabricado la glimp de Malag, sé muchas más cosas que tú! ¡Te he superado sin despeinarme siquiera!

—¡Ja, ja, ja! —ríe Galam, escandaloso, mientras atraviesa el portón de hierro de Can Sata y continúa corriendo calle Ancha abajo, en dirección al parque—. ¿Tú? ¿Superarme tú a mí, renacuajo? ¡Venga, hombre, no me hagas reír! ¡Pero si no tienes ni idea de cómo funcionan los portales! ¿Sólo porque has fabricado una tontería de glimp y ya te crees alguien?

—¿¿Una tontería?? ¡Pero si has dicho que era fantástico y extraordinario! ¡Te has quedado alucinado al ver su efecto!

—Sí, me he quedado alucinado, ¡pero únicamente porque has destruido mi mesa de análisis químicos y la mesa de madera maciza de la biblioteca y no por esa tontería inútil que te has sacado de la manga! ¿Para qué sirve hacer un agujero temporal? ¡No tiene ninguna utilidad! —comenta el anciano comprobando el alterador que lleva en la mano, para saber a dónde debe dirigir sus pasos.

—¿Que no tiene ninguna utilidad? ¿Bromeas? ¡Yo le encuentro un montón! —asegura Malag, saltando calle abajo y derrapando a cada esquina cuando Galam cambia de improviso la dirección de su loca carrera.

—¿Ah, sí? Dime una sola, ¡vamos! —lo reta el sabio, y cambia una vez más el rumbo en dirección a la escuela de Ishtar.

—¡Uy, te podría enumerar un montón! ¡Son tántas que ahora mismo no se me ocurre ninguna!

—¡Ajá! ¿Lo ves?

Los dos zitis han llegado medio histéricos a la escuela y, pasando por la portería al galope, Galam se dirige a la escalera y sube los escalones de tres en tres; el pequeño ladrón hace lo mismo sin cesar de discutir todo el rato.

Ocho pisos más arriba hallan la puerta que da acceso a la azotea. Es una terraza plana, de grava, donde se aprecian varias salidas de humos y algunas antenas parabólicas. Los dos inventores llegan resoplando, casi sin respiración.

—Ves… Ves… ¿Te das cuen…? —intenta decir Malag sin aire en los pulmones—. Ni siquiera… Ni siquiera puedes subir unos pocos… esca… escalones.

—Sí… Como… —resopla Galam respirando a duras penas—. Como si tú estuvieras tan fresco…

Al final la discusión sobre quien es mejor y quien admira menos al otro sigue a base de monosílabos, mientras llegan al final de la terraza y se suben a la barandilla de seguridad.

—¿Es… es… aquí? —pregunta el joven ziti notando como el corazón le va a doscientos por hora.

—¡Ah… Ah…! ¡Ajá! Aquí eeessss… —contesta Galam, que se concentra en respirar y recuperar el aliento perdido.

—Y ahora… ¿Qué… qué va a pasar? —pregunta Malag.

Pero Galam no responde, puesto que suena la alarma del alterador que lleva en la mano; es un ruido agudo, llamativo e impertinente. Y entonces un rayo, medio eléctrico, medio sólido, sale disparado del aparato en dirección al suelo, ocho pisos más abajo. Sin embargo, no llega a tocarlo, sino que se detiene más o menos a la altura del cuarto piso, como si hubiera chocado contra algo invisible. Y en aquel punto exacto se desgarran el tiempo y el espacio, y se abre un portal.

—¿Ahora? —repite el sabio—. ¡Pues que ha llegado la hora de saltar!

Y coge al joven Malag por las solapas de la chaqueta y, saltando al vacío, lo arrastra en una caída libre de cuatro pisos, que no ejecutan precisamente con la elegancia y el control naturales de un tidnum, sino con una técnica alternativa, consistente en gritar como posesos mientras dan toda clase de vueltas y volteretas incontroladas, procurando no perder los bolsos y estirando brazos y piernas por todos lados, como si pudieran cogerse a algo, aunque fuera la nariz del otro, hasta que son tragados por el agujero luminoso.

El portal, como siempre, se ha abierto en un mismo espacio, pero en dos dimensiones paralelas. Y si bien en una de ellas está a la altura de un cuarto piso de la fachada de la escuela de Ishtar, en la otra dimensión aparece en el techo de una estancia.

—Muy bien. Según lo acordado, el plan de acción es el siguiente… —dice Nakki dirigiéndose al Consejo sutum, a la reina Laima y algunos miembros de la resistencia, incluyendo a Golik, Zuk, Ullah, y Mashua, que también han asistido a la reunión que se está celebrando en la sala de juntas de Boma—. Iremos a Zapp con los…

Entre las veinte mil salas y cuevas formadas a partir de antiguas bolsas de magma de Boma, es justamente aquélla la que, curiosamente, comparte en ese instante el mismo espacio que la fachada del cuarto piso de la escuela de Ishtar.

Y el fantásticamente bien elaborado discurso del plan de acción de Nakki queda interrumpido, porque un viejo y sabio ziti y otro joven —no tan sabio—, ambos cargados de trastos por igual, hacen su repentina aparición en el techo de la cueva y, expulsados por el portal, aterrizan encima de la mesa de la sala de juntas. La pobre mesa, tras trescientos cincuenta años de servicio en los que ha aguantado muchas reuniones pesadas, acaba cediendo porque sus viejas patas se rompen debido al aterrizaje forzoso de los dos intrusos sobre ella.

—¡Ah, Galam! ¡Justo a tiempo! —exclama Nakki, impertérrito como de costumbre—. Miembros del Consejo, reina Laima, consejero Sasar, delegado Kingal, representantes de la resistencia… les presento a Galam.

—Esto… —murmura el sabio despistado, que ha acabado en el suelo encima del equipaje que le ha hecho de cojín. Mira a todo el mundo y se disculpa—: Perdonen si les he destruido la mesa… Es que eso de ir con prisas no acaba de convencerme, ¿saben? Yo ya no estoy para estos trotes…

—Tú no cambiarás nunca… ¿verdad, Galam? —pregunta Golik.