12
Regreso a la escuela

La clase está tan silenciosa que si alguien cerrara los ojos, podría casi asegurar que está vacía. Pero no es el caso. Está llena a rebosar de pequeños kuzubis, sentados en pupitres alineados perfectamente, equidistantes entre sí y simétricamente colocados, como si se hubieran medido las distancias al milímetro. Es la clase de párvulos de la escuela de enseñanza básica y primaria de Shapla.

Los cincuenta alumnos están sentados sin decir ni pío, con la espalda recta y los brazos apoyados en la mesa, colocados por orden de altura. La profesora Uma, de pie ante ellos, se dispone a iniciar su clase magistral. Todos la miran manteniendo el rostro inexpresivo —tal como ella misma les ha enseñado— y la escuchan atentos, o quizás no todos…

En la última fila se sienta una alumna particularmente extraña. No parece tener cuatro años como los demás ni ser tan disciplinada como sus compañeros; ni siquiera parece pertenecer a la misma raza que el resto de la clase. Sentada con los pies cruzados, los codos sobre la mesa, la cabeza apoyada entre las manos y con una expresión mezcla de asco, aburrimiento y rabia, está la nueva alumna… Ishtar, reina de los zitis.

—Se inicia ahora la clase de nivel mental básico —explica Uma, de viva voz, lo que no deja de sorprender a Ishtar—. Hoy disfrutaréis aprendiendo la teoría del plano más importante de los tres que constituyen las habilidades kiitas: el mental. Los kuzubis estamos especialmente orgullosos de obtener el nivel máximo de ese plano; el noveno, en concreto. Y aunque ese elevado nivel sólo lo logra el rey de los kuzubis, si sois aplicados y rigurosos, todos vosotros podríais llegar a conseguir el séptimo o, incluso, el octavo.

Ishtar empieza a entender por qué Uma habla con la voz y no con la mente: al tratarse de una clase de párvulos, los niños todavía no han logrado el segundo nivel mental, que es el que permite utilizar la telepatía.

—Antes, sin embargo, repasaremos lo que aprendimos ayer acerca del plano conceptual para comprobar si habéis asimilado los conceptos tratados. Dime, Dum: ¿cuál es la principal habilidad del primer nivel conceptual?

Rápido y decidido, un alumno se levanta de la silla y recita:

—Reconocer objetos físicos presenciales que desconocías previamente, profesora Uma. —Se vuelve a sentar rápidamente.

—Correcto, Dum.

Es cierto. Ishtar, balanceándose en la silla con las dos patas de atrás, lo recuerda. Ése fue el primer ejercicio que Nakki le planteó. La hizo sentar ante una planta que ella no había visto nunca, pero aun así, fue capaz de saber que era una klep, de la familia de las Gark.

Y no sólo eso, sino que de repente supo todo lo que era posible conocer sobre aquella planta, sin que nadie se lo hubiera explicado. Recuerda con nostalgia ese día, cuando todavía no era reina y Nakki la entrenaba para llegar a serlo. Parece que haya pasado mucho tiempo, aunque sólo hace un par de meses de todo ello.

—¡Irish! —llama la profesora Uma—. ¿Qué obtienes con el segundo nivel de habilidades conceptuales?

—Puedes reconocer cosas que desconocías, aunque no las tengas delante, profesora Uma. Sólo con el nombre ya te vale —dice la pequeña kuzubi, puesta de pie también para responder la cuestión.

—Muy bien, Irish. ¿Qué nivel es necesario para conocer la geografía del planeta Ki sin haberla estudiado previamente? —pregunta la profesora señalando a un nuevo alumno.

—El cuarto nivel, profesora Uma —responde sin dudar ni un instante Osh, que repite el protocolo de levantarse para contestar.

—Muy bien, Osh. Y ahora… A ver quién es capaz de responder la siguiente pregunta: ¿Cómo puede ser que… sin haber aprendido un concepto y sin que nos lo hayan explicado… si nos concentramos y utilizamos nuestras habilidades conceptuales… lo aprendamos de pronto?

Los cincuenta kuzubis de cuatro años levantan la mano derecha a la vez, como si hubieran estado ensayándolo toda la mañana. El efecto de su acción es tan curioso que Ishtar, todavía columpiándose en la silla, pierde el equilibrio, cae de espaldas y provoca un escándalo considerable. Aunque los kuzubis lo han oído, nadie mueve ni una ceja, sino que continúan mirando a la profesora con la mano derecha en alto.

—Esto… ¡No, no, tranquilos! Dejadme… —Hace teatro Ishtar—. Estoy bien, estoy bien… No me he hecho daño, nada de nada… —Se levanta del suelo y recoge la silla.

Los alumnos no le hacen ni caso y esperan a ver quién será el escogido para contestar la pregunta de la profesora.

—Kinnim —indica finalmente la maestra.

Un kuzubi de la primera fila se levanta.

—¡Gracias a los archivos akásikos! —afirma el pequeño kuzubi, orgulloso por haber sido elegido.

—Muy bien Kinnim. Pero no me parece suficiente… ¿Qué son los archivos akásikos?

—Representan la memoria colectiva del planeta Ki. Cada vez que alguien aprende una cosa nueva y la memoriza, le queda grabada en un espacio de la mente que trabaja con cierta frecuencia, denominada akasika. Si otro kiita es capaz de conectar con esa frecuencia también puede leer las memorias de los demás —dice el pequeño de una tacada.

—¡Ostras! ¡Eso es igual que Internet! —exclama Ishtar levantándose de pronto—. Todo el mundo guarda la información en la cabeza igual que la guardas en una web. ¡Y si otro es capaz de usar el Google, puede encontrar la información que todo el mundo ha ido poniendo en sus webs! ¡Y leerla! ¡Pero en vez de conectarte a páginas web, te pones en contacto con la memoria de los demás! ¡Qué fuerte!

—Ishtar, por favor, te ruego que no hables sin que se te haya preguntado, ni contestes a preguntas o formules comparaciones si no se te ha pedido específicamente que lo hagas.

—¡Oh, vaaaaaaale! —acepta ella dejándose caer de nuevo en la silla—. ¡Pero es que ahora lo he entendido!

—Estamos contentos de compartir contigo el momento de alegría en el que descubres nuevos conceptos que desconocías, pero es innecesario que nos lo notifiques en plena clase.

—¡Que sí, que sí, que vale! —dice Ishtar, agotada por el rígido y severo protocolo kuzubi.

—Así pues… Abush —sigue preguntando la profesora—. ¿Qué pasaría si en una selva inhóspita hay una planta que nadie ha visto nunca? ¿Habrá algún kiita capaz de saber qué es?

—No, profesora Uma.

—¿Y si un día un explorador intrépido va a aquella selva y descubre la planta y sus propiedades y cualidades? ¿Qué pasaría?

—Que a partir de ese momento el explorador puede guardar la información en los archivos akásikos, y si algún kiita intenta recibir información de aquella planta a través de las habilidades mentales, conectándose mentalmente a la frecuencia akasika, también podrá conocer dicha planta.

—¡Muy bien, Abush! ¿Y siempre será así?

—No, profesora. Dejar abierta la frecuencia akásika es opcional. Si aquel explorador no quisiera compartir sus conocimientos con nadie más, cerraría su mente a los archivos akásikos y nadie sabría nunca que la planta existe.

—¡Excelente! ¡Muy bien! —exclama la profesora—. Bueno. Ya veo que os quedó claro en qué consiste el uso del plano conceptual. Vamos ahora a aprender la teoría básica del plano mental, que cómo veréis acto seguido, os permitirá realizar diversas funciones: desde usar la telepatía para comunicaros entre vosotros, hasta hacer viajes astrales por todo el planeta. Empezaremos, pues, por la telepatía pasiva. Abrid vuestro Manual Básico del Plano Mental por la página siete mil trescientos quince y leed ahora el capítulo que hace referencia a este tema.

Una vez más, haciendo gala de una perfecta sincronía improvisada, la cincuentena de kuzubis abre sus respectivos libros, de un grosor considerable y, pasando con ligereza unas páginas tan finas como papel de ala de mosca, localizan al mismo tiempo la página siete mil trescientos quince.

Ishtar, por su parte, debe recordar cómo diablos se escribe ese número en las extrañas letras cuneiformes que utilizan los kiitas mientras se pelea con las finísimas páginas que se le pegan en los dedos. Finalmente, tras grandes esfuerzos y después de arrugar la mitad de las páginas, consigue localizar el capítulo.

Aun así, se desmotiva rápidamente al ver que todo el libro está escrito en kiita y que deberá hacer un gran esfuerzo no tan sólo para comprender los conceptos, sino para leer las letras que los pequeños kuzubis devoran con devoción insana, pasando las páginas a la misma velocidad que si estuvieran mirando fotografías.

Antes de iniciar la pesada tarea, Ishtar echa una ojeada a la clase. Le parece imposible que esos niños tengan cuatro años. Está segura de que si fuera una clase de humanos o zitis, los pupitres estarían torcidos, los niños estarían dormidos encima de ellos o correrían por el aula, las estanterías mantendrían un caos absoluto —digno de Can Sata— y las pequeñas ventanas redondas, que dan al corredor de la escuela, llenas de manualidades.

Y es entonces, mientras da ese rápido repaso al aula, cuando por un instante, o mejor dicho, por un pequeño pedazo de instante, le parece ver cómo una mancha amarilla pequeñísima se asoma a una ventana para desaparecer al momento. Extrañada, vuelve a mirar hacia la ventana, pero no ve nada. Habría jurado que acaba de ver una especie de…

¡La mancha amarilla vuelve a aparecer! ¡Esta vez sin el menor asomo de duda! Ha saltado hacia arriba y, después de llegar al punto más alto que ha podido, ha caído otra vez. Y no es una mancha, sino lo que Ishtar ha estado temiendo desde el principio, aunque no se atrevía ni a pensarlo. ¡Es un xíbit!

El xíbit aparece una vez más en la ventana. Parece que esté haciendo lo siguiente: salta desde el suelo, observa con cara de preocupado el interior del aula y vuelve a caer abajo. Cada vez salta con mayor fuerza y tiene más tiempo para mirar a los alumnos que, inmersos en su lectura, no se dan cuenta de la presencia del xíbit saltador. Y es en ese último salto cuando el animalito ve a Ishtar.

Cuando se cruzan sus miradas, la joven reina aprecia perfectamente cómo el rostro del xíbit cambia de la preocupación y la frustración a la alegría absoluta; los ojos se le abren como naranjas y la boca se expande en una gran sonrisa, a la que sigue un grito que traspasa el vidrio de la ventana.

—Xirribitikuuuu!

Lo ha conseguido. Rompiendo la concentración y profesionalidad demostradas hasta ahora, claramente superadas por la curiosidad, más poderosa que la lectura obligada del capítulo, todos los pequeños kuzubis se vuelven en dirección a la ventana. Y eso para no ver nada, porque el pequeño xíbit ha vuelto a caer al suelo.

Pero poco después vuelve a aparecer tres ventanas más allá repitiendo y aumentando de volumen su grito de alegría:

—Xirribitikuuuu! Birrrichi chirribit! Truluns!

Y es entonces cuando Ishtar tiene un presentimiento terrible que le hace abrir los ojos exageradamente y echarse las manos a la cabeza. Y es que, como ya se sabe, un xíbit nunca viaja solo; siempre va con su colonia. Y eso sólo puede significar una cosa…

Cuando tres xíbits aparecen de golpe en tres ventanas diferentes, a Ishtar ya no le hace falta comprobar nada. Está segura de que en breve habrá un espectáculo gratuito de animalitos amarillos y de color naranja para aquellos guapos pero sosos párvulos kuzubis.

Por cierto que ya no hay ni uno que siga leyendo: se han levantado de las sillas y acercado a las ventanas que dan al corredor para ver a los xíbits más de cerca. Una cincuentena de niños gritan y comentan la aparición de los pequeños animales, justo cuando éstos ya saltan a docenas delante de los incrédulos ojos de la profesora Uma, que jamás había vivido una situación igual en los más de doscientos años que lleva dando clase.

Ishtar, que no puede hacer otra cosa que sonreír de oreja a oreja viendo cómo los pequeños xíbits la han seguido desde el lugar de la parada forzosa del tren, se levanta y se dirige a la puerta del aula.

—Perdone —le dice a la profesora pasando ante ella—, pero creo que vienen a por mí…

Abre la puerta y saca la cabeza al corredor. En efecto, sus sospechas se ven confirmadas. Una alfombra de xíbits se extiende por el pasillo y se pierde escaleras abajo. Muchos de ellos todavía saltan a la altura de la ventana para verla dentro del aula. Pero al abrir la puerta, todos se dan la vuelta, la ven y, contentos como unas pascuas, le saltan encima y la obligan a meterse de nuevo en el aula, arrastrada por aquel alud amarillentoanaranjado que invade sin manías la tarima de la profesora y todos los pupitres; automáticamente, éstos dejan de estar bien colocados y alineados.

Ishtar, atacada literalmente por los xíbits que se le han echado encima con gran alegría, pierde el equilibrio y cae de culo al suelo o, mejor dicho, encima de una superficie blanda, que le frena la caída con suavidad, puesto que el cuerpo del xíbit es blando, suave y muy dúctil, como si se tratara de una pelota antiestrés, que por mucho que la estires o la aplastes, siempre vuelve a su forma original.

Los pequeños kuzubis, que encuentran muy interesante interactuar con esa curiosa fauna desconocida hasta hace un instante, se distraen tocándolos, pulsándolos o lanzándolos en alto para volverlos a coger al vuelo. Y lejos de enfadarse, los xíbits ríen contentos y felices ahora que han encontrado a Ishtar, y juegan satisfechos con los pequeños alumnos. Uno de ellos ha saltado al regazo de la niña, todavía en el suelo.

Xirribiki kuru? —pregunta a la joven reina.

—No sé qué me dices… —responde ella levantando los hombros con cara de circunstancias.

Kulikú! Kulikú! Xirribiku lutrumu nou! —Y de pronto se pone a reír con más fuerza—. Wi, wi, wi, wiiii!

—Y ahora, ¿de qué te ríes, tú? —pregunta divertida Ishtar, y se le escapa también la risa—. ¿No ves que no te entiendo nada de nada?

Pero Ishtar no es la única que, sin entender en absoluto lo que dicen los pequeños personajes, se divierte con ellos. Toda la clase está jugando y pasándoselo pipa. Muchos se han subido a las mesas, se esconden debajo o corren entre los pupitres. Incluso parece que la profesora Uma, a pesar de no cambiar un ápice su inexpresivo rostro, observa a los pequeños con una mirada comprensiva. O al menos eso es lo que percibe Ishtar, gracias a su quinto nivel sensorial.

—¿Qué? —le dice a la profesora—. Esto sí que es una clase de párvulos como debe ser, ¿eh? Y no me diga que no está disfrutando, que lo percibo, ¿eh?

Entonces, como si quisieran poner fin a esta curiosa jornada, los xíbits, sin decirse nada unos a otros y cada uno desde la posición en que se hallan, se ponen a silbar una especie de sonido grave y tranquilizador mientras se columpian de izquierda a derecha.

Uooooouuum!! Uooooouuum! Mmmmmm! —Como si constituyeran la mejor coral sinfónica, todos entonan una especie de agradable y placentera balada tan pegadiza que, tras algunas estrofas, tanto Ishtar como los pequeños kuzubis se apuntan a cantar también.

Y en pleno éxtasis melódico colectivo, el director de la escuela, Satam, llega a tiempo de ver cómo sus impecables y modélicos alumnos del nivel básico de teoría kuzubi, desperdigados por todos los rincones del aula, se balancean suavemente de derecha a izquierda entonando una lenta armonía con más de tres mil xíbits y una ziti.