28
El final de la guerra

Usumgal no puede creer aún lo que está pasando ante sus ojos. No sólo la astuta maniobra de la resistencia musdagur ha conseguido engañarlo y ha provocado que perdiera la primera unidad de su ejército, sino que aquella pava, Laima —la desconocida reina de los sutums—, que ha aparecido por primera vez en la historia de Ki, ha logrado que la segunda y la tercera unidad de su ejército se rindieran voluntariamente, contando sólo con la fuerza de sus palabras.

—No… me lo… puedo… creer… Pero… Pero… Pero ¿cómo? Pero ¿qué? —exclama el señor de Zapp, sin dar crédito a lo que está pasando delante de sus propias narices—. Debe de ser una pesadilla… Sí… Sí… ¡No puede ser que todo esto esté sucediendo!

Mientras tanto, al otro lado del campo de batalla, Laima regresa victoriosa hacia las primeras filas desde las que, tanto el pueblo sutum como los miembros de la resistencia musdagur, la miran hipnotizados todavía recordando sus palabras, que no dejan de sonarles en la mente.

Y es que Laima, aunque sólo ejerce un papel representativo del pueblo, en lugar de dirigirlo efectivamente (como sucede en las otras cinco razas), no deja de ser la reina de los sutums. Además, parece que todo el mundo ha olvidado que, en su día, también pasó las pruebas de la cueva del Oráculo.

Pero lo que no sabe todo el mundo es que desde pequeña tenía ya los veintiún factores de habilidad, gracias a su entrenamiento en el templo sutum de meditación, más allá de los pantanos Amudur, en las primeras estribaciones de las montañas Hursag. Y nadie había querido darse por enterado de que esa extraña reina, con aspecto de hippie despistada, tiene una habilidad de noveno nivel mental, tan sólo igualada por otra persona en el resto de Ki: Kuzu, el veterano rey de los kuzubis.

—Bonito discurso… —le dice Golik—. ¿Conque un sueño, eh?

—La única forma de vencer en una guerra es evitarla, amigo Golik —responde Laima y, atravesando las primeras filas, se dirige a la retaguardia—. Yo ya he cumplido mi destino. Ahora te toca a ti hacer lo mismo… Tu momento ha llegado.

Laima tiene razón. Aunque ahora la batalla se ha equilibrado, puesto que los musdagurs que se han rendido desfilan hacia el ejército de Boma para unirse a él, queda todavía una unidad de más de veinte mil urgugs y los musens armados con explosivos.

Golik deberá jugar bien sus cartas para tratar de evitar el máximo número de bajas, pues seguramente Usumgal, furioso, pretenderá atacar rápidamente con los terribles felinos, que no se han sentido afectados en absoluto por las palabras de Laima, y a continuación ordenará a los musens que bombardeen el campo de batalla.

¡Muy bien, señores! —transmite Golik ahora con la mente, pues sus tropas son cada vez más numerosas y no le oirían aunque gritara—. Pueblo de Boma, os presento a los musdagurs de Zapp, que han venido a ayudarnos. Musdagurs, os presento al pueblo de Boma, que está encantado de recibiros. Y ahora vamos a meternos en faena, que tenemos para todos. ¡Esta vez sutums y musdagurs volveremos a luchar juntos! Y os prometo que, si sois buenos, os invitaré a una ronda en mi club.

Las tropas estallan en gritos al oír las palabras de su nuevo líder. Incluso a los musdagurs del ejército del señor de Zapp, acostumbrados a escuchar tan sólo las amenazas de Usumgal, les parece extraño que su líder no los amenace de muerte si pierden la batalla, o no les prometa que los torturará si no dan el máximo de sí mismos en la lucha cuerpo a cuerpo. Aquel tal Golik los invita a una ronda si se portan bien. Y esto rompe sus esquemas.

En todo caso, el nuevo ejército de los reptiles está preparado. Siguiendo las instrucciones de Golik, se han ido colocando en formación y esperan sus nuevas indicaciones para empezar la lucha.

En el otro bando, los urgugs se han organizado también y ya están en formación de ataque, siguiendo las órdenes de Usumgal que, rabioso y colérico, les ha ordenado que se preparen para atacar frontalmente. Ya han sacado de la vaina sus largas espadas, empuñan las hachas y las ballestas, y esperan la señal de ataque de su jefe, furiosos y con muchas ganas de pelear.

—Muy bien, compañeros, Usumgal va a atacar con los urgugs… Pero éste no será nuestro problema principal; tendremos otro mucho más grave. ¿Veis la pandilla de musens que está sobrevolando a los kushus? Pues lo más seguro, conociendo las agradables tácticas de este tirano cobarde, es que nos bombardeen a todos mientras luchamos, independientemente de que seamos reptiles o felinos. Y los explosivos que tienen estos pajarracos no son precisamente suaves. Cada bomba puede producir cráteres de cinco metros de profundidad en el campo de batalla, o sea que no vamos a arriesgarnos a que nos las echen encima, ¿de acuerdo? Vamos a hacer lo siguiente: para empezar, las unidades de…

Golik interrumpe sus claras instrucciones al ejército de los reptiles, pues acaba de percibir una presencia más que conocida. Sonríe y, dirigiendo la mirada hacia el oeste, divisa unas figuras aladas en el horizonte que van acercándose con rapidez.

«¿Se puede saber por qué narices habéis tardado tanto?», murmura Golik hablando para sus adentros.

—Perdone… Pero… No termino de entender que es lo que está ocurriendo… —dice el delegado Kingal, con discreción, sin querer molestar a Golik, que tiene la mirada perdida en dirección a las montañas Hursag.

—Bien… Se lo digo en cuatro palabras, delegado Kingal… De algún modo podríamos decir que esta batalla ya no es nuestra.

—¿Cómo? ¿Qué quiere decir? —pregunta sin entender nada el barrigudo representante de los sutums, que sostiene todavía su hoz de labrador y la tapa del cubo de basura en las manos.

—¿Que qué quiero decir? —repite Golik, que vuelve en sí y se dirige a la retaguardia acompañando al desconcertado Kingal, al que le ha puesto la mano en los hombros—. Pues que la Segunda Guerra de los Reptiles se ha saldado sin ninguna baja. Ni una sola. Será la primera guerra y seguramente la única, en toda la historia de Ki, en la que no muere ni un soldado. Pero permítame que se lo explique con más tranquilidad tomando algo en su bonita ciudad. Espero que tengan lugar para sus nuevos e imprevistos invitados porque… ¡se trata de todo un ejército! —sigue diciendo mientras se dirige con el azorado delegado hacia la ciudad.

¡Ejército de los reptiles, podéis romper filas! —transmite Golik a todas las unidades—. Esta batalla ya no es nuestra. ¡Que todo el mundo se dirija a Boma! ¡La guerra ha terminado!

Usumgal, instalado en su kushu al otro lado de la llanura, vuelve a desconcertarse al contemplar la retirada del enemigo, pero da la señal de ataque a los urgugs que, al oírla, saltan de sus posiciones, sedientos de sangre, para atrapar a los reptiles que se alejan sin prisas del campo de batalla en dirección a la ciudad. Están furiosos y su genética pide lucha para desahogarse, sea quien sea el enemigo.

—Pero… ¿y los urgugs? —sigue preguntando el pobre Kingal, desconcertado aún, sin entender nada de nada y viendo que el poderoso ejército de los felinos se abalanza contra ellos como un alud—. Oiga… ¡Que están viniendo hacia aquí!

—¡Ah! ¿Los urgugs? —dice Golik sonriendo—. Mire… En cosas de familia, más vale no meterse. ¿Sabe qué quiero decir?

En aquel preciso instante, un rugido, como nunca ha resonado en toda la historia de Ki, hace temblar el campo de batalla; un rugido potente, alto y claro que sofoca los gritos de los urgugs que se dirigen decididos contra los reptiles; un rugido de tal potencia que, como un gran trueno, resuena en todos los volcanes de la zona y se propaga, gracias al eco, multiplicándose y aumentando de tal forma que hasta los mismos kushus sacan la cabeza de sus caparazones, asustados. Se trata del tidnum más poderoso del planeta. El líder de todos los felinos. El rey de Ursag. Es Nimur.

La cara del tidnum, decorada con pinturas de guerra, transmite cólera y atemoriza al más valiente de los urgugs, y sus felinos ojos, furiosos y profundos, miran directamente a sus enemigos, que se han detenido de pronto al ver quienes se acercan por el cielo de Boma. Mientras tanto, la piedra incrustada en el hacha de doble hoja de Nimur se ilumina con intensidad inigualable.

Un ejército de más de cien mil anzuds sobrevuela la región de Kibala, procedente de las Hursag, y llega hasta la entrada de la ciudad. Cada uno de ellos sujeta con las garras una argolla metálica de la que va colgado un tidnum; de esta forma los han trasladado sobrevolado las montañas y han conseguido llegar a tiempo.

Los urgugs, ante el espectáculo del numeroso ejército de tidnums que se acercan volando, fijan su atención en ellos y olvidan las órdenes de Usumgal de atacar a los reptiles. Todos alzan la cabeza hacia el cielo rugiendo de rabia.

—¿Era preciso que gritaras de este modo? —pregunta Nakki, con su habitual cara de palo; naturalmente él también va cogido a la argolla de un anzud al lado de Nimur—. Lo digo porque creo que me has hecho perder la mitad de mi capacidad auditiva.

—Eso mismo digo yo, Nimur… Como mínimo podrías haber avisado… —añade Zuk, que viaja colgando de Ullah.

—¡Oh, amigos! Lo siento, ¡pero es que estoy tan contento! ¡Mirad! ¡Ahí está el ejército de urgugs al completo! —exclama, ilusionado—. ¡Están todos! ¿Sabéis cuánto tiempo hace que esperaba este momento? Desde que los urgugs decidieron traicionarnos, siempre ha sido una espina que tenía clavada. ¡Y ahora podremos solucionar esta espinosa cuestión!

—Sí. Bueno… No quiero ni imaginarme cómo solucionáis este tipo de problemas los tidnums, pero dudo que incluya una mesa de diálogo, ¿verdad?

—¡Ja, ja, ja! ¡Mesa de diálogo! ¡Nakki! Tienes mucho sentido del humor, ¿eh? —ríe Nimur sobrevolando la zona inmediata al campo de batalla—. ¡Hala! ¡Hasta luego, amigo ziti!

—Pero… ¿se puede saber a qué viene esa manía de que bromeo? Yo jamás hago…

Nimur, a pesar de estar volando a más de cien metros de altura, se suelta de la argolla y se lanza al vacío rugiendo otra vez. Su caída no es incontrolada, sino que la domina perfectamente.

Planea unos instantes y después se enrolla como una bola y da volteretas en el aire hasta que se desenrolla cuando está a punto de tocar tierra; cae de pie, como es habitual en los felinos, y lo hace con tanto ímpetu que deja marcada la huella de sus retráctiles uñas en el campo de batalla. Un ejército de urgugs se dirige contra él, furioso.

—Muy bien, chicos… Ha llegado la hora de poner los puntos sobre las íes —sentencia sonriendo con furia.

Mientras los tidnums imitan la maniobra de su rey y empiezan a caer del cielo de Ereshkigal como la lluvia de las nubes, formadas por los grupos de anzuds, el ejército de sutums ya está entrando en la ciudad.

—¿No deberíamos ayudarlos? —pregunta Kingal a Golik señalando al ejército de felinos asesinos y sacudiendo la tapa del cubo—. ¿Podrán arreglarse solos?

—Mmm… —responde Golik al observar que los tigres de tres metros de altura entrechocan ya sus espadas con tal fuerza que los chispazos saltan furiosos—. Sí, sí… Creo que más bien les estorbaríamos en estos momentos… Son cosas suyas.

—Pero… ¿y los musens? ¿Y las bombas? —pregunta Kingal, preocupado todavía por la seguridad de todo el mundo.

—¡Ay, es verdad…! ¡Se me olvidaba! —dice Golik, y busca a una persona entre la multitud, a la que finalmente parece encontrar—. ¡Ah! ¡Está allí! Si me disculpa un instante…

Pasando entre los sutums y los musdagurs que entran en la ciudad, Golik se acerca a la reina, que contempla la escena junto a su pequeño consejero, Sasar.

—Reina Laima… —la saluda Golik con un leve movimiento de cabeza.

—Todo va bien si acaba bien, ¿verdad, amigo Golik?

—Sí… Pero todavía queda un pequeño detalle que podríamos solventar si me echáis una mano…

—¿Un detalle? Sí, cómo no… Dime, amigo Golik.

—Me ha parecido detectar que, aunque no lo aparentáis ni pretendéis hacer gala de ello, tenéis un noveno nivel mental.

—Te doy la razón por partida triple, amigo Golik. Las tres respuestas son afirmativas —dice Laima con una sonrisa.

—¿Podría pediros un pequeño favor? —Se acerca a la reina y le cuchichea unas palabras al oído, mientras Sasar los contempla, extrañado y desconfiado.

—¿Ah, sí? —se sorprende Laima sonriendo más abiertamente—. ¡Oh! Nada más fácil que lo que me pides… —Y continúa mirando hacia el horizonte, donde están los kushus, los musens, sobrevolando la zona, y Usumgal, que observa la batalla mientras espera el momento oportuno para atacar con los explosivos que transportan los pequeños pterodáctilos.

Concentrándose en la figura del musdagur que está encima de la tortuga gigante, la reina fija en él su mirada y, extendiendo el dedo índice y el pulgar, imitando una pistola con la mano, simula que dispara.

—¡Pum! —exclama la reina.

Y de esa forma tan simple, la imagen astral de Usumgal, que controlaba el ejército, desaparece.

El verdadero Usumgal abre los ojos en la sala del trono de su castillo, sin entender nada de lo que ha pasado ni de cómo ha podido cortarse la conexión astral, de la cual es un experto. Y aunque intenta restablecerla, no lo consigue de forma alguna.

La pandilla de musens, que no dejan de ser animales controlados por el jefe del ejército —Usumgal en este caso—, quedan sin órdenes efectivas, de modo que los pequeños pterodáctilos aterrizan encima de los kushus con suavidad y esperan las instrucciones de su próximo líder, seguramente un sutum, que los tratará mucho mejor que el señor de Zapp.

—¡Muy bien, reina Laima! —comenta Golik—. Quizás habría sido interesante hacerlo así desde el principio, ¿no os parece?

—¡Oh! ¿Y permitir que Usumgal se perdiera el espectáculo del que ha podido disfrutar al ver cómo iba perdiendo su ejército unidad a unidad? —ironiza Laima.

—Reina Laima… Debo reconocer que no dejáis de sorprenderme. Y esto es difícil en mi caso, muy difícil.

—Amigo Golik, la vida es la constante sorpresa de saber que existimos.

—Bonita frase, reina Laima.

—¡Oh! No es mía… Es de Rabindranath Tagore.

—¿De quién?