II

A falta de treinta minutos para la hora cero, es decir, a las seis y media de la mañana, cada uno de los hombres de la división, desde el general hasta el último soldado, se hallaba en su puesto. Todo el mundo estaba armado y preparado, con la mente puesta sólo en la orden de atacar. Los cañones estaban cargados y apuntando a sus blancos. Los relojes se habían sincronizado. Los mapas, las delimitaciones del terreno y los objetivos se conocían de memoria. Habían reparado las líneas telefónicas y funcionaban sin problema. Las bengalas de aviso se habían inspeccionado y revisado.

La calma habitual que sucedía al bombardeo del amanecer cubría todo el frente.

Assolant y el capitán de artillería Nicolas se hallaban en el puesto de observación. Ambos utilizaban potentes prismáticos en lugar de telescopios y ambos estudiaban un mapa dividido en incontables cuadraditos numerados. En cuclillas en el suelo y tratando de no tocar las rodillas del oficial de artillería, había un cabo telefonista. Hablaba en voz baja por los dos receptores que sostenía, unas veces por uno y otras por el otro.

—Tenemos conexión con la división, señor —informó—. Conexión con el Polígono —añadió, utilizando el código asignado a las baterías de cañones del setenta y cinco.

Nicolas no dijo nada. Assolant no dijo nada. El general no tenía muchas ganas de hablar. En realidad, se sentía dominado por la furia, una furia que era incluso más amarga debido a que no tenía posibilidad de desahogarse si no era con el tiempo, un blanco poco receptivo.

El viento del noreste había comenzado a soplar durante la noche, acompañado de rachas de intensa lluvia. Ahora mismo no llovía, pero el suelo ya había quedado en malas condiciones. Las nubes, sin embargo, seguían desplazándose por el cielo en un vuelo tan bajo que parecían a punto de golpear con sus panzas oscuras la cima del Grano, unas panzas oscuras que daban la impresión de ir a soltar agua de un momento a otro. «¿Qué prisa tenéis?», quería preguntarles Nicolas; tenía la sensación de que eran como trabajadores, apurados de tiempo, que se encaminaran a toda velocidad hacia sus oficinas por la mañana.

Un día de perros, no sin razón, había puesto a Assolant de un humor de perros. El bombardeo con gas tuvo que suspenderse debido a la dirección del viento. Ese mismo viento haría, si volvía a llover, que el agua les saltara con gran violencia a sus hombres a la cara mientras avanzaban. Además estaba el barro. El barro y la lluvia, como bien sabía Assolant, habían enfriado los ánimos de más de una ofensiva. Pero lo que más le molestaba era, quizá, que su sueño de dar la orden de disparar a algún objetivo concreto podía irse al traste a causa de un súbito chubasco. El ambiente cargado de humedad ya había hecho disminuir la visibilidad. Si volvía a llover, se reduciría incluso más y el horizonte se limitaría a su propia línea del frente, a unos cuatrocientos o quinientos metros de allí.

—Traiga el último parte meteorológico —ordenó el general sin más motivo que la pura y simple ira que le inundaba. Era el tercero que Assolant le ordenaba traer al cabo desde que había llegado al puesto, y que resultó ser el primero y mismo parte, repetido de nuevo:

—Vientos del noreste, lluvia y chubascos durante las próximas seis horas.

Pero el general ya había olvidado que lo había pedido. Estaba mirando a través de los prismáticos. Las lentes le presionaban un poco sobre los ojos.

—Quince minutos para la hora cero —anunció el cabo, repitiendo lo que le decía la voz del auricular que comunicaba con la división—. Todo está tranquilo. Los informes de todas las unidades indican que están listas.

***

La trinchera del frente estaba abarrotada, más abarrotada, o al menos eso parecía, que cuando se había llenado con la doble congestión del relevo de hacía dos noches, abarrotada de hombres de uniformes de color gris pizarroso por la humedad y con pensamientos de color gris pizarroso por el miedo. Permanecían en pie, en posición para el ataque, en silencio y casi sin moverse, mirando fijamente al frente. Cada uno de los hombres llevaba dos paquetes adicionales de munición para los fusiles y una pequeña bolsa con bombas. De vez en cuando, se veía a algún hombre cargado con lo que parecían carteras, con el aspecto de un viajero esperando el tren. Esas carteras eran cargas explosivas para las galerías y los refugios del Grano. Daban la impresión de ser bastante más altos que los demás, pero se trataba de un engaño causado por el efecto menguante de los fusiles de los otros soldados, prolongados a su vez por las bayonetas, desproporcionadamente largas.

Un objeto de cruel apariencia, una bayoneta, pensó Langlois. Y la de apariencia más cruel, la francesa. Quizá porque era la más esbelta, porque la pureza de sus líneas era la más perfecta; sus proporciones, las más bellas. O quizá porque tenía fama de producir la más terrible de las heridas, esa herida cuadrangular tan difícil de curar. Langlois nunca había utilizado su bayoneta y jamás lo haría a no ser que le atacara un alemán que le sorprendiese con el cargador del arma vacío. Preguntó la hora al teniente Bonnier, que estaba de pie justo a su lado.

—Veinte minutos para la hora cero —respondió el teniente. Era quien estaba al mando de la compañía y sentía una ligera náusea en el fondo del estómago.

Langlois miró a los hombres a su alrededor. Algunos de ellos estaban condenados a morir en no más de media hora. Puede que él fuese uno de ellos. La idea cruzó su cabeza, una idea extrañamente impersonal, como si no fuera suya, sino una historia que estuviese leyendo. Se fijó en el extraordinario autocontrol de aquellos hombres, pero ya lo había visto con anterioridad y lo aceptó como algo normal. La idea le volvía una y otra vez a la mente: ése, o ése, o aquél, en realidad, sin remisión, estarían muertos en unos minutos. Intentó, sin mucho ánimo, adivinar quiénes. Después: un número indefinido de vidas, de personas que se hallaban próximas a él, a las que podía tocar con sólo alargar el brazo, con las que, en algunos casos, había tenido una relación tan estrecha, se precipitaban a una velocidad increíble (y sin embargo también estática) hacia su final. No, el fin se precipitaba hacia ellas. Treinta minutos más de existencia y luego lo totalmente desconocido, la apoteosis. La idea poseía una fuerza tan conmovedora en aquel momento y en aquel lugar que ella misma se fue asfixiando hasta extinguirse.

Su mente, una vez que se hubo vaciado de un pensamiento cuyo poder ya no era capaz de soportar, regresó al más común y particular asunto de su propia carne. Langlois temía ante todo tres heridas: en los ojos, en los genitales y en los pies. Cuando reflexionaba sobre ese tema, lo cual hacía de cuando en cuando, en situaciones de seguridad, la que más repugnancia le causaba era la de los genitales. La noche le hacía desear que, sobre todas las cosas, fueran los ojos los que se salvaran. Pero ahora, en la víspera de un encuentro cuerpo a cuerpo con el enemigo, eran sus pies los que le obsesionaban, los pies, sin los cuales quedaría impedido para caminar. Era lo que sentía y no había que darle más vueltas. Sí, los pies no le serían de gran utilidad si perdiera los ojos, pero ni así cambiaría de opinión. Con los pies podría moverse, caminar a tientas, valerse por sí mismo. Ante todo, podría caminar, caminar, caminar…

—Quince minutos para la hora cero —anunció Bonnier sin que nadie le hubiera preguntado.

***

«Esta vez me toca», se dijo Didier. Lo cierto es que no se imaginaba a sí mismo muerto, ya que esto hubiera estado fuera de su alcance. «La séptima vez en la pomada y sin un rasguño, eso es esperar demasiado». Lo que hubiera dicho de haber sido capaz de razonar acerca de las señales que tan bien se le daba captar, era lo siguiente: «Esta vez debería tocarme». Sentía que su racha de buena suerte había terminado, acumulando un montón de probabilidades en su contra. El peso lo oprimía y tenía la sensación de que había algo injusto en ello, de que ahora ya se encontraba en desventaja. Langlois hubiera podido decirle que sus posibilidades, fueran las que fueran, digamos al cincuenta por ciento, eran las mismas en cualquier ofensiva, no importa las veces que uno se haya beneficiado de ellas. Didier habría seguido con facilidad tal razonamiento, una vez que alguien lo hubiera hecho por él, pero, no obstante, se habría ido convencido de que era un hombre marcado.

Miró el reloj y vio la hora. El hombre que estaba junto a él le preguntó por ella y Didier tuvo que volver a mirar su reloj.

—Faltan quince minutos —contestó.

***

Al capitán Charpentier le había salido en el talón una ampolla tan dolorosa que le hacía cojear. Al mismo tiempo, era lo bastante dolorosa como para apoderarse casi por completo de su mente. Estaba de pie en la trinchera y no paraba de lanzar contra ella maldiciones sin fin. También renegaba del tiempo por haberle añadido la dificultad de caminar en el momento exacto en que él deseaba la más absoluta libertad corporal, el momento en que deseaba, de hecho, ser lo menos consciente posible de poseer un cuerpo.

Miró su reloj de muñeca por vigésima vez, pero lo que veía en la esfera era la herida en carne viva del talón, esa exasperante ampolla que se interponía entre él y todo lo demás. Charpentier estaba furioso…

***

A seis minutos para la hora cero comenzó de nuevo a llover, una lluvia sesgada, hostil, enloquecedora y penetrante.

«Está claro —reflexionaba Dax con cierta amargura—. El tiempo siempre se pone de parte de los cabezas cuadradas. Vamos a pasarlo mal». Bostezó con un pequeño y nervioso bostezo que no llegó a completar.

***

El general Assolant estaba inquieto. Su reloj parecía haberse parado. Lo cotejó con el del oficial de artillería y comprobó que estaban sincronizados. Los potentes prismáticos le presionaban el globo ocular y, a pesar de ello, no era capaz de apartarlos más que unos segundos cada vez, tanta era la impaciencia que tenía por el inicio de su victoria. De esa forma pensaba en aquel instante, una vez sustituida en su mente, sin paliativos, la palabra «ataque» por la palabra «victoria».

Nicolas no seguía mirando el reloj. Había aprendido a dejar en paz al tiempo. Sabía que en el momento en que el tiempo se sentía observado, comenzaba a darse importancia. Se hacía más lento, se burlaba de ti.

—Un minuto para la hora cero —anunció el cabo, todavía repitiendo la información que llegaba a través del teléfono.

Assolant cogió los prismáticos, pero tuvo que apartarlos otra vez casi de inmediato, ya que estaban empañados por el sudor que le caía desde la frente. Los secó con un pañuelo y esta vez se los colocó un poco separados del rostro. Las imágenes bailaban ante él, pero era mejor que no ver nada y siempre podría ajustárselos a las cavidades oculares con un movimiento de muñeca en cuanto se desataran las hostilidades. Nicolas, que estaba deseando preservar sus ojos de la presión de los anteojos, dejó transcurrir cuarenta y cinco segundos, contando uno a uno con su propio pulso.

La concentración de los dos hombres había llegado a estar tan intensamente dirigida hacia lo que pretendían ver que no llegaron a oír el trueno de la primera descarga. Un muro de humo oscuro de pronto cobró forma en las lentes de los prismáticos y se sobresaltaron. Nicolas se echó a reír por dentro ante la sorpresa que le causaba un acontecimiento que había sido el objeto de sus planes y de su trabajo en las últimas treinta y seis horas.

—Aquí está… —afirmó.

***

—Aquí está —afirmó el capitán Charpentier cuando el cielo tras él se llenó del penetrante gemido acarreado por incontables proyectiles.

El estrépito de la descarga, similar al de una fuerza largamente reprimida que ha hecho saltar por los aires sus límites, borró todo pensamiento de su mente. A su espalda se hacía el silencio por unos instantes, mientras recargaban los cañones, al tiempo que por delante se producía el estruendo de las bombas al golpear el suelo y estallar a doscientos metros de la trinchera. La tierra temblaba con la potencia de los impactos. Nubes de oscuro humo saltaban hacia lo alto y después cedían ante el viento. De repente, el acre olor de los explosivos se hallaba por todas partes. Por el aire volaban paladas de tierra que luego volvían a caer, diseminadas. El lugar se cargó de zumbidos y de música creada por el vuelo de trozos de metal. Los hombres se agachaban un poco y se iban acercando unos a otros.

Charpentier miró su reloj. Ya estaban en la hora cero más cuarenta segundos.

El terremoto no cesaba. El bombardeo se asemejaba a una poderosa sacudida, que aterrorizaba tanto a quienes se suponía que debía proteger como a quienes iba encaminada a destruir. Las bengalas de socorro estallaban a lo largo de todas las líneas enemigas, se elevaban, explotaban y descendían con su absurda morosidad, despreocupadas del tumulto que había debajo.

Las balas de las ametralladoras se aferraron al parapeto francés y salpicaban todos los alrededores de barro.

Tres minutos después de la hora cero, el contraataque alemán se sumó al caos, haciendo pedazos la alambrada francesa, barriendo por completo la línea del frente en todas direcciones. En la trinchera ya se oían gritos que llamaban a los camilleros, pero nadie podía oírlos. De forma simultánea, las potentes ametralladoras enemigas entraban en acción a lo largo y ancho del sector y los parapetos se vieron sumidos en un continuo baño de balas.

Cinco minutos después de la hora cero, se produjo una momentánea tregua, durante el tiempo en que se redirigían los cañones franceses hacia los lugares afectados por el arrollador bombardeo.

Sonaron silbatos por toda la línea elegida para el inicio de la ofensiva.

Charpentier se encaramó al humeante parapeto, gritando y haciendo gestos a sus hombres para que le siguieran. Estaba allí, de pie, haciendo gestos y gritando, una figura de apariencia heroica, idónea para la propaganda de alistamiento. Sin embargo, él no se sentía un héroe. Lo único que sentía era la ampolla de su talón y la ebriedad de la vibrante actividad a su alrededor.

Los hombres empezaron a trepar por el parapeto, se resbalaban, clavaban las uñas, jadeaban. Charpentier se dio la vuelta para guiarlos. Un instante después, su cuerpo decapitado caía a su propia trinchera.

Otros cuatro cuerpos lo siguieron y cayeron golpeando a algunos de los que trataban de salir. En tres ocasiones, los hombres de la compañía número 2 intentaron avanzar, y en cada una de ellas el parapeto se vio barrido por el letal fuego de ametralladora. No era posible llevarlo a cabo, eso era todo. Los hombres, de común acuerdo, decidieron esperar.

La compañía número 1 logró llegar hasta su propia alambrada, pero el fuego alemán les obligó a echarse cuerpo a tierra allí. Incapaces de avanzar, los hombres regresaron arrastrándose por el suelo, uno a uno, hasta ponerse bajo la protección de su trinchera, menos frágil. El capitán Renouart fue el último en volver. Había dejado de ordenar a sus hombres que siguieran hacia delante. Era inútil.

Las dos compañías de la izquierda, en un principio, realizaron un despliegue mejor. Unos cincuenta hombres de la compañía número 4 consiguieron pasar de su alambrada, pero sólo media docena sobrevivió, entre ellos Meyer y Férol.

La compañía número 3, con el teniente Bonnier a la cabeza, salió de su línea de inicio de la ofensiva con menos dificultad que las demás. Pero no encontraron algunos de los pasillos abiertos y quedaron atrapados en su alambrada, y allí fue donde les alcanzó el fuego generalizado de las ametralladoras alemanas. Todo el mundo gritaba sin que nadie oyera al que tenía al lado. Daba la impresión de que ejecutaban un baile de locos en sus esfuerzos por desenredarse de los alambres…

—¡Cuerpo a tierra! ¡Cuerpo a tierra! —gritaba Bonnier, mientras él mismo permanecía de pie con los alambres por la cintura—. ¡Cuerpo a tierra! ¡Cuerpo a tierra!

Sus gritos se transformaron en gorjeos. La sangre le salía a borbotones de la boca. Sus piernas cedieron. El estruendo se desvaneció de sus oídos a una velocidad espeluznante. Silencio. Oscuridad. El teniente Bonnier se sentó sobre la alambrada. Se sentó allí como si estuviese concentrado en la lectura de un libro. Una ráfaga de ametralladora le había alcanzado de lleno en el pecho.

Treinta y cinco minutos después de la hora cero, el tercer ataque sobre el Grano había finalizado, detenido en su mismo inicio, asfixiado.

La solicitud que el ayudante Herbillon había hecho con respecto a la cantidad de raciones de comida había resultado bastante certera.

***

El cabo telefonista Nolot tenía una buena historia que contar. Era evidente para sus compañeros de comedor en la división, así que le cedieron el lugar de honor en la mesa y dejaron una botella y una jarra a su alcance.

—El mejor día de mi vida —empezó, casi retorciéndose de placer—. Dando lecciones al viejo Tiburón de qué es lo que tenía que hacer. ¡Y un simple capitán! Lo oí todo, no podía cerrar la conexión porque hablaba por la extensión abierta. En un puesto de observación no se puede utilizar una centralita, está claro. Y, de todas formas, he oído algo sobre su…

—Eso no importa…

—Sí, empieza por el principio…

—Y no te dejes nada…

—Pero tampoco añadas nada.

—Abrevia, que tengo que irme.

—No le hagas caso; cuéntanoslo todo.

—Bien, estaba en cuclillas. Tenía en una mano el auricular por el que hablaba con los de la batería de cañones del setenta y cinco, y el otro en la otra. Ernest, este de aquí, estaba al otro lado. El general había pedido el parte meteorológico trescientas setenta y nueve veces…

—Sesenta y nueve —rectificó Ernest.

—Venga, deja eso de una vez…

—Sí, no interrumpas. Tengo que irme enseguida y quiero oírlo.

—Bueno, yo no dejaba de dar los partes del tiempo. Siempre eran iguales. La última vez que lo pidió, faltaban unos quince minutos para la hora cero. Seguíamos liados con eso, con Ernest diciéndome la hora a cada minuto y repitiéndola. Pero era malgastar el aliento, porque el Tiburón no paraba de mirar su reloj y hacia el Grano. Un ojo en cada sitio, por así decirlo.

»Entonces, al rato, Ernest dice: “Cero”. Yo sabía que, en efecto, era la hora cero. Se acababa de desatar el infierno. Cero para los cabezas cuadradas y también para un montón de chicos…

—No nos importan los detalles…

—El Tiburón y Nicolas, o sea, el oficial de artillería, estaban pegados a sus prismáticos. Y siguieron pegados. Entonces Ernest dice: “Cero y cinco minutos”, y se oye que el fuego afloja por unos instantes mientras montan los cañones. Ernest empieza a contarme una historia guarra. Por cierto, ¿dónde dijiste que se despertó la pulga…?

—¡Oh, venga ya!

—Vale. De pronto oigo gritar al Tiburón: “¡Por el amor de Dios! ¿Dónde están?”.

»“Allí, a la izquierda, señor”, le grita a su vez Nicolas.

»“Pero si son sólo un puñado. ¿Dónde están los demás? Cero y seis minutos y aún no han salido de la trinchera…”.

»Luego, un par de minutos más tarde, nos dice el Tiburón:

»“¿Todavía no hay ningún informe?”.

»Ernest responde que aún no hay ninguno. ¡Qué informe iba a haber! Me pongo a gritarle a Nicolas, pero el Tiburón ya está lanzando sus propios alaridos:

»“¡Esos sucios cobardes! No están avanzando. Las bombas se van retirando de su posición…”. Entonces se queda pensando. Y ¿qué te crees que dice a continuación? Está terriblemente enfadado. Dice:

»“¡Por Dios que si no avanzan ante un bombardeo, lo harán cuando tengan otro detrás de ellos! Capitán, ordene a las baterías del setenta y cinco que disparen sobre las posiciones de inicio de la ofensiva. Eso les obligará a salir”.

—¡Por Dios! ¿No lo dirás en serio?

—Tan en serio como que estoy sentado aquí.

—¿Qué hace el capitán?

—Se queda igual que si le hubieran pegado un tiro. Dice: “¿Señor?”. En tono de interrogación, ¿os dais cuenta?

—¿Y qué dice el Tiburón?

Nolot dejaba que le tirasen poco a poco de la lengua y disfrutaba al hacerlo.

—Dice: “Ya me ha oído”, y le dedica al capitán una mirada que dejaría petrificado a cualquiera. Así que Nicolas echa mano del mapa y del auricular para comunicarse con los de los cañones del setenta y cinco y dice: “Atención, Polígono. El general ordena que abran fuego sobre el 32, el 58 y el 73. Eso es todo. Repita”. Eran los cuadrados marcados en el mapa. El tipo del otro lado los vuelve a decir y luego le oigo transmitirlos. Pasan dos minutos y regresa la voz:

»“Al habla el Polígono. El capitán al mando de la batería comunica que debe de haber algún error. Esas indicaciones corresponden a nuestras propias líneas. Por favor, verifíquenlo. Es todo”.

»Entonces Nicolas se lo cuenta al Tiburón y éste dice: “Dígales que no se trata de ningún error y que obedezcan de inmediato. Las tropas se están rebelando, se niegan a avanzar. Abran fuego como se les ha dicho, hasta nueva orden”. Y os aseguro que es capaz de decir más palabrotas que cualquier soldado que yo haya oído.

»Hay otra pausa, un poco más larga esta vez. Entonces la voz dice: “El capitán de la batería comunica, con el debido respeto, que no puede ejecutar una orden así a no ser que se le entregue por escrito y vaya firmada por el general”.

»“Pásemelo”, dice el Tiburón y le arranca el auricular de la mano a Nicolas. Brama como un toro: “Póngame ahora mismo con el mando de la batería. Le habla el general Assolant”.

»Oigo al tipo al otro lado de la línea desviviéndose por satisfacer la petición del general. Poco después aparece otra voz:

»“Al habla el capitán al mando de la batería, señor”.

»“¿Va usted a obedecer mis órdenes?”, le ruge el Tiburón.

»“Ésta no, señor, con el debido respeto, a menos que sea por escrito”. Habla con toda la calma del mundo.

»“Se lo digo por última vez, ¿va a obedecer usted mi orden? ¡Por Dios!”.

»“Con el debido respeto, señor, no. A no ser que me la dé por escrito y firmada por usted”.

»Se produce otra pausa durante un instante. El Tiburón está que echa humo, como a punto de explotar. Entonces regresa la voz:

»“Con el debido respeto, señor, no tiene derecho a ordenarme que dispare sobre mis propios hombres, salvo que esté dispuesto a asumir usted la total y absoluta responsabilidad por ello. Yo tengo que recibir la orden por escrito antes de ejecutar una acción de esa índole. Suponga que usted muere, señor, entonces yo estaría…”.

»“Usted estará ante un pelotón de fusilamiento mañana por la mañana, ahí es donde estará. Estoy al mando de una batalla, no de un banco. ¿Acaso piensa que llevo la oficina conmigo? ¿Cómo se llama?”.

»“Pelletier, señor”.

»“Entregue el mando y comunique usted mismo al cuartel general que queda arrestado”.

»“Sí, señor”. Lo dice así, tal cual. Suena como si estuviera cansado.

»Habían pasado treinta minutos de la hora cero y la voz de Ernest empieza a zumbarme en el oído: “Según todos los informes, parece que el ataque ha fracasado a lo largo del frente”. Pero el Tiburón interrumpe: “Pídale a mi jefe de estado mayor que lo disponga todo para el relevo inmediato del regimiento 181. Que los envíen al Château de l’Aigle. Dígale que forme un consejo de guerra de campaña y que esté organizado a mediodía”. Después sigue hablando con Nicolas: “Si esos cabrones no se enfrentan a las balas alemanas, se las tendrán que ver con las francesas”.

»“¿Qué va usted a hacer, señor?”, dice Nicolas. Estaba tan estupefacto que se pone a preguntarle al general. Pero el Tiburón parece contento por la oportunidad de hablar: “Voy a hacer que fusilen a una sección de cada compañía por rebeldía y cobardía ante el enemigo, eso es lo que voy a hacer”.

»“¡Dios!”, dice Nicolas. “¡Una sección de cada compañía! ¡Dios! Va a tener que utilizar una ametralladora”.

»“Una idea espléndida, sí, señor”, dice el Tiburón. Estaba tan satisfecho con ella que ya se sentía mejor. Y no pareció notar que Nicolas no había dicho “señor”, que le hablaba como si fuese su igual.

»“Vamos”, dice el general. “No hay razón para quedarse aquí. Pero les voy a enseñar una lección que no olvidarán. Querer ir de listillo conmigo. Para listo ya estoy yo”.

»Entonces cogen sus cosas y se van. Nicolas no deja de decir: “¡Dios! ¡Dios! ¡Madre de Dios!”. Pero el Tiburón sólo sonríe, si es que se puede llamar sonrisa a esa mirada. La verdad es que le cuadra bien el sobrenombre, Tiburón. Nunca me ha parecido que le cuadrara tan bien como cuando salía de aquel puesto de observación. ¡Vaya día!

El cabo telefonista Nolot se estremeció de satisfacción.

***

Eran tres las razones por las que Assolant había mandado llevar al regimiento 18l al Château de l’Aigle. Más tarde le alegró saber que había existido una cuarta. Las razones retrospectivas eran habituales subproductos de las decisiones del general y siempre las aceptaba como un tributo adicional a su sagacidad, sin que, ni por un momento, se le pasara por la cabeza reconocer su falsedad. Muy al contrario, eran bien recibidas por él, tanto más porque venían a añadir sensatez a una opinión, eso pensaba, ya de por sí sensata.

La más importante de las tres razones genuinas, no obstante, que había cruzado por su mente como un relámpago en el puesto de observación y le había llevado a pensar de inmediato en el Château de l’Aigle, consistía en el hecho de que el Château, daba esa casualidad, poseía la mejor plaza de armas de aquella región del país. El general sabía muy bien que, en el extremo norte de la finca, existía una amplia y llana extensión de tierra delimitada por bosques en dos de sus lados y, en los otros dos, por el paseo de álamos que salía de los edificios y por la carretera a la que daba acceso.

Sin embargo, ¿cómo era posible que en medio de la tensa y difícil situación del puesto de vigilancia, la mente del general hubiera permanecido tan equilibrada como para que, en el mismo instante en que decidió relevar al regimiento, ya supiera con exactitud adónde quería enviarlo?

Sorprendido por tal pregunta, a cualquiera que se la hubiera hecho le habría respondido con un motivo muy simple: conocía muy bien el lugar. Allí había pasado revista a las tropas en más de una ocasión.

Detrás de esa explicación perfectamente simple se hallaba, sin embargo, una razón más profunda, aunque igualmente simple, para su memoria, de retentiva poco común con respecto a los detalles de una plaza de armas. Aquella plaza de armas se había convertido, desde la primera vez que la vio, en parte integrante de sus sueños de grandeza. Era el sitio en el que nada menos que el presidente de la República prendería la estrella de Gran Oficial de la Legión de Honor a la derecha del pecho del general de división Assolant. ¿No resultaba adecuado que quienes le habían privado de la estrella pagaran su deuda en la misma plaza? Los bosques serían un buen fondo para los postes de ejecución y se disponía de gran cantidad de espacio para tener al regimiento en formación, completando los otros tres lados del cuadrado de tal manera que nadie se perdiera el espectáculo.

Las otras dos razones por las que resultó elegido el Château de l’Aigle eran su conveniente distancia tanto del frente como del cuartel general de la división (a unos diez kilómetros de cada uno de ellos) y que el general tenía la impresión de que un castillo como aquél sería un lugar más digno y, por lo tanto, más apropiado para celebrar un consejo de guerra que cualquier alojamiento en ruinas próximo a la línea del frente.

En sus tiempos, la finca, sin duda alguna, había tenido su encanto, un encanto decoroso que todavía era evidente en algunos puntos, a pesar de haber quedado en zona de combate desde el comienzo de la guerra. El propio castillo se encontraba en medio de un parque de considerables dimensiones. Ahora la mayor parte del parque estaba invadida por barracones levantados bajo los árboles con propósitos de camuflaje. Albergaban los alojamientos y los comedores de los oficiales. Más allá del parque, había campos, y más allá de los campos, bosques. Habían limpiado de maleza algunos sectores del bosque y también se habían realizado talas para permitir la construcción de dos acantonamientos para las tropas, los campamentos A y B. El más cercano a la plaza de armas de Assolant era el campamento B, y a él se iba acercando ya el regimiento 18l a lo largo del paseo de álamos.

Los hombres hablaban.

—… He oído que el coronel se ha suicidado.

—Pues entonces se le ha pasado rápido; acabo de verle venir en ese coche.

—Es verdad. Iba en el coche con el general.

—Puede que esté arrestado.

—Debería, por habernos mandado a aquel matadero.

—Dicen que amenazó con disparar a un oficial.

—¿Quién?

—El general.

—Debería disparar al coronel por habernos enviado a esa ofensiva.

—Entonces debería pegarse un tiro él mismo. El coronel no ha tenido nada que ver con eso. Sólo obedecía órdenes.

—Cierto. Dijo que renunciaría si seguían adelante con el ataque.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Lo he oído.

—Y yo he oído decir a uno de los mensajeros del cuartel general que el telefonista había asegurado que hubo una escena de lo más movidita en algún sitio y amenazaron con dispararse mutuamente.

—¿Quiénes?

—Dax y el general.

—La verdad es que no me extrañaría.

—De todas formas, me huelo algo. Este relevo tan repentino…

—Nadie podía avanzar contra un fuego como aquél. Georges, vosotros sabéis quién es Georges, asomó la cabeza para subir al parapeto y las ametralladoras le arrancaron de cuajo la parte de arriba, justo a la altura de los ojos.

—Las ametralladoras no rebanan tan bien.

—Aquélla sí. Su cerebro me salpicó por todas partes.

—Qué raro, yo pensaba que no tenía.

—Más que tú, seguro.

—No. Yo he tenido el cerebro suficiente para que no me mataran.

—No se necesita cerebro para esconderse en un refugio, sólo estar cagado de miedo.

—Bueno, sus problemas se han acabado. Siempre estaba diciendo que no tenían su papeleta. Así le tocaba seguro.

—Si te quedas aquí lo suficiente, te toca.

—A alguien le va a tocar por este fiasco, eso sí es verdad.

—¿Tocar qué?

—Bueno, si eres general, una medalla. A ellos siempre les tocan las medallas, da igual lo que pase. Pero si eres soldado, te toca una patada en la cara. Y siempre te toca eso, da igual lo que pase.

—Está ocurriendo algo raro. Lo percibo. Todo ese follón para sacarnos del frente. Y los oficiales no se comportan de modo natural. ¡Vaya! Dragones…

El regimiento había girado a la derecha en el paseo de álamos y se encaminaba hacia los bosques, a unos cincuenta metros de distancia.

Veían los barracones más próximos al otro lado mismo de la línea de árboles y, delante de la entrada al campamento, un grupo de dragones a caballo. Aquella caballería tenía toda la apariencia de un comité de recepción, pero no muy efusivo, todo sea dicho.

La columna pasó entre la tropa de dragones, que los miraba fijamente con una curiosidad fría, y después desapareció en el bosque. No tardaron en saber para qué era aquella guardia de honor, cuando formaron por compañías antes de que los enviasen a sus alojamientos. Los jefes de cada compañía leyeron la siguiente orden:

El regimiento está bajo arresto colectivo y permanecerá confinado en los cuarteles hasta nueva orden. El campamento se encuentra vigilado y a cualquier hombre al que se vea tratando de abandonarlo sin pase se le disparará.

La presencia de los dragones era la cuarta y retrospectiva razón por la que Assolant se sentía satisfecho con la elección del Château de l’Aigle.

***

El capitán Pelletier se terminó su taza en el Café du Carrefour y le preguntó a la anciana cuánto le debía.

—Cinco céntimos —respondió ella.

Pelletier pagó y encendió un cigarrillo.

—¿Se va de permiso? —inquirió ella mientras recogía las monedas. Era la primera pregunta de tono meramente coloquial que había formulado a nadie desde hacía semanas.

—Sí —contestó Pelletier.

—¿Diez días? —insistió ella.

—No, más que eso, creo —señaló Pelletier, sonriéndole en parte a ella y en parte a sí mismo.

Parecía muy joven, muy cansado y muy sucio. La anciana se fijó en su palidez, en la tensión muscular alrededor de la boca, en la mirada vidriosa. También se percató de que sus movimientos y sus gestos comenzaban de forma brusca y terminaban con desgana.

—¿Lleva mucho tiempo por aquí? —preguntó ella.

—Demasiado —respondió él.

—Tómese otro café con un poco de coñac —sugirió ella.

—No, gracias, tengo que irme.

—Si espera media hora, pasarán por aquí los camiones de munición vacíos de vuelta a la cabecera del ferrocarril.

—Gracias, pero creo que me pondré a andar. El ejercicio me vendrá bien.

—Ha sido un mal día.

—Ni que lo diga.

—En fin, buena suerte, joven.

—Gracias, la necesitaré. Lo mismo le deseo.

Au revoir, capitán.

Adieu, madame.

***

Cuando el general De Guerville, jefe del estado mayor del decimoquinto ejército, entró en el despacho de Assolant, en el cuartel general de la división, poco antes de mediodía, por un instante tuvo la sensación de estar interrumpiendo un consejo de guerra debido a la similitud que guardaba la escena con un proceso de tal índole. Halló al general Assolant sentado tras la larga mesa que le servía de escritorio. A su izquierda, se situaba el jefe del estado mayor de la división, el coronel Couderc, y a la derecha, una silla vacía. Por delante de la mesa, de pie, había un grupo de oficiales cuya actitud se aproximaba mucho a la mostrada por Assolant dos noches antes, cuando había expresado al teniente general sus dudas acerca de la ofensiva. Cualquiera que fuese el tema del que se hablaba, Assolant lo silenció al levantarse para recibir a De Guerville. Todos dieron un taconazo y saludaron.

—Buenos días, general. Buenos días, caballeros —anunció De Guerville con tono afable mientras avanzaba por la estancia en dirección a la silla vacía que Couderc había apartado y sostenía para él—. Ha sido un día terrible. Por favor, no quisiera interrumpirles.

—Buenos días, señor —señaló Assolant—. Permítame presentarle a estos oficiales. Creo que ya conoce al coronel Couderc. El coronel Dax está al mando del regimiento 181 del frente. El coronel Labouchère, uno de mis colaboradores. Capitán Herbillon, ayudante del coronel Dax.

Hubo más taconazos y saludos, incluso por parte de Saint-Auban y otros dos oficiales jóvenes a quienes Assolant no se había tomado la molestia de presentar.

—Por favor, no quisiera interrumpirles —insistió De Guerville.

Dax le tomó la palabra y, dirigiéndose a Assolant, quien le había hecho un gesto de asentimiento, retomó con decisión el hilo del diálogo donde lo habían interrumpido.

—Lo digo una vez más, señor. Insisto en que no hubo rebelión.

—Yo ordeno un ataque y sus tropas se niegan a atacar. Si eso no es rebelión, ¿qué es?

—Mis tropas atacaron, señor, pero les fue imposible seguir adelante.

—Porque ni siquiera lo intentaron. Y sepa usted que lo vi con mis propios ojos desde el puesto de observación. Hubo tres cuartas partes del regimiento que no llegaron ni a salir de las posiciones iniciales de la ofensiva.

—Dos tercios del regimiento tenían misiones de apoyo, señor. No estaban ni en el frente.

—Quería decir del batallón, por supuesto. Por favor, no me discuta. Por cierto, ¿dónde está el oficial al mando del batallón? Debería andar por aquí.

—¿El mayor Vignon? Ha muerto. En el bombardeo ordenado por usted. Algunos proyectiles se quedaron cortos. Redactaré un informe en cuanto tenga tiempo. Eso es otro asunto, señor…

—Cíñase al tema que nos ocupa, Dax, ¿quiere? Es decir, que su primer batallón fue incapaz de avanzar en el modo en que se le ordenó y que, ya lo he repetido en varias ocasiones, haré que ejecuten a una sección de cada compañía. Y lo considero indulgente. Lo justo sería que todo el batallón…

—¿Indulgente? No puede usted hablar en serio, señor. Además, los hombres sí avanzaron. Por Dios, hemos tenido casi un cincuenta por ciento de bajas…

—Sí, en nuestras propias trincheras, Dax. Deberían haberse producido al otro lado del Grano.

—Me parece, Assolant —interrumpió De Guerville—, que las bajas prueban que el fuego fue intenso, no importa que la mayoría se dieran en las posiciones iniciales de ataque.

—Sí —asintió Assolant—, pero el caso es que los hombres no fueron capaces de avanzar. Tendrían que haber muerto fuera de las trincheras y no dentro.

—Ellos no elegían el lugar en que iban a morir —indicó Dax—. Los alemanes lo hacían por ellos.

—No avanzaron. ¿No puede entenderlo? —replicó Assolant.

—Sí, señor —respondió Dax—. Pero usted afirma que se negaron a avanzar y yo digo que no pudieron avanzar. Era materialmente imposible. A pesar de todo, muchos de ellos lograron adelantarse unos cuantos metros. A algunos de ellos los devolvieron, literalmente, volando por los aires a su propia trinchera.

Dax, pensando que había encontrado un aliado en De Guerville, había dado media vuelta al considerar finalizadas las observaciones dirigidas a él.

—¡Oh! —exclamó De Guerville, apresurándose a rechazar la alianza—, es necesario dar algún ejemplo que sirva de lección.

—Sin duda alguna —asintió Assolant—. Una sección de cada compañía.

—Creo que es un poco excesivo, general —apuntó De Guerville.

—Bien, ¿qué sugiere usted, señor? —preguntó Assolant.

—Oh, digamos que diez hombres por compañía. Cuarenta.

—Eso prácticamente significa una sección —protestó Dax—, teniendo en cuenta las fuerzas con que cuenta el batallón ahora mismo.

—¿No exagera un poco, coronel? —preguntó De Guerville con una plácida sonrisa.

—Si es un ejemplo lo que quiere, señor —prosiguió Dax—, dará igual un hombre que cien. Pero no sabría cómo elegirlo. Me tendría que ofrecer yo mismo. Después de todo, soy el mando responsable.

—Vamos, vamos, coronel —alegó De Guerville—, creo que está usted nervioso. No es una cuestión de mandos.

—Vaya, ¿y por qué no habría de serlo? —señaló Dax. Se dio cuenta de que De Guerville se mostraba incómodo ante la sugerencia e insistió.

A De Guerville, la verdad sea dicha, no le gustaban en absoluto los derroteros que iba tomando la discusión. Tomó con rapidez la decisión de maniobrar de un modo paradójico, esquivando y al mismo tiempo ignorando la acometida de Dax. Se dirigió a Assolant e hizo una observación:

—Supongamos que son una docena. No diremos que ha sido rebeldía. Lo mejor sería, yo creo, mantener esa espinosa palabra al margen. Lo dejaremos en cobardía ante el enemigo.

—Yo hablaba de cuatro secciones —recordó Assolant—, y ya hemos bajado hasta un solo pelotón…

—Les ruego, caballeros —prorrumpió Dax, incapaz de reprimirse por más tiempo, ahora que tenía la impresión de que De Guerville se implicaba del todo—. ¡Doce hombres! Doce hombres, como doce cabezas de ganado. ¡Es monstruoso! O todo el batallón es culpable, o lo soy yo solo. Pero piense en nuestra hoja de servicios, en nuestras forrajeras de gala, en lo que tuvimos que pasar en Souchez. En las condiciones en que se encontraban los hombres. En la lluvia. Y en el criminal bombardeo de los alemanes. El general tuvo oportunidad de experimentarlo en persona ayer. Si lo que quiere es dar ejemplo, ¿acaso no bastará un hombre? ¡Pero doce! ¿Quién decidirá cuáles son? ¿De dónde? ¿Qué conexión pueden tener entre ellos? Pobres diablos, intentaron avanzar. Era imposible. Lo juro por mi honor, caballeros, que no se comportaron como cobardes. Nada más lejos de la verdad. Actuaron como héroes…

De Guerville volvió a interrumpir. Se había quedado con una de las observaciones de Dax:

—¿Qué conexión pueden tener entre ellos?

A De Guerville no le agradaban las implicaciones que esa frase podría evocar. Se veía obligado a admitir que lo más probable es que una docena de hombres tuvieran más conexiones que en un número inferior de hombres. Y esas conexiones también llegarían más lejos. Además, había cargos políticos entre las tropas. Una interpelación en el Parlamento tendría…

—Pienso, Assolant, que lo mejor para zanjar el asunto sería determinar, en total, un hombre por compañía. Eso nos daría cuatro.

—Pero señor… —empezó a protestar Assolant.

—No hay peros que valgan, general. Está decidido.

—Si insiste, señor, no tengo más remedio que ceder. Pero sólo porque es usted un superior.

—Sí, insisto, Assolant. No más de cuatro.

—Muy bien, entonces tendré que aceptar cuatro. Un hombre de cada compañía, Dax, será fusilado mañana. ¿Está claro?

—Pero ¿sin juicio, señor?

—Oh, no. El consejo de guerra se celebrará en el Château esta tarde a las tres. ¿Le viene bien, Labouchère?

Dax miró a Labouchère, de pie muy cerca de él, y después volvió a mirar a Assolant.

—No lo entiendo muy bien, señor —expuso—. ¿Se me ha relevado del mando? El coronel Labouchère…

—De ninguna manera —explicó Assolant—. El coronel Labouchère será el presidente del consejo de guerra, eso es todo.

—En ese caso, ruego se me permita protestar formalmente —repuso Dax—, y de la forma más enérgica, contra la participación del coronel Labouchère en el consejo de guerra después de haber estado presente en esta conversación.

—Le recuerdo, Dax, que son órdenes…

—Sí, señor. Pero, con el debido respeto, me gustaría hacerle saber que no es correcto por su parte utilizarlas así con un oficial que va a actuar con capacidad jurídica…

—¡Silencio! ¡Por Dios! ¡Basta de comentarios!

—¿Puedo saber, señor —preguntó Dax—, cuáles son los cuatro hombres que quiere usted que fusilen?

—Eso no me importa. Lo único que quiero es que sean cuatro, uno de cada compañía, para dar a los demás una lección de obediencia y cumplimiento del servicio.

—No tengo candidatos para tal honor, señor.

—Entonces, encargue a alguien para que los encuentre.

—Pero ¿cómo? Son todos igual de inocentes…

—¡Por Dios, coronel! ¿Intenta usted obstaculizar mi labor? Si es así, se está colocando en una posición más que difícil. Deje que los jefes de cada compañía escojan a los… los… los… culpables. Es una orden y no hay más que hablar. Pueden retirarse, caballeros. General, espero que pueda quedarse a comer.

—Lo haré encantado —respondió De Guerville.

Media hora más tarde, durante la cual De Guerville explicó a Assolant sus motivos para haber reducido el número de ejecuciones, los dos hombres salieron del despacho. Dos capitanes se encontraron con ellos en el pasillo y se detuvieron para saludar. Uno de ellos parecía muy joven, muy cansado y muy sucio.

—¿Qué desea? —interrogó Assolant con un tono que para nada invitaba a expresar un deseo.

—Usted me ordenó presentarme aquí, señor —empezó a explicarse el de aspecto más pálido, cuyos músculos de la cara aún estaban muy tensos y con los ojos vidriosos—. Pelletier, oficial al mando de la batería…

—Sí, sí. Quería hablar con usted porque algunos de sus proyectiles se quedaron cortos. El coronel del regimiento 181 ha realizado un informe verbal sobre eso y puede que el caso deba remitirse a una comisión de investigación. No tengo tiempo para ocuparme de ello ahora. Ponga los detalles a disposición de su superior hasta nueva orden.

El rostro de Assolant estaba por completo bajo control y su expresión no animaba a continuar la conversación. Pelletier echó un vistazo a De Guerville, vio la banda del estado mayor del ejército en la manga y se apartó para dejar paso a los dos generales.

Cuando ya nadie podía oírles, De Guerville señaló:

—Eso es grave, disparar sobre su propia infantería. Debe usted castigar ese tipo de actuaciones con la mayor severidad, Assolant.

—Coincido del todo con usted —asintió Assolant—. Y el peor castigo para él sería un traslado forzoso. Por ejemplo, a Macedonia o a una colonia. Es un hombre ambicioso y muy problemático. Cursaré la orden de inmediato. ¿Se ocupará usted de confirmarla tan pronto como sea posible?

—Por supuesto, si así lo desea. Pero ¿qué hay acerca de la comisión de investigación?

—Bueno, en los casos en que se abre fuego sobre las propias tropas, siempre trato de evitar las investigaciones. Impone en exceso a los hombres y da muy mala impresión. El traslado forzoso es la mejor disciplina para él. Daré curso a la orden hoy mismo y si usted tiene a bien acelerar su confirmación…

—Lo que usted diga, Assolant. Seguramente usted conoce mejor…

—Sí, señor, por el bien del servicio.

A De Guerville no se le escapó lo gratuito de la explicación, así como la estrecha relación que parecía haber entre el general y un simple capitán de artillería, pero no hizo ningún comentario.

***

Los hombres estaban hablando. Siempre estaban hablando. Parecían hablar incluso cuando estaban en silencio, o en una marcha, o en un desfile, o en posición de combate en las trincheras. Es decir, parecían comunicarse. Una mirada, el movimiento de una mano o de un pie, la expresión de una cara o la inclinación de una cabeza, el ángulo exacto con que se llevaba puesto un gorro o un casco, con frecuencia parecían implicarse de un modo extraordinario en el curso de una conversación. ¿De qué hablaban? Sobre todo de sí mismos, desde luego, pero también de todo, de todo en relación con ellos mismos y viceversa. Las charlas eran, de forma inexplicable, siempre las mismas y siempre nuevas. Parecían formar parte de una conversación más amplia que se había iniciado tiempo atrás y que iba a continuar sin variaciones en un futuro cuya duración nadie era capaz de predecir. Poseía una extraña capacidad para perpetuarse a sí misma, lo que llevaba a pensar que mientras los hombres podían morir o marcharse, la conversación no, ya que otros hombres llegarían para darle nuevo impulso de un modo despreocupado e inconsciente.

Había dejado de llover y los hombres estaban juntos cerca de la cocina de campaña, comiendo de pie.

—… los dragones.

—Vaya una cara de amargados que tienen. Cualquiera diría que somos prisioneros cabezas cuadradas.

—Ojalá lo fuéramos, así estaríamos a salvo.

—Y lo estamos, de no ser por los bombarderos que actúan de noche.

—No es eso lo que me preocupa. Son los mandos. ¿Estamos a salvo de ellos?

—Siempre lo hemos estado. Pero ¿adónde quieres ir a parar?

—Por ahí corre el rumor de que va a haber algunas ejecuciones.

—¡Venga, no digas gilipolleces! Que no estamos en el cine.

—Vale, ¡pues serán gilipolleces! Aunque ya pensarás de otra forma cuando te las esté diciendo un tío con un fusil apuntándote.

—Tiene razón. Me huelo que algo se cuece.

—Puede que alguien haya tirado una letrina de una patada.

—Tiene toda la razón. Si no, ¿por qué nos han arrestado? A todo el regimiento. Es inaudito. Todo un regimiento.

—A lo mejor piensas que van a fusilar a todo el regimiento, ¿no?

—¿Por qué no? Pueden hacer lo que les dé la gana.

—No digas sandeces.

—¿Por qué son sandeces?

—Porque son sandeces, y ya está.

—Supongo que entonces no fue una sandez que nos ordenaran aquella ofensiva, ¿verdad?

—Eso es otra cosa… Una ofensiva.

—Bueno, el caso es que no me gusta un pelo. Está todo demasiado tranquilo. Alguna perrería preparan. Siempre hay alguna cuando las cosas están tranquilas.

—Sí, ¿y dónde están todos los oficiales? No hay inspecciones, ni desfiles, nada.

—Ni siquiera han venido a probar la sopa.

—Nos leyeron la orden y se largaron.

—Comen su propia sopa, por eso ha sido.

—Y nosotros estaremos en ella, me apuesto lo que sea.

—Uno de los dragones ha dicho que era un consejo de guerra.

—Consejo de guerra en campaña equivale a ejecuciones de campaña.

—Bueno, todavía no han formado destacamentos para cavar fosas. Ya es algo.

—¿Qué sentido tiene que os engañéis a vosotros mismos? Os digo…

Meyer, que no había contribuido en absoluto a la conversación, pero que la había escuchado con atención, terminó de comer y se fue a su barracón. Colocó el plato y el cubierto sin limpiarlos; luego se quedó unos minutos allí dentro, pensativo. Sus ojos, al igual que sus pensamientos, comenzaron a vagar de un lado a otro. Muy poco después, su cuerpo también se puso en movimiento, sin prisa, decidido. Sacó la cartera y verificó el contenido: cinco francos y tres fotografías pornográficas. De su mochila extrajo un cuchillo y una barra de chocolate y se los metió en el bolsillo. Buscó un par de calcetines, pero al no encontrar ninguno entre sus pertenencias, miró a su alrededor y halló un par seco. Se cambió de calcetines con parsimonia. Su mirada recayó en una capa que colgaba de un clavo en el centro del barracón, fue a por ella y se puso a rebuscar en los bolsillos. Halló una carta, que empezó a leer, pero no dinero. A sus espaldas, un hombre entró en el barracón y Meyer dio media vuelta. Con un rápido vistazo comprobó que el hombre llevaba su capa puesta, así que prosiguió con lo que estaba haciendo. Meyer era así, impasible. Se trataba de un truco cuyo aprendizaje debía agradecer al ejército. Su sargento de instrucción había hecho hincapié de forma descarada en ese punto: «Si te vienes abajo, ocúltalo, mantén la calma. No llames la atención intentando recobrar la compostura». Era un buen truco y funcionaba. El hombre salió del barracón sin dedicar un solo pensamiento a Meyer. Meyer terminó de leer la carta y regresó a su sitio. Pensó en llevarse el abrigo. Resultaría práctico para dormir al raso en el campo. Luego decidió no cogerlo. Demasiadas cosas con que cargar, y eso sería demasiado llamativo. Nadie llevaba abrigo en este tiempo, salvo cuando llovía.

Meyer salió y deambuló por el campamento, casi siempre próximo a sus límites, donde podía ver a los dragones. Trató de hablar con uno o dos de ellos, pero no lograba que dijeran demasiado. «Cerdo indeseable», se decía, tomando el apuro que sentían por acritud hacia los prisioneros, el apuro de hombres corrientes que desempeñaban el inusual y desagradable papel de carceleros.

Meyer se iba acercando más y más hacia la parte más alejada del campamento, el extremo que más se adentraba en los bosques. Sacó un cigarrillo y después lo volvió a guardar para más adelante. Se desabotonó la capa, introdujo la gorra en el bolsillo trasero y le dio la sensación de que estaba realizando una buena imitación de alguien que actúa con total despreocupación. No veía a un solo dragón en las cercanías, por lo que se internó en el bosque, caminando despacio y con expresión distraída en el rostro…

—¡Alto!

Meyer simuló no haber oído nada.

—¡Alto ahí o disparo!

Meyer se dio la vuelta y vio a un dragón, que se había bajado del caballo unos pasos más allá. Tenía el fusil apoyado en un árbol y Meyer se percató de que él era el blanco al que apuntaba el arma.

—Si te vas a poner así…

—Sí, me voy a poner así. Las órdenes son las órdenes. Vuelve a tu sitio.

—Mira, amigo, sólo voy al pueblo a divertirme un rato. Estaré de regreso dentro de una hora. Nadie notará la diferencia.

—Tú sí, si das un paso más. Tenemos órdenes de disparar…

—¿Y a qué viene tanto empeño en disparar?

—Estáis todos arrestados. Mañana sí que habrá un montón de disparos…

—En nombre de Cristo, ¿y eso por qué? ¿Qué he hecho yo?

—Tú sabrás. Estás tratando de escapar.

—No trato de escapar. Sólo voy a darme un paseo…

—Un amante de la naturaleza, ¿verdad?

—Sí.

—Lo pareces. Bueno, disfruta de tus margaritas por esta zona. Será más agradable que si te entierran debajo de ellas.

El dragón meneó la cabeza en dirección al campamento. A Meyer no le pasó desapercibido que lo había hecho sin mover el fusil, todavía apuntándole al pecho.

Meyer sopesó las posibilidades de emprender la huida. Había un árbol en las proximidades, pero era demasiado delgado para protegerse tras él. Al otro lado veía otro árbol de tamaño considerable, con el que sí podría cubrirse mientras ponía terreno de por medio entre él y el dragón. Pero necesitaría cuatro zancadas para llegar hasta allí y tres de ellas no llegaría a darlas nunca. Meyer comprobó que el dragón llevaba espuelas y se maldijo a sí mismo por no tener aquel cigarrillo en la mano. Se lo podría haber tirado al dragón y así hacer que bajase el arma lo suficiente como para darle tiempo a saltar y correr hacia el árbol. Las espuelas no eran de mucha ayuda al correr, sobre todo en un bosque. Pero tenía las manos vacías y las espuelas no suponían impedimento alguno para las balas.

—Tú ganas, comemierda —concluyó, y echó a andar de vuelta al campamento, mirando con el rabillo del ojo por si acaso.

El dragón rodeó el árbol en el que apoyaba el rifle y mantuvo a la vista a Meyer hasta que éste se hubo marchado.

***

Cuartel general del regimiento

Regimiento 181 del frente

N° 13934-CD-19

Confidencial. Urgente.

A: Cap. Renouart, oficial al mando. Compañía n.º 1

Cap. Sancy, oficial al mando. Compañía n.º 4

Ten. Roget, en representación del oficial al mando. Compañía n.º 2

Sgto. mayor Jonnart, al mando de la compañía n.º 3

Por la presente se les ordena arrestar a un hombre de cada una de sus compañías y conducirlo al puesto de guardia del regimiento, en el Château, no más tarde de las 14.30 de hoy, presto para comparecer ante un consejo de guerra bajo el cargo de cobardía ante el enemigo.

Por orden:

Herbillon

Cap. Aydte.

—¿Qué significa esto, señor? —preguntó Herbillon al entregar el papel al coronel Dax.

—¡Uf! —exclamó Dax—. Esto parece disimular la situación. Pero no es posible. Lo que quiero decir es que espero que esos hombres sepan lo que se les pide. Que lo más probable es que vayan a escoger a un hombre para que lo fusilen, no sólo para que lo juzguen en un consejo de guerra.

—¿Por qué no les llama y se lo explica, señor?

—No puedo, Herbillon. No podría mirarles a la cara. No voy a hacerle el trabajo sucio a Assolant. No aguantaría sus reproches…

—No se atreverían, señor…

—No, me refiero a los que no se expresan con palabras. Serían los más difíciles de soportar. Soy literalmente incapaz de discutir un segundo más sobre este asunto. ¡Una orden es una orden, por Dios! He tenido que enfrentarme con temas así desde que nos enviaron al frente. Protestas, protestas, protestas, todas como si chocaran contra una pared, la pared de la testarudez y la vanidad de Assolant. La verdad es que está un poco mal de la cabeza, ya lo sé. Pero me temo que van a tener que morir muchos hombres antes de que los de arriba se den por enterados. Por cierto, ¿sabes lo que hizo? ¡Ordenó a los cañones del setenta y cinco que disparasen sobre nuestras líneas para obligar a avanzar a los hombres e iniciar la ofensiva! Pelletier se negaba a hacerlo, a menos que la orden le llegara por escrito. Pero Assolant no está tan loco. El oficial de la avanzadilla de observación de Pelletier me lo contó. Ya ve con lo que me tengo que pelear. Estoy hecho polvo. Me he pasado unas dos horas discutiendo con el general sobre ello. Y es evidente que todos mis esfuerzos han sido en vano.

—Oh, yo no diría tanto, señor…

—Por supuesto, había olvidado que usted estuvo presente en la reunión.

—Por favor, permita que yo, en su nombre, se lo explique a los mandos de cada compañía, señor —propuso Herbillon, que estaba realmente deseoso de aliviar el sufrimiento de su jefe.

—No, no servirá de nada. Insistirían en verme y también en cargar la responsabilidad sobre mí. Ellos tienen que asumir la suya y actuar lo mejor que puedan. En cualquier caso, se trata de órdenes del general y pienso aprovecharme de ello por completo. Además, si de todo este embrollo se puede obtener un ápice de justicia, lo más probable es que se logre dejando actuar a los jefes de compañía según su propia iniciativa. Conocen a sus hombres, o al menos los conocen mejor que yo. El general quería fusilar una sección por compañía. Piénselo, ¡una sección! Ese hombre es un demente. Conseguí rebajarlo a cuatro hombres, con la ayuda del general del estado mayor. He hecho lo que he podido. Ha sido una negociación degradante, se lo aseguro. No, deje que todo siga su curso. Apareceré en el consejo de guerra para hacer un alegato final, aunque lo más seguro es que sea inútil. Ya oyó usted que Assolant le dio a Labouchère órdenes que prácticamente condenaban a los hombres. Si ocurre lo peor, apelaré al teniente general, por encima de Assolant. Pero quiero que esos oficiales sean conscientes de la gravedad de la elección que tienen que realizar.

—Bien, ¿y debo plantear la posibilidad de que haya ejecuciones…?

—No. Eso sería darlo por hecho en gran medida. No puedo creer que realmente vayan a llegar hasta el final, aunque en el fondo sé que lo harán. Y no ayudaría en nada admitir que nos esperábamos algo así. Sería injusto para los hombres. Siempre hay alguna esperanza, ¿no?, mientras aún no estén muertos.

—¿Qué le parece una frase de este tipo: «Las órdenes referentes a los pelotones de fusilamiento se cursarán más adelante…?».

—Eso es prácticamente lo mismo. Es mejor que diga «consejo de guerra sumarísimo» en lugar de sólo «consejo de guerra». Así se darán cuenta de la importancia del asunto. Y al mismo tiempo sabrán que no se puede apelar. Y, por cierto, cambie el principio. Si Assolant va a dar órdenes de ese calibre, quiero que quede constancia de ello. Empiece así: «Por la presente se les ordena, en cumplimiento de las disposiciones del general al mando de la división, seleccionar y arrestar…». Esto les hará ver que no trato de eludir ninguna responsabilidad pasándosela a ellos. También debería llevarles a comprender que la orden es definitiva y que no tiene sentido discutirla conmigo. Voy a intentar dormir un poco, pero si alguien quiere verme en relación con este tema, debe usted despertarme, por supuesto.

Una vez se hubo marchado Dax, Herbillon volvió a coger el borrador de la orden y la mecanografió de nuevo con los cambios que había querido incorporar Dax y utilizando cuatro hojas de calco. Firmó cada una de las copias, las introdujo en un sobre y lo selló. Escribió la dirección en los sobres, añadió la indicación «Personal y urgente» y llamó a un mensajero.

—Lléveselos y entréguelos en mano a los oficiales a quienes van dirigidos —solicitó—. Con acuse de recibo.

El mensajero saludó y se fue. En cuanto se vio a una distancia prudencial de la puerta, miró los sobres e intentó, sin éxito, abrirlos lo suficiente para husmear. Puso cara larga, pero enseguida se le alegró al ver el nombre del sargento mayor Jonnart. Aquello significaba que había que ir hasta el campamento B, un corto y agradable paseo. También era una oportunidad para cotillear un poco con los muchachos. Ser mensajero tenía sus ventajas. Pero también sus desventajas. Había que permanecer sentado fuera del despacho, sin hacer nada, a veces durante una mañana entera. Sin poder siquiera fumar. Y tener que ponerse en pie y saludar cada vez que pasaba un oficial. Nadie con quien hablar, excepto los otros mensajeros, y uno sabía tanto como ellos, o tal vez más. Desde luego, lo habitual era estar enterado de lo que sucedía por el cuartel general y eso te convertía en persona de cierta importancia. Hasta los sargentos te escuchaban o intentaban sonsacarte. Pero se echaba de menos estar con tus iguales y conversar con toda franqueza sobre temas que eran familiares. Había que tener cuidado con lo que se decía en el puesto de correos. Además, al margen de lo decente que pudiera ser un oficial, seguía siendo un oficial y tú no. Los oficiales hablaban un idioma diferente. Incluso comían una comida diferente…

El mensajero inició su recorrido por el parque militar para entregar las cartas.

«Con acuse de recibo, dice el imbécil de Herbillon —reflexionó—. Siempre traemos acuse de recibo. Idiota quisquilloso. Pero es que los ayudantes siempre son quisquillosos. Se creen que el mundo entero descansa sobre sus hombros. Me fumaré un cigarrillo mientras voy hacia el campamento B. El sargento mayor Jonnart, ¿verdad? No es mala gente, pero un poco espeso. Los sargentos mayores son todos así. Quizá pueda contarme lo que está pasando. En el cuartel general no sueltan prenda. Hablan dentro de las oficinas, así que desde fuera no te enteras de nada. A lo mejor los dragones saben algo. ¡Un regimiento entero arrestado! Gracias a Dios por esta oportunidad de fumar. Parece que va a ser un buen día, después de todo. El campo está bonito. Estará en su punto cuando dentro de un mes me vaya de permiso. Puede que consiga echar un trago en la cantina cuando regrese…».

El mensajero no tenía prisa. Inhalaba profundamente el humo del cigarrillo, procurando a sus pulmones la nicotina de la que habían estado privados y ante la que se mostraban agradecidos. Estaba encantado de que le hubieran dado algo que hacer.