El gran tráiler, de dieciséis metros de largo, se abre paso entre los coches deportivos y de lujo que circulan por el recinto del World Trade Center. La cabina y la caja son de un negro intenso y brillan tanto que parece que se han acabado de limpiar y pulir con cera hace un instante; la óptica del vehículo luce como si fuera nueva y todos los detalles cromados, por ejemplo, el logotipo de Mercedes, los retrovisores, la placa del radiador y el claxon —en forma de dos largas y finas trompetas situadas encima de la cabina— resplandecen. Además, un enorme logotipo plateado, formado por una elipse oblicua y una extraña estrella de cuatro palos, ocupa gran parte de la larga caja posterior.
El conjunto de edificios que forma este complejo de negocios hierve de actividad. Gente de cualquier parte del planeta, vestida con marcas archiconocidas, camina con paso rápido coincidiendo en la ostentación de dos accesorios: la maleta del portátil y el teléfono móvil, ambos de última generación, por supuesto. El espacio que rodea las construcciones es un gran jardín y, así, los estresados profesionales que trabajan allí pueden regalarse la vista con los árboles y el césped verde antes de entrar en los despachos, donde sólo los espera la luz de los fluorescentes.
Pero volvamos al gran tráiler negro que sigue circulando por las calles del recinto. Lo conduce un hombre que aparenta unos sesenta años, pero en realidad tiene más del triple; viste un uniforme negro, a juego con el vehículo, y lleva con elegancia extrema una gorra de chofer mientras maneja un volante, cuyo diámetro mide tanto como su propio brazo.
Repentinamente, el conductor, sin alterar su amable expresión, efectúa una rápida maniobra que provoca que el vehículo salga de la calzada, invada la acera y pise buena parte del jardín. Zidari, que así se llama el individuo, echa un vistazo a una especie de GPS incorporado al cuadro de mandos de la cabina.
—Muy bien, ya estoy aquí… Más vale que te des prisa, Douglas… —dice en voz queda mientras ve por los retrovisores cómo la gente, extrañada y asustada por la brusca maniobra, se acerca con cautela y mira el interior de la cabina de vidrios tintados.
Y en ese preciso instante, puntual como siempre, el aire se desgarra y el tiempo y el espacio se rompen, creando así una disfunción entre dimensiones que denominamos portal dimensional; portal que se abre precisamente dentro de la caja del largo tráiler, para evitar que algún humano vea cómo un hombre vestido de color blanco nuclear aparece de la nada, con una maleta en una mano y sin llevar un teléfono móvil en la otra (como todo el mundo), sino un alterador. Se trata de Douglas Wissel, ingeniero termonuclear de la Corporación Kadingir.
—¡He llegado ya! —grita en dirección a la cabina cuando el portal se funde detrás de él.
Al oírlo, Zidari pone primera y arranca. La maniobra provoca más de un susto a los peatones que se habían ido acercando, curiosos, al camión. En un santiamén el largo y pesado vehículo ya está otra vez en la calle.
—Mira lo que te digo, Douglas… —dice el chofer riendo mientras mira por el retrovisor hacia la ventanilla que comunica la caja con la cabina—. ¡Si después de esto no me quitan ningún punto del carné, lo pienso celebrar con cava! ¡¡Ja, ja, ja!!
—¡Buenos días, Zidari! —saluda Douglas caminando hacia la ventanilla, por dentro de la caja.
El ingeniero ha de ir haciendo equilibrios para no caerse aunque no se haría daño alguno, pues el interior está acolchado, como si se tratara del habitáculo protegido de un manicomio. La razón es bien simple: los viajeros interdimensionales pueden aparecer en cualquier punto de la caja y en las posiciones más inverosímiles.
—¿Qué carajo ha pasado para que te hayan hecho venir aquí a estas horas? Debe de ser urgente, ¿no? Porque tengo una recogida de un grupo de zitis dentro de ocho horas, en las afueras… Habría sido mucho más discreto recogerte con ellos, ¿no te parece? —cuestiona el chofer en voz alta.
Zidari es uno de los transportistas oficiales de la Corporación Kadingir. Su trabajo consiste en trasladar a los zitis que pasan de una dimensión a otra, y para ello aparca el tráiler justo en el lugar en que se abrirá el portal. Él los acompaña hasta el punto de fricción o los recibe, como en el caso de Douglas. Normalmente, la corporación aprovecha los portales más discretos y alejados de las zonas urbanas, pero cuando hay alguna emergencia, no dudan en desplazar a sus transportistas donde haga falta.
Como parece que ha sucedido en esta ocasión.
—Sí, no hace falta que me lo digas, no… Yo iba en tren, en dirección a Shapla, cuando recibí la orden de regresar… Y todavía no sé qué quieren de mí, pero poca cosa les podré decir porque prácticamente no me ha dado tiempo de hacer nada en Ki.
—¡Ah! Estos zitis de la Coka… A veces son peores que los humanos… Se creen amos y señores de los que nos hemos quedado aquí, en la Tierra —comenta Zidari, que maniobra con destreza el volante.
—A la fuerza debe de ser algo urgente. Si no fuera así, no me habrían dicho que viniera directamente a la central… Espero que no sean malas noticias. Tú no sabrás nada, ¿verdad?
—¡Oh, yo sólo soy un simple transportista ziti, que no sabe de la misa la mitad! —miente descaradamente el dueño del volante poniendo una exagerada expresión de pobre despistado.
—¡Ah! Ya veo… —dice Douglas, que ha captado la ironía a la primera—. Vamos, vamos… ¡Escupe lo que sepas!
—Que conste que yo no sé ni jota, ¿eh? —insiste el chofer—. Pero me suena que últimamente en la Coka van de culo. Estaban demasiado acostumbrados a la buena vida cuando contaban con Nirgal; ella conocía todas las respuestas y siempre les sacaba las castañas del fuego. Y eso de su desaparición los ha trastornado de mala manera.
—Sí… De hecho era un secreto a voces que el presidente tan sólo era una figura mediática… y que todo el peso lo llevaba Nirgal. Pero yo creía que su equipo estaría capacitado por salir adelante…
—¡Pues nada de nada! Se ve que están perdiendo los papeles. Y no de forma metafórica, precisamente. Porque han desaparecido documentos e incluso algunos alteradores. Y todo el asunto ése de los tidnums…
—¿Qué pasa con los tidnums? ¿Han vuelto a aparecer en la Tierra?
—Ay, chico… Yo no sé nada… Pero las malas lenguas dicen que se abren portales no controlados día sí, día también; que a veces se cierran y no ha pasado nadie, pero ya forman una buena pandilla los tidnums que lo han hecho, desde aquel asunto de los todo-terrenos que atacaron a la futura reina cuando iba hacia Ki. Cada vez les cuesta más taparles los ojos a los humanos. Y cuando Nakki lanzó aquella bakala… Bueno, imagínate lo que cuesta disimular un cráter de doscientos metros de radio… que aparece de repente.
—Sí, ya estoy informado de esas cosas… Pero ¿por qué me necesitan? Yo estoy trabajando en la Operación Cúpula. No entiendo qué se supone que debo hacer aquí.
—Bien… Yo no sé ni jota… —insiste el chofer en su papel de ignorante integral—, pero creo que pretenden replantear toda la estrategia actual. Quizás hasta convocar elecciones extraordinarias…
—¡Madre mía…! —se lamenta Douglas, que agacha la cabeza y se pone una mano en la frente—. Y Nirgal sin aparecer… Estamos arreglados.
—¡Ya hemos llegado!
Tras atravesar varias calles del área de negocios, el largo tráiler se encuentra delante de uno de los edificios más altos del recinto y se dirige directamente a la rampa que conduce al garaje subterráneo.
—En fin, que puedo esperar cualquier cosa de esta reunión, ¿no? —dice Douglas mirando la alta fachada de vidrio de la Corporación Kadingir, antes de ser tragados por la inmensa garganta que los llevará hasta el sótano.
Los dieciséis metros de vehículo llegan a la primera planta del aparcamiento. Coches de la gama más alta ocupan la mayoría de plazas. No obstante, el tráiler no se detiene y continúa hasta la segunda planta, un poco más vacía, pero ocupada también por coches de órdago.
Finalmente llegan a la tercera planta.
Ahí no hay ni un coche. Es el reino de los tráileres, tan grandes, tan negros y tan relucientes como el que conduce Zidari. Todos con el logotipo corporativo y aparcados en semibatería, preparados para dirigirse hacia donde sea necesario.
—¡Uf! No cabe ni un alfiler aquí dentro… ¡Pero si normalmente esto está vacío y todos están en ruta! —se sorprende Douglas.
—Ya te he dicho que la reunión de hoy es extraordinaria… Yo no sé nada, pero dicen las malas lenguas que incluso ha venido… él.
—¿A quién te refieres? —pregunta Douglas, extrañado—. Déjame adivinar… —De pronto abre los ojos y la boca de par en par—. ¡Aaah! ¿Él? Ostras, ostras… ¡Entonces sí que lo tenemos crudo! ¡A él sólo lo avisan en casos de emergencia total y absoluta! —exclama cuando el vehículo ya se ha detenido.
Zidari asiente y cierra los ojos, y después pulsa un botón del salpicadero para abrir la puerta posterior de la caja. Douglas sale de la caja, baja por la rampa, y se encamina hacia la parte delantera del camión, donde se encuentra con el chofer que, a su vez, ha bajado de la cabina.
—Bien, Zidari, como siempre ha sido un placer viajar contigo —dice el ingeniero estrechando la mano del chofer, enfundada en guante de piel.
—Lo mismo digo, Douglas. Y ya sabes… Si algún día necesitas un transporte… No me avises a mí —sonríe, mentiroso.
—¡Hecho! —replica el ingeniero devolviéndole la sonrisa.
Los dos compañeros se despiden y Douglas se encamina hacia el ascensor que lo llevará hasta las oficinas. Cuando llega, lo encuentra abierto; ni siquiera ha de esperarlo. El cuadro de botones revela que el edificio tiene veintiún pisos, todos ellos propiedad de la Corporación Kadingir. El pasajero pulsa el décimo, se cierran las puertas del ascensor y suena una suave melodía.
Diez pisos más arriba, un recibidor enorme, en medio de una actividad frenética, acoge fríamente al ingeniero. Voces, teléfonos sonando, ruido de tecleo, impresoras… Cientos de personas trabajan para coordinar los asuntos de la corporación. La sala es muy grande y el techo, altísimo; en realidad se trata de dos pisos unificados. El segundo nivel de este recibidor consiste en un corredor lateral que permite el acceso a otros pasillos y puertas.
Douglas atraviesa la gran sala con mucho esfuerzo, pues ha de procurar no tropezar con las personas que la cruzan sin cesar de un lugar a otro, o evitar que lo atropelle algún carro lleno de mensajería interna, que los empleados de logística conducen con poco tino.
Finalmente, llega a un corredor que lo aleja del gran recibidor y se dirige a paso ligero hacia el fondo, donde está la sala de juntas.
De repente se detiene ante la puerta de uno de los despachos que hay a lo largo del pasillo; como está abierta, mira adentro extrañado porque aquella estancia siempre había estado vacía. Asoma la cabeza y comprueba que lo que antes era una sala desnuda, ahora es un despacho más en el que, aparte de archivos, mesas y estantes usuales, hay un par de sofás grandes, uno frente al otro, y una mesa pequeña en medio, donde reposa una enorme cafetera llena hasta los topes y una bandeja con pequeños cruasanes recién hechos. Y también ve a dos zitis, con cara de aburridos, que se están pasando una pelota de baloncesto en un rincón de la sala.
Douglas no puede evitar echar un vistazo a la pequeña placa metálica de la puerta: «Joan y Mercè - CRONISTAS».
—¿Cronistas? Éstos de la Coka han perdido el norte. No entiendo nada —dice en voz baja Douglas.
Moviendo la cabeza con cierta preocupación, sigue su camino hasta la sala de juntas. La puerta está medio abierta y desde fuera se oyen voces como si varias personas estuvieran enzarzadas en una enérgica discusión. El recién llegado llama de forma simbólica, mientras abre del todo y comprueba que sólo hay dos zitis dentro.
—¡Hola, Douglas! —saluda uno de ellos al verlo.
Está bastante gordo y, aunque va bien vestido y con corbata, se ha quitado la americana. Está sudando. Es Itur, él siempre apacible y atento secretario del presidente.
—Te presento al general Saggin, delegado del ejército ziti en la Tierra. General Saggin, él es Douglas Wissel, ingeniero termonuclear de la corporación.
—Creo que hemos coincidido en un par de ocasiones… —se apresura a comentar Douglas, con una sonrisa políticamente correcta, aunque manteniendo una expresión seria, mientras extiende la mano.
El general Saggin, a pesar de su rango, viste americana negra, corbata y gafas de sol. Y es que el ejército de zitis residentes en la Tierra es absolutamente secreto y todos sus integrantes van de paisano. No existen galones ni signos distintivos en su vestuario, y tan sólo se reúnen de forma periódica para entrenar o cuando se solicita su presencia. Más que un ejército, podrían ser consideradas unas fuerzas especiales, preparadas para reunirse y actuar cuando sea necesario.
—Sí. Lo recuerdo a usted… —afirma el general, de rostro pálido y facciones duras—. Coincidimos en la Operación Cráter. No fue fácil arreglar lo que aquel consejero inepto e irresponsable llegó a hacer: un todoterreno totalmente calcinado, otro en el fondo del río y un agujero de cinco metros de profundidad. Eso es lo que yo denomino falta de profesionalidad.
—Sí… Claro… —murmura Douglas, y cambia con rapidez de tema—. ¿Sólo estamos nosotros en esta reunión? He venido tan deprisa como me ha sido posible…
—¡Oh, no, no, amigo Douglas! —replica Itur—. Ni siquiera ha empezado. Debemos celebrar una junta extraordinaria y… —añade bajando el tono de voz— quizás deberán convocarse elecciones anticipadas.
—¿Elecciones anticipadas? —se extraña Douglas simulando sorpresa ante aquella información que ya conoce—. ¿En estos momentos de inestabilidad? Pero… ¿por qué?
—¡Últimamente ha cambiado todo el contexto en que vivimos, Douglas! —dice el general con severidad—. Y si nuestro presidente demuestra ser tan inepto que no sabe tomar las medidas adecuadas sin aquella vieja a su lado, seremos nosotros quienes las tomemos. Y le aseguro que entonces cambiarán muchas cosas. Ya verá usted cómo van a cambiar.