No lo entiendo. Realmente no lo entiendo. ¡No tiene sentido! ¡Ni uno! —exclama Galam con la mirada perdida en el fondo del vaso, que gira una y otra vez—. ¿Qué sentido tiene? ¿Por qué? ¿Cómo?
—No te lo tomes tan a la tremenda, Galam —responde Bastian llenándole otra vez el vaso con licor de kilmet—. A veces cuanto más piensas las cosas, peor. Los árboles no te dejan ver el bosque.
Los dos están sentados a la mesa de siempre, en Casa Bukret, un hostal al que Galam suele acudir para degustar chocolate a la taza. Como siempre también, la planta baja del bar está a tope. Sentados alrededor de mesas redondas de madera, mal repartidas por la sala, los clientes lo pasan genial y están relajados y contentos. En un lateral se halla la barra, donde el barman —un tidnum— hace malabares con una coctelera, hasta que se le cae al suelo, se desperdiga su contenido y lo ensucia todo.
—¿Los árboles? ¿Qué árboles?
—¡Es una forma de hablar, hombre! Es una frase de Rabindranath Tagore, ¿sabes? Un escritor, premio Nobel de literatura en la Tierra. Quiere decir que si te obsesionas con una idea no la puedes ver tal como es en realidad.
—Pero ¿dónde están los árboles?
—¡Oh! No te preocupes, Galam. No pasa nada… —dice Bastian dándose cuenta de que, en el estado en que se encuentra el viejo sabio, no logrará que entienda nada.
—Es que no comprendo esto que ha pasado —repite Galam, preocupado de veras—. En primer lugar, un tidnum enviado a Can Sata logra atravesar la protección que habíamos puesto a los portales. Y en segundo lugar, para mayor recochineo, ¡llega en versión reducida! ¡¡Y Grati, en cambio, pasa a Ki en versión gigante!! ¿Por qué? Por los bigotes de Nissi, en todo el tiempo que llevo trabajando con Kadingir nunca había sucedido un caso tan extraño. ¡Y he pasado casi toda mi vida trabajando en ello! —se queja, y vacía el vaso de un trago.
—¿Y no encontrasteis nada en el laboratorio de Usumgal que pudiera ser un indicio? —pregunta Bastian volviendo a llenarle el recipiente.
—No, ¡qué va! En absoluto. Casi todos los cálculos eran incorrectos. Andaban muy despistados. Y esto también me sorprende. Si iban tan mal encaminados y, además, les destruimos el laboratorio, ¿cómo diablos pudieron mandar al minitidnum a Can Sata?
—¿Así que destruisteis su laboratorio? ¿Estás seguro de que no quedó nada de nada?
—¡Claro que sí! ¡Yo mismo lancé una kiloe de trescientos mil litros! ¡Quedó inundado medio castillo! ¡Madre mía! Golik y yo salimos disparados por los conductos del aire, como si nos hubieran catapultado. ¡Deberías haber visto cómo se enfadó! ¡Durante todo el camino de vuelta me lo ha estado recriminando! ¡Incluso me ha dejado volver solo, pues me abandonó en mitad del camino diciendo que tenía cosas que hacer! —Vuelve a beberse de un trago el contenido del vaso.
A estas alturas de la conversación, Galam parece algo confundido. El licor de kilmet empieza a hacerle efecto y sus palabras son cada vez más lentas y su habla más pastosa.
—Pues… Seguramente, tendrían otro laboratorio en alguno de los demás niveles, o quizás en otra torre, con el que detectaron una fricción y… ¡Oh! Quien zabe… pero, Bastian… exto es lo de menos. El problema principal es que un podtal, que se abre en las afueras de Zapp y va a petar a Can Sata, poco después se convierte en un podtal que va de Can Sata a Glik. ¿Cómo éxplicaz esto? ¿Cómo puede zer? ¡Grati debería haber ido a padar a las afueras de Zapp otra vez! ¡No edtiendo nada! ¿Qué diablos deben estad haciendo ezos científicos docos?
—Quizás han encontrado una forma de hacer crecer a los que viajan de una dimensión a otra con los alteradores.
—No puede zed, Bastian. Los alteradores alteran el tiempo y el espacio, pero no a los que viajan. Los viajedos no cambian nunca. No se altedan nunca. De hecho, ¡ni ziquiera cambian de lugar! ¡Es tan zólo un cambio de dimensión! ¡Y exto no tiene nada que ver con la padte física del cuerpo! No entiendo nada. Nada de nada… —explica con cierta dificultad, visiblemente afectado por el delicioso licor.
El sabio vuelve a terminar la bebida que le ha puesto Bastian por segunda vez, y pone el vaso ante su amigo para que se lo llene de nuevo.
—Galam, quizás ya has bebido demasiado, ¿eh? —le advierte Bastian, aunque le sirve un vaso más—. Además, este licor era para Iduh, que debe de estar maldiciéndome los huesos porque yo debería haber vuelto a Can Sata hace horas.
—Ah, pedo… ¿esto es licod? Uf… ¡pedo zi yo no bebo licod nunca! ¡Zóy anztemio! —dice Galam con dificultad—. Me enganas… Ezo es zocolate a la tasa.
—¿Chocolate? No, no… Esto es licor de kilmet. Y te estás bebiendo casi toda la botella, ¿eh?
—¡No! Zo no bebo. ¡Zo controlo tíoooo! —grita Galam.
—Galam, estás fatal. ¡Vamos, te llevaré al castillo, vamos! —dice Bastian, avergonzado, en vista del espectáculo que está montando su amigo.
—¡Ah, no! ¡La noche ez goven! ¡Viva! ¡No sé poooodque Grati ze ha convedtido en un animal guigante, pedo sí que zé como divetidme, io!
Galam, animadísimo, se pone de pie en la silla y de ésta sube a la mesa, con cierta dificultad, y da unos extraños pasos, intentando seguir la coreografía clásica de uno de los antiguos bailes tradicionales de Zink.
—¡Joley, joleeeey! ¡Oé, oé! —grita el sabio al tiempo que se arremanga la túnica y deja a la vista sus peludas piernas—. ¡Joleeeey! ¡Je, je, je! ¡Ezte eda el baile de moda kuando io era goben! ¡Deberiaz habedme vizto cómo bailaba con Nirgal! ¡Je, je, je!
—Galam, por favor… Vamos, baja de la mesa… De verdad. Vamos… Nos iremos al castillo; debes dormir un buen rato.
—¡Noooo! ¡Digo noooo! ¡Digamos nooooo! ¡No quiedo id al carajo de castillo! ¡La noche ez goveeeeen! ¡Debemos de aprovechaaaz! ¡Joley, joleeeey! ¡Oé, oé! ¡Vamos, vamos! ¡Todo el mundo a bailad! ¡Joley, joleeeey! ¡Oé, oé! —desafina Galam repitiendo la misma extraña coreografía.
Los clientes de Casa Bukret lo observan sorprendidos, sin reconocer la letra ni la danza.
—¡Ooooh, ranzioz! ¡Zoiz unoz ranzioz! —grita él, enfurruñado, viendo que nadie lo acompaña en su baile tradicional—. ¡Vamos, vamos, Baztian! ¡Tú edez mi amigo! ¡Baila conmigo! ¡Vamos!
—Sí, Galam, haré todo lo que quieras, pero ven aquí abajo… —Y lo ayuda a bajar de la mesa—. Bailaremos aquí, en el suelo, ¿de acuerdo? Porque en la mesa nos podríamos caer. Vamos, ven…
—¡Oooohhh, graziaz, amigo! ¡Tú zi que zabez pazadtelo bien, no como eztoz ranzioz! —exclama señalando con un dedo tembloroso a la clientela del bar mientras baja de la mesa. Pero resbala en la silla y cae encima de Bastian, a quien mira con fijeza, sorprendido—. ¡Baztian! ¡Hoda, chaval! ¿Como tu pod aquí?
Bastian, aguantando con una mano al viejo sabio, saca del bolsillo tres pequeñas balas amarillas que deja sobre la mesa, y se lo lleva haciendo equilibrios.
—Vamos, amigo… Vamos a ir bailando hasta el castillo, ¿eh? Algo de aire fresco te irá de maravilla…
La noche es tranquila y fresca. Casa Bukret es un local en primera línea del río Sata y, teniendo en cuenta que éste tiene once kilómetros de anchura se lo puede considerar casi como un mar. Sin dejar de hacer eses, Bastian consigue encaminar a Galam hacia la escalera que sube al nivel de la ciudad.
—Baztian… ¿zabez una coza? —babea Galam con la vista fija en él.
—¿Qué te pasa? —inquiere el ziti esperando cualquier respuesta extraña de su animado compañero.
—Yo… te quiedo… —afirma Galam, muy serio—. Te quiedo muuuxo. Edez mi amigo y te quiedo.
—Muy bien, Galam. Muy bien… Pero ahora procura andar recto, ¿eh? —responde Bastian, mientras suben a duras penas la escalera.
—¿Y tú? ¿Me quiedez tú a mí? —pregunta con cara inocente el científico—. ¡Zi no me quiedez me ponde trizte! Y ioraré… ioraré muxo.
—Si, Galam… Yo también te quiero. Muchísimo —replica Bastian mientras intenta que ninguno de los dos se caiga escaleras abajo.
—¡Olééééééé! ¡Tú también me quiedez! ¡Joley, joleeeey! ¡Olé, oléééé! ¡Viva! ¡Vivaaaa! —grita Galam dejándose arrastrar por su nuevo amor platónico, que lo acompaña hasta el final de la escalera, al nivel de la ciudad.
Bastian no recuerda nunca haber tardado tanto en hacer el recorrido desde Casa Bukret hasta el castillo de Sata. O, como mínimo, no recuerda que nunca se le haya hecho tan eterno como esta noche. Y es que los gritos, los cánticos y las caídas de Galam en cada calle, las crisis de sinceridad amorosa —confesando que lo quiere mucho— y los ataques de risa repentinos convierten en superdifícil el paseo, que se puede hacer tranquilamente en cinco minutos.
Es por eso que, cuando llegan a la plaza del Castillo y se ve la puerta del edificio, Bastian da gracias a todos los dioses kiitas y terrestres que conoce, aunque más bien sea poco religioso.
—Vamos, Galam… ¡Un último esfuerzo que estamos llegando! —dice arrastrando al sabio como puede—. Anda, que en el castillo podrás dormir un buen rato.
—¡No quiedo dodmir! ¡Debo bailar e id a mi laboratodio a zoluuzionar ezte poblema! ¡Debo rezolved la duda de Grati gigante!… ¡Joley, joleeeey!
Con un último esfuerzo sobrekiita, Bastian llega hasta la puerta del castillo.
—A ver, Galam… ¿Tienes tus llaves? Yo no las tengo aquí. ¿Dónde están tus llaves? —pregunta Bastian revolviéndole los bolsillos.
—Zi. Aquí laz tengo. En ed bolsillo. Eztan en la misma adgolla que laz de mi habitazión y laz del labodatodio —contesta, ya medio dormido.
Bastian las encuentra al fin. Algunas son normales y otras bastante extrañas, fabricadas por el propio Galam. Tras probar algunas, consigue abrir la puerta y entrar en el castillo. Galam, que se ha medio despertado, no deja de reírse y cantar sus joleys, joleys, y su voz resuena por el inmenso recibidor.
—¡Madre mía! ¡Suerte que el castillo está vacío y que no nos oye nadie! —comenta Bastian arrastrando al escandaloso cantarín escaleras arriba.
Pero su observación no es cierta del todo porque dos ojos observan el curioso e inesperado espectáculo de la llegada de ambos. Son los ojos de Malag, el ladrón. Hace rato que se dedica a rastrear el castillo buscando información de los portales. Desde que ha visto cómo Bastian aparecía de la nada, se ha interesado ávidamente por saber más cosas de esa tecnología.
Al oír el escándalo, piensa que quizás si sigue a aquella extraña pareja tendrá algo más de suerte, puesto que ya ha pasado bastante tiempo que busca sin éxito.
Bastian ha decidido llevar a Galam a caballito hasta su habitación, porque éste se ha dormido a medio subir la escalera, rendido.
—¡Ay, Galam! ¡No sabes beber! —se queja Bastian, que ha llegado al primer rellano y enfila un corredor para seguir subiendo por la otra escalera—. Madre mía, suerte que eres abstemio, porque si tuviera que traerte así todas las noches a la cama, lo tendrías claro.
El joven ladrón los sigue a una distancia prudente. Suben un par de pisos más y atraviesan varios pasillos. Finalmente, entran en una estancia y él espera fuera, discretamente, vigilando desde una esquina.
Al cabo de un momento Bastian sale con las llaves en la mano. Malag deduce que aquélla es la habitación del ziti borracho y que el otro lo ha dejado durmiendo la mona. Decide seguir a éste. Quizás volverá a manejar un portal. Si es así siempre puede aprender algo nuevo o fijarse más en su funcionamiento.
El ziti camina a paso ligero, como si tuviera prisa. Incluso hay momentos en los que fuerza tanto el paso que va corriendo, y casi le cuesta seguirlo por aquellos corredores tan laberínticos. Pero es un ladrón listo y rápido y consigue no perderle la pista, sin ser visto ni oído, hasta que llega a su destino.
Bastian se detiene ante una puerta blindada, escoge nerviosamente una llave de la argolla y trata de abrirla. No tiene éxito. Sin reposo y maldiciendo en voz baja, prueba otra y la hace girar. ¡Ahora sí! En silencio y evitando que la puerta haga ningún ruido, la abre lentamente y se mete en la estancia.
Malag está tentado de seguirlo, pero decide esperar porque cree que existen muchas probabilidades de que aquella sala no tenga salida y, si entra, lo descubrirían muy pronto.
Mientras va pasando el rato, analiza el extraño comportamiento de los dos zitis. Primero llega uno de ellos a través de un portal y sale disparado hacia quién sabe dónde; al cabo de unas horas vuelve acompañando a otro, absolutamente bebido, que organiza un escándalo de miedo. Y ahora, aun cuando parece que conoce el castillo y forma parte de la corte real, corre nervioso y con miedo a ser visto hasta esta extraña estancia. Y ni siquiera sabe cuál es la llave que debe utilizar para abrirla.
Al fin y al cabo es algo extraño. Pero, de hecho, todo el día está siendo más que extraño.
Mucho más rápidamente de lo que creía Malag, el ziti sale de la sala con un gran papel enrollado en la mano. Por sus grandes dimensiones, lo más probable es que se trate de un cartel, un mapa o algo impreso en un plotter. Tal como ha abierto la puerta, el ziti la cierra dando un par de vueltas con la llave y se va muy deprisa por donde ha venido.
Malag lo vigila a lo largo de un par de corredores, pero al final decide que ya no hace falta seguirlo. Ahora su atención se centra en aquella habitación de la puerta blindada. De modo que desanda el camino y regresa al cuarto sospechoso mientras abre su zurrón y saca un par de alambres y un pequeño instrumento, parecido a una sierra, que ha fabricado él mismo.
Plantado ante la puerta mira la cerradura con tranquilidad, por todos lados. Es la primera vez que ve una como esa, cosa perfectamente lógica, puesto que la ha diseñado y construido Galam en persona. Aun así le parece que comprende el mecanismo básico y se pone a trabajar sin perder ni un instante.
Con una habilidad sorprendente, Malag coloca los dos alambres en puntos clave y, poniendo el ingenio de fabricación casera en forma de sierra en el centro, empieza a hacer rápidas maniobras que acaban con un triunfante clic. El ratero da las dos vueltas de rigor con su instrumento y la puerta cede.
Contento, feliz y con el ego por las nubes, el ladrón entra en la sala, a oscuras. Por instinto, busca el interruptor en la pared de la izquierda, cerca de la puerta. Lo encuentra y lo pulsa.
En ese preciso instante, al observar el interior, no sólo se ilumina la sala, sino también la mente del joven ladrón: alta tecnología, periféricos desconocidos, ordenadores inimaginables, cabinas de simulación, una mesa de análisis químicos y cientos de artefactos que lo emocionan tan sólo por el hecho de que no tiene ni la más remota idea de su utilidad real.
Es, evidentemente, el laboratorio de Galam.