Reflexiones finales
Sin embargo es consolador ver cómo mueren muchos, mejor dicho la totalidad. Todos se confiesan, y algunas de las muertes han sido edificantes y sobremanera consoladoras.
P. Bernabé Copado, S. J. Capellán Militar de la Columna Redondo
PROFUNDIZAR EN EL ESTUDIO DE LA REPRESIÓN equivale a preguntarse una y otra vez cómo la oligarquía se preparó y preparó a sus adictos para la terrible matanza a la que se entregaron con dedicación total a partir del 18 de julio. Y no se piense que olvido a las víctimas de los grupos y sectores progolpistas sino simplemente que tengo en cuenta quién inició la cadena de violencia con el golpe de estado y muy presentes los terribles datos de provincias como Sevilla, Cádiz, Huelva o la zona de Badajoz y Córdoba ocupada en el verano de 1936. La violencia izquierdista se lleva por delante en ésa extensa zona del suroeste (Cádiz, Huelva, Sevilla y la extensa zona de Badajoz y Córdoba ocupada en las primeras semanas) unas ochocientas personas; la violencia fascista, y hago un cálculo a la baja, arrasa en ese mismo marco geográfico unas veinticinco mil vidas[1]. Y no se crea, como dijo la propaganda fascista, que los derechistas detenidos no fueron asesinados por falta de tiempo, pues como demostró la propia derecha bastaban unas semanas, unos días, incluso unas horas, para eliminar a docenas de personas. También hay que decir y repetir, porque es importante, que parte de la violencia de izquierdas es respuesta a la violencia iniciada por los golpistas el 18 de julio, y que asesinatos cometidos en los lugares más dispares tienen su origen en la violencia sembrada pueblo a pueblo por las columnas fascistas. Conocemos con detalle todo lo referente a las víctimas de derechas, incluso los nombres de los asesinos; ignoramos, sin embargo, casi todo sobre las víctimas de izquierdas. Serán, no obstante, los propios documentos elaborados por los vencedores los que nos vayan desvelando las razones expuestas y los verdaderos motivos de la gran matanza.
Sólo en alguno de los casos tratados, en sus momentos iniciales, hemos podido atisbar la presencia de la Justicia Civil antes de que el mundo militar lo absorbiera todo. Por otra parte, si se consultan sumarios abiertos por la Justicia Militar en los años republicanos y con anterioridad a julio de 1936, pueden observarse los excesos producidos por el militarismo imperante, hecho que explica que pasaran por la Justicia Militar periodistas, huelguistas o simples anarquistas que recorrían el país. Resulta evidente que la Justicia Militar ocupaba, con la aquiescencia del poder político, espacios que no le correspondían. De principio a fin la República está poblada de conflictos resueltos de manera brutal al ser tratados como delitos de rebelión militar. El paradigma sería Casas Viejas. Sólo entre 1934 y 1936 se celebraron en España, según Manuel Ballbé, más de dos mil Consejos de Guerra. Con todo, y a pesar de la herencia militarista, los procedimientos judicial-militares de esos años pueden catalogarse de benévolos si pensamos que los acusados podían elegir a sus defensores, rehacer sus declaraciones o presentar pruebas y testigos en su favor. Puede darnos una idea de cómo sería y a qué intereses respondía la Ley de Orden Público de 1933, de origen republicano-socialista, el hecho de que estuviera vigente hasta 1959. A la larga, las concesiones sobre Orden Público realizadas por la izquierda, impropias de un estado democrático, no hicieron sino beneficiar a los que querían acabar con la República.
El golpe militar arrasó los derechos civiles, desaparecidos en el mismo momento en que los sublevados se lanzaron a las calles. Y a la vez que desaparecía el derecho humanista y sus viejos principios, incluso el derecho militar se deshumanizó al adaptarse a la realidad, a los hechos. ¿In dubio pro reo? No, In dubio pro societas; ¿nullum crimen milla poena sine lege? No, siempre debía quedar un margen para hechos no especificados y, por supuesto, otro margen para la decisión del juez. En esta coyuntura, el humanitario lema «Odia el delito y compadece al delincuente» era simplemente vulgar propaganda debilitadora. Sabemos por Felipe Acedo Colunga, al que hemos visto actuando como fiscal en alguno de los casos tratados y que sería designado Fiscal del Ejército de Ocupación a fines de 1936, que esta situación fue considerada la idónea para hacer prevalecer el Derecho Militar sobre el Civil. Para la justicia golpista todo se reducía a un problema de naturaleza penal que en todo momento debía ser conducido y resuelto por militares. Prueba de que todo, incluso la Justicia Militar, se adaptó a la durísima realidad fue el abandono de los textos legales por parte de los fiscales y la propuesta de que fuese la propia realidad la que guiase sus actuaciones. Así, con horizontes más amplios y al no depender de artículo alguno, sería, según Acedo Colunga, más fácil la labor de los fiscales. A esa liberación debía añadirse la provisionalidad de todo acuerdo judicial, llegándose al extremo de poder juzgar a alguien dos veces por el mismo delito. El objetivo, en palabras de Acedo Colunga, era claro:
En este inmensísimo trabajo reconstructivo, la cimentación es de naturaleza penal. Hay que desinfectar previamente el solar español. Y he aquí la obra —pesadumbre y gloria— encomendada por azares del destino, a la justicia militar[2].
Fue por tanto la represión, y tomo la idea de Francisco Moreno Gómez, el primero de los principios fundamentales del Nuevo Orden, la que precedió y guió a la Justicia. Como se ha visto anteriormente en casos tan señalados, en primer lugar actuaban las bandas de pistoleros a las órdenes de los sublevados y luego llegaban los demás, hasta que en algún momento el Auditor Francisco Bohórquez Vecina o el propio Gonzalo Queipo de Llano Sierra estampaban la firma que cerraba el sumario. Por ello, y coincidiendo con el fiscal Acedo Colunga, creo que más que a una posible Justicia Militar inexistente hay que mirar a la represión militar, a su práctica y evolución desde el mismo 18 de julio. Primero en el desarrollo inicial del golpe, fase que en el suroeste concluye con la caída de Huelva a últimos de julio. Fue en ese momento, con las fuerzas africanas en la península, establecidas ya las relaciones con Portugal a través de Ayamonte y controlada una amplia zona geográfica en torno a Sevilla, y con ramificaciones en Cáceres o Granada, cuando el golpe se consolidó y se tomaron decisiones importantes. También hay que señalar que a la vez que se actuaba contra tantas personas, se amparaba desde el más alto nivel a los que implicados en dichas acciones debían pasar por algún motivo por la justicia. Existen documentos que prueban cómo desde el mismo Estado Mayor de la II División, filtro obligado de todo cuanto ocurría, se recomendaba al Auditor Bohórquez el sobreseimiento definitivo de algunos casos:
Interesa sea aprobada la resolución del Auditor Coronel Bohórquez cuya causa mandó hace tres días para aprobación de su excelencia con decreto levantando el procesamiento y siendo sobreseída definitivamente. Motivo de la causa fusilamiento de un paisano al huir cuando era detenido y no obedecer las órdenes de alto. Se interesa también el Sr. Parias que ha declarado favorablemente. La Causa está abajo en justicia.
Se refería a un suceso ocurrido en Bellavista en que estuvo implicado un capitán. En otro caso era la propia Falange la que se interesaba por la suerte de otro detenido acusado del asesinato de un marxista.
Que el muerto fue sacado de su casa por orden del Delegado Comarcal de Falange a fin de conducirlo al cuartel de FE para tomarle declaración en unión de otros. Fue llevado a dicho cuartel y lo maltrataron de obra. Los restantes detenidos fueron puestos en libertad y este individuo apareció muerto al día siguiente en los extramuros de la localidad. Los informes del Comandante Militar acerca del muerto afirman que si bien perteneció al Frente Popular no era peligroso.
Y siempre, la letra menuda y enlazada de Cuesta Monereo: «Atiende con el máximo interés a la Camarada Provincial de FET (Sección Femenina) y de las JONS, Amelia Medina, en el asunto que la lleva a verle…»[3].
Mucho antes de que José Antonio Primo de Rivera declarase el día 14 de febrero de 1936 que la guerra era «absolutamente necesaria»[4], existía ya un pensamiento reaccionario y excluyente cuyo hilo nos conduciría a los orígenes de nuestra historia contemporánea, pensamiento que conocemos por obras tan atractivas y sugerentes como las de Javier Herrero, José Luis Abellán o Javier Jiménez Campo[5]. Según ese pensamiento reaccionario, elevado a la categoría de doctrina por Menéndez Pelayo, la España de los siglos XIX y XX procede de un conflicto mal resuelto entre la verdadera España y las influencias foráneas. Fue en ese contexto histórico en el que la tradición española, que como ya demostró Javier Herrero ni era tradición ni era española, descubrió hasta dónde podía llegar en el recurso a la guerra, a la pena de muerte y a la tortura. No obstante, y junto a la enorme influencia de este poso reaccionario, es necesario documentar la llamada a la violencia en los años anteriores al 18 julio de 1936. Sin duda es posible hallar ejemplos de esa entrega a la violencia en ambos bandos, pero creo que hablar de los sectores que provocaron y se sumaron al golpe equivale a hablar plenamente de la cultura de la violencia. Un ejemplo de ello sería lo ocurrido en tantas provincias españolas con las mujeres, afectadas excepcionalmente por la represión izquierdista, y detenidas, rapadas, purgadas, violadas, asesinadas o simplemente abandonadas a su propia supervivencia por los vencedores de la guerra civil. Es precisamente esa vocación ilimitada de exterminio, posterior a la deshumanización del adversario, la que habría que rastrear. J. A. Primo de Rivera cuando hablaba de la necesidad de la «santa cruzada de violencia» y de la necesidad de «extirpar implacablemente» el marxismo. La galería de citas podría ser muy extensa. Resulta inevitable acordarse de la «santa religión», de la «santa ira», de la «santa intransigencia»… y, por supuesto, de la vieja concepción de la guerra como cruzada religiosa y de la eterna misión providencial de España.
Igual recurso a la violencia podríamos encontrar en otros líderes tan significados como Onésimo Redondo[6]. Creo, sin embargo, de mayor interés recurrir a un personaje secundario pero de gran importancia por su estrechísima relación con el fenómeno represivo: el fiscal militar Felipe Acedo Colunga, uno de los más destacados representantes de esa élite tan característica de nuestra historia contemporánea que es el Cuerpo Jurídico Militar.
A pesar del enorme esfuerzo realizado a lo largo de la República, el fascismo no logró crear un verdadero partido de masas, por lo cual se vio obligado a delegar en el Ejército y la Iglesia y a sumarse como comparsa. Ciertos sectores del Ejército habían sido captados totalmente por esas tendencias reaccionarias de gran influencia entre las élites derechistas. Jaime Balmes, Donoso Cortés, Menéndez Pelayo, Ángel Ganivet o Vázquez de Mella eran sus referentes ideológicos y Acción Española su alimento cotidiano. El tópico recurrente era siempre el mismo: la agonía de España empezó cuando hace dos siglos sus clases dirigentes olvidaron los verdaderos principios religiosos, sociales y políticos, dedicándose a «descatolizar y desespiritualizar a nuestro pueblo»; hacían falta, pues, minorías rectoras que como aquéllas que en el siglo XVI portaban en una mano la cruz y en otra la espada recondujeran la conciencia española por los legítimos y naturales cauces de su Historia. Según Vegas Latapié, uno de los propulsores de Acción Española, ya Cánovas profetizó que el sufragio universal habría de conducirnos al comunismo, verdad olvidada por partidos de derechas inconscientes de que su verdadera misión era «destruir por todos los medios lícitos las instituciones revolucionarias y, entre ellas, las falsas libertades y el sufragio universal». Será interesante indicar que Eugenio Vegas Latapié también era jurídico militar.
Fue este ideario, al que se sumó ahora el etéreo discurso de Falange, el que impregnó la mentalidad de las élites derechistas del país, entre ellas el mundo militar y, dentro de él, el sector relacionado con la Justicia, que conocemos por el fiscal militar Felipe Acedo Colunga[7]. El aparato judicial desapareció, de forma que la Justicia Militar pasó a ser la ordinaria, quedando todo bajo su control, es decir, bajo el control de los militares situados fuera de la Ley. Éstos arroparon las matanzas iniciadas el 18 de julio de 1936 bajo el manto de un Bando de Guerra ilegal, de forma que a la eliminación física de alguien sin control ni garantía legal alguna se la llamó a partir de entonces «aplicación del Bando de Guerra». El Bando estuvo vigente hasta 1948. Plenamente conscientes de la conmoción provocada, los golpistas se aferraron a viejas ideas reaccionarias que les permitieran sentirse liberadores de un país supuestamente secuestrado por teorías y doctrinas anatematizadas por la Iglesia desde finales del siglo pasado. Sólo los verdaderos españoles eran sujetos de derecho; los demás no merecían ni existir. Cada uno tenía que cumplir con su deber y para eso estaba el verdadero Ejército, dispuesto a poner fin de una vez a un largo proceso de decadencia de dos siglos. Para ello, además de diezmar a la población, había que forzar y entrar a saco en el mundo de las ideas y de los principios. El profundo desprecio que sentían por las filosofías humanitarias y los principios jurídicos clásicos se completaba con una admiración ilimitada hacia otros modelos como el alemán o el italiano[8]. Había llegado la hora del fiscal frente a la defensa; la del Estado frente al individuo. Y como las leyes eran un estorbo y no se estaban aplicando, sería la propia realidad, libre de ataduras codificadas y de cortapisas burocráticas, la que caso a caso dictase las decisiones diarias y las normas de actuación a corto plazo. De esta manera se destruyeron la generalidad del Derecho y el principio de igualdad, convirtiendo enteramente a la Justicia y al Derecho en arma política y en instrumento de terror. El concepto de persona jurídica desapareció. Además, y como ya indicó Franz Neumann para el caso nazi, «la pena de muerte dejó de ser el castigo por un crimen concreto convirtiéndose en un preventivo general»[9].
La represión de 1936 trajo a sus propios organizadores el recuerdo de la Inquisición, lo que no debe extrañar si pensamos en los referentes históricos que se tomaron por modelo: el reinado de los Reyes Católicos, resumible en tres hechos: la Inquisición, la Reconquista y la expulsión de judíos y moriscos, y la larga guerra, llamada «Guerra de la Independencia», que se inicia con la invasión francesa y culmina con el triunfo del absolutismo con Fernando VII. Para Acedo siempre estuvo presente «el recuerdo del calumniado Tribunal de la Inquisición», que nos legó «perspectivas penales dotadas de una intensa y españolísima originalidad, en las que acaso se encuentren doctrinas susceptibles de ser recogidas y puestas en práctica». España, como en tiempos de Fernando e Isabel o de Fernando VII, necesitaba de un Santo Oficio para mantener intactas las esencias y acabar con el eterno enemigo; España, como en el siglo XV o en el XIX necesitaba ser reconquistada, y España, finalmente, necesitaba ser purgada. «Ante todo España; sobre España, Dios», decía el viejo lema militar. Había que eliminar toda la escoria sin temor, sin piedad y sin límites. Añadía Acedo:
Hoy al terminarse en julio del 36 el proceso de nuestra decadencia histórica con ésta inmensa hoguera donde se está eliminando tanta escoria, aparecen problemas de una magnitud extraordinaria que exceden y superan todo límite.
Había que acabar para siempre y de una vez con los «enemigos interiores. Ni venganzas ni persecuciones»: simple supresión de los que al amparo de la bandera roja «han deshonrado la noble hidalguía del pueblo español». Y todo ello, pese a que aparentemente pudiera parecer lo contrario, no sería sino sacrificio necesario y gran obra de amor. La Justicia no debía complicarse la vida en formular acusaciones y emitir fallos; más bien debía despegarse del Código y orientarse según las necesidades. La acusación, eje del sumario, sería la base tanto del Tribunal como de la Defensa. No debía existir traba alguna para dicha tarea, ni siquiera para reabrir casos ya absueltos o sobreseídos; no era tiempo de hechos sumariales sino de «expresiones sociales de emoción». La culpa era de los de siempre, primero judíos, moriscos y gitanos, luego afrancesados y ahora rojos, y por supuesto sin olvidarse, desde el siglo XVIII para acá, de las sectas masónicas, contra las cuales sólo cabía castigo y exterminio. Era la anti-España. No es casual que apareciese en Sevilla en 1941 ese compendio del pensamiento reaccionario español titulado Historia del tradicionalismo español, de Melchor Ferrer, Domingo Tejera, director del diario carlista La Unión, y José F. Acedo, ni que en pleno apogeo de la «Cruzada» se dedicase una calle a ese fanático capuchino llamado fray Diego de Cádiz o que se expusiese su cilicio favorito, una enorme malla de pinchos que le llegaba de la cintura al sobaco y que se mostraba unida a un lienzo lleno de resecas manchas de sangre donde el beato lo solía colocar.
El comandante militar de Jerez de la Frontera, Salvador de Arizón, llegó a decir que la Virgen del Pilar, que entonces no quiso ser francesa, «menos quiere ser ahora rusa ni judía». No es exagerado afirmar que si se hubiesen publicado algunos textos de los pensadores reaccionarios de finales del siglo XVIII y principios del XIX nadie se hubiera percatado del desfase cronológico. Debe tenerse en cuenta que en aquella lejana situación fue precisamente de Sevilla, a través del canónigo Pedro de Castro, autor de Defensa de la tortura (1778), de donde partió el primer y mayor ataque contra los planteamientos renovadores de Cesare Beccaria en materia penal, ataque al que se sumaron, con mayor vehemencia aún, todo el grupo de antiilustrados que Javier Herrero diseccionó en su obra sobre el pensamiento reaccionario[10]. No se piense que se están mezclando y confundiendo caprichosamente épocas distantes: los curas que recorrieron la España de posguerra dirigiendo «Santas Misiones» se inspiraban, entre otros, en textos de fray Diego reeditados en Sevilla a comienzos de siglo. En una misma biblioteca podían coexistir los sermones y cartas de fray Diego y la Defensa de la Intransigencia (1928) de Vázquez de Mella. Un dato más: hubo novenas del beato de Cádiz que se realizaron sin interrupción notable desde 1814, por ejemplo, hasta la época franquista[11].
Tampoco se crea que el nombre del famoso penalista italiano, autor de la obra clásica De los delitos y de las penas (1764), está traído casualmente, sino que es el mismo Fiscal del Ejército de Ocupación, Felipe Acedo Colunga, quien en el preámbulo de su «Memoria» nos dice que la escuela penal que debe primar en esa España cuya guerra toca a su fin, «desechadas las concepciones sentimentales del humanitarismo de Beccaria», debe ser la autoritaria, «que hoy constituye el patrimonio legal de las dictaduras europeas». En otras palabras, lo que propone Acedo es simplemente tradición y fascismo, es decir, los contenidos de la tradición reaccionaria y los métodos de un fascismo que, al adaptarse al modelo español, se torna agrario y católico. Esta negación de más de un siglo de historia, donde se rechazan incluso ideas de finales del siglo XVIII, esta cerrazón total al ya antiguo y mermado legado de la burguesía ilustrada y revolucionaria, es la prueba evidente de la negra y profunda sima abierta por el golpe de estado de julio de 1936. Ya apreciaría Europa que lo ocurrido en España era simplemente «una nueva cruzada que salva al mundo, en contra de su misma corrompida voluntad»[12].
A pesar de la libertad de actuación en que se movían los sublevados, se planteó de inmediato una cuestión clave: la legitimidad del golpe de estado, y consecuentemente de la matanza efectuada a su amparo y del régimen resultante. Ante la dificultad de crear un armazón ideológico convincente se optó por la vía del absurdo total. Para empezar decidieron que desde el 16 de febrero no había existido Gobierno en España, pero no fue hasta diciembre de 1938, a sólo tres meses de la conclusión de la guerra, y bajo el control de Serrano Súñer, cuando se creó una comisión (Orden 21-12-38) para demostrar la ilegalidad del Gobierno existente el 18 de julio y la legitimidad del llamado «alzamiento, que ni fue acto de rebelión contra la Autoridad ni contra la Ley»[13]. El fascismo necesitaba legitimarse. Y fue precisamente ante ese vacío aludido como surgió el único Gobierno legítimo ante la historia, la moral y el derecho: el de los militares (sublevados). Por esta simple razón, toda oposición al desarrollo de dicho Gobierno natural debía ser tratada como rebelión militar y con el Bando de Guerra por delante, tal como prescribía el Código de Justicia Militar. En este sentido, ¿quién mejor que el filonazi Serrano Súñer para introducirnos en el mundo de la «justicia al revés», si él mismo fue uno de sus creadores? Así pues, o se estaba con el golpe o se incurría voluntaria o involuntariamente en delito de rebelión militar, de rebelión marxista. He ahí el origen de toda la legislación aplicada desde el 18 de julio y la razón —claro fenómeno de proyección de culpabilidad como ya indicó en su momento el penalista Luis Jiménez de Asúa— por la cual las víctimas pasaron a ser culpables. Además, al considerar ilegal la amnistía de febrero de 1936, que según Acedo Colunga debía ser declarada jurídicamente nula, se tomó por referencia octubre de 1934, tanto para la investigación de antecedentes de los detenidos como para restauración de los fallos dictados entonces. Pero no pararon ahí las innovaciones.
La Justicia Militar, con mayúsculas, decidió desde un principio que no cabía hablar de guerra civil sino de lucha entre «el espíritu de España y la desviación materialista de su historia». De modo que como no era guerra civil no cabía, pues, plantear igualdad moral alguna entre ambos bandos ni derechos ni consideraciones de ningún tipo.
¿Qué derechos podían aducirse en una lucha que a un lado tenía a España y su Ejército, y al otro simples facciones de rebeldes ante la Patria que no merecían ni la consideración de enemigos? Ni españoles podían considerarse: «Las derechas, es decir, los españoles…» pudo leerse en el Diario de Jerez el 19 de febrero de 1936. De ningún modo, por más que lo pareciera, podía hablarse de dos Estados, dos ejércitos o dos ideologías, sino simplemente de la verdadera civilización frente a «una generación amotinada contra su propia historia». De manera más concisa, del Bien contra el Mal. Concretamente, a los militares no cabía ni siquiera juzgarlos por traición o deserción, pues en el momento que se pasaban «al otro lado» dejaban de manera automática de ser militares para pasar a engrosar la facción de rebeldes: «El Caballero Oficial que ha servido a la causa roja… ha dejado de cumplir sus deberes militares»[14]. Desde luego la generación era amplia, pues desde las mismas instancias oficiales se reconocía, tras más de dos años de guerra, que los culpables eran tantos, ten inmenso era «el cuerpo sobre el que había que actuar», que resultaba materialmente imposible condenar a tanta gente. Acedo Colunga, que hablaba de tarea sin «par ni antecedente en la Historia», describía la represión como «dotada de cifras con gran riqueza numérica». Era el problema de siempre. Pero como ya decía el jerónimo Agustín de Castro en 1814:
No, la multitud de reos no debe ser un estorbo al castigo: al contrario, por lo mismo que son tantos es necesario más rigor. Yo no creo poder presentar a vuestra majestad [Fernando VII] lecciones más convincentes sobre esto que las que hallamos en las obras de nuestro Dios, misericordia por esencia. Pues trasladémonos por un momento al desierto y le veremos mandando pasar a cuchillo a veinticuatro mil personas en un solo día[15].
Fue este espíritu fundamentalista de aniquilación, de «Santa Crueldad», de guerra de religión, con fusiladores y curas confesores aunando sus esfuerzos, el que permitió eliminar a tanta gente inocente en tan poco tiempo. Los depuradores no estaban cometiendo delito alguno; simplemente estaban sacrificándose por la Patria. La Historia se lo agradecería. Cuando llevaron al paredón al doctor Puelles, al alcalde Labandera, al joven gobernador Diego Jiménez, a aquellos cuyas vidas han cruzado por estas páginas, o a cualquiera de los miles de ciudadanos engullidos por el Bando criminal, no estaban sino laborando por un objetivo superior que no podía analizarse ni enjuiciarse con criterios demasiado humanos dada la grandeza de la tarea: sólo Dios y la Historia. El paso previo a la eliminación del adversario fue la descalificación total de sus argumentos sin ni siquiera rebatirlos; el siguiente fue su demonización. Las personas a quienes arrebataron la vida no eran españoles y los militares a quienes fusilaron ni eran militares ni eran españoles. «Por el suelo las carroñas aún sin recoger de los rojos muertos…», escribió el hijo de Goded de los primeros que cayeron defendiendo la República en Barcelona[16]. Lo que se estaba limpiando no eran hombres sino escoria, como decía el fiscal Acedo. Paralelamente, los periódicos, día tras día, ofrecieron de manera constante un inimaginable muestrario de las barbaridades cometidas en el otro bando, la mayoría de las cuales eran inventadas por los servicios de propaganda o desde la misma División. Esta campaña, unida a la aprobación y directa participación de la Iglesia, con el cardenal Eustaquio Ilundáin a la cabeza, fue fundamental para justificar, para sobrellevar, la violencia cercana y diaria[17]. A la par, la vida se llenó de actos y celebraciones relacionados con la muerte, rozándose la necrofilia e incluso el culto a la muerte. El 20 de noviembre de 1936 el anónimo autor del «Diario de Sanlúcar» escribió con motivo del entierro del infante Don Alfonso de Borbón:
Rodeada así la muerte de todo este aparato militar y litúrgico, la vida parece una cosa despreciable. ¡Dan ganas de convertirse en muerto[18]!
También desempeñaron un importante papel las declaraciones personales. Hasta el bueno de Pemán, que en una de sus charlas ante el micrófono de Queipo llegó a decir que la guerra en curso debía ser «de exterminio y expulsión», escribió en el himno que realizó para el Batallón de Cívicos de Cádiz: «¡Españoles, limpiad esa tierra de las hordas sin Patria y sin Dios!». Y si antes se mencionó el mensaje de Queipo a López Pinto urgiéndole a la matanza, tampoco deben olvidarse algunas de sus aireadas opiniones, como la declarada al diario ABC del 1 de septiembre de 1936:
Repitamos ahora las palabras pronunciadas tantas veces por el Ilustre General Queipo de llano:
del diccionario de España tienen que desaparecer las palabras perdón y amnistía[19].
O ésta del diario FE el día 11 de noviembre de 1936:
España no podrá reconstruirse mientras no se barra a escobazos a toda la canalla política y mientras no exista un solo partido: el de los amantes de la Patria por encima de todo.
También debe mencionarse cierto texto, titulado A las cabezas, recogido por Juan Ortiz Villalba en su trabajo sobre Sevilla y procedente de La Unión del 13 de agosto de 1936. Detrás del autor que se menciona, un tal F. de Contreras, se encuentra el carlista jiennense y gran propietario de Arjona Fernando Contreras Pérez de Herrasti, acompañante de la Columna Redondo desde que ésta partió el 15 de agosto en dirección a la serranía de Huelva. Fue esta misma columna la que llevó por capellán al jesuíta cordobés Bernabé Copado, cuyo momento más gozoso en su largo itinerario bélico tuvo lugar cuando, buscando, en Ronda el brazo de Santa Teresa, se encontró precisamente con los restos de fray Diego de Cádiz. Faltaba todavía el brazo de Santa Teresa[20]. Escribió Contreras:
¡A la barriga!, dijo un día el inmundo Azaña
y su vil compinche Casares Quiroga.
¡A las cabezas!, decimos nosotros.
Bien está que se fusile a los perros rabiosos.
Pero la horca nos parece poco para los que los enrabiaron.
Es la hora de la justicia nacional.
No es justo que se degüelle el rebaño y se salven los pastores.
Ni un minuto más pueden seguir impunes los masones, los políticos, los periodistas, los maestros, los catedráticos, los publicistas, la escuela, la cátedra, la prensa, la revista, el libro y la tribuna, que fueron la premisa y la causa de las conclusiones y efectos que lamentamos[21].
Sólo mediante esta atrofia y perversión absoluta de todo principio ético y religioso fue posible llevar a cabo la desinfección de España.
La escasa consistencia del fascismo español antes del 18 de julio y las peculiaridades del franquismo a lo largo de su prolongada existencia no deben hacernos dudar de la naturaleza fascista del golpe de estado del 18 de julio de 1936 y del régimen de él nacido. El fascismo español se forma con el golpe y con la guerra. Produce cierto asombro que cada vez que se toca esta cuestión haya que remontarse a ciertas discusiones habidas hace treinta años[22]. La historia parece haber dado la razón a Carlos M. Rama cuando ya en su estudio sobre La ideologia fascista, de 1979, mantuvo que la polémica era algo escolástica. En los últimos tiempos se ha avanzado bastante, por más que ciertos historiadores se empeñen en lo contrario. Un historiador antes tan moderado como Stanley Payne, que en tiempos defendió que franquismo y fascismo eran equiparables, que «en el primer decenio del régimen de Franco existió un importante componente de tipo fascista, lo cual indica que el caso español es complicado», afirmó no hace mucho que ningún historiador serio llamaría fascista a Franco. El fascismo, según Payne, se circunscribiría al período de guerra, dando comienzo la «desfascistización» a partir de 1939[23]. El mismo autor cuenta que en cierto coloquio habido en Madrid, Paul Preston le dijo que, efectivamente, Franco no era fascista… «sino algo mucho peor». Realmente cuesta trabajo seguir el proceso por el que Payne establece que la «desfascistización» comenzó al finalizar la guerra. Parece que no nos referimos ni al mismo país ni a los mismos personajes, ni a la misma guerra ni a la misma posguerra.
Una teoría similar mantiene en nuestro país Javier Tusell, para quien la «fascistización» ha de relacionarse con la figura de Serrano y por tanto sólo hasta 1942, pasándose luego a una situación de «dictadura personal» conservadora[24]. Se olvida que por encima de las posibles diferencias hay ciertos elementos comunes a todo fascismo: el aplastamiento del movimiento obrero y de los partidos de izquierda, la destrucción del sistema democrático y la implantación de un Estado omnipotente. Por más que detrás se encuentren los mismos sectores, el papel jugado por los nazis en Alemania o por el movimiento fascista en Italia fue realizado en España por el Ejército en menos tiempo y con más eficacia. El rechazo de la gente, mucho mayor en España que en esos países, y el fracaso parcial del golpe militar trajo consigo la guerra y un derroche de violencia sin precedentes que perdurará sin recato alguno hasta los primeros años cincuenta. Quizá por eso, como insinuaba Preston, Franco no era un fascista al estilo de Mussolini sino un fascista especialmente brutal y sanguinario, pues Francisco Franco, consiguiendo los mismos objetivos, mató más y en menos tiempo, y además se perpetuó.
Dejando la teoría y descendiendo a lo personal, resulta más significativa por su influencia la opinión de Tusell sobre el gran protagonista del presente trabajo, el general Queipo de LLano[25]. Según este autor, el general era «valiente hasta la temeridad e impetuoso hasta bordear la imprudencia y hombre sin doblez cuya espontaneidad de carácter le hizo popular en el momento de su mayor protagonismo histórico». Resalta Tusell su «enorme popularidad en la zona sublevada de la mitad sur de la Península», cuando en realidad debía haber acotado más, pues dicha popularidad, según sabemos, debió ceñirse exactamente a los sectores favorables al golpe de estado de la zona por él controlada en la mitad sur de la Península. «En términos por supuesto relativos», añade Tusell, «Queipo era un “liberal” o un “izquierdista” en el seno de la dirección sublevada». Y apenas sin haber tenido tiempo para asimilar lo anterior nos comunicaba que aunque la represión en el sur fue durísima, «no hay que olvidar que el general salvó la vida de algún exministro republicano perseguido por los falangistas como Giménez Fernández». Con más que medidas palabras y tras apuntar muy brevemente un panorama tenebroso al gusto de la extrema derecha, un panorama justificador de cualquier cosa[26]. Javier Tusell nos decía que «no es de extrañar que una parte de la sociedad sevillana mostrara entusiasmo ante el vencedor, sobre todo teniendo en cuenta que la lucha había durado cinco días y que, durante ellos, dos tercios de la ciudad habían estado en manos del adversario». He aquí a los vecinos convertidos en adversarios. Y, además, no es cierto que dos tercios de la ciudad estuvieran en manos del adversario: la ciudad era de sus vecinos. En realidad fue un tercio, el de los cuarteles y los edificios oficiales, el que cayó en manos del único adversario: Queipo, sus militares (sublevados) y los fascistas. Quizá convenga también señalar que la imagen de la Sevilla republicana la obtuvo Tusell, además del trabajo ya citado de Macarro Vera, de «Sevilla la roja. Sevilla la mártir», trabajo al que entonces aludió como original inédito de Nicolás Salas y que no debe ser otro que Sevilla fue la clave, trabajo de corte hagiográfico sobre Queipo y su camarilla.
Tampoco resulta muy novedoso descubrir a estas alturas que todo golpe, incluso el más bestial, tiene sus partidarios. Bien a la vista tuvimos el caso chileno con idénticos ingredientes: el consabido estado caótico de los años de Allende, el vencedor Pinochet, la represión —«misión quirúrgica de urgencia» la llamó el ABC de septiembre de 1973—, y sus partidarios. Ignoro la fecha en que en Chile dejó de existir un estado fascista y se pasó a una dictadura personal. Es seguro, por otra parte, que incluso el general Franco, al que según Millán Astray se le empañaban los ojos cuando revisaba sentencias, salvó también a alguien de una muerte segura[27]. También es verdad que no resulta muy complicado ser magnánimo después de dar un golpe de estado; de hecho quizá sea el mejor momento. Incluso el general Pinochet debió salvar a alguien alguna vez. Y en el caso de Giménez Fernández, ¿insinuaba acaso Javier Tusell que Falange podía eliminar a un personaje de este relieve sin consultar a la cúpula militar? ¿No será más bien que, frustrados por los potentes hilos que salvaron la vida al exministro Giménez Fernández, se decidió en las alturas que al menos Falange le hiciera una de sus visitas? Habría otras preguntas: ¿puede hablarse de la valentía o de la popularidad de un golpista bajo cuyo mando acabaron en fosas comunes varios miles de personas inocentes?, ¿qué importan las características personales del individuo, su rebeldía, su espontaneidad y valentía o su carácter afable, ante la terrible realidad de lo ocurrido? ¿Aportaría algo al conocimiento de la reciente historia chilena saber que el general Pinochet es tímido, tenaz, con un sentido del humor muy inglés y muy amante de la familia?
Sigamos. Afirmaba Tusell: «Es obvio que en las charlas radiofónicas del general hay repetidos ejemplos de toda la barbarie a que se puede llegar en una guerra civil, pero es evidente también la eficacia propagandística de ese desgarro popular en una circunstancia tan difícil». La frase no tiene desperdicio. Primero se justifican los excesos verbales de Queipo por la situación de guerra civil, situación creada precisamente por el mismo que da las charlas; luego se alude a su eficacia propagandística, como si de pronto decidiésemos valorar a Joseph Goebbels por los resultados de su propaganda, y finalmente —no podía faltar— aparece el desgarro popular del estilo de las charlas de Queipo[28]. El texto concluye luego, una vez más, recurriendo al gracejo del general y a sus patéticas ocurrencias sobre unos y otros, que no parece sino que desde que usurpó la Capitanía hubiese habido un fámulo a su lado con papel y lápiz[29]. Parece olvidarse que las charlas de Queipo —con su voz áspera y masticando cada palabra, tal como puede escucharse en la película Caudillo de Basilio Martín Patino—, lejos de cualquier carácter popular, pertenecen de lleno al espadón fascista que cosecha principalmente la risotada estentórea de un público que más que risa pide sangre. Creo que pocos militares como Queipo aúnan tan perfectamente al militar conspirador e intrigante hijo de la Restauración y al otro militar, experimentado en las salvajes guerras coloniales y capaz de lanzarse sin titubeos a la mayor matanza de nuestra historia contemporánea, Gamel Woolsey, la esposa de Brenan, que escuchaba las charlas desde Málaga, y que sabía que el general no bebía, decía que hablaba en el estilo «incoherente y alegre de un bebedor habitual»[30].
¡Qué gracia tenía Queipo poniendo de maricones y de putas a los hombres y mujeres a los que todavía no había podido eliminar! ¡Qué gracia colocando apodos a unos y otros! Queipo como gran animador del cotarro y tras él toda la prensa favorable al golpe, siempre presta al insulto y a la descalificación, a la mentira y a la injuria o al estilo soez y cuartelero del general. Y si el que mandaba decía lo que decía, todo estaba permitido. Antonio Bahamonde, que lo trató personalmente, lo llamó el trágico bufón, y Burgos Mazo, por su parte, lo bautizó en su diario como El Mulo Heroico, perfecta expresión de una derecha agradecida por lo que tocaba a su bolsillo, aunque asqueada de lo que salía por la boca de aquel hombre. ¿Y qué decir de su heroicidad, de su suprema hazaña? Como mucho, y recurriendo plenamente a uno de los Desastres de Goya, habría que titularla ¡Grande hazaña! ¡Con muertos!, con miles de muertos.
En la mayoría de la gente, en los amplios sectores obreros y de clase media progresista e incluso en algunas personas que habían visto inicialmente con buenos ojos el golpe militar, las charlas del general lo único que producían era repugnancia y pánico. Y sin duda, como afirma Paul Preston, incluso entre sus propios compañeros «se le despreciaba en privado por las obscenas emisiones radiofónicas que transmitía todas las noches desde Sevilla contra la República»[31]. Los comités izquierdistas impedían que la gente las escuchara para evitar la desmoralización y las reacciones violentas contra los derechistas detenidos. Veamos un ejemplo del humor de Queipo. En uno de sus arrebatos de terror verbal y psicológico —ésos que admiraban especialmente sus adeptos—, el general se permitió comentar a propósito de un sindicato autodisuelto en Zafra:
Es curioso observar cómo en tan poco tiempo hemos logrado hacer cambiar de manera de pensar a una cantidad enorme de obreros (Charla del 5 de septiembre del 1936-FE, 06-09-36).
También al general Pinochet le surgió una tan desconocida como macabra vena de humor negro a partir del 11 de septiembre del 1973[32]. Parece ser que los golpes de estado favorecen estas inclinaciones en quienes los perpetran. Queipo merecería pasar a la historia, además de como el «general del micrófono», como el primer militar que fomentó por la radio la violación de mujeres, hecho que lo sitúa a la cabeza de la larga historia de aberraciones que en nuestro siglo se inician en las guerras mundiales y llegan hasta la Yugoslavia de nuestros días pasando por Chile y Argentina:
Hasta ahora sé que han caído en nuestro poder grandes cantidades de municiones de Artillería e Infantería, diez camiones y otro mucho material; además de numerosos prisioneros y prisioneras. ¡Qué contentos van a ponerse los Regulares y qué envidiosa la Pasionaria! (Charla del 29 de agosto de 1936 ,ABC, 30-08-36)[33].
¿Qué diría realmente cuando hasta el ABC dijo eso? ¿Y qué decir de sus alusiones a la potencia sexual de legionarios y regulares?:
Nuestros valientes Legionarios y Regulares han enseñado a los cobardes de los rojos lo que significa ser hombre. Y, de paso, también a sus mujeres. Después de todo, estas comunistas y anarquistas se lo merecen, ¿no han estado jugando al amor libre? Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricas. No se van a librar por mucho que forcejeen y pataleen (Charla del 23 de julio de 1936)[34].
Por suerte para el general, que todavía cuenta con un fuerte respaldo en ciertos sectores[35], no se ha conservado copia exacta de sus charlas, de las que sólo conocemos las versiones aligeradas y retocadas de la prensa sevillana. Tan terribles debían de ser sus palabras que ya se encargó de ellas el hacendoso de Cuesta Monereo a comienzos de septiembre de 1936:
Instrucciones para la censura de prensa: En las charlas radiadas del General, suprimir todo concepto, frase o dicterio que, aun cuando ciertos, debido sin duda a una vehemencia y exaltada manifestación patriótica, no son apropiados ni convenientes para su publicación… Las galeradas relativas a dichas charlas no deben dejar de remitirse a la censura por ningún concepto[36].
Contra la imagen existente de Queipo, fruto de varias de las obras ya citadas, los documentos nos muestran a un individuo ambicioso, torpe y centrado especialmente y de manera implacable en la eliminación de todo lo que estuviese asociado a la República que tan magnánimamente lo trató. Como otros, Queipo compensó sus veleidades republicanas mostrando una ferocidad sin parangón y rodeándose de matarifes. Al amparo permanente de Cuesta Monereo, el burócrata manso y eficaz siempre en la sombra, y de la servil burguesía sevillana, creó una leyenda a su medida sobre su actuación en Sevilla. La realidad de lo ocurrido —la implantación de los golpistas en gran parte de Andalucía y la llegada inmediata de las fuerzas africanas a Sevilla— desbordó las expectativas de Queipo y los suyos. Las charlas hicieron lo restante. La idea de que en algún momento pudo hacer sombra a Franco o de que éste lo alejara del poder por quitar de en medio a un posible competidor carece de todo fundamento. Es evidente, y así lo demuestran casos como el referido de Díaz Criado o el de Haro Lumbreras, que Queipo nunca tuvo la menor duda de quién mandaba realmente, incluso en su feudo.
No creo que sea justo cerrar estas referencias al general Queipo sin recordar una vez más a su valido, alter ego o simple brazo ejecutor, el Delegado de Orden Público Manuel Díaz Criado, sin duda el más aventajado de los delegados o gobernadores, en su mayoría guardia civiles, que nombró en las respectivas provincias. Durante los meses que van de julio a noviembre, como prueban las fotografías realizadas por los «Hermanos Burgos» a los que aludiera Antonio Bahamonde[37], fueron uña y carne. Era la época en la que en las órdenes de ingreso en la Prisión Provincial se leía: «El Señor Director se servirá admitir al detenido, el cual quedará a disposición del Excmo. Sr. General de la 2.ª División y del Capitán Díaz Criado». Nadie que lo conoció pudo olvidarlo, y menos que nadie las mujeres que buscando salvar la vida de sus hijos, compañeros o padres hubieron de pasar por su despacho, pues como otros delegados de Queipo, y sin duda animado por la pulsión rijosa de sus charlas, Díaz Criado era conocido por su sadismo y crueldad con todos, pero especialmente con las mujeres. Al contrario que otros personajes semejantes, contamos, de manera excepcional, con dos semblanzas de Díaz Criado y su cuadrilla, realizadas respectivamente por Antonio Bahamonde Sánchez de Castro, que trabajó para Queipo en los Servicios de Propaganda, y por el actor Edmundo Barbero[38]. El primero de ellos dejó escrito que a pesar de las quejas recibidas sobre la actuación de Díaz Criado, Queipo siempre lo amparó, siendo Franco, como hemos visto, quien los separó. Fue tal su poder, tal el respaldo prestado por el general a su actuación, que incluso se permitía presionar abiertamente a los militares que componían los Consejos de Guerra para que actuaran como él quería[39]. En conclusión, debemos considerar a Manuel Díaz Criado como el fruto predilecto del quinteto formado por Queipo, Cuesta, Carranza, Ilundáin y Parias.
Por supuesto no concluía todo en dicho grupo. Ellos sólo eran la cúspide del Alzamiento-Movimiento, del golpe militar. Por debajo estaban la gente armada, los que ponían el dinero, los denunciantes, los que detenían, los que daban argumentos, los que interrogaban, los que confesaban, los que asesinaban, los que chantajeaban, los que bendecían, los que aplaudían, los que miraban complacidos, los que aprovecharon para comprar barato… es decir, las bases del fascismo, adaptadas casi de inmediato al nuevo discurso imperante y a lo que hiciera falta. En medio, los que procuraron mantenerse al margen de lo peor con mayor o menor éxito. Y fuera, a la intemperie, la escoria, la masa, los suficientes para que el sistema siguiera funcionando; callados, con la mirada esquiva y torva que tanto fastidiaba a algunos, con la vida pendiente de un hilo y siempre agradecidos o en obligada actitud servil hacia los que les permitían seguir viviendo en el mundo hostil y agobiante que los rodeaba. Fue sobre esa base de violencia, miedo, delación y corrupción moral sobre la que se edificó el Nuevo Estado. Con eso, con la ayuda del fascismo europeo primero y con la pasividad de los vencedores de la guerra mundial después, y con mucho tiempo por delante.