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Turug

Pero, señor Usumgal… ¿está completamente seguro de quererlo probar? No tenemos ninguna seguridad de que funcione. Diría más… lo más seguro es que no funcione porque se ha activado una potente protección en Can Sata que no permite abrir portales… Y, antes de probarlo, deberíamos repasar los cálculos que…

—¿Cálculos? ¿Qué cálculos? ¿Qué diablos quieres calcular en este maldito laboratorio? —protesta Usumgal, y levanta las manos enseñando la estancia, en la que todavía hay un palmo de agua.

Los ordenadores se han estropeado, los apuntes se han borrado e incluso la pizarra brilla como Kili, acabada de lavar.

—¿No ves que aquí no se puede hacer ni un cálculo? ¡Ahora escúchame bien! Turug ya se encuentra en el punto donde debe abrirse el portal con el alterador que habéis modificado. Él será vuestro conejillo de Indias. Si muere durante el experimento, diremos que ha sido a causa de una angina de pecho.

El científico musdagur escribe con rapidez en el portátil que han instalado provisionalmente para seguir los movimientos interdimensionals del pobre Turug.

—De acuerdo, de acuerdo… Pero que conste que nosotros tan sólo hemos aumentado la potencia del alterador. Aunque quizás no lo suficiente para conseguir traspasar la protección de Can Sata…

—¡No lo suficiente! ¡Cállate de una vez! Si vuelves a discutir mis decisiones te aseguro que será ésta tu última discusión. ¡No pienses! ¡Cumple órdenes! ¿Cuánto falta para que se abra el portal?

—Dos minutos y treinta dos segundos, señor —responde el científico al instante.

—Muy bien. ¡Ahora cállate! —ordena Usumgal, al tiempo que cierra los ojos y levanta la cabeza en dirección al cielo—. ¿Estás dispuesto, Turug?

—¡Sí, señor Usumgal!

—¡Muy bien! ¡Lo tenemos todo perfectamente controlado! En menos de dos minutos se abrirá el portal. Recuerda tu misión: cuando estés en Can Sata, tienes cuatro minutos para raptar a alguien y traerlo aquí. ¿De acuerdo? Sin problemas. Secuestra al que te caiga peor; a ese niño estúpido o a los padres de Ishtar, pero apresúrate. Los tres están en casa. No pasa nada si te ven, ¡pero date prisa!

—¡Sí, señor Usumgal!

Y, de nuevo, el mismo tiempo y espacio friccionan poco a poco entre ellos en dos dimensiones diferentes, hasta que se llega a un punto álgido, en el cual las dos realidades paralelas se encuentran separadas tan sólo por una fina capa de espacio y tiempo que no se puede desgarrar, salvo que alguien, como en estos momentos, active un alterador y éste abra una fina grieta, denominada portal, que aparece a la vez en las afueras de Kigal y la sala de estar de Can Sata.

Y el tidnum, que hasta entonces se hallaba en las afueras de Kigal, aparece en medio del desordenado comedor de la casa de Ishtar.

La primera reacción del urgug —esa facción de tidnums de naturaleza peligrosa e inestable— es la de adoptar la posición de defensa y echar una rápida ojeada a la sala. Está desierta. No hay nadie. Pero a la vez está llena a rebosar de toda clase de cosas: una canoa repleta de cojines, una hamaca que cuelga del techo, un mar de porexpan en la entrada… Y cajas… Muchas cajas… Grandes… Muy grandes… Quizás exageradamente grandes…

El urgug se extraña; no se imaginaba que en la Tierra todo fuera tan grande. No había estado nunca en ese planeta, pero algunos compañeros que le han contado sus aventuras jamás han mencionado el hecho de que un sofá sea tan alto como una casa, o una bola de porexpan tenga las dimensiones de una pelota, ni las puertas de las casas dispusieran de una altura parecida a las de la entrada del castillo de Zapp.

Y mientras piensa en esas extrañas realidades, un rugido enorme y profundo a su espalda casi provoca que se le salga el corazón por la boca. Acobardado como pocas veces se ve a un urgug, Turug se da la vuelta con lentitud para contemplar ante sí al monstruo más poderoso, peligroso y feroz que haya visto jamás.

Ni el ataque de rabia más salvaje de Usumgal se podría comparar a la mirada asesina con que lo está observando ese depredador gigante. Los ojos, inyectados en sangre, denotan frialdad y crueldad; las zarpas son armas despiadadas con las que, seguramente, atrapa a sus víctimas, y los dientes, entre los que destacan dos grandes colmillos destructores, deben de servirle para destrozarlas del todo. Es la expresión máxima de la maldad. Turug se queda absolutamente helado al ver a Grati.

La gata de Ishtar, por su parte, observa curiosa a aquella especie de ratita que ha aparecido de la nada. Está inmóvil frente a ella y parece que le devuelve la mirada. Como felina, reconoce en aquel pequeño ser un miembro de su rama evolutiva, pero no entiende del todo por qué es tan y tan pequeño, ni por qué tiembla al verla, como si transpirara miedo en estado puro. Finalmente, decide jugar con él un rato; así se divertirán. Y, jugando, le da un empujón con la pata.

El urgug sólo percibe que el felino gigante y asesino lo ataca. Y sucede a tal velocidad que no puede hacer nada por impedírselo. Su potente zarpa es tan rápida que ni la ve cuando lo embiste brutalmente y, del porrazo, le tira el alterador y el hacha y lo manda hacia una cueva gigante.

Grati contempla, divertida, cómo el animalito va dando tumbos hasta esconderse bajo el sofá. Se ha animado a jugar al escondite con ella. Contenta, salta, coloca el culo en pompa, estira una pata al máximo y busca a tientas a su nuevo amigo bajo el mueble.

El pobre Turug observa al monstruo que, no contento con el primer ataque, salta hasta la entrada de la cueva donde ha conseguido refugiarse y lo ataca con su zarpa sanguinaria una y otra vez tratando de descuartizarlo. Se apresura a correr hasta el final de esa extraña cueva llena de polvo.

Grati… ¿Qué haces? ¿Qué has visto? —pregunta Gerard, que entra en el comedor y ve a la gata buscando afanosamente debajo del sofá—. ¿Has vuelto a encontrar una rata? ¡Déjala si lo es, eh! Ya sabes que no queremos que juegues con ellas, ¡que están sucias!

La gata ignora a Gerard. Después de todo, los humanos son una rara especie inferior que sólo sirven para hacerle mimos y prepararle la comida… Ya tiene medio morro debajo del mueble y busca a su nuevo amigo, que está allí dentro, jugando con ella.

Ahora el urgug lo entiende todo: ese monstruo mutante, de fuerza y velocidad tan excepcionales, no puede ser otra cosa que uno de los dioses de los tidnums. El portal dimensional no lo ha llevado a la Tierra, sino al hogar de los dioses, y por eso se arrodilla y, juntando las manos en señal de ruego, pide clemencia.

—¡Grati, jolines! —se queja Gerard—. ¡Que dejes a las ratas te digo! ¿Por qué nadie me hace caso? ¡Ni papá, ni mamá, ni la gata! ¡Y mientras tanto, Ishtar debe de estar en su trono gobernando un país, mientras le traen pasteles y le hacen masajes reales! Ya está bien, ¿no? A ver… ¿Qué tienes debajo del sofá? —Gerard se pone de rodillas y, con la oreja pegada en el suelo, mira hacia donde está hurgando la gata.

Comprueba que hay un montón de polvo, una pelota de tenis, algunas monedas, sobres de facturas antiguas que nunca se han abierto, unas bolitas de porexpan que han llegado hasta allá y… una extraña figura arrodillada, como si rezara o pidiera clemencia.

Gerard abre los ojos de par en par. Se incorpora, quedándose aún de rodillas, y mira a ambos lados del comedor. ¿Es una broma? ¿Hay alguna cámara oculta? Se frota los ojos con fuerza y vuelve a agacharse para mirar otra vez debajo del sofá. Aquel ser todavía está allí, como si rogara por su vida, y Grati sigue estirándose tanto como puede, tratando de alcanzar con la punta de las zarpas al pequeño felino, tan simpático y campechano.

A Turug le parece que todo va de mal en peor. Sus ruegos no han conseguido otra cosa que se enfade el dios de los zitis, que ha aparecido también en la entrada de la cueva y lo ha observado dos veces, de hito en hito, con evidente odio. Ahora los dos dioses están en su contra. No tiene salvación. Sabe que está perdido.

Su única posibilidad es volver a cruzar el portal, que lo ha dejado en este lugar horrible, para salvar su vida volviendo a Ki con los mortales, allí donde los dioses no suelen bajar nunca. Sus astutos ojos de felino buscan el alterador y lo descubren rápidamente: está fuera de la cueva, más allá del dios de los zitis, justo en el lugar en que el dios de los tidnums lo ha embestido antes. Su única posibilidad es llegar hasta él.

Reuniendo todo el valor de urgug que le queda, el pequeño kiita echa a correr hacia la salida de la cueva, en dirección al alterador. Sólo lo alcanzará si es lo suficientemente rápido. Cuando decide salir de la cueva, el dios de los zitis también sale volando mientras entona su terrible grito de guerra.

—¡¡Mamá, mamá, mamá, mamá!! —chilla Gerard tras dar un salto hasta caer encima del sofá, cagado de miedo al ver a aquella especie de rata vestida que anda sobre dos patas—. ¡Debajo del sofá hay una rata que anda con dos patas! ¡Y ha tratado de atacarme! ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamáááá! —grita una y otra vez, cada vez más fuerte, esperando que el grito de socorro llegue a su destino salvador.

Y unos metros más abajo de donde se está celebrando esta extraña performance, Iduh tiene su particular ataque de estrés, mientras comprueba los monitores de la sala de control.

Aparte de que ya hace seis horas que Bastian debería haber vuelto de su pequeña excursión de ocho minutos a Zink para ir a comprar licor de kilmet, un momento antes se ha abierto un portal dimensional en el comedor de Can Sata, a pesar de la protección contra la apertura de portales no controlados dentro del perímetro establecido por Nakki.

Le cuesta entender cómo ha podido suceder eso, pero todavía le parece más extraño cuando analiza las lecturas del ordenador. Y es que el portal de las narices es siete veces más pequeño de lo que debería ser. Parece como si, al haber conseguido atravesar la protección de seguridad, la obertura de ese nuevo portal hubiera logrado alterar las proporciones del espacio-tiempo.

Para rematarlo, cuando Iduh da una ojeada a las lecturas sobre la forma de vida que ha cruzado el portal, obtiene como respuesta un nuevo imposible, tanto o más difícil que el primero. Y es que las lecturas revelan que es un urgug quien ha cruzado ese portal de poco más de diez centímetros de diámetro.

—¡Hala! ¡Un urgug! ¡Y por qué no un kushu real, con la Orquesta Filarmónica de Zink en su caparazón! —ironiza Iduh, desesperado—. ¡Esto no puede ser verdad! ¡Sería un urgug del tamaño de un ratón! ¡Y eso es imposible!

En el comedor de Can Sata, un urgug del tamaño de un ratón juguetón acelera el paso un poco más para tratar de llegar al alterador. De pronto una zarpa gigante que ya conoce interrumpe su plan de fuga, se lanza contra él y lo hace volar un buen trozo.

Grati, contenta porque su amigo ha vuelto a salir para seguir jugando con ella, se pone una vez más con el culo en pompa, lo mueve en círculos y retrocede para coger impulso y saltar adelante. Y con la pata, sin ni siquiera notarlo, le da un pisotón a aquella versión reducida de alterador. Quien sí lo nota y lo ve es el desesperado Turug, que se da cuenta de que, con la desaparición del alterador, se esfuma también su oportunidad de volver a casa.

Pero, como si se tratara de un último esfuerzo o un acto desesperado de venganza mecánica, el alterador ha sido capaz de conectarse y actuar por última vez en cuanto ha notado la presión que lo ha espachurrado. Y por eso, una vez más, el tiempo y el espacio coinciden en dos dimensiones diferentes en un mismo punto, desgarrado ligeramente por las últimas frecuencias enviadas por un alterador alterado que está agonizando en ese preciso instante.

Hemos de constatar que no se trata de un gran portal, sino del portal más pequeño que nunca ha llegado a abrirse en la Tierra. Ni siquiera parece de la misma intensidad que los otros. Pero es lo suficientemente grande para absorber a su pasajero justo antes de cerrarse. Y es así como Grati… desaparece de este mundo.

Al darse cuenta de que la mascota de Can Sata es tragada por una fisura en el tejido espacio-temporal, tanto Gerard como Turug no pueden hacer otra cosa que gritar al unísono:

—¡¡Aaaaaah!!

Turug lo hace de rabia y desesperación, porque su única posibilidad de regreso ha sido destruida por su propio dios, justo antes de desaparecer. El grito de Gerard lo causa la visión de la gatita linda de Can Sata desapareciendo del comedor, como por arte de magia.

—¡Aaaaaah! ¡¡Aaaaaah!! —vuelven a chillar los dos señalando el punto en que había estado Grati.

Y entonces, oyéndose el uno al otro, se miran y, tanto por la sorpresa de encontrarse ante un ratón que habla y chilla, como por encontrarse frente a frente con el dios de los zitis, los dos gritones se señalan mutuamente y vuelven a gritar una vez más a pleno pulmón:

—¡¡AAAAAAAAAAAH!!

Después de este último chillido espantoso, ambos corren en direcciones opuestas buscando un lugar donde esconderse el uno del otro.

—¿Y bien? ¿Qué ha pasado? —pregunta Usumgal, impaciente, esperando de pie detrás del científico, que mira fijamente la pantalla del portátil.