—Marchan muy desaliñados —afirmó el más joven.
—Como marcharías tú si hubieras tenido que pasar por lo mismo que ellos —replicó el otro.
Los dos soldados se encontraban, medio escondidos, tras un grupo de árboles junto a la carretera. Una ligera brisa del noreste traía el sonido de lejanos cañonazos que el mayor de los dos reconoció como las postreras notas de los bombardeos del amanecer. Los dos hombres tenían la vista fija en el cuerpo de ejército que se acercaba por la carretera. Se trataba de un regimiento de infantería y, a medida que se aproximaba a ellos, sus no del todo rítmicos pasos se oían con más nitidez y borraban el ruido de la distante artillería. El más joven habló de nuevo:
—¿Cómo sabes que han tenido que «pasar por algo»?
—Hay varias formas de decirlo —aseguró el mayor de los dos, preparando su explicación con una pausa que expresaba, al mismo tiempo, hastío por la obviedad y placer por la ocasión que se le brindaba de dar rienda suelta a su arrebato didáctico—. No es sólo porque estén sucios y sin afeitar. No hace falta una guerra para eso. No. Pero mira sus caras. ¿No ves esa especie de tinte grisáceo en la piel? No lo tienen por haber pasado la tarde del domingo sentados en un café. Y fíjate en algunas de esas mandíbulas. ¿No te das cuenta de que la mandíbula inferior parece desencajada, como si les colgara un poco? Es una reacción. Señal de que han tenido que soportar una gran tensión. Echa un vistazo a sus ojos. Los tienen abiertos, pero dan la sensación de no ver gran cosa. Lo han pasado mal, seguro. Sus ojos parecen de vidrio. Casi todos están estreñidos, por supuesto, pero no se trata de eso, sino…
—Ahora sí sé que me estás tomando el pelo. Todo el mundo dice que el frente te provoca justo lo contrario.
—¿Sí?
—Sí. Mira, precisamente el otro día le pedí una pastilla al oficial médico. Me preguntó: «Va a unirse a su regimiento, ¿verdad?». Yo contesté: «Sí, señor». Y él me dijo: «Bueno, aquí tiene la pastilla, pero es la última que necesitará hasta que termine la guerra. A partir de ahora los artilleros alemanes se encargarán de mantener sus intestinos bien abiertos».
—Ese médico era un imbécil. Y lo que es más, está claro que jamás ha visto el frente de cerca, o no hablaría así.
—Pero todo el mundo…
—Sí, ya lo sé. Pero no olvides esto: no todo el aire caliente de este ejército está almacenado en la sección de globos aerostáticos.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que quiero decir es lo siguiente: los alemanes tienen localizadas todas las letrinas de nuestra trinchera, y nosotros también las suyas. Pues bien, a los soldados no les gusta ir a sitios localizados. Y es más, no les gusta bajarse los pantalones porque cuando uno tiene los pantalones bajados no puede ni saltar ni correr. Por tanto, ¿qué hace? Se le convierte en una dura bola dentro. Llevo en este frente casi dos años y todavía no he visto un solo caso de diarrea. Y el motivo es que cuando los hombres tienen miedo, se ponen tensos y todo en su interior se solidifica. Sus funciones vitales se detienen. Las secreciones se secan. Cuando percibes el sonido de una granada que viene hacia ti, contienes todo, hasta el aliento. No puedes evitarlo. Por esa razón las caras de esos tipos adquieren un aspecto grisáceo. Tienen la piel reseca. Y los ojos, además de por la falta de sueño. De ahí su apariencia de vidrio. Por algún motivo lo primero que se relaja son las mandíbulas. Cada vez que un hombre viene del frente, en su interior ocurre algo comparable a cuando salta la manecilla de las horas en un reloj. Además, da la casualidad de que sé que a esos tipos les han dado una paliza terrible en el valle de Souchez.
—Sabes muchas cosas, ¿no?
—No, no tantas. Sólo procuro tener los ojos y los oídos abiertos, eso es todo. Pero sé de buena tinta que lo han pasado mal porque se trata de mi regimiento y en la terminal del ferrocarril me encontré con un sargento al que habían herido allí y me lo contó.
—¿Qué regimiento es?
—No sé si debo decírtelo. Haces tantas preguntas que quizá seas un espía. Es el regimiento 181… o lo que queda de él.
—¡Vaya!, es al que me han ordenado unirme. Vamos a seguirlos. Nos evitaremos la caminata de quince kilómetros de ida y vuelta a Villers. Venga, coge tu petate…
—¡Eh! ¡Eh! Espera un momento. No hay prisa. Deja que me ocupe yo de esto y así no tendremos problemas.
—Es curioso. He visto el número que llevas, pero por alguna razón no me he dado cuenta. La emoción de dirigirme al frente y todo eso, supongo… Bueno, me llamo Duval. ¿Y tú? ¿De dónde vienes? ¿Del hospital?
—No, soldado de primera Langlois. Hace nada estaba en el Edén o, lo que es lo mismo, de permiso.
Los dos hombres se dieron la mano, se miraron por primera vez a los ojos con intensidad, por un instante, y luego sonrieron. El regimiento en el horizonte azul (a aquella distancia, era el azul de un horizonte en el que se fraguaba una tormenta) empezaba a quedar fuera del alcance de su vista y se mezclaba con los álamos que flanqueaban la carretera. El sonido de sus irregulares y fatigados pasos también se había alejado de ellos.
—Bueno, ¿qué hacemos? —preguntó Duval.
—Alguien dijo que un buen soldado es el que sabe cuándo desobedecer. Tenía razón, y yo soy un buen soldado. Nos han ordenado incorporarnos a nuestro regimiento en Villers. Sin embargo, parece que acaban de venir de allí, así que nos vamos a evitar una absurda caminata de treinta kilómetros. Pero tampoco vamos a ir con la lengua fuera detrás de ellos. ¿Te queda dinero? Vale. Entonces vamos a volver a aquel bistro junto al que pasamos, en el cruce; tomamos algo y hacemos tiempo. Allí nos dirán qué camino ha tomado el regimiento y saldremos para alcanzarlos a la hora de comer. ¿Nos vamos?
Se echaron las mochilas al hombro, se colgaron los fusiles y treparon en dirección a la carretera. Al girar a la izquierda, echaron a andar sin prisa tras la estela del regimiento mientras intercambiaban información acerca de sí mismos. Langlois se enteró de que su compañero trabajaba en un banco de Belfort y vivía con sus padres en los suburbios de la ciudad. Su reemplazo comenzaba a incorporarse al frente, y él, de algún modo, quedó rezagado debido a la orden de unirse al 181. Por eso estaba solo. Era una complicada historia de órdenes confusas, y Langlois no le prestó demasiada atención. Duval, tras lanzar una involuntaria y fugaz mirada a los galones de Langlois, dijo que esperaba ganar una medalla y se preguntó qué posibilidades tendría de lograr un ascenso en el plazo de un año o algo así. Langlois le respondió que bastantes, siempre que se encomendase de manera exclusiva al paso del tiempo y a las bajas entre los oficiales. Por su parte, Langlois no quería ningún ascenso. Bastante tenía con cuidar de su propio pellejo como para encima preocuparse por un montón de hombres más. Era ingeniero, le confesó a Duval, y añadió con sorna que por esa razón estaba, sin duda, en infantería. Duval señaló que el general Joffre era ingeniero, pero Langlois simplemente se rió.
Empezó a caer una ligera lluvia y pronto la conversación languideció. Langlois se preguntó por qué la lluvia siempre parecía poner fin a una charla durante las marchas. Acogió bien el silencio y lo utilizó para disfrutar de la sensación de alivio que le producía alejarse del frente. Duval, por el contrario, estaba bastante decepcionado por la dirección que habían tomado y se hallaba algo molesto a causa de ello. Se consolaba con el lejano sonido de la artillería. A fin de cuentas, reflexionaba, había oído el ruido de la guerra: la Orquestación del Frente Occidental. Aquellas palabras surgieron en su imaginación, en mayúsculas y todo, tal y como las había visto en un titular de periódico. Pronto vería la guerra. Su romanticismo y su inexperiencia le protegían de la idea de que quizá también la sentiría.
Caminaban uno junto al otro. Ambos hombres se sentían ya camaradas. Langlois pensaba en que aquella amistad, nacida de forma tan repentina, moriría, como tantas otras, de igual manera. Ese pensamiento penetró en su cabeza sin saber cómo ni por qué y dejó que allí se disolviera. En cuanto tuviera ocasión, debía enviar una nota a su mujer para decirle que su regimiento iba a descansar en la retaguardia durante una semana o diez días y que durante ese tiempo podía estar tranquila.
Era una mañana de principios de primavera y el chubasco había pasado. El campo se refrescó con las lluvias y el paisaje parecía a punto de hacer estallar sus delicados verdes. Los dos hombres se detuvieron para encender un cigarrillo, se pusieron de nuevo en marcha con parsimonia y descubrieron un inesperado placer al hacerlo de ese modo. En cualquier caso, tenían tiempo de sobra.
***
El regimiento llegó al cruce, rodeó el café que allí había y dobló a la derecha para abandonar la carretera principal. Algunos de los hombres levantaron la vista de las pantorrillas de los que los precedían y miraron hacia el Café du Carrefour. No se trataba de un interés abstracto, ya que era el primer edificio entero que habían visto en tres semanas; más que eso, era un lugar donde tendrían la oportunidad de beber algo y que anticipaba la existencia de sitios similares más adelante, en alguno de los cuales esperaban finalizar la marcha.
—Casi hemos llegado —afirmó Didier.
—¿Adónde? —preguntó Lejeune.
—Al lugar al que vamos, por supuesto.
—¿Cómo sabes cuál es?
—No lo sé. Pero sé que casi hemos llegado porque si un regimiento se pasa cuatro horas andando por una carretera principal y de pronto se desvía de ella, es que está llegando a algún sitio.
Entre las tropas se oían otras voces:
—¡Oh, descanso! No me vendría mal descansar un poco…
—A mí tampoco, chico. No eres el único…
—Dormir es lo que necesito yo, dormir; un sueño largo y tranquilo…
—Y quitarme las ropas. Están tiesas. Tengo un estómago fuerte, os lo aseguro, no queda más remedio en esta guerra, pero casi no puedo soportar mi propio olor.
—Estoy contigo, amigo mío —asintió el hombre que estaba detrás de él—. A mí tampoco me resulta muy agradable cómo olemos.
—Pero si hay que elegir, prefiero mi olor al tuyo —replicó el primero.
El teniente, que caminaba junto al sargento a la cabeza del pelotón, le comentó:
—Eso suena mejor. Ya están empezando a soltar la tensión. Lo que me pone nervioso es que los hombres dejen de bromear.
—Sí, señor —asintió el sargento sin comprender del todo el significado de las palabras del oficial.
Comenzó a caer una fina lluvia, y las conversaciones, que bullían desde que abandonaran la carretera principal, se fueron difuminando. Los hombres agacharon la cabeza para proteger el rostro de la lluvia y se encogieron de hombros con el fin de evitar que el agua les cayera por el cuello. Suspiros y expresiones de alivio golpeaban los oídos del teniente: «Descanso… Mis pies… Descanso… Vaya marcha… Dormir… Descanso…».
«No cabe duda de que su capacidad de resistencia está por los suelos —decía el teniente hablando consigo mismo—. Y su moral también. Pero ¿quién puede reprochárselo? ¿Hasta dónde tendremos que llegar? Si al menos nos dijeran de antemano a dónde vamos, sería posible mentalizarse para la marcha. Podríamos saber que empezaría a llover nada más pisar el barro del camino…». Súbitamente furioso contra las pequeñas y eternas perversidades de la vida, el teniente dejó de pensar y, a cambio, permitió que una retahíla de expresiones blasfemas y obscenas empezase a dar vueltas por su mente; una vez agotadas, se obligó a repetir el proceso. Sus labios se movían al ritmo del vehemente lenguaje interior, pero no salió un solo sonido de ellos hasta que, apaciguado por aquella explosión silenciosa, se dirigió una vez más al sargento y afirmó:
—Nos tendrán que dar por lo menos diez, yo creo.
—Por lo menos diez, señor —confirmó el sargento.
Hablaban de manera elíptica, tal y como hablan los hombres obsesionados por un tema vital y omnipresente, tal y como se habla cuando a nadie se le ocurre que sea posible pensar en algo distinto al lugar común. Ninguno de ellos, no obstante, acabó por convencerse a sí mismo o al otro de que conseguirían de verdad un permiso de diez días.
El regimiento pasó por una aldea, atravesó un arroyo y subió por una colina boscosa cubierta de un barro lleno de surcos. Los hombres iban dando tumbos, se resbalaban, se empujaban unos a otros y maldecían, y la formación perdió el poco orden con el que había llegado allí. El bosque terminaba de forma abrupta y definida en la cima de la colina y se vieron ante los campos situados en una baja meseta. Cruzaron la llanura mientras echaban pestes de aquella ruta que los obligaba a caminar haciendo eses en lugar de en línea recta. En cuanto se dieron cuenta de que el desvío en el trazado no estaba causado por obstáculo natural alguno, recrudecieron las maldiciones contra el camino, transformado en una absurda S.
«Estas cosas son las que hacen que uno se enfade como un demonio —reflexionó el teniente—. La hostilidad de los objetos empieza a parecer real, sobre todo cuando estás exhausto. Y cuanto más te enfadas, más te cansas, y viceversa». Estaba a punto de entregarse de nuevo a una andanada de blasfemias silenciosas, cuando el regimiento giró a un lado y comenzó a bajar por una senda que conducía a un valle poco profundo. Varias voces estallaron tras él:
—Por fin hemos llegado.
—Interesantes ruinas, sin duda…
—De ruinas, nada. ¡Mirad! Las casas tienen tejado.
—Entonces no son para nosotros.
Pero esta vez el escéptico profesional estaba equivocado. El pueblo situado en el fondo del valle iba a ser el suyo; las casas con tejado iban a ser sus casas. Los hombres, al avistar su destino final, avivaron el paso, deslizándose por el camino. Todo el mundo conversaba y lo hacía en un tono más alto del utilizado durante muchos días. Entre lo empinado y resbaladizo del trayecto, los hombres iban casi corriendo, deseosos de llegar a aquel lugar. De pronto, la masa azul se apelotonó, se plegó como un acordeón y se detuvo por completo. El coronel, al frente de la columna, estaba hablando con el oficial encargado del alojamiento; éste, a un lado del camino, tenía a su comitiva en formación tras él, como si de una guardia de honor se tratase.
La fila no tardó en ponerse otra vez en marcha, despacio y a tirones. A medida que iba pasando cada compañía, uno de los hombres del grupo encargado del alojamiento se destacaba del mismo, saludaba al mando de turno y le indicaba el camino:
—Por aquí, señor. Mostraré a cada pelotón su alojamiento y después podrán volver a formar para ir recibiendo una comida caliente de las cocinas de campaña. Las órdenes del coronel, señor, son que los hombres quedan rebajados de todo servicio hasta mañana a mediodía.
***
En el Café du Carrefour, Langlois le escribió una nota a su mujer. Puso todo su empeño en transmitir la información de la manera más vaga posible para así asegurarse de que la carta pasara con toda celeridad ante el censor.
Tan sólo unas líneas, amor mío, para decirte que no estaré en el frente hasta dentro de una semana o diez días, por lo menos. Por tanto, aún no tienes que preocuparte por mí durante una temporada. En realidad no tienes que preocuparte por mí en absoluto porque, como te he dicho tantas veces, estoy absolutamente convencido de que mi destino es sobrevivir a esta guerra. Ya sabes, algunos de nosotros deben lograrlo y estoy seguro de que yo soy uno ellos. No hay ninguna granada ni bala alemana que lleve escrito mi nombre…
Era muy consciente de la necedad que suponía escribir así y también de lo inútil que resultaba. Pero ¿qué podía hacer un hombre cuando sorprendía aquella mirada en los ojos de su mujer; cuando sentía que la mano de ella apretaba de tal modo la suya; cuando la veía, cada vez con más frecuencia, dejar de hacer lo que estuviera haciendo, venir hacia él y abrazarlo, abrazarlo con una increíble ternura?
… Estoy contento de la decisión que tomamos el pasado jueves. (Contó con los dedos). Quizá tengas alguna noticia que darme la próxima vez que volvamos de nuestro viaje a las trincheras. (Estuvo pensando un buen rato sin apartar la mirada de la carta, sin verla, y entonces aventuró una frase repleta de implicaciones). Espero que sea una niña. Con esto acabo. Escribiré pronto otra vez. Con todo mi amor, mi vida…
Cerró la carta y la guardó en su cartera con la intención de llevarla esa misma tarde a la oficina de correos del regimiento. «Espero que sea una niña». Se preguntaba si el censor consideraría aquella frase como prueba de sus tendencias derrotistas. Se preguntaba cómo interpretaría su mujer aquella esperanza, qué conclusiones sacaría de ella. Quizá no debería haberlo dicho, después de todo. Había sido deseo de ella, mencionado de forma inesperada dos días antes de que terminase su permiso, tener un hijo. Aquello significaba invertir por completo su parecer previo y su común acuerdo sobre el tema, pero él comprendió sin problemas su cambio de opinión… tanto más cuanto que ella se había abstenido de darle razón alguna.
La puerta del café se abrió y entró un cabo. Estaba cubierto de barro, pero era el barro con que uno se salpica por los caminos, no el barro seco y endurecido de las trincheras. De un vistazo captó la presencia de Duval y de Langlois, fijándose primero en la insignia de su regimiento y luego en sus rostros. Parecía tener mucha prisa.
—¿Dónde está vuestro regimiento? —preguntó, discriminando instintivamente entre el recluta Duval y el veterano Langlois, y finalmente se dirigió a este último—. He estado buscándolo por todo el frente.
—No lo sé —respondió Langlois—. Yo también he estado detrás de ellos. La vieja de aquí dice que un regimiento de infantería se desvió por ese camino esta mañana. Lo más seguro es que sean los nuestros. De todas formas, ¿qué ocurre?
—Tómate algo —propuso Duval, que ya había bebido lo suficiente como para mostrarse amigable con un extraño.
Es improbable que el cabo le oyera, no obstante, porque ya estaba saliendo por la puerta (que no se preocupó de cerrar) mientras hablaba Duval. Y, en caso de que el estruendo del motor y el derrape con el que la motocicleta dobló la esquina fueran una señal, es aún más improbable que hubiera aceptado la oferta, de haberla escuchado.
—¡Uf! ¡Vaya tornado! —exclamó Duval—. Pero ¿qué mosca le ha picado?
—Es uno de esos mensajeros en moto —explicó Langlois—. Siempre actúan como si fueran importantes. A veces lo son.
—¿A qué vienen esas prisas? ¿Crees que los cabezas cuadradas han roto ya nuestras líneas o algo por el estilo?
—Dios mío, no. Puede que sea una invitación para que nuestro gran jefe acuda a una comida de la división. A lo mejor es que organizan una lotería para sortear unas cuantas medallas…
—Así es como conseguiste la tuya, en una lotería, ¿no? —ironizó Duval, que esperaba una inmediata negativa y se sorprendió bastante al comprobar que ésta no se producía.
—Sí, prácticamente. Escucha, mi joven camarada, no dejes que lo de las medallas te sorba el seso. Te obliga a hacer estupideces y, si eres paciente, lo más probable es que logres la medalla en cualquier caso sin necesidad de hacer tonterías. No te hagas el indignado. ¿Qué otra cosa podía ser salvo una lotería? Todos esos hombres merecen una medalla, si es que le tienen que dar medallas a alguien, por lo que han sufrido en Souchez. Pero sólo algunos las obtendrán. Por tanto, es una lotería, ¿no crees?
—Bueno, tú has tenido bastante suerte porque te ha tocado una croix de guerre con dos palmas, por no hablar también de tu médaille militaire. No deberías quejarte.
—Y no me quejo. Sólo digo que es una lotería. Aunque en un aspecto es distinta de las loterías al uso: cada vez que ganas un premio, se incrementan las posibilidades de ganar otro. Parece que así funciona esto. O sería mejor compararlo con ganar dinero. Tras el primer millón, el resto viene con más facilidad… Vaya, se está haciendo tarde. Hay que largarse.
Duval pagó las bebidas y se asomaron a un paisaje sobre el que el declinar del sol desparramaba largas sombras, unidas a bandas de resplandor dorado. El aire era suave y la luz iba haciéndose cada vez más tenue. La tarde poseía la efímera calidad de una caricia y Duval se entregó a ella, abrió sus ojos de ciudad, sus pulmones de ciudad, su carne de ciudad. «¡Merece la pena luchar por un país así!», pensó, con la sensibilidad en su punto álgido gracias a la cantidad adecuada de vino. Era consciente de que una sola copa más lo habría estropeado todo, le habría hecho comportarse de manera ridícula gritando «¡Vive la France!». Pero así se sentía, tuvo que admitir para sus adentros.
Langlois avanzó dos pasos para desviarse a propósito y darse el capricho de plantar la bota en la rodada que la ruidosa motocicleta había dejado en el barro.
—¿Qué demonios llevaba ese tipo en la valija? —se preguntó—. Jamás había visto a un cabo rechazar una copa, sobre todo cuando es gratis. ¡Bueno! Pronto lo sabremos. O, mejor aún, nunca lo sabremos.
Tras doblar la esquina, los dos hombres iniciaron la marcha por el camino embarrado. Pasaron por una aldea, atravesaron un arroyo y subieron por una colina boscosa, uno detrás de otro, poniendo gran cuidado al caminar por el lodo lleno de surcos. El bosque terminaba de forma abrupta y definida en la cima de la colina y se vieron ante los campos de una baja meseta. El camino les obligaba, ahora ya andando codo con codo, a hacer continuas eses al cruzar la llanura. Se trataba, pensó Langlois, de una tradición de agradable informalidad que había que agradecer a los caminos. La más ligera elevación en la ruta le devolvía de nuevo el efecto del atardecer; ya había anochecido en una ocasión mientras él se encontraba en el bosque. Lo sinuoso de la senda le proporcionaba una segunda despedida y se sintió agradecido por ello.
Al final de la planicie, el camino comenzaba a descender en dirección a un valle poco profundo. En ese momento, Langlois se detuvo y se volvió para lanzar una última mirada al crepúsculo antes de bajar hacia las sombras, que pronto se convertirían en noche. Estuvo un rato contemplando, aunque no tanto como hubiera deseado, la callada y hermosa campiña sobre la que plácidamente se cernían los arreboles del sol poniente.
«Eso es —su pensamiento empezó a cobrar cuerpo—, paz, tranquilidad. Lo que estoy mirando es su auténtica esencia. Yo soy la única prueba de que la escena no es una ilusión». Se dio la vuelta, olvidó durante unos instantes la presencia de Duval y bajó la vista hacia su propio uniforme, como para verificar la falta de armonía. Vio la culata del rifle empujando el portafusil hacia delante, vio la tela azulada de su rodilla y después la bota militar negra. Veía la bota lo bastante alejada, mientras daba un primer paso, como para percatarse de que, al dar el segundo, volvería a pisar la rodada de un neumático de motocicleta.
—¿Qué demonios llevaba ese cabo en…? —de nuevo su mente se puso en funcionamiento. Pero, antes de completarla, la pregunta obtuvo como respuesta un toque de corneta proveniente del fondo del valle.
Estaban tocando para reunir a la tropa.
***
Si las notas de la corneta hubieran sido lo bastante potentes como para oírse a unos diez kilómetros al sur, habrían llegado hasta el cuartel general de división, instalado en la mairie de un pueblo; por estas notas, el mayor de los dos hombres reunidos en la planta habría sabido que sus órdenes se estaban cumpliendo.
Se trataba de un hombre en ese período de la vida en que el aspecto puede resultar muy distinguido: su madurez no transmitía sensación alguna de decrepitud. Tenía conciencia de ello, se percibía en la pulcritud del uniforme y en la forma de llevarlo; también en lo cuidado del rostro, bien rasurado excepto en lo que se refiere al bigote: una línea blanca sobre un fondo rosado y saludable. Tenía los ojos azules, serenos y amables, sin rastro del carácter sanguíneo que escondían. La boca y la barbilla no eran muy poderosas, pero en modo alguno parecían endebles. Había dos filas de insignias sobre la parte izquierda de su pecho y, en la derecha, cuatro pequeñas presillas, en las que se podía colocar la estrella de Gran Oficial de la Legión de Honor en ceremonias o actos importantes. Era el teniente general al mando del decimoquinto ejército.
El otro hombre, el general de división Assolant, en un principio no daba la impresión de merecer el apodo con el que se le conocía en el estado mayor: General Insolente. Mostraba una actitud demasiado respetuosa, lo cual sorprendió al teniente general, que había esperado algo distinto de aquel formidable subordinado, al que, gracias a los informes, conocía bien, pero que no había visto hasta entonces. El teniente general escrutó a Assolant con un interés que no se molestó en disimular.
Lo que tenía ante la vista era un cuerpo robusto y de corta estatura sostenido por un par de sólidas piernas de soldado de caballería, unas piernas cuyos talones podían juntarse, pero no así las rodillas. Veía un uniforme tan poco convencional como práctico. Las botas y las polainas en espiral eran de las que utiliza la tropa y no cabía duda de que los pantalones habían salido del almacén de un furriel de artillería. La capa era de segunda mano, aunque de buen género: una prenda envidiable por su comodidad y la libertad de movimientos que proporcionaba. Nadie que viese aquel uniforme pensaría que pertenecía a un oficial de alta graduación hasta que sus ojos se toparan con las tres estrellas situadas por encima de los puños. Pero el rostro era el de un hombre de acción, el rostro de un hombre que sólo podía sentirse satisfecho en un puesto de mando. Pertenecía con toda claridad al tipo de los considerados duros, aguileños, incluso brutales. Un bigote negro y muy recortado delataba que la ranura inferior era una boca. La ranura se plegaba hacia abajo por los extremos, el bigote seguía el mismo camino y así se tenía la impresión de que la carne de las mandíbulas estaba también obligada a descender. Esto ayudaba a hacer aún más angulosa una barbilla que ya lo era de por sí. Tenía la nariz ganchuda y prominente y los pelillos le salían erizados por las dos impertinentes fosas nasales. Los ojos eran oscuros, enérgicos, ambiciosos. Las cejas, al igual que la boca, se doblaban hacia abajo en sus extremos y acentuaban el desdén de la expresión. El pelo fuerte y negro, peinado con un tieso tupé, nacía casi a la altura de las cejas. Al teniente general no se le escapaba que el tupé cumplía la función de añadir altura a una frente que debería ser más alta.
«No —pensaba el teniente general—, el trato respetuoso no le cuadra. Es ocasional. Pero vale. Cumplirá su función». Preguntó en voz alta:
—Creo que estuvo usted a mis órdenes en Argelia, ¿no es así, Assolant?
—Sí, señor. Cuando usted era el jefe del estado mayor del decimonoveno ejército. Por entonces yo tenía el grado de mayor y estaba destinado en Aïn-Sefra.
—Oh, sí, ya me acuerdo —apuntó el teniente general para, acto seguido, cambiar de tema antes de que se notase que no lo recordaba en absoluto—. Le contaré el motivo por el que he venido a verle. No podía hablar de ello por teléfono. Por cierto, ¿están avanzando todas sus tropas?
—Todas las que están disponibles, excepto las del 181, y éstas ya deberían haberse puesto en marcha. Al mensajero le resultó difícil encontrarlos. Si me permite decirlo…
—Sí, sí, ya lo sé. Pero aguarde a que le haya puesto en antecedentes y después oiré lo que usted tenga que decir. ¿Ha leído el parte militar de esta mañana?
—Yo no leo partes, señor, yo los hago —expuso Assolant con una sonrisa con la que esperaba suavizar su insolencia.
—¡Vaya! —exclamó el teniente general mientras ignoraba tanto la sonrisa como la insolencia—. Bien, ha tenido lugar un lamentable error que ahora mismo le explicaré. Usted sabe que el comandante en jefe ha estado quejándose durante algún tiempo porque no se ha logrado tomar el Grano. De un tiempo a esta parte ha insistido en ello, por la razón que también le haré saber. Ha habido varios intentos de hacerse con esa colina, el último ayer por la mañana, con los tirailleurs. Todos han fracasado.
—No me extraña; es un Gibraltar en miniatura.
—El motivo de preguntarle por el parte es que, al parecer, y debido a alguna equivocación, en él se informa de la toma del Grano. No quiero que me malinterprete. Lo que quiero decir es que eso no tiene nada que ver con…
—Lo entiendo muy bien, señor. ¡Lo que me va a pedir es que gane con mis bayonetas lo que un cagatintas del cuartel general ya ha logrado sin querer con la punta de su pluma!
—Ésa es exactamente la conclusión a la que no quería que usted…
—Así que se trata de eso, ¿no? —Assolant no se anduvo con rodeos y se expresó con una excitación alimentada por su fobia obsesiva contra los partes militares.
El teniente general, que estaba al tanto de aquellas rabietas porque salían a relucir siempre que se mencionaba a Assolant, estaba presenciando una por sí mismo.
—Así que se trata de eso, ¿no? —repitió Assolant—. En el cuartel general ya no les basta con servirse de las ofensivas como decorado para sus partes. ¡Ahora tienen que dar un paso más y convertir esa literatura infernal en un fin en sí misma! Debo leer el comunicado, ¿verdad? Ahí es donde encontraré las órdenes referentes a mis operaciones, ¿no? Mi reputación en este ejército como jefe de unidades de combate me obliga a rechazar…
—Ya basta, general —interrumpió con brusquedad la voz del teniente general—. No hace falta dramatizar, sobre todo si tiene la amabilidad de escucharme.
—Le pido disculpas, señor. Me he dejado llevar…
—Está bien —señaló el teniente general con tono conciliador y no del todo molesto por el arrebato de su subordinado. Por el contrario, le agradó el genuino fuego de aquel hombre, una cualidad que Assolant necesitaría por encima de todas las demás a la hora de llevar a cabo el trabajo que se le iba a encomendar—. Esto debe permanecer en el más absoluto secreto —añadió—, esta parte de la cuestión, quiero decir. De ninguna manera debe saberlo nadie más que su jefe de estado mayor, y ni siquiera él, a no ser que esté usted seguro de su discreción. Hay un conjunto de tropas agrupándose en este frente para lanzar una ofensiva dentro de unas tres semanas, momento que el comandante en jefe ha elegido para romper por completo las líneas enemigas. Sin embargo, ningún ataque logrará su objetivo mientras los cabezas cuadradas sigan en posesión del Grano. Como usted sabe, se trata de una posición clave que puede frenarnos y hacer mucho daño a nuestro avance desde el inicio. Por consiguiente, debe ser tomada… y hay que defenderla. Estuve con Joffre hace un par de días y me dio órdenes de carácter oficial para tomar el Grano no más tarde del día ocho, es decir, pasado mañana…
—Pero señor…
—He confiado esta misión a dos generales, como usted ya sabe, y ambos me han fallado. Si hay un hombre en este ejército que pueda hacerlo es usted, Assolant. Y le hubiera llamado en primera instancia, pero estaba usted hasta el cuello con lo de Souchez.
—Bueno, debo decirle, señor, que no podía haber elegido peor momento que el actual para acudir a mí. Mi división está hecha añicos, y los hombres que me quedan, exhaustos. No, es absurdo. No estoy en condiciones de defender el Grano y mucho menos de tomarlo. Es incuestionable. ¿No puede usted hacer que el comandante en jefe mande tropas de reserva del cuartel general para este cometido? Estarían frescas y…
—Sí, pero no serían tropas de asalto y el éxito de esta misión va a estar en manos de tropas de asalto.
—Bueno, las mías ya no son tropas de asalto y no lo volverán a ser hasta que hayan disfrutado de un buen descanso para recuperarse como es debido.
—Puedo proporcionarle toda la artillería que desee, sin dar cuentas a nadie.
—La artillería no servirá de mucho en el Grano, señor. Conozco el lugar. No es un grano, es un forúnculo. Es un nido de ametralladoras y por la parte de atrás está conectado con un pasaje subterráneo que tiene varias salidas. No. Las granadas no hacen más que rebotar; ya lo hemos visto antes. Es una fortaleza.
—Entonces, ¿cómo propone tomarlo?
—De ninguna forma. Lo que propongo es que lo haga el comandante en jefe con parte de las tropas que va a utilizar para la ofensiva principal. ¿Por qué no lleva a los marroquíes? Son buenos con la bayoneta, y así es como habrá que tomar ese lugar, cuerpo a cuerpo. Además, ellos son de piel oscura, y puesto que tendremos muchas pérdidas…
Durante unos instantes el teniente general pensó en expresar su rechazo más vigoroso contra aquel comentario, que le inspiraba una repugnancia intensa. De inmediato se dio cuenta de que Assolant no entendería una palabra de lo que le dijera.
—No querrá ni oír hablar de ello. Como le he dicho, espera romper las líneas enemigas del todo. ¿Sabe usted dónde se encuentran los objetivos del primer día? A treinta kilómetros. En esas «operaciones menores», como las llama él, no utilizará un solo hombre de los que ha reservado para la ofensiva. Tienen que estar absolutamente frescos para sacar partido del gran avance: de forma indefinida, si es necesario. Está convencido de que este ataque será el último de la guerra.
—Lo cierto es que el ataque contra el Grano será el último de mi división.
—Vamos, vamos, Assolant, tiene usted una división que es de lo mejorcito. Puede que estén un poco cansados, sí, pero el nuevo reemplazo que se les ha unido debe reanimarles y reavivar sus fuerzas.
—Vaya, señor, no me irá a decir usted que los reclutas son el material adecuado para una tarea de este tipo…
—¿Por qué no? Son jóvenes, fuertes, con buena salud: llenos de ardor juvenil. No sueñan más que en cargar con la bayoneta. Ni siquiera sabrán que el ataque es un poco… ¡hummm!… un poco… in… insólito.
La satisfacción que el teniente general extrajo del hallazgo de esta última palabra bastó para disipar el ligero malestar que le procuraba su propio cinismo, hasta que Assolant, sin tacto alguno, le hizo reparar en ello.
—Eso es muy cierto. Y nunca tendrán la oportunidad de descubrirlo.
—¿Cuál de sus unidades está en mejor forma? —el teniente general cambió de tema con rapidez una vez más para no quedar enredado en el que no le interesaba.
—Supongo que el regimiento 181. Gracias a lo estúpido que es el mensajero, tienen que haber dormido cinco o seis horas —explicó Assolant, sin darse cuenta de la ironía.
—Ah, el 181, sí. Los he visto citados en las Órdenes del Ejército en más de una ocasión. Colóquelos en primera línea y haga que sus otros regimientos los apoyen y consoliden la posición.
—Podría lograrse —aventuró Assolant casi hablando consigo mismo.
—Por supuesto que puede lograrse. De cualquier modo, debe lograrse. Un regimiento de primera categoría que está, justo en este momento, en su mejor condición, compuesto mitad por reclutas y mitad por veteranos. Los reclutas pondrán el entusiasmo, los veteranos lo apaciguarán. No cabe mejor combinación. Y, como ya le he dicho, dispondrá de todos los cañones que quiera.
El teniente general sabía que estaba adornando el asunto, pero vio con satisfacción que Assolant, siempre reticente cuando de ofensivas se trataba, se iba contagiando de su entusiasmo sin preocuparse nada por lo engañoso de la descripción.
—Ahora preferiría el descanso a la artillería, señor. Sin embargo, esta experiencia es nueva, lo de disponer de munición sin límites. ¿Cuántas cargas de gas puedo conseguir? Si el viento es favorable, me gustaría asfixiar ese Grano con gas…
—Pídaselo a De Guerville y también a su jefe de estado mayor… ¿Cómo se llama? Couderc. Nos ocuparemos de ello sin dejar cabos sueltos. Y no vacile ante Couderc, sin reservas. Estas noticias corren como la pólvora.
—No se preocupe, señor, estoy decidido. Le conseguiré el Grano si usted me da carta blanca y un buen puñado de granadas, además de la artillería.
—Le daré más que eso cuando haya terminado, Assolant. Le daré un cuerpo de ejército completo… ¿Cree usted que mañana podríamos habernos hecho con el Grano?
—Imposible, señor. Pero pasado mañana se lo serviré para comer. En realidad, puede ya ponerlo en el parte. ¡Oh, no! Lo había olvidado. Ya está en el parte. Bueno, haré que sea oficial. Puede que haya oído, señor, que jamás he dejado de tomar una posición que hubiera dicho que tomaría.
—Y usted puede que haya oído que jamás he dejado de cumplir una promesa que hubiera dicho que cumpliría.
—Sí, señor. Y eso me lleva a preguntarme si…
El teniente general esperó a que Assolant terminara la frase, pero al darse cuenta de que no pensaba acabarla, buscó con la mirada los ojos de Assolant. Sin embargo, sus miradas no se encontraron porque la del general estaba deliberada y significativamente fija en las cuatro pequeñas presillas de su propia chaqueta, las cuatro pequeñas presillas en las que se podía colocar la estrella de Gran Oficial de la Legión de Honor en ceremonias o actos importantes.
—Quizás… —dijo el teniente general disimulando su desprecio—. Ahora, ¡a trabajar! Pida a los mandos que pasen.
Entonces añadió, hablando consigo mismo: «¡Qué vulgaridad! ¡Qué sinvergüenza! Pero tomará el Grano».
***
Ya había anochecido. El súbito ruido de las tachuelas de las botas al golpear el adoquinado, y su igualmente repentino final, indicaban a cada una de las compañías del regimiento 181, siguiendo los pasos de la precedente, que estaban atravesando una carretera principal.
Didier, de la compañía número 2, era, quizá, el único de los tres mil soldados que conocía el lugar en que se encontraban o que podía sentir algún interés personal por él. Aunque su interés tampoco era excesivo, porque estaba tan cansado y preocupado por sus doloridos músculos como el resto. Identificar su paradero, no obstante, era una función automática, propia de un antiguo guardia fronterizo y vigilante nocturno, y esa función seguía activada a pesar de la fatiga. No la cumplía con menos eficacia porque estuviera oscuro. Por el contrario, los sentidos, que durante el día habían estado latentes, sin por ello dejar de absorber impresiones, afloraban a la superficie por la noche e intensificaban su capacidad de percepción; después de todo, la oscuridad sólo le había privado parcialmente de uno de ellos: la vista.
Didier tenía muy desarrollado el sentido de la orientación; tan desarrollado que, de hecho, tendía a ser poco tolerante con los que no lo tenían y los despreciaba por su pereza, a la que él atribuía tal carencia. Didier sabía con exactitud dónde se hallaba; era para él una cuestión de orgullo el saberlo. Sabía que el regimiento había dejado el pueblo poco después de la caída de la noche por el mismo camino por el que había entrado. Sabía que había subido una colina. Había sentido los campos abiertos de la baja meseta y lo sinuoso de la ruta que los atravesaba. No era capaz de distinguir el contorno del bosque en el que de pronto se habían internado, pero sabía que estaban en un bosque porque sentía el espacio y el ruido delimitados con más nitidez en torno a él. El sexto sentido que poseía cuando se hallaba al aire libre le decía que aquellos lugares eran los mismos por los que habían pasado esa misma mañana. La orden de romper el paso, transmitida a lo largo de toda la columna a medida que se aproximaban al puente sobre el arroyo, no hizo más que confirmar la certidumbre acerca de su situación; y muy poco después, la ligera modificación tonal en el eco causado por la marcha del regimiento le hizo darse cuenta de que estaba caminando entre muros de ladrillo en lugar de muros de árboles: los muros del pueblo.
De esta forma, cuando oyó que las botas de la compañía precedente golpeaban los adoquines, que resonaban unos instantes, automáticamente tuvo la certeza de que el regimiento estaba atajando por la carretera, pasando junto al Café du Carrefour y dirigiéndose de nuevo hacia otro sector de aquel frente, un sector que, en su opinión, había abandonado hacía muy poco tiempo.
«Así que es eso —se dijo—. Hay orden de entrar en combate y en esa dirección. Pues muy bien, más trabajo. La luna estará arriba pronto, y entonces me podré hacer una idea de cómo es el terreno».
El regimiento caminaba con ritmo cansino y en silencio. Hasta los reclutas recién incorporados habían perdido parte de su ánimo, a causa de los continuos cambios de dirección en la marcha. Los demás estaban demasiado cansados y aturdidos por la falta de sueño como para maldecir. Existe un grado de aturdimiento en la fatiga y la exasperación que sólo puede expresarse mediante un hosco silencio. Cinco horas de sueño habían bastado para que aquellos hombres endureciesen los músculos, pero no para hacerlos revivir. El equipamiento, las botas, la ropa, también se habían endurecido y, lo que era peor, las botas habían encogido un número a causa de la hinchazón de unos pies que los soldados ansiaban liberar…
La cola del regimiento se desvaneció por el lado contrario de la carretera, y a cada momento se hacía más grande el hueco entre aquélla y el Café du Carrefour.
—Otra vez a las trincheras —aseguró la vieja una vez que las últimas tachuelas de la columna callaron al continuar por el camino embarrado y dejar atrás los adoquines: sus adoquines, como ella acostumbraba a llamarlos al pensar en ellos. Estaba sentada junto a la estufa, el local con los cierres echados por completo, bebiendo a sorbos un tazón de negro café. «Otra vez a las trincheras». No añadió: «¡Pobres diablos!», ya que esa compasiva idea no se le pasaba por la cabeza. No hacía más que constatar verbalmente un hecho. Había estado sentada allí, tal y como estaba ahora, durante casi dos años, tomando buena nota de los misteriosos y erráticos movimientos de los ejércitos que pululaban en torno a su cruce. Al principio se sentaba a la puerta y los observaba. El invierno la condujo al interior y allí había permanecido, sola y carente de curiosidad. No había, por otro lado, necesidad alguna de salir porque, como pronto descubrió, había aprendido el significado de los sonidos, y sus oídos ahora le daban tanta información de lo que ocurría en los alrededores del cruce como antes lo habían hecho sus ojos. Era capaz, por ejemplo, de hacer una precisa estimación del tamaño de un cuerpo de ejército, guiándose por la duración y los intervalos del paso que llevaban. Diferenciaba el estrépito de una columna de artillería del de un convoy de camiones y podía decir si éstos iban cargados o vacíos. Distinguía entre el ruido del vehículo de un alto mando y el de una ambulancia y, lo que era incluso más digno de mención, entre una tropa de caballería y una patrulla de policía militar a caballo. Cuando se le preguntaba sobre esto, ella explicaba así su don: «Quien lleva un bistro debe ser capaz de oler a la policía o dejar el negocio». Los soldados se daban una vuelta por el Café du Carrefour con el propósito de hacer esta pregunta y oír la respuesta. Nunca quedaban decepcionados, a no ser que resultaran ser policías.
Por lo tanto, allí se sentaba, en el punto álgido de la guerra en aquella región, a veces dentro de la zona afectada por las operaciones de artillería pesada, bebiendo a sorbos sus tazones de café negro y contando para sus adentros los fragmentos de ejército que pasaban junto a su local, contándolos no porque tuviese algún interés especial, patriótico o de otro tipo, por los asuntos militares, sino por tratarse de numerosos y buenos clientes perdidos.
En la carretera hubo un estruendo, que se iba acercando mientras ella terminaba su tazón de café. Atizó una o dos veces la estufa, encendió una vela y apagó la lámpara. Se dirigió a la puerta y, vela en mano, se detuvo un instante para escuchar.
—Cocinas de campaña —aseguró. Entonces bajó al sótano y se metió en la cama.
***
El coronel Dax marchaba al frente de su regimiento junto con el oficial al mando del primer batallón, el mayor Vignon.
—Siempre se parece a una tormenta lejana, ¿verdad? —sugirió el mayor. Se refería a los resplandores a lo largo del frente y a las reverberantes notas de los cañonazos.
—No tan lejana —respondió el coronel con una voz que no animaba a seguir conversando. El mayor se dio por enterado y se refugió en el silencio. Pero ¿por qué?, se preguntaba, ¿por qué razón se le había invitado a marchar al lado de su jefe? ¿Era sólo para tener a alguien con quien guardar el paso?
«Mal asunto —pensaba el coronel— que uno no pueda pedir a un hombre que camine con él sin que éste dé por sentado que también quieres que hable contigo. ¿Por qué no le puedo decir: “Mire, empiezo a sentir la ansiedad de costumbre cuando se llega a este punto, y su compañía me hace bien? Pero debe ser una compañía silenciosa. Sólo quiero tenerle cerca, que su piel esté cerca de mí, al alcance de la mano. Alivia mi ansiedad y me ayuda mucho”. Pero Vignon no lo entendería en absoluto. Pensaría que estoy loco. No está capacitado para entender por lo que estoy pasando en este momento. Si tuviera alguna sospecha de la crisis a la que me aproximo, lo más probable es que considerase su deber sacar la pistola y meterme una bala en la cabeza. En realidad, eso es precisamente por lo que me es tan necesaria su presencia en estas circunstancias. Tiene un carácter imperturbable».
Y estaba en lo cierto. Ni Vignon ni nadie tenía la más mínima sospecha de que Dax, coronel del regimiento 181 del frente, de la extraordinaria división de Assolant, el próximo en la lista para lograr las estrellas de general y la medalla de la Legión de Honor, con cuatro menciones al valor en las Órdenes del Ejército… Nadie tenía la más mínima sospecha, con tanta eficacia disimulaba Dax la situación, de que el miedo que ya se había apoderado de él se estaba transformado a pasos agigantados en pánico.
Ese temor era, a su modo de ver, parte de su carácter, un temor que crecía con cada paso que daba, un temor que se hacía más agudo cada vez que debía guiar a su regimiento a las trincheras. Una vez que sus hombres estuvieran en las trincheras, la crisis se evaporaría. Era plenamente consciente de lo irracional de su miedo, de que incluso, en cierta medida, carecía de fundamento, pero eso no le facilitaba el dominio de sí mismo. No podía dejar de pensar en la compacta masa de carne humana, viva, vulnerable, que formaba una fila de unos dos kilómetros detrás de él. No podía dejar de pensar en que media hora más tarde aquellos dos kilómetros de carne viva, humana, vulnerable, bien podrían estar al alcance de los cañones alemanes. La idea le horrorizó; también le impidió que su boca siguiera produciendo saliva.
«Carne, cuerpos, nervios, piernas, testículos, cerebros, brazos, intestinos, ojos…». Podía sentir su masa, su peso, empujando hacia adelante, amontonándose sobre sus hombros indefensos, apabullándolo con una alucinación de fantástica carnicería. Algo del tamaño de un punto cobró forma en su estómago, comenzó a extenderse y a ascender despacio. Subió hasta cerca del diafragma y allí se quedó y pareció incrustarse. No le era posible expulsarlo ni moverlo arriba o abajo, pero lo reconoció como lo que era: la náusea producida por un intenso miedo.
«Tres mil hombres. Mis hombres. Aguantar la presión de marchar por caminos sin protección, vigilados, con tres mil hombres. Todos perfectamente juntos para la masacre. Es demasiado para que un solo hombre lo soporte. No les puedo ordenar que se separen ahora o se darían cuenta de que estoy muerto de miedo. Notan enseguida si un oficial está asustado. En cualquier momento… Esta tensión es intolerable. Vaya ruido que están haciendo. ¿Dónde demonios van a salir a nuestro encuentro esos guías? Parecería un loco si me presento con el regimiento en fila india, unos separados de otros. Piénsalo, no puedes ordenar que vayan a intervalos para dificultar el fuego enemigo, porque no parecería lógico. Y, sin embargo, qué alivio supondría… Hay que mantener las apariencias, no importa cuántas vidas cueste. Qué tortura, y ese Vignon, de paseo, como si estuviera en un bulevar. ¡El bueno de Vignon! ¿Por qué no tendré yo algo de su…? Tres mil hombres, dos kilómetros de carne concentrada. ¡Qué gran diana! ¿Qué es aquella luz de allí?…».
Su imaginación se desbocó de repente y después recuperó el control ante otro espejismo. A lo lejos vio, en la línea del frente, artilleros alemanes, figuras grotescas embutidas en cascos que se movían con callada eficacia en torno a sus cañones; colocaban los obuses y las cargas en su sitio y cerraban las recámaras, leían los indicadores, giraban las ruedas. Vio el gigantesco cañón, la abertura aún humeante por el último disparo, elevándose, lento y erecto, hasta que su boca apuntaba al lugar correcto en el cielo. Vio a los artilleros alejarse y taparse los oídos con las manos, todos excepto un hombre que en cada cañón cogía con fuerza el cordón de la recámara. Vio al oficial llevarse un silbato a los labios. Los vio a todos ellos inclinar un poco la cabeza y dar media vuelta. Vio los cordones tensos de pronto; parecía que tirasen de los cañones hacia atrás, tan al unísono se producían la explosión y el retroceso.
«Carne, cuerpos, nervios, piernas…». Todo se mezclaba en su mente. Parecía repleta de carne, empalagada con el olor dulzón de la carne desgarrada, sobre la que se va vertiendo la sangre. Era su carne, la carne de sus hombres, que yacía aún viva, pero muriendo, muriendo tan despacio, muriendo tan rápido…
«Marchar, marchar, marchar. Lentamente, como en un sueño.
»Marcha lenta, marcha funeral…
»El camino desnudo. El camino de áspera superficie. La cuneta, tan poco profunda que ni siquiera sirve para que un conejo se esconda del metal silbante, centrífugo…
»La fatal masa nítida y compacta sobre el fatal y nítido camino, señalado en el mapa de forma tan nítida…
»El nítido capitán alemán en su compacto refugio. Sus fatales y nítidas cifras, las fatales y nítidas coordenadas del camino desnudo…
»Los cordones que se tensan de pronto y parecen tirar de los gigantescos cañones hacia atrás…
»La eclosión del terrorífico ruido…
»Dos kilómetros de carne humana compacta, viva, vulnerable, detrás de él. Tres mil hombres paralizados sobre sus propias huellas…
»Los cegadores destellos de las detonaciones…
»El metal silbante, centrífugo…
»El caos…
»Y después las nubes de humo acre, que se asientan poco a poco…
Las alucinaciones se sucedían en su cabeza, después saltaban en pedazos cuando las palabras las interrumpían, destruyéndolas.
—¡Vaya! Está saliendo la luna. Creí que era un reflector. Me había olvidado de la luna…
—¡Cuidado con ese cráter de bomba!
—¡Oh! Gracias, amigo, gracias.
Incluso a Vignon, poco acostumbrado a reparar en ese tipo de reacciones, el tono de exagerada gratitud de su jefe le resultó desproporcionado ante algo tan frecuente como lo era el aviso para no caer en un agujero; tanto era así, en efecto, que no pudo evitar dedicarle a su compañero una mirada de refilón. Dax, que más que ver sintió la mirada, decidió recobrar la calma y desviar la atención.
—Dé la orden de apagar las pipas y los cigarrillos, ¿de acuerdo, mayor? Y que tengan puestas las máscaras antigás por si acaso.
Le gustó notar que su voz sonaba de nuevo con naturalidad; también le gustó notar que Vignon volvía a sentirse seguro gracias a su acostumbrado tono decidido.
«Basta dar una orden para inspirar confianza —pensó Dax—, aunque parezca estúpido. No importa si es una orden necesaria o no, ni siquiera si es acertada».
Unos instantes más tarde le vino a la mente otro pensamiento: «Una orden también inspira más confianza en sí mismo al hombre que la da».
El regimiento avanzaba pesadamente. La luna hacía la marcha más cómoda, no sólo porque permitía ver las irregularidades del camino, sino también porque definía formas y los hombres tenían algo que mirar. El propio ejercicio físico, además, comenzaba a hacer más flexibles los músculos, las botas y los correajes. El equipamiento había dejado de ser un peso muerto y obstinado. Se movía, ahora que volvía a poseer vida, e incluso aportaba cierta ductilidad, con la cadencia del movimiento de los cuerpos, los brazos y las piernas. El ritmo de los hombres en marcha se fue haciendo uniforme una vez más.
La orden de no fumar y de ajustarse las máscaras antigás tenía un significado que los hombres entendían bastante bien. La comprensión del mensaje tuvo su reflejo en un cambio casi imperceptible en el ritmo de la marcha. No se trataba tanto de que aceleraran el paso (cosa que no hicieron) como de procurarle más tensión: más tensión, quizá, a modo de respuesta a una contracción profunda y visceral que recorrió, al igual que la orden, toda la columna desde el principio hasta el final. Expectación, una expectación de carácter nervioso parecía flotar sobre aquellos pálidos rostros a la luz de la luna, y los hombres mostraban cierta tendencia a pisar los talones de los que los precedían.
La lejana tormenta del mayor Vignon estaba ya sensiblemente más cerca. Daba la sensación de que la orden de no fumar la había acercado en un abrir y cerrar de ojos. El estruendo de los cañones había dejado de ser un estruendo porque se había descompuesto en puntuales salvas de artillería. Las luces de Verey se hallaban al otro lado de una colina y aún producían un efecto colectivo más que individual, un efecto que, sin embargo, ya no era el del relámpago, porque ahora las luces parecían desvanecerse con demasiada lentitud.
El coronel Dax maldijo la luz de la luna. Aunque su actitud resultase infantil, no dejaba de sentir que de esa forma su regimiento sería más visible para los artilleros enemigos. De cualquier modo, deseaba maldecirla y no le importaba lo irracional de su actitud. Vignon, por el contrario, al igual que la mayoría de la tropa, tenía la sensación opuesta. Acogieron con agrado una visibilidad que les permitiría evitar los pequeños, aunque no por ello menos exasperantes, accidentes de un relevo de tropas que se estaba llevando a cabo en medio de la más completa oscuridad.
***
—¡Eh! ¡Vosotros! ¿Sois el 181?
El saludo era al mismo tiempo un desafío y una pregunta: llegó de detrás del resplandor de un cigarrillo encendido en la penumbra a un lado del camino. El coronel Dax giró sobre sus talones y gritó:
—¡Alto! —Acto seguido, con un tono de voz incluso más elevado, añadió—: No se agolpen. Mantengan los intervalos de separación. Los mandos de cada compañía, que se adelanten sin perder un segundo. ¡Transmitan la orden al resto! —Dirigió la vista hacia la silueta del camino—: El 181, en efecto. Y apague ese cigarrillo.
El cigarrillo cayó al suelo y desapareció bajo una bota.
—Somos los guías de los tirailleurs; los llevaremos, señor. Le habla el teniente Trocard.
—De acuerdo, teniente, usted se queda aquí conmigo y con el destacamento del cuartel general. Que el destacamento se retire hacia la derecha. Calen las bayonetas. ¡Transmitan la orden de calar bayonetas!
Un chasquido metálico se propagó de inmediato a lo largo del camino. Por todas partes, el ruido de recámaras de fusiles que se abrían y cerraban daba a entender que, como era habitual, había algunos hombres lo bastante reacios a las armas de fuego como para retrasar hasta el último momento la puesta a punto de las mismas. Del otro lado de la baja colina, se oía un deslavazado fuego de ametralladora y, de cuando en cuando, una explosión ahogada. Un silbido furtivo cruzaba el aire, un extraño y fantasmal sonido al que nadie prestaba atención. Una bengala, elevándose por encima del resto, estalló y comenzó a caer con elegancia iluminando el perfil de la recortada colina. Sonaron cuatro cañonazos de repente, no todos a la vez, pero tan cerca que hicieron dar un respingo a todo el mundo.
—¿Dónde demonios están? —preguntó el coronel.
—No mucho más allá, por el camino. Hay allí dos baterías de cañones del setenta y cinco.
—Están locos —aseguró el coronel—. ¿Acaso no saben que esta noche hay un relevo? Conseguirán que nos disparen. ¡Herbillon! ¡Herbillon! ¿Dónde está ese ayudante?
—Aquí, señor.
—Vaya allí e intente que ese idiota deje de disparar hasta que se complete el relevo. Y dígale que no arme más jaleo de lo que…
Sonaron otras cuatro andanadas.
—Dese prisa, por favor… ¿De quién es esa señal? —El coronel señalaba tres luces de colores que ascendían desde la otra cara de la colina—. Rojo, verde y rojo. No son nuestras, ¿no, teniente?
—No, señor. Es la señal de los cabezas cuadradas para bombardear.
—Justo lo que pensaba. Sabía que ese chalado provocaría algo.
Para ser exactos, no era eso lo que de verdad pensaba el coronel, sino más bien lo que sentía. Era un soldado lo bastante veterano como para saber que la mayoría de aquellas señales de bombardeo estaban, casi siempre, ocasionadas por los nervios de una avanzada o un centinela que oía el movimiento de una rata y creía que se le estaba echando encima algún comando enemigo. La bengala de socorro era el clavo ardiendo al que ningún hombre renunciaba a agarrarse en momentos de pánico. El teniente de los tirailleurs se lo recordó al coronel con una indirecta:
—Es un sector muy agitado, señor, sobre todo después de los ataques que hemos lanzado sobre el Grano.
—Aquí están los oficiales. Manos a la obra. Paolacci, ¿está usted por ahí?, ¿capitán Charpentier? Muy bien, teniente, ¿algún otro detalle importante?
—Sólo uno, señor. Hay una cantera de yeso más o menos a un kilómetro por la carretera, por donde pasa el ferrocarril de vía estrecha. Los cabezas cuadradas la bombardean de vez en cuando con proyectiles del cincuenta y nueve. Han estado tranquilos hasta esta tarde, pero puede que esa llamada de auxilio desate todo otra vez. Las bombas suelen caer cada treinta segundos. La única solución es atravesarla a todo correr, media sección cada vez entre los intervalos de las bombas. No se puede rodear, el suelo está en unas condiciones penosas y es una maraña de alambres viejos. ¿Preparado, señor?
—Sí, sí. Ya han oído, caballeros. Actúen en consecuencia y, sobre todo, no vayan demasiado juntos. Pasen la información a mi refugio, la Trinchera de los Zuavos, en cuanto hayan completado sus relevos. La contraseña esta noche es… ¿Cuál es la contraseña, teniente?
—«Calais», señor.
—«Calais». Vuelvan a sus puestos, caballeros. Charpentier, quédese conmigo. Tengo un trabajo para usted. ¡Primera compañía, adelante! ¡Por secciones!
La columna volvió a moverse, esta vez en fila india. Los guías abandonaron uno a uno las sombras de las cunetas y ocuparon su lugar junto a los mandos de las compañías, a medida que cada uno de éstos llegaba a la altura del grupo del cuartel general. El coronel Dax en persona hacía que cada destacamento se detuviera hasta que le dejaba satisfecho el intervalo que lo separaba del precedente. Entonces permitía que continuase:
—Muy bien, ¡adelante! Recuerden, no se apelotonen. ¡Guarden la distancia!
El fuego de ametralladora del otro lado de la colina había dejado de ser inconstante. Cuando la mitad del regimiento ya había desaparecido por el camino, los intervalos entre explosiones se hicieron cada vez más cortos. La cresta de la colina mostraba ahora, de forma casi permanente, su perfil contra los festones de las bengalas; el aire estaba cargado de un profundo desasosiego, un desasosiego que se transmitía entre los hombres, los hacía sentirse inquietos y provocaba que sus palabras, sus actos y sus pensamientos se produjesen a espasmos.
Tres fogonazos de un rojo vivo se elevaron, perpendiculares y sin prisa, hacia el cielo. Alcanzaron su cénit, se detuvieron un instante y después, tras perder la alineación, comenzaron a hundirse con lentitud en su regreso a la tierra.
—Rojo, rojo y rojo —describió el teniente de los tirailleurs—. Es nuestra señal de socorro. Va a ser una noche movida.
Después añadió para sí mismo: «Y tengo que pasar por esa cantera dos veces.
«Por lo menos se han separado de forma adecuada y en fila de a uno —pensaba el coronel—. Lo peor ha pasado, por lo menos para mí. Pronto estarán entre los protectores muros de la trinchera de enlace…». Una sensación de profundo alivio le invadió.
Sonaron ocho cañones, no del todo al unísono. Otros ocho respondieron, un poco más lejos. Los primeros ocho sonaron otra vez… y otra vez… y otra vez…
El coronel gritaba lo más fuerte que le permitían sus pulmones e intentaba hacerse oír:
—Intervalos… cantera de yeso… juntarse… intervalos…
***
La cantera de yeso era una excavación circular situada en el ángulo sureste, formado por la intersección de la carretera y el ferrocarril de vía estrecha. Un globo aerostático colocado allí hubiera parecido un huevo de gran tamaño dentro del nido. Al avanzar por la carretera en dirección al sector del Grano, se dejaba la cantera a la derecha. Quedaba lo bastante cerca de la ruta como para escupir en ella si se quería. Muchos de los hombres que pasaban al lado lo deseaban porque se trataba de una tentadora escupidera. Asimismo, gozaba de una terrible reputación, y escupir en aquel lugar era una forma de expresar la opinión que les merecía. Pocos lo hacían, sin embargo, ya que incluso el acto trivial de escupir exigía girar la cabeza y desviar por un instante la atención del asunto sumamente importante de atravesar ese sitio lo más rápido posible. Volver la cabeza hacia un lado, además, implicaba perder durante un momento la orientación acústica y, por muy breve que pudiera ser ese momento, quizá terminase resultando demasiado largo.
Con el regimiento en formación por orden numérico, la primera sección de la compañía número 1 fue la primera en acercarse a la cantera. El tirailleur iba delante y la sección se extendía tras él en fila india. Duval, que se había separado de Langlois y se había incorporado a esa sección, estaba casi al final. Cuando el destacamento llegó a la cantera, el paso del tirailleur se avivó. Caminaba un poco agachado y como si tuviera que caminar descalzo sobre guijarros. Todo su cuerpo estaba en tensión y la sangre le zumbaba en la cabeza y le palpitaba en el corazón. Respiraba más rápido porque estaba obsesionado con introducir el aire profundamente en los pulmones; también tenía un gusto amargo. Miraba fijamente al frente, pero tenía la cabeza un poco vuelta hacia la izquierda, de tal manera que el oído derecho fuera capaz de captar cualquier ruido procedente de ese lado. Había afinado la orientación acústica a la perfección y se esforzaba por mantenerla bien sintonizada.
Cuando el guía estuvo a la altura de la cantera, ya iba a paso ligero. Cruzó el ferrocarril de vía estrecha a la carrera con la sección siguiéndole el ritmo y maldiciéndolo por ser un loco dominado por el pánico. En caso de que esas maldiciones hubieran llegado hasta él, no las habría percibido, ocupados como se hallaban sus oídos con otros sonidos y absorto él en sus pensamientos:
«Veinte metros más y habré dejado atrás esto, sano y salvo. Quince… Doce… Diez… Ocho…».
La carrera ya se había convertido en paso ligero, el paso ligero pasó a ser marcha normal, ya que veía por delante elevaciones del terreno que pronto dejarían el camino encajonado. Se relajó un poco la tensión que dominaba su cuerpo, toda excepto la de los oídos. Éstos aún hacían denodados esfuerzos por seguir atentos a cualquier aviso de peligro… Un sonido sibilante se elevó por encima de sus cabezas. Apenas había comenzado, cuando creció hasta convertirse en un silbido desgarrador; apenas había pasado a ser un silbido cuando se transformó en un ruido tremendo y espantoso que iba lanzado a una velocidad terrible hacia la sección. Todo el mundo se tiró al suelo, también Duval, que creyó que algo enorme iba a golpearlo. El aterrador objeto pareció rozar todas y cada una de las encogidas espinas dorsales, para después estallar con gran estruendo por detrás de ellos. Duval tuvo la extraña sensación de que la explosión se había producido demasiado lejos para tratarse de algo que había pasado justo por encima. Alzó la cabeza y se preparó para levantarse, ahora que todo había terminado. Casi no había tenido tiempo de darse cuenta de que el resto de la sección todavía estaba cuerpo a tierra, cuando el aire a su alrededor cobró vida con los zumbidos de la metralla. Se echó de nuevo al suelo y oyó cómo el metal se hundía de repente en la tierra en la que él mismo estaba incrustado.
—Bautismo de fuego —musitó. Se otorgó el galardón a sí mismo sin ser consciente de ello, pero con un fugaz brote de orgullo.
Un minuto después de que la metralla hubiera caído, los hombres se pusieron en pie y reemprendieron la marcha por el camino sin mirar atrás; todos excepto Duval. Volvió la cabeza para mirar el punto en que se había tumbado, como para guardarlo en la memoria. Después echó a correr tras la sección. Sentía que era, en cierto modo, una persona diferente. Sin embargo, tuvo que pasar algo de tiempo antes de que pudiera definir el cambio, y sólo entonces se le ocurrió que en aquel lugar del camino había dejado de ser un niño.
El teniente Paolacci, provisionalmente al mando de la compañía número 2, mientras el capitán Charpentier seguía con el coronel, se acercaba a su vez a la cantera de yeso. Entre los hombres, se le tenía por un mando estricto, aunque valiente; entre los oficiales, se le consideraba concienzudo hasta lo temerario. Se enorgullecía de no encogerse de miedo jamás ni agacharse ante el fuego enemigo si podía evitarlo. También se enorgullecía de cuidar de sus hombres. Tanto era así que, mientras la mayoría de los demás oficiales se limitó a dar las órdenes necesarias y luego dejar que sus secciones se las arreglaran como mejor pudieran al atravesar el obstáculo de la cantera, Paolacci creyó que su deber consistía en permanecer en medio del peligro con el objeto de dirigir en persona los rápidos movimientos de sus hombres. Y lo hizo con tal eficacia desde el mismo borde de la excavación que logró hacer pasar intactas a tres secciones a través del fuego de artillería: un fuego de artillería al que él mismo estaba expuesto con gran riesgo.
Hacía pasar a sus hombres a razón de media sección cada vez. El último proyectil había explotado al otro lado de la vía, cerca de la cuneta del camino. Su alcance, observó, estaba un poco más allá de la vía, así que decidió acercar con cuidado a sus secciones a la misma antes de dar la orden de salir. La última sección se encontraba ahora en fila de a uno, tumbada boca abajo en el camino. Él aguardaba a que cayera un proyectil más.
—¿Preparados ahí? Después del próximo, entonces, cuando dé la orden, a correr.
Llegó el siguiente y estalló exactamente en la vía.
—¡Vamos! —gritó.
La fila se incorporó y echó a correr hacia delante, agazapada. La segunda mitad de la sección se levantó al mismo tiempo y se aproximó a la vía.
Oyeron un silbido sobre sus cabezas. Descendió con una velocidad terrible, aumentando hasta convertirse en un estruendo descomunal. Los hombres vacilaron, con la sensación de que algo los golpeaba directamente, se agruparon con el gesto instintivo de buscar protección en la carne de quien tenían al lado. Paolacci los observó transfigurado, incapaz de emitir un sonido. Vio a algunos de ellos caer de bruces, despatarrados, algunos volvían la espalda y se agachaban, otros salían corriendo en cualquier dirección. Comprobó que, en los pocos segundos que tardó en caer la bomba, las dos mitades de las secciones se habían transformado de manera increíble en una confusa piña de gente.
Hubo dos detonaciones, tan cercanas una de la otra que parecieron una sola. El destello de las explosiones fotografió en su mente la fantástica imagen de un vibrante caos. Un pedazo de metralla volaba girando a gran velocidad, directamente hacia donde se encontraba Paolacci. Le atravesó la pelvis, se llevó por delante la cadera derecha entera y le hizo caer desde el borde hacia el interior de la cantera de yeso. Cayó, cayó, cayó…
Una vez que el humo se hubo disipado, no quedaba nadie para ver que, allí donde había estado la sección, ya no quedaban más que dos cráteres en llamas, en medio de unos cuantos rimeros dispersos de ropa inmóvil.
***
A medianoche el relevo se había completado y la marea alta creada por una doble acumulación de hombres en las trincheras iba bajando con rapidez. Habían muerto treinta y dos hombres del 181 mientras entraban, y diecisiete tirailleurs habían perdido la vida al salir. Ninguno de ellos cayó a causa de la aglomeración creada por coincidir con el otro regimiento, pero todos, sin embargo, desde los dos oficiales al mando para abajo, aceptaron justificarlo con el engañoso argumento de echar la culpa de las bajas a la turbamulta. La razón les decía que las posibilidades de que un hombre muriese en un momento dado eran las mismas tanto si estaba solo como si se hallaba en un grupo. La razón, no obstante, cedía su posición de privilegio a las emociones. Y las emociones eran demasiado fuertes para hacer caso de la paradoja a que daban lugar, la paradoja de los hombres que buscaban con ansia protegerse ante el fuego de artillería y que estaban convencidos de que en grupo, aunque fueran invisibles para el enemigo, atraerían los proyectiles y sufrirían sus peores consecuencias.
El 181 había perdido treinta y dos hombres; los tirailleurs, diecisiete. No era mal resultado para un relevo llevado a cabo en medio de un intenso bombardeo y tampoco iba a cambiar en nada el curso de la guerra. Todos los días y todas las noches morían hombres a un ritmo de cuatro por minuto. El frente permanecía igual, todo permanecía igual: los uniformes, el equipamiento, los rostros, los cuerpos, los hombres. Hombres en los mismos puestos, escuchando los mismos sonidos, oliendo los mismos olores, con los mismos pensamientos y pronunciando las mismas palabras. Habían muerto cuarenta y nueve hombres; y en sus cuellos, un juego de números de identificación había ocupado el lugar de otro. A las ratas no les interesaban los números de identificación, así que eso tampoco suponía ninguna diferencia para ellas.
Los oficiales de la inteligencia militar, por su parte, sí tenían interés en los números de identificación, interés en conocer los de las tropas del adversario y en ocultar los de las propias.
Hacia la una de la madrugada, cuando la intensidad del duelo artillero había decrecido un tanto, el capitán Charpentier mandó buscar a Paolacci. Un cuarto de hora después, el teniente Roget entró en el refugio del capitán para comunicarle que era imposible hallar a Paolacci.
—Sí —contestó Charpentier—. He oído que una de sus secciones dio un mal paso en la cantera. Vi algunos cuerpos al pasar por allí. Puede que haya regresado para saber qué ha sido de ellos. En cualquier caso, estamos justos de oficiales y no puedo esperar. Así que usted tendrá que hacerlo. Por cierto, ¿ha salido de patrulla alguna vez?
—Sólo una vez, señor, cuando era soldado raso.
—Bien, entonces lo mejor será que vaya con Didier. Es perro viejo en esos menesteres. El coronel quiere que salga una patrulla de reconocimiento. Páseme el mapa que está ahí en la litera. Mire esto, es el Grano. Aquí está nuestro frente, vea, desde aquí hasta aquí. Ahí está la alambrada de los cabezas cuadradas, a unos quinientos metros de nuestras líneas. Tienen que salir por la izquierda y abrirse camino hacia el lugar en que acaban por la derecha, donde podrán pasar por el puesto de vigilancia, mírelo aquí, el puesto número 8. La división desea saber en qué condiciones se encuentra la alambrada alemana. Este mapa no está actualizado y los tirailleurs dicen que los cabezas cuadradas han estado reforzando las alambradas. Pero también deben buscar cualquier puesto de vigilancia alemán. Eso es tan importante como lo anterior, porque queremos saber dónde se encuentran para así dejarlos fuera de combate antes de la ofensiva. La luna brilla con fuerza; por tanto, si encuentran alguno, no deberían tener problemas para situarlo con exactitud. Llévense una brújula de luz y utilicen la cumbre del Grano como referencia. Y no olviden traerse todas las identificaciones de los cuerpos alemanes que vean.
—Sí, señor. Pero ¿cómo sabré que he vuelto a entrar en mis propias líneas?
—Déjeme ver. Tendrá que estar fuera unas dos horas. De acuerdo, entonces, dos horas después de que usted haya salido, ordenaré al puesto número 8 que lance bengalas. Una bengala roja cada cinco minutos hasta que haya regresado.
—¿Y cuántos hombres me llevaré?
—Llévese dos, además de usted. Recuerde, esto es una patrulla de reconocimiento, ni más ni menos. Tienen que evitar por todos los medios cualquier enfrentamiento y deben hacer todo lo posible para que los cabezas cuadradas no se huelan que andan por ahí. Salgan, reconozcan el terreno e informen, eso es todo. Pero hasta el último detalle. Puede confiar en Didier. Es un experto en este tipo de operaciones.
—Si no le importa, señor, preferiría llevar a otro.
—¿Qué problema tiene con Didier?
—Bueno, esto… Bueno, si a usted le da igual, señor, preferiría que viniera otro hombre.
—No, no me da igual en absoluto. De hecho, Roget, si no fuera porque el informe debe realizarlo un oficial, estaría encantado de poner a Didier al mando de la patrulla. De todas formas, ¿qué tiene usted en su contra?
—¿Yo? Nada. Pero lo que me gustaría saber es qué tiene él contra mí.
—Vaya, ¿que qué tiene él contra usted?
Charpentier, en muchas ocasiones, había querido enterarse de qué era lo que los oficiales (incluido él mismo), así como los soldados, parecían tener contra aquel teniente.
—¿Cómo voy a saberlo? Supongo que será porque a mí me ascendieron a oficial y a él no. Hasta dormíamos juntos, ¿sabe?, y no es muy normal que me hayan destinado otra vez a la misma compañía. No sé cómo pudo ocurrir. Seguramente está resentido porque ahora soy oficial. Es un tipo huraño y envidioso. Pensaba que si usted…
—Puede que sea así. Pero es un explorador de primera clase y va a ir con usted. Quizá se alegre antes de que acabe la noche. Ahora estudie ese mapa con mucha atención. Apréndaselo de memoria.
***
A medida que la luna ganaba altura en el cielo, la sombra que proyectaba descendía por el lateral de la cantera de yeso en la que había caído el teniente Paolacci. La mayor parte del fondo de la cantera estaba aún en sombras, un lugar pestilente. Si Paolacci hubiese girado la cabeza desde donde yacía, en lo alto del acceso a una galería y en diagonal con respecto a él, quizá habría visto el reflejo de la luna en el agua estancada que cubría el suelo de la cantera. Pero por mucho que hubiera disfrutado al contemplar la luna, aunque no fuese más que su reflejo, no volvió la cabeza. No lo hizo por diversas razones, ninguna de las cuales cobró cuerpo como tal en su mente. Primera, ese esfuerzo era excesivo para él. Segunda, vomitaba cada vez que trataba de realizar el más leve movimiento de cabeza. Tercera, no sabía que había un charco de agua reflectante por debajo de él; en realidad pensaba que se hallaba en el fondo de la cantera, sin más. Cuarta, sentía que su mejilla izquierda estaba apoyada contra algún obstáculo, algo que olía a estiércol de caballo.
—Que alguien me explique —requirió, divagando en voz alta—, que alguien me explique, por favor, cómo puede ser que haya boñiga de caballo en el fondo de esta cantera. ¿Cómo puede haber entrado un caballo aquí? Muy fácil; como lo he hecho yo. Pero ¿cómo he entrado yo? ¿Cómo ha hecho el caballo para salir otra vez? Es imposible, las paredes son demasiado empinadas. Entonces, tiene que haber un caballo en algún sitio por aquí abajo. Es obvio.
La sencillez de su lógica, la claridad de su mente, lo asombraron.
—Es un inmenso placer —continuó— darse cuenta de que la maquinaria del pensamiento trabaja de forma tan brillante. Tengo que sacarle el máximo partido y librarme de todas mis dudas de una vez y para siempre.
Dio comienzo a la ardua persecución de sus dudas, pero no logró encontrar ninguna. Estaban ahí, lo sabía, pero fuera de su alcance, y eso le exasperaba.
—Bueno, empecemos de nuevo. ¿Dónde estaba? Ah, sí, eso es. Boñiga de caballo, boñiga de caballo… Pero ¿cómo demonios he llegado aquí? Maldita sea, esto no funciona. Todo está revuelto. Espera un poco y se aclarará otra vez…
Movió la cabeza, intentando sacudirse la confusión, y se atragantó. La bilis le ascendió hasta la boca y le goteó por las comisuras de los labios. Trató de escupir, pero no pudo, así que se vio obligado a tragarse el resto. La oscuridad se cernió sobre él y perdió de nuevo el conocimiento.
La luna se elevó más en el cielo, las sombras descendieron por el lateral de la cantera. Se desplazaron de manera imperceptible sobre la figura del teniente, después cayeron rápidamente desde el techo hasta el umbral de la entrada de la galería. Una piedra bajó rebotando por la pared de la cantera y terminó cayendo al agua. Se produjo un ruido de ratas que se escabullían.
Paolacci volvió en sí con el olor del estiércol de caballo en las fosas nasales.
—Ah, sí. Un caballo aquí abajo, en alguna parte. Pero no puede salir a menos que yo le ayude. Me ocuparé de eso más tarde, no ahora. Ja, ja, ja, ja, ja, ja…
La posibilidad de que hubiera un caballo allí abajo se había convertido, de repente, en una idea tremendamente divertida. Paolacci bramaba de risa, una risa que le salía sólo de la garganta. De un modo tan imperceptible como el deslizarse de las sombras, la risa de Paolacci se transformó en lágrimas, y las lágrimas en sollozos profundos surgidos de sus entrañas. Esos sollozos le zarandearon de un modo que la risa no había logrado. Un ardiente dolor se materializó en su hombro izquierdo y se llevó la mano a él. La retiró manchada y pegajosa. El pánico estalló en su interior.
—¡Ayuda! ¡Ayuda! Me han dado. ¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Camilleros! ¡Sáquenme de aquí! ¡Aquí abajo! ¡Por el amor de Dios! ¡Ayuda! ¡Ayuda! Me estoy muriendo. Estoy completamente solo. ¡Aquí abajo! ¡Aquí, en la cantera! ¡Dios! ¡Camilleros! ¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Ayuda!… Ayuda…
Sus alaridos hacían eco de una pared a otra de la cantera. Cada vez que hacía una pausa lo bastante larga como para oír un eco, lo confundía con las voces de los equipos de rescate y redoblaba los gritos.
La luna iba desapareciendo de su vista y se quedó quieto por unos instantes. Una rata trepó sin hacer ruido por la jamba de la entrada a la galería y miró a Paolacci durante un buen rato. Después dio media vuelta y bajó de nuevo. Estallaron dos proyectiles junto a la pared opuesta, y sobre el teniente, privado de sentido, cayó una lluvia de gravilla…
Paolacci empezó a sentir el dolor en el hombro. También notaba un bulto entre los omoplatos. Se dio cuenta de que quería levantarse y salir de la cantera, luego aguardó a que ese deseo se hiciera más enérgico. Mientras esperaba, su mano derecha comenzó a explorar el terreno. Entró en contacto con el objeto apoyado en su mejilla. Lo empujó y cedió, haciendo retroceder al mismo tiempo el olor a estiércol de caballo. Giró la cabeza con cuidado para mirar aquello. Se trataba de su propia bota, no cabía duda. Pero ¿cómo había ido a parar allí, cerca de su cara? Formuló el deseo de estirar la pierna, pero no hubo respuesta. Echó la mano hacia abajo para sentir su cuerpo. Notaba el cuerpo, pero el cuerpo, por debajo del tercer o cuarto botón de la chaqueta, no daba la sensación de notar la mano. Dio un pellizco y el pellizco se cerró en el aire. Buscó a tientas el muslo y no lo encontró. En su lugar, la mano se introdujo en una enorme y pegajosa cavidad, en apariencia llena de afilados puntos…
Poco a poco, con una indolente paciencia y una persistencia de continuo frustrada por oleadas de delirio silencioso, desentrañó el caos de su existencia. Aquel proyectil le había alcanzado. Una herida en el hombro izquierdo y otra, mucho más grave, en la cadera derecha. Al caer a la cantera de yeso, la pierna se le había doblado hacia atrás y en diagonal, de tal manera que ahora estaba tumbado sobre ella con la mejilla izquierda apoyada en su propio talón.
—Debo de haber pisado alguna boñiga de caballo —concluyó. La voz, que no reconoció como suya, le sobresaltó por la potencia con la que sonó, pero su sorpresa duró sólo un instante, ya que la muerte traía consigo su anestesia particular. La fiebre le iba subiendo, proporcionándole bienestar a su cuerpo y una paz inefable a su mente. El terror de hallarse solo e indefenso había desaparecido. Cerró los ojos para de esa manera apreciar mejor el placer de las alucinaciones…
Un poco más tarde sus ojos se abrieron y la mandíbula se relajó.
Más tarde aún, cuando la sombra proyectada por la luna ascendía una vez más por el lateral de la cantera de yeso, una rata trepó sin hacer ruido por la jamba de la entrada de la galería y observó a Paolacci durante un rato. Después dio un grácil paso hacia delante, saltó sobre el pecho del teniente y allí se detuvo. Miró a derecha e izquierda dos o tres veces, rápidamente. Luego bajó la cabeza y comenzó a comerse el labio inferior de Paolacci.
***
El teniente Roget bajó a la trinchera para buscar a Didier. Lo encontró de pie en la banqueta de tiro, con el fusil colocado en una abertura del parapeto, un pequeño montón de granadas de mano a un lado y una pistola Verey al otro. Había otra figura acurrucada en la banqueta de tiro, una figura que, en lugar de dar el alto al teniente al pasar éste de la barrera de protección, se puso a toser.
—¿Qué ocurre? ¿Los dos durmiendo? —preguntó Roget.
—Sí —replicó Didier al reconocer la voz.
—Señor —espetó Roget.
—Señor —contestó Didier, tratando de dejar clara su reticencia.
La figura respondió tosiendo de nuevo.
—Bien, tengo algo que los despertará. Van a venir los dos de patrulla conmigo.
—Él no —replicó Didier.
—¿Por qué no?
—Porque tiene tos.
—Terrible. Y supongo que a usted le dolerá el culo.
—Sí, pero eso es distinto.
—¿Por qué es distinto?
—Porque el dolor de mi culo es silencioso y su tos hace un ruido de mil demonios.
—Bien, me da igual cómo estén de enfermos, los dos van a salir de patrulla. En marcha, ¿de acuerdo? No hay tiempo que perder.
—Escucha, Pierre, sabes tan bien como yo…
—Atrévase a llamarme Pierre otra vez y le arresto. Ya está bien. Vamos.
—Muy bien, teniente. Sólo intentaba contarle algo. Sabe cómo mataron a Marchand, ¿verdad?
—Sí, de patrulla. Y le estuvo bien empleado, era casi tan insolente como usted.
—Sí, de patrulla. Pero ¿por qué? Porque tenía tos. Y aquella noche tosió justo delante de un cabeza cuadrada. ¿Se da cuenta? Bueno, fue la última vez que tuvo tos en su vida. El cabeza cuadrada se la curó allí mismo. Y esa misma tos nos costó perder tres hombres más, dos heridos y otro muerto, cuando empezaron a bombardearnos.
—De acuerdo, entonces. Haremos lo que usted dice. Pero muévase y deje de parlotear. Vaya a por otro, el que quiera.
—Traeré a Lejeune. Ya ha patrullado conmigo antes. Es un buen tipo.
Didier empuñó el fusil y bajó. El hombre de la tos le sustituyó y dispuso su arma con cuidado en la abertura.
—Las bengalas de socorro están aquí —informó Didier—. No deben lanzarse salvo que lo ordene un oficial. ¿Lo comprende? Enviaremos un hombre para que ocupe mi lugar.
A Roget le escoció aquel «enviaremos». Estaba claro, ese tipo necesitaba que le bajasen los humos. Pero ¿cómo podría hacerlo? Aunque la vanidad de Roget le impedía admitirlo, sabía que jamás había logrado ascendencia alguna sobre Didier.
El hombre de la tos tenía la mirada clavada en tierra de nadie y los otros dos echaron a andar por la trinchera, en dirección a sus refugios. El teniente iba delante y habló a Didier por encima del hombro:
—Patrulla de reconocimiento. Sólo nosotros tres. Alambradas alemanas y puestos de ametralladoras. Identificación de cadáveres, si es posible. Salimos por la izquierda. Entramos por el puesto número 8, a la derecha. Lanzarán bengalas rojas. Vaya a por Lejeune y prepárense. Luego diríjanse al número 8 y asegúrense de que lo entienden como es debido. Después informen a mi refugio. Y a la vuelta, digan a todos los centinelas que va a salir una patrulla. Al resto se lo iremos comunicando cuando vayamos hacia la izquierda. Ahora, de prisa. Y por cierto, procuren comportarse con más respeto en lo que a mí se refiere, sobre todo si hay otras personas cerca. No quiero volver a oír lo de Pierre o algo similar, ¿han entendido?
—Sí, Pierre. Quiero decir, señor.
—No estoy bromeando. Hablo muy en serio. Eso sólo empeora las cosas para mí. Y lo hará para ustedes si no se andan con cuidado. Aquí está mi refugio. Envíenme sus informes.
Roget se agachó, dio un paso lateral hacia el muro de la trinchera y desapareció.
«Parece que me ha hecho una reverencia —declaró para sus adentros Didier—. Vaya un piojo, con ese galoncito dorado que lleva. ¿Por qué diablos no habrán mandado al corso con nosotros? Es el tipo de hombre que uno quiere para salir de patrulla».
Didier fue caminando por la trinchera hasta que vio dos cajas de munición de fusil que sobresalían de un nicho en la pared. Pasó ante las cajas, se agachó de repente y también desapareció de la trinchera. Descendió tres o cuatro escalones tanteando a oscuras y terminó tocando una manta con la mano. La manta estaba húmeda, algo grasienta y pesada. La apartó y la colocó con delicadeza tras él. Había una luz tenue muy por debajo de donde se encontraba, un olor a carbón y a hombres, así como el sonido de varias voces. Bajó treinta o cuarenta escalones más y entró en la galería principal del refugio. Era cómodo y cálido y daba la sensación de estar muy alejado de la guerra. Una de las paredes albergaba dos niveles de literas. La mayoría eran para los suboficiales. Los hombres estaban tirados por el suelo. Todos dormían, excepto un grupo de tres que hablaban sentados alrededor de una vela sin despegarse de una botella de vino. El refugio no estaba lleno y la mayoría de los hombres que allí había eran veteranos. Didier, que siempre había sabido interpretar signos de esa índole, ató cabos y se dio cuenta de que a los reclutas se los utilizaba para formar grupos de trabajo, repartir las raciones de comida y otros servicios propios del frente. Así es como debía ser.
—¿Alguna novedad? —preguntó uno de los hombres que estaba junto a la vela.
—De patrulla. ¿Dónde está Lejeune?
—Es el bocazas que está allí, al final.
Volvió a mirar a sus compañeros y prosiguió:
—… No, por Dios, no están tan locos. Pero si no hemos tenido ningún descanso. He oído que nos darán un día o dos mientras…
—Vale. Entonces, ¿por qué hemos ocupado sólo el espacio de medio regimiento? El mismo en el que estuvieron los tirailleurs cuando atacaron. Aquí estamos como sardinas en lata. Y ahora lo de esa patrulla…
Didier había dado con Lejeune y estaba sacudiéndolo para hacer que despertase.
—Vamos, arriba. Salimos de patrulla.
—¿Qué?
—Ya lo has oído. De patrulla.
—No puedo. Estoy hecho polvo. Llévate a otro. Déjame en paz.
—Vamos, levántate, ¿me oyes? No puedo llevarme a otro. Órdenes del capitán. Tú, el teniente y yo.
Lejeune intentó hacer un poco de tiempo hablando:
—¿Quién? ¿Paolacci?
—No. Roget.
—¡Ese cabrón!
—Sí. Venga. Ya vamos mal de tiempo.
—¿Qué hora es?
—Sobre las dos y media.
Didier entró en su juego y adelantó la hora a propósito.
—Las dos y media, ¿no?…
—Sí, las dos y media. Y si no empiezas a moverte ya mismo, nos va a amanecer y tendremos que pasar el día entero ahí fuera.
Didier le dio una leve patada a Lejeune. Debido a su impaciencia, la patada resultó ser menos leve de lo que había pretendido.
—Si piensas seguir por ese camino, ya sabes dónde puedes meterte tu patrulla —protestó Lejeune.
—Y si piensas seguir por ese camino, ya sabes dónde te voy a meter la bayoneta. Vamos, Paul, levántate. Al teniente le he pedido sobre todo que vengas tú.
—Ah, ¿de verdad? Qué considerado de tu parte.
Allí donde los zarandeos, las órdenes e incluso las patadas habían fracasado, los halagos lograron su objetivo; Lejeune reaccionó ante el cumplido incorporándose por fin con un gran esfuerzo, aunque no por ello dejó de rezongar.
Didier se acercó de nuevo a la vela y comenzó a prepararse. Y lo hizo con la solemnidad y la precisión propias de un ritual.
Se despojó de todo el equipo, incluyendo la máscara antigás y el casco de trinchera, y lo colocó en un rincón junto con el fusil. De la mochila sacó una gorra de punto y un espejo de acero bruñido y los dejó sobre un estante. Se vació todos los bolsillos, hizo una pausa para encender la pipa y metió en la mochila lo que contenían. Se desenrolló las polainas hasta abajo y después se rascó las pantorrillas durante un minuto largo. Se desató los cordones de las botas y luego los volvió a atar, cuidadosamente. Se puso de nuevo las polainas y las ató también con un nudo. Echó un vistazo alrededor hasta encontrar lo que buscaba: un corcho. Quemó el corcho en la vela y empezó a ennegrecer su cara y sus manos de forma metódica, parando de cuando en cuando para contemplar los resultados en el espejo de acero. Cuando hubo terminado, empaló el corcho en la punta de su bayoneta, llamó la atención de Lejeune con un gesto y le hizo saber que el corcho se encontraba a su disposición. Una vez más, miró a su alrededor hasta que encontró lo que quería: esta vez era una cartuchera. Extrajo el revólver, desenrolló el cordón que tenía unido a la culata y acto seguido lo sostuvo de tal manera que el revólver quedara suspendido por completo y bien recto. Deshizo el lazo del cordón, se lo pasó por encima del hombro izquierdo y bajo la axila derecha, después tiró del lazo y lo tensó al deslizar el revólver hacia atrás, a través de él, como si fuera una aguja de bordar. Tiró de él hacia arriba y lo examinó con atención. Lo abrió con un chasquido y lo descargó para después mirar por el cañón. Lo volvió a cerrar de golpe, tiró del gatillo varias veces, ajustó el punto de mira apuntando a la llama de la vela y lo disparó una o dos veces más. Una vez satisfecho con su funcionamiento, lo cargó de nuevo, no sin antes haber examinado las balas. Cogió algunas más del morral que había junto a la cartuchera y se las metió en el bolsillo izquierdo de la chaqueta. El arma acabó en el bolsillo del pantalón. Se puso la gorra de punto, se miró una vez más en el espejo, apagó la pipa y, finalmente, metió el espejo y la pipa en la mochila y la cerró.
—Si el sargento busca su revólver —anunció al grupo que estaba junto a la vela—, decidle que lo he tomado prestado. Mientras tanto, él puede coger mi fusil. Aquí están mis cosas. Mis efectos personales, en la mochila. No hay dinero, así que no hace falta que os pongáis a pelear por él tan pronto como me haya ido. De todas formas, voy a volver. ¿Listo, Paul? Entonces, adelante. Nos haremos con unas cuantas bombas en el refugio del teniente cuando bajemos otra vez.
—¡Eh!, yo creía que esto era una patrulla de reconocimiento.
—Y lo es, pero de todas formas nos vamos a llevar unas cuantas bombas.
—¿Y por qué no también unas cuantas ametralladoras?
—Venga, mueve el culo. Hasta pronto, capullos del refugio.
—¡Buena suerte!
—¡Tráeme un casco con pincho!
—Ven y lo consigues tú mismo.
—Mantén el culo bien abajo, Paul, o te tirarán bombas de las grandes.
—Y no me pises cuando entres.
—¡Buena suerte!… Pues, como os estaba contando, va el doctor y le dice: «¡Qué maravilla! ¿De dónde lo ha sacado?». Y era realmente una maravilla, yo lo vi con mis propios ojos. Así de largo. «Del cañón de 155 mm», respondió él. «Debe de ser usted un joven muy apasionado», prosiguió el médico. «Aunque no me refería a lo de la enfermedad venérea. Sólo hay una forma de coger eso, ya lo sabe usted». «Sí, señor», contestó el tipo. «En mi escuadrón había un hombre que lo tenía y yo me habré contagiado a través del cañón». ¡Vaya un imbécil! ¡Y cómo se puso el doctor! Hacedme caso, chicos, el ungüento de cloruro de mercurio es lo mejor para la sífilis, pero nunca se es lo bastante precavido cuando se trata de…
***
El teniente Roget vio temblar la vela y supo, incluso antes de oír los pasos, que habían apartado la manta antigás de la entrada y la habían vuelto a cerrar. Puso la botella de la que estaba bebiendo debajo del abrigo que tenía sobre la litera.
—Vaya, se lo ha tomado con calma, ¿no? —dijo.
—No son más que las dos y diez —calculó Didier.
—¿Alguna información importante?
—Sí. Ya están avisados todos los centinelas. Hay fuego de artillería por allí, a la derecha; también hay gas. Los del número 8 empezarán a lanzar bengalas a las cuatro y media. Pero lo harán cada diez minutos, no cinco. Y no desde el puesto de guardia, sino a unos cincuenta metros a la izquierda…
—Comprendo. Quizá sería mejor que se fueran al cine en lugar de estar ahí.
—El sargento dice que cada cinco minutos es demasiado. Seguro que eso hace que vuelvan a bombardear. Diez minutos también es bastante, dice. Revelará la posición del puesto de guardia y cree que después de la tercera o cuarta bengala ya no quedará puesto alguno. Por lo tanto, va a enviar un hombre más allá, por la trinchera, para que dispare las bengalas a cierta distancia. Todo lo que tenemos que hacer es torcer a la izquierda de ellas cuando volvamos.
—Todo un estratega ese sargento. ¿Cómo se llama?
—No lo sé.
—Es usted un mentiroso, pero eso no le ayudará a él. Ya me enteraré más tarde. ¿Tenía ese hombre alguna observación más que hacer?
—No —respondió Didier con un gran placer interior por la malicia de su evasiva. No le había dicho a Roget que el sargento se había cubierto las espaldas al solicitar permiso para los cambios al jefe de su compañía.
—De acuerdo, ustedes dos vayan y cojan unas cuantas bombas. Me uniré a ustedes de inmediato.
—Ya tenemos las bombas.
—¿Dónde están sus máscaras antigás?
—No se llevan máscaras antigás en una patrulla —apuntó Didier—. Son un engorro, se enredan en las alambradas…
—Bien, en cualquier caso, en marcha. Estaré arriba en un minuto.
Didier y Lejeune subieron los escalones del refugio, pasaron a través de la manta antigás y se detuvieron al otro lado para esperar.
—Está reuniendo fuerzas —señaló Didier—. ¿Has visto la botella debajo del abrigo?
—No, pero todo el lugar apesta como un bistro.
—Es fácil saber cuándo ha echado unos tragos. Se pone sarcástico.
—Ya podía habernos invitado, el muy cabrón.
—Ni siquiera un barril entero le hará tener agallas. Escucha, Paul, si le da por hacer el tonto o armar ruido…
—Entiendo.
El teniente Roget se sentía bien, casi del todo bien, pensaba. Se encontraba en un estado tan cercano a la perfección que decidió dar un paso más echándose otro chupito de coñac; y ahora que aquellos dos se habían quitado de en medio, podía hacerlo. Cogió la botella de debajo del abrigo y le dio un buen trago, después la depositó bajo la mesa. Encendió un cigarrillo y miró el mapa una vez más.
«Es muy simple —pensó—. Salimos por aquí, donde el principio del bosque marca la divisoria, vamos reptando hacia la alambrada alemana, ahí, después seguimos junto a ella unos cientos de metros hasta que lleguemos a esta vieja trinchera de enlace que nos llevará al puesto número 8. En realidad, el número 8 está detrás de una de las secciones de esa trinchera, a unos cincuenta metros de nuestra línea del frente».
También era simple en el mapa. La banda blanca, lisa y agradable a la vista, que era la tierra de nadie. La alambrada alemana, señalada con toda claridad mediante una doble fila de X. Las afueras del pueblo situado a lo largo de la alambrada y después, más allá, la delgada y sinuosa línea azul donde confluían los dos frentes y que representaba la trinchera de enlace sin dueño. En el mapa no estaban los agujeros dejados por las bombas, no había cadáveres ni alambradas dispersas, no había obstáculos de ningún tipo. No se veían símbolos para los hombres situados tras las alambradas, ni signos que indicasen que estaban armados con fusiles, bombas, ametralladoras y bengalas.
—Será fácil —aventuró Roget en voz alta, luego eructó. Cogió la botella para colocarla en su sitio, se dio cuenta de que aún quedaba algo de líquido dentro y la sostuvo en alto a la luz de la vela para comprobarlo—. Para cuando vuelva —dijo sin dejar de mirarla. Pero cuando decidió apartar la mirada, supo, tal como él mismo había esperado, que había cambiado de opinión—. Por si acaso —concluyó, bebiendo. Su tono poseía esa mezcla de disculpa y jovialidad, como si estuviera en presencia de otra persona.
Tiró la botella vacía a la litera, pisoteó el cigarrillo y apagó la vela, después subió los escalones del refugio, chocando con los braseros y las cajas que había y maldiciéndolos. Encontró a Didier y a Lejeune sentados en la banqueta de tiro.
Los tres hombres se pusieron en camino por la trinchera, Roget delante, Didier el último. El teniente apretó el paso y no tardó en dejar atrás a los otros dos, ya que éstos se paraban en todas las barreras de protección para avisar a los centinelas de la salida de la patrulla. En algunas ocasiones, los centinelas eran algo duros de entendederas y Didier tenía que perder el tiempo explicándoles de qué iba todo aquello. Él no lo consideraba en absoluto una pérdida de tiempo, pero Lejeune sí. Éste quería darse prisa y tratar de seguir el ritmo del teniente. Didier, por el contrario, insistió en cerciorarse de que los centinelas se enterasen bien.
—Adelante. Sigue tú si quieres —propuso—. Pero yo voy a hacer todo lo posible por que estos cabezas huecas se enteren de que vamos a salir. Te diré algo: una de las partes más peligrosas de una patrulla consiste en intentar regresar a tus propias líneas. Y puede que tengamos que volver por cualquier sitio.
No lejos de la línea divisoria izquierda, doblaron por una barrera de protección y hallaron a Roget plantado allí, con los brazos por encima de la cabeza y maldiciendo furioso al centinela. La bayoneta del centinela rozaba el pecho del teniente.
—¡Calais! ¡Calais! —gritó Didier al percatarse de la situación con una simple mirada.
—De acuerdo —señaló el centinela—. Pasen. ¿De dónde salen aquí unos senegaleses? Tengo a un tipo disfrazado de oficial que no se sabe la contraseña. Y que también habla francés, ¡pues vaya! Pregunten al sargento, ¿quieren? Le encontrarán por ahí, a lo largo de la línea del frente. Conozco mis órdenes. No soy un estúpido, créanme…
—Pues da la casualidad de que esta vez lo ha sido —intervino Didier—. No somos senegaleses, a pesar de las apariencias. Baje la bayoneta, éste es nuestro teniente. Salimos de patrulla y estaremos fuera un par de horas. Así que tenga cuidado con lo que hace, ¿vale? ¿Entiende? Le pregunto que si lo entiende.
—Sí, lo entiendo. Pero ¿cómo iba yo a saberlo? Las órdenes son las órdenes, ¿no?, y son los oficiales los que las dan. Se presenta aquí un demonio con la cara negra doblando la esquina y cuando le doy el alto…
—Está bien, olvídelo. Sólo ha hecho lo que tenía que hacer. Recuerde que vamos a salir ahí fuera. Y acuérdese de informar a su relevo.
Roget se había vuelto a adelantar. Le encontraron unos minutos después conversando con otro oficial, y Didier se alegró de oír lo que decía aquél:
—… de cualquier manera, no era uno de mis centinelas, y desde luego no es culpa de él que usted olvide la contraseña.
—Aquí están —anunció Roget—. Didier, busque un lugar por donde atravesar la alambrada.
—Quizá el capitán conozca algún sitio… —comenzó a decir Didier.
—Sí, así es. Vengan conmigo y se lo mostraré.
Volvieron por donde habían venido y pasaron por dos barreras de protección. En la tercera, vieron media docena de hombres, tres de los cuales estaban de pie junto a una ametralladora situada sobre el parapeto.
—Por aquí se puede cruzar la alambrada —informó el capitán—. Ese cañón apunta al lugar exacto y cubre todo el paso.
—Gracias, Sancy —indicó Roget—. Mantengan los dedos lejos de ese molinillo de café hasta que estemos fuera de su alcance. Muy bien, ustedes dos. ¡Andando!
Los tres empuñaron los revólveres, desabotonaron las solapas de los bolsillos donde guardaban las bombas; después, uno tras otro, con Roget a la cabeza, treparon por el parapeto y se dirigieron a toda velocidad hacia la abertura de la alambrada, agazapados. Llegaron al paso arrastrándose y avanzaron por él, alejándose unos metros en diagonal de la línea del frente. A mitad de camino del largo de la alambrada, el paso giró a la derecha y los llevó, también en diagonal, en dirección contraria. Justo cuando pensaban que estarían a punto de salir, se hallaron atrapados en la alambrada. Roget empezó a maldecir.
—Cállese —susurró Didier—. Lo único que sucede es que el paso está bloqueado. Sígame. Podemos ir arrastrándonos por aquí.
Bajó por una leve inclinación de terreno, serpenteando entre los alambres, quitándose con gran trabajo los pinchos que se le enganchaban al uniforme. En cuanto se vio libre, se puso de rodillas y miró a su alrededor, entonces se dirigió hacia el cráter excavado por un proyectil, examinó la zona aledaña con atención, tomó nota del lugar en que se hallaba el bosque que tenía tras de sí y de su situación con respecto a las líneas propias y las alemanas. Estaba mirando la luna, absorto, cuando Roget y Lejeune se unieron a él.
—¿Quiénes son esos dos? —preguntó Roget, señalando hacia las dos figuras que ocupaban el cráter y que, aparentemente, estaban durmiendo.
—¿Es que no huele? Están muertos.
Lejeune se acercó a ellos.
—Tirailleurs —informó.
—Entonces, ¡adelante! —ordenó Roget, incorporándose y echando a andar con brío en dirección a las líneas alemanas, según pensaba él.
Se sentía realmente bien, muy valiente y muy inteligente. El coñac le había conferido la sensación de ser incorpóreo e inmune. Hubiera deseado tener un fusil, porque quería encabezar una carga de bayoneta, una carga de bayoneta a la luz de la luna. La idea le seducía inmensamente…
—¡Eh! ¡Por ahí no! —gritó Didier—. Se volverá a meter en nuestra alambrada dentro de un minuto. Hay que ir por allí. Deje la luna a su derecha. Y arrastrándose por el suelo. No estamos en los Campos Elíseos.
—Bueno, esos dos sí —sentenció Roget, riéndose de su propio chiste.
—Y nosotros vamos a ir detrás de ellos si seguimos haciendo este ruido —añadió Lejeune, fulminando al teniente con la mirada.
Roget miró hacia donde le habían indicado y comenzó a caminar por el borde del cráter con Didier y Lejeune detrás, de tal manera que él era el vértice y ellos los extremos de una V invertida.
Roget, incluso reptando, seguía avanzando a un ritmo muy rápido; tan rápido, en realidad, que Didier se aproximó a él dos veces y le cogió del tobillo. La última de esas veces, se puso a su altura y le susurró al oído:
—No tan deprisa. Nos estamos acercando a la alambrada. Creo que es eso de ahí. Sí, ahora ya puede verla bien. Tómeselo con calma, unos cuantos metros cada vez y después párese y escuche. Puede que también ellos tengan una patrulla fuera. Y si están poniendo alambradas, seguro que cuentan con algún grupo que los cubre desde alguna parte.
Roget eructó.
—Y evite eso también. Arma un escándalo de mil demonios. Mire bien por donde va y no golpee latas y lo que haya por ahí.
—¿Con quién piensa que está hablando?
—Con usted. Si no es capaz de mandar una patrulla como es debido, yo sí. Sé hacer mi trabajo y no voy a dejar que me vuelen la cabeza sólo porque usted no sepa.
—Tendrá usted noticias sobre este asunto más adelante.
Didier no dijo nada y Roget se puso en marcha de nuevo, torciendo un poco a la derecha. Didier esperó a que Lejeune llegara hasta donde estaba. Había varios cadáveres diseminados a su alrededor y apestaban.
—¿Qué ocurre? —susurró Lejeune.
—Muchas cosas. Roget está borracho y no le… Tendremos suerte si salimos de ésta sin meternos en algún follón.
—¿Qué tal si…?
—No. Quizá se le pase la borrachera.
Roget avanzaba ahora junto a la alambrada alemana, con Lejeune tras él y Didier a un par de metros a un lado. El Grano se alzaba imponente a su izquierda, una masa de enormes dimensiones perfilada limpiamente contra el cielo dominado por la luna. Tenían la sensación de arrastrarse por su base; en realidad, se encontraban a unos trescientos o cuatrocientos metros.
Roget eructó.
Al instante, surgió una bengala, tan cerca que parecía que ellos mismos la hubieran lanzado. Una ametralladora empezó a disparar y se quedaron quietos, como muertos, haciendo fuerza contra la tierra implacable. La bengala estalló exactamente encima de ellos, la ametralladora también disparaba por encima de ellos y se sintieron gigantescos y desnudos en una desnuda llanura. Contuvieron el aliento y sus mentes se vaciaron de todo pensamiento.
La bengala se apagó y la ametralladora, tras dos o tres ráfagas más, dejó de disparar. Didier llegó a oír un puñado de silenciosos proyectiles que pasaban muy por encima de sus cabezas.
La alambrada alemana ocupaba cada vez más terreno y los forzaba a regresar en dirección a sus propias líneas. Atravesaron una serie de cráteres de bombas conectados por trincheras poco profundas. A Didier le parecía que la tierra estaba muy húmeda y se preguntaba si Roget lo habría notado. Un poco más adelante, llegaron a una zona repleta de cadáveres franceses. El olor era nauseabundo. Roget se puso a eructar otra vez, apretó el paso para avanzar haciendo caso omiso del ruido que provocaba y sin temer el peligro al que podía estar aproximándose.
Didier se fue acercando a él desde su posición en el flanco y por fin consiguió agarrarlo de una pierna.
—¡Por el amor de Dios! ¡No haga eso! —protestó Roget.
Aquello fue casi un chillido.
—Otro ruido más y le mataré —susurró Didier.
—Muy bien, entonces no se acerque a mí dándome esos sustos. Hace que a uno se le salga el corazón. Apresúrese y lléveme lejos de esos cadáveres. Me voy a poner enfermo.
—Avance y vomite, pedazo de cabrón, pero sin hacer ruido. Estamos justo delante de un punto caliente.
Se oyó un borboteo sordo mientras Roget expulsaba el coñac y lo esparcía en un charco.
—Vayamos en esa dirección —sugirió Didier.
Se apartaron de la cada vez más profusa y extensa alambrada alemana y se retiraron en dirección a la tierra de nadie. Durante unos instantes, permanecieron juntos en un cráter para hacer balance de la situación y permitir que Roget se tranquilizase. Después prosiguieron formados en V, ahora con Didier a la izquierda del teniente y Lejeune a la derecha. La impresión de inmunidad de Roget se había esfumado poco después de haber desaparecido el licor de su cuerpo. En ese momento, tenía la imperiosa necesidad de poner fin a la patrulla y volver a la seguridad de su propio refugio. La sensación de bienestar se había evaporado y le había dejado indefenso y aterrado en un mundo hostil. Sus nervios regresaron a la vida una vez más al escapar de la anestesia alcohólica. Ahora los tenía a flor de piel y le resultaba difícil controlarlos.
De pronto se encontraron con lo que parecía ser un gran montón de leña apilada. Roget se dio la vuelta y les lanzó unos terrones a sus compañeros, la señal para juntarse los tres. Se tumbaron boca abajo y juntaron las cabezas. El aliento de Roget era agrio.
—¿Qué cree que puede ser eso? —preguntó a Didier.
—Ruinas de casas.
—De acuerdo. Entonces, Lejeune, usted rodee la pila de leña por la derecha. Didier vendrá conmigo por la izquierda. Nos encontraremos en el otro lado.
—Ni se le ocurra —protestó Didier—. ¿Dividir una patrulla? ¡Está usted loco!
—Silencio. Haga lo que se le ha ordenado, Lejeune.
—No lo hagas, Paul. Es una locura.
Roget giró la muñeca de forma casi imperceptible y Didier se encontró encarado con la boca de la pistola del teniente. Lejeune también captó el movimiento y se guardó la observación que estaba a punto de realizar. Buscó los ojos de Didier. En la expresión de Lejeune estaba claramente impresa la pregunta que deseaba hacer a su compañero. Didier, sin embargo, tenía los ojos clavados en el cañón del revólver; su propia arma apuntaba de manera inútil desde debajo de la axila izquierda. Lejeune estaba desconcertado. Decidió que la forma más segura de superar la situación sería obedecer. Comenzó a avanzar, arrastrándose hacia la derecha del montículo.
Cuando Roget dejó de oír a Lejeune, bajó el arma, esbozó una sonrisa desagradable y echó a andar hacia la izquierda. Didier le siguió mientras se esforzaba por mantener alerta todos sus sentidos, furioso con el teniente por cometer el doble y garrafal error de dividir la patrulla y hacerle entrar en la zona situada entre las ruinas y la alambrada enemiga. Roget, asimismo, se dio cuenta muy pronto de que se había equivocado al meterse en aquel corredor, no importaba lo corto que resultara ser. Se detuvo para cogerle un par de bombas a Didier y las puso en sus bolsillos superiores con las solapas desabotonadas, después prosiguió, extremando el cuidado para no remover los escombros de las casas en ruinas. El lugar quedaba oculto a la luz de la luna, y a pesar de su cautela, era imposible no hacer algún ruido en el montón de escombros desparramados alrededor. Por ese motivo, al teniente el corazón se le salía por la boca. Didier se preguntaba qué encontrarían al otro lado del montículo. Todo apuntaba a que alrededor de la zona podría haber algún tipo de avanzadilla. En realidad, estaba sorprendido y su tensión crecía por momentos ante el hecho de que aún no se hubieran encontrado con nada más que con ladrillos y maderas sueltos. ¿Le estaban llevando directamente a una emboscada? ¿Cómo era que Lejeune no había terminado? ¿O acaso sí lo había hecho y ahora yacía con una bayoneta en la garganta?…
Salieron de la sombra de las ruinas después de lo que les había parecido un largo viaje, tanto en el espacio como en el tiempo. Lo cierto es que habían tardado unos quince minutos en recorrer las fachadas de tres o cuatro casas. Avanzaron unos metros más hasta apartarse por completo del montículo. Roget se detuvo para examinar cuanto le rodeaba…
Didier, tumbado justo detrás de él, sudaba. Ahora estaba preocupado por la tarea en exceso delicada de recuperar a Lejeune para la patrulla. La patrulla, que consistía en una unidad defensiva, se había convertido en dos unidades ofensivas doblemente peligrosas. El reencuentro iba a tener que producirse en las circunstancias más agitadas que cabía pensar. La tensión sería terrible durante unos segundos, los segundos que utilizaría Lejeune para tratar de darse a conocer, para darse a conocer a unos hombres de cuya identidad él mismo ya no estaría seguro.
«Esto le enseñará a no dividir las patrullas —comentó para sí Didier—. ¿Dónde demonios se habrá metido Paul?…».
Hubo un cercano ruido de tablones que se desploman, hacia la derecha. Didier alzó la cabeza y apuntó con el revólver. Vio a Roget incorporarse, poniéndose de rodillas. Vio que su brazo comenzaba a balancearse, disponiéndose a lanzar algo…
En ese preciso instante, Didier disparó a la cabeza de Roget y falló…
El brazo completó su movimiento. Didier vio que la forma redondeada de una bomba se separaba de la mano y volaba hacia arriba, describiendo una parábola.
Se oyó una detonación, un grito de sorpresa y dolor, después el silencio.
El silencio duró cuatro segundos, lo suficiente para que Didier oyera que le llamaban por su nombre. Entonces hubo un estruendo ensordecedor y tres bengalas estallaron a la vez por encima de ellos. Vio a Roget de pie, con la boca abierta y gesticulando. Le vio echar a correr, aún gesticulando de un modo salvaje, por el camino por el que había venido. Le observó mientras desaparecía tras el montículo de ruinas y deseó que le mataran. El estruendo había cesado de repente, después volvió a empezar, mientras la ametralladora barría el terreno de un lado a otro. Didier miró a su alrededor con la máxima cautela y captó el resplandor del arma. Estaba situada en la parte alta de las ruinas, a tiro de piedra de él. Se dio cuenta de que estaba en un ángulo muerto y se agachó de nuevo, sintiéndose a salvo. Dos resplandores verdes se elevaban desde la cima del montículo. Didier se arrastró hacia un lado, se acercó con precaución al montículo y se metió en un agujero no muy profundo. Esperó. La ametralladora seguía bramando. Ahora paraba, mientras le ponían un cargador nuevo. Ahora volvía a bramar. En menos de cinco minutos, el bombardeo de protección había descendido por delante del puesto de la ametralladora. Didier permanecía tumbado y quieto mientras el suelo temblaba a su alrededor; contemplaba el aluvión de proyectiles. En cuanto hubo deducido a qué distancia se encontraba la ametralladora, comenzó a arrastrarse hacia ella en busca de Lejeune.
***
—¡A sus puestos! ¡A sus puestos! ¡Suban a las banquetas de tiro! ¡Fuera de los refugios! ¡Arriba! ¡Arriba! ¡Todos a sus puestos! ¡A sus puestos! ¡A sus puestos!…
Oficiales y suboficiales, desde Suiza hasta el mar, recorrían de arriba abajo los diversos frentes de batalla dirigiendo a sus hombres y alineándolos en las banquetas de tiro. Los dos ejércitos se hallaban cara a cara, tensos y en alerta. Ni un solo hombre dormía, ni un solo hombre permanecía desarmado, ni un solo hombre quedaba sin calzar sus botas mientras las líneas del frente aguardaban, mirándose fijamente la una a la otra en la distancia, esperando, mirándose, esperando…
Duval, de pie en la posición de tiro desde la que el puesto de guardia número 8 había lanzado las bengalas rojas, se vio a sí mismo en un mundo irreal. El aire titilaba con la constante iluminación de las bengalas, como si se estuviera celebrando alguna fiesta. Oyó tras él el repiqueteo de las ametralladoras de la brigada. Más atrás aún, los cañones del setenta y cinco retumbaban de nuevo. De cuando en cuando, desde más lejos todavía, llegaban los plúmbeos aldabonazos de la artillería pesada. El aire estaba repleto de ruidos, los inverosímiles, estremecedores, quejumbrosos ruidos de los proyectiles en su vuelo. Más cerca del suelo, demasiado cerca para resultar agradable, se propagó el silbido de balas de ametralladora que caían a ráfagas a lo largo de los parapetos y barreras defensivas. Los hombres se agachaban y de vez en cuando alguno era alcanzado.
—¡Suban ahí arriba! ¡Suban a las banquetas de tiro! ¡Bajen la cabeza! ¡A sus puestos! ¡A sus puestos! ¡Esa ametralladora, más arriba, allí!
El ruido iba en aumento. Se convirtió en un barullo, el barullo pasó a ser tumulto, un ruido in crescendo tan ensordecedor que había que gritar al oído a quien estaba al lado para que se enterase: «La Orquestación del Frente Occidental». La frase regresó a la mente de Duval.
—Y tengo un asiento de primera fila. ¡Es glorioso! ¡Es grandioso!
Duval, fuera de sí por la emoción, gritaba a pleno pulmón, chillaba con una intensidad que no lograba siquiera alcanzar sus propios oídos, tan ensordecedor era el sonido del bombardeo. Los proyectiles caían en las barreras de protección, las balas de ametralladora seguían golpeando la línea del parapeto, pero Duval continuaba gritando, intoxicado casi hasta el límite de la histeria por la vibración del fuego de artillería y ajeno a todo peligro.
El número de bengalas era cada vez menor, pero así y todo se veía algo de luz. El bombardeo era ya un fuego continuo de artillería pesada y el aire se había cargado con el olor de los explosivos. Se iba haciendo más difícil ver los destellos de las detonaciones, ya que disminuía la oscuridad de la noche. Pero la tierra continuaba dando respingos, convulsa, y sectores completos de la trinchera se venían abajo, se desmoronaban hasta quedar inertes, humeantes. La alambrada cimbreaba en respuesta al metal que la alcanzaba volando, y algunos trozos, que saltaban por los aires a causa de los proyectiles, caían en la trinchera.
El horizonte se empezaba a ensanchar con lentitud, recorrido por el amanecer, que ahora avanzaba a una velocidad cada vez mayor. Los hombres contemplaban los restos a su alrededor y se miraban unos a otros en busca de los rostros de los amigos, después se volvían a girar y esperaban y miraban fijamente…
Un fuego comenzó a arder sobre las líneas alemanas. El fuego se hacía más brillante por momentos y reveló su forma: el sol. Se elevó despacio sobre la tierra, rojo y de apariencia hostil, pero bienvenido para los hombres que lo observaban. Se hinchó hasta alcanzar un enorme tamaño, luego se detuvo en un delicado contacto con el borde del mundo, como un bailarín que espera las primeras notas del ballet. Durante unos instantes, el perfil del sol y el de la tierra fueron tangentes; daba la sensación de que estaban adheridos el uno al otro. Después el sol se separó y de inmediato flotó en un espacio propio.
El bombardeo inició su declive lentamente y el holocausto se fue extinguiendo poco a poco. La tierra dio la impresión de relajarse tras su espantoso castigo de acero. Los hombres también se relajaron, en cierta medida, y empezaron a hablar con monosílabos y con elipsis. Más tarde, todo parecía muy tranquilo, una vez superado el paroxismo de las máquinas bélicas. Más tarde aún, cuando había pasado por completo el peligro de un ataque al amanecer, una orden recorrió las líneas trasmitiéndose de boca en boca:
—¡Fuera de los puestos! ¡Fuera de los puestos! Fuera de los puestos…
Duval se retiró de su puesto, en la parte derecha; lo mismo hizo Langlois en la izquierda. Didier también se retiró, en el centro, donde le había sorprendido el bombardeo. Todo el mundo se retiró, excepto algunos centinelas diseminados. Todos se lamieron en silencio las heridas interiores producidas por el bombardeo.
El sol, del que todo aquel infierno no había sido más que un preludio, ascendía más y más hacia el cielo sin nubes, indiferente, o así lo parecía, a los estragos producidos en honor del acontecimiento. Ya se encontraban en pleno día y Langlois comprobó que estaban realmente en primavera. Veía las delicadas briznas de hierba que habían fertilizado los cuerpos de sus camaradas; veía los tiernos brotes de los árboles alcanzados por los proyectiles. Veía volar de un lado a otro, transportadas por ligeras brisas, las bocanadas de humo de la metralla. Veía pájaros haciendo el amor en la alambrada que poco tiempo antes resonaba con la munición que la alcazaba volando. Oía el placentero sonido de las alondras allí arriba, cerca del cénit de las trayectorias. Sonrió un poco. Había algo profundamente triste en aquella escena. Todo parecía demasiado frágil y demasiado absurdo.
***
Había pasado más o menos una hora cuando el coche del general Assolant llegó al número 5. El número 5 era el lugar en el que los guías de los tirailleurs se habían encontrado con el coronel Dax la noche anterior, y el punto exacto del puesto del coronel Dax ahora estaba marcado por un enorme y reciente cráter de bomba. De hecho, fue aquel cráter el que obligó a parar al coche del general. De no haber estado allí, el general hubiera continuado sin detenerse, fingiendo no haber visto al oficial que le saludaba desde el borde opuesto del agujero. Para consternación de su chófer y del ayudante de campo se habría dirigido directamente a la entrada de la trinchera de enlace, unos cientos de metros más allá de la cantera de yeso y, casi con toda seguridad, habría entrado sin más dilación en su propia línea del frente. Aquella forma de comportarse le encantaba al general. Creía que estaba obligado a mostrar signos de autoridad y fuerza para mantener su reputación de hombre enérgico, una reputación a cuyo mantenimiento dedicaba buena parte de su tiempo.
El chófer detuvo el coche al borde del cráter con un patinazo. En su rostro había una expresión de alivio cuando se dio la vuelta y anunció:
—No podemos seguir, señor.
—Muy bien. Entonces, espérenos aquí. Vamos, Saint-Auban, habrá que caminar.
El ayudante de campo salió y le sujetó la puerta al general; acto seguido, los dos echaron a andar rodeando el borde del cráter. El oficial que estaba al otro lado del agujero seguía saludando y, cuando el general se acercó a él, giró sobre sus talones para mantener el saludo de cara al hombre al que iba destinado.
—De acuerdo, capitán. Me considero ya suficientemente saludado. Puede usted pasar al siguiente punto.
—El coronel Dax me envía a su encuentro, señor, con el objeto de escoltarlo a su cuartel general. Soy el ayudante del 181, Herbillon, señor.
—¿Acaso piensa Dax que no soy capaz de orientarme en mis propias trincheras?
—Oh, no, señor, sí, señor. Todo el mundo sabe que al general se le encuentra siempre en las trincheras.
No había respondido a la pregunta, pero aquello era lo que había que decir.
«Algún día serás ayudante de campo, siempre que sigas con esa actitud», vaticinó para sí Saint-Auban.
—Dígame, Herbillon, ¿a qué se debe que este sitio del todo insignificante, en esta parte del camino, lleve por nombre «número 5»?
Los nombres de los lugares, sobre todo de los militares, constituían un pasatiempo para el general. La verdad es que iba archivando algunas notas personales con la intención de publicar un libro sobre el tema al finalizar la guerra.
—Sólo «número 5». Es extraño. Número 5 ¿qué?, ¿batería?, ¿regimiento?, ¿qué?
—Yo… esto… No lo sé, señor. Unas coordenadas en el mapa, quizá…
—No tiene sentido. ¿Quién ha oído hablar nunca de unas coordenadas de una sola cifra?
—Sí, señor.
—Yo digo no, señor.
—Sí, señor. No, señor.
Herbillon se sintió algo perdido y trató de recuperar su capacidad verbal. El ayudante de campo, tras estar seguro de que no le podría contradecir, intervino con una respuesta brillante, no menos brillante por tratarse de una improvisación.
—Kilómetro número 5, señor —indicó en voz baja, con una sonrisa que se esforzó en mostrar de un modo tan brillante como su respuesta.
—Por supuesto —asintió Assolant. Realizó una comprobación mental del hecho y se sintió tan satisfecho con la información que no se dio cuenta de que era incompleta: kilómetro número 5, ¿desde dónde? Saint-Auban no hubiera sabido contestar a eso, ya que el lugar no se hallaba a 5 kilómetros de ningún otro sitio en particular. Siempre había sido y siempre seguiría siendo (excepto en las notas personales del general) el número 5, nada más, nada menos.
Era una mañana clara y fresca de primavera. El bombardeo del amanecer se había silenciado y su rastro sólo se podía seguir por algunos cráteres de bomba nuevos, que en algunos lugares se unían a los antiguos y en otros se situaban sobre ellos. El general iba andando por el camino, disfrutando del fresco y la fragancia de la mañana. De vez en cuando, se filtraba por los pelos de su nariz un olorcillo menos fragante que, en cierta manera, también le resultaba placentero. Las bajas formaban parte de la guerra. Donde no había bajas, no había combate. Sería impensable no entrar en combate si se estaba bajo el mando de un jefe de tropas de combate. El olor de los muertos le hizo reafirmarse en su opinión.
—¿Y qué tal fue el relevo, Herbillon?
—Bastante bien, señor. Sólo perdimos unos treinta hombres. Alcanzaron a una sección completa. Parece que hay un oficial desaparecido.
—¿Y el bombardeo?
—Cuando yo he salido, aún no habían llegado los informes, señor.
—¿Descubrió algo la patrulla?
—Nada que no supiéramos. La alambrada de los cabezas cuadradas es muy densa y está bien defendida. Encontraron un puesto de ametralladora en unas ruinas, un poco hacia la derecha de nuestra sección central. El teniente está en el cuartel general para informarle personalmente, si usted desea verlo, señor.
—Bueno, haremos que la artillería lo borre del mapa con el huracán de bombas que les vamos a enviar… Ah, esto debe de ser la famosa cantera. La verdad es que tiene mala pinta. Supongo que piensan que tenemos cañones o un cuartel general aquí. Ya podrían imaginarse que se trata de una posición demasiado obvia.
—Sí, señor, es el lugar en el que acabaron con la sección que le mencioné. Mire, ahí están los cuerpos.
Assolant echó un rápido vistazo a los rimeros de ropa inmóvil, sin aminorar el paso. Se dio cuenta de que un grupo vestía el uniforme de un regimiento del frente, y otro, más pequeño, llevaba el de los tirailleurs. Enormes moscas azules zumbaban de modo indiscriminado sobre ambos grupos, y nubes enteras comían con fruición de los ojos, las fosas nasales, las bocas y las heridas abiertas.
—El funesto instinto gregario de las tropas en presencia del enemigo.
No había piedad en el comentario del general, sólo cierto desprecio. Herbillon pensó que la observación había sido acertada. Situaciones de aquella índole eran, quizá en mayor medida que otras, las que le permitían asumir el misterio de por qué los Assolant llegaban a generales y los Herbillon no.
—Eso es exactamente, señor —asintió, sin hacer esfuerzo alguno por disimular su genuina admiración ante tal capacidad de precisión. Saint-Auban no dijo una palabra. Había oído aquella frase antes y conocía la fuente en la que se inspiraba el general, aunque él no lo admitiría: un libro de texto militar.
El camino, al dejar atrás la cantera, se convertía en una ruta encajonada entre terraplenes. Se encontraron con un destacamento del 181 que acudía a rellenar, en medio de un tintineo constante, las latas de combustible en los tanques de agua. El cabo al mando saludó formalmente a Herbillon, que, para él, era el oficial de mayor graduación de los tres. No se había percatado de las estrellas de la manga de Assolant, la única indicación de la presencia allí de un general. Assolant se sintió encantado ante el error del cabo y lo aceptó como un reconocimiento a su aspecto de soldado.
Los oficiales se apartaron a un lugar en el que los excrementos de caballo y los cráteres de las bombas se veían con mayor profusión en el camino, señal de que se hallaban en alguna clase de punto de encuentro.
—Aquí está el acceso a la trinchera de enlace, señor. El Corredor de los Perdidos.
—¡Al diablo con esos nombres de lloricas! —exclamó Assolant con tono petulante—. ¿Es qué no podemos poner nombres con algo de inspiración, nombres que expresen el espíritu victorioso de las tropas? Pero no, siempre tienen que estar relacionados con la muerte, casi son una propaganda derrotista. Corredor de los Perdidos; Trinchera de los Suplicios; Glorieta de la Muerte. Estoy harto de eso. ¡Corredor de los Perdidos! ¡Bah! Y fíjense, ¿quieren? Ni siquiera lo han escrito… ¿Qué había aquí? ¿Una casa de putas?
El general señalaba un cartel de madera a un lado del camino y se refería a la forma femenina de la palabra «perdido». El cartel rezaba así: «Corredor de las Perdidas». Debajo tenía una flecha apuntando en la única dirección que conducía a la trinchera, es decir, directamente hacia el terraplén de la derecha del camino.
—Sí, señor —replicó Herbillon—, está mal escrito. Me encargaré de que lo cambien en seguida. ¿Cómo sugiere usted que se llame, señor? ¿Le gustaría al general…? Quiero decir… Esto… ¿Nos concedería el general el honor de ponerle su nombre?
—Desde luego que no —contestó Assolant con rotundidad, con tanta rotundidad, de hecho, que a Herbillon le dio la impresión (Saint-Auban lo sabía, sin más) de que nada le hubiera producido una mayor satisfacción—. No se puede ir cambiando los nombres así como así. Provocaría demasiada confusión, por no hablar del trabajo que daría rectificar los mapas. Pero en cuanto tenga ocasión, voy a llevar este asunto de los nombres derrotistas a las altas instancias militares. De todos modos, si mientras tanto desean ustedes regodearse con la perdición, al menos podrían escribir sin erratas.
—En realidad, señor —intervino Saint-Auban, con una emoción contenida que indicaba que había llegado un gran momento en su carrera de ayudante de campo—, el error de esa señal es de omisión, no de léxico ni de ortografía…
—¿De qué está hablando?
—¿Da usted su permiso para que lo explique, señor?
—Eso es lo que estoy esperando que haga.
—Bien, señor, originalmente había ahí otra palabra, una palabra que es al mismo tiempo femenina y masculina. Por así decirlo, femenino en cuanto a la gramática, masculino en cuanto a la anatomía.
Saint-Auban volvía a mostrar aquella brillante sonrisa suya, la sonrisa destinada a transmitir brillantez en caso de que su ingenio no lo hiciera.
—Déjese de sonrisitas y acertijos y vaya al grano.
—Sí, señor, sí, señor. Lo que quiero decir es que a esta trinchera le dieron un nombre derivado de una herida de guerra legendaria que supuestamente se produjo aquí. El cartel, en un principio, decía: «Corredor de las Pelotas Perdidas»; en memoria de la mutilación sufrida por un sargento. Alguien borró esa palabra malsonante. Sin embargo, el género femenino del adjetivo se mantuvo. Por lo menos, eso es lo que se cuenta.
—Oh, es interesante, muy interesante, la verdad, Saint-Auban. No, bajo ningún concepto debe cambiarse el nombre. ¡Ja, ja, ja! ¿Cree usted que ese sargento sentirá que su sacrificio ha tenido compensación por haberle puesto su nombre a una trinchera para conmemorarlo? Ni que decir tiene que es un honor, ¡un honor de eunuco!
Todos rompieron a reír con sonoras carcajadas y entraron en la trinchera con Herbillon a la cabeza.
***
En cuanto se hubo transmitido la orden de alto el fuego, Didier recorrió la trinchera en dirección a su compañía. Bajó al refugio, encendió una cerilla y encontró su equipo. La cerilla se apagó y él tanteó sus pertenencias hasta que la mano tocó una navaja, un trozo de pan y una lata de sardinas. Cogió la cantimplora y subió a ciegas por las escaleras. Se sentó en el último escalón y se puso a abrir la lata de sardinas con el abrelatas de la navaja. Una vez medio desenrollada la tapa, cerró el abrelatas y abrió una de las hojas. Quitó el tapón de la cantimplora y echó un trago de agrio vino tinto. Frunció el ceño, hizo una mueca y comenzó a comer. Comía rápida y hábilmente, utilizando la navaja unas veces como tenedor para las sardinas y otras como cuchillo para el pan. Regaba cada bocado con un trago de vino. Tenía hambre y la comida le sabía bien. Había otros hombres en cuclillas repartidos por la escalera del refugio y la barrera de protección en el exterior. También estaban desayunando y conversaban mientras comían.
—¡Eh, Caranegra! ¿Qué tal ha ido la patrulla?
—Bien. ¿Qué tal en el refugio?
—¡Qué refugio ni qué…! Yo he estado llevando granadas toda la noche.
—¿Dónde está el casco de cabeza cuadrada que me prometiste?
—Mañana lo podrás conseguir tú mismo.
—¿De verdad? ¿Dónde?
—Allí, en el Grano.
—¿Es oficial?
—Totalmente. Ha salido en la Gaceta de las Letrinas.
—¿Qué has hecho con Lejeune?
—Muerto.
—Bueno, a ése se le han acabado los problemas.
—¿Cómo ocurrió?
—Una bomba.
—¿Y el teniente?
—No lo sé.
—Pues buena patrulla, ¡sí, señor!
—Sí, así es.
—Yo vi al teniente aquí cuando se nos dio la orden de ocupar nuestros puestos.
—¿De veras? ¿Cuándo volvió?
Didier comenzaba a mostrarse interesado.
—¿Cómo iba a saberlo? Apareció, sin más, eso es todo, pero se fue antes de que empezara el bombardeo.
—Eso es muy propio de él —señaló Didier.
—Pero ¿qué te hace pensar que vamos a atacar, Didier?
—Leo las señales.
—¡O la Gaceta de las Letrinas!
—Claro, ¿acaso no has dicho que te has pasado la noche llevando bombas de aquí para allá?
—Entonces, ¿dónde la palmó Lejeune? ¿Cómo…?
—Por Dios, dejadme comer.
—¡Hablas más que un loro cabrón!
—¡Vamos, vete con la música a otra parte!
—Lejeune no era mal tipo. Su problema es que le apestaban los pies.
—Oye, Didier, ¿seguro que está muerto? Es que me debía tres francos.
—Bueno, mañana los recuperarás, cuando vayas a donde ha ido él.
—Gracias. Y espero que tú estés allí para que le veas pagarme.
—Lo más seguro es que así sea.
—Por Dios, no digáis eso. Es la manera más fácil de que ocurra.
—Le ocurrirá de todas formas. ¡Mira! ¡Ya tiene cara de luto! ¡Ja, ja, ja!
—No hables así, ¡trae mala suerte!
—¡La suerte me la paso yo por…! Si estás por aquí el tiempo suficiente, te llegará el turno.
—A mí no. Los de allí no tienen mi número.
—Os digo que no habléis así. Trae mala suelte. Es desatar la ira de Dios…
—Mucho que le importa a ése.
—De todas formas, está con los cabezas cuadradas.
—Si atacamos, los cabezas cuadradas no tendrán ni idea de por dónde les caen los palos.
Didier alzó la vista y comprobó, tal y como esperaba, que aquella observación procedía de uno de los nuevos reclutas.
—No digas sandeces —le sugirió.
—El chico tiene razón —afirmó uno de los veteranos.
—Y yo digo que no —indicó Didier.
—Sabrás tú mucho de eso.
—Más que tú, seguro. He visto la alambrada de los cabezas cuadradas. Y también lo que les hicieron a los tirailleurs.
Didier se puso en pie y empezó a recoger sus pertenencias.
—Oye, Didier. Es acerca de esos tres francos. Dime dónde están las cosas de Lejeune, ¿te importa?
—No —respondió Didier, sin tratar de esconder ni exagerar su desdén.
Didier volvió a bajar al refugio y comenzó a transformarse de explorador en soldado del frente. El lugar ahora estaba atestado, atestado de hombres que ya dormían el sueño de la fatiga extrema. Didier hizo todo lo posible por no despertarlos. En cuanto estuvo preparado, fue a informar al cuartel general de su compañía.
***
Roget estaba solo, sentado a la mesa de Charpentier, en el momento en que Didier entró en el refugio del cuartel general de la compañía. Leía el informe que había redactado acerca de la patrulla. Eso le proporcionaba una enorme satisfacción, ya que tanto su letra como su prosa le parecían delicadas y admirables.
Notó la presencia de alguien delante de él, pero durante unos instantes continuó absorbido por su informe. Didier aguardaba con paciencia. Su sensación era que se podía permitir ser indulgente dadas las circunstancias, unas circunstancias que le colocaban en una posición ventajosa, y cuya explicación estaba deseoso de conocer. Además, le resultaba divertido el evidente placer que el teniente hallaba en el texto que había salido de su mano.
—¿Bien? —preguntó por fin Roget sin alzar la vista.
—¿Bien? —repitió Didier.
Roget dio un respingo al oír el timbre de la voz, después miró hacia arriba. La expresión de su rostro mostraba desagrado, entre la sorpresa y el enfado.
—Bueno, seré… ¿De dónde viene?
—¿De dónde piensa usted que vengo?
—Bueno, seré… Creí que estaría muerto. En realidad, en el informe he puesto que…
—Pero no esperó para asegurarse, ¿verdad, Roget?
—Espere, mire… ¿Qué quiere decir con eso?
—Cuando salió corriendo. Después de matar a Lejeune.
—¿Se ha vuelto usted loco? Matar a Lejeune, ¿de qué está hablando?
—Ya lo sabe. Usted tiró la bomba.
—Claro que tiré la bomba. ¿Qué quería que tirase? ¿Ramos de flores?
—Bueno, aquella bomba mató a Lejeune. Y si usted no hubiera estado borracho…
—¡Ya es suficiente!
—No lo dudo. Se ha metido en un pequeño lío, Roget.
—De acuerdo, si mantiene esa actitud, no tendré problema en decirle que usted se ha metido en un lío bastante peor.
—¿Y eso?
—Se lo diré —respondió Roget—. He estado pensando en ello. Primero, insubordinación general. Segundo, amenazar con matar a su superior. Delito de rebelión número uno. Tercero, desobedecer una orden e incitar a otros a hacer lo mismo. Delito de rebelión número dos y número tres. Cuarto, disparar a un superior. Eso es asesinato en grado de tentativa y delito de rebelión número cuatro. ¿Cómo cree que quedarían esos cargos sobre el papel?
—Bueno, ya que lo dice —contestó Didier—, creo que no quedarían ni la mitad de bien que estos otros: estar bebido de servicio; poner en peligro las vidas de sus hombres a causa de la imprudencia acarreada por la borrachera; no admitir consejos tras reunirse el grupo; asesinato gratuito de uno de sus hombres; una incompetencia absoluta en términos generales y, por último, Roget, cobardía ante el enemigo. No olvide que salió corriendo. ¿Cómo ha explicado eso en su informe?
Los dos hombres guardaron silencio durante unos instantes, después Roget empezó a mostrar aquella desagradable sonrisa suya.
—Entiendo. Así que de eso se trata, ¿verdad? No lo he explicado en mi informe. Pero a usted le explicaré otra cosa y le aconsejo que reflexione sobre ello con atención. Es simplemente lo siguiente: yo soy oficial, y usted, un soldado. Es mi palabra contra la suya. ¿Cuál de las dos piensa que van a creer? O déjeme decirlo de otra manera, si lo prefiere. ¿Cuál piensa usted que aceptarán? ¿Alguna vez ha intentado acusar a un oficial? Piénselo un momento.
De nuevo ambos hombres se quedaron callados. Roget volvió a su informe y fingió leerlo. Didier miró la parte superior de la cabeza del teniente.
«Esto le hará pensárselo dos veces —reflexionó Roget—. Es una suerte para mí haber matado a Lejeune, si es que lo hice. Hubiera sido un testigo de mierda muy poco conveniente. En cuanto lo eche de aquí, pondré por escrito los cargos en su contra, por si acaso se va de la lengua. Lo cierto es que se lo voy a decir. Sí, se lo diré. Puede que así se le quiten las ganas de hacer estupideces. Qué idiota, acusar de esa forma a un oficial. No tiene la más mínima posibilidad. Espero que se dé cuenta. O se quita la idea de la cabeza o voy a por él y hago que le arresten. Dios quiera que le maten mañana. Un tipo peligroso. Imagínate que se emborracha y empieza a largar. ¿No convendría arrestarlo ya y así evitar que vaya a mayores? Pero ¿y si le matan? Sí, eso sería lo mejor. Oh, Dios, mátalo, mátalo, mátalo…».
—Muy bien, Roget, lo he pensado mejor. ¿Qué propone?
Didier, en realidad, no había pensado un solo segundo tras los primeros instantes de silencio, los instantes que habían llevado a su metódica y práctica mente a fijar esta idea: «Me ha pillado. No puedo hacer nada». Se había dedicado sólo a mirar fijamente, a dejar pasar el tiempo, retrasando de forma instintiva su capitulación para que de ese modo pareciese menos completa.
—Nada más que esto: si mantiene la boca cerrada, yo también. Y no olvide mantenerla bien cerrada. Después nos pondremos de acuerdo para contar la misma historia sobre la patrulla. Y eso pondrá fin al asunto. ¿Qué le parece?
Roget se mostraba casi afable. Tenía el aire de un hombre de negocios que acabara de cerrar un turbio pero lucrativo trato. También se felicitaba por no haberse precipitado a la hora de decirle a Didier que iba poner los cargos contra él por escrito. Decidió no hacerlo, después de todo, ya que supuso con astucia que aquello podría abrir los ojos de Didier y llevarle a hacer lo mismo.
—De acuerdo —contestó Didier con una reticencia que no hacía justicia al dolor interno que le ocasionaba su rendición—. Pero ya sabe lo que pienso de usted.
Ahora le tocaba a Roget ser indulgente y puso en práctica ese privilegio ignorando la observación de Didier.
—Muy bien —indicó, mientras cogía la última página del informe e iniciaba su lectura—. Entonces, esto es lo que sucedió: hice señas a los hombres para que me siguieran por la izquierda del montículo de ruinas. Salí por el otro lado y me detuve para observar y escuchar. Oí un ruido de maderas que se movían por mi derecha y vi con claridad un casco alemán. Le tiré una bomba y le maté. En ese momento, una ametralladora situada en algún lugar en lo alto de las ruinas abrió fuego y, al mismo tiempo, estallaron tres bengalas por encima de mí. Miré alrededor para ver si estaban mis hombres, pero no los encontré. Comprendí que habían malinterpretado mi señal y se habían ido por la derecha del montículo. El puesto de la ametralladora lanzó dos bengalas verdes y en cuestión de minutos tenía por delante todo un bombardeo de protección. Me retiré de mi posición, volviendo por donde había venido. Tras esperar un rato a que cesara el bombardeo, regresé a nuestras líneas por la posición de la compañía número 2. El bombardeo había cortado por completo el paso del flanco derecho de la tierra de nadie. No cabe duda de que los soldados Didier y Lejeune han sido alcanzados por el bombardeo y están muertos.
—Apuesto a que lamenta que yo no lo esté —remarcó Didier—. Pero es una bonita historia. ¿Cómo va hacer encajar todas esas mentiras?
—Oh, ya está bien, déjelo, ¿quiere? Y en lo que se refiere al informe, es fácil. Añadiré una posdata que diga: «Parece que el soldado Didier no fue alcanzado en el bombardeo y volvió sano y salvo a nuestras líneas e informa de lo siguiente». Muy bien, ahora dígame qué hizo.
—Después de que usted matara a Lejeune… Usted lo mató, ya lo sabe. Me acerqué a verlo y estaba tumbado muy por detrás de la línea de bombardeo y tan cerca del montículo que tampoco estaba al alcance de la ametralladora. La bomba tuvo que caerle justo al lado de su cabeza. Era un amasijo…
—Entonces, ¿cómo sabía que era Lejeune?
—Me traje su etiqueta de identificación. ¿Satisfecho?
—No pensará que me vaya tragar que se dio todo ese paseo bajo fuego de ametralladora, ¿verdad que no?
—No me importa lo que usted crea, pero lo hice. Si supiera lo que yo sé sobre patrullas, sabría que, si mantiene la calma, con frecuencia está más seguro cerca de una ametralladora que huyendo de ella. Sobre todo en el lugar en que estábamos entonces, por detrás y en ángulo muerto incluso si se volvía hacia nosotros. Toda la base del montículo era un ángulo muerto. Podían tirarnos bombas, pero su atención estaba puesta en lo que tenían delante, no en el flanco. Por eso fui arrastrándome por el suelo y eché un vistazo a Lejeune en medio del bombardeo. No se podía hacer nada por él, por tanto regresé hacia la alambrada alemana y me abrí paso junto a ella hacia la derecha. Fue fácil, ya que ellos sólo estaban ocupados con el tumulto del montículo. Bueno, me llevó su tiempo, porque estaba solo. No quería precipitarme. Llegué a la vieja trinchera de enlace al tiempo que el número 8 lanzaba la primera bengala. La trinchera tenía huellas frescas, así que no quise arriesgarme. Después di con más alambradas y fui avanzando, pero después de haber oído algunas voces. Me metí en un cráter de bomba y tiré un par de piedras a la alambrada. Como me esperaba, la ametralladora abrió fuego. Estaba a unos treinta metros de las líneas alemanas, en la misma trinchera de enlace que nuestro puesto número 8. No olvide poner eso en el informe y diga que había una densa alambrada.
—¿Qué hizo después?
—Localicé el puesto y entré —respondió Didier, sin más. No hubiera sido propio de él dar explicaciones gratuitas, por sobrias que fueran.
—Entonces, arreglado. Terminaré el informe y lo enviaré al cuartel general. Y si sabe lo que le conviene…
Pero Didier ya estaba subiendo los escalones del refugio. Se apartó en la entrada para dejar paso al capitán Charpentier, que bajaba.
—Buenos días, Didier —saludó el capitán con amabilidad.
—Buenos días, señor —replicó Didier.
—¿Qué tal la patrulla?
—No ha ido mal, señor —explicó Didier, incapaz de contenerse a la hora de lanzar al capitán una mirada que se quedó al límite de un guiño—. El teniente está ahí abajo. Ha redactado el informe.
—Sin duda —señaló Charpentier en un tono cortante, luego continuó su descenso, mientras deseaba no haber sido tan seco y que sus palabras no hubieran sonado tan mordaces.
Didier sonrió. «Buen tipo —comentó para sus adentros—. Y sabe lo que se trae entre manos. No se le puede engañar».
Charpentier se vio, en el fondo del refugio, aceptando el informe de la patrulla de las ansiosas manos de Roget, demasiado ansiosas, pensó. Leyó el informe con gran atención y luego pidió un mapa y una fotografía aérea. Tomó la libreta de Roget y escribió lo que sigue a continuación, utilizando el nombre en clave del regimiento y refiriéndose al mapa y a la fotografía:
A: Sanglier.
Asunto: Patrulla.
El oficial al mando de la patrulla informa: puesto de ametralladora situado en las casas en ruina de 8B-63-24. Otro puesto de ametralladora en la vieja trinchera, en 8B-61-24. Alambrada enemiga densa y en buenas condiciones.
Trinchera enemiga aparentemente bien pertrechada y alerta.
Capitán Charpentier
compañía número 2.
Arrancó el informe y la copia de la libreta y entregó el original a Roget.
—Llévelo al cuartel general-ordenó —y espere por si el coronel quiere hablar con usted.
Dobló el informe de Roget y su copia juntos y se los metió en el bolsillo. Había algo en la actitud de Charpentier que impidió a Roget iniciar una conversación, una conversación que le hubiera gustado mantener acerca de su papel en la patrulla. Sentía la necesidad de dar solidez a la versión que se había inventado y su instinto le decía que la mejor manera era diciéndolo de viva voz. Por el contrario, abandonó el refugio con más prisa y menos alivio de lo que había esperado.
Charpentier se quedó pensativo: «Es extraño. Un hombre muerto. Roget viene por un sitio, Didier por otro. ¿Esa mirada suya en la escalera quería decirme algo o ha sido mi imaginación? Se separa de su oficial, eso no es normal en él. Y ¿cómo es que el bombardeo no le impidió también a él completar la patrulla? Tendré que ocuparme de esto cuando tenga más tiempo. Después de la ofensiva».
Ningún hombre parecía caer en la cuenta de que si quería ocuparse de algo, más le valdría hacerlo antes de una ofensiva.
***
El general Assolant y su ayudante de campo seguían al coronel Dax a lo largo de la Trinchera de los Zuavos en su sinuoso discurrir por el frontal de la baja colina, la misma baja colina desde cuya parte de atrás había contemplado Dax las bengalas de aviso la noche anterior. La trinchera tenía una ligera pendiente hacia arriba en esa parte delantera de la elevación. Muy cerca de su punto más alto llegaron a un discreto refugio construido a un lado. Se agacharon para entrar y se cuidaron de volver a poner en su sitio la cortina de sacos terreros vacíos que hacía las veces de telón de fondo. El lugar en que se encontraban era un puesto de vigilancia y ya estaba ocupado por el vigilante. El puesto estaba diseñado para albergar a dos hombres cómodamente, tres estarían incómodos; por tanto, ordenaron al vigilante que esperase fuera, y también a Saint-Auban, una vez que le hubo entregado a Assolant un mapa, varias fotografías aéreas y un telescopio.
El flanco del puesto que daba a las líneas alemanas lo habían construido con sacos terreros hábilmente dispuestos para proteger una abertura enmarcada por listones y que llegaba a la altura del pecho. La abertura era lo bastante amplia como para acomodar el abultado extremo de un telescopio. Su anchura era algo menor que la del puesto y había un trozo de saco terrero que colgaba delante de ella con la finalidad de evitar los reflejos. Los vigilantes prudentes siempre tendían ese trapo cuando un repentino incremento en la luz del interior del puesto les indicaba que alguien había abierto la cortina tras ellos. Este celo a la hora de impedir que se viera desde fuera un pequeño rectángulo de luz procedente del fondo podría parecer exagerado. Sin embargo, no lo era desde el punto de vista del hombre que tenía que permanecer en el puesto. Debido a que él mismo, en alguna ocasión, había localizado puestos alemanes gracias a similares y delatores atisbos de luz o destellos de lentes, se sabía igualmente vulnerable en esa situación. Además, en los lugares en que su ausencia podía significar una muerte rápida y dolorosa, la prudencia, la precaución, nunca se consideraba exagerada.
Dax y Assolant extendieron los mapas y las fotografías sobre los tablones que servían para apoyar los codos, se quitaron los cascos y respiradores de trinchera y se acomodaron para contemplar a sus anchas la vista que surgió ante ellos una vez que retiraron el trapo. Al principio miraban a simple vista, después utilizaron los telescopios. Durante diez o quince minutos, hablaron poco, excepto para intercambiar preguntas y respuestas cuya finalidad era identificar los accidentes del terreno.
Lo que veían era lo que habían venido a ver: el Grano. En lo que se refiere a su perfil general y a su tamaño, era más bien como un transatlántico recién botado, es decir, un transatlántico con toda su estructura, pero sin la altura que le añadirían las chimeneas. Sobresalía lo suficiente de la línea de la llanura, de lado respecto al frente francés, como para dar la impresión de que su proa se precipitaba sobre el límite entre el 181 y sus vecinos de la izquierda, el 183. Era marrón y de apariencia lisa a simple vista. Los telescopios, por el contrario, mostraban que no era tan liso como parecía: en realidad estaba plagado de incontables cráteres de proyectiles y contaba con una tupida red de alambradas. Cualquier clase de vegetación que pudiera haber existido allí, hacía tiempo que había sido sustituida por los cráteres de las bombas, y las manchas más oscuras eran matojos de alambres, no de hojas. También a simple vista, la pendiente de su ladera le hubiera invitado a uno a pasear, pero observada por el telescopio era formidable.
—Siniestro —se dijo Dax—. Ni más ni menos. ¿O es que me parece siniestro porque sé que es siniestro?
Intentó, sin lograrlo, disociarlo de la guerra, valorarlo como si se tratase de cualquier colina de cualquier paisaje, pero no se imaginaba su existencia sin que su reputación le afectase. El sol de la mañana se dejaba caer brillante y alegre, pero ni así transmitía alegría. Un vapor casi imperceptible parecía emanar de él, quedándose pegado a su alrededor.
«Si el cura pudiera ver esto —pensó Dax—, diría que son los espectros de todos los hombres que han muerto en esas cuestas. Deben de ser los humos que evacuan las catacumbas. Y catacumbas serían si llegáramos a pisar la colina. Pero si son espectros, mañana a estas horas habrá muchos más».
El Grano, para Assolant, era igual que todas las demás colinas, obstáculos topográficos que tenía que atacar o defender. Veía el caos de la tierra de nadie y la línea marrón de la alambrada alemana en su lado más lejano. La pendiente de la colina daba la sensación de ser fácil, aunque él era muy consciente de que no lo era tanto. En silencio, mientras observaba una y otra vez los diversos accidentes del terreno, calculaba mentalmente porcentajes de pérdidas. Le agradó descubrir que su aritmética le dejaba un margen sustancial de efectivos para ocupar la cima de la colina y establecerse en el terreno que había más allá. Su optimismo crecía y, en proporción, la altura y la reputación de la colina disminuían. Si contaba con suficientes tropas y munición, era capaz de conquistar lo que fuese. Todo era cuestión de porcentajes. Morirían hombres, por supuesto, quizá muchos. Absorbían las balas y la metralla y al hacerlo permitían que otros lograran los objetivos. Se podía decir que un cinco por ciento, siendo muy generoso, caería víctima del fuego amigo. Un diez por ciento de pérdidas al cruzar la tierra de nadie y un veinte por ciento más al atravesar la alambrada. Eso dejaba un sesenta y cinco por ciento con la peor parte del trabajo hecha, la parte más expuesta.
Su razonamiento era defectuoso y los porcentajes, pura elucubración; pero no era consciente de sus falacias por culpa de la exultación que una victoria militar procuraba a su mente. Ni siquiera fue consciente cuando ellas mismas le dieron un aviso en forma de idea, una idea que le cautivó de tal manera que desplazó a todas las demás, le cegó con la propia luz que lo atraía. La idea era simplemente la siguiente: tras la ofensiva, haría que las partidas de enterramiento registraran de forma detallada en los mapas los puntos en que se había hallado a todos los muertos. Sus oficiales y él ordenarían la información, redactarían un informe y un análisis acerca de la misma y enviarían todo cadena de mando arriba, con la esperanza de que al final alcanzase el cuartel general y allí llamase la atención sobre el hecho de que su autor era un hombre de gran inteligencia y no sólo de bayonetas. El general Assolant no tardó en estar impaciente por el comienzo del ataque para así poner en práctica su idea cuanto antes. Su estado mental le impedía recordar que una batalla es un vaivén continuo y que no se puede medir un vaivén por los despojos que deja atrás. Ni se le pasó por la cabeza que, aunque una operación podía ser un plan ideado con pulcritud en cuanto a la estrategia, tácticamente tendía a convertirse en una serie de accidentes.
—La hora cero será a las siete de la mañana —afirmó Assolant, más bien como si hablase consigo mismo—. He elegido esa hora porque no podemos atacar durante el bombardeo del amanecer ni tampoco antes. Esta acción habrá que llevarla a cabo a la luz del día para ver lo que estamos haciendo. Eso es también una ventaja adicional. Después del bombardeo del amanecer, los cabezas cuadradas creerán que ha pasado el peligro de ofensiva durante veinticuatro horas. Los pillaremos con la guardia baja.
—Lo dudo, señor —repuso Dax—. Por la experiencia y la información que tengo, ahí nunca bajan la guardia. Saben que el Grano es tan importante para nosotros como para ellos. Sus bombardeos responden casi de forma instantánea a las señales. Y están muy bien situados.
—Además —prosiguió Assolant, sin prestar atención a los comentarios de Dax—, teniendo en cuenta que el bombardeo del amanecer parece una costumbre arraigada por aquí, podemos hacer que la artillería corte las alambradas en ese momento.
—¿Y no se darán cuenta los alemanes de ello, señor?
—¿Y qué si lo hacen? No pueden repararlas antes de que caiga la noche y para entonces habrán dejado de ser suyas.
—Sí, pero pueden cubrir los huecos con ametralladoras. Les mostrará los puntos exactos por los que esperarán que lleguemos.
—Bueno, el caso es que hay que cortar las alambradas. ¿Preferiría usted que se hiciera en pleno bombardeo y antes del ataque? Van a ser sólo cinco minutos y empezaremos a arrastrarnos por el suelo. Es un ataque sorpresa, ¿entiende? No se esperarán que ocurra con tan poco tiempo de diferencia con el anterior.
Dax no se jactaba de conocer las expectativas de los alemanes, pero sí sabía que el asunto de cortar las alambradas siempre se convertía para él en un dilema. Si se corta la alambrada mientras se avanza, al mismo tiempo es inevitable poner sobre aviso al enemigo de que se va a atacar por esos puntos en las siguientes veinticuatro horas. En caso de esperar a que el bombardeo previo haga el trabajo, se corre el riesgo de que no lo realice con la suficiente precisión, sobre todo si, como estaba previsto en este caso, iba a ser muy breve.
—En líneas generales, señor, creo que tiene usted razón. Será mejor cortar bien las alambradas en primer lugar. Así los cañones estarán libres para ocuparse de los cabezas cuadradas cuando terminemos.
—Ordenaré que lo haga la artillería con cierto disimulo. Les diré que lancen proyectiles hacia la alambrada de vez en cuando, como si se estuvieran quedando cortos. Pueden tirar unos cuantos de prueba esta tarde. Un oficial tomará nota de su trayectoria desde este puesto. Eso me da una idea. Éste va a ser un sitio excelente para que yo siga las evoluciones de la ofensiva. ¡Saint-Auban!
—Sí, señor.
—Baje al cuartel general del coronel Dax y llame a Couderc. Dígale que disponga todo lo necesario para instalar un tendido de cables telefónicos desde mi cuartel general directamente hasta este puesto.
La vista de la empinada ladera del Grano le había sugerido a Assolant otra idea, la de dirigir la ofensiva en persona desde el puesto de observación.
—Espere un momento. Dax, ¿sería posible conectarme con una línea a los cañones del setenta y cinco que están tras la colina?
—Por supuesto, señor.
—Bien. Entonces dígale a Couderc que, después del bombardeo principal, esas dos baterías de ahí atrás, entérese de cuáles son, van a quedar bajo mi mando personal. Actuarán de acuerdo con los planes previstos, pero deben estar preparadas para disparar contra cualquier objetivo que yo les marque a lo largo del avance.
Assolant estaba encantado con el curso que tomaban los acontecimientos, con la perspectiva de poder seleccionar él mismo algunos objetivos y estar allí para contemplar cómo saltaban hechos pedazos. Aquello sí que sería una guerra como Dios manda. El terreno era el más indicado para una proeza, una proeza cuya singularidad, ahora ya estaba convencido, recorrería un largo camino hasta hacer de su codiciado ingreso en la Legión de Honor una realidad. Regresó a su telescopio y una vez más observó el Grano. Cuando se dio la vuelta para hablar, Dax vio en su rostro una expresión que mostraba una mezcla de avidez y afecto, la expresión de un hombre que acababa de contemplar un amado trofeo.
—Quiero bajar para inspeccionar su línea del frente.
—Sí, señor. Pero debo avisarle de que es un lugar peligroso.
—Me gustan los lugares peligrosos —afirmó el general, diciendo una gran verdad.
Dax se sentía cansado y alicaído mientras guiaba a Assolant por las trincheras en dirección al frente. Se le hacía bastante obvio, tristemente, que la hora larga que en el cuartel general había invertido para indicar a ese hombre las dificultades de la ofensiva y la fatiga de sus tropas, había sido en vano. La conversación, además, había finalizado con una nota desagradable, una nota que no había servido más que para herir la vanidad de Assolant y reafirmar su testarudo rechazo a considerar que la ofensiva pudiera ponerse en duda desde algún punto de vista. La vehemencia al defender el argumento de que sus tropas no estaban en condiciones de realizar la tarea asignada, había llevado a Dax a cometer una indiscreción que conllevaba una ofensa. Había afirmado:
—Además, señor, ésta es una misión para todo un cuerpo de ejército, no sólo una división.
La réplica había sido fría, severa:
—Por favor, limítese a obedecer las órdenes de sus superiores, coronel Dax, no a criticarlas.
La vista del Grano desde el puesto de observación y del terreno que los separaba había intensificado las dudas de Dax. Las del general, si es que había tenido alguna, parecían haberse disipado por esa misma contemplación.
«Rara vez —se dijo Dax— un soldado mira con sus ojos, así sin más. Casi siempre lo hace a través de lentes, unas lentes fabricadas con los galones de su rango militar».
Los dos hombres llegaron a la línea del frente y torcieron a la izquierda. Al abrirse camino entre las barreras de protección, en las que se veían con claridad los efectos del bombardeo del amanecer, se encontraban con grupos de trabajo ocupados en sacar la tierra de las avalanchas caídas en el interior de la trinchera. Iban metiéndola con cuidado en sacos terreros y los apilaban en las barreras de protección como si de objetos preciosos se tratase. Y preciosos eran, sin duda, aunque si los amontonaban era para que el enemigo no conociera su posición al verlos echar paladas de tierra alegremente sobre el parapeto. De cuando en cuando, sin embargo, allí donde en el parapeto se habían abierto peligrosos huecos, con gran cautela tiraban o iban encajando sacos en las aberturas. Que los alemanes también tenían observadores y estaban alerta, lo probaban las frecuentes ráfagas de ametralladora atraídas por sus esfuerzos en la reparación del parapeto.
A Dax no le molestaba ese fuego intermitente. Esperaba que Assolant se diera cuenta de lo rápida y eficaz que era la respuesta, de la buena puntería que tenían, y cuando pensaba que el general no prestaba atención, él procuraba que lo hiciese. En más de una ocasión tuvieron que agazaparse, con la espalda pegada al parapeto dañado, y contemplar la pequeña tormenta de polvo que se precipitaba sobre el espaldón de la trinchera, a unos treinta centímetros sobre sus cabezas. A pesar de ello, Assolant no dejaba de encaramarse a las banquetas de tiro para echar rápidos vistazos hacia la tierra de nadie. A Dax, esos vistazos le parecían cada vez menos breves.
—Por favor, señor —señaló cuando ya no podía contenerse más—, eso es un suicidio. Me está poniendo usted en una situación incómoda, ya que soy en cierto modo responsable de su seguridad, compréndalo, y no puedo responder de ella si mantiene esa actitud. Ya ha visto con qué precisión barren nuestra línea del frente. Tenemos un periscopio un poco más allá y me sentiría más tranquilo si esperase a utilizarlo.
A pesar de su apego a los lugares peligrosos, el ruego de Dax fue como música celestial para los oídos de Assolant, tan celestial, de hecho, que pensó que debía haber hecho mucho antes lo que le pedía.
El periscopio de la trinchera ya se encontraba instalado en el trípode cuando los dos hombres doblaron la esquina. Dax se colocó en él el primero, tal y como pretendía, y comenzó a elevarlo con gran precaución sobre el parapeto. Estuvo buscando unos instantes hasta que dio con lo que quería encontrar, enfocó hacia allí y se retiró al tiempo que con un gesto invitaba al general a observar.
Assolant miró a través de los binoculares y no pudo controlar el respingo que Dax había esperado arrancarle gracias a la vista que le había preparado. Por las lentes telescópicas, daba la impresión de que la masa de cuerpos le saltaba directamente a la cara. Los cadáveres formaban tal maraña que, en su mayor parte, no era posible distinguirlos. Repugnantes, retorcidos y putrefactos, yacían caídos unos sobre otros o colgados de las alambradas en posturas obscenas, una impresionante pila de carne humana hinchada y descolorida. Los números personales de los tirailleurs eran claramente visibles aquí y allá.
Assolant giró sobre sus talones para encarar a Dax, encolerizado por la impertinencia de una lección en cuya cuenta había caído por fin; palabras de protesta se le agolpaban en la punta de la lengua…
Se produjo un estruendo, un tintineo de cristales, y el periscopio se desplomó hecho añicos.
—No le entretengo más, coronel. Buenos días.
Assolant se marchó solo, doblando la esquina de la barrera de protección.
***
El sargento Picard, que había estado al mando del puesto número 8 la noche anterior, entró en el refugio del capitán Renouart y saludó.
—Disculpe, señor. ¿Es cierto que vamos a atacar por la mañana? El rumor corre por todas partes.
—Sí, es cierto, sargento. Y quiero ver a todos los suboficiales aquí esta noche después de la cena. Transmita la orden, ¿de acuerdo?
—Sí, señor. ¿Tengo su permiso para visitar a los hombres? No estoy de servicio.
—Desde luego.
El sargento se rebuscó en el bolsillo durante un instante y sacó una larga y estrecha cinta de tela púrpura con una banda gris. La besó, se la pasó sobre la cabeza y la dejó colgada por delante de sus rodillas.
—Hijo mío —anunció, con una voz que pareció adquirir un tono más amigable ahora que llevaba la estola—, ¿deseas hacer las paces con Dios?
—Sí, padre —respondió el capitán—. ¿Dónde podemos ir?
—¿Por qué no salimos fuera? —propuso el sargento. Miró al resto de los hombres del refugio, media docena de oficiales, mensajeros y ordenanzas, y añadió—: Cuando baje el capitán, el que quiera puede subir. Estaré esperando.
El sargento se sentó en la banqueta de tiro y el capitán Renouart se arrodilló en el suelo de la trinchera para iniciar su confesión. Un soldado entró en la barrera de protección y pasó a toda velocidad sin que pareciese darse cuenta de lo que ocurría.
Una vez recibida la absolución, el capitán se incorporó, se limpió las rodillas y regresó al refugio.
El sargento aguardó, sentado en la banqueta de tiro. Esperó durante diez minutos, después él también se levantó y dirigió la vista a la entrada del refugio. Hizo la señal de la cruz en esa dirección, en silencio concedió a sus ocupantes la absolución general y luego cogió su fusil y echó a andar por la trinchera.
***
A lo largo de la tarde, a Langlois lo enviaron al convoy del regimiento con un mensaje para el furriel. Entregó el mensaje y se puso a buscar a un amigo suyo, el cabo que hacía las veces de carpintero del regimiento. El cabo no estaba allí, pero la disposición de sus herramientas indicaba que se trataba de una ausencia temporal. Langlois se sentó en una caja junto a la tienda del cabo para esperarlo y fumar un cigarrillo. Aún tenía en el bolsillo la carta que había escrito a su mujer en el Café du Carrefour el día anterior, en la que le decía que durante una semana más o menos no correría peligro. Ahora tenía la oportunidad de mandar la carta, pero era incapaz de decidir si hacerlo o no. Si la enviaba y después le mataban, la notificación del Ministerio de la Guerra sería un golpe doblemente cruel para ella. Por otro lado, podía imaginarse que la mandaba y al final todo salía bien. Entonces le habría hecho un gran favor al anticiparle su destino. Sin embargo, ¿acaso tenía derecho a jugar con los sentimientos de otra persona? La respuesta era sí, si ganaba la apuesta, y no, si perdía. Estaba justo como al principio.
Su mirada vagaba por el trabajo interrumpido del cabo: una sierra, un martillo y clavos y, apilados en orden junto al improvisado banco, listones de madera. Los de uno de los montones eran más largos que los del otro y sólo uno de sus extremos terminaba en punta. «¿Qué está haciendo?», se preguntó Langlois. No dio con la respuesta antes de haberse acabado el cigarrillo. Arrojó la colilla y la siguió con la mirada hasta el lugar en que cayó, exactamente junto a una caja de muestras. Las diferentes partes de la labor del cabo encajaron al instante y adquirieron forma definida en su mente: cruces para tumbas.
Langlois se puso en pie y encendió otro cigarrillo. Mantuvo viva la llama de la cerilla mientras sacaba la carta del bolsillo con la mano desocupada, luego la prendió fuego y la tiró al suelo, donde la vio arder, arrugarse y yacer inmóvil.
***
El día transcurrió como una exhalación para la mayoría de los hombres del 181. Había una actividad intensa, aunque poco ostentosa, en el sector, una actividad subterránea y semisubterránea que los observadores enemigos no podían captar. Todo el mundo estaba empeñado en mantener, en lo que se refiere a los alemanes, una apariencia de normalidad a lo largo de un día que no podía ser muy normal. La noche previa a una ofensiva siempre parecía poseer la cualidad de lo nuevo, de lo nuevo y excitante, al margen de la frecuencia con que se repitiera.
Uno o dos aeroplanos cruzaron las líneas alemanas cubriendo cierta distancia hacia el norte, giraron a la derecha y regresaron a sus líneas tras haber recorrido más o menos el mismo espacio en dirección sur. Sin embargo, los observadores y sus cámaras no habían quitado ojo al sector del Grano.
En el refugio del cuartel general, en la Trinchera de los Zuavos, el ayudante Herbillon había pasado casi toda la tarde desempeñando labores administrativas. Lo último que hizo antes de subir para respirar el aire de la noche fue poner por escrito la solicitud de las raciones del regimiento para el día siguiente. Y le resultó sencillo y rutinario hacerlo, ya que no tuvo más que tomar la solicitud del día anterior y quitarle el cincuenta por ciento.
Un oficial de artillería, seguido por un hombre que iba tendiendo un cable, llegó al puesto de observación. Por algún motivo no le satisfizo la ubicación, de ahí que lo abandonara en busca de otro lugar más adecuado. Allí tomó nota de unos cuantos disparos en las alambradas alemanas con una intrincada jerga, después lo recogió todo y se fue, llevándose el cable consigo. Todo lo hizo con precisión y una gran seguridad; siempre que se tenía que dirigir a otro militar, aunque tuviese un grado superior al suyo, había cierta condescendencia en su actitud.
Puede que la razón por la que al oficial de artillería no le había gustado el puesto de observación fuese que, desde la visita del general, había pasado a ser un punto con una actividad inusitada. En primer lugar, habían llegado los de comunicaciones para instalar el tendido telefónico que lo conectaba con las baterías de los cañones del setenta y cinco. Aún no habían acabado su trabajo cuando aparecieron otros colegas suyos con la línea privada del cuartel general de la división. La cooperación entre ambos grupos no rezumaba entusiasmo. Los encargados del tendido para la división creían que su cometido era prioritario, mientras que los que de momento tenían verdaderamente la prioridad eran reacios a renunciar a ella. El enfrentamiento tenía todas las trazas de dejar de ser sólo verbal para convertirse en físico, cuando comenzaron a llegar al puesto los oficiales del regimiento, de dos en dos, con la finalidad de familiarizarse con los objetivos y los límites del terreno, en ese momento fáciles de identificar gracias a que el sol poniente iluminaba con claridad la ladera de la colina de enfrente. No les quedó más remedio a todos que limar asperezas y terminar el trabajo esforzándose por tener un comportamiento correcto en presencia de la autoridad.
Toda esta actividad, así como el resto de la que pudiera haber en la zona, no era más que un reflejo del intenso trabajo que se producía en su origen: el cuartel general de la división. La energía se extendía desde esa fuente como expulsada por un ventilador, en dirección a los diversos centros dependientes e intercomunicados, con una intensidad que decrecía a medida que la distancia recorrida aumentaba. La hora cero daría por completo la vuelta a ese flujo de energía, y el punto central de la actividad se trasladaría de golpe desde atrás hacia delante, algo que daba la razón a Assolant en una de sus principales quejas contra la guerra moderna: un general estaba condenado a días de preparación frenética antes de una ofensiva, pero una vez que llegaba la hora cero, muy bien podía dejar el mando e irse a dormir.
En aquel preciso instante, sin embargo, todo estaba hasta cierto punto tranquilo y silencioso entre las tropas, excepto las destinadas a labores de intendencia, sobre todo quienes se encargaban del acarreo de munición para las armas ligeras, granadas y cargas explosivas de los refugios. Los hombres dormían en los refugios o en nichos improvisados, o sentados en sus accesos o en las mismas barreras de protección, jugueteando con el equipamiento, despiojándose, fumando, pensando o hablando.
El sargento Picard acababa de abandonar la compañía número 4 del capitán Sancy. Haber visto al sargento, pero más que nada su estola, había tenido como consecuencia que el extendido rumor de ofensiva pasara a ser una certidumbre. Un grupo de hombres de la compañía número 4 estaba hablando:
—Cuando aparecen los curas, es que la muerte anda rondando.
—Sí, y tú eres el primero que corre a verlos.
—Naturalmente, siempre tomo precauciones.
—¿Eso incluye el permanganato de potasio?
—No blasfemes.
Esto último se dijo en tono sarcástico.
—¡Mira quién habla de blasfemar! ¡El judío!
—Bueno, no hay nadie que sepa más del tema que esos dos.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Pues que tú has pasado una temporada en Cayena, ¿no es así, Meyer? Y Férol ha estado en la legión. Esos sitios no son seminarios, por lo que tengo entendido.
—Tú lo has dicho. Tienes que ser todo un hombre para sobrevivir a la guillotina seca —confirmó Meyer.
—Y tienes que valer lo que dos hombres juntos para estar en la legión —replicó Férol.
Meyer y Férol se enzarzaron una vez más en su eterna disputa, una disputa que siempre los separaba de la conversación general y que con frecuencia terminaba a golpes.
—Ya están otra vez. ¿A quién coño le importa cuál de las dos era más dura, si Argelia o Guyana?
—Tienes razón. Esta guerra ya me parece lo bastante dura. Me cambiaba con los ojos cerrados por cualquier convicto o legionario, dondequiera que estén ahora mismo…
—Porque tienes miedo de ir ahí mañana, miedo de que te maten.
—No me van a matar.
—No digas eso. Trae mala suerte.
—Ni mala suerte ni leches. Lo que trae mala suerte es esta guerra.
—Sé que no me van a matar porque no tengo miedo. A los que siempre matan es a los que tienen miedo. Vosotros lo sabéis.
—Puede que sea así. No lo sé. Pero yo tengo miedo y aún no me ha tocado la china. Y lo que es más, no me va a tocar. No han sacado mi papeleta.
—Te lo vuelvo a decir, no hables así. Si lo haces, seguro que te toca.
—Si vives el tiempo suficiente, te tocará. Es lo único que está claro.
—¿Cuándo es la hora cero?
—Como siempre. Al amanecer, supongo.
—Dicen que el general se ha pasado hoy por aquí.
—¿Cuál de ellos? Hay millones de generales. En este ejército no hay más que generales y soldados rasos.
—Joffre, por supuesto.
—¡Venga, hombre! A ése no le cabe el cuerpo en una trinchera.
—Y si así fuera, él no se metería.
—Tendrían que comer menos en el cuartel general.
—Los generales y los curas siempre están gordos.
—En las fotografías yo no he visto nunca a un general inglés gordo. Y Assolant no está gordo.
—¿Quién es Assolant?
—Díselo.
—Es la mascota de la división. Una mascota que muerde. Te puede matar con la mirada.
—Bueno, lo que está claro es que los generales y los curas son señal de muerte.
—Si esos dos de las colonias se callaran un poco la boca, me echaría un rato.
—Lo de las colonias ha estado bien…
***
Langlois regresó a su sección a tiempo para la cena, desayuno en el caso de los hombres que habían logrado dormir un poco durante el día.
—¡Eh, tú, Langlois! ¿Alguna novedad del convoy del regimiento? ¿Algún periódico?
—No hay periódicos, pero lo que sí está claro es que va a haber una ofensiva.
—¡Noticias frescas! Por aquí ya lo sabemos hace horas.
—Sí, el general ha estado dándose una vuelta…
—Y el cura…
—Y mira esos suministros adicionales de munición…
—Sí, ya lo sé. El carpintero estaba haciendo cruces de madera.
—¿Y tenían buena pinta?
—A mí no me han hecho ninguna.
—No digas eso. Si lo haces, seguro que te toca.
—Quédate el tiempo suficiente, así es como te toca seguro.
—¿Te estaba haciendo una a ti, Langlois? ¿No has escrito tu nombre, ya que tenías la oportunidad?
—No lo sé y tampoco me preocupa mucho. No tengo miedo de morir, sólo de que me maten.
—Hablando eres más espeso que el barro de la trinchera.
—Entonces, ¿con que preferiríais que os liquidaran, con una bayoneta o con una ametralladora?
—Con una ametralladora, por supuesto.
—Por supuesto… A eso voy. Las dos te meten trozos de acero en las tripas. Lo que ocurre es que la ametralladora es más limpia, más rápida, menos dolorosa, ¿no creéis?
—¿Y eso qué prueba?
—Lo que prueba es que la mayoría de nosotros tiene más miedo de resultar herido que de que lo maten. Fijaos en Bernard. Le entra el pánico cuando oye hablar del gas, pero a mí el gas no me produce ninguna sensación. Ha visto fotos que muestran los efectos del gas y a él le parece terrible. A mí me dejan frío. Pero me pone de los nervios estar sin mi sombrero de latón. Y sin embargo, no me importa no tener uno para el culo. ¿Por qué será?
—Pues la verdad es que debería importarte, porque da la impresión de que es ahí donde tienes el cerebro. ¿Que cómo es que no quieres un sombrero de latón para el culo? Pues tú nos dirás.
—Porque sé que una herida en la cabeza duele más que en el culo. El culo no es más que carne, pero la cabeza es todo hueso…
—Habla por ti.
—Eso hago. Y ahora, decidme, dejando a un lado las bayonetas, ¿qué es lo que más miedo os da?
—Los explosivos de gran potencia.
—Lo mismo digo yo.
—Y yo.
—Exacto. Es lo que me pasa a mí —afirmó Langlois—. Porque te hace papilla con más facilidad que cualquier otra cosa. Eso es lo que trato de deciros. Si de verdad tenéis miedo de morir, vais a estar en un sinvivir el resto de vuestra vida, porque sabéis que un día os llegará la hora, cualquier día. Y además, si lo que teméis es la muerte, ¿qué más os da lo que os mate? ¿Por qué hay que tener más miedo de las bombas que de las ametralladoras, o más de las bayonetas que de las bombas?
—Eres demasiado profundo para mí, profesor. Lo único que sé es que nadie quiere morir.
—Eso significa que eres tú el que no quiere.
—Sí, y tú tampoco quieres.
—Ahí es donde te equivocas —señaló Langlois—. Personalmente, más bien me gustaría. Es el único hecho absoluto de la vida. Posee un misterio y una perfección inherentes. Tengo una enorme curiosidad. Tan grande que, en ocasiones, he pensado muy en serio en el suicidio.
—Vale, contén tu curiosidad durante unas horas más y quedarás satisfecho sin que corras el riesgo de perder tu alma inmortal.
—No invoques al destino. Trae mala suerte.
—¿Y cómo sabes que mi alma es inmortal?
A Langlois le encantaba discutir de esos temas.
—Porque lo sé y ya está.
—Pues yo no. La verdad es que mi inteligencia me dice que no lo es. De la nada a la nada, ¿por qué no? Es bastante lógico.
—Sí, pero entonces, ¿por qué estamos aquí?
—No hay ninguna razón, que yo sepa.
—Estamos aquí para propagar la especie.
—Esa frase es otra de las que me pone enfermo —anunció Langlois, contento de poder expresar sus ideas sobre el tema—, como la de «instinto de conservación». ¡Menudo instinto de conservación el que lleva a la gente a seguir viviendo bajo un volcán o en zonas de terremotos y tifones! Y puede que a salir con una mujer lo llamen «instinto de reproducción», cuando no es más que el instinto de salir con una mujer. ¿O es que cada vez que te tiras a una tía quieres tener un niño? Claro que no, y bien que se cuida uno de no tenerlo. Es el mejor deporte que existe tanto al aire libre como en pista cubierta y no hay que inventarse ninguna excusa. ¿Por qué la gente tiene que marear la perdiz tratando de darle una aureola de nobleza y diciendo que están multiplicando la especie cuando lo único que hacen es pasárselo bien?
—Pues vaya, si todo el mundo actuase como tú dices, la especie desaparecería.
—De acuerdo, ¿y quién lloraría por eso? Un montón de especies ya han desaparecido y nadie parece lamentarlo. A la nuestra le ocurrirá también y apuesto que los animales estarán encantados cuando ese día llegue.
—¿Y qué me dices de los niños no nacidos?
—¿Qué problema hay con ellos? Ojalá yo fuera un no nacido en este momento…
—Eso lo dices porque vamos a atacar mañana.
—¿De verdad crees que le haces un favor a alguien creándolo de la nada para el más que dudoso gozo de vivir una vida de miseria y dolor en el mundo de los humanos, los más salvajes de todos los animales depredadores?
—Es la ley natural. No es culpa mía.
—Mira esta guerra —prosiguió Langlois—. ¿Piensas que nuestros padres nos habrían tenido si hubieran previsto las situaciones a que nos condenaban?
—Probablemente. Siempre ha habido guerras y siempre las habrá. Forman parte de la vida, como la enfermedad, las tormentas, la muerte. Para mí hay cosas peores que la muerte. Por ejemplo, estar sentado sobre tu culo en la oficina de algún cabrón y contándole el dinero. Para hacer una guerra se necesita un hombre, pero cualquier piojo puede hacerse rico.
—Lo que se necesita para una guerra es un loco, si nos guiamos por los que están haciendo ésta. Esta ofensiva en la que nos van a embarcar ahora es un asesinato en toda regla. Fijaos en lo que los cabezas cuadradas les hicieron a los tirailleurs. En cualquier caso, la guerra nunca ha aclarado nada, salvo determinar quién es el más fuerte.
—Bueno, eso es algo.
—Pero no es suficiente.
—Nunca es suficiente.
—Me voy a echar un rato —concluyó Langlois.
—Buenas noches. Y que no se te peguen las sábanas. O te perderás la oportunidad de satisfacer esa curiosidad que tienes.
***
A lo largo de la noche, grupos de trabajo pertrechados con tenazas abrieron varios corredores a través de las defensas francesas. La misión terminó con cuatro hombres muertos y nueve heridos.