INUNDADO? —grita Usumgal, con una mezcla de rabia y desconcierto—. ¿Qué quiere decir que el laboratorio está inundado? ¿Cómo puede estar inundado un laboratorio? ¿CÓMO DIABLOS PUEDE ESTAR INUNDADO UN LABORATORIO EN ZAPP? —repite apretando con fuerza el cetro con una mano y el reposabrazos del trono con la otra, muy alterado.
—¡Todavía no lo sabemos, señor! —responde Kurgo—. Pero cuando esta mañana los científicos han abierto la puerta, una tromba de agua los ha lanzado por el corredor. Aunque el laboratorio no ha sido la única estancia afectada, sino el origen del desastre porque el agua ha llegado por los conductos del aire y, a partir de ese punto, ha ocupado hasta siete aposentos del mismo nivel.
—Pero… pero… pero… Pero… ¿¿se puede saber qué ha pasado aquí?? —pregunta el dictador, quien, con rabia no disimulada, ve cómo todas las cosas se le escapan de las manos y nadie es capaz de resolver ni uno de sus múltiples y variados problemas.
—Con relación a la inundación, no sabemos nada, señor: ni de dónde ha salido el agua ni cómo ha sucedido. ¡Pero sabemos quién ha sido el responsable de todo! —dice rápidamente Kurgo tratando de dar alguna información a Usumgal, antes de que éste pierda del todo la paciencia—. ¡El guardia que hacía la ronda por la noche, que casi muere ahogado en el laboratorio, nos ha asegurado que todo es obra de Kisib! ¡Lo descubrió revolviendo los papeles y fue él quien lo dejó inconsciente con su cetro!
—¿KISIIIIB? —gruñe el dictador sacando fuego por las muelas y levantándose del trono de un salto—. ¿Kisiiiib? ¡Aaaaaah! Pero ¿¿¿por quééé??? Pero… ¡¡Aaaaah!!
Con este último grito, la piedra del cetro se ilumina intensamente y Usumgal apunta hacia la vitrina de colores de la sala del trono y la hace estallar en una lluvia de gotas de vidrio, como ya pasó hace un par de semanas cuando Ullah la atravesó en uno de los sus potentes picados.
—¡Escúchame bien, Kurgo! —grita Usumgal, mientras los miles de pequeños vidrios todavía vuelan por los aires—. ¡Escúchame con atención, porque ésta es la última orden que recibirás si no me satisface cómo la resuelves! ¡Quiero que te vayas y no vuelvas sin Kisib! ¡Haz lo que quieras, busca donde sea preciso! ¡Tráemelo vivo o muerto, pero ni se te ocurra volver sin él porque te aseguro que te mataré! ¡No necesito un consejero que sólo me da dolores de cabeza! ¡O me ayudas de verdad o verás cómo prescindo de ti! ¡Y ahora, vete! ¡¡Fuera de mi vista!!
—Sí, señor Usumgal. —Es lo único que se atreve a decir Kurgo al tiempo que hace una reverencia sin dejar de observar el cetro, como si éste lo tuviera hipnotizado con su luz. Se aleja caminando de espaldas hasta llegar a la puerta, que abre sin mirar y sólo se vuelve en el último instante para cerrarla con rapidez.
—¡Aaaaaah! ¡Y tú, Aku! —grita Usumgal mirando hacia una columna de la sala, rabioso todavía—. ¡Ven aquí inmediatamente!
Una parte de la columna se desplaza poco a poco como por arte de magia; parece que es papel pintado que se está despegando. Esa parte que se ha separado cambia el color de piedra por un verde grisáceo hasta que queda al descubierto la silueta de Aku, el espía más capacitado de Usumgal, que va recobrando su color verde natural.
—¡Aku! Quiero que vayas a Kigal. Debes recoger allí unos documentos. Así que vete a Zink, al castillo de Sata, y espera al emisario. Cuando tengas en tu poder lo que te dé, comunícate conmigo y después regresas. No olvides mis palabras porque no pienso recordártelas telepáticamente, por si alguien capta nuestra transmisión. ¡Recuérdalas bien! Ya te puedes ir. Y dile al guardia de la puerta que quiero estar solo. Debo poner en orden mis ideas; no puede ser que todo me salga mal… —Y se deja caer en el trono con la cabeza entre las manos.
Aku hace una reverencia más bien exagerada e inicia un suave mutis hacia la puerta, que abre y cierra sin ruido, como si fuera un fantasma, de modo que casi asusta al guardia que, provisto de una armadura ligera y una pica, se supone que la custodia.
—¡Tú! Usumgal ordena que no dejes entrar a nadie, ¿me oyes?
—Sí, Aku —responde el guardián de la puerta, aliviado al reconocer al espía mientras éste se aleja por el corredor.
Aku, de constitución más esbelta y delgada que el resto de musdagurs, tiene la gran ventaja de poderse camuflar al adquirir el color de su entorno, como si fuera un camaleón. Además, su figura estilizada contribuye a que, más que andar por el suelo y subir por las paredes, parezca que se desliza.
De un ligero salto el espía se adhiere a una pared y, sin dejar de avanzar, sube hasta el techo y sigue por ahí su camino mientras sus escamas cambian del verde característico de los musdagurs al gris oscuro de las piedras de su entorno.
Por el mismo corredor por el que va Aku, pero andando por el suelo y en sentido contrario, se aproxima Musnin, señora de Zapp y esposa de Usumgal, paseándose como siempre por el castillo, sin saber qué hacer ni adónde ir. Entonces la cabeza de Aku aparece en el techo como por arte de encantamiento.
—¡Señora! ¡Eh! ¡Señora Musnin! —la llama el espía colgando del techo. Musnin, sin ver muy claro de dónde proviene la voz, se queda quieta, mirando a todas partes—. ¡Eh! ¡Aquí arriba! ¡En el techo!
La señora de Zapp mira hacia arriba y al ver colgando la cabeza del musdagur, como si se tratara de un jamón de pata negra, se lleva tal susto que, si no fuera porque es noble y una musdagur, se habría caído de culo. Pero su nobleza y la cola lo evitan.
—¡Aaaah! ¡Aku! ¡Cómo puedes asustarme así! ¿Qué haces, ahí arriba?
—Señora, no vayáis a ver al señor. No está de humor ahora. En absoluto. Aunque el guardia os dejaría pasar, no os aconsejo que lo molestéis en estos momentos.
—¿Ay, no? ¿Tú crees? Quería preguntarle otra vez si resulta seguro salir del castillo. Estoy medio histérica por estar aquí encerrada… Quizás si salgo con una escolta de soldados…
—Señora, haced lo que creáis más conveniente pero, de verdad, no os aconsejo que vayáis a hablar con él ahora. Ha estado a punto de matar a Kurgo de la rabia que siente por todo el asunto ese del laboratorio. Está tan furioso por la traición de Kisib que ha echado del castillo a su viejo consejero hasta que lo encuentre.
—¡Ay, pobrecito Kurgo! ¿Y qué va a comer? ¿Y dónde dormirá?
—¿Eeeeh? —dice Aku, sorprendido; a él nunca se le hubiera ocurrido plantearse esos detalles que, de hecho, considera del todo absurdos—. ¡Ah, pues…! Ya tiene una edad… ¡Ya sabrá espabilarse! En fin, yo ya os he avisado. Hala, me voy, ¡que me queda un largo camino hasta Zink! —dice la cabeza del musdagur camaleónico, que vuelve a desaparecer al confundirse con el color del techo.
—¿Hola? ¿Aku? ¿Aku? —lo llama Musnin sin saber muy bien adónde debe mirar.
—¡Bah! —suena la lejana voz de Aku pensando que ha perdido el tiempo hablando con la pánfila de la señora.
Musnin prosigue su marcha, siempre nerviosa y despistada, y llega ante la sala del trono, custodiada por el guardia, tal como Aku le ha dicho. Reflexiona un instante y, al fin, haciendo caso del aviso recibido, pasa de largo para continuar su paseo nervioso por el interior del castillo, atravesando corredores, aparentemente sin ningún objetivo.
Cuando se encuentra ante una de tantas puertas, la histérica y estúpida señora de Zapp aguza el oído, mira muy rápido alrededor, saca una llave de un bolsillo con destreza sorprendente y, pegándose a la puerta, la mete en la cerradura; en poco más de dos segundos, ya está dentro y cierra la puerta al instante. Entonces sonríe a la vez que sus ojos, de mirada perdida y miedosos, se vuelven astutos y peligrosos.
Mira la estancia y la radiografía con precisión: es una sala redonda con ventanas pequeñas desde las que se ve gran parte de Zapp; una mesa llena de mapas y maquetas, rodeada de sillas, es el único mobiliario del aposento. En este momento la señora de Zapp ve recompensado el esfuerzo realizado para conseguir la copia de la llave de su odiado Usumgal. Ha tenido que esperar muchos días y muchas noches hasta encontrar el momento en que su esposo bajara la guardia. Posee esa copia desde hace tres días, pero hasta ahora no ha tenido ocasión de acercarse por allí.
Con Kisib desaparecido, Kurgo fuera de juego, Aku de viaje a Kigal y Usumgal cerrado a cal y canto en la sala del trono, ahora era el momento ideal para arriesgarse a entrar en la sala privada del rey. No podrá estar dentro demasiado rato, porque en cualquier momento su marido puede aparecer y, por mucho que ella procure esconderse, su nivel sensorial la descubrirá. Debe apresurarse.
Encima de la mesa ve un gran documento desplegado. Es un detallado plano de Ereshkigal y está marcado por todas partes. Gracias a su particular entrenamiento militar secreto, Musnin reconoce rápidamente el plan de su marido: pretende atacar Boma, capital de los sutums. Parece ser que ya tiene unidades cerca de la ciudad y en Agaam.
—O sea que esto es lo que tramas, ¿eh? —murmura la mujer del dictador con un tono de voz astuto e incisivo, muy distinto al que utiliza habitualmente.
La mente de la señora de Zapp trabaja a marchas forzadas y docenas de preguntas la asaltan. ¿Por qué los sutums? ¿Por qué Boma? ¿Quizás Usumgal está al corriente de la existencia de la ciudad oculta que hay en las antiguas bolsas de magma? ¿O quizás sólo quiere atacarlos por diversión? ¿Y cómo piensa hacerlo? ¿Y cuándo?
Sea como sea, no dispone de tiempo para responder a todas esas cuestiones por importantes que parezcan. Debe aprovecharlo al máximo. Rápidamente, saca una pequeña cámara de un bolsillo y fotografía todos los planos y documentos que encuentra encima de la mesa. Después ya tendrá tiempo de estudiarlos con tranquilidad.
Cuando ya ha obtenido las imágenes, va hacia una estantería dónde hay más mapas y documentos. Aun cuando ya tiene la respuesta que buscaba, quiere aprovechar la ocasión que se le ha presentado aunque sea un instante más, puesto que no sabe si tendrá otra vez la posibilidad de entrar en esa sala, sobre todo si Kurgo vuelve con Kisib y Aku regresa de su misión en Zink.
Los mapas son de varios puntos de Ereshkigal, especialmente de Zapp, Boma, Hurkel y Kur. En todos se han escrito varias indicaciones y también hay algunos documentos adjuntos, que Musnin no se entretiene en leer, sino que se apresura a fotografiarlos y los coloca de nuevo en su lugar.
Cuando ya lleva revisada la mitad de la estantería, oye una llave que se introduce en la cerradura. El horror se hace patente en el rostro de la señora de Zapp. Sabe que está perdida… Sabe que por mucho que se esconda, su marido la percibirá, si es que no lo ha hecho ya… Sabe que esta vez su papel de mujer estúpida y miedosa no la salvará… Sabe que Usumgal, a pesar de ser su marido, no dudará en matarla si la encuentra ahí… Y sabe que ella no puede hacer nada ante el cetro del tirano. Sabe todo eso en el mismo instante en que oye aquel ruido metálico.
Pero ella es Musnin y su espíritu de lucha y supervivencia puede más que el miedo que la atenaza. Dando un par de largas zancadas, salta y se adhiere al techo, justo sobre la puerta. Si debe morir ahora, lo hará luchando. Aunque sólo consiga herir al cruel dictador que ha estado provocando la desgracia de su pueblo tanto tiempo, ya estará satisfecha.
La llave da las dos vueltas de rigor, la puerta se abre y entra alguien. Y cuando Musnin está a punto de saltar, se da cuenta de que no es Usumgal quien ha entrado en la sala, sino alguien mucho más pequeño y mucho más joven. O mejor dicho, mucho más pequeña y mucho más joven. Es su nieta Mirnin que, temblando pero valiente, está accediendo al despacho privado de su abuelo.
Las habilidades sensoriales de la señora de Zapp no son demasiado elevadas, pero sí suficientes para percibir que a la chica el corazón le va a cien por hora y que tiene los nervios a flor de piel. Musnin sonríe. Debe de ser muy valiente para haber decidido entrar en esta sala, y muy astuta también por haber conseguido la llave que le ha permitido el acceso. Sabiendo que su nieta no tiene ninguna posibilidad de detectarla, Musnin se desplaza discretamente por el techo hasta un pared por la que baja, y se esconde acto seguido detrás de un tapiz.
La joven Mirnin se acerca a la mesa y observa el mismo mapa que hace un instante ha visto su abuela. Lo coge y sigue las líneas y los signos que hay trazados en él. Le cuesta bastante más que a Musnin leer los signos militares, pero finalmente comprende por dónde van las cosas.
—¡La madre que lo parió! —se le escapa a la joven musdagur, menos discreta que la última lectora de los mapas—. ¿Atacar Boma? Pero ¿por qué? ¡Será cabrón!
A diferencia de su abuela, Mirnin, mucho más impulsiva e inexperta o quién sabe si más responsable y astuta, va hacia la puerta y sale rápidamente de la sala. Ya tiene la información que le hace falta y no se va a entretener ni un segundo más en un sitio, en el que ninguna excusa podría justificar su presencia. Cierra la puerta con cuidado y, tras dar rápidamente las dos vueltas de rigor, se aleja por el corredor.
Musnin sonríe una vez más, orgullosa de su nieta, mientras sale de detrás del tapiz y regresa a la estantería para terminar el trabajo que tiene a medio hacer. Recuerda cómo era cuando tenía la edad de Mirnin y piensa que quizás, si hubiera sido tan valiente como ella, las cosas le habrían ido mucho mejor en la vida.
Y mientras acaba de hacer las fotografías, se da cuenta de que ya no volverá a ver a su nieta con los mismos ojos en la próxima reunión de la resistencia.