El capitán Renouart abrió el sobre, sacó el delgado papel oficial y miró su reloj. Extendió el papel y en el ángulo superior derecho escribió: «Recibido a las 12.48». Después firmó con una R. Mientras lo hacía, sus ojos ya se esforzaban por entresacar lo fundamental del mensaje expuesto en las líneas mecanografiadas. Su vista estaba tan entrenada y era tan selectiva que supo el contenido de la orden casi antes de haber estampado su inicial. Sus ojos actuaban de un modo telegráfico, transmitiéndole el mensaje de esta manera: «Renouart… arrestar a un hombre… puesto de guardia… 14.30… consejo de guerra…».
¡Al fin! Allí estaba. Por lo tanto, así pensaban llevarlo a cabo. Esperaba que sucediera algo, aunque no exactamente de esa forma. En el comedor se había hablado mucho, con cierta vaguedad, acerca de ejecuciones. Renouart, a diferencia de los demás, se inclinaba a pensar que, en caso de que se fuera a aplicar alguna sanción disciplinaria, ésta iría contra los oficiales, y entre ellos, con toda probabilidad, él mismo. En lo que se refería a los soldados, estaba seguro de que cancelarían sus permisos y en su lugar les asignarían unos cuantos servicios en sectores poco atractivos. Pero lo que ahora le comunicaban era distinto.
Renouart puso fin a su ya inútil especulación sobre lo que podría haber pasado y leyó la orden con atención, palabra por palabra.
Elegir y arrestar a un hombre. Repitió la frase en voz alta y empezó a repetirla de nuevo, pero se detuvo en la palabra «elegir» y fue la única que siguió repitiendo.
Su decisión adquirió forma a una distancia que le pareció enorme, una forma diminuta. En un instante había crecido hasta convertirse en algo de un tamaño gigante aunque intangible y se le había echado encima a una velocidad terrorífica, abrumándolo con el carácter absoluto de su finalidad.
No. No podía hacerlo y no elegiría a un hombre. Un juicio de guerra sumarísimo, sabía lo que eso significaba. Nadie tenía el poder de obligarle a hacerlo. Podrían fusilarlo a él primero. Pero no se atreverían. Lo mejor sería ir a ver a Dax, hablarlo con él. No, mejor no, Dax sólo le ordenaría que obedeciera y él lo único que podría hacer sería negarse. Eso precipitaría los acontecimientos y probablemente empeoraría la situación para todo el mundo. ¿Y si acudía al sacerdote? Tampoco serviría de nada. Sabía lo que le diría. No matarás. Una pobre versión. Debería ser «No asesinarás». O mejor, «No asesinarás a un individuo concreto». La iglesia debería cambiar eso antes de la próxima guerra. Sería más fácil para los buenos católicos responder a preguntas embarazosas. ¿Por qué molestarse en seguir pensando en todo aquello? Su mente tenía claro qué hacer en esa situación y, además, ya lo había decidido…
Renouart se hizo con una hoja de papel y comenzó a redactar una respuesta.
Coronel Dax:
Tal y como ya le comuniqué, mi compañía abandonó las posiciones de inicio del ataque sin excepción alguna e intentó avanzar. Ante un fuego que era, sin ánimo de exagerar, devastador, lograron llegar a los límites de su propia alambrada, donde no tuvieron más remedio que permanecer cuerpo a tierra. En dos ocasiones los ordené continuar y en dos ocasiones obedecieron; en ambas, muchos de ellos, demasiados, se ponían en pie para, acto seguido, caer fulminados por un disparo. Para entonces ya habían demostrado un heroísmo sobrehumano. Éste, sin embargo, no suponía protección alguna contra las ametralladoras y el fuego de artillería. Por lo tanto, permití que buscaran cualquier refugio posible dentro de su propia trinchera a la espera de una oportunidad para un asalto en condiciones favorables.
No hubo cobardes en la compañía número 1. Puedo declararlo bajo juramento, ya que estaba entre ellos y contemplé sus acciones con mis propios ojos.
Por consiguiente, no hay un solo hombre en mi compañía al que pueda acusar de cobardía, y menos aún fundamentar tal acusación en una base sostenible.
Además, y con el debido respeto, considero que entre las prerrogativas de las autoridades militares no se encuentra la posibilidad de ordenarme una forma de actuar que supondría una violación de mis deberes como ciudadano y de mis escrúpulos como cristiano y católico practicante. En calidad de oficial con capacidad jurídica, sería culpable de negligencia en el cumplimiento del deber al presentar cargos que sé que son falsos. En calidad de cristiano, no puedo dar un paso que me marcaría como asesino ante mis propios ojos así como ante los ojos de Dios y mis congéneres.
Redacto la presente contestación con el más profundo de los respetos por su persona y por su rango, y lo hago con completa conciencia de cuáles pueden ser para mí las consecuencias. No obstante, mi sentido del deber como oficial y como ser humano no me permite actuar de otro modo.
Renouart escribió dos réplicas más, cada una más corta que la anterior. Por último escribió la que terminó siendo definitiva:
De: capitán Renouart, oficial al mando compañía número1.
A: coronel Dax, oficial al mando del regimiento 181.
Señor:
En respuesta a su comunicación 13934-CD-19 de fecha de hoy, tengo el honor de hacerle saber que no estoy en disposición de complacer sus instrucciones debido a que no hay ningún miembro de mi compañía contra quien se puedan presentar o sostener cargos de cobardía ante el enemigo.
(Fdo). Cap. Renouart
«Sí, está mejor —señaló Renouart, hablando consigo mismo—. Suena a respuesta rutinaria ante una orden rutinaria. Me alegro de haber usado la palabra “instrucciones” en lugar de “órdenes”. Hace que la negativa parezca menos una negativa. Un buen trabajo, en líneas generales. Las otras daban demasiadas explicaciones, ésta no».
Satisfecho del tono aséptico con que había conseguido revestir su respuesta, Renouart decidió extenderla a sus acciones, poniendo tierra de por medio hasta que el consejo de guerra hubiera concluido. La lentitud, no se le escapaba ese hecho, incluso en un consejo de guerra, ayudaba a frustrar los objetivos de la acusación. Al mismo tiempo, le daba a la burocracia la oportunidad de adueñarse de la situación, algo que siempre surtía efecto. Selló el escrito, lo señaló como personal para el coronel Dax, se lo metió en el bolsillo y llamó a su ayudante.
—Traiga mi caballo aquí dentro de media hora —ordenó—. Voy a dar un paseo.
Añadió la explicación de sus intenciones a propósito, con la esperanza de transmitir, y que se corriera la voz, que su ausencia sería sólo temporal y que, en consecuencia, no se molestaba en delegar su autoridad en nadie más.
Renouart caminaba despacio hacia el Château. El ayudante estaba solo en la oficina.
—¿Dónde se ha metido todo el mundo?
—No lo sé. Durmiendo, supongo —contestó el ayudante, que daba la impresión de desear lo mismo que mencionaba.
—Traigo una nota para el jefe…
—Es que está durmiendo y no se le puede molestar a no ser que…
—¡No le estoy pidiendo que le moleste! Sólo que se la entregue cuando llegue, ¿de acuerdo? Voy a dar una vuelta. No estaré de regreso hasta la hora de cenar.
—¡Vaya!, pregúntele si tiene una hermana o una amiga que quiera…
***
El teniente Roget, en representación del oficial al mando de la compañía 2, leyó la orden del cuartel general del regimiento; una vez leída, le vino a la cabeza el nombre de Didier e inmediatamente lo rechazó. El repudio de un pensamiento tan indigno le recompensó con un destello de admiración por sí mismo. No se trataba de una experiencia nueva para Roget, pero la autenticidad del destello sí lo era. Durante unos instantes, su mente se detuvo, es decir, todos los pensamientos que contenía parecieron haber tomado asiento, como la gente de una sala de espera, consciente de que aún no les ha llegado el turno. Fue en ese momento cuando descubrió que el rechazo del nombre de Didier no había ido acompañado de su expulsión completa. Seguía allí, y allí se quedaría, lo sabía muy bien, a pesar de que aún no se encontraba preparado para admitirlo de una forma explícita.
No obstante, no había manera de eludir la cuestión. Debía elegir a un hombre. Era una orden y procedía directamente del general. No es que eso la hiciera diferente. Una orden era una orden, sin importar de qué rango militar hubiera surgido, siempre que se tratase de alguien investido de autoridad. Roget cogió la botella de coñac de entre sus pertenencias y la colocó en el suelo, cerca de la litera en la que había estado tumbado. Se trataba de un movimiento característico y, de haber tenido Roget la curiosidad de analizar y definir sus procesos psíquicos, los habría descrito así:
«El alcohol me aclara la mente y la mantiene lubricada para funcionar. Simplifica mis contradicciones, las hace más remotas y menos trascendentes. Con tal que sea la cantidad adecuada de alcohol. Los dos o tres primeros tragos siempre son la cantidad adecuada o, al menos, buena parte de ella. El licor toma mis pensamientos vaporosos y errantes y los fija y solidifica. También da la sensación de mejorar sus cualidades y limpiarlos de protuberancias y erosiones no esenciales. Al mismo tiempo, crea otro conjunto de pensamientos vaporosos y errantes que siempre suponen una mejora sustancial de los antiguos gracias a su originalidad. Una estupidez sería, fácil es deducirlo, no aprovecharse de esa reserva de originalidad cuando la clave de acceso a ella se encuentra en casi todas las botellas. A todo esto, hay que añadir que el alcohol tiene la propiedad de conferir valor y empujar a la acción. ¿Qué importa que no se trate más que de una ilusión, que no incremente de verdad el valor, sino que en realidad reduzca el temor mediante sus propiedades anestésicas? El resultado es el mismo. Ahora estoy a punto de elegir a un hombre: para que lo fusilen, no cabe ninguna duda. Eso exigirá valor. Pero infinitamente más valor exigirá elegir al hombre que es mi enemigo, que podría erigirse en mi destructor, y quitarlo de en medio con la sangre más fría que se pueda imaginar, esto es, sin ponerme en peligro a mí mismo. Muy al contrario, es mi deber elegir a un hombre y voy a tener las agallas de elegir a uno en particular. Un cinismo tal exigirá un valor…».
Todo lo anterior no se le pasó por la mente a Roget como pensamiento consciente. Lo único que sabía es que un trago le ayudaría y se lo tomó, uno largo, y después encendió un cigarrillo. Fumó sin pensar durante unos minutos, tiempo en el que el alcohol se fue abriendo camino hacia el cerebro. Después se inició el pensamiento consciente, lo bastante consciente como para reflejarse en el silencioso movimiento de los labios y los pequeños, vagos gestos a medio definir, suficientemente característicos como para, en un principio, mostrarse de un modo no demasiado evidente.
«No sería justo para el otro hombre, quienquiera que fuese, que se le castigara porque yo tenga que hacer lo imposible por dejar al margen a Didier. El hecho de que desee deshacerme de él no debe concederle la más mínima ventaja de inmunidad. Al revés, mis razones para querer perderlo de vista son bien sólidas, absolutamente legítimas, cada una de ellas suficiente, por separado, para llevarlo ante un pelotón de fusilamiento. En este caso, la única pega es que mis deseos personales coinciden en gran medida con mi deber».
Roget se bebió otro trago de coñac, uno más corto. La coincidencia entre sus deseos y su deber comenzaba a desvanecerse de su pensamiento.
«Un hombre debe ser elegido para comparecer ante un consejo de guerra sumarísimo. Eso significa, sin duda, que será ejecutado. Didier no murió en la ofensiva, ni siquiera le hirieron. Entonces, ¿dónde estaba? Está claro que en el parapeto no, porque todos los hombres de nuestra compañía que subieron a él, murieron. Por lo menos la mayoría, o resultaron heridos. Así que eso lo convierte en candidato desde ahora mismo. No salió de la trinchera. Además, su comportamiento durante la patrulla basta para fusilarlo tres veces. Sacaré eso a colación en el consejo de guerra, si es necesario. Y si empieza a hablar, no hará más que empeorar su situación. Verán que se trata de un hombre en circunstancias desesperadas que hace acusaciones absurdas en su esfuerzo por salvarse a expensas de otro. Dará muy mala impresión. Gracias a Dios que Charpentier se lo tragó. Nunca me ha tenido aprecio y no me gustó su forma de actuar en relación con aquel informe mío. Lo cierto es que he tenido algo de suerte. Sería del género tonto por mi parte intervenir en acontecimientos que ya siguen su curso natural. Más adelante, quizá, haré que me trasladen fuera de este regimiento. Largarme bien lejos de todo esto… quizá con una bonita y pequeña herida…».
—¡Mensajero!
—¿Señor?
—¿Está por aquí el sargento Gounod?
—Creo que sí, señor. Iré a ver.
—Dígale que se presente inmediatamente.
Roget se tomó un tercer trago, dejó la botella y se encendió otro cigarrillo. Se sentía muy satisfecho consigo mismo por haber tomado una decisión, una decisión que ahora parecía lógica, plena de sentido del deber, inevitable. El alcohol, en efecto, le había anestesiado los escrúpulos y había hecho desaparecer sus dudas. Sin ser consciente de lo que hacía, le rindió homenaje, le expresó reconocimiento por su ayuda:
—Cada crisis pide su propio alcohol —afirmó, y se echó a reír.
—¿Quería usted verme, señor? —preguntó el sargento, saludando en la puerta del barracón.
—Sí, Gounod, adelante. Lea esto. ¿Lo ha comprendido? Muy bien, vaya al campamento, arreste al soldado Didier y tráigalo al puesto de guardia, como dice la orden. Pero hágalo con discreción, sin que nadie se entere, si es posible.
—Será difícil, señor, con todos los hombres por allí.
—Le diré cómo. Hágalo de esta forma. Sólo dígale que venga con usted, que tiene un trabajo para él. No le arreste oficialmente hasta que estén fuera del campamento. Y no le cuente nada. Si le hace alguna pregunta, diga que no lo sabe. Por cierto, ¿sabe quién es Didier?
—Sí, señor.
—Bien, no cometa ningún error.
***
—¡Eh! Mira esto, Arnaud. ¿Quién dice que no hay nada nuevo bajo el sol? He tenido unas cuantas experiencias en mi vida, pero es la primera vez que me obligan a hacer el papel del destino o de Dios o como quiera que se llame. Va a ser interesante.
—«Interesante», extraña palabra para aplicarla a una responsabilidad como la que te confiere esa orden, Sancy.
—No seas solemne, chico. Para un hombre de mi temperamento, todo es interesante. Y esto más que nada. Hasta el momento, en lo que se refiere a mi labor científica, nunca he hecho de Dios más que con los microbios, los monos o las ratas. Pero ahora tengo que ser Dios para mi propia especie, para los humanos. ¡Qué gran ocasión para ejercitar mis facultades intelectuales!
—Hablas de Dios y de ti como si cenarais juntos. Es de mal gusto, por decirlo con suavidad. Y, después de todo, ese papel no es tan poco habitual. Todos los oficiales que han estado al mando de tropas en el frente han sido responsables del destino de sus hombres en una u otra ocasión.
—Oh, pero eso es muy diferente. Se trata de una responsabilidad más o menos predeterminada o colectiva. Tú no eres más que un eslabón en una cadena de responsabilidad. Y no te es posible medir con ninguna precisión qué parte de ella te corresponde. Pero esto es otra cosa. Aquí estoy yo, el capitán Sancy, de la compañía número 4, probablemente el único hombre en el mundo al que se ha pedido que escoja a un individuo de su misma especie para dirigirlo hacia la destrucción. Fíjate: elegirlo. En otras palabras, hacer que mi inteligencia trabaje en un problema en el que no interviene ninguna suma de dinero, que no es un asunto cotidiano de la vida, ni siquiera una cuestión militar, sino la existencia de un hombre. Muevo mi dedo sobre una fila de hombres y cuando se detenga y señale, esa señal será fatal.
—Eres un tipo raro, Sancy. Pareces disfrutar con este encargo. Pero estás equivocado en un par de aspectos. En primer lugar, tú no eres el único hombre en el mundo que hace de Dios, como acabas de decir. No olvides que los otros mandos de compañía tienen que hacer lo mismo. El segundo es que se trata, sobre todo, de una cuestión militar. El tercero, que los cirujanos a diario se encuentran en la misma posición que estás tú…
—No es igual, en absoluto. Se sirven de su inteligencia para preservar la vida. Yo, por el contrario, tendré que quitarla.
—A veces pienso que estás un poco majareta. En este momento estoy encantado de que seas tú y no yo quien vaya a hacer la elección. No sabría cómo.
—Sí, supongo que lo echarías a suertes. No tienes imaginación.
—¿Qué pasa? ¿Es qué tú no vas a hacerlo así?
—Desde luego que no. Además, si actuase de ese modo, estaría desobedeciendo. Las órdenes dicen que el capitán Sancy, no la fortuna, debe elegir a un hombre. Y ésta es la primera orden inteligente que veo llegar de los de arriba. No cabe duda de que el mando de la compañía es el mejor cualificado para escoger a un hombre al que van a fusilar, porque conoce a sus hombres.
—No te he visto tan contento desde el día en que te pusieron al frente de aquel asalto…
—Me gusta utilizar la cabeza, Arnaud. La belleza del presente caso reside en que está libre de toda complicación, ya que todos los hombres son igual de inocentes. Ninguno de ellos se comportó como un cobarde ante el enemigo, pero uno será fusilado por ello, a pesar de todo. Ahora el problema es: ¿quién?
—Van a fusilar a un hombre por un crimen que no ha cometido, que nadie ha cometido. ¿Llamas «justicia» a eso?
—¿Quién está hablando de justicia? No existe tal cosa. Pero la injusticia forma parte de la vida en la misma medida que el tiempo. Y te estás apartando del meollo del problema una vez más. No va a ser fusilado por un crimen que no cometió. Se le fusila como ejemplo. Ahí está su contribución a la victoria en la guerra. Heroica, si lo prefieres.
—Entonces, tú consideras que el hombre fusilado a modo de ejemplo forma parte del esquema de una ofensiva al igual que el que calcula las trayectorias de los proyectiles, el soldado de infantería que llega hasta el final o el furriel que no lo hace, ¿no es así?
—Sin duda, ¿por qué no? La disciplina es el primer requisito de un ejército. Hay que mantenerla con firmeza y una de las maneras de lograrlo es fusilar a un hombre de vez en cuando. De esa manera, muere, en última instancia, en beneficio de sus camaradas y de su país.
—Dicho de otra forma, piensas que el general debería pasarse por aquí y condecorar a la víctima con la médaille militaire, después hacerse a un lado y dejar que el pelotón de fusilamiento realice su trabajo, ¿no?
—¡Excelente, chico, excelente!
—En todas las compañías hay holgazanes. Yo tengo uno de primera categoría en mi pelotón, si es que piensas llevar por ahí el asunto.
—No, no, vas mal encaminado.
—¿Se puede saber qué camino has escogido tú? ¿Acaso no quieres estrecharlo para que sólo pasen por él los pobres soldados?
—Ciudadanos, chico, ciudadanos, no soldados. Esta guerra no durará para siempre, y cuando se haya acabado, nos agradará bastante librarnos de los soldados y tener ciudadanos, para variar. Además, lo que tú llamas «pobre soldado» con frecuencia es un buen ciudadano. Fíjate en mí, por ejemplo. Desde el punto de vista de un soldado, soy pobre. Por eso sólo llevo tres bandas en lugar de tres estrellas. De hecho, y no hay contradicción alguna, soy un muy buen soldado. Pero soy, si cabe, mejor ciudadano. Soy inteligente, trabajador, culto, con buena salud mental y física. Y contribuyo con mi talento a mejorar el mundo en que vivo. No por petulancia, entiéndeme, sino por inteligencia. Cuanto mejor sea el mundo, mejor le irá a toda la gente y, por lo tanto, mejor para mí y para los míos.
—Bien, ¿y a quién tienes en mente?
—Respuesta sencilla e instantánea: los dos incorregibles, Meyer y Férol.
—¡Pero si son los mejores soldados de la compañía! Y según todos los informes, llegaron más lejos durante la ofensiva que ningún otro del regimiento.
—Hecho que añade más pruebas acerca de su estupidez. Ahora, escúcheme, Arnaud. Si todo el regimiento hubiese estado formado por Meyers y Férols, ¿lo habría hecho mejor? ¿Habría llegado más lejos? No. Las bombas matan a los buenos y a los malos soldados sin distinción. Por eso, hablando incluso en términos militares, no son más valiosos que los demás. Todos somos carne de cañón. ¿No me irás a pedir que perdone la vida a uno de esos cafres y sacrifique la de alguien que podría ser de alguna utilidad para la sociedad, alguien que podría tener sólo una utilidad negativa, pero que, al menos, no supondría un peligro indudable de la clase que esos dos ya han demostrado ser? No. Es uno de los dos, o Meyer o Férol, y te haré saber quién dentro de unos minutos, una vez que me lo haya pensado detenidamente.
Se hizo el silencio durante un rato, mientras el capitán Sancy cavilaba sobre el problema. Caminaba de un lado a otro del barracón, parándose cada dos por tres para apuntar algo en una hoja de papel que estaba sobre la mesa. El teniente Arnaud, sentado en sus proximidades, podía ver que las notas del capitán iban tomando de manera gradual la forma de dos columnas. Una columna era más larga que la otra y se convirtió en el centro de las deliberaciones de Sancy. Arnaud intentaba ver los nombres al principio de las columnas, pero a aquella distancia no era capaz de distinguir la pequeña letra del capitán. Después de unos veinte minutos, Sancy dio la vuelta al papel sin decir palabra y Arnaud leyó lo siguiente:
MEYER
Crímenes sexuales, algunos contra menores
Sospechoso de asesinato
Sifilítico
Historial de adicción a las drogas
Absolutamente deshonesto
Cruel
FÉROL
Robos
Deficiente mental
Alcohólico crónico
Absolutamente deshonesto
—Aquí están sus mejores virtudes —anunció Sancy—. Una pareja de cuidado, ¿eh?
—Parece que Meyer es el elegido —supuso Arnaud.
—¿Por qué piensas eso?
—Su lista es la más larga, y también la más siniestra.
—Sí, teniendo eso en cuenta, sería el más indicado para despedirnos de él. Pero existe otra circunstancia que has pasado por alto. Es judío.
—Pues razón de más para…
—Ahí es donde se demuestra tu miopía. En esta ocasión, la condición de judío va a salvar la vida a un hombre en lugar de ser su perdición.
—¿Qué? No te sigo…
—Me explicaré. Estoy haciendo funcionar mi cabeza en este tema a base de bien. ¿Recuerdas el escándalo Dreyfus?
—Algo he oído. Pero ¿qué tiene que ver con esto?
—Es una lección, eso es todo, una lección para que uno no se exponga a pasar por lo mismo.
—Pero aquí no va a haber ningún escándalo Dreyfus…
—Nadie pensó tampoco que el de Dreyfus se fuera a convertir en noticia. No podían soñar, cuando eligieron a aquel tranquilo y pequeño oficial judío, que el mundo entero resonaría con su nombre durante años, que iría cayendo un ministerio tras otro y que, por su causa, aparecería la amenaza de la guerra, o que toda Francia se mantendría en un constante estado de intranquilidad en torno a él y a su destino.
—Pero Dreyfus era un oficial. Este Meyer no es más que un delincuente común, un ex convicto…
—Bueno, medio mundo también pensaba que Dreyfus era un criminal. Uno de los peores, un traidor a su patria. E hicieron de él un ex convicto por ello. No, chico, no voy a tocarle un pelo a Meyer. En primer lugar, nunca sabes qué contactos pueden tener esos judíos. Por otro lado, incluso si no tuviera ninguno, y este asunto se resuelve del modo en que está indudablemente previsto, surgirá al instante la acusación de antisemitismo. Y una vez que surja esa queja, nadie estará en disposición de decir cuándo o a qué precio quedará silenciada. Por eso estoy usando la cabeza, estoy intentando tener visión de futuro.
—Pero es una injusticia para Férol que Meyer sea judío y que tú tengas tanta visión de futuro.
—Siempre es injusto para alguien, Arnaud. La vida es así. El mundo es un inmenso cementerio que obtiene cuidados perpetuos de los supervivientes.
—Pero Meyer es mucho más peligroso para la sociedad que Férol. Sólo con su sífilis puede causar estragos incalculables en la sociedad, y lo más probable es que lo haga.
—No lo dudes. Pero lo que estoy diciendo es que puede ser todavía peor para la sociedad, puede causar incluso más estragos, una vez muerto: es decir, ejecutado por un pelotón de fusilamiento. Además, quizá lo maten cualquier día. No, no hay dos caminos en este tema. Estoy decidido. Así que vete al campamento, ¿quieres?, y dile a uno de los sargentos que arreste a Férol y lo traiga al puesto de guardia inmediatamente.
—Si son tus órdenes, lo haré. Pero no puedo dejar de pensar…
—Lo que de verdad me hubiera encantado, Arnaud, habría sido tener entre las filas a alguien con conexiones importantes… realmente importantes, por ejemplo en el cuartel general, o con un diputado o algo así. Lo habría elegido por puro morbo, sólo para ver retorcerse a los gerifaltes dándole vueltas al dilema. Hubiera sido de lo más interesante…
—Sí —asintió Arnaud, mientras se colocaba la gorra—. Seguramente más interesante para ti de lo que puedas imaginar.
***
El sargento mayor Jonnart pertenecía a esa clase de hombres de los que se dice que constituyen la espina dorsal de un ejército, es decir, los suboficiales con largo tiempo de servicio a sus espaldas. Es cierto que se trataba de un hombre grueso, pero no tan espeso de mente como suponía el mensajero. Lo único que ocurría es que era poco curioso, de escasa imaginación, metódico y taciturno. La vida militar le venía como anillo al dedo. Le gustaba la rutina y hacía tanto tiempo que se había mezclado con su sangre que no habría sabido qué hacer sin ella.
La orden del coronel Dax no sorprendió a Jonnart en absoluto. Nada le sorprendía en el ejército, porque todo formaba parte de la rutina, y la rutina no era más que otro nombre con que denominar los canales a través de los cuales fluía la autoridad. El sargento mayor Jonnart, por lo tanto, se puso manos a la obra con el objetivo de obedecer la orden del coronel. Sacó la lista de turnos de la compañía, ya corregida tras las bajas de la mañana, y comprobó que los efectivos se habían reducido a ciento cincuenta y ocho hombres. Tachó los nombres de tres sargentos, siete cabos y treinta y seis soldados a los que se había asignado servicios especiales para el ataque o a los que habían dejado en el convoy del regimiento como elemento central, pero que en ningún caso habían intervenido en la ofensiva. Después llamó a sus tres sargentos, les leyó la orden y les explicó sus intenciones.
Luego añadió:
—Reúnan a toda la compañía número 3 junto al barracón del comedor de sargentos. Ahí caben, ¿no es así?
—De sobra.
—Dos de ustedes entrarán en el barracón y se colocarán a ambos lados de la puerta. El otro permanecerá conmigo. Tengo aquí una lista de nombres y los iré leyendo en voz alta para que los soldados pasen uno a uno al interior del barracón. Ustedes los contarán y comprobarán que están todos según van entrando. Cuando estén dentro, pasaré yo, y los que no se hayan mencionado podrán retirarse.
—¿Por qué no los hacemos entrar a todos primero y después decimos que se vayan los que no queremos?
El sargento mayor miró a quien había pronunciado esas palabras, pero no hizo ningún comentario.
—Bien, ¡a trabajar! No digan nada a nadie acerca de esta orden. Yo saldré dentro de diez minutos.
Una vez que hubo entrado el último hombre al barracón y se ordenó retirarse al resto, Jonnart se sintió molesto al descubrir que se había olvidado de algo. «Después de todo —se excusó a sí mismo—, es la primera vez que tengo que hacer un trabajo así a lo largo de mi carrera». Volvió a la oficina de la compañía, cogió dos lapiceros y un recambio para el cuaderno de notas y se dirigió hacia el barracón del comedor de sargentos.
—¡Atención! —gritó el sargento junto a la puerta. El zumbido de las conversaciones se detuvo como cortado por un cuchillo. Jonnart se sintió satisfecho con el brío que demostraba la compañía y sabía muy bien a quién atribuirle el mérito por ello. Recorrió la mitad de la longitud del barracón con paso enérgico, sin mirar a los ojos a ninguno de los hombres, se subió a una mesa y los miró desde el otro extremo.
—¡Descansen! —ordenó—. Pero sin hablar. Tengo que leerles la siguiente orden: «… el cuartel general del regimiento 181 de primera línea uno-tres-nueve-tres cuatro c-d diecinueve a los capitanes etcétera y sargento mayor Jonnart en representación del oficial al mando de la compañía número tres por la presente se les ordena en cumplimiento de las disposiciones del general al mando de la división seleccionar y arrestar a un hombre de cada una de sus compañías y conducirlo al puesto de guardia del regimiento en el Château no más tarde de las catorce treinta de hoy presto para comparecer ante un consejo de guerra sumarísimo bajo el cargo de cobardía ante el enemigo por orden firmado Herbillon capitán ayudante».
El sargento mayor finalizó de manera repentina, algo jadeante, la lectura de carrerilla que había realizado de la orden, y se encontró en medio de un silencio lleno de perplejidad. Ese silencio lo quebró una incrédula risotada que procedía de la parte de atrás del grupo.
—¡Cállese! —ordenó uno de los sargentos. La risa dejó de oírse.
—Señores, no es para tomárselo a risa —explicó Jonnart, y el suave tono de amabilidad de su voz despertó cierto desasosiego en más de uno de los que le escuchaban—. En realidad, es muy serio. Todos saben lo que significa un consejo de guerra sumarísimo. Quiere decir que uno de ustedes abandonará este barracón con muy poco tiempo de vida por delante…
—¿Quién?
—Están locos.
—No me lo creo.
—¡Yo no fui un cobarde!
—Es una broma.
—Y la verdad es que no tiene mucha gracia.
—¡Silencio! ¡Silencio todo el mundo! —gritó Jonnart—. ¿Cómo voy a decirles quién de ustedes será si no dejan de hacer ruido? Ahora, escúchenme. He revisado hasta el último detalle la lista de turnos de la compañía y todos ustedes, los que están en este barracón, participaron en la ofensiva de esta mañana. Todos los miembros de nuestra compañía que han quedado fuera del barracón estaban en servicios especiales o en el convoy del regimiento…
—Yo no estaba en el ataque…
—¿Quién lo ha dicho? Venga aquí. ¿Dónde estaba, si puede saberse?
—¿No lo recuerda, jefe? Usted mismo me envió al depósito de municiones a por detonadores, por si encontrábamos bombas que no tuvieran.
—Tiene razón. En ese caso, puede irse.
—Creo que me quedaré por aquí para ver el espectáculo.
—Salga de aquí, cabrón, antes de que cambie de opinión y le haga participar en el sorteo…
—¡Dios! Lo va a echar a suertes.
—Echarlo a suertes…
—Yo no quiero echarlo a suertes…
—Ni yo.
—No tienen derecho…
—Los hombres casados deberían quedar exentos.
—Los hombres con madres…
—Sobre todo con madres viudas.
—O hermanas…
—Yo llegué más lejos que nadie en el frente.
—Sólo los que se quedaron atrás…
—Ya han matado a mis tres hermanos.
—Yo no fui un cobarde. No lo echaré a suertes.
—Que lo echen a suertes sólo los gallinas.
—Ja, ja. Mira, los gallinas dan un paso al frente…
—No hubo cobardes.
—El coronel no está de acuerdo contigo.
—¿Dónde están los cabos? No hay ningún…
—Tengo cuatro hijos…
—A mí me han citado en las Órdenes del Ejército y en las de la división.
—¡Ya basta, soldados! —interrumpió Jonnart—. ¡He dicho silencio! Todo el mundo tiene una buena razón para no querer morir. Las órdenes son las órdenes y uno de ustedes tiene que ser la víctima. Por lo tanto, se va a echar a suertes. Son ciento once aquí dentro. Voy a cortar ciento once trozos de papel. Uno de ellos se marcará con una cruz. El hombre al que le toque comparecerá ante el consejo de guerra. Yo soy el que da las órdenes aquí, pero al tratarse de un asunto tan serio, estoy dispuesto a oír cualquier objeción que quieran hacerle a este sistema.
—Sí, yo tengo una. El papel es fino y podremos ver el que está marcado.
—Eso es una tontería. Los trozos estarán doblados y metidos en mi gorra. Tendrán vendados los ojos antes de acercarse a sacar el papel.
—Tener los ojos vendados nunca ha impedido a nadie mirar hacia abajo por alguna abertura.
—Además, el que saque el papel puede borrar la marca o cambiarlo por otro trozo de papel. La mayoría de nosotros lleva algo. Es fino y viene bien para…
—Muy bien, de acuerdo —admitió Jonnart—. Lo haremos de la siguiente forma, aunque nos llevará más tiempo…
—No tenemos prisa, jefe…
—Escribiremos dos grupos de números del uno al ciento once. Uno irá a mi gorra, el otro a la del sargento Darde. Cada uno de los soldados se acercará por orden alfabético, sacará un número y lo abrirá inmediatamente. Se anotará junto a su nombre. Cuando hayan salido todos los números, el sargento Darde sacará un número de su gorra. El que tenga el número correspondiente será el elegido. Sí, así está mejor. Todos los papeles estarán marcados y no se sabrá quién es el desafortunado hasta que se hayan sacado todos los números.
—«Desafortunado» es la palabra…
—Muy bien, Darde. Aquí tiene papel y un lápiz. Divida cada hoja en cuatro trozos iguales y escriba los números en ellos, del uno al ciento once. Hágalos con cuidado, pero no los doble hasta que yo se lo diga.
Al sargento Darde le llevó doce minutos escribir los números, mientras que Jonnart necesitó otros cinco. Los soldados los contemplaban en silencio, fascinados por la labor.
—¿Ha terminado, Darde? —preguntó Jonnart, una vez que él hubo acabado—. Ahora, mientras cuento cada número, usted lo coge, lo dice, lo dobla y lo mete en su gorra. Yo haré lo mismo con los míos. Uno.
—Uno —repitió Darde.
—Dos.
—Dos…
—Oiga, jefe, ¿podría quedarme con el número trece?
—No, no puede —contestó Jonnart—, a no ser que lo saque. Sesenta y dos.
—Sesenta y dos…
—Yo quiero el número uno —pidió una voz.
—¿Por qué el uno?
—Porque nunca he oído que el uno haya salido en ninguna lotería.
—¡Qué listo eres! Yo, entonces, me pido el cien…
—Tendrán el que les toque, todos —decidió Jonnart—. Ciento tres.
—Ciento tres…
—Oiga, jefe, ¿puedo salir a fumarme un cigarro?
—Ciento once.
—Ciento once.
—…Y se acabó —anunció Jonnart—. No. No se puede fumar y no se puede salir. Nadie sale del barracón hasta que hayamos acabado con este asunto. Ahora, déjenme ver, ¿dónde está el listado de nombres? Ah, sí. Primero, Aboville. Acérquese, Aboville. No tan rápido. Espere a que haya terminado de mezclarlos. Bien, ahora saque un número de mi gorra, aquí. Tenga cuidado de no coger dos. ¿Cuál es? Déjeme verlo. Veintidós.
—Aboville, veintidós. ¿Lo ha oído, Darde? Póngalo ahí, delante del nombre. El siguiente. ¿Quién es el siguiente? Ajalbert. Vamos, acérquese, más rápido. No coja más de uno. Deje que lo vea.
—Ajalbert, cincuenta y nueve.
—Lalance, ciento tres.
—Cuidado, se pegan a los dedos. Langlois, setenta y seis.
—Ravary, cuarenta y siete.
—Richet… Richet… —Jonnart vaciló ante el número, dándose cuenta de repente de que algo se le había pasado por alto: algo que podría terminar siendo un problema. «¡Merde!— dijo para sí, —¡si los hubiera escrito así, sin más, en lugar de trazarlos con tanta precisión! Pero puede que se solucione bien si soy capaz de hacer que mi memoria retenga rápida y correctamente los números que han salido ya».
—Richet, seis…
Uno a uno, los hombres fueron saliendo para sacar sus números y tenerlos apuntados junto a sus nombres. Uno a uno bromeaban, caminaban pavoneándose, protestaban, discutían, simulaban indiferencia, o actuaban como si estuvieran recogiendo trozos de carbón calientes. Todos hacían lo que se les había mandado, pero cada uno de ellos sentía que estaba ante una ocasión en la que podía mostrar su expresividad mientras obedecía una orden. Ni a uno solo dejó de dominarlo una crecida sensación de dramatismo personal, de individualidad… Sobre todo, quizá, de poder, esa curiosa impresión de poder que un hombre posee cuando vota.
El proceso de escribir los números y registrarlos llevó, en total, unos tres cuartos de hora. Una vez finalizado, el sargento mayor Jonnart repasó la lista y la leyó a voz en cuello. Hasta ahora su memoria se había portado bien.
—Darde —llamó—, remueva bien los trozos de papel de su gorra y luego póngase de espaldas y saque uno.
—Si no le importa, jefe, preferiría no ser yo el que…
—¡Haga lo que se le ordena!
—De acuerdo, pero no me entusiasma esta tarea.
—¿A quién piensa que le entusiasma lo que estamos haciendo aquí? Vamos, muévase.
Darde removió los papeles de su gorra. Los mezcló con ambas manos, como si estuviera inspeccionando un montón de grano. Removió y removió y removió…
—¡Por lo que más quiera, saque uno! —exigió una ahogada voz desde el fondo.
Darde dejó de remover. Lo hizo con reticencia.
—Póngase de cara a la pared —ordenó Jonnart—, y coloque la mano a su espalda.
El silencio en el barracón era absoluto, esa calma de especial intensidad que parece imponerse sobre una masa de hombres expectantes e inmóviles. Darde se dio la vuelta y se puso a mirar a la pared del barracón. Halló un clavo y mantuvo la vista fija en él. Jonnart cogió la gorra del sargento y la alzó de tal manera que la mano de Darde quedara inmersa en el montón de papeles. Darde miraba el clavo y sentía los papeles alrededor de la mano. Movió los dedos, tomó un trozo de papel, lo dejó, cogió otro y también lo soltó…
—¡Saque uno, por el amor de Cristo, saque uno!
Se trataba de la misma voz ahogada.
Los dedos del sargento se cerraron en torno a algunos de los papeles. Palpó dos trozos y soltó uno. Sacó el otro y lo sostuvo sobre su cabeza.
Jonnart le quitó a Darde el papel de las manos, lo desdobló y lo alisó sobre la mesa con la palma de la mano.
—Sesenta y ocho —anunció.
Fue a consultar el listado de la compañía, pero, incluso antes de que pudiera decir el nombre, ya había un hombre abriéndose camino hacia la mesa.
—Fasquelle.
En el barracón surgió el sonido de múltiples suspiros de alivio.
Fasquelle, delante de la mesa, miraba el trozo de papel; después miró a Jonnart.
—¿Qué le hace pensar que ese número es el sesenta y ocho, sargento mayor? —preguntó sin inmutarse.
—Mírelo. ¿No sabe leer? —preguntó Jonnart con una aspereza que en realidad no era más que irritación consigo mismo.
—Por suerte para mí, sí que sé —respondió Fasquelle—. Desde donde yo estoy, el número es el ochenta y nueve, no el sesenta y ocho.
—Pero reconocerá usted que, por el trazo, puede pasar más como sesenta y ocho que como ochenta y nueve, ¿no es así?
—¿Me va a mandar a un consejo de guerra por un trazo?
—De acuerdo, no. No lo haré —resolvió Jonnart—. Lo que hay que hacer, evidentemente, es que usted se la juegue con el hombre que haya sacado el ochenta y nueve. ¿Quién tiene el ochenta y nueve? Poujade. Venga aquí, Poujade. Tiene que sortear con Fasquelle.
—Ni hablar —protestó Poujade—. Está claro que el número es el sesenta y ocho. Y el mío es muy distinto a ése.
—El número —intervino Fasquelle— no está claro que sea el sesenta y ocho.
—Da igual-replicó Poujade. —Me niego a echarlo a suertes contigo. No admito que me obliguen a jugármela contra un tío después de haber tenido que hacerlo contra ciento diez.
—No quiero oír una negativa más —intervino Jonnart.
—Pues no le quedará más remedio —repuso Poujade—, si es que intenta que lo sorteemos entre dos cuando yo me he ganado el derecho a librarme entre más de cien. Además, se ve bien que el número es el sesenta y ocho y ya se ha echado a suertes. Yo saqué uno como todos los demás y sin armar ningún follón. Se trata de mi vida, sargento mayor, y pienso defender mis derechos.
Jonnart estaba confuso y molesto consigo mismo por no haber sido capaz de prever la posibilidad de que ocurriera algo así. Estaba convencido de que el número era el sesenta y ocho, pero no tenía la intención de enviar a un hombre para que lo ejecutaran sólo por una mera convicción. La aprobación que le había merecido el comportamiento de Fasquelle en el asunto reducía aún más su disposición a actuar de ese modo.
—Darde, abra todos los números de su gorra y encuentre el ochenta y nueve.
Siguieron como al principio. El número ochenta y nueve, una vez hallado, estaba escrito de tal manera que podía mirarse de una forma o de otra. Podría haber sido tanto el ochenta y nueve como el sesenta y ocho.
—La única solución —decidió Jonnart— es hacer el sorteo de nuevo.
Un coro de protestas se abrió paso al instante.
—¿Cuántas veces? ¡Por el amor de Dios!
—Ya lo hemos echado a suertes una vez…
—Ésa debía ser la buena.
—Que se lo jueguen esos dos.
—Es indignante.
—Yo lo he sorteado con los demás y no pienso jugármela otra vez.
—¡Silencio, todos! —bramó Jonnart—. Harán lo que se les diga. No quiero más comentarios o haré que saquen unos cuantos números más de regalo. El sorteo se celebrará de nuevo. Se quedarán con sus números, pero corregiré éstos para que no haya ninguna duda.
Jonnart fue mirando los números de Darde uno por uno, cogiéndolos y revisándolos del derecho y del revés. Al llegar al último, había subrayado los siguientes pares de números:
69 66 99 68 89 86 98
Había más números, de los que contenían el uno, tales como el dieciocho y el ochenta y uno, que podrían haber estado sujetos a la misma confusión al ponerlos al revés si Darde no hubiera sido francés. Al serlo, y teniendo en cuenta que él había trazado las cifras, el sargento dibujó los unos con dos claros rabitos que no dejaban lugar a dudas en cuanto a la posición en que debían leerse.
—Muy bien. ¡Atención, soldados! Estamos preparados. Y esta vez no habrá errores. Darde, mezcle los papeles una vez más. Todos los números que pueden confundirse están subrayados. La línea debe quedar abajo al leer el número.
—Por favor, sargento —dijo una voz—, mi colega y yo queremos intercambiar nuestros números…
—No —respondió Jonnart.
—¿Por qué? —preguntó Darde.
—Bueno, hemos pensado que nuestros números nos han traído suerte ya una vez y no quisiéramos esperar demasiado de ellos…
—Si os han traído suerte una vez —insistió Jonnart—, será mejor que sigáis confiando en ellos. ¿Listo, Darde?
Darde se volvió a poner de espaldas a los soldados, de nuevo situó la mano a su espalda y sintió que la gorra se alzaba y los papeles se apiñaban en torno a sus dedos. Cogió un pequeño fajo, los soltó todos salvo uno, que sacó y mostró con el brazo extendido sobre la cabeza. Jonnart se hizo con él.
—Número setenta y seis.
La multitud se fue apartando para dejar pasar al poseedor del número setenta y seis, pero no era necesario, porque Langlois había estado en pie todo el tiempo cerca de la mesa.
***
El puesto de guardia estaba instalado en uno de los edificios anexos al Château, en las cocheras, para ser exactos. La guardia se realizaba en las cocheras propiamente dichas, mientras que las caballerizas a las que se accedía por ellas se habían transformado en calabozo mediante la simple instalación de una plataforma baja de tablas inclinadas, de la longitud de un hombre, a lo largo de uno de los muros. Su finalidad era que los prisioneros no tuvieran que dormir sobre el suelo de cemento y constituía el único mobiliario del lugar, a excepción de un orinal próximo a la puerta.
Férol fue el primero de los tres en estar encerrado. Un solo vistazo le bastó para saber qué lugar del habitáculo era el mejor, el rincón que estaba más cerca de la ventana y más lejos de la puerta; por tanto, se fue directo hacia allí y tomó posesión del espacio. Férol procuró acomodarse en un sitio en el que se sentía prácticamente como en su casa. Había estado en muchas prisiones de diferentes partes del mundo y ésta no era, ni de lejos, la peor de ellas. Se quitó la capa y las botas, se desabotonó los pantalones y se estiró sobre las tablas desnudas con la cabeza apoyada en la capa, doblada para hacer las veces de almohada. Instantes después, ya dormía.
En el intervalo de la media hora siguiente, acompañaron a Didier y a Langlois, uno tras otro, al puesto de guardia. Despertaron a Férol y los tres se hablaron por primera vez en sus vidas. Se dijeron sus nombres y comprobaron que ninguno tenía cigarrillos.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó Didier a Férol.
—¿Y cómo voy a saberlo? Estoy en mi cuartel general. Siempre acabo aquí. Y, tarde o temprano, me entero del motivo. ¿Alguno tiene una baraja de cartas?
—¿Y por qué estás tú aquí? —le preguntó Langlois a Didier.
—Es una larga historia y me la reservaré para más tarde —contestó Didier—. Hay un teniente que es un pedazo de cabrón y me tiene ganas, eso es todo. Sé que esto ha sido cosa suya. ¿Y tú? ¿Qué me dices de ti?
—Bueno, estoy aquí por lo mismo que vosotros, lo que pasa es que no lo sabéis. Pronto debería aparecer un cuarto hombre. Así podríamos jugar al bridge, si tuviéramos cartas…
—¿Bridge? ¿Qué es eso? —inquirió Férol.
—Un juego —respondió Langlois.
—De qué va este juego es lo que a mí me gustaría saber —expuso Didier.
—Oh, este juego —indicó Langlois—, este juego es mucho más sencillo que el bridge.
—Bueno, ¿de qué se trata? Si lo sabes, suéltalo.
—Muy fácil. Estamos aquí acusados de cobardía ante el enemigo y nos van a juzgar en un consejo de guerra esta tarde, un consejo de guerra sumarísimo —explicó Langlois.
—¿Cómo te has enterado? —preguntó Didier.
—Porque me han leído la orden en voz alta.
—¿Y qué decía la orden? Vamos, desembucha, ¿quieres?
—Lo que os he contado. Cada mando de compañía tenía que elegir y arrestar a un hombre para que compareciera ante un consejo de guerra sumarísimo, acusado de cobardía ante el enemigo.
—Pero ¿qué cobardía? ¿Cobardía de quién? No entiendo nada.
—Esta mañana —prosiguió Langlois—. Debido al fracaso de la ofensiva, supongo. Los que mandan quieren dar algún que otro ejemplo y nosotros somos los ejemplos.
—¿Por qué nosotros? —intervino Férol.
—En tu caso no lo sé —puntualizó Langlois—, pero en el mío sí. En nuestra compañía se echó a suertes y yo saqué el número malo. Malo para mí, claro, bueno para los demás.
—¡Dios! —exclamó Didier—. ¿A suertes, eh? El asunto parece grave.
—Sí —anunció Férol—, al menos parece algo… En mi compañía ni se echó a suertes. El sargento simplemente se acercó a mí y me dijo: «Ven conmigo». En cuanto salimos del campamento, me comunica que estoy arrestado. Menuda novedad para mí…
—De la misma forma que hicieron conmigo —informó Didier—. En mi compañía tampoco lo echaron a suertes. ¡Ah!, ahora empiezo a darme cuenta. Elegir y arrestar a un hombre, eso es lo que dices que venía en la orden, ¿verdad? ¡Sucio y apestoso cabrón! ¡Y se atreve a hablar de cobardes! Pero ya diré un par de cosas en el consejo de guerra. No dejaré que ese cerdo se salga con la suya…
La puerta del calabozo se abrió de repente y apareció el sargento de guardia.
—¡Prisioneros! ¡Atención! —ordenó—. Pónganse en pie. ¡Rápido!
Un oficial, un capitán, entró y el sargento se fue, cerrando y asegurando la puerta tras él. El capitán miraba una hoja de papel que llevaba consigo.
—¿Soldado Didier?
—Presente, señor.
—¿Langlois?
—Presente, señor.
—¿Férol?
—Presente, señor.
—Descansen, soldados. Siéntense, si lo desean. Esto es un asunto muy grave y no tengo demasiado tiempo, así que escúchenme con atención…
—¿No tendrá un cigarro, capitán? —interrumpió Férol.
El capitán les pasó un paquete de tabaco y, una vez que todos hubieron cogido un cigarrillo, lo vio desaparecer en el bolsillo de Férol. Le pasó una cerilla a Didier y con ella se dieron fuego.
—Todos ustedes saben —continuó el capitán— que el ataque de esta mañana fue un fracaso. En la división insisten en que la causa es que la tropa no se atrevió a avanzar por cobardía. No pueden castigar a todo un regimiento; por lo tanto, han decidido que, bajo la acusación de cobardía, un hombre de cada una de las compañías de primera línea comparezca ante un consejo de guerra. No voy a discutir si es acertado o no, no tengo tiempo. Y, en cualquier caso, no solucionaría nada. El coronel Dax ha hecho todo lo posible para evitarlo, pero se ha estrellado contra un muro de piedra. Las órdenes son las órdenes. Mi nombre es Étienne. Estoy al mando de la compañía número 7 del segundo batallón, y el coronel me ha asignado su defensa en el consejo de guerra, ya que soy abogado en la vida civil. Está por ver si eso me sirve de algo en un consejo de guerra. Haré todo lo que pueda, no lo duden, pero no quiero transmitirles falsas esperanzas ni que den nada por sentado. Un consejo de guerra es muy distinto a un juicio no militar, incluso si se trata de un proceso penal.
»Bien, en primer lugar, quiero hacerles una pregunta a cada uno y deseo que respondan con total honestidad. Será por su propio bien. Si voy a defenderles, no se me debe ocultar nada. Y recuerden que todo lo que me digan aquí será estrictamente confidencial. Está tan a salvo conmigo como si se lo hubieran contado en confesión a un sacerdote.
»¿Alguno de ustedes mostró algún signo que pudiera, de alguna manera, ser interpretado por testigos como cobardía ante el enemigo?
—No.
La negativa sonó tres veces con grados variables en cuanto al énfasis.
»Si hubiera ocurrido tal cosa, les ruego que me lo digan para poder elaborar una defensa. No quiero que ningún testigo aparezca con algo así de pronto y no tener preparada la respuesta.
—Yo pasé de nuestra alambrada —se justificó Férol—. Meyer puede decírselo, estaba conmigo. Y el capitán Sancy.
—Yo estaba justo al lado del teniente Bonnier, en la alambrada, cuando lo mataron —afirmó Langlois.
—Y yo estaba subiendo al parapeto —señaló Didier—, cuando el cuerpo del cabo Valladier me cayó encima y me dejó fuera de combate arrastrándome a la trinchera. Cuando me puse de pie otra vez, mi compañía entera estaba de vuelta en la trinchera. No podían avanzar.
—Eso está bien —indicó el capitán, con fingido entusiasmo—. Mi consejo es que se mantengan fieles a esos relatos y no dejen que la acusación les haga dudar. Les ayudaré en lo que pueda, pero las reglas habituales con respecto a las pruebas no logran, en un consejo de guerra, los objetivos que consiguen en otros juicios. Se darán cuenta de que todo el proceso estará lleno de arbitrariedades.
»Ahora les daré un par de consejos acerca de cómo comportarse. Recuerden que seguirán siendo soldados en presencia de sus superiores, no litigantes frente a un tribunal de justicia. Muéstrense respetuosos, pero bajo ningún concepto serviles. Actúen como lo que son, soldados, y valientes, por cierto, pero no lo exageren hasta el punto de parecer arrogantes o de carecer de sentido de la disciplina. He echado un vistazo a la sala en la que se celebrará el juicio. La luz de la tarde les dará en los ojos. No permitan que eso les desconcierte y, sobre todo, no den la sensación de bajar la mirada igual que si se avergonzasen de algo. Alíense con la luz. Mantengan la barbilla erguida. Repítanselo, si es necesario: “Debo mantener la barbilla erguida”. Cuando hablen, miren a los jueces a los ojos. No lloriqueen ni supliquen ni suelten discursos. Realicen afirmaciones con espíritu militar. Que sean breves, pero que todos puedan oírlas en la sala. Traten de no repetirse. Yo lo haré por ustedes cuando tenga que recapitular. Haré hincapié en los puntos más sobresalientes de su testimonio. Limítense a responder a las preguntas que les hagan y déjenme los sermones a mí. ¿Hay algo que quieran decirme ahora?
—Sí —admitió Férol—. ¿Le importaría dejarnos unas cerillas antes de irse?
—Sí —intervino Langlois—. Estoy en este lío porque me tocó en una rifa. ¿No sería un buen punto para una defensa? Demuestra bien a las claras que en mi compañía no hay ningún cobarde al que el sargento mayor hubiera podido señalar con el dedo.
—Sí —asintió Didier, y se puso a contarle al capitán la historia de la patrulla. Se la narró despacio, sin omitir ningún detalle, ni siquiera el de que él había disparado a Roget para impedir que matara a Lejeune. Los tres hombres le escucharon con mucha atención y, una vez acabado el relato, todos, hasta donde cada uno era capaz, sentían que su corazón se llenaba de rabia.
—Usted me cree, señor, ¿verdad? —preguntó Didier, apasionadamente deseoso de que lo creyeran.
—Sí, le creo, Didier, pero ¿quién más lo hará? ¿Quién más querrá hacerlo? Me temo que su historia no le va a ayudar demasiado, más bien podría perjudicarle mucho. En primer lugar, no tiene testigos. Muy mal asunto. Por otro lado, aunque los tuviera, creo que lo único que lograría sería suscitar la animadversión del tribunal. No admitirían de muy buen grado que un soldado hiciera acusaciones de ese calibre contra un oficial. Y se sentirían inclinados a sospechar y a creer que está mintiendo para salvarse. Eso les llevaría a reaccionar contra usted de la peor manera posible. Siga mi consejo y no mencione ese incidente en el consejo de guerra. Si las cosas van mal, ya veré cómo me puede ser útil más adelante, en alguna conversación privada con uno de los jueces o algo por el estilo.
—¿Piensa que las cosas irán mal? ¿Qué posibilidades tenemos?
—Con franqueza, soldados, debo decirles que se trata de un asunto muy grave para ustedes. La división quiere dar ejemplo. Lo que lo convierte en grave es que, al parecer, les trae sin cuidado con quiénes se dé ejemplo.
—Pero echarlo a suertes… —comenzó a decir Langlois.
—Ya, ya lo sé. Pero eso es una práctica habitual en el ejército. Me temo que, precisamente por haberse echado a suertes, su posición es de lo más endeble. Tendré que ir viendo cómo se desarrolla el juicio antes de decidir qué hacer con ese tema. ¿Y usted, Férol? ¿Cómo le tocó?
—Siempre me toca a mí, eso es todo.
—Bien, tengo que irme. No se vengan abajo, muéstrense valientes. Haremos todo lo que podamos por ustedes, estén seguros. El coronel en persona va a elevar una petición. He hablado con él y vamos a sacar a la luz su hoja de servicios como regimiento y también desde un punto de vista individual…
—Deje la mía quietecita —advirtió Férol.
—Me refiero a su hoja de servicios como tropa de combate. Después elevaremos una sólida petición de clemencia, o de cárcel, como máximo. No olviden lo que les he comentado sobre comportarse como soldados. Me parece que es de vital importancia. El tribunal se presentará dentro de una media hora. ¡Sargento! ¡Abra la puerta, por favor!
—Las cerillas, capitán… —le recordó Férol.
***
Un sargento asomó la cabeza por la puerta del despacho del coronel Couderc, en el cuartel general de la división.
—El coronel Dax, señor —anunció—. Al teléfono.
Couderc asintió y cogió el auricular que estaba sobre la mesa.
—¿Sí? ¿Dax?
—Sí, soy yo.
—Soy Couderc. Es sobre los soldados que tienen que presentarse en el consejo de guerra. En el informe sólo veo los nombres de tres. ¿Dónde está el cuarto? ¿Quién es?
—No lo sé.
—¿Qué ha dicho?
—He dicho que no lo sé.
—¡No lo sabe! Pero es que saberlo es su obligación.
—No he hecho más que seguir las instrucciones, Couderc. Transmití las órdenes que me dio el general a los mandos de cada compañía, es decir, que eligieran a un hombre para comparecer en consejo de guerra. Uno de ellos no lo cumplió, eso es todo.
—¿Me está diciendo que uno de ellos no lo cumplió? ¿Por qué? ¿Acaso se negó?
—Oh, no, no se negó. Se limitó a decir que no había ningún soldado en su compañía al que se pudiera acusar en esos términos.
—¿Cuándo lo dijo?
—Bueno, la verdad es que no lo dijo. Lo escribió.
—Debería haberme enviado una copia.
—¿No lo hice? Le pido disculpas. Se me debe de haber pasado.
—¿Tiene ahí esa nota, Dax? Léamela.
—Dice: «En respuesta a su etcétera, tengo el honor de hacerle saber que no estoy en disposición de complacer sus instrucciones debido a que no hay ningún miembro de mi compañía contra quien se puedan presentar o sostener cargos de cobardía ante el enemigo».
—Se trata de una negativa en toda regla. ¿Le ha dejado claro ese hecho?
—Me es imposible. Ha salido a dar una vuelta a caballo y no regresará hasta que no haya terminado el consejo de guerra.
—Entonces, es un caso evidente de desobediencia. Debe arrestarlo en cuanto vuelva, sin perder un minuto. ¿Cómo se llama?
—Capitán Renouart, de la compañía número 1.
—¿Cómo se escribe?
—R-e-n-o-u-a-r-t.
—Bien, arréstelo inmediatamente en cuanto haya regresado y ya le diré lo que hay que hacer con él. ¿Está ahí el coronel Labouchère?
—¿Ha apuntado bien el nombre? ¿Renouart?
—Sí, lo tengo: Renouart. Ahora, Dax, páseme con Labouchère.
—Perdone, creo que no ha entendido bien…
—¿Qué es lo que no he entendido bien?
—El tal Renouart es un oficial de la máxima independencia y probado valor…
—No hay lugar para la independencia en este ejército…
—Puede que sea cierto. Pero Renouart no es el tipo de hombre que acepta dócilmente lo que sea. Es una persona con sólidos principios y luchará por defenderlos con todas sus fuerzas. Sólo le estoy avisando, Couderc, de que se las tendrá que ver con una personalidad fuerte que puede darle más quebraderos de cabeza de los que supone. Yo en su lugar sería muy cauto, sobre todo teniendo en cuenta todas las circunstancias que rodean este asunto del consejo de guerra. Todo se ha producido de una forma algo precipitada, por decirlo suavemente…
—Muy bien, no puedo preocuparme por eso, Dax. No lo he organizado yo. Pero ningún oficial de esta división puede negarse a obedecer órdenes y quedar impune. Tiene que arrestarlo. No hay vuelta de hoja.
—Aún hay algo más que usted parece haber pasado por alto, y es que existe un senador Renouart que es miembro de la comisión parlamentaria para temas militares. No me consta que les una parentesco alguno, pero pensé que le gustaría tener en cuenta ese aspecto del problema…
—Oh, vaya, eso es distinto. ¿Por qué no lo ha dicho antes? Tiene usted razón, Dax, debemos andarnos con cuidado. Le diré lo que vamos a hacer. Envíeme una copia de su orden y el original de su respuesta. Haré que el general se ocupe de ello y veremos qué dice. Me alegro de que lo haya mencionado, incluso si al final todo se queda en nada. Y ahora, déjeme hablar con Labouchère, ¿le importa?
—Aquí está.
—Labouchère al habla.
—Es una suerte, Labouchère, poder hablar con usted al fin. ¿Ha oído mi conversación con Dax?
—Sí, en efecto.
—Entonces, ya sabe que al final sólo van a juzgar a tres hombres. Como presidente del tribunal, por favor, ocúpese de que la cuestión acerca del cuarto no se suscite en el juicio. Lo que quería decirle es lo siguiente: el general me ha entregado una nota para usted, pero tendré que leérsela por teléfono, ya que no hay tiempo para que la reciba. Desea que haga saber su contenido a los otros jueces antes de que empiece el proceso. Dice así: «Los acusados han de comparecer ante el consejo de guerra lo antes posible. No me cabe la menor duda de que el tribunal sabrá cómo cumplir con su deber. Firmado, Assolant». ¿Está claro?
—Perfectamente.
—¿Cuándo comienza el consejo de guerra?
—Dentro de unos minutos.
—De acuerdo entonces. Llámeme en cuanto hayan dictado sentencia y hágame llegar un informe. Au revoir.
***
El salón del Château era espacioso, de altos techos, orientado hacia el oeste y con vistas a un césped que parecían haber extendido allí como alfombra para los declinantes rayos del sol poniente. Aquella dependencia del edificio había tenido, desde su construcción a finales del siglo dieciocho, una bien nutrida ración de guerra y de guerreros. Napoleón había pasado dos noches en el lugar; y de hecho, el nombre de Château de l’Aigle se había puesto en su honor. Más tarde, Wellington, otra noche, había bailado hasta altas horas de la madrugada. Debido a su ubicación demasiado occidental, los soldados de la guerra franco-prusiana no se interesaron por él. Cuarenta y cuatro años después, no obstante, sus abrillantados suelos de madera noble y las losas del patio volvían a resonar con el tintineo de las espuelas y sus espejos reflejaban relucientes uniformes, unos uniformes que relucían menos a medida que pasaba el tiempo. Von Kluck había comido allí un día, no mucho antes de cometer su fatal error a las puertas de París. Eso sucedió tres días después de que Sir John French hubiera cenado en el mismo lugar. Un oficial de piernas arqueadas y tupido mostacho, con las hojas de roble de general en la gorra, había hecho un alto en el camino, mientras se dirigía a un encuentro con el rey de los belgas, para llamar por teléfono. «Foch al aparato», había dicho. En uno u otro momento, la mayoría de los altos mandos de los ejércitos aliados se había alojado allí. Joffre cenó en ese sitio, en silencio pero con placer, y después se fue a la cama y durmió sin que las pesadillas de Verdún lo desvelaran. Haig se había subido al caballo junto a la caseta del guarda y desde allí recibió el saludo de los regimientos canadienses que se dirigían a la carnicería de Passchendaele. Clemenceau se había detenido al lado de la misma caseta para preguntar por dónde debía continuar su camino.
—Siento envidia de usted —le había confesado a la anciana que vivía aquí.
—¿Por qué, monsieur le ministre? —le preguntó ella.
—Porque tiene usted un bigote más espléndido que el mío.
Hay que reseñar el curioso dato de que la procesión de altos mandos y celebridades que habían visitado el lugar estaba destinada a finalizar, en consonancia con el modo en que se había iniciado en esta guerra, con la presencia de un alemán, un hombre alto, frío, afligido, que se sentó en aquel espacioso salón para cenar frugalmente con un reducido grupo de compatriotas, a última hora de una noche de noviembre de 1918. Era el general Von Winterfeldt, el componente militar de la delegación que a la mañana siguiente pediría a Foch la negociación del armisticio.
Sin embargo, en los momentos que nos ocupan, el oficial de mayor graduación en la sala era el capitán Étienne, del regimiento 181 de primera línea del frente. Estaba sentado junto a una mesa que se hallaba delante de otra mesa más grande en frente de él y paralela al muro oeste y a las ventanas del salón. Detrás del capitán, había tres hombres sentados en un banco. Tenían la cabeza descubierta, estaban desarmados y daban la impresión de no saber qué hacer con las manos. Parecían lo que eran, presos, ni más ni menos. Justo a las espaldas de los tres hombres, permanecían de pie un sargento y otros seis soldados. En este caso, sí llevaban casco, su equipación correspondía a la reglamentaria en estado de revista, es decir, cartucheras de munición y fusiles con las bayonetas caladas. Ellos disponían de los fusiles para mantener las manos ocupadas con ellos, pero, aun así, tampoco daban la sensación de estar muy tranquilos.
La sala comenzó a llenarse. Los oficiales iban entrando poco a poco y tomaban asiento. Llegó el sargento mayor del regimiento, Boulanger, colocó unos cuantos papeles sobre la mesa grande, después paseó la mirada con atención por toda la escena, movió una o dos sillas de las que tenía a mano y rectificó las posiciones de los centinelas en las puertas y a lo largo del muro.
La tensión iba aumentando por momentos: parecía relajarse un poco cada vez que alguien pasaba al interior, pero después volvía con renovado vigor.
Entró otro oficial con un sobre grande. Se fue hacia Étienne, le estrechó la mano, sonrió e intercambió unas palabras con él sin mirar a los prisioneros; después se dirigió a una mesa próxima y sacó unos papeles del sobre. Étienne se sintió algo más animado al ver que no abultaban demasiado.
—El fiscal —dijo Étienne, volviéndose hacia los prisioneros.
Didier y Langlois lo observaron, estudiaron su perfil, la parte de atrás de los hombros, el cuello y la cabeza. Férol, al parecer, no mostraba interés.
El fiscal miraba a su alrededor buscando a alguien.
—¡Ordenanza! ¡Haga venir al sargento mayor!
Un minuto más tarde, Boulanger se hallaba inclinado sobre la mesa del fiscal.
—Esto es muy irregular —protestó el fiscal—. Saque a los prisioneros. No deben entrar hasta que el tribunal se constituya y lo ordene.
El sargento mayor transmitió varias instrucciones. Los guardias rodearon a los prisioneros y se marcharon. De inmediato, éstos sintieron esperanzas.
El sargento mayor volvió a entrar e hizo una señal a los centinelas para que dejasen las puertas abiertas.
—¡Atención! —bramó—. ¡Guardias! ¡Presenten armas!
Hubo un arrastrar de sillas, el roce y el golpeteo del equipamiento de los soldados, los taconazos con y sin espuelas. La petrificación del saludo.
Entraron tres oficiales en fila de a uno, encabezados por el coronel Labouchère. El que iba detrás, un teniente, no guardaba el paso, pero lo recuperó cuando iba por la mitad del recorrido de la sala. El coronel se encaminó sin vacilar hacia el asiento central de la mesa del tribunal y se quedó de pie tras él; después esperó hasta que el capitán y el teniente se hubieron colocado respectivamente a su derecha y a su izquierda. Labouchère saludó al grupo que se situaba frente a él y ordenó:
—¡Descansen!
La tensión muscular que había en la sala remitió, no así la emocional.
—El consejo de guerra ha comenzado —informó el coronel—. Hagan pasar a los acusados.
Se gritaron órdenes en el pasillo de acceso y trajeron de nuevo a los prisioneros.
—Esto es un consejo de guerra sumarísimo —comunicó Labouchère, una vez que todo estuvo otra vez en silencio—, y, por consiguiente, prescindiremos de la mayor parte de las formalidades. Sin embargo, se deberá leer en alto la orden de nombramiento de los miembros del tribunal. El secretario del tribunal será el encargado de hacerlo.
Un teniente, situado en uno de los extremos, a la derecha de la mesa del tribunal, se puso en pie y comenzó a leer:
El general al mando de la división ordena que el consejo de guerra sumarísimo, constituido en el Château de l’Aigle con el objeto de juzgar los casos de cuatro soldados acusados de cobardía ante el enemigo, estará compuesto como sigue:
Presidente: coronel Labouchère;
Jueces: capitán Tanon, teniente Marignan;
Fiscal: capitán Ibels;
Secretario: teniente Mercier.
Firmado:
Assolant, general de división.
ÉTIENNE (incorporándose): ¿Puedo solicitar que se exponga la naturaleza del servicio desempeñado por los oficiales que forman parte del tribunal?
PRESIDENTE: ¿Con qué finalidad realiza esa solicitud?
ÉTIENNE: Con la de determinar si prestan servicio en la retaguardia o se trata de oficiales de primera línea. En otras palabras, oficiales que combaten.
TANON (el único oficial combatiente de la sala, hecho del que dio buena cuenta moviendo el cuello de la camisa para mostrar el distintivo): Puede usted comprobarlo mirando nuestra insignia.
PRESIDENTE: Es completamente irrelevante. Por favor, no nos haga perder el tiempo con estúpidos detalles técnicos. Omitiremos la lectura de los cargos. Tardaríamos demasiado y viene a resumirse en que los acusados mostraron cobardía ante el enemigo en el ataque de esta mañana sobre el Grano. Acusados, ¡en pie!
ÉTIENNE (al tiempo que se levantaba): ¡Señor presidente! La lectura de los cargos es importante en este caso. Ni siquiera yo he visto aún el documento. Solicito que sea leído en voz alta.
PRESIDENTE (que tampoco ha visto el documento con los cargos, por la sencilla razón de que tal documento no existe): Se deniega su solicitud.
(La expresión del rostro de Étienne es de estupefacción, incluso de miedo. No le gusta el tono del comienzo y tiene la sensación de que harán todo lo posible por mantenerlo).
ÉTIENNE: Pero, señor presidente, la lectura de cargos es de vital importancia. Tenemos derecho a saber de qué se les acusa para…
PRESIDENTE: La solicitud ha sido denegada. Por favor, no haga que el proceso se demore. Los acusados tienen que dar sus nombres.
(Langlois, Didier y Férol se miran entre sí, dudando).
ÉTIENNE: De izquierda a derecha. Usted primero. ¡Hable!
(Los prisioneros dicen sus nombres).
PRESIDENTE: ¿Dónde está el cuarto…? Retiro lo dicho. De acuerdo, siéntense. El fiscal llamará a su primer testigo.
(Es el momento que Étienne ha estado esperando con ansiedad. La presencia del primer testigo le permitirá tener una primera pista acerca de cuál va a ser la táctica del fiscal. Se queda sorprendido y perplejo al oír el nombre).
IBELS: El acusado, soldado Férol.
(Dos de los guardias se separan del resto del grupo y conducen a Férol delante del secretario y al otro lado de la gran mesa; le colocan casi frente a los jueces, que quedan algo a su derecha. El presidente consulta unas notas, después empieza a interrogar a Férol, sin siquiera mirarlo al principio).
PRESIDENTE: ¿Formaba usted parte de la compañía número 4 en la ofensiva de esta mañana?
FÉROL: Sí, señor.
PRESIDENTE: ¿Se negó usted a avanzar?
FÉROL: No, señor.
PRESIDENTE: ¿Avanzó usted?
FÉROL: Sí, señor.
PRESIDENTE: ¿Cuánto avanzó?
FÉROL: Más o menos hasta la mitad de la tierra de nadie.
PRESIDENTE: ¿Luego qué hizo?
FÉROL: Bueno, las ametralladoras de los cabezas cuadradas eran como una tormenta de granizo y vi que…
PRESIDENTE: No. Responda a mi pregunta. ¿Qué hizo?
FÉROL: Bueno, señor, vi que Meyer y yo…
PRESIDENTE: No le he preguntado por lo que vio. Le he preguntado qué hizo.
FÉROL: Sí, señor.
PRESIDENTE: ¿Avanzó usted?
FÉROL: No, después de ver que Meyer y yo…
PRESIDENTE: ¿Dio usted la vuelta y regresó?
FÉROL: Bueno, cuando vi que…
PRESIDENTE: ¡Atención! Conteste a mi pregunta. ¿Dio la vuelta y regresó? ¿Sí o no?
FÉROL: Sí, señor.
PRESIDENTE: ¿Alguna pregunta, señor Fiscal?
IBELS (con una sonrisa que daba a entender que las hábiles preguntas del presidente hacían innecesario añadir más): No, señor.
PRESIDENTE: El acusado puede volver a su sitio.
ÉTIENNE: Un momento, señor presidente. Me gustaría interrogar al testigo.
PRESIDENTE: ¿Se refiere usted al acusado?
ÉTIENNE: Sí, señor.
PRESIDENTE: Adelante. Pero sea breve.
ÉTIENNE: Férol, cuando llegó a la mitad de la tierra de nadie, dígale al presidente por qué dio la vuelta.
PRESIDENTE: ¿Eso es una pregunta?
ÉTIENNE: Sí, señor.
PRESIDENTE: Entonces, formúlela como una pregunta.
ÉTIENNE: Sí, señor. Cuando llegó a la mitad de la tierra de nadie, ¿usted y Meyer estaban solos?
FÉROL: Sí, señor.
ÉTIENNE: Diríjase al tribunal. ¿Qué sucedió con el resto de la compañía?
FÉROL: No lo sé. Los que teníamos más cerca estaban muertos o heridos. El resto había retrocedido, supongo.
ÉTIENNE: Por lo tanto, al darse cuenta de que estaban solos, ¿decidieron que lo único que podían hacer era volver para incorporarse a su compañía?
FÉROL: Sí, señor.
ÉTIENNE: ¿El fuego era muy intenso?
FÉROL: Ya se había cargado a media compañía.
ÉTIENNE: Entonces, si hubieran seguido avanzando, ¿habrían sido dos hombres avanzando en solitario?
FÉROL: Sí, y no hubiéramos recorrido ni dos metros más. Tuvimos que volver arrastrándonos cuerpo a tierra, en realidad.
ÉTIENNE: Es todo.
PRESIDENTE: ¿Señor fiscal?
IBELS: Es decir, retrocedieron, ¿no es así?
FÉROL: Bueno, cuando vimos que…
IBELS: ¿Retrocedieron, sí o no?
FÉROL: Sí.
IBELS: ¿Sí, qué?
FÉROL: Sí, señor.
PRESIDENTE: El acusado puede volver a su sitio. Llame a su siguiente testigo, señor fiscal.
(A Étienne se le encoge el corazón. Ya no le cabe ninguna duda sobre cuál va a ser la repulsiva táctica de la acusación. No se van a molestar en traer testigos, ni siquiera testigos previamente aleccionados. Van a hacer, de una forma simple y cínica, que los prisioneros se inculpen a sí mismos. Murmura para sí: «¡Jesuitas! ¡Dictadores! ¡Asesinos!»).
IBELS: ¡Soldado Langlois, al estrado!
(Langlois se coloca mirando a los jueces, con los guardias a ambos lados. Se sitúa un poco más de frente porque quiere que su médaille militaire y su croix de guerre queden bien a la vista).
PRESIDENTE: ¿De qué compañía formaba parte durante la ofensiva?
LANGLOIS: De la número 3, señor.
PRESIDENTE: ¿Se negó usted a avanzar?
LANGLOIS: No, señor.
PRESIDENTE: ¿Avanzó usted?
LANGLOIS: Sí, señor, en efecto, señor.
PRESIDENTE: En ese caso, ¿por qué está aquí?
LANGLOIS: Porque lo echamos a suertes y…
PRESIDENTE: Retiro la pregunta. ¿Hasta dónde llegó?
LANGLOIS: Estaba justo al lado del teniente Bonnier cuando le mataron en la alambrada.
PRESIDENTE: ¿La alambrada enemiga?
LANGLOIS: No, señor, la nuestra.
PRESIDENTE: Nuestra alambrada está próxima a nuestra trinchera, ¿verdad?
LANGLOIS: No tan próxima, señor. Hay un buen trecho entre la alambrada y la trinchera.
PRESIDENTE: Pero no se trataba de la alambrada enemiga, ¿cierto?
LANGLOIS: No, señor.
PRESIDENTE: Entonces, usted no avanzó más que unos metros, ¿no es así?
LANGLOIS: Avancé todo lo que pude, señor.
PRESIDENTE: Ya veo. Y después, ¿qué hizo?
LANGLOIS: Mataron al teniente Bonnier. Había muchos hombres muertos. No parecía haber nadie al mando. No sabía qué hacer.
PRESIDENTE: ¿Tomó usted el mando? ¿Hizo que los hombres siguieran adelante?
LANGLOIS: No había hombres a quienes hacer continuar.
PRESIDENTE: Conteste a mi pregunta. ¿Tomó usted el mando?
LANGLOIS: No, señor. No había nada que mandar.
PRESIDENTE: ¿Se quedó donde estaba?
LANGLOIS: Sí, señor.
PRESIDENTE: Así que no siguió avanzando, ¿es así?
LANGLOIS: No podía. El fuego era demasiado intenso. El ataque parecía haber fracasado.
PRESIDENTE: ¿Y después retrocedió hasta su trinchera?
LANGLOIS: Volví a ella cuando me di cuenta de que se había detenido el avance.
PRESIDENTE: Pero si el avance hubiera continuado, no se habría detenido, ¿no es cierto?
LANGLOIS: ¿…?
PRESIDENTE: Responda a mi pregunta.
LANGLOIS: Sí, supongo que sí. Ya estaba detenido a causa del fuego alemán que…
PRESIDENTE: O a causa de la cobardía francesa. De todos modos, lo que está claro es que no logró avanzar, ¿verdad?
LANGLOIS: No es cierto, señor.
PRESIDENTE: ¿Qué quiere decir con «no es cierto, señor»? Usted mismo ha dicho que no pasó de su propia alambrada.
LANGLOIS: No pude, señor.
PRESIDENTE: Porque tenía miedo.
LANGLOIS: Porque era inútil.
PRESIDENTE: Ah, ya entiendo. Usted, un simple soldado, decidió que era inútil. ¿Alguna pregunta, señor fiscal?
IBELS: No, señor.
PRESIDENTE: ¿Alguna pregunta, capitán Étienne?
ÉTIENNE: Con la venia del tribunal, me gustaría leer las menciones al valor que este hombre ha obtenido en dos ocasiones. La primera, la mención en las Órdenes del Ejército por…
PRESIDENTE: No tiene relevancia, capitán. Al acusado no se le juzga por su valor en el pasado, sino por su cobardía reciente. Las medallas no sirven como defensa.
ÉTIENNE: En ese caso, ¿me da su permiso para llamar a testigos que pueden hablar de su comportamiento, así como de su inclusión en una lista de futuros ascensos que pasarán por una academia de oficiales?
PRESIDENTE: No, no se lo doy. Pero, en su lugar, sí se lo concedo para llamar a testigos que puedan afirmar que llegó a la alambrada alemana.
ÉTIENNE: Me es imposible hacerlo, señor, porque nadie en todo el regimiento pudo ni siquiera acercarse a la alambrada alemana.
PRESIDENTE: Eso es discutible. Me va a permitir que no esté de acuerdo con usted, capitán.
ÉTIENNE: No esperaba menos, señor.
PRESIDENTE: Me satisface pensar que no lo decepcionaré. El acusado puede regresar a su sitio. Siguiente testigo, señor fiscal.
IBELS: ¡Soldado Didier!
PRESIDENTE: Ya ha oído las preguntas que se les ha planteado a los otros prisioneros. ¿Debo suponer que usted, al igual que ellos, participó en la ofensiva, que no se negó a avanzar y que, en realidad, avanzó, sin duda, más que nadie en su compañía?
DIDIER: Sí, señor, traté de avanzar.
PRESIDENTE: Trató de avanzar. ¿Quiere darme a entender que no lo logró?
DIDIER: Bien, señor, conseguí llegar incluso más lejos que muchos otros.
PRESIDENTE: Explíquese.
DIDIER: Formábamos una fila de tres o cuatro a lo ancho de la trinchera. Yo estaba apoyado en el espaldón. Cuando sonaron los silbatos, el de delante empezó a ascender al parapeto. El capitán Charpentier fue el primero y le mataron al instante. Me llegó el turno y me puse a subir por la escala. En ese mismo momento, me cayó encima el cuerpo del cabo Valladier. Tiró la escala hacia atrás y a mí con ella. Valladier pesaba mucho y, tanto él como la escala, se desplomaron sobre mí como una carga de carbón. Cuando me recuperé y salí del fondo de la trinchera, el ataque había terminado.
PRESIDENTE: Entonces, ¿nunca llegó a abandonar su posición inicial para el ataque?
DIDIER: Sí, prácticamente estaba ya fuera.
TANON (interrumpiendo): ¿Tenía los pies sobre el parapeto?
DIDIER: Bueno, casi, señor.
PRESIDENTE: ¿Qué parte de su cuerpo se encontraba sobre el parapeto?
DIDIER: Bueno, ninguna parte de mi cuerpo estaba sobre el parapeto. Como le he dicho, me hallaba en la escala. Pero de cintura para arriba sobresalía del parapeto.
PRESIDENTE: Pero sus pies pisaban la escala, no el parapeto, ¿es así?
DIDIER: Es que tenían que estar en la escala para luego acceder al parapeto.
PRESIDENTE: Sí, me hago cargo. Sin embargo, lo cierto es que todo su cuerpo permanecía en el espacio delimitado por los muros de la trinchera, ¿cierto?
DIDIER: No entiendo lo quiere decir, señor.
PRESIDENTE: ¿Acaso no es un hecho que no llegó a salir en ningún momento de su posición inicial en la trinchera?
DIDIER: Bien, como le estaba diciendo, señor, ya estaba saliendo cuando el cuerpo de Valladier…
PRESIDENTE: Conteste a mi pregunta. ¿Salió o no salió de la posición inicial en la trinchera?
DIDIER: Intentaba decirle, señor…
PRESIDENTE: Conteste sí o no.
DIDIER:…
PRESIDENTE: Le repito que me responda.
DIDIER: No.
PRESIDENTE: ¿Alguna pregunta, señor fiscal?
IBELS: No hay preguntas, señor.
PRESIDENTE: Capitán Étienne.
ÉTIENNE: Me gustaría llamar a varios testigos que describirán las condiciones en que se encontraba la trinchera de la compañía número 2. Quisiera mostrar que…
PRESIDENTE: Totalmente innecesario. El propio acusado ha confesado que no llegó a abandonar la posición inicial de la trinchera.
ÉTIENNE: Por eso mismo, quiero probar que…
PRESIDENTE: Petición denegada.
ÉTIENNE: Podría llamar a testigos en relación con la hoja de servicios y personalidad del acusado, así como…
PRESIDENTE: Ya le he dicho que no se juzga al acusado por su personalidad. Desearía que se abstuviera usted de sacar a colación todos esos detalles irrelevantes. El acusado puede regresar a su sitio. Si quiere realizar su alegato, capitán Étienne, puede hacerlo ahora. Dispone de cinco minutos.
ÉTIENNE: Sí, señor. En ese caso, y antes que nada, considero mi deber protestar, con el debido respeto, contra el modo en que se ha desarrollado el presente juicio. Protesto, con la formalidad más solemne, contra el hecho de que no se haya dado lectura a los cargos imputados. Considero que se trata de una omisión cuya ilegalidad hace que este consejo de guerra carezca de validez y lo convierta en nulo y sin efecto alguno. Además, protesto porque no se han tomado notas taquigráficas del proceso. Ello priva a los acusados del instrumento con que podrían fundamentar una petición de indulto al presidente de la República.
PRESIDENTE: Olvida usted que la figura del indulto presidencial ya no existe, capitán Étienne. Fue, precisamente, el aumento de la cantidad de estos casos de cobardía e insubordinación lo que llevó al presidente a renunciar a su privilegio de indulto y lo que hizo que se reinstaurasen los consejos de guerra sumarísimos. De ahí que no hubiera necesidad alguna de tomar notas taquigráficas.
ÉTIENNE: No obstante, señor, quisiera dejar constancia de la gravedad de tal omisión. Y me gustaría hacerlo más enérgicamente, si cabe, apoyándome en la tercera objeción que expondré sin mayores preámbulos. Con el debido respeto, aunque no por ello con un carácter menos oficial, protesto contra el modo en que se ha interrogado a los acusados, obligándoles a admitir hechos formulados de forma tan retorcida que no podían conducir más que a su incriminación. Me gustaría llamar la atención del tribunal acerca de lo terriblemente injusto que ha sido el interrogatorio de los testigos, así como de las trabas con que se ha encontrado la defensa para realizar las repreguntas, eso en los casos en que no se ha impedido sin más. Como ya he explicado con anterioridad, consideraría que no estoy cumpliendo con el deber que se me ha encomendado a la hora de defender a estos hombres si no elevara formalmente estas protestas a sus señorías.
»Permítanme, con la venia del tribunal, centrarme a continuación en los hombres aquí sentados bajo el estigma de una de las peores acusaciones de que puede ser objeto un soldado: la de cobardía.
»Caballeros, les aseguro que estos hombres no se comportaron como cobardes. ¡Lo hicieron como héroes! Pertenecen a un célebre regimiento de tropas de asalto, un regimiento cuyo estandarte soporta el peso de las condecoraciones que una nación agradecida ha acumulado sobre él, un regimiento al que tengo el enorme orgullo de pertenecer. Sólo a lo largo del último mes, se distinguieron en la fiera lucha que tuvo lugar en el Valle de Souchez y los promontorios colindantes, donde tanta sangre francesa se derramó. Diezmados, exhaustos, somnolientos y traumatizados, finalmente fueron relevados, más bien lo que quedaba de ellos, hace dos o tres días, para que pudieran disfrutar de un bien merecido periodo de reposo y renovación de material. Mientras marchaban en dirección a la zona de descanso, les hicieron desviarse de su camino y dirigirse al sector del Grano con órdenes de tomar ese obstáculo notablemente formidable, tan formidable, de hecho, que dos ataques efectuados hace poco tiempo por tropas de refresco, de refresco, repito, han fracasado. Sin quejarse una sola vez, dejaron de lado su cansancio y se vieron de nuevo en las trincheras la misma noche en que tenían que haber estado reponiendo fuerzas. Se someten durante treinta y seis horas al devastador fuego enemigo. A su alrededor, la tierra está cubierta por los cadáveres de sus camaradas caídos en ataques anteriores. El aire está cargado por el hedor de la muerte y resuena con los sonidos de la muerte.
»La hora cero llega y el bombardeo comienza. El contraataque alemán no se hace esperar y responde con precisión. Las mortales ráfagas de ametralladora rocían los parapetos con un fuego tan denso como una impenetrable lluvia. ¿Y acaso ellos dudan? No, en absoluto. Avanzan hacia el horrendo infierno mientras sus efectivos disminuyen en número a un ritmo amargamente rápido, cada vez que dan un paso al frente.
»Férol llega más lejos que nadie, hasta situarse en medio de esa avenida de la muerte que llaman tierra de nadie. Allí se da cuenta de que está solo. ¿Se espera de él que ataque el Grano por su cuenta y riesgo? No, nadie osaría pedir algo así a un hombre, sería demasiado absurdo. Caballeros, ¡el acusado Férol no se comportó como un cobarde!
»Langlois, portando su médaille militaire y su croix de guerre, se encuentra al lado mismo de su jefe de compañía, por completo atrapado en su propia alambrada, que no deja de zumbar ante las balas de las ametralladoras enemigas. El jefe de la compañía cae muerto, la compañía está hecha pedazos. Como él mismo ha testificado, no tomó el mando porque no había nada que mandar… excepto los muertos. Obligado a detenerse, no puede ir más lejos. Caballeros, ¡el acusado Langlois no se comportó como un cobarde!
»Didier tiene mala suerte, debo admitirlo. Pero ¿es que debemos colgarle la etiqueta de cobarde porque el cuerpo de un hombre le cayera encima y le dejara fuera de combate? He querido hacer comparecer a testigos que describieran las condiciones existentes en la línea del frente de la compañía número 2, quizá el peor sitio de todo el sector. Les hubieran dicho que la ofensiva fue literalmente segada como el trigo al borde de la trinchera por medio de un fuego exterminador. Didier trataba de avanzar cuando se lo impidió uno de esos accidentes que parecerían divertidos en otras circunstancias, pero que, en las que nos ocupan, no podría calificarse más que de horrible. También era mi intención que comparecieran los testigos que habrían detallado cómo, antes de la ofensiva, llevó a cabo él solo una peligrosa y valiente misión de patrulla en la alambrada enemiga, que habrían afirmado que era uno de los mejores en ese tipo de misiones en opinión de su jefe de compañía, tristemente caído unos segundos antes de guiar con valor a sus hombres en el asalto. Caballeros, ¡el acusado Didier no se comportó como un cobarde!
»¿Qué más puedo decir…?
PRESIDENTE: Nada. Ya ha sobrepasado su tiempo.
ÉTIENNE: Si me permiten, caballeros. Sé que han exigido tomar medidas ejemplares. Pero se equivocan en lo que se refiere a estos hombres. Con toda seguridad, no serán ustedes, honorables jueces de un tribunal de justicia militar, quienes contribuyan a la grotesca ironía que supone condenar a estos soldados por un crimen que es la antítesis de las cualidades que en realidad han demostrado poseer y por las cuales deberían ser condecorados.
»Caballeros, convencido del inquebrantable sentido del deber que anima sus conciencias como oficiales, del profundo sentido de la justicia que gobierna sus conciencias como jueces, del inmenso sentimiento de compasión que impulsa sus conciencias como hombres, pongo los destinos de los acusados en manos de la generosidad de su alma, seguro de que tres oficiales franceses tan íntegros como ustedes no creerán posible actuar de un modo que los haría cómplices de lo que podría convertirse en un horrendo y nauseabundo crimen judicial.
»Gracias por su atención y por su paciencia.
PRESIDENTE: Señor fiscal.
IBELS: Señor presidente y jueces del tribunal. No poseo el don de la oratoria del que hace gala mi oponente y, si así fuera, no lo utilizaría en este momento, ya que lo considero, desde el punto de vista de la acusación, innecesario. Los acusados, uno por uno, han comparecido y han admitido que no fueron capaces de avanzar en un ataque que les había sido ordenado. En las leyes militares, a eso se le llama, en el mejor de los casos, cobardía ante el enemigo. Por consiguiente, me limito a pedir al tribunal que actúe de acuerdo con las medidas previstas en el Código de Justicia Militar, que declare a los acusados culpables de los cargos imputados y que les imponga la pena que el mencionado código prescribe.
PRESIDENTE: Acusados, ¡en pie! ¿Tienen algo que decir en su defensa?
(Los acusados miran a Étienne y él habla con ellos susurrando).
ÉTIENNE: El acusado Férol se declara inocente e implora el perdón del tribunal. El acusado Langlois se declara inocente. Pide al tribunal que tenga en cuenta sus condecoraciones. El acusado Didier se declara inocente, alega que está casado y tiene cuatro hijos, e implora el perdón del tribunal.
PRESIDENTE: Muy bien. Que acompañen a los acusados al puesto de guardia. Doy por concluida la vista. Ahora el tribunal se retirará para deliberar.
***
Un reducido grupo de hombres se alineaba en el patio de las cocheras del Château. El sol había descendido tras los edificios y las palomas arrullaban a la sombra de los aleros. Tres hombres, con la cabeza descubierta y desarmados, permanecían en posición de firmes. Detrás de ellos, la guardia estaba presentando armas. Tenían en frente al Fiscal, flanqueado por el secretario del tribunal militar y el sargento mayor. El capitán Ibels leía algo escrito en una hoja de papel.
En nombre del pueblo francés.
En el día de hoy, en las deliberaciones a puerta cerrada del consejo de guerra sumarísimo del Château de l’Aigle,
El presidente planteó la siguiente pregunta: «¿Se considera a los soldados Férol, Langlois y Didier, del regimiento 181 de primera línea del frente, culpables de haber mostrado cobardía ante el enemigo durante el ataque efectuado por dicho regimiento sobre el sector de las líneas alemanas conocido como el Grano?».
Tras haberse llevado a cabo la votación de acuerdo con lo marcado por la ley, por separado y comenzando por el miembro de más baja graduación y terminando por el presidente del tribunal,
El consejo de guerra declara, por unanimidad, que la respuesta a la mencionada pregunta es la siguiente: «Sí, los acusados son culpables».
A continuación de lo cual, y a instancias del ministerio fiscal, el presidente sometió a votación la cuestión de la pena que se debería imponer, llevándose a cabo la misma de acuerdo con lo marcado por la ley, por separado y comenzando por el miembro de más baja graduación y terminando por el presidente del tribunal;
El consejo de guerra sumarísimo, en consecuencia, por dos votos a favor y uno en contra, condena a los soldados Férol, Langlois y Didier a morir fusilados del modo previsto por el Código de Justicia Militar.
Se ordena al ministerio fiscal que lea sin demora la presente sentencia a los acusados en presencia de la guardia en armas.
Firmado: Labouchère, presidente del tribunal,
Tanon, Juez,
Marignan, Juez
***
El sargento mayor del regimiento, Boulanger, había tenido que realizar algunos preparativos y le quedaban órdenes que transmitir. Había completado su labor de manera competente y, ahora, en su despacho, daba instrucciones precisas a un selecto grupo de suboficiales del primer batallón.
—Como ya saben ustedes, el consejo de guerra ha declarado a los acusados culpables y les ha condenado a morir fusilados. La ejecución tendrá lugar a las ocho de la mañana, ni un minuto más tarde. El coronel insiste en que todo debe transcurrir sin el más mínimo tropiezo y, a ser posible, sin retrasos. No hay que apresurarse innecesariamente, pero no debe haber titubeos. Se me ha encomendado esta misión y soy la persona responsable de que se cumplan las órdenes y de que no se cometan errores. Pueden dar por hecho que cualquier queja motivada por la negligencia en el cumplimiento de su deber, la haré recaer, y con creces, sobre ustedes. Ese deber, dicho sea de paso, es más que sencillo. Cojan sus cuadernos y asegúrense de que toman nota de lo que les voy a decir.
»Sargento Gounod, a usted se le confiere el mando de la escolta que conducirá a los prisioneros del puesto de guardia a los postes de ejecución. Tendrá usted una guardia de doce hombres armados, con los fusiles cargados, las bayonetas caladas, cuatro hombres por cada prisionero. Los cuatro tendrán asignado en exclusiva un prisionero y serán responsables sólo de él en caso de que surja alguna complicación. Ante cualquier indicio de problemas, los prisioneros serán protegidos de inmediato. Si el conflicto se alarga demasiado, se disparará al prisionero allí mismo. Si durante el desplazamiento se produce algún tipo de acción concertada, a todos ellos se les disparará o se les atravesará con la bayoneta. Pero deberán hacer todos los esfuerzos posibles para mantenerlos bajo control sin tener que recurrir a dispararles. ¿Está claro?
»No, los prisioneros no tendrán las manos atadas hasta que no se encuentren en los postes de ejecución. El coronel desea que no se les inflija ninguna crueldad innecesaria. Además, de esa forma les resultaría más difícil caminar.
»La escolta no intercambiará una sola palabra con los prisioneros a excepción de las órdenes. A ustedes se les hará entrega de un litro de coñac, con el que llenarán su cantimplora. Cuando vayan a por los prisioneros, les darán a cada uno de ellos un buen trago y un cigarrillo, si alguno así lo quiere. Pero no permitan que beban demasiado. No olviden que el coñac caerá en estómagos vacíos… completamente vacíos, si no me equivoco. Después, cuando el destacamento llegue al extremo del bosque en el que hay que girar en dirección a la plaza de armas, les darán otro trago. Éste será el último. ¿Está claro?
»En cuanto finalice esta reunión, el sargento Gounod irá hasta el puesto de guardia y, tomando buena nota del tiempo que necesita, se encaminará hacia la plaza de armas a un ritmo un poco menor que el habitual de marcha. Deberá conocer con exactitud lo que tarda en llegar a la zona central del lugar, cerca de su lado oeste, junto a los árboles. Ese tiempo, más ocho minutos, es lo que habrá de restar de las ocho en punto para saber a qué hora saldrá la escolta con los prisioneros del puesto de guardia. ¿Les ha quedado todo suficientemente claro?
»De acuerdo. El sargento furriel se encargará de organizar dos grupos, uno para levantar los postes de ejecución en los lugares que yo les indicaré, el otro para cavar la fosa, una fosa lo bastante grande para los tres cuerpos, en el bosque que hay por detrás de los postes de ejecución. Estos grupos permanecerán de servicio hasta que todo el asunto haya terminado. El sargento será el responsable de que haya cuchillo, soga y tela para vendar los ojos. La soga es para atar a los condenados a los postes. Las manos quedarán atadas por detrás de ellos con la finalidad de que sus cuerpos estén sujetos a los postes, y lo harán con suficiente fuerza como para evitar que caigan en caso de desmayarse o de que sus rodillas cedan. Los soldados de estas partidas pertenecerán a la compañía número 3.
»Ahora, lo referente a los pelotones de ejecución. Las órdenes son que estén integrados sólo por soldados del último reemplazo. No, no conozco el motivo, pero supongo que es para impresionarles infundiéndoles sentido de la disciplina y, quizá, con el objeto de evitar cualquier problema que pueda surgir al negarse alguno de los veteranos a disparar a un camarada. Sí, ya sé que los reglamentos establecen que un pelotón de ejecución debería proceder de un regimiento diferente o, al menos, de uno de los otros batallones. Pero las órdenes son las órdenes y éstas vienen de la división. Ellos saben lo que se traen entre manos y, si no lo saben, a nosotros no nos incumbe. En cualquier caso, eso es algo secundario. Otro punto del que debo informarles es que el coronel quiere que todo se disponga de tal manera que los pelotones no salgan de la misma compañía que el hombre al que van a ejecutar. El de Langlois, por tanto, será de la compañía número 1; el de Didier, de la número 4; el de Férol, de la número 2. Doce hombres y un sargento por cada pelotón; cada pelotón marchará de forma independiente por la plaza de armas y esperará, apartado, en el extremo más alejado. Yo los haré ocupar su puesto cuando llegue el momento.
»El regimiento al completo estará en el lugar a las siete y cuarto, formado en perfecto estado de revista en el extremo oriental. A las siete y media, yo me pondré al frente de la tropa y la haré formar ocupando tres lados del cuadrado de la plaza de armas.
»A las ocho menos cuarto, los oficiales harán acto de presencia y ocuparán sus puestos. Haré que los soldados en formación se giren en dirección al oficial al mando.
»Tan pronto como los condenados hayan llegado al lugar y se les esté atando a los postes, ordenaré a los pelotones de ejecución que se sitúen en los sitios previstos y después comunicaré al oficial al mando que todo está preparado. Cuando él dé la orden, la banda hará redoblar los tambores y, acto seguido, el ayudante leerá en alto la sentencia del consejo de guerra. Al finalizar esta lectura, los tambores redoblarán de nuevo. Un suboficial dará la orden de disparar. Aún no sé si el regimiento tendrá que desfilar ante los cadáveres o no.
»¿Alguna pregunta…?
»No, no se llevará a cabo ninguna ceremonia de degradación. Al parecer, en las órdenes de la división se ha pasado por alto y el coronel se piensa aprovechar de ello. ¿Alguna otra pregunta…?
»De acuerdo, ¡rompan filas!
***
—En nombre del pueblo francés… —repitió Langlois.
—Tendría que haber dicho «en nombre de los carniceros franceses» —apostilló Didier.
—Y pensar que —prosiguió Langlois—, después de todo, nosotros somos el pueblo francés, tú, yo y Férol, y millones como nosotros.
—No te lo tomes tan a pecho —sugirió Férol—. Es el tercer consejo de guerra en el que comparezco y jamás han acabado en nada, excepto una temporadita en la cárcel. Y la cárcel no es, en absoluto, un mal sitio, sobre todo en tiempo de guerra. Estamos a salvo, nos sacan al patio tres veces al día y nadie nos molesta. Lo único que hay que hacer es sentarse y esperar. Puede que también nos manden algo de faena de vez en cuando. Hacedme caso, después de estar a la sombra en Argelia, esto es un lujo. Amigos, por vuestra forma de hablar, se diría que ha llegado el fin del mundo.
—Bueno, para nosotros sí —intervino Didier—, sólo que tú no lo sabes.
—¿Cómo lo sabes tú? —preguntó Férol.
—Tengo en cuenta los indicios. Para empezar, Langlois está aquí por un sorteo. Cuando se ponen a sortear estas cosas, ya puede uno ir redactando su testamento. Después, que Roget me haya escogido a mí. Ha sido listo ese cabrón al quitarme de en medio tan hábilmente. Creedme, jamás he deseado matar a un hombre, excepto en la guerra, claro, pero daría lo que fuera por tener a Roget encogiéndose mientras le apunto con el revólver. ¿Y sabéis lo que haría? Pondría cinco balas de fogueo y sólo una de verdad. Dispararía las cinco dejando pasar un largo rato entre bala y bala y le haría morir cinco veces antes de disparar la de verdad…
—¡Vaya, es una gran idea! —exclamó Férol, mientras los ojos le brillaban de admiración—. ¿Cómo se te ha ocurrido? Tengo que recordarla para cuando salga. Hay un capullo que…
—Pero ¿es que tu sebosa cabeza no se va a dar por enterada, Férol, de que esta vez no vas a salir? —replicó Langlois.
—¡Venga ya! ¡Eres un agorero!
—Bueno, ¿es que ese consejo de guerra, si es que se le puede llamar así, no os ha convencido de que no tenéis la menor posibilidad?
—Para ser sincero, tíos, yo no le he prestado demasiada atención. Estaba pensando en si sería capaz de escapar pegando un salto por aquella ventana que tenía a mi lado. Ya casi me había decidido a correr el riesgo. El capitán estaba dando su discursito. Miré alrededor de la sala para comprobar si alguien me vigilaba. Y, por Dios, cuando volví la vista otra vez hacia la ventana, uno de los guardias se había colocado junto a ella y no me quitaba de encima sus ojos de cerdo.
—Estás loco —concluyó Didier.
Langlois dio por buena la conclusión sobre Férol, y él y Didier se pusieron a hablar entre ellos.
Estaban inquietos, y mucho, pero, por el momento, no se encontraban realmente asustados. Se habían liberado de la tensión inherente a un consejo de guerra, de un desarrollo incluso más hostil de lo que cabía esperar, debido a la rigidez del tribunal, la cantidad apabullante de uniformes de oficiales y las largas, esbeltas y relucientes bayonetas caladas de los guardias. Ahora, la mayoría de sus secreciones corporales funcionaban de nuevo con normalidad y, una vez más, la saliva humedecía unas bocas que habían estado secas.
Cada uno de ellos intentaba superar al otro con argumentos que probaran que iban a morir, aunque a la vez estaban convencidos de que vivirían. Reaccionaban con el curioso instinto que impulsa a los hombres a evadirse de una situación hablando de ella. Iban acumulando, uno tras de otro, comentarios llenos de desesperanza y sentían que de ese modo le hacían algún bien a su causa. Conversaron durante una hora o más en un vano esfuerzo por liberarse de las contradicciones de sus sentimientos. Sabían que iban a morir y, al mismo tiempo, no se lo creían. O creían que iban a ser ejecutados y, a pesar de todo, la idea de que algo así pudiera sucederles a ellos era impensable.
Ese estado de sensaciones contradictorias y enrevesadas se aclaró poco después de la noche; casi todo el edificio de su inmunidad, tan laboriosamente construido, se vino abajo, y los dejó, de modo repentino e increíble, en posesión de lo único que quedaba, es decir, la desesperanza. La aclaración llegó en forma de visita del sargento Picard, el sacerdote.
—Hijos míos —les anunció—, sois soldados y no necesito andarme por las ramas. Os traigo malas noticias. Debéis prepararos para lo peor. El coronel me ha pedido que os lo diga. Ha estado hablando por teléfono con el cuartel general del ejército. El teniente general estaba cenando y no ha podido hablar con él. Ha conversado con el jefe del estado mayor, pero le ha explicado que él no tenía autoridad para intervenir en un asunto de esta índole. El coronel le ha suplicado y, después, la línea se ha cortado. Dax intentó hablar con él de nuevo, pero cuando recuperó la comunicación con el cuartel general y dijo quién era, le tuvieron esperando un rato y, al final, le contestaron que el jefe del estado mayor había salido y no era posible localizarlo. Dice que entenderéis que, en realidad, no quieren ser localizados. Lo mismo ocurre en la división.
»Hijos míos, no tengo nada que deciros en este momento. Pero hay algo que puedo hacer, y lo he hecho. Os he traído lápiz y papel. Si alguno de vosotros no sabe escribir, estoy yo para ayudaros. Será igual que en un confesionario… Muy bien, aquí están los útiles para escribir. Volveré más tarde. Podéis redactar las cartas sin miedo a la censura, porque me encargaré de que lleguen a vuestras familias. La iglesia, al igual que el estado, ya lo sabéis, tiene sus propios canales de comunicación.
—Sargento —intervino Langlois—, ¿cuánto tiempo tenemos?
—No mucho, mi pobre camarada, pero creo que, por lo menos, hasta que haya amanecido.
—¿Por qué lo cree? ¿Está seguro?
—Sí, estoy seguro, porque se ha dado la orden de que todo el regimiento forme en estado de revista. El estado de revista no tendría sentido en la oscuridad. Además, los pelotones de…
Picard se contuvo de pronto y se sintió aliviado al oír que Didier ocultaba su torpeza con una pregunta.
—¿Dolerá mucho, sargento?
—Ni siquiera creo que os enteréis. El dolor lo sentiréis ahora, y no será en el cuerpo. El… esto… Lo recibiréis como un final deseado para vuestra angustia. Volveré para auxiliaros a lo largo de esas horas, si puedo.
—Sargento —pidió Férol—, tráiganos tabaco, ¿le importa? Y no olvide también las cerillas.
El sargento Picard se fue.
«Ninguno de ellos me ha llamado “padre” —observó, hablando consigo mismo—. Más adelante, quizá…».
Didier estaba sentado en las tablas y escribía una carta a su mujer. Las palabras, al principio, surgían con mayor lentitud del lápiz que de su lengua.
Empezó por el principio y le contó la historia de la patrulla, su acuerdo con Roget, el ataque sobre el Grano y todo lo que ocurrió después con una velocidad desconcertante. Llegó a estar tan inmerso en la enumeración de acontecimientos militares de su relato que, a veces, el estilo se deslizaba hacia el tono de un informe oficial. Era su defensa lo que estaba redactando, la defensa de la que le habían privado. De cuando en cuando, lo injusto de todo lo que había sucedido le abrumaba y las palabras aparecían en avalanchas de indignación, casi histéricas en su denuedo por transmitir la sensación de ultraje. Después venía, con más calma, un intervalo de pesadumbre; y no se puede decir que sus ideas se estructurasen de una forma algo farragosa sólo porque expresara la pena en términos de amor por las menudencias que tenía en los bolsillos, esas menudencias que una mujer envía a su marido al frente. Daba instrucciones detalladas del modo en que deseaba que se criara a sus hijos, de qué pasos debían seguir. En la frase siguiente, dejaba todo eso en manos de su mujer. Hablaba con dignidad y orgullo de su propia vida y de su trabajo. Siempre había sido un hombre de carácter y quería que su mujer preservara su reputación entre los amigos y conocidos, más en beneficio de sus hijos que del suyo personal. Le aseguró que jamás se había comportado como un cobarde. Lo fusilaban sólo para dar ejemplo. Nunca había tenido suerte y se resignaba a su destino. Después de todo, Francia ya estaba llena de niños sin padres y de viudas. Le prometió que haría frente al pelotón de ejecución como un soldado valiente. Ni ella ni los niños debían agachar la cabeza avergonzándose de él. Volvió a los objetos que tenía en los bolsillos y que había extendido ante él, la bolsa de tabaco, una carta, un mechón de pelo, todo ello de su amada Annette. Entonces, sintiéndose abrumado de repente, terminó la carta sin más:
«¡Cómo te quiero, amor mío! ¡Y cómo estoy llorando!», y Didier lloró, en silencio, volviendo la cabeza para que los otros no pudieran verlo.
***
La carta de Langlois:
Desde el frente.
Querida esposa:
¿Por dónde podría empezar a contarte lo que me ha ocurrido? Es demasiado cruel, pero cuando leas esta carta, ya estaré muerto, caído ante las balas de un pelotón de ejecución francés. Me siento perdido y solo. Debes perdonar mis incoherencias. Las ideas y los sentimientos me brotan con tanta rapidez que las emociones terminan dominándome.
Si el sargento Picard o el capitán Étienne te visitaran, has de creer lo que te digan. Eran amigos y Picard es el cura que ha prometido encargarse de que recibas esta carta. El coronel Dax, eso creo, también era mi amigo, aunque más lejano. Ellos te contarán cómo se ha desarrollado todo. Para ser breve, esto es lo que ha pasado. Esta mañana fracasamos a la hora de lograr nuestros objetivos. Parece que hace siglos ya. No fue culpa nuestra. Ningún ser humano hubiera sido capaz de avanzar a través de un fuego así. Alguien ha querido que se diera ejemplo, y yo soy uno de ellos. Hay otros dos además de mí. Nos han formado un consejo de guerra y nos fusilan por la mañana. Nos han acusado de cobardía y el consejo de guerra ha funcionado como una apisonadora. No me comporté como un cobarde, te lo juro. Pero querían dar ejemplo. No digo que no tuviera miedo. Todos lo teníamos.
¡Oh, mi amor! ¡Mi vida! Palabras, palabras, ¡qué penosamente insuficientes me resultan! El presidente del tribunal era un coronel, un tal Labouchère, y su nombre suena a lo que es, un carnicero, aunque supongo que lo que hacía era cumplir con su deber.
La velocidad con que pasa el tiempo me aturde. En cualquier momento puedo oír los pasos de los guardias que vienen a por nosotros. No, eso no es cierto. Todavía es de noche y no nos fusilarán antes del amanecer. Les hace falta la luz para apuntar. Es tan difícil ser honesto, sobre todo en los momentos críticos. Lo que quiero decir es que me siento como si pudieran venir en cualquier momento. La verdad es que aún me quedan unas horas de vida. Pasarán despacio y deprisa al mismo tiempo. Me noto entumecido por dentro, igual que si tuviera los intestinos llenos de plomo. Pronto lo estarán de verdad. Perdona este sarcasmo barato y cruel. Quizá, mientras te escribo, sea capaz de controlarme un poco. Trataré de no infligir a tu corazón el dolor que siento porque, cuando tú sepas de él, el mío ya habrá terminado para siempre. Jamás hubiera imaginado que el tiempo pudiera ejercer una presión tan terrible.
¿Qué será de ti, mi amor? ¿Qué será de esa nueva vida que ya debe de agitarse dentro de tu cuerpo, ese cuerpo que he amado tanto y que no volveré a ver nunca? Pero no es en tu cuerpo en lo que pienso ahora. Sintiéndome, en estos momentos, un ser medio incorpóreo, he perdido toda inclinación a la sensualidad. Por el contrario, mi mente trabaja con una intensidad tal que está a punto de estallar. Mi añoranza por ti es una angustia que a duras penas puedo soportar. Hasta el último átomo de mi ser se pone en tensión ante tu recuerdo en un lastimero y desesperado intento por traerte junto a mí para que podamos consolarnos el uno al otro. Pero estoy solo, y mi única forma de comunicación consiste en dejarte esta triste carta para que la leas cuando yo haya desaparecido.
En ese punto reside, creo, la brutalidad de la muerte: la repentina incapacidad para comunicarse. Dentro de mí crece la ira y me pregunto si acabaré volviéndome loco. Entonces siento la necesidad de decirle a la vida lo que pienso de ella, ahora que voy a partir de sus dominios. Luego me doy cuenta de lo inútil que sería, y la ira remite y floto por unos instantes en un sereno océano de tolerancia y resignación. Acaba de ocurrirme y no he escrito nada durante los veinte minutos anteriores a completar esta frase. Estaba en una especie de trance, supongo. He observado a Didier mientras redactaba su carta. He observado a Férol, tumbado en su rincón, fumando sin inmutarse, como si tuviera todo el tiempo del mundo por delante. Bueno, el caso es que lo tiene, aunque no parece darse por enterado de la forma que va a adquirir. Envidio su fatalismo. Siempre he pensado que yo también lo poseía, pero el suyo da la sensación de funcionar, el mío no.
Ahora, de pronto, la amargura regresa. Esta vez la trae la visión de una cucaracha que explora las grietas del suelo en el puesto de guardia. La cucaracha estará viva, explorando como siempre ha hecho, cuando yo esté muerto. Esa cucaracha tendrá la posibilidad de comunicarse contigo, una posibilidad que a mí, a tu marido, le han robado: la posibilidad de comunicación que supone la vida.
Ayer, sin ir más lejos, antes de la ofensiva, hablaba con los soldados. Les decía que yo no tenía miedo de morir, sólo de que me mataran. Era verdad, y lo sigue siendo, aunque sé que soy capaz de enfrentarme al pelotón de ejecución sin flaquear. Pero ahora he aprendido que el temor a una cita con la muerte es algo real y terrible. Y pensar en ti, amor mío, es lo único que me da fuerza para vivir estas horas.
La injusticia que rezuma todo este asunto me resulta tan obvia que no deseo extenderme al respecto. No cabe duda de que me encuentro en un estado de violenta rebeldía contra ella. Pero es la injusticia que te hacen a ti la que provoca que me exalte si me detengo a pensarlo más de la cuenta. Aquí estamos, dos seres humanos que nunca le han hecho daño a nadie. Nos amamos y hemos creado juntos, a partir de dos vidas, otra nueva, una vida que es nuestra, sólo nuestra, que es nuestra más preciada posesión, algo hermoso y que nos llena, intangible, pero más real, más necesario que cualquier otra cosa en la vida. Hemos dedicado nuestros esfuerzos y nuestra inteligencia a construir, a expandir y a mantener el armazón en su sitio. De repente, alguien irrumpe sin el más mínimo cuidado, sin siquiera saber quiénes somos, y en un instante transforma nuestra relación exclusivamente personal en una horrible ruina, destrozada, que se desangra y se retuerce de dolor.
Dulce y adorada mitad de mí mismo, estoy divagando. No diré, no puedo decir, todo lo que siento o pienso. Si pudiésemos estar el uno en brazos del otro, si tuviésemos la oportunidad de mirarnos a los ojos, no necesitaríamos ningún otro tipo de comunicación. Pero no soy capaz de poner fin a esta carta. Es mi único medio para hablarte. Cuando acabe, y tarde o temprano tendré que hacerlo, el silencio, de acuerdo con mis creencias, será eterno. ¿Vas a reprocharme que trate de prolongar una conversación que ya no podrá reanudarse jamás? ¿Vas a reprocharme que intente retrasar una despedida que será para siempre? ¿Vas a reprocharme que intente expresar mi incapacidad para expresarme?
Te quiero tanto.
Me tocó en un sorteo. El sargento mayor hizo una chapuza, así que hubo que repetirlo. Fue la segunda vez cuando me eligieron a mí. Una simple confusión de números y aquí estamos, tú y yo, sometidos a esta tortura. No trato de entenderlo.
Por favor, por favor, habla con un abogado y que investigue mi caso. Tu padre te ayudará. Utiliza toda la influencia que puedas, pide dinero prestado, si es necesario, recurre a las últimas instancias judiciales, al mismo presidente. Haz que mis asesinos paguen por su crimen. No tengo perdón en mi corazón para ellos, quienesquiera que sean, sólo venganza, un profundo deseo de venganza que dejo en tus manos como un deber que tienes que cumplir.
¡Cómo te amo, mi vida! Tengo en la mano la cartera que me diste. La estoy tocando. Es un objeto que has tocado tú. Haré que te lo envíen. La beso por todas partes, triste tentativa de transmitirte mis besos. Pobre, desgastado y grasiento trocito de cuero. Qué brote de amor emana de mí y se derrama sobre este triste objeto, el único vínculo, trágico, personal, que me une a ti. Se me saltan las lágrimas y no puedo contenerlas. Se vierten por la cartera y le dan un aspecto aún más endeble y feo del que tenía. Cómo me alegro de no haberme traído tu fotografía. ¿Recuerdas, cuando me la diste, cómo lloré por lo bella que era y la expresión tan triste que tenías? Tenerla ahora aquí conmigo me mataría, pero a pesar de ello, no apartaría los ojos de ella.
Los límites de mi alma parecen estallar. Me ahogo de pena y de melancolía. Férol sigue fumando. Didier ha terminado su carta y yo tengo que ir dejando la mía; así no me debilitará el pensar en ti.
Adiós, mi vida, mi amor, mi querida esposa. Sé valiente. El tiempo te ayudará. Ahora consigo controlarme. Ya no tengo miedo. Me enfrentaré a las balas francesas como un francés. El sacerdote acaba de regresar. Cómo te amo, cómo te necesito. Mi amor, siempre te he amado, siempre te he necesitado. Me has dado todo lo que podía satisfacerme. Adiós, adiós. Ya no me importa si va a ser niño o niña. Puede que lo mejor es que sea un niño, porque tu sufrimiento al leer esta carta será mucho mayor que el mío al escribirla. Todo mi amor es sólo para ti…
***
El sargento Picard, el sacerdote, volvió al puesto de guardia poco después de medianoche. Reunió las cartas de los prisioneros y las metió cuidadosamente en uno de sus bolsillos interiores.
—¿Tú no tienes ninguna? —le preguntó a Férol.
—No.
—¿Nadie a quien escribir? ¿Ningún familiar? ¿Ni siquiera un amigo?
—Sí, tenía una amiga —recordó Férol, todavía tirado en su rincón—. Era puta en Marsella, pero he olvidado su nombre.
—Así que tu mejor amiga es una puta cuyo nombre se te ha olvidado —señaló el cura. Lo dijo con compasión y con un tono reflexivo—. Pobre diablo.
—Puede ahorrarse su lástima —indicó Férol—. La mejor amiga de un hombre suele ser una puta. Mejor que muchas esposas de las que he visto.
—Cierra esa sucia bocaza —explotó Didier.
El sacerdote percibió un extraño brillo en los ojos de Didier y decidió que se trataba de lágrimas secas.
—De acuerdo —asintió Férol—. No era nada personal.
—Mejor que no lo sea o yo le haré el trabajo al pelotón de ejecución aquí mismo.
—No te rasgues las vestiduras —aconsejó Férol en un tono no exento de afabilidad—. Tampoco te queda mucho tiempo para llevarlas puestas, de todas formas, y no van a tardar mucho en necesitar unos remiendos. ¡Ja, ja!
Férol estaba encantado con su propio ingenio.
—Déjale en paz —ordenó el sacerdote.
El puesto de guardia se quedó en silencio durante unos minutos, excepción hecha del monótono ritmo de Langlois al pasear de un lado a otro, darse media vuelta, caminar, y darse media vuelta…
El sacerdote deseaba plantear el tema de la confesión y de la extremaunción, pero no tenía muy claro cómo abordarlo. Tampoco daba la impresión de que los hombres a los que irían destinados dichos ritos estuvieran demasiado dispuestos a facilitarle la labor. Sentía que la actitud de los tres era amistosa hacia él en cuanto hombre, pero hostil en su condición de sacerdote. Decidió rezar una oración en voz alta.
—¡Santa María, llena eres de gracia! El Señor está contigo…
—¡Eh, sargento! Espere un segundo —interrumpió Didier—, es usted un buen tipo y un camarada y todo eso. Pero no empiece a soltar ese rollo aquí. No quiero ni oírlo, ¿lo entiende? Si los otros lo desean, váyanse a un rincón y dígalo en voz baja. A mí me pone enfermo.
—Didier —replicó el cura, y había cierta severidad en su tono de voz—, me parece muy bien que no seas creyente, si no quieres serlo, pero deberías tener el suficiente respeto por mis sentimientos y mi ministerio como para no blasfemar.
—¡Usted y su ministerio! ¡Usted y su Jesucristo! En buen lío nos ha metido. Me hace usted reír. Me hace vomitar.
—No, no, hijo mío. No sabes lo que estás diciendo…
—Sí, ¡claro que lo sé! ¡En nombre de Dios! Y digo que Dios y todas sus obras no son más que mentiras… y también le digo que si no deja de decir chorradas, yo le obligaré a hacerlo.
Didier miró con furia al cura y agitó, con un ligero temblor, la mano en dirección a él. Langlois y Férol observaban a Didier, sorprendidos por su repentina pérdida de compostura.
—No tienes derecho a privar a tus camaradas del consuelo que puedo ofrecerles.
—Pues deje de perder el tiempo. Adelante con su consuelo, si es lo que quieren. ¡Dios! ¡Cristo! Demonios digo yo que son…
Didier se calmó y sus palabras se convirtieron en murmullos.
El sacerdote pasó por alto aquel arrebato y aceptó la sugerencia que conllevaba, a pesar de su irreverencia. Se dirigió a Férol.
—Hijo mío, ¿te gustaría confesarte?
—No, no me gustaría. Además, nos llevaría demasiado tiempo.
—Nunca es tarde para arrepentirse.
—Bueno, esperaré un poco más. Ya he esperado durante más de treinta años.
—¿Acaso no crees en Dios y en Jesucristo, su único hijo, quien…?
—Puede que creyera en otro tiempo. No me acuerdo. Pero ahora lo único que me apetece es un buen trago de coñac. Eso me vendría mejor que todos los únicos hijos de la creación.
—A pesar de ti mismo, y en el nombre del Redentor, perdono tu estúpida blasfemia.
—Y yo le perdono a usted por no haberme dejado echar una cabezadita.
Langlois seguía dando vueltas cuando el cura se aproximó a él y se puso a andar con el mismo paso. Didier, sentado contra la pared, los observó ir de un lado a otro; esbozaba una mueca de burla.
—Por favor, por favor, padre —soltó Langlois antes de que Picard tuviera ocasión de comenzar—. Es del todo inútil y no quiero herir sus sentimientos. Me crié como católico. Sé con exactitud lo que va a decir. Respeto su fe, pero no es el momento de que me obligue a aceptarla. No me sirve de nada.
—Pero, hijo mío, eres un hombre inteligente y culto. Seguro que tu mente está abierta a la razón…
—Precisamente, padre, y las historias de las que usted habla no son razonables. Sólo son supersticiones. Supersticiones de una cruel ironía, teniendo en cuenta las circunstancias.
A Langlois le salió una sonrisa levemente amarga y luego prosiguió:
—No puede hacer nada por mí. Por favor, compréndalo. Lo digo con toda la buena intención, al igual que sé que también usted la tiene. Pero esta noche debo vivirla solo. Si mi mujer pudiera estar conmigo…
Las lágrimas afloraron a los ojos de Langlois y avivó el paso por unos instantes.
Impotente, lleno de una profunda tristeza, perplejo, el sacerdote se separó de Langlois y se fue hasta el centro de la estancia. Se arrodilló en el cemento y empezó a repetir la absolución general en voz alta.
Didier le observó durante un corto tiempo, después se levantó despacio y avanzó con determinación hacia el hombre arrodillado. Langlois dio la vuelta en su caminar justo a tiempo para ver la violenta patada en el estómago que Didier le propinó al cura.
—¡Basta ya! —chilló Didier, para después abalanzarse sobre la encogida figura del sacerdote—. ¡Fuera de aquí, cerdo enlutado y llorón, y llévate tus murmullos contigo!
Comenzó a arrastrar al cura hacia la puerta, mientras gritaba a los guardias que la abrieran. Langlois se recuperó de su sorpresa por la violencia y la ira del ataque sufrido por Picard y se echó sobre Didier por detrás de él. Cayeron como un fardo encima del cuerpo postrado del sacerdote y, al hacerlo, derribaron un orinal. Didier logró zafarse de Langlois, se incorporó hasta quedar de rodillas y le arreó un puñetazo que lo dejó fuera de combate. Langlois cayó de espaldas, tambaleándose sobre las pantorrillas, con la boca abierta de par en par y sangrando, y finalmente se desplomó hecho un ovillo. Férol se sentó y empezó a mostrar un interés de espectador en la reyerta. Se preguntó qué pasaría después.
Didier no dejaba de gritar:
—¡Abrid la puerta! ¡Por el amor de Dios! ¡Vosotros, cerdos, sacad a este buitre de aquí!
Se había apartado un paso de la puerta y ahora estaba de pie sosteniendo el orinal vacío por encima de la cabeza.
La puerta se abrió de golpe, cediendo a la presión de la guardia, que entró a toda prisa. Didier les arrojó el pesado recipiente a la cara y dos hombres se fueron al suelo. Didier chillaba a pleno pulmón. Parecía un demente y también actuaba como tal, ya que llegó a arremeter contra la sólida masa de hombres que se arremolinaban en el pasillo. Arremetió sin importarle los cañones de los fusiles, sin importarle las bayonetas en posición de ataque. Al parecer, los soldados tenían órdenes concretas, porque alzaron las bayonetas de tal manera que no pudieran herir a Didier; después le obligaron a regresar al calabozo a culatazos.
Didier peleaba de una forma desesperada, arañando, dando puñetazos, patadas… un poco de espuma asomaba en su boca.
De repente, sintió un agudo dolor por encima de la rodilla, comenzó a caer y, un instante después, se desmayó. Había recibido, al mismo tiempo, un culatazo que le rompió la pierna y un golpe similar en la cabeza que le dejó sin sentido.
Una vez reducido Didier, los guardias se reagruparon, cogieron del suelo al sacerdote, que estaba inconsciente, y se lo llevaron sin mirar a Langlois, que seguía tirado sobre el pavimento, ni a Férol, que todavía estaba sentado en su rincón, lamentándose porque la diversión parecía haber llegado a su fin.
***
A las cuatro menos diez de la madrugada, Didier empezaba a volver en sí. A las cuatro en punto, ya había recuperado lo suficiente la consciencia como para proferir alaridos de dolor.
Entró el sargento de guardia y vio que algo sucedía con la pierna de aquel hombre, y sucedía mucho, la verdad, ya que daba la impresión de haber desarrollado una articulación extra a medio camino entre la rodilla y la cadera. El sargento salió y envió a un mensajero a buscar al médico.
Tres cuartos de hora más tarde, el médico hizo su aparición. Era joven, tenía sueño y se mostraba molesto. Miró a Didier y se dio cuenta, a primera vista, de que tenía el fémur izquierdo completamente fracturado.
—¿Es que no podías haberte esperado unas horas? —se lamentó, pensando en su sueño interrumpido—. No sabéis comportaros con propiedad. Os da por romperos una pierna justo antes de que no os vaya a servir para nada nunca más.
Didier no llegó a oír aquella burla, porque sus oídos estaban ocupados por el estruendo que tenía lugar en su propia cabeza. Férol y Langlois se acercaron y observaron al médico cortar la pernera del pantalón. Lo hizo con rudeza y Didier se puso a gritar de nuevo.
El doctor dejó de cortar y se fue a por su equipo. Extrajo una jeringuilla hipodérmica llena, la sostuvo en alto e hizo salir las burbujas de aire y varias gotas, luego palpó el pecho de Didier en busca de un punto adecuado y le inyectó la dosis. Sacó un lápiz de tinta indeleble del bolsillo, humedeció la punta con la lengua y pintó en la frente de Didier varios símbolos, por los que los iniciados sabrían que se le había administrado un cuarto de grano de morfina a las cinco.
—¿Cómo ha sucedido? —le preguntó al sargento.
El sargento se lo contó.
—¡Vaya! —exclamó el médico—. Busque por ahí y tráigame algo que me sirva para entablillar.
Los gritos de Didier habían ido calmándose hasta convertirse en gemidos. Notaba, con cierta vaguedad, que algo iba partiendo de su interior, sin prisa, con placidez, disipándose como un paisaje que se va borrando tras un banco de niebla. No tenía tiempo de distinguir, ni siquiera lo intentó, si el relajante borrado que se estaba operando en su interior era mental o físico. Sólo sabía que le hacía sentirse bien. Y, acto seguido, se desvaneció.
Cuando el sargento regresó con la tablilla, el médico ya había terminado de cortar la pernera del pantalón de Didier y le había puesto en su sitio el fémur, tirando de sus dos extremos con una enérgica sacudida. Cogió la tablilla y la sujetó con las polainas de Langlois, que se hallaban convenientemente a mano.
—Esto servirá —afirmó mientras se incorporaba y recogía su material—. Por supuesto, no puede ponerse de pie con el fémur roto. Tendré que informar al coronel y les haré saber lo que me comunique. A propósito, que vengan dos hombres y limpien bien todo esto. Huele que apesta.
Una hora más tarde, más o menos, el médico estaba de vuelta.
—¿Cómo está? —preguntó al sargento.
—Tranquilo, señor. Parece que duerme.
—Es la morfina. Espero no haberle dado demasiada.
—¿Qué hacemos con él, señor?
—He hablado con el coronel para contarle lo sucedido. Estaba furioso con usted por haber permitido que ocurriera algo así.
—Por Dios, señor, no pude evitarlo. Ese hombre luchaba como si se hubiese vuelto loco.
—Ya lo sé, ya lo sé. Pero ¿por qué no completó el trabajo, ya que estaba en ello? De cualquier modo, el coronel llamó a la división y sacó al general de la cama. Intentó posponer la ejecución de este tipo. Fue una conversación breve y no demasiado agradable, por lo que me pareció entender, y el general le colgó. El coronel estaba que echaba humo. Lo único que me dijo fue: «El general ha dicho que el oficial médico sabrá cómo poner a este hombre de pie para que pueda estar frente al pelotón de ejecución. Adelante, ocúpese de ello, ¡si es capaz!».
»Por supuesto que no soy capaz. No sé hacer milagros. No tendremos más remedio: he pedido que me envíen una camilla. Es plegable, de las únicas que hay. Tienen que clavar un sólido travesaño en ambos extremos, justo debajo de las andas. Colóquenle encima y asegúrenle bien pasando la soga por debajo de las axilas y sobre el travesaño para que no se caiga cuando pongan la camilla en posición vertical. Háganlo en cuanto llegue la camilla, mientras él está todavía bajo los efectos del narcótico. Lo más probable es que yo esté aquí cuando se vayan y podré acompañarles. Pero si no estoy, ustedes se ocuparán de hacerle volver en sí, en caso de que siga inconsciente. La mejor manera es darle una buena bofetada. Si no reacciona, le dan un par de golpecitos con el pulgar aquí mismo, ¿lo ven?, en la zona que está descolorida e hinchada. Eso le hará despertar. Por algún motivo que se me escapa, a un hombre al que se va a ejecutar, antes hay que tenerlo consciente. Ahora voy a ver si puedo terminar de dormir…
—Doctor —intervino Langlois, con una voz al borde del temblor—, ¿será muy doloroso? Supongamos que sólo nos hieren…
—Para eso está el sargento mayor —respondió el médico, y se fue.
—¡Vaya un pájaro! —exclamó Férol.
Langlois esbozó una sonrisa idiota.
***
El sargento llegó al puesto de guardia con una comitiva que se había visto engrosada por ocho camilleros. Escogió a cuatro de ellos y entró en la zona de los prisioneros. Langlois y Férol estaban de pie, esperándolo. Didier yacía en su camilla, semiinconsciente.
—Bien —anunció el sargento Gounod, y no fue capaz de decir nada más durante un buen rato. Langlois y Férolle miraban. Él los miraba a ellos, y lo que veía era dos animales aterrorizados y acorralados.
—Bien —repitió Gounod—, manos a la obra. De nada sirve perder el tiempo.
—Sí —ironizó Langlois—. Rápido, rápido. ¿Adónde?, ¿está lejos? Vayamos corriendo, ¿qué le parece?
Langlois sonreía y a Gounod no le quedó más remedio que apartar la mirada.
—¡En nombre de Cristo! ¿No nos ha traído algo de beber? —preguntó Férol.
—Por supuesto —contestó Gounod, aliviado al ver que la conversación no continuaba en la peligrosa dirección que daba la sensación de haber tomado—. Casi se me olvida. Aquí tenéis.
Férol echó un trago de la cantimplora, un trago tan largo que Gounod tuvo que quitársela de las manos.
—Deja algo para los demás, ¿no te parece?
—Sí, supongo que para los sargentos, como siempre.
Gounod no dijo nada y le pasó la cantimplora a Langlois.
Langlois bebió un poco y lo tragó con esfuerzo. El coñac descendió despacio, creando una cálida columna por el centro de su helado y trémulo cuerpo, pasando junto a su palpitante corazón, donde comenzó a expandirse hacia los lados.
De pronto, todo el líquido le volvió a la garganta y lo vomitó por la nariz y la boca. Se quedó sorprendido por lo inesperado de la reacción, con el coñac goteándole por la cara y las lágrimas cayéndole de los ojos.
—No puedo aguantarlo —señaló, y sonrió una vez más a través de sus acres babas.
—Vale, pues déjaselo a alguien que pueda —propuso Férol. El sargento Gounod volvió a mirar para otro lado.
—Aquí tenéis tabaco —anunció el sargento.
Cogieron uno cada uno y Gounod les dio fuego. Langlois temblaba de tal modo que al sargento le resultó difícil mantener la cerilla cerca de él.
Gounod se acercó a Didier y se inclinó para ofrecerle un trago, pero Didier, que dio la impresión de comprender el gesto, apartó el rostro de la cantimplora.
—Dámelo a mí, entonces —indicó Férol—. Lo necesito. El último trago no me supo a nada.
Gounod le dio otro trago y le observó mientras se introducía en los pulmones una profunda calada del cigarrillo.
—Venga —le conminó Gounod—. Tenemos que ir pensando en irnos. Coged la camilla, ¡allí! Vamos, vosotros dos, tened valor. Pronto habrá acabado todo y estaréis en un lugar mejor que éste.
Los camilleros levantaron a Didier y le sacaron fuera. El sargento de la guardia que allí estaba, al ver que tenía los ojos cerrados, le dio un par de bofetadas secas y rápidas cuando pasaba. Didier abrió los ojos.
Férol salió inmediatamente detrás de la camilla. Había ido acumulando cierta cantidad de gases en su interior y, en el momento en que pasaba junto a la guardia, los dejó en libertad.
—Esto es lo que pienso de vosotros —confesó, satisfecho por su sincronización. Nadie llegó a reírse.
Langlois salió después de Férol. Cómo amaba el puesto de guardia… su último hogar sobre la tierra. Dispuso los labios para silbar, pero no emitió más que un suspiro.
—Oh, amor mío…
***
El regimiento, como es habitual en el caso de los desfiles y, si se ha de creer a los historiadores, rara vez sucede en los ataques, estaba preparado antes de que hubiese llegado la hora.
Allí estaba el sargento mayor del regimiento, Boulanger, ocupado, competente, como suelen ser los sargentos mayores, con ese aire que también poseen los camareros jefes, ocupados, competentes, o al menos ésa es la sensación que dan, si es que de verdad son buenos camareros jefes.
Allí estaban los pelotones de fusilamiento, formados en el lado más alejado del lugar por el que habían accedido a la plaza. Miraban los postes de ejecución y se miraban unos a otros. Miraban al sargento mayor Boulanger y en dirección a la entrada del lugar. Ellos mismos eran observados por el regimiento. El regimiento los miraba como si de hombres ajenos se tratase. Había curiosidad, intensa curiosidad, en muchas de aquellas miradas.
Allí estaban el sargento furriel y los grupos a su cargo, cerca de los postes de ejecución. Iban de un lado para otro, intranquilos, hablando en voz baja, inspeccionando y volviendo a inspeccionar los postes, las sogas y las telas para vendar los ojos que Boulanger ya había revisado y considerado adecuadas.
Allí estaban los postes, espaciados y perfectamente alineados. Tenían un aire desolador, solitario y algo absurdo. Y parecían absurdos, no cabía ninguna duda, porque también eran un elemento extraño. Tres postes de aquellas características no solían estar muy bien vistos dentro de los confines de un área de operaciones militares. Daban la impresión de no encajar, aspecto que quedaba reforzado, quizá, por los pequeños montículos de tierra fresca en los que hundían su base. Habida cuenta de lo que se iba a llevar a cabo allí, tanto por su textura como por su forma los postes parecían diferentes de los normales. Ni uno solo de los hombres presentes podría explicar la diferencia, pero todos la sentían.
La plaza de armas había cobrado vida mediante cierta clase de electricidad, la electricidad de las miradas de los soldados que no cesaban de ir de un lado a otro, de los postes al sargento mayor, de la entrada de la plaza a los pelotones de ejecución.
A pesar de la orden del sargento de no apresurarse, se percibía en todo el mundo una tendencia a adelantar o anticipar el tiempo. También en Boulanger, que a las siete y veinticinco ya estaba ante el regimiento, en el centro de la plaza, gritando órdenes. Durante varios minutos, hizo maniobrar a aquella masa azul para que ejecutara correctamente los movimientos adecuados, hasta que la tuvo formada como deseaba. Se trataba de un cuadrado de dos hileras de soldados en tres de sus lados, con su base ocupada por el primer batallón; el cuarto lado del cuadrado quedaba vacío, excepción hecha de los tres postes de ejecución, los hombres que se situaban cerca de ellos y las alargadas sombras de primera hora de la mañana proyectadas por unos y otros. El sargento mayor puso al regimiento en posición de descanso y se dirigió hacia los pelotones de ejecución.
Pasó revista a los pelotones con gran atención, mirando a cada uno de los soldados a los ojos, como si quisiera calibrar su capacidad para realizar el trabajo que le aguardaba. Inspeccionó los fusiles con igual detenimiento y llamó la atención de dos de los hombres para que ajustaran los puntos de mira de sus armas. Dio la orden de cargar e inmediatamente después la de descargar. Treinta y seis balas cayeron al suelo; entonces Boulanger tuvo la seguridad de que los tambores de las armas se volverían a cargar automáticamente, de modo que ningún hombre podría eludir su deber dejando la suya sin munición. Después se dirigió a ellos:
—Tienen un deber que cumplir. Es igual que cualquier otro deber en el ejército y debe llevarse a cabo como es debido. Cuanto mejor lo hagan, más fácil resultará todo para los condenados. Ustedes no estarán a más de siete metros de los postes. Apunten al pecho de los prisioneros y disparen cuando el suboficial dé la orden. ¡Atención! ¡Carguen!
Treinta y seis proyectiles volvieron a alojarse en los cargadores con un clic. Los oficiales ya llegaban a la plaza en grupo. Boulanger llamó al orden a los soldados, luego fue a encontrarse con el coronel y le comunicó que todos se encontraban presentes y en perfecto estado.
El coronel Dax hizo que el regimiento volviera a la posición de descanso y le hizo señas al sargento furriel para que se aproximara.
—Ya sabe, sargento —le informó—, que un hombre se ha roto la pierna y estará en una camilla. ¿Puede usted colocarle en la adecuada posición vertical en el poste?
—Sí, señor.
—Bien, asegúrese de ello. No quiero que ocurra nada desagradable.
Dax miró su reloj.
—Que los oficiales vayan a sus puestos —ordenó.
El grupo se puso en movimiento, comenzó a disgregarse; sus componentes se dispersaron y se distribuyeron a lo largo de la línea formada por los tres batallones. El coronel Dax echó a andar arriba y abajo con el ayudante.
—Esto lo hace aún más duro, un día tan espléndido —se lamentó—. ¡Pobres tipos! ¡Qué temible tortura!
Herbillon no dijo una palabra. Lo que le preocupaba era leer la sentencia del consejo de guerra. Se sentía incómodo y tenía miedo de no poder controlar la voz. También estaba obsesionado con la idea de que una vez acabada la lectura, a los prisioneros sólo les restarían unos segundos de vida. Aquello parecía imponerle una responsabilidad, una responsabilidad que rozaba lo atroz.
***
Los prisioneros y la escolta se detuvieron junto al grupo de árboles próximo a la entrada a la plaza de armas, mientras sacaban de la ambulancia la camilla de Didier. Gounod les ofreció la cantimplora de nuevo, pero Férol fue el único que quiso echar un trago. Gounod tuvo que quitarle el coñac de las manos por segunda vez.
—Se ha desmayado —indicó uno de los guardias, señalando a la figura que respiraba profundamente en la camilla. Gounod fue hacia Didier y le pellizcó en la cara hasta que abrió los ojos.
—Aquí se está en la gloria —manifestó Didier—. ¿Me han herido?
—Sí —contestó Gounod.
—¿Adónde vamos?
—Al hospital —informó Gounod.
—¿Ve eso que hay ahí arriba en las ramas del árbol?
Didier prosiguió, hablando despacio y más para sí mismo que para los que había a su alrededor.
—Algo divertido está pasando ahí. No llego a entenderlo muy bien. Tiene un nombre que no da la sensación de pertenecerle. ¿Por casualidad alguien ha oído que a una cosa como ésa la llamen Sambre y Mosa?
—¿Una cosa como qué? —preguntó el sacerdote, que permanecía al lado de la camilla—. Yo no veo nada.
—Como eso. No deja de deslizarse hacia abajo, pero nunca baja. No deja de moverse y, sin embargo, siempre está ahí —murmuraba Didier, obviamente fascinado por lo que veía entre sus párpados, con tendencia a cerrarse—… Ah, ahora empiezo a comprender. Tiene que ver conmigo… Es mi dolor, eso es… Pero ¿por qué está ahí arriba, en el árbol…? Un extraño dolor, la verdad… Lo que se dice doler, no parece que duela… Extraño, pero nunca me he sentido mejor en mi vida… Me siento de maravilla… Me siento tan bien que pienso que debo de estar muerto…
—Pronto lo estarás —señaló Férol, y esquivó con rapidez el puñetazo que le lanzó Gounod.
Didier había vuelto a cerrar los ojos. Su rostro presentaba una expresión de inefable satisfacción.
—Es casi un placer llevar a un salvaje como tú al lugar de ejecución —confesó Gounod, clavando los ojos en Férol.
—El placer es todo suyo —intervino Langlois, y empezó a sonreír abiertamente, con suficiencia, con gesto halagador y un aire algo estúpido.
—Vamos —ordenó Gounod—. Los de la camilla, vayan delante.
—Oh, más rápido, más rápido… —sugería Langlois. Realizó un gesto casi imperceptible con la mano, y nada hubiera resultado más adecuado para transmitir la idea de desesperación.
Gounod se sentía extremadamente incómodo y, de los tres condenados, era Langlois el que en mayor medida le inducía tal estado. Cada vez que miraba a aquel hombre, o le oía hablar, era consciente de hallarse en el umbral de un horror inesperado. Era incapaz de definir lo que veía que estaba sucediendo, pero tenía la impresión de contemplar una mente en pleno proceso de extravío, una vida humana situada en las oscuras y sutiles etapas de una desintegración solitaria. Le hacía sentirse un poco enfermo y algo más que un poco atemorizado. Gounod se santiguó subrepticiamente.
El grupo se alejó de la arboleda y se encaminó hacia la plaza, caminando con lentitud. Férol iba detrás de la camilla y no dejaba de lanzar invectivas soeces y obscenas en un tono lo bastante alto como para ahogar las plegarias masculladas por el sacerdote, quien, a su vez, constituía el objetivo de buena parte de sus insultos. Férol estaba lo suficientemente borracho como para que todo le resultara muy claro y cercano, pero no como para ver doble. Saludaba con la mano a las filas de atrás del regimiento a medida que se aproximaba a ellas y gritaba:
—¡Asesinos! ¡Vais a ver morir a un héroe!
Langlois entró en la plaza con la vista fija en sus propios pies, viéndolos moverse al dar los pasos, mirando al suelo y pensando: «Esta hierba sobre la que camino es la última frontera del mundo en que he vivido. No se me había ocurrido antes, pero el próximo lugar en que me detenga después de esta superficie será el infinito». Miró hacia arriba, como buscando el infinito en el cielo, pero lo que vio, todo al mismo tiempo, fue el regimiento, los postes de ejecución y, más allá, los pelotones de fusilamiento.
—¿Dejarán que me quite la chaqueta? —preguntó, dándose la vuelta rápidamente hacia Gounod—. Tengo miedo de que los botones conviertan los proyectiles en balas dum-dum.
El pánico acechaba en el fondo de sus ojos.
—Claro —admitió Gounod sin devolverle la mirada.
—Mire —continuó Langlois, aliviado—, es que se me acaba de ocurrir. Se me están ocurriendo montones de cosas. Se me acaba de ocurrir que no he tenido ni un solo pensamiento sexual desde que hicieron el sorteo. Eso es bastante raro en un hombre. Es lo que te produce el miedo. El miedo y el dolor son los neutralizadores absolutos de la sexualidad. Por supuesto, el miedo es dolor, el más terrible de todos. Pero, en este preciso momento, no siento demasiado temor. Curioso, ¿verdad? Son esos postes los causantes, creo, esos postes que señalan el final de mi vida. Poca gente, apostaría yo, ha visto señalado el final de su vida de ese modo, tanto en el tiempo como en el espacio. O puede que sea el movimiento. ¿Se ha dado cuenta alguna vez de que es mucho más difícil controlar el miedo si se queda quieto? El momento anterior a la hora cero es mucho peor que el instante siguiente. Esperar, esperar, eso es lo que resulta insoportable. Pero ahora puedo ver los postes y a esos tipos de ahí. Deben de ser los pelotones de ejecución. Eso quiere decir que la espera toca a su fin. Eso quiere decir que este trozo de hielo que está dentro de mí pronto se deshará…
»Esos postes hacen que se parezca a la Crucifixión, ¿no le parece? Y si seguimos en el orden en que vamos, Férol será el que haga el papel de Cristo. Ahí está el auténtico toque de ironía, claro que sí. ¿No le parece extraordinario que ese toque de ironía pocas veces parezca estar ausente, incluso en los acontecimientos más triviales? Pero ahora estamos ante un asunto realmente trivial para todo el mundo, excepto para nosotros. Media hora después de que hayamos muerto, usted volverá al comedor de sargentos, se acabará esa cantimplora de coñac, se pondrá a pensar cuándo le tocará irse de permiso otra vez y estar con su mujer…».
Langlois dejó de hablar de repente. Una explosión de lágrimas le impedía ver, casi perdió el equilibrio, se tambaleó, apoyándose en uno de los guardias, y terminó por recuperar la compostura. El guardia le miró por el rabillo del ojo. Vio un rostro pálido, magullado, sucio, sin afeitar y empapado en sudor. Un labio inferior que temblaba y estaba totalmente fuera de control. Una chaqueta arrugada que colgaba de dos hombros abatidos, dos medallas suspendidas con languidez de la parte derecha del pecho. Unos pantalones anchos, desarreglados y caídos, que aleteaban alrededor de unas trémulas piernas. Un vagabundo. El guardia miró hacia otro lado.
—Hemos llegado —anunció Gounod—. ¡Valor, viejo camarada! Que vean tu valentía. Muchos de nosotros pronto nos uniremos a ti. Esta guerra…
—¡Oh, Dios! ¡Oh, Jesús!
Langlois dispuso los labios para silbar, pero, una vez más, todo lo que le salió fue el aire de un profundo suspiro. Sintió que le agarraban por los codos y se dio la vuelta.
—Dejen que me quite la chaqueta —pidió.
Le quitaron la chaqueta con cierta brusquedad, ya que los hombres que lo hicieron actuaban nerviosos, con un celo excesivo. Langlois oyó el tintineo de sus medallas.
—Por favor, denme las medallas.
Arrancaron las medallas de la chaqueta y se las entregaron.
—Devuelvo al pueblo francés estas condecoraciones que me fueron concedidas por mi valor. Ahora no me siento un valiente.
Pronunció estas palabras con sencillez y arrojó las medallas lejos de sí sin ninguna intención melodramática. Las vio cruzar el aire, brillar a la luz del sol y separarse para, al final, caer al suelo. Sus ojos las siguieron como habían seguido la colilla del cigarro que había arrojado entre los útiles del carpintero: ¿cuándo había sido aquello? ¿En otra vida? No, sólo anteayer. Las medallas yacían en la hierba con las cintas en alegre disposición, evocadoras de los bailes de los permisos y las miradas maravilladas de las mujeres, las de envidia de los hombres…
Cuando Langlois levantó la vista del lugar en que habían caído los metales, descubrió que un muro de horizonte azul había formado ante él, tan cerca que ocultaba todo el mundo a excepción de una estrecha banda de suelo.
De nuevo respiró profundamente, tratando de liberar la angustia solidificada de su espíritu. En aquel instante, sintió que le cogían las muñecas, se las colocaban a la espalda y se las ataban. Estaba totalmente rodeado de hombres que resoplaban en su cara con un olor desagradable, moviéndose con torpeza, aunque mostrando compasión. Le agradaba su contacto cuando le rozaban, le gustaba su olor.
Le obligaron a dar un par de pasos atrás y notó el duro apoyo del poste a su espalda, notó que le pasaban las sogas alrededor del pecho y la cintura, después sintió una opresión cuando le ataron con fuerza al poste, con tanta fuerza que le dolieron los puños cerrados y atados.
Una voz, por detrás, le preguntó si quería que le vendaran los ojos.
—No —respondió. La vista era el último resto de libertad que le quedaba y se aferraría a él hasta el final.
La pequeña multitud alrededor del poste se alejó. Langlois se quedó allí de pie, chorreando sudor, jadeante, solo. La rigidez de su postura le confería un aire de desafío que no sentía. Miró hacia la hilera azul situada ante él, pero los rostros de los soldados no daban la impresión de poseer rasgo alguno.
Llegó un hombre y le examinó, revisó la tensión de las cuerdas, le quitó la gorra y la tiró a un lado.
—¡Valor! —animó el sargento mayor Boulanger, para después desaparecer tan rápidamente como había venido.
El silencio sobrenatural en el que Langlois parecía estar flotando se quebró de repente con el ruido de los tambores. Era un sonido palpitante, salvaje y cargado de fatalidad, pero a Langlois le reconfortaba en cierta medida, ya que absorbía parte del hiriente dolor de su propio corazón palpitante.
Los tambores cesaron y una monótona voz se dejó oír. Captaba algunas palabras, que le sonaban familiares. Las había oído en la misma combinación y cadencia en algún otro lugar, un lugar en el que también había ruido de agua corriente, ¿o eran palomas? Los rostros del pelotón de ejecución ya iban cobrando detalles. Aquel tipo del final, ¿dónde lo había visto antes? Ah, sí, el recluta que quería ganar medallas. Bueno, se podía quedar con esas dos, las de ahí abajo, cerca de sus pies. ¿Cómo se llamaba? Du… no se qué. ¿Duclos? No. ¿Morval? No, tampoco Morval. ¡Eso es, Duval! Igual que el restaurante donde Louise y él solían comer antes de casarse…
Férol seguía atado a su poste, murmurando… murmurando, si alguien hubiera estado allí para oírlo, un batiburrillo de datos autobiográficos, opiniones, prejuicios y blasfemias. El último trago de coñac ya había tomado plena posesión de su cerebro y, en consecuencia, veía doce hombres delante de él que borraban parcialmente a otros doce, duplicados de sí mismos. El tiempo no significaba nada para Férol. Nada significaba nada para él. Había logrado, sin darse cuenta de ello y con una mezcla de odio, desprecio y coñac, alcanzar un estado de aislamiento que le hacía casi tan ajeno a lo que sucedía a su alrededor como lo estaba el hombre de su izquierda.
De los tres, Didier era el que con más intensidad mantenía la ilusión de que se estaba produciendo una crucifixión. Estaba colgado de la camilla, que habían apoyado en vertical contra el poste. Estaba suspendido allí, con los hombros deformados por las cuerdas del mismo modo en que los hombros de los inválidos están deformados por las muletas. La punta del poste, que atravesaba la tela de la camilla, presionaba la cabeza de Didier hacia delante y ligeramente hacia abajo. Sus dos brazos se extendían hacia fuera para caer a la altura de los codos como en una despedida etílica. Tenía la boca abierta y la lengua fuera. Respiraba con esfuerzo, babeando un poco, quedándose sin aire de vez en cuando. Cuando se ahogaba, su cabeza se alzaba para librarse de la obstrucción, pero se trataba de un mero acto reflejo, ya que la morfina había sumido a Didier en un profundo letargo. En cualquier caso, habría acabado por morir allí mismo, porque se hallaba en una posición tal que se iba estrangulando poco a poco. Didier no lo sabía. Didier no sabía nada.
El zumbido monótono de la voz que leía terminó de pronto.
Los tambores se alborotaron de nuevo.
—¡Que se haga justicia! —anunció una voz clara y potente.
Se produjo una agitación general y el coronel y el ayudante dieron media vuelta. El sargento mayor del regimiento se acercó al lugar en que estaba el suboficial al mando de los pelotones de ejecución, situado en su flanco derecho. Picard, el sacerdote, que se encontraba tras ese hombre, vio que Boulanger desabrochaba la cartuchera de la pistola. El suboficial sacó el sable y lo sostuvo sobre su cabeza. Una borla pendía de la empuñadura. Dio una orden. Treinta y seis fusiles apuntaron al mismo tiempo.
—¡Apunten!
Los fusiles se quedaron absolutamente inmóviles.
—¡Fuego!
Al descender, el sable brilló. Retumbó la descarga, los fusiles escupieron humo, treinta y seis hombros retrocedieron al unísono. El humo se desvió hacia los lados, después desapareció a gran velocidad.
Los rígidos cuerpos de los postes comenzaron a relajarse imperceptiblemente.
La camilla de Didier empezó a deslizarse, furtivamente, así lo pareció en un primer momento, y después se inclinó hacia la izquierda y cayó con él debajo. Didier se asemejaba a un animal de carga que se hubiera desplomado y hubiera perecido bajo el peso que llevaba encima.
Férol también cayó despacio, a medida que las cuerdas que lo sujetaban se aflojaron. Cayó hacia delante, nutriendo y al mismo tiempo siguiendo su propio rastro de sangre, y quedó de rodillas. Su cabeza, ahora irreconocible, golpeó la tierra. Durante un instante estuvo en la posición de un mahometano que reza, luego perdió el equilibrio y se derrumbó como un fardo.
A Langlois, una bala le había dado en la pierna y comenzó a doblarse hacia ese lado. Sus cuerdas no se habían roto del todo con la descarga, que le había desgarrado los intestinos y los pulmones, y lo dejaron allí colgando, con los brazos pegados al poste. Hizo una especie de gesto, grotesco y digno de lástima, como suplicando que le liberasen, después se deslizó hacia abajo, dando la sensación de abrazar e implorar miserablemente a su poste.
El sargento mayor Boulanger iba recorriendo la espantosa fila, pistola en mano. Tuvo que dar la vuelta a la camilla antes de hallar la oreja de Didier; puso la boca del cañón junto a ella y le dio el tiro de gracia. Férol fue más fácil de manipular, pero encontrar su oído le resultó más difícil. Boulanger se inclinó y le pegó un tiro en la cabeza. No podría decir exactamente dónde, porque dos balas de fusil la habían atravesado antes.
Es justo decir que Boulanger tenía cierto instinto con respecto a la dignidad de los actos, porque, cuando llegó a Langlois, su primer pensamiento y su primera acción fueron liberarle de la desconcertante y abyecta postura en que estaba antes de poner fin al resto de vida que pudiera quedarle. Su primer disparo fue, por lo tanto, el que diestramente cortó la cuerda y permitió que el cuerpo se apartara del poste y cayera al suelo. El siguiente disparo penetró en un cerebro que ya estaba muerto.