El laboratorio está en silencio y a oscuras. Solamente se aprecia el ligero zumbido del ventilador de los ordenadores que, todavía encendidos, siguen haciendo cálculos por la noche, mostrando cascadas infinitas de números y letras, que iluminan y tiñen de verde la habitación.
La gran sala está llena de trastos de punta a punta, como todo buen laboratorio. Las mesas se hallan repletas de papeles, carpetas, probetas, pequeñas máquinas, periféricos, microscopios y decenas de todo tipo de objetos de precisión. En una pared se ve una gran pizarra, llena de cálculos y anotaciones; algunas de las cuales se han borrado y reescrito tantas veces que es complicado entender qué pone. Los científicos de Usumgal —ocupantes habituales de esta sala— se han ido de ahí hace horas, después de haber estado trabajando intensamente todo el día. En ese momento no hay nadie. ¿O sí?
Detrás de una reja de los conductos de ventilación que cruzan el laboratorio de extremo a extremo, dos ojos escanean con precisión el interior del habitáculo. Con gran eficacia, analizan con rapidez el material de hardware que hay encima de las mesas, los apuntes de la pizarra y los datos de los ordenadores. La operación se realiza con gran discreción y una profesionalidad digna del espía más sutil.
Pero, debido al exceso de peso aplicado sobre la reja por la que se espía, ésta cede repentinamente y delata al viejo sabio que estaba trabajando de manera tan discreta hasta entonces. La física kiita facilita su caída, con una aceleración de nueve metros y medio por segundo al cuadrado, justo encima de un monitor que, inocente como los demás, hacía sus cálculos.
El choque provoca la explosión de la pantalla en miles de pedacitos, así como una deliciosa pero fugaz lluvia de chispazos verdes por toda la sala. Chispazos que se desperdigan por la mesa y el trozo de suelo más inmediato. Unos segundos después, Golik saca la cabeza por el agujero del conducto del aire, donde antes estaba la reja.
—Oye, Galam… Vas mejorando, ¿eh? ¡Esta vez no has prendido fuego!
—¡Ay, ay, ayyyyy…! —se queja el viejo sabio dándose la vuelta encima de la mesa, con las manos en los riñones—. Qué daño me he hecho…
Golik sale del conducto andando a cuatro patas por el techo, se deja caer con agilidad y se queda de pie ante Galam.
—Vamos, Galam… —le dice al sabio lesionado, por el que no parece sentir pena ni por asomo—. Pégales una ojeada a estos trastos y trata de deducir hasta qué punto Usumgal controla el tema. No podemos permanecer aquí toda la noche.
Recuperado a duras penas de la repentina caída, el científico, listo como el que más, se ajusta las gafas y se acerca a la gran pizarra para leer las anotaciones. Mientras tanto, Golik se da un garbeo por la sala, mirando con ojos de ignorante aquella exposición de ciencia, que tan lejos queda de su comprensión. Se acerca a la puerta y comprueba si está abierta. Está cerrada con llave desde fuera.
—Mmm… mmmm… mmmm… —murmura Galam, pellizcándose la barbilla, mientras repasa las anotaciones, nervioso—. ¡Vaya! ¡Esto está mal! —suelta de pronto y, cogiendo una tiza, rectifica unos cálculos incorrectos—. En realidad esto no es la masa, sino el peso específico y, además, el problema está mal resuelto. En vez de igualar, debe hacerse un cambio de variable con las coordenadas, que…
Mientras Galam retoca los apuntes de la pizarra, Golik se lo queda mirando desde atrás, de brazos cruzados, con cara impasible, sin creer del todo que está viendo lo que ve.
—Galam…
—¿Mmm? —musita el científico, enfrascado en su corrección.
—Sólo por curiosidad, ¿eh? ¿Qué estás haciendo?
—¿Eh? Sí, mira, la solución es ésta. ¿Lo ves? ¡Aquí se han equivocado! ¡Je, je! —sonríe el sabio mientras sigue rectificando los cálculos—. ¡Serán zoquetes y alcornoques! ¡Éste es un error fatal!
—¿Los cálculos están mal? —pregunta Golik, todavía de brazos cruzados.
—¡Ajá! Hay un error aquí. ¿Lo ves? Esto en realidad es así y ahora se ha de hacer una sustitución de la energía… —afirma Galam, que escribe en la pizarra sin descanso al tiempo que se anima por momentos.
—¿Y lo estás corrigiendo? —observa el musdagur señalando la pizarra.
—Sí, mira. A partir de aquí, ¡todo está mal! —responde el científico indicando unos cálculos con la mano, que ya tiene completamente llena de tiza—. Esto se debe resolver así y…
La profesional corrección de Galam se ve frustrada en el momento en que Golik le arranca la tiza de las manos. El viejo sabio se vuelve sin entender qué pasa y el musdagur lo mira serio, con la tiza en la mano.
—¿Y lo estás corrigiendo…? —repite, y mira con fijeza al sabio, que todavía no se ha dado cuenta de lo que estaba haciendo—. ¿Estás corrigiendo los cálculos erróneos de los científicos malos? ¿Para que puedan hacer mejor sus maldades?
—¡Aaah…! —dice despacio Galam—. Claro está. Visto así… No debería hacerlo, ¿verdad? Porque entonces sabrán cómo resolverlo bien… ¡Ostras, qué despiste!
Golik cierra los ojos y suspira profundamente. Se hace cruces al ver que un científico, de mente tan brillante, sea a la vez tan y tan chapucero.
—Veamos, Galam… —dice Golik recapitulando, mientras el ziti borra con la mano, a una velocidad inusitada, los cálculos que acaba de corregir—. Así pues, según lo que has visto aquí apuntado, parece ser que no dominan del todo la tecnología. ¿Correcto?
—Bueno… Es demasiado arriesgado hacer una valoración considerando sólo lo que está escrito en esta pizarra. Debería dar una ojeada a los apuntes y los ordenadores —afirma él y, al limpiarse la mano con la túnica, se la ensucia de tiza de arriba abajo.
—Pues hazlo y deja eso, que todavía lo enredarás más de lo que ya lo has hecho. ¡No podemos quedarnos aquí embobados! ¡Examina cuánto necesites y vámosnos pitando, que nos espera un largo viaje de regreso a Zink! ¡No me gusta nada permanecer en este castillo!
Galam se acerca a una mesa y se pone a revolver los papeles, comprobando datos, apuntes y pantallas de ordenador. Mientras tanto, Golik se sienta en el suelo esperando a que el sabio termine su trabajo.
—¿Cómo es posible que conozcas tan bien este castillo, Golik? —pregunta Galam sin dejar de revisar datos.
—¿Eh? ¿Qué quieres decir?
—Sí, ya sabes… Conocías la entrada del otro edificio, los conductos del aire y, en general, toda su distribución. Se podría decir que ya habías estado en él, ¿no? —insinúa el científico, que se frota la barbilla con la mano sucia de tiza y acaba manchándose la cara.
—Bueno… Sí, de hecho, he estado aquí anteriormente. Durante una buena temporada de mi vida, veía este maldito castillo todos los días. Mi padre cuidaba de los jardines y yo lo acompañaba para aprender el oficio. A veces, mientras él trabajaba, yo me paseaba por los corredores y chafardeaba las salas. Pero de esto hace ya mucho. Ahora vivo en Zink y no quiero pensar en otra cosa que en mi club, que, por cierto, lleva unos días cerrado porque estoy haciendo el panoli por aquí. O sea que apresúrate porque quiero regresar tan pronto como podamos.
Galam revisa sin parar papeles, apuntes y escritos cuando, de pronto, Golik percibe algo. Mira la puerta de reojo y, para confirmar sus sospechas, se dirige a ella con rapidez. El sabio, que no se ha dado cuenta de nada, tararea una canción mientras va a otra mesa y revisa más y más papeles.
—Tararí, tarara… Je, je, je… Son muy poco habilidosos, estos científicos, ¡madre mía! —va mascullando mientras repasa todo lo que encuentra.
La puerta que da acceso al laboratorio se abre de repente, y aparece un guardia musdagur, provisto de una armadura ligera y una pica en la mano; está haciendo la ronda. Ante sus alucinados ojos aparece un ziti, recubierto de tiza, que tararea una canción mientras trabaja feliz entre los archivos. La visión es tan extraña y el ziti lo ignora de una forma tan sorprendente que, al principio, el guardia se queda patitieso, pero por fin agarra la pica con las dos manos y, reaccionando, grita:
—¡Eh, tú! ¡Quieto donde estás! Déjalo todo…
Pero le es imposible acabar la frase, pues Golik, saltando desde el techo donde esperaba con paciencia de musdagur, le cae encima y lo deja fuera de combate.
Galam se vuelve y sólo ve que su compañero está junto a la puerta abierta, sin ver al otro musdagur que tiene a los pies.
—¿Quieto? ¿Cómo que quieto? ¿En qué quedamos? ¿No teníamos tanta prisa para irnos del castillo? Golik, tú no te aclaras ¿eh? —concluye antes de zambullirse de nuevo en el montón de esquemas que tiene ante él.
Golik, obviando la feliz ignorancia de su compañero, cierra la puerta y arrastra al musdagur hasta la mesa en la que Galam ha aterrizado desde el conducto del aire y lo coloca justo encima de los restos del difunto monitor. Suspira profundamente y se inclina sobre el guardia inconsciente; cierra los ojos, se concentra y le impone las manos en la cabeza.
Poco a poco Golik visualiza que Kisib, el joven y desaparecido consejero de Usumgal, se halla dentro de la sala en lugar de Galam, pero el guardia musdagur lo descubre e intenta detenerlo. Seguidamente, se produce una lucha entre los dos y Kisib lo aturde con el cetro y, al arrojarlo contra una de las mesas, el guardia cae encima de un monitor, que revienta, y queda fuera de combate.
—Bien. He terminado —afirma Galam, detrás de Golik—. ¡Uy! ¿De dónde ha salido éste? —pregunta al ver al musdagur inconsciente encima de la mesa.
—Es una larga historia. Y ahora no tenemos tiempo para contar largas historias. Bueno, ¿qué has descubierto? ¿Qué sabe Usumgal?
—Por lo que he visto aquí, ha conseguido varios alteradores Kadingir, algunos manuales de instrucciones oficiales de la Corporación Kadingir y otros documentos importantes. Pero parece que no se conforma sabiendo cómo van, sino que quiere conocer a fondo su funcionamiento interno. En este laboratorio hay pruebas evidentes de que han desmontado más de un alterador para estudiarlo.
—¿Y lo han conseguido?
—Hay un largo camino hasta lograr entender la tecnología Kadingir, y los científicos de Usumgal son bastante chapuceros. Están cometiendo los mismos errores que los zitis cometieron en su día cuando se empezaba a investigar este tema, y algunos más de propina. Pero si siguen trabajando, antes o después lo resolverán todo cómo hemos hecho nosotros, y acabarán por entender y controlar la tecnología de los portales.
—¿Y tardarán mucho tiempo antes de llegar a ese punto?
—Podrían pasar muchos años. Pero el problema real no es ése, sino otro: he visto en sus apuntes y esquemas que han estado haciendo varias pruebas al azar, sólo para ver qué ocurría. Es decir que, para entender cómo funcionan los alteradores, los modifican y los prueban, sin saber qué va a pasar. Y esto es muy peligroso, puesto que nunca se sabe cómo reaccionará un portal, ni qué le sucederá al viajero. ¡Son como niños pequeños haciendo pruebas para divertirse! —sentencia Galam, y desconecta un pequeño periférico metálico de un ordenador—. He hecho una copia de todos sus archivos —sigue diciendo mientras enseña a Golik el pequeño dispositivo—, y los estudiaré con más tranquilidad en el castillo de Zink tomándome una taza de chocolate caliente.
—Entonces, ¿te parece que ya podemos irnos? —pregunta Golik.
—¡Ah! Una cosa más y nos marcharemos de aquí… —comenta Galam y, rebuscando en el interior de su túnica, saca una pequeña caja negra—. Aun cuando los científicos de Usumgal todavía estén lejos de controlar la tecnología Kadingir, tampoco hace falta que los dejemos investigar sin tratar de impedir que avancen, ¿verdad? —Saca una pequeña cápsula de color azul de la caja.
—¡Vaya! ¡Bien pensado! —se alegra Golik—. ¡Una kiloe! Así cuando nos vayamos, podremos… —Pero sus palabras quedan cortadas por lo sano cuando Galam lanza la kiloe al fondo del laboratorio, la mar de feliz.
La cápsula vuela por la sala hasta que pierde altura y cae encima de un teclado. Y como siempre pasa en esos casos, justo en el momento en el que toca una tecla, un pequeño chispazo azul, parecido a los que provoca la electricidad estática, salta y explota de forma muy peculiar. Y es que la explosión que tiene lugar en pleno laboratorio del castillo de Zapp es de agua.
Centenares de litros de agua explosionan silenciosamente en el punto en que ha caído la cápsula. Y, como si se hubiera reventado una gran cañería, el laboratorio se inunda a gran velocidad.
—¡Pero, Galam! Tú no piensas, ¿¿verdad?? ¿Por qué no has esperado a que estuviéramos fuera? —protesta Golik, que salta encima de la mesa y, acto seguido, hacia el conducto del aire, al cual se adhiere como una lapa con sus escamosas manos de reptil—. Vamos, ¡sube! —añade, y le alarga una mano al ziti.
Galam, mojado ya de cintura para abajo, sube a la mesa de forma no tan atlética como su compañero musdagur y le da la mano. Éste, de un fuerte tirón, mete al sabio en el conducto y entra él mismo enseguida.
En pocos segundos el agua llega hasta el techo del laboratorio, pero en lugar de detenerse ahí la inundación, se cuela también por el conducto de ventilación.
—Galam, ¿cuántos litros contenía exactamente esa kiloe? —pregunta resignado Golik, mientras ambos se ven impulsados a gran velocidad por los conductos, debido a la acción del agua.
—Creo recordar que poco más de trescientos mil.