Prólogo.

Prólogo

UNA DE LAS PERSONAS que más contribuyó a la historiografía de la guerra civil española fue el americano Herbert Rutledge Southworth. En su primera gran obra, El mito de la cruzada de Franco (París, 1963), diseccionaba con la habilidad y precisión de un médico forense algunas de las leyendas construidas por el franquismo. Después amplió su técnica al aplicarla al estudio minucioso de uno de los mitos de la guerra: el bombardeo de Guernica. Unos veinte años más tarde se planteó revisar el primer libro, comenzando con lo que había dicho sobre el supuesto complot comunista que se utilizaba como justificante para el golpe militar de julio de 1936. Este proyecto, sin embargo, superó con creces la simple puesta al día de un capítulo y acabó convirtiéndose en todo un libro, que terminó poco antes de morir: El lavado de cerebro de Francisco Franco. Conspiración y guerra civil (Crítica, 2000). De haber vivido lo suficiente, su siguiente tarea en la puesta al día de sus investigaciones hubiera sido la reconstrucción de la matanza de Badajoz.

La herencia científica de Southworth ha sido recogida por varios historiadores, entre ellos Alberto Reig Tapia, cuyas investigaciones de algunos mitos han aclarado muchísimos aspectos del franquismo y sobre todo de la represión. Entre sus logros está el estudio de lo que pasó en Badajoz, incluido en Memoria de la guerra civil. Los mitos de la tribu, aparecido en el mismo año en que falleció Southworth (Alianza, 1999). No me cabe duda de que a éste le hubiera gustado mucho aquel libro que sabía seguir los pasos de su «crítica textual con lupa». Igualmente creo que le hubieran gustado, más aún si cabe, los libros de un historiador extremeño arraigado en Sevilla, Francisco Espinosa Maestre. Uno de ellos, El fenómeno revisionista o los fantasmas de la derecha española (Los Libros del Oeste, 2005), también abunda en la crítica textual punzante y, como el mismo Southworth, en un agudo sentido de la ironía. Otro libro suyo, La columna de la muerte. El avance del ejército franquista de Sevilla a Badajoz (Crítica, 2003), cumple con creces toda la esperanza de Southworth de que alguna vez hubiera un libro que contara la verdad de la represión franquista en la provincia.

El libro que ahora tenemos entre manos, La justicia de Queipo. (Justicia selectiva y terror fascista en la II División en 1936: Sevilla, Huelva, Cádiz, Córdoba, Málaga y Badajoz), es bastante distinto a La columna de la muerte, aunque estoy seguro de que también le hubiera gustado a Southworth por la seriedad y el cuidado con que está elaborado. Una primera edición fue publicada por el propio autor en el año 2000, en el momento en que las investigaciones sobre la represión franquista pasaban de cuantificarla a profundizar en ella. Pero, dadas las limitaciones de la autoedición, tuvo un alcance muy limitado. Ahora me enorgullezco de poder prologar esta nueva edición muy ampliada y enriquecida.

Este libro muestra cómo Espinosa ha superado una de las mayores dificultades que enfrenta a los muchos historiadores que en todos los rincones del país se dedican a reconstruir la represión. Dicha tarea tan esencial se ha visto dificultada por la sistemática destrucción de material de archivo. Esto sugiere un sentimiento de culpabilidad, como se podría decir de la desaparición de la documentación diplomática española respecto a la tan cacareada neutralidad de Franco en la segunda guerra mundial: si los franquistas no tuviesen dudas morales respecto a sus actos dentro y fuera de España, ¿por qué hicieron desaparecer la evidencia? En cambio, los archivos que documentan los crímenes, reales e imaginarios, de los republicanos se reunieron cuidadosamente y se mantuvieron hasta el día de hoy. Subyace a los muchos méritos de este libro extraordinario de Francisco Espinosa Maestre su conocimiento de la destrucción de millones de documentos entre 1965 y 1985 por los que él considera «los secuestradores del pasado, los amos de la memoria histórica». Aun cuando la documentación existe, a veces el acceso a ella se ve obstaculizado por unos archiveros a quienes describe como «los amos de la memoria o los gestores del olvido», y el autor nos da un retrato kafkiano de los distintos trucos utilizados por algunos de ellos pura impedir que los investigadores accedan a los documentos. Enmarcaba aquella destrucción entre dos fechas: 1965, como el año en el que los franquistas empezaban a pensar lo impensable, que el Caudillo no era inmortal y que tenían que hacer sus preparativos para el futuro, y 1985, porque fue el año en el que el gobierno español empezó a implantar de forma un poco indecisa un programa para proteger los recursos archivístico de la nación. Entre lo perdido durante aquellos veinte años tan cruciales están los archivos del partido único, la Falange, con sus fichas y expedientes sobre sus cientos de miles de afiliados. Los archivos de las sedes de la policía de provincias, de las cárceles y de la principal autoridad provincial franquista, los gobiernos Civiles, también desaparecieron. Los archivos «judiciales» de la represión fueron recogidos por vehículos enviados desde Madrid. Pero además, como recuerda Espinosa, junto a la destrucción deliberada de los archivos hubo también pérdidas accidentales cuando algunos municipios vendieron sus archivos como papel al peso para el reciclaje.

Espinosa ha utilizado a fondo los archivos de los tribunales militares de la Segunda División, es decir del suroeste, correspondientes al período durante el cual la autoridad suprema judicial en la región era el notorio general Gonzalo Queipo de Llano, un hombre cuyas emisiones radiofónicas nocturnas alentaban el asesinato y la violación. Espinosa describe el proceso de investigación de dicha documentación reveladora del reino de terror impuesto por los facciosos militares en julio de 1936, de la siguiente manera: «Bucear en los expedientes de la Auditoría supone una auténtica bajada a los infiernos, al reino del terror implantado por los sublevados a partir del 18 de julio». Como nos muestra detalladamente, «la documentación utilizada nos dice más de los verdugos que de las víctimas». A través de los documentos que ha descubierto, deja hablar a los mismos rebeldes, contando lo que lucieron y por qué lo hicieron. Así, nos proporciona la mentalidad de los golpistas y de sus secuaces, los asesinos, ladrones y violadores que, ungiendo hacer la «limpieza», cometieron todo tipo de atropellos en el nombre de la Patria. El autor reconoce que fue un privilegio encontrar el material que ha manejado, pero nosotros los lectores tenemos que reconocer cómo él ha sabido formar una visión coherente a partir del caos de dicha documentación. Una cosa es encontrarla, otra es entenderla y después localizar a parientes supervivientes para llenar baches y completar las historias. Como él mismo comenta: «sólo de esta forma es posible hacerse una idea completa del grado de manipulación y desinformación que entrañaban cada uno de estos aberrantes procesos seudolegales».

Espinosa muestra que, además de asesinos y violadores, los rebeldes eran mentirosos: ocultaban sus crímenes y exageraban sus hazañas. Comienza su libro con el desmantelamiento de un mito, el del heroísmo espontáneo con que supuestamente el general Queipo de Llano conquistó el poder en Sevilla el 18 de julio, y para ello hace un despliegue de investigación incansable y capacidad analítica dignas del gran Southworth. La versión que se ha convertido en convencional sostiene que la ciudad del Guadalquivir fue conquistada por Queipo y por un puñado de seguidores intrépidos (en distintas autoalabanzas el mismo Queipo alegaba que no eran más que ciento cincuenta e incluso en una ocasión llegó a decir que eran solamente quince). Sin embargo, como nos muestra Espinosa cuidadosamente, la ciudad fue tomada por alrededor de 5800 hombres perfectamente pertrechados, con artillería, intendencia, transmisiones, unidades sanitarias, en una palabra, por la gran mayoría de la guarnición de Sevilla.

En términos de investigación de primera mano, el logro de Espinosa Maestre es realmente extraordinario. Sin embargo, el retrato que nos hace de la represión en el sur es, de manera inevitable, incompleto. No nos puede ofrecer un análisis estadístico porque la documentación que ha sobrevivido no es suficiente. Para acercarnos a la historia de la represión tenemos que leer no docenas sino cientos de libros de historia local que con tanta buena voluntad se están haciendo ahora. Sin embargo, estas historias de algo más de cien hombres y mujeres que sufrieron a manos de Queipo de Llano y sus esbirros son increíblemente reveladoras. Algunos se vieron arrastrados delante de los tribunales militares acusados de rebelión militar, el nombre surrealista que dieron los franquistas al «delito» de no haber apoyado el golpe militar. Otros desaparecieron o fueron encontrados en una cuneta o un cementerio, o sus casas fueron saqueadas o sus mujeres o hijas violadas, o todas estas cosas a la vez. Los documentos que de modo excepcional cuentan sus historias son resultado del hecho de que algún pariente o amigo, con influencia o con coraje extraordinario, hiciera la denuncia correspondiente.

En total, Espinosa nos proporciona una visión horrenda del proceso a través del cual los que perdieron el poder en las elecciones democráticas de 1931 lo recuperaron por la violencia en 1936. Su libro abunda en percepciones originales. Respecto a los primeros meses en el sur, Espinosa muestra que difícilmente se puede hablar de guerra civil cuando los rebeldes militares, bien armados, experimentados, con apoyo logístico de todo tipo y fuerzas aéreas, lucharon contra civiles. También nos describe una situación en la que el horror de los pueblos del sur, con asesinatos sistemáticos, violaciones, rapiña, fue tal que, como dijo alguien, los vivos terminaron envidiando a los muertos. Distingue entre el terror inicial visceral y el terror encubierto de hipocresía que se practicaba detrás de la farsa de la «justicia militar».

Una muestra de las revelaciones de este libro es uno de los nuevos capítulos que trata de una denuncia hecha al general Varela en un informe de Felipe Rodríguez Franco, fiscal de la Audiencia Provincial de Cádiz, el 28 de mayo de 1937, con respecto a lo que le parecían unas instrucciones ilegales cursadas a los miembros de los Consejos de Guerra Sumarísimos de Urgencia por el hombre que dirigía el aparato jurídico de Queipo de Llano, el auditor militar Francisco Bohórquez Vecina. Según Rodríguez Franco, Bohórquez «sentó el principio de que todos los Apoderados e Interventores del Frente Popular en las llamadas elecciones de 1936 tenían que ser procesados determinándose en el acto del juicio oral, por la impresión que en el Tribunal produjese la cara de los procesados, quiénes debían ser condenados y quiénes absueltos; todos los Milicianos rojos también, como regla general, debían ser procesados y fusilados, lo cual supone a nuestro juicio un evidente desconocimiento de la realidad del problema, ya que estos Milicianos si son aprehendidos por nuestras fuerzas deben ser hechos prisioneros y tratados como tales según las leyes de la Guerra y si se presentan espontáneamente a nuestras líneas deben ser no procesados en cumplimiento de los repetidos ofrecimientos hechos por las Autoridades Militares, siempre que no hubieran cometido algún crimen; indicó el porcentaje aproximado que debía conseguirse entre las distintas penas que dictara el Consejo, y llegó a determinar, apriorísticamente, el valor de la prueba diciendo que bastaba con un solo testigo de cargo para condenar. Puestos en el trance de cometer la monstruosidad jurídica… de aplicar retroactivamente preceptos sancionadores, hubimos de considerarlas como inexistentes aquellas indicaciones, y procuramos reflejar en cuantas sentencias fuimos Vocal Ponente un criterio impecablemente jurídico. Por ello, sin duda, recibimos un oficio de la Auditoría en que se nos comunicaba haber dejado de pertenecer al Consejo por no ser ya necesarios nuestros servicios; claro es que, simultáneamente, se hizo el nombramiento a favor de otro compañero». Varela acusó recibo pero, como era de esperar, no hizo nada.

La extraordinaria riqueza del libro se pone de manifiesto una y otra vez. Nos demuestra con pruebas la práctica de los rebeldes de permitir requisas y saqueos. Nos cuenta también la naturaleza frívola de muchos asesinatos cometidos en nombre de la Patria. Un ejemplo escalofriante es un caso de lo que llama Espinosa «caza humana», con el asesinato en Dos Hermanas del muchacho de diecinueve años Antonio Prior Salvatierra. Mientras se dirigía al campo para segar garbanzos en la mañana del día 31 de julio de 1936, este muchacho fue detenido por unos soldados quienes le mataron con alevosía. El caso representa un buen ejemplo de los procedimientos pseudolegales de los rebeldes, ya que a pesar de la investigación que mostraba de forma clara que había sido asesinado a sangre fría, fue registrada su muerte como consecuencia «del movimiento revolucionario». Los muchos testigos que habían presenciado el asesinato fueron ignorados y sólo los que hablaron a favor de los acusados fueron tenidos en cuenta. Finalmente, como el oficial responsable del asesinato «prestó en este Cuerpo desde el inicio del Movimiento valiosos servicios a la causa» y «dicho alférez desde el primer día de iniciado el Movimiento ha prestado valiosísimos servicios en la sofocación de la rebeldía mostrada por núcleos grandes de marxistas de esta localidad», se decidió, en contra de la evidencia, que la víctima había sido asesinada por intentar fugarse. En éste, como otros casos que explica, hay que concluir, con el propio Espinosa: «al fin y cabo ¿qué más daba?, ¿acaso interesaba la verdad a alguno de ellos?».

Un elemento totalmente fascinante del libro es lo que nos cuenta de la represión económica, entonces denominada «reparación pecuniaria», es decir el saqueo y, de modo más formal, las incautaciones y multas. Espinosa explica cómo la situación permitió a muchos individuos explotar unas situaciones donde los límites entre lo prohibido y lo permitido se hallaban muy difuminados. Como muestra de que de la posibilidad de apropiarse de los bienes de los «rojos» nacía la de acusar de «rojo» a alguien para apropiarse de sus bienes, aporta unos documentos que prueban que no sólo se produjeron saqueos en el momento de la entrada en los pueblos de los sublevados «sino que el acoso a los vencidos llegó incluso al expolio general, desde arriba hasta los más humildes, a los que se despojó de todo». A pesar de que se justificaba el despojo como destinado a fines patrióticos, muchas veces fue para el enriquecimiento particular de los represores. En este sentido, confirma que pasaba en Andalucía lo que ha mostrado Conxita Mir que pasaba en Cataluña.

Igualmente escalofriante, pero aún más novedoso, es el descubrimiento por Espinosa de uno de los poquísimos casos de un verdugo fascista a quien se castiga por sus crímenes. Un brigada retirado de infantería, de Toledo pero vecino de San Roque, Justo López Rodríguez, fue un alcohólico que asesinaba y robaba a su antojo en San Roque hasta el punto de acumular una pequeña fortuna. A pesar de varias protestas, pudo actuar con impunidad hasta que el escándalo consiguiente fue aireado en la prensa de Tánger. Solamente entonces fue procesado y condenado a muerte el 27 de mayo de 1938.

Muestra Espinosa que el descontrol era tan grande que también había personas afectas al movimiento víctimas del mismo. La arbitrariedad era tal que hubo casos como el del ventero Rafael Pío Chaves, asesinado por unos Falangistas por motivos venales, o el del sastre Frique, humillado, rapado y obligado a beber aceite de ricino por haber despedido de su empresa a alguien a quien consideraba incompetente y que resultó ser falangista. También se cuenta el caso del capitán jurídico Eduardo Cerro Sánchez Herrera, secuestrado, rapado y obligado a beber aceite de ricino por unos matones falangistas porque uno de ellos había oído que era un rojo. Resultó que no pasó nada a los responsables porque Cerro Sánchez Herrera había pertenecido brevemente al partido conservador republicano Unión Republicana y porque algunos familiares habían sido represaliados.

Página tras página de este singular e importantísimo libro, cabalgan delante de nosotros casos que subrayan lo que dice el autor de que narrar todo esto es «una bajada a los infiernos». Se rememoran algunos de los muchísimos casos de gente que huía de sus pueblos a la llegada de las columnas rebeldes simplemente porque había votado a un partido de izquierdas en febrero de 1936 y, añorando su familia y sabiendo que no habían cometido ningún crimen, se entregaba al amparo de las promesas de que nada le pasaría. A muchos los asesinaron bandas de falangistas, los mismos que tantas veces abusaron de sus mujeres. O nos cuenta también el historial de asesinatos, violaciones y rapiñas de un guardia civil de un pueblo de Cádiz, Benamahoma, en colaboración con una banda de falangistas conocidos como Los Leones de Rota.

Este magnífico libro no es, pues, como se puede imaginar, de lectura agradable, pero sí que es de lectura obligada. Y, como ocurre con los de Southworth, de los libros de Francisco Espinosa Maestre se aprende mucho. Se aprende mucho desde el punto de vista empírico por los datos que aporta, y metodológicamente por la seriedad con que ha investigado y la inteligencia con la que ha reconstruido estas historias. Pero sobre todo se aprende mucho en lo humano por la dedicación con que Espinosa ha trabajado para recuperar la memoria de las víctimas y de sus sufrimientos a manos de los golpistas, de sus matones falangistas y de los que no se mancharon directamente de sangre pero estaban detrás: la burguesía rural adinerada que financió las operaciones y los clérigos que las legitimaron.

Paul Preston, septiembre de 2005