Prólogo a esta edición.

Prólogo a esta edición

LA JUSTICIA DE QUEIPO, de cuya primera edición hace exactamente cinco años cuando escribo estas líneas, fue un proyecto surgido de una circunstancia excepcional. A finales de 1997 mi amigo Manolo Tapada me comentó que el archivo militar situado en el viejo cuartel de San Bernardo podía consultarse. Según se decía, la apertura a la investigación de los fondos de la antigua Auditoría de Guerra, luego Archivo del Tribunal Militar Territorial Segundo, se debió a un gesto del entonces capitán general de la II Región Militar, Agustín Muñoz-Grandes Galilea, próximo a jubilarse. Realmente parecía milagroso que aquel archivo hubiera llegado hasta nuestros días. Es posible que en ello influyeran los dos traslados que sufrió, que lo alejaron del edificio de Capitanía General de la Plaza de España y «de paso» de quienes hicieron el gran expurgo en el archivo de la II División. Sin duda el capitán Ernesto Subirá, encargado del archivo de Capitanía hasta no hace mucho, nos podría haber contado parte de esta historia.

Entrar en aquel archivo era entrar en otro mundo, al que no sé por qué siempre asocié con el ambiente del relato En la colonia penitenciaria, de Kafka. El fichero onomástico, que se conservaba en las oficinas, era un enorme mueble de madera de profundos cajones repletos de miles de fichas, cuya particularidad consistía en estar ordenadas fonéticamente —no se tenía en cuenta la h, ni las diferencias entre b/v, j/g, etc.— y con el peculiar criterio de primer apellido, nombre y segundo apellido. Pero estas cuestiones, al fin y al cabo, eran superables. El problema venía de que las fichas no estaban bien ordenadas: había nombres que no aparecían y otros que aparecían donde no debían. A esto se añadía un segundo problema: como numerosos legajos estaban amontonados en varios lugares del archivo, fuera de todo orden y control, de poco servía encontrar en el fichero parte de los nombres buscados, pues no había forma de dar con los sumarios a los que remitían.

Todas estas dificultades, por raro que parezca, tuvieron sin embargo su lado bueno. Dado el estado del archivo —con motivo de la apertura a la investigación hubo que tapar las goteras que afectaban a diversas zonas y que ya habían dañado muchos documentos; los legajos y sumarios que andaban por los suelos fueron colocados o remetidos en los estantes; y, para suerte de los pocos que andábamos por allí, se procedió a desinsectar continente y contenido—, dado el estado del archivo, como digo, y que no había personal a su cuidado y los pocos soldados que pasaban por allí bastante tenían con atender los asuntos del Tribunal, se nos permitió acceder directamente al archivo y consultar los documentos sin filtro alguno. Sólo esto compensó todo lo demás.

Cualquiera que acudiera a un archivo militar en esos años (incluso hoy en algunos casos) podrá valorar el privilegio que tuvimos. En los archivos militares uno dice lo que busca y más tarde se le comunica si hay algo o no. Así, por ejemplo, nunca he conseguido ver el fichero del Archivo General Militar de Segovia. Y consultar tranquilamente los catálogos del Servicio Histórico Militar cuando teníamos la dicha de acceder a la documentación en Mártires de Alcalá (Madrid) me costó un disgusto con el encargado. Pues bien, el archivo judicial-militar de la II Región estuvo a nuestra plena disposición durante más de un año. Resultaba evidente que los dioses estaban de nuestro lado. De las ventajas que este hecho insólito reportó daré sólo un par de muestras. Al pasar los sumarios directamente por nuestras manos podíamos seleccionar los que nos interesaban, estuvieran a nombre de quien estuvieran, en su mayoría nombres completamente desconocidos, y, por otra parte, al poder acceder a documentos internos de la Auditoría que no constaban a nombre de nadie quedaron a nuestro alcance materiales cuya existencia jamás hubiéramos conocido de no ser por aquella circunstancia excepcional. Es decir, sólo viendo el archivo como lo vimos fue posible conocer y seleccionar aquellos sumarios. Si, por el contrario, se hubieran seguido los procedimientos habituales nunca hubiéramos llegado a saber de su existencia y mucho menos de documentos como el Informe de Felipe Acedo Colunga en su etapa de fiscal del Ejército de Ocupación.

Una vez reunido aquel material surgió el problema de cómo encajar algo tan disperso en todos los sentidos. Evidentemente lo único en común que tenían era ser fruto de la justicia militar implantada por los golpistas a partir del 18 de julio. De ahí el título de La justicia de Queipo, el militar que si bien no fue el cerebro del golpe en Sevilla sí fue su rostro visible. La estructura abierta resultante permitió aprovechar al máximo aquella documentación privilegiada, hasta el punto de que las propias declaraciones de los militares en los consejos de guerra celebrados contra sus compañeros fieles a la legalidad sirvieron para rastrear ciertas líneas y comportamientos durante la etapa republicana. El caso sevillano muestra muy claramente que el golpismo antirrepublicano comenzó su actividad al poco de proclamarse la Segunda República y concluyó la faena el 18 de julio. Y fueron sus mismos protagonistas los primeros interesados en situarse en escenarios tan aparentemente diferentes como el verano de 1931, agosto de 1932, octubre de 1934 o julio de 1936.

Por lo demás, mi intención fue que los propios documentos generados por los golpistas contarán lo que hicieron y cómo lo hicieron e incluso a veces por qué lo hicieron. Y todo ello en esa jerga ilegible y farragosa —casi un sublenguaje— a que queda reducido el idioma en los sumarios. En la introducción a la primera edición comenté que lo que sabíamos e ignorábamos de cada caso era similar a la estructura de un iceberg. Esto se demostró cuando luego algunas personas se pusieron en contacto conmigo para contarme «lo que faltaba de algunas historias». Sólo de esta forma es posible hacerse una idea completa del grado de manipulación y desinformación que entrañaban cada uno de estos aberrantes procesos seudolegales. Es evidente que alguna vez la sociedad española tendrá que afrontar, por simple higiene histórica y democrática, la revisión y anulación de estos procedimientos abiertos con el golpe militar y que afectaron a miles de personas en cada región militar. Y también sería ya tiempo de que los responsables del patrimonio documental se decidan de una vez a proteger, catalogar y poner al servicio de la investigación estos fondos, que son los que guardan realmente buena parte de esa memoria histórica de la que tanto se habla.

Debo también añadir, porque creo que es importante, que La justicia de Queipo fue —hasta donde alcanzan mis conocimientos— el primer trabajo donde se habló de desaparecidos en relación con la represión franquista. Este libro trata de desaparecidos, se leía en el texto de la contraportada. Recordemos que hasta 2002 no llega la eclosión de la llamada «recuperación de la memoria histórica». En 2000 La justicia de Queipo representaba una apuesta original y un tanto arriesgada, y mi experiencia anterior, con trabajos sobre Sevilla y Huelva que costó mucho tiempo y esfuerzo sacar a la luz, me llevó a editarlo yo mismo. El resultado, desde mi punto de vista, fue una obra artesanal digna. Luego vino la distribución, que dejé en manos del Centro Andaluz del Libro y que sólo abarcó el suroeste y un par de puntos más en Madrid y Barcelona. En fin, una apasionante pesadilla.

A pesar de todos estos condicionamientos La justicia de Queipo tuvo buen recorrido. En ello influyó sin duda la referencia que al libro hizo en Babelia Santos Juliá, la reseña que Paul Preston realizó para el Times Literary Suplement y el apoyo que en todo momento le prestó Josep Fontana, a quien debo agradecer esta nueva oportunidad para un libro al que todo le fue difícil. Baste decir que nunca fue presentado en Sevilla (la presentación programada en la Casa de la Provincia se aplazó sine die).

Esta segunda edición ha sido corregida y revisada en profundidad, y para mejorar la anterior ha sido ampliada, en unos casos añadiendo la información surgida tras su publicación y en otros introduciendo nuevos casos que quedaron entonces pendientes o que me han llegado después.

Finalmente, debo agradecer la ayuda recibida de Fernando Romero Romero, de José María García Márquez y de todas aquellas personas que tras leer el libro quisieron aportarme nuevos datos o simplemente saber de dónde había sacado yo la información. Tampoco sería justo olvidar a los encargados del archivo en aquellos años. Y por supuesto a mi amigo Manolo Tapada, ya fallecido, con quien compartí cientos de horas en la soledad del archivo.

Sevilla, 27 de junio de 2005