Será sólo un momento, Iduh! —asegura Bastian.
—Mmm, no sé, no sé. Las órdenes de Nakki son muy claras: nos ha tocado estar aquí, en la sala de control, vigilando los movimientos de los portales.
—Pero no nos vamos los dos. Salgo yo un instante y vuelvo enseguida. Mira, según los cálculos del ordenador es un portal de ocho minutos —insiste Bastian señalando uno de los monitores que llenan la pared—. ¡¡Ocho minutos, Iduh!! Tiempo más que suficiente para ir hasta Casa Bukret, comprar media docena de botellas de licor de kilmet y volver antes de que se cierre.
—¡Oh, Bastian…! Yo no lo tengo tan claro, ¿eh? ¿Y si te entretienes y llegas tarde? ¿Qué hacemos entonces? El portal se habrá cerrado y ¡vete a saber cuándo podrás volver a la Tierra!
—Iduh, por favor, no seas rancio, ¿vale? ¡Que llevamos una semana aquí haciendo guardia, y esto es insoportable! Tú todavía puedes salir fuera a pasear de vez en cuando, porque eres el portero de la escuela, ¡pero yo hasta duermo aquí! —se queja Bastian señalando la cama deshecha que hay en un rincón de la sala.
Iduh se queda en silencio un instante.
—No te entretendrás, ¿verdad?
—¡Ni un segundo más de lo necesario! —afirma Bastian con una sonrisa de oreja a oreja, viendo que ya ha convencido a Iduh.
—Vale, vale… Pues… Manos a la obra… —accede Iduh, y teclea rápidamente unos parámetros en un ordenador—. El portal se abrirá en la biblioteca dentro de tres minutos. El destino es un lugar seguro. Ahora Jacques está en su despacho, Anna en la cocina y Gerard en el comedor. Ve directo sin entretenerte y prométeme ser muy, muy sigiloso, ¿me lo prometes?
—¡Hecho! —exclama Bastian, y pulsa el botón que hace emerger los tres falsos escalones de la escalera del sótano de Can Sata.
Tiempo le falta para coger un alterador, salir de la sala de control y subir a toda prisa la escalera que lo lleva a la planta baja.
—Ay, ay, ay… —masculla Iduh—. Como esto salga mal Nakki me mata.
Bastian llega enseguida al comedor, donde Gerard está de rodillas ante el sofá, leyendo una carta, casi hipnotizado. Cruza la estancia y se dirige deprisa y corriendo al pasillo.
—¡¡Mamááááá!! ¡¡Mamáááá!! ¡Bastian!… —grita entonces Gerard, que se pone de pie y sale volando del comedor.
«¡Mierda!», se dice Bastian creyendo que el niño lo ha descubierto.
—… y el señor José son zitis! E Ishtar no está en Itacoatiara, ¡sino en el planeta Ki! ¡Y es reina! ¡Y ha luchado contra unos lagartos! Y Nakki se ha convertido en un señor serio que… —La voz del niño se pierde escaleras arriba, en dirección a la cocina.
Al principio Bastian se tranquiliza porque se da cuenta de que en realidad no lo han descubierto, pero no le parece muy correcto el hecho de que el hermano pequeño de Isthar corra por toda la casa gritando a bombo y platillo un secreto que, teóricamente, no debería saber. Queda pendiente investigar cómo ese crío lo ha descubierto todo e informar a Iduh. Pero lo primero es lo primero y ahora hay un portal que lo está esperando.
—¡Mamá, mamá, mamá! —irrumpe Gerard en la cocina abriendo la puerta con tanta fuerza que golpea la pared—. ¡Mamá! ¡Ishtar es reina en un planeta lejano! ¡Y la yaya Nirgal lo era antes! ¡Y hay unos lagartos gigantes que son muy malos!
—¡Ah, caramba! Muy bien, ¿no? —responde Anna, con el pincel en una mano y la paleta en la otra, sin dejar de mirar el cuadro que está pintando.
—Mamá, ¿no me crees? Te lo digo en serio, ¿eh? Ishtar es la reina de los zitis y ahora está en el planeta Ki, ¡¡en su castillo!! Mira, ¡¡lo explica todo aquí, en esta carta!! —grita el niño agitando en el aire el texto de Ishtar.
—Pues claro que te creo, querido… —contesta ella sin alterarse para nada—. ¿Y dónde dices que está el castillo?
—¿El castillo? —dice Gerard, sorprendido por la pregunta—. Está en… Mmm… —balbucea, y revisa la carta de su hermana—. Está en Zink, la capital.
—¿Zink? —repite Anna mientras repasa el rojo de un tejado de la bonita ciudad medieval que se puede ver en el cuadro—. Es un nombre muy chulo, ¿verdad? Me suena. ¿Seguro que no hemos ido de vacaciones algún año a ese sitio?
—¡Mamá! ¡No me estás escuchando! ¡Te digo que Ishtar está en un planeta de una dimensión paralela! ¡Y que es la reina! ¡Seguro que tiene esclavos que la abanican mientras le dan uvas! —añade él, muy serio.
—Muy bien, Gerard. Si no te digo que no, pero debo pintar este paisaje para unos clientes y ahora no puedo pensar en Zink, ¿lo entiendes? Debo concentrarme en esta ciudad medieval que estoy dibujando. Mira, vas y se lo cuentas a tu padre; seguro que estará muy interesado en saber que Ishtar es reina —responde Anna, que ha estado hablando todo el rato sin apartar la vista de la tela.
—¿De verdad? —se extraña él con una mezcla de preocupación y concentración.
—¿Mmm? ¿Eh? Sí, sí. Vete a contárselo a tu padre. Corre.
—¡Vale, mamá! —exclama Gerard, animado otra vez—. ¡Voy ahora mismo!
Da media vuelta y, rehaciendo el camino, echa a correr pasillo abajo para ir a informar de la gran noticia a su padre.
—¡Papápapápapápapá! —grita Gerard, y repite la entrada que ha hecho en la cocina dando con la puerta en la pared—. ¡Papá, Ishtar es la reina de un planeta lejano! ¡Y la yaya Nirgal lo era también! ¡Y hay unos lagartos que son muy malos! ¿Papá?
Tras soltar la cantinela, se da cuenta de que el despacho donde trabajaba su padre ahora está vacío.
—¿¿Papááááááááá?? —grita con más potencia todavía, como si con esa técnica sutil pudiera hacer aparecer a su progenitor de la nada—. ¿¿¿¿¿Papáááá????? —repite y, dando media vuelta, sale de nuevo al corredor—. Papá, ¿dónde estás?
Jacques, que se encuentra en una fase clave de la redacción de su última novela y ha sentido la necesidad urgente de encontrar un sinónimo para la palabra «perplejo», está en la biblioteca. La siguen llamando así, aunque aquel espacio no deja de ser el estudio de Anna; consiste en una gran sala de dos pisos, pero, de hecho, el segundo no es exactamente un piso, sino unos pasillos laterales llenos de estanterías, a los que se accede por una escalera de caracol metálica que nace en el primero.
Es en este segundo piso de estantes donde se halla Jacques, totalmente concentrado en su diccionario de sinónimos y antónimos. Y, unos metros más abajo, se encuentra Bastian, agachado y escondido detrás de un sofá lleno de cuadros de Anna, consultando los datos que aparecen en su alterador. Cuando quedan diez segundos escasos para que se abra el portal, se oyen los gritos de Gerard que provienen del corredor.
—¡Papá, papá, papá, papá! ¡Ha llegado una carta de Ishtar!
El escritor, sin hacerle el menor caso, lee la lista de sinónimos buscando el que se adapte mejor a su fantástico relato actual.
Siete son los segundos que faltan para que se abra el portal cuando Bastian oye ya los pasos de Gerard, que llega corriendo por el pasillo. Y siete son los sinónimos que ha encontrado Jacques. Descarta el primero, el segundo y el tercero porque no le gusta el sonido de la palabra; entonces Bastian sale de detrás del sofá y echa a correr hacia la mesa que hay en la entrada de la biblioteca.
Faltan tres segundos cuando el escritor descarta los sinónimos cuatro y cinco porque el concepto que quiere transmitir no es exactamente lo que significa la palabra. Y cuando encuentra el sinónimo perfecto —el sexto de la lista—, Bastian sube con agilidad a una de las sillas que rodean la mesa, da dos zancadas encima de ésta y pega un salto en el momento en que se abre tanto la puerta de la biblioteca como el portal dimensional.
Y durante poco más de un segundo, o de lo que se tarda en decir rápido «portal dimensional», Gerard tiene una visión que recordará toda su vida: ve cómo Bastian, el ayudante personal de su abuela Nirgal en los últimos años (que se encuentra, supuestamente, con ella e Ishtar en Itacoatiara), salta desde un extremo de la mesa de la biblioteca y desaparece en una especie de agujero surgido de la nada, que se mantiene inmóvil en el centro de la estancia, a casi tres metros del suelo.
Y para rematar la jugada, como el propio Bastian se da cuenta de que Gerard lo ve entrar en el portal, le dedica una simpática mueca sacándole la lengua, justo antes de ser tragado por una luz que desaparece tan deprisa como ha llegado.
—¡Alucinado! Oui, mon Dieu! ¡Alucinado! Mais si ces’t très facile! —dice el escritor francés al mismo tiempo que se da la vuelta y observa la expresión de su hijo, inmóvil en la entrada de la biblioteca—. ¿Qué te pasa, Gerard? Ça passe bien? ¡Pareces perplejo, sorprendido, cautivado, desconcertado, atónito, estupefacto, alucinado y maravillado! —suelta Jacques, sonriente.
El mismo portal que se ha tragado a Bastian en la biblioteca de Can Sata lo escupe en la sala museo, situada en el tercer piso del castillo de Sata. Concretamente a unos tres metros del suelo, por lo que el viajero dimensional se precipita contra la vitrina que guarda los históricos vestidos reales de Zako II, un antiguo rey ziti, con la consecuente rotura de vidrios y cortes superficiales en la piel.
—¡Caramba con Iduh! —se queja Bastian en voz alta—. ¡Un portal seguro, me ha dicho! ¡Menos mal que no me ha dejado en la misma boca del Risk!
El ziti se incorpora y mira la hora. El portal es de ocho minutos en la Tierra, o lo que equivale a cincuenta y seis minutos en Ki. Tiene el tiempo justo para hacer todo lo que le han encomendado; así pues, se deshace, despreocupadamente, de los vidrios de la camisa y los pantalones y sale disparado de la sala museo.
En la pared del fondo de la sala, cuelga un tapiz de grandes dimensiones que la cubre casi entera. Se trata de una representación muy lograda, en la que se aprecia un grupo de seres un tanto peculiares, por no decir grotescos. Tienen aspecto de cansados, sucios y malheridos, aunque muestran una expresión de alegría y satisfacción. Todos sonríen y levantan las manos en señal de victoria.
Y detrás del tapiz un ziti, con el pulso acelerado, aguza los oídos para asegurarse de que aquel extraño visitante, que ha llegado de la nada y se ha estrellado contra una vitrina, haya salido de la habitación. Pero no oye nada.
Decide sacar la cabeza con cautela y echar una ojeada a la sala. Nadie. Sea quien fuera, el viajero del portal se ha ido ya. El joven ziti ha oído hablar de los portales que van a la Tierra, pero nunca ha visto ninguno. Así pues, sale de detrás del tapiz, donde se ha escondido a toda prisa cuando Bastian ha hecho su escandalosa entrada, y se acerca a la puerta. Mira nervioso a ambos lados y no ve a nadie en el pasillo.
Al volver a la sala y coger su zurrón, Malag no deja de pensar en todas las posibilidades que se le ofrecerían si dispusiera de la tecnología de los portales para robar: iría a donde quisiera, cogería todo lo que quisiera y desaparecería tan fácilmente como hubiera aparecido. Ni siquiera debería preocuparse de cómo llegar a los lugares, ni cómo huir; no sería necesario escalar paredes, ni forzar puertas, ni esconderse de los guardias; tampoco tendría que excavar túneles, ni saltar vallas, y podría robar en cualquier punto del planeta sin desplazarse.
Soñando en estas infinitas posibilidades, el joven ratero abre la vitrina de las joyas de la reina Klotok III con una destreza sorprendente. Sólo accionando un par de alambres, las cerraduras ceden a sus movimientos, que realiza de forma totalmente automática mientras mantiene la mente ocupada en sus felices pensamientos. Y es que Malag se dedica a robar desde que tiene uso de razón; nunca ha hecho otra cosa. Carece de familia y amigos, pero, en cambio, tiene un montón de enemigos.
Es, en definitiva, un ziti que se ha hecho a sí mismo. Cuando cumplió ocho años, huyó del internado y lleva cuatro viviendo, como un nómada, de lo que roba.
Mientras guarda las joyas de la desaparecida Klotok en su zurrón, no se le apartan del pensamiento los maravillosos portales. Si los utilizara, podría aparecer dentro de la caja fuerte del Banco de Kigal, vaciarla completamente e irse sin dejar rastro. Y al día siguiente, cuando la abrieran, nadie entendería qué había pasado. ¡Sería el golpe perfecto!
Pero Kadingir es una tecnología muy controlada. Cuando ha intentado saber algo sobre ella, jamás ha sacado nada en limpio. Los de la Corporación Kadingir tratan el tema casi con hermetismo. Pero no le sorprende, pues si estuviera al alcance de todo el mundo, se produciría un caos planetario: todo el mundo aparecería y desaparecería donde quisiera y los hogares dejarían de ser seguros, porque cualquiera podría entrar en casa de otro a robar, o incluso atacarlo. Sería un descontrol. Decididamente, es mucho mejor que esa tecnología no sea conocida por los ciudadanos en general… Pero sí que esté a su alcance.
Malag ha entrado en el castillo para robar joyas y armas, pero tras la aparición de Bastian en vivo y en directo, no se saca de la cabeza el tema de los portales. Mientras sigue cogiendo joyas, piensa que quizás el castillo es un buen lugar para empezar a investigar cómo acercarse a Kadingir. Seguro que la reina Nirgal, o mejor dicho, la nueva reina Ishtar tiene a su alcance esa tecnología. Tal vez hasta la tiene instalada en su habitación o en alguna de las estancias del castillo.
El chico se detiene por un instante a reflexionar. Finalmente sonríe y decide cambiar de planes. Las joyas y las armas pueden esperar. A lo mejor, después de todo, éste será el día que lleva esperando desde hace tiempo. Ha llegado el momento de dar una vuelta como es debido por el castillo de Sata.
Unos pisos más abajo, Bastian abre la puerta del señorial edificio y sale al exterior. Quedan poco más de cincuenta minutos para el cierre del portal y tiene que realizar un montón de cosas. Si no llega a tiempo, no podrá volver y entonces deberá dar toda clase de explicaciones a Iduh, que cree —inocente él— que sólo ha ido a buscar unas botellas de licor de kilmet.