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Gastroenteritis

Pero… A ver, ¿la caca es dura, o es blanda?

—¡Ay, mamá…! ¡Y yo qué sé! —murmura Gerard, avergonzado de hablar de este tema tan escatológico.

—¿Cómo que no lo sabes? Debes saberlo… ¿Es caca deshecha o dura? ¿No te has fijado? Tienes que hacerlo, ¿de acuerdo? ¿Verdad que sí, Jacques?

—¡Oui, mon cherie! Gerard, cuando se está enfermo de la barriga, se debe mirar la caca para saber si mejoras o no —responde el padre del abochornado Gerard, sin dejar de leer el periódico, mientras moja una punta de cruasán en su café con leche de la mañana.

Los tres están en la cocina. Anna, con una paleta de pinturas en una mano y un pincel del cinco en la otra, viste uno mono blanco manchado de pintura de arriba abajo; los cabellos y la cara han corrido la misma suerte que la indumentaria. Está de pie ante un caballete, en cuya tela se adivina el boceto de una ciudad medieval: casas de piedra con techo de paja, calles estrechas, grandes plazas de arena y cabañas de madera; al fondo, una especie de iglesia, una torre de vigilancia y una gran muralla que parece rodear la ciudad por completo; y, más allá, algunos cerros y un río que se pierde en el horizonte.

—Debes decírmelo tú, Gerard… ¿De qué color era? ¿Marrón, o amarilla? ¡Ah! ¡Espera, mira! —exclama Anna mientras mezcla con destreza y agilidad las pinturas de color marrón y amarillo de la paleta para obtener un nuevo tono—. ¿Era así tu caca? —pregunta a su hijo plantificándole el pincel delante de la nariz.

—Ay, mamá, no te preocupes, ¡en serio! —se queja de nuevo el pobre Gerard, con cara de asco, y le aparta la mano—. ¡No lo sé! Era caca normal. ¿No podríamos cambiar de tema? Ya estoy curado, ¿vale?

—Uy, sí… ¡Ahora te sientes muy valiente, pero cuando te fuimos a buscar a toda prisa hace cuatro días porque estabas medio deshidratado, no lo parecías tanto! ¡Mira que coger una gastroenteritis el tercer día de campamentos! ¡Fíjate en tu hermana! ¡Hace una semana que se fue a Itacoatiara con la yaya y no se ha puesto enferma ni nada!

—Pero ¿todavía os creéis eso de Itacoatiara? ¿No veis que es mentira? ¡Seguro que Ishtar está con aquel consejero suyo paseándose por ahí!

—¿Consejero? ¿Qué consejero?

—Nakki… ¡Estoy convencido de que él es la clave de todo el misterio!

—¿Nakki? ¿Qué Nakki? ¿El osito de tu hermana?

—Sí, mamá. En realidad no es un osito, sino un consejero malo y muy serio. Me lo dijo Ishtar. Y habla raro. No se le entiende nada de nada. ¡Él es la clave!

—¡Ah, sí! ¡Ya no me acordaba de él! Es verdad… El osito de peluche de Ishtar ahora es un señor muy serio que habla raro, ¿no?

—¡Sí, sí! —afirma Gerard, emocionado—. Todavía no acabo de entender por qué era un osito, pero lo descubriré y entonces…

De pronto calla y deja la mirada perdida. Es el rostro inconfundible de alguien que empieza a recibir una transmisión telepática.

—¿Gerard? ¿Qué te pasa? —pregunta Anna a su hijo, con el pincel levantado, del que ya caen gotas de pintura de color de caca enferma al suelo de la cocina.

Gerard abre despacio la boca y cuchichea una frase casi imperceptible:

—Debo ir al… ¡¡lavabo!! —Acto seguido echa a correr como una centella y, al querer salir, abre la puerta de la cocina con tanto ímpetu que golpea con ella la pared.

—¡Acuérdate de mirar cómo es tu cacaaa! —grita Anna, y sacude el pincel, que sigue salpicando pintura caquil por todas partes—. ¡Y también la textura y el colooor!

—¡Pobre Gerard! —dice Jacques levantando la vista del periódico—. Con la ilusión que le hacían estos campamentos…

—Sí, cari… Pero, mira, qué le vamos a hacer. ¡Peor habría sido que se hubiera puesto enfermo en Itacoatiara, porque a saber cómo deben de ser allá los hospitales! ¡Quizás incluso habríamos tenido que repatriarlo! Espero que a Isthar no le pase nada… ¡aunque seguro que los primeros días tiene diarrea! Es lo que pasa con el cambio de aguas.

—¡Oh! Pero en compañía de tu madre seguro que estará bien. Para estas cosas Nirgal es mucho más eficiente que cualquier hospital —afirma Jacques, que se levanta de la silla y se acerca a Anna. Observa la ciudad medio esbozada en la tela del caballete, y exclama—: Oh, ma petite! ¡Esto es muy guapo! Très joli! ¿Es alguna ciudad que conozcamos? Ahora no se me ocurre cuál.

—No, no —dice ella contemplando la villa medieval—. Me la he inventado de arriba abajo. Me pongo a dibujar y… bueno, ya sabes lo que ocurre. Las imágenes me vienen a la cabeza y de pronto ya sé como será la ciudad, las casas, las calles… Es como si ya hubiera estado allí. Entonces lo dibujo todo, sin dudar ni un momento. Incluso sé que este río de aquí… ¿lo ves?, el que hay antes de la muralla… pues tiene, nada más y nada menos, que once kilómetros de anchura.

—¿Esto también te viene a la cabeza? Caramba, caramba… Ya me gustaría tener tu inspiración para escribir mis novelas, ¿eh? Me llegaría la información sin ningún esfuerzo ¡y no me haría falta pensar en las tramas! ¿Cómo lo haces?

—No lo sé… Es como si supiera cosas sin haberlas aprendido.

Mon Dieu…! —dice él acariciándose la barbilla—. No es mal argumento para un libro… Pas mal! ¡Voy a apuntarlo! —Y diciendo esto, coge la taza de café con leche y se va corriendo de la cocina.

El pasillo es un caos, como la casa entera. Y lo es tanto que incluso el rastro de pintura de color rosa fluorescente que se ve por el suelo pasa inadvertido. Mientras Jacques atraviesa el primer piso para llegar a su estudio, pega una ojeada al gran comedor situado en la planta baja.

Libros, papeles, mapas, recuerdos, estatuas, piedras grandes, piedras pequeñas, instrumental arqueológico y, sobre todo, cajas, muchas cajas de madera, llenas de los extraños objetos que la gran arqueóloga Nirgal, madre de Anna, les envía constantemente desde los lugares más recónditos del mundo. La gran mayoría de cajas, todavía sin abrir, se encuentran apiladas por todos los rincones de la casa.

Jacques entra en su estudio y se encierra dentro en el mismo instante en que suena el timbre de la puerta.

—¡La puertaaaa! —gritan Jacques y Anna desde el estudio y la cocina, respectivamente, para informar de lo que es evidente, pero sin ninguna intención de moverse del lugar en donde están para ir a abrir.

Unos segundos después, por pura lógica, el timbre insiste en sonar y el mismo aviso sale de la cocina y del estudio, con un tono de voz más elevado, eso sí, pero siempre sin otra intención que informar al resto de los habitantes de la casa del hecho evidente de que alguien está llamando a la puerta.

Por tercera vez el timbre insiste, descarado, esperando que alguien le haga caso de una vez por todas.

—Pero, a ver… —se oye como masculla Gerard desde el fondo del corredor—. ¿Cómo es posible que nadie vaya a abrir? Qué morro tenéis, ¿no? ¡Jolines! —se queja mientras atraviesa el comedor, esquivando los diversos objetos que encuentra a su paso y arrastrando una tira de papel del baño, que lleva pegada a la suela de un zapato.

Ante la puerta hay tres cajas abiertas llenas de porexpan. De hecho, dos de ellas pueden considerarse vacías, puesto que todo lo que contenían está desperdigado por el recibidor, que parece nevado. Gerard se encamina hacia la tercera caja y la arrastra hasta la puerta, ajetreado, cuando el timbre suena por cuarta vez, ya con impertinencia.

—¡Que ya vaaaa! —grita Gerard, contrariado, mientras sube con cierta dificultad encima de la caja que ha colocado en la entrada; haciendo equilibrios para mantenerse de puntillas en uno de los laterales y agarrándose a la manija de la puerta, consigue pegar el ojo a la mirilla.

Mira y ve a un Héctor deformado, de cabeza gorda y desproporcionada, pero vestido con su uniforme marrón corporativo de mensajero, como siempre.

Despacio, se dispone a bajar, pero con tan mala fortuna que se apoya en la manija hasta que cede (como siempre ocurre con las manijas); al abrirse la puerta, Gerard pierde el equilibrio y se cae de culo encima del lateral de la caja. Ésta, desequilibrada totalmente por el peso del niño, vuelca al instante y regala un nuevo alud de bolitas blancas a aquellas desafortunadas zonas del comedor que todavía no disfrutaban de ese maravilloso privilegio.

—Pero… ¿qué es esto? —se extraña Héctor desde el otro lado de la puerta, donde incluso han llegado algunas bolitas atrevidas—. ¿Hola? ¿Eo? —va diciendo mientras trata de abrir la puerta, que está atascada por la caja que tiene delante—. ¿Estáis bien? ¿Pasa algo?

Gerard, que ha sido el más perjudicado por el nuevo alud de nieve artificial, sale de debajo del porexpan escupiendo bolitas, todavía asustado por el accidente, sin saber muy bien qué ha pasado. Debido al ruido, se abre la puerta del estudio y sale Jacques, que observa la escena desde su elevada posición.

—Qué, Gerard… Nos lo pasamos bien, ¿eh? ¿Y si abrieras en lugar de estar jugando con las cajas? Mon Dieu! ¡Esto se parece cada día más a los Deux Alpes! Procura limpiarlo un poco, anda… —le aconseja antes de hacer mutis y cerrar la puerta del estudio de nuevo.

Gerard, que en el fondo no sabe si reír o llorar, se queda quieto donde está con la boca abierta, cubierto de bolitas que se le han pegado a la ropa, la cara y los cabellos.

—¿Gerard? ¿Estás bien? —pregunta Héctor haciendo fuerza todavía contra la puerta, hasta conseguir desplazar la caja que la bloqueaba—. ¡Uf! Pero qué follón tenéis aquí montado. ¿Qué es todo esto?

—Hola, Héctor… Nada… Deja, deja… ¿Qué traes hoy? —replica el niño, resignado.

—Bueno, poca cosa. Sólo una carta y este paquete —levanta un sobre y una pequeña caja que lleva en la mano—. Toma, mira, debes firmar aquí —le indica mientras le alarga una carpeta—. ¿No te habías ido de campamentos?

—Sí, pero… Fíjate, al final me he puesto enfermo y he vuelto —contesta Gerard mientras firma el documento, procurando escribir su nombre sin saltarse ninguna letra.

—¿Ah, sí? Y ¿qué tienes?

—Tengo… Eh… Mmm… Anginas.

—¿Anginas? Pobre… Pues ya sabes, ¿no? Debes quedarte en cama y hacer reposo —recomienda, y le retira la carpeta—. ¿Ishtar todavía está fuera?

—¿Eh? Sí, sí… Volverá dentro de tres semanas…

—¡Muy bien! Pues me voy, que me queda mucha ronda todavía. ¡Hala… hasta pronto! Y cuídate, ¿eh? ¡No hagas tonterías! —suelta el mensajero, y se va a la furgoneta que hace juego con su uniforme.

Gerard cierra la puerta, mira de reojo el paquete y el sobre, los echa encima de un pedacito de sofá que todavía queda libre y se encamina hacia el pasillo. De pronto se detiene y pone cara de pensar. ¿Es posible lo que le ha parecido ver? Nunca ha recibido una carta, pero aquel sobre que acaba de dejar en el sofá… Juraría que está a su nombre.

Rápidamente vuelve sobre sus pasos y, arrodillándose delante del sofá, coge la carta con ansia. Repasa despacio las letras del nombre, una por una: G… e… r… a… r… d. Sí. ¡Es él! ¡No cabe duda! Es la primera carta que recibe en toda su vida. Tras miles y miles de veces que una furgoneta de reparto ha llegado a Can Sata, ¡aquélla es la primera vez que trae algo para él! ¡Y reconoce la letra perfectamente! ¡Es la de Ishtar! Tiempo le falta para abrir la carta y leer, no sin dificultad, las siguientes líneas:

¡Hola, hermanito!

¿Te digo la verdad? ¡En realidad no estoy en Itacoatiara! En este momento te escribo desde el castillo de Zink, la capital de Kigal, que es el reino del cual soy yo la heredera. No te sonará porque todo esto se halla en un planeta de una dimensión paralela a la de la Tierra.

¡Hasta hace poco la reina era la yaya! Pero se ve que ha brillado un planeta y ahora me toca a mí. He pasado unas pruebas, hemos luchado contra unos lagartos gigantes y al final he conseguido que me coronaran. ¡Ya te lo contaré con más detalles cuando vuelva!

Estos días aquí son algo aburridos… Nakki insiste en que los habitantes de Zink deben verme en el castillo por no sé qué de la normalidad y gaitas de ésas. Por suerte también está aquí Galam. Es aquel abuelete que nos encontramos un día volviendo del cole, aquel que estuviste a punto de tumbar de un empujón. Es muy divertido y muy listo. Eso sí, algo despistado, pobrecito. Creo que te gustaría mucho.

El señor José y Bastian, que viven temporalmente en la Tierra pero en realidad son habitantes de este planeta, me han dicho que tienes gastroenteritis y que has regresado de campamentos, y como estoy muy aburrida, por eso te escribo. Debes saber que siete días en el planeta Ki son como un día en la Tierra. O sea que cuando leas esta carta, ya hará unas siete u ocho semanas que estoy aquí. ¡Y cuando regrese, habré pegado un estirón, ya verás! ¡Ahora sí que seré mucho más alta que tú!

La semana que viene ya te escribiré otra carta. Por suerte para ti, la recibirás mañana mismo porque, como ya te he contado, una semana en Ki equivale a un día en la Tierra. Entonces te explicaré cuáles son las seis razas de Ki y, si puedo, te haré algún dibujo.

Ahora me voy a cenar. Hoy tenemos udusar, una comida que seguro que te encantaría. Está más bueno que la pizza. ¡Cuando vuelva te traeré un buen trozo!

¡Hasta pronto, hermanito!

Ishtar