Las calles de Zapp están totalmente desiertas. La noche es especialmente oscura en este hemisferio, porque hace años que la luz de las estrellas no ilumina su paisaje al no lograr filtrarse a causa de la suciedad de la cúpula.
Si a este hecho añadimos que la capital de los musdagurs está pasando por una época de gran inestabilidad social, en la que las rebeliones populares, el pillaje y el vandalismo son el pan nuestro de cada día, es normal que no se vea ni un alma en esas horas de extrema oscuridad. Pero esa noche se ha producido una excepción. O quizás dos.
Y es que dos son las sombras que, de forma silenciosa y ágil, caminan por las arruinadas calles de Zapp en dirección al castillo. Se detienen en cada esquina, comprueban la zona y siguen avanzando. Se encuentran ahora en una de las calles perpendiculares a la gran avenida que desemboca en la puerta Sur.
La sombra que va delante —más pequeña— es la primera en avanzar y cruza la gran avenida sin ni siquiera desplazar el viciado aire. Cuando ha comprobado que no hay nadie en la zona que los vea y que están fuera de peligro, hace una señal a su compañero. Éste, bastante más alto, se dispone a repetir la rápida y sutil maniobra del otro para no ser visto ni oído.
Sin embargo, tras cruzar la avenida con rapidez, tropieza con la acera y, debido a la inercia, sale proyectado aparatosamente contra un montón de cubos de basura amontonados ante un local de comida rápida. El estrepitoso choque no tiene tan sólo como consecuencia un escandaloso repiqueteo metálico de cubos que resuena por la avenida, sino que uno de éstos, colocado encima de la pequeña montaña de basura, rebota contra el suelo y se estrella contra el escaparate de vidrio del local. Éste estalla en miles de trocitos y dispara la alarma.
Un ruido ensordecedor asusta todavía más al causante de semejante follón, quien, al luchar contra los cubos de basura que tratan de enterrarlo en vida, provoca que les salten las tapas y éstas se van rodando, juguetonas ellas, calle abajo.
El individuo logra incorporarse a duras penas y, mientras las luces de todas las casas de la avenida se van encendiendo, se saca de un bolsillo de la túnica una pequeña cápsula roja y la lanza contra la alarma sin demasiada puntería, pues el proyectil pasa de largo de su objetivo y se cuela dentro del local.
Al ver la trayectoria que ha tomado la cápsula, el curioso personaje se arroja cuerpo a tierra justo en el momento en que una deflagración de gran velocidad subsónica de propagación, protagonizada por una inmensa llamarada, emerge del local, acompañada de mesas, sillas, botellas y gran cantidad de carne (hasta entonces cruda y ahora bastante pasada), que ilumina la avenida y funde los pocos cubos de basura que quedaban en pie, como si fueran de mantequilla.
Aprovechando la confusión creada, nuestro personaje se levanta como puede y se va a esconder a la calle adyacente, donde lo espera su compañero. No obstante, tropieza un par de veces más con las porquerías ahora desperdigadas por la acera. Cuando llega al callejón, respirando aceleradamente y con una mano en el corazón y la otra en la cadera, observa a su compañero, que le está esperando con cara inexpresiva.
—Galam… —musita Golik con voz peligrosamente dulce—. Creo que en Kurgal hay una pareja de anzuds viejos y sordos que todavía no te han oído. ¿Quieres volver a probar a ver si tienes suerte y los despiertas?
—¿Eh? —replica el sabio despistado colocándose las gafas en la posición correcta—. ¡Ah…! Quieres decir que se ha notado mucho, ¿no?
—¿QUE SI SE HA NOTADO? ¡Galam! ¡Por las entrañas de Murguba! ¡Claro que se ha notado! ¡Has despertado a todo Ganzer! ¡Debíamos ser discretos! ¡¡Y no se te ocurre nada mejor que volar un local con un arma incendiaria a media noche!! —grita Golik, mientras las voces, los gritos y los más variados ruidos aumentan sin cesar en la gran avenida.
—Es que he tropezado y entonces… los cubos… —intenta excusarse el sabio—. He tratado de desconectar la alarma, pero me he equivocado de glimp, y cuando lo he visto…
Sin dejarle que termine de hablar, Golik lo coge por la cintura y, de un salto ágil y rápido, llega hasta una farola; desde allí, cogiendo impulso, salta a la terraza del edificio más próximo. ¡Justo a tiempo! Tres musdagurs, procedentes de la avenida principal, entran en el callejón y lo iluminan con sus linternas en busca de los causantes del incendio. Golik los observa desde la terraza mientras le tapa la boca a Galam, que ni siquiera los ha visto llegar. Después de comprobar que no hay rastro de nadie por ninguna parte, los musdagurs se van por donde han venido.
—Galam… —susurra suave y lentamente Golik a la oreja de su compañero—. Te juro por mis muertos que es la última vez que te llevo a Zapp. ¡No! Te juro por lo que más quieras que es la última misión que hago contigo. ¿De acuerdo? O sea que vamos a intentar salir vivos de ésta. Todavía tengo mucho que hacer en la vida y un club nocturno que debo mantener en pie. ¿De acuerdo? Así que estáte quietecito y no te separes de mí hasta que hayamos entrado en el castillo del carajo. Capicci? —Galam asiente mirando de reojo al musdagur—. Muy bien, pues… manos a la obra… —Y se larga dirigiéndose hacia el castillo, situado a pocas islas de distancia—. Iremos por las azoteas. Ahora es imposible desplazarnos por la calle.
Mientras los dos inician el trayecto hacia el castillo —más bien fortaleza— de Usumgal, decenas de musdagurs se han reunido alrededor del local, todavía en llamas, y haciendo cadena, tratan de apagar el fuego echando cubos de agua insalubre. La llamarada ha sido tan potente que ha llegado a fundir las duchas antiincendio del techo, aunque éstas tampoco habrían servido de nada, pues hace semanas que están desconectadas debido a los cortes de agua que se producen en Ganzer.
Con la confusión generada, a los dos infiltrados no les es difícil llegar hasta las murallas del castillo. Una inmensa puerta de doble hoja, de hierro y madera maciza y apariencia absolutamente infranqueable, se alza ante ellos.
—Mira, ya han reconstruido la puerta de los kushus que se rompió en el ataque de hace unas semanas —observa Galam, admirado por la eficacia musdagur—. Y ahora, ¿cómo entraremos?
—¡Claro está que la han reconstruido! —rezonga Golik—. ¿Qué te creías? ¿Que entraríamos por aquí? —Y sacando una llave de la cadenita que lleva colgada al cuello, se encamina hacia un edificio próximo.
—¿Eh? —se extraña Galam, despistado como siempre, aunque lo sigue—. ¿Adónde vamos, pues? ¿No entramos en el castillo?
—Sí, pero al castillo de Zapp no sólo se accede por las puertas, sabio despistado… Porque hay muchas otras maneras de llegar a su interior… —responde el musdagur, que abre una puerta y entra en un viejo bloque de pisos, de fachada de cemento derruida parcialmente, como lo están la mayoría de las fachadas de la ciudad.
Galam va tras él y entra también en el edificio; el interior es oscuro, sucio y húmedo. Varios animalitos que retozaban tranquilos por el suelo corren a esconderse por los rincones cuando Golik aparece en la portería. Sin detenerse, se dirige a una puerta bajo la escalera y la abre. En su interior hay material diverso de limpieza: fregonas, trapos, escobas y varios estantes llenos de productos químicos de toda clase.
Golik se dirige a los estantes y, agarrando con firmeza uno de ellos, tira de él. Con gran esfuerzo por parte del musdagur, la estantería se desplaza, se activan unos mecanismos, que parecen enmohecidos por la falta de uso, y dan paso a un corredor oscuro, desde el que llega una corriente de aire húmedo y turbio.
—Antes era una puerta automática y funcionaba como la seda —explica Golik—, pero se estropeó el mecanismo cuando el edificio quedó parcialmente destruido por un ataque del papanatas de Usumgal a su propia población.
—¡Ostras! ¿Un pasadizo secreto? ¿Y va hasta el castillo de Zapp?
—¡Por favor, Galam! No, hombre, no. Este corredor lleva al convento de las Hijas de la Caridad y nosotros vamos a robarle las bragas a la madre superiora… ¡CLARO QUE LLEGA HASTA EL CASTILLO! ¿Adónde quieres que vaya, si no? ¡Vamos, ve pasando! ¡Y ponte esto! —Le lanza un frontal, pero Galam, confundido cómo está por todo lo que ha pasado, no es lo suficientemente hábil para cogerlo en el aire y lo deja caer al suelo.
Al fin lo recoge y lo enciende. Pero lo hace del revés, de modo que un potente rayo de luz lo deslumbra y lo ciega un instante. Agobiado del todo, acaba poniéndoselo en la frente, aunque visiblemente torcido hacia la izquierda.
Golik, que se ha puesto el suyo hace rato sin ningun problema, se tapa la cara con las manos en señal de desesperación por las pocas aptitudes psicomotrices del sabio, pensando sobre todo en lo que todavía les espera en su misión.
—Vamos, vamos… Pasa de una vez que debo cerrar —indica el musdagur con cierto deje de resignación en su sibilina voz.
Galam entra en el corredor y echa a andar por él, mientras Golik agarra una barra de hierro, situada detrás de la estantería, y la estira con fuerza. Los mecanismos chirrian de nuevo hasta que todo vuelve a su lugar y el acceso alternativo al castillo queda oculto a ojos curiosos.
En ese momento una musdagur pasa por delante del viejo bloque de pisos, donde acaban de entrar los dos personajes, pero se gira ligeramente hacia la entrada al percibir el ¡patapam! que suena cuando se cierra la puerta del pasadizo secreto.
Viste una túnica negruzca con capucha que la cubre de arriba abajo; avanza con paso ligero y su actitud delata cierto nerviosismo. Resulta que ha de asistir a una reunión clandestina de la resistencia musdagur. Aprovechando la noche oscura y tranquila, tenía previsto dirigirse discretamente hasta el punto de encuentro, pero pocos minutos antes de la hora fijada, una explosión en un local de la avenida del Castillo ha mandado al carajo por completo su plan de pasar desapercibida por ese camino.
La presencia de grupos de musdagurs corriendo alterados por todo el vecindario la ha obligado a abandonar las calles principales y dar una gran vuelta para evitar ser vista. Seguramente, si se tratara de una musdagur cualquiera no debería vigilar tanto (aunque la vieran, nadie le preguntaría adónde se dirige), pero ella es conocida no sólo en la ciudad sino en toda la región.
Al ser consciente del rodeo que se ve obligada a dar para llegar al punto acordado, acelera el paso porque no quiere ser impuntual. Ha de informar de la muerte —a manos de Usumgal— de Sukkal, el portavoz de los musdagurs, y de la misteriosa desaparición de Kisib.
La resistencia musdagur es una organización clandestina que desarrolla su actividad en la sombra; fue creada tras finalizar la Guerra de los Reptiles, cuando Kanasul, el padre de Usumgal, atacó, venció y sometió a los sutums en un momento de debilidad, aprovechando que el heredero de éstos, Kiply, había muerto durante las pruebas de la cueva del Oráculo.
Muchos fueron los musdagurs que se opusieron a la guerra contra la raza hermana, justificada demagógicamente por Kanasul dando como excusa la supuesta impureza de la raza sutum. Otros muchos, sin embargo, siguieron a su líder y el pueblo musdagur fue a la guerra. Tras la victoria, todos aquellos que no habían apoyado al señor de Zapp fueron perseguidos y tuvieron que esconderse y organizarse en secreto. Y el embrión de ese movimiento clandestino acabó convirtiéndose en una resistencia sumamente organizada.
La musdagur continúa avanzando con rapidez. En otras circunstancias habría sido más silenciosa, pero esta noche, tras el escándalo organizado en la avenida del Castillo, no se requiere discreción, sino velocidad. Una vez más, como ya ha hecho en varias ocasiones debido al nerviosismo, comprueba si lleva la máscara y el modulador de voz. Se tranquiliza cuando ve que continúan en su poder porque, de otra forma, no podría acceder a la reunión, puesto que una de las normas de la cúpula directiva de la resistencia es que nadie debe saber quiénes son unos ni otros, excepto el presidente, que es el encargado de escogerlos a todos. Los asistentes a las reuniones se ponen máscaras negras y un modulador de voz les asegura el anonimato total.
Todavía recuerda el día en que se pusieron en contacto con ella. Siempre se había sentido una musdagur diferente. Sus padres murieron cuando era tan sólo un bebé y nunca se sintió identificada con la familia que la acogió. Pero su carácter era fuerte y muy claro su criterio.
Desde que tuvo uso de razón, se dio cuenta de que Usumgal era déspota y totalitario y aprendió a odiarlo con todas sus fuerzas cuando todavía era pequeña. Las pintadas en las paredes en contra del dictador, las protestas populares y la propaganda antirégimen eran su pan de cada día. Pero sólo hacía un año que formaba parte de la resistencia.
Una noche alguien llamó a su puerta. Se despertó asustada y, cogiendo la barra de hierro que siempre tienen los musdagurs en la mesilla de noche, fue a abrir con precaución. Nadie. Enfadada, cerró la puerta, pero al regresar a la cama, la encontró encima de ésta. Era la primera carta negra que había visto nunca.
Hasta entonces siempre había creído que se trataba de una leyenda urbana, aunque muchas veces había oído hablar de las cartas negras que mandaba la resistencia a los suyos. Pero aquélla era la primera vez que tropezaba con una de esas cartas. Era un sobre grande, de un negro mate, lacrado con un sello rojo. Lo abrió rápidamente y sacó del interior una tarjeta, también negra, con letras blancas. Sólo habían escrito el nombre de un lugar y una hora: era la forma habitual de convocar a alguien a su primera reunión clandestina de la cúpula de la resistencia.
Desde aquel día asistió a numerosas reuniones. Todas se convocaban del mismo modo: un sobre negro con una tarjeta en su interior en la que figuraban el nombre de un lugar y la hora. En los últimos meses las reuniones se habían celebrado con mayor frecuencia: la preparación del ataque de los musdagurs al castillo de Usumgal supuso mucho trabajo y requirió un control férreo por parte de los organizadores.
Fue todo un éxito. El ataque consistió en entrar a través de la puerta de los kushus, utilizando un kushu gigante como ariete. Pero el verdadero golpe de efecto fue que toda la guardia del castillo esperaba un ataque por la puerta Sur; la resistencia se había encargado de difundir ese falso rumor a diestro y siniestro para que llegara a oídos de Usumgal y conseguir así que mandara sus defensas a un sitio diferente del acordado.
La reunión a la que va a asistir la musdagur es la primera que se celebra desde aquel día glorioso. Seguramente, se hablará de los objetivos que se lograron con el ataque y las bajas que hubo. Estas reuniones siempre siguen el mismo patrón: primero habla el presidente, y después los demás, uno a uno, exponen la información de que disponen; luego sigue una tanda de ruegos y preguntas y, para finalizar, el presidente asigna tareas y cierra la asamblea.
Mientras todos estos pensamientos le rondan por la cabeza, la musdagur llega al lugar determinado: un pequeño portal de la plaza del Risk. Se ajusta el modulador de voz al cuello, se coloca la máscara y entra. Dentro del portal hay una puerta pequeña, a la que llama con cuatro golpes.
—¿Sí? —pregunta una voz desde el interior.
—Geula —dice ella respondiendo con su nombre en clave.
La puerta se abre y la musdagur accede al interior del edificio. Quien ha abierto, provisto también de máscara, la saluda y le señala una puerta al fondo del corredor; se dirige hacia allá. Al entrar, observa que sólo queda un asiento vacío. Es la última en llegar. Alrededor de la mesa ve a los otros siete asistentes con el presidente en la cabecera. Sin decir nada, ella se sienta.
—Hola, Geula. Te esperábamos. Muy bien… —dice el presidente—. Ahora que ya estamos todos, declaro abierta la asamblea. Señores, hoy tenemos mucho trabajo que hacer, o sea que manos a la obra.
Como siempre que asiste a una de las reuniones de la resistencia, la musdagur se pregunta quiénes deben de ser los que están tras las máscaras y los moduladores de voz. Le gustaría estar en la piel del presidente, pues sólo él conoce la identidad de los demás.
Ella sabe que todo el mundo puede formar parte de aquel grupo: desde un gran guerrero hasta un inofensivo vendedor o un padre de familia. Cualquiera es capaz de sentarse alrededor de esa mesa; quizás incluso haya algún soldado del propio Usumgal que está actuando como espía de su cruel señor. Pero si todos se quitaran las máscaras, la mayoría de ellos se sorprenderían viendo quiénes son los restantes.
No obstante, una cosa tiene muy clara: seguro que, de todos los que están sentados alrededor de la mesa, ella sería la que daría la mayor sorpresa. Porque ella no es una musdagur cualquiera, ni una guerrera, ni una madre de familia, ni siquiera una servidora del dictador, sino Mirnin: la mismísima nieta de Usumgal.