Cada día que pasa estoy más y más desanimada, Zuk —afirma Ullah, planeando en las corrientes de aire caliente, más bien cansada de estar volando todo el día.
—¿Qué creías, pues? —responde Zuk—. ¿Que encontraríamos a Nirgal el primer día esperándonos en la playa de una isla, tomándose un daiquiri?
—No… Creía que era una misión difícil, larga y dura… Pero me animé mucho el día que percibimos aquella sensación, ¿sabes? Estaba convencida de que provenía de Nirgal. O de un pingüino quizás…
Hace más de una semana que Zuk y Ullah viajan por el Ksir buscando la isla donde se supone que Usumgal tiene cautiva a Nirgal. Durante ese tiempo se han guiado por las habilidades sensoriales de Ullah que, sobrevolando la zona a gran altura, las ha ido utilizando para escoger la ruta que debían seguir. El consejero del rey Kuzu se ha dedicado a analizar la zona ya registrada y comunicarse con varias especies marinas en el antiguo lenguaje de los cánticos submarinos.
Los kuzubis se comunican en el agua de la misma forma que lo hacen las ballenas en la Tierra: emiten un ultrasonido grave que viaja mucho tiempo y a largas distancias por el fondo marino. Pero no es tan sólo un grito que acaba al haberse emitido, sino una especie de mensaje que viaja a ambos lados del mar. Por esa razón uno de esos cánticos puede ser escuchado muchas veces en diferentes lugares.
—Ullah, no debes preocuparte porque no encontramos a Nirgal, sino ocuparte en encontrarla. Lo estás haciendo bien; ésta es la única manera y lo sabes. Tienes que seguir el procedimiento y no pensar en nada más. Antes o después aparecerá nuestra isla —asegura Zuk dándose cuenta de que Ullah se siente culpable al no encontrar a Nirgal.
—Gracias, Zuk. Ya sé que hallarla es muy difícil y no somos los únicos que la buscamos… Quizás es que estoy cansada tras tantas horas de vuelo y por eso lo veo todo negro.
—Tienes razón. Yo también noto el cansancio —miente Zuk—. Cuando lleguemos a la próxima isla, pasaremos allí la noche y dejaremos la búsqueda para mañana.
—Pero Zuk… No podemos dejar de… —protesta la anzud.
—¡Ullah! —la interrumpe él—. ¡Lo que no podemos permitir de ninguna de las maneras es que el cansancio afecte tus habilidades sensoriales! ¿Que pasaría si estuviéramos cerca de la isla y, por no estar al cien por cien, no captáramos la energía? Ya no volveremos a pasar por donde hemos estado buscando. Entonces sí perderíamos días o quizás años de trabajo. Pararemos, pues, en esa isla, en la que teníamos pensado dar una ojeada, y no se hable más.
—Quizás tengas razón… Es verdad que, si no estoy lo suficientemente concentrada, se me podría pasar por alto alguna sensación. De acuerdo. Basta por hoy. Mañana seguiremos la búsqueda.
La isla a la que se refieren es un pequeño islote desierto de altos promontorios que se encuentra a pocos kilómetros del lugar en que ellos están situados ahora. La playa es larga y profunda, abundante en coral, y grandes formaciones rocosas ocupan los primeros metros de costa, más allá de donde rompen las olas. Cuando la marea sube, las grandes rocas blancas quedan cubiertas, y cuando baja, son visibles y descubren sus formas extrañas y misteriosas, esculpidas día a día, año tras año, por la erosión del agua a lo largo de los siglos.
Sobrepasada la playa, se encuentra un bosque bastante denso, aunque deberíamos hablar de selva, más que de bosque, porque hay árboles inmensos y milenarios con lianas que cuelgan de sus copas, arbustos frondosos, que casi no dejan ver qué hay más allá de dos palmos, y cientos de plantas diferentes, de todos los tamaños y colores posibles.
A medida que se acerca a la costa, Zuk acelera el buceo. Con las piernas y los pies juntos formando una gran cola, se impulsa tal como lo haría un delfín y, en un movimiento de contorsión vertical, el kuzubi alcanza una velocidad que no tiene nada que envidiar a la de la anzud, que prepara su aterrizaje en la arena de la playa.
Sin dejar de acelerar cada vez más, el kuzubi casi ha llegado a donde rompen las olas, pero de repente cambia totalmente el rumbo, endereza el cuerpo y sale del agua de un gran salto, que deja cortos todos los que podrían haber dado sus antecesores acuáticos. Es tanta la inercia, fuerza y altura que implica este movimiento que, prácticamente, Zuk sobrevuela la entrada a la playa para finalizar cayendo de pie, a más de veinte metros de la costa.
Para romper la perfección de la magnífica maniobra y, de paso, el ego del kuzubi, Ullah le aterriza sobre los hombros y lo hace caer expresamente.
—¡Ullah! —grita Zuk, enfadado.
—¡Zuk! —grita Ullah riendo.
—¿Se puede saber qué gracia le encuentras a esto? —pregunta él incorporándose mientras se quita la arena de encima—. ¿Qué gracia tiene pescarme, lanzarme y embestirme cada vez que bajo la guardia? ¡Ullah! ¡Es una costumbre muy molesta!
—¡¡Ja, ja, ja!! ¡Es que siempre lo quieres hacer todo tan bonito y tan estético que verte caer después es muy divertido! ¡Ja, ja, ja! —se ríe Ullah revolcándose en la arena.
—¡Pues te diré una cosa, Ullah! —exclama Zuk apuntándola con un dedo—. Si crees que…
Como si hubieran oído una gran explosión, ambos callan y se giran a la vez, mirando fijamente la entrada a la selva. Pero no ha habido ningún ruido, ninguna explosión, ni siquiera una luz o una visión; sólo energía.
—¿Lo has notado? —se preguntan a la vez.
—Sí… ¿Qué crees que ha podido ser? —inquiere Ullah.
—No tengo ni idea. Pero era una sensación de padecimiento… Como si aquí hubiera habido una batalla, una guerra o… una muerte… o un pingüino quizás —apunta Zuk—. ¡Vamos, vamos! ¡Tengo un presentimiento! —dice y, desenvainando el cetro, se dirige a la entrada del bosque.
Ullah se levanta rápidamente de la arena y sigue a Zuk que, usando el cetro a modo de espada, se abre paso por entre la maleza, cortando lianas y arbustos.
—¿No podría ir volando? —pregunta la anzud, nerviosa por el hecho de encontrarse debajo del techo formado por las copas de los árboles.
—¡No. Ni hablar…! Es mejor que estemos juntos. Desde el cielo no verías nada con tantos árboles. Los árboles no te dejarían ver el bosque —sentencia el kuzubi sin dejar de avanzar, mientras se abre paso con el cetro.
—¿Eh? ¿Qué quieres decir con eso?
—Sí mujer… Es una frase de Rabindranath Tagore. Un ziti que… Vale… No pasa nada. Que mejor que te quedes aquí conmigo. Además, seguramente tendremos que meternos en alguna cueva, si ésta es la isla que andábamos buscando.
—Quieres decir que ésta puede ser la isla en la que…
—Quiero decir que dejes de hacer preguntas y afines tus habilidades sensoriales porque pronto nos harán mucha falta.
Zuk y Ullah pasan aún un buen rato caminando por el bosque. Mientras avanzan, él se dedica a memorizar el camino que siguen para después poder regresar. Esta isla ni siquiera consta en los archivos akásikos, como sucede con tantas otras islas del mar Ksir que nadie ha descubierto todavía. Por eso no tan sólo memoriza el camino, sino que también se fija en los detalles de la flora y la fauna que ve para transmitirlo todo posteriormente a la memoria global de Ki.
Al cabo de un buen rato los dos kiitas oyen ruido de agua.
—¿Lo oyes, Ullah? ¡Parece un río! —insinúa Zuk deteniendo un instante su avance para escuchar mejor el sonido. Ella también se detiene y presta atención.
—Sí. ¡Es cierto! —dice la anzud—. ¡Es agua! ¡Es una catarata!
Siguen caminando y, a medida que avanzan, el ruido se oye con mayor claridad. Al cabo de un rato ya no tienen ninguna duda: es una catarata y fluye muy cerca de donde están. Unos pasos más y algunas lianas cortadas más y, como por arte de magia, el bosque termina tan bruscamente como ha empezado. Y justo ante ellos… la gran cascada.
El espacio se abre a una gran explanada y el inmenso salto de agua es el protagonista absoluto del conjunto. El agua que cae desde más de cincuenta metros de altura golpea el río con tanta fuerza que levanta una nube de miles de microscópicas gotas; después se ensancha formando un gran lago y el agua queda en reposo absoluto.
—¡Oooooh! ¡Qué catarata más grande! ¡Qué bonitaaaa! —grita Ullah, encantada.
—Sí… ¿Te juegas algo a que detrás hay una caverna? —dice Zuk, bordeando el lago y dirigiéndose hacia donde el agua de la cascada choca con el río.
—¿Quieres decir detrás de la cascada? ¿Una cueva? —pregunta ella, y lo sigue mientras mira embobada el magnífico espectáculo natural.
—Exacto. Formada por la misma acción del agua. Estoy seguro de que es así —comenta el kuzubi, cada vez más cerca de la cortina de agua, donde el ruido prácticamente no le deja oír qué dice Ullah.
Cuando están a escasos metros de donde el agua cae, lo ven: allá mismo, oculto y casi invisible, hay un pequeño y estrecho paso entre el agua y la pared. Sin cesar de avanzar, los dos se introducen en él. El espacio es tan justo que a duras penas pueden pasar andando de lado; incluso Ullah se moja las alas con el agua que cae a su lado como una cortina. Dentro del paso, se abre una gran galería con varios túneles.
—Bien, hemos llegado. Y ahora, ¿qué hacemos? —pregunta Ullah, al ver ante sí tantos caminos posibles.
—¿No te he dicho que prepararas tus habilidades sensoriales? Yo poca cosa puedo hacer, ahora. Por muchas habilidades mentales que tenga, aquí no me servirán de nada. Ahora te toca a ti.
—¡Muy bien! ¡Apártate, pececito orgulloso y déjame hacer a mí! —exclama Ullah y, cerrando los ojos, se coloca delante de los túneles.
Debe detectar toda sensación o emoción que se haya producido en aquel lugar: miedo, nervios, ilusión, frustración, alegría u otras. En una caverna como aquélla, cualquier señal de emoción significará que alguien ha estado allí en algún momento y llegarán a la conclusión de que van por buen camino.
—Muy bien… Ya noto algo… —apunta la anzud—. Sí, exacto. En esta cueva ha habido varias formas de vida. Lo percibo. Pero de esto hace mucho tiempo; la sensación es muy débil.
—¿Qué túnel debemos seguir? —pregunta el kuzubi—. Ve pasando por las distintas entradas a ver cuál te transmite más o menos sensaciones.
La anzud hace lo que Zuk propone. Se dirige despacio a los túneles y pasa por las diversas entradas, hasta que se detiene ante una de ellas.
—Por aquí… —murmura la anzud, sin perder la concentración, y entra en una galería.
Zuk la sigue en silencio.
Dentro del túnel la luz que entra a través del agua de la cascada pierde intensidad y, a medida que avanzan, la oscuridad aumenta. Es entonces cuando él hace brillar la piedra azul de su cetro para iluminar el camino.
—¡Caramba! —se sorprende Ullah—. Eres un chico para todo, ¿eh?
—¡Tú concéntrate!
Ullah avanza por el laberinto de piedra siguiendo su instinto sensorial, mientras Zuk memoriza cada paso que dan; si ahora ella se guía por las emociones concentradas en un punto lejano, esta misma técnica no servirá después para encontrar la salida.
—¡Ya estamos llegando! —dice la anzud, y acelera el paso—. Las sensaciones que recibo son cada vez más fuertes.
Un par de galerías más y los dos exploradores llegan a su destino. Se trata de una gran sala con el suelo inclinado, parcialmente inundado en su zona más baja.
—¿Es aquí? —pregunta Zuk.
—No. ¡Al otro lado! —responde Ullah, y salta hacia arriba, impulsándose con las alas, que vuelve a plegar en el momento de sumergirse.
El kuzubi va tras ella y se lanza de cabeza al pequeño estanque. El buceo es corto. Después de atravesar la pared de la sala salen al otro lado, a un aposento similar al que han dejado atrás, prácticamente simétrico.
—¡Aquí es! —asegura Ullah.
—Sí. ¡Es cierto! —confirma Zuk—. Incluso yo lo noto. ¡Ésta es la cueva! ¡Hemos encontrado la isla! ¡Aquí ha estado Nirgal!
—Sí… Y alguien ha muerto aquí.