Introducción.

Introducción

Todos somos futuros cadáveres, y nada más que eso. Gocemos al menos del derecho a morir en paz. Cuando el injusto azar ponga fin a nuestro tiempo, que sea sin la ayuda de la mano de ningún otro hombre, de ningún otro, también, futuro cadáver.

Francisco Tomás y Valiente (1987)

CADA VEZ RESULTAN MÁS EVIDENTES las razones por las que fueron destruidos ciertos archivos y otros han llegado hasta nuestros días cerrados a cal y canto o bien en situación de entreabiertos. Debemos pensar que las particularidades de la transición española, pródiga en indefiniciones, en terrenos de nadie, permitieron un amplio campo de actuación a los que podríamos llamar los secuestradores del pasado, los amos de la memoria histórica. Entre 1965 y 1985 se destruyeron en nuestro país miles de documentos referidos al pasado inmediato, concretamente a los quince años que van de 1931 a 1945. Los márgenes no son caprichosos: 1965 vendría a representar esa fecha imprecisa en que tantas personas, conscientes plenamente de dónde venían y sin saber muy bien dónde iban, se plantearon en su fuero interno su «Adiós a todo eso»; 1985 fue el año en que se aprobó la Ley de Archivos, primer paso de un dubitativo proceso que luego quedó a medio camino. En esos veinte años, y de manera tan efectiva como caótica, se produjo el expurgo.

Desaparecieron los archivos de la Falange, con sus minuciosos ficheros y legajos repletos de expedientes personales. Con ellos desaparecieron las biografías detalladas que dieron cuerpo al fascismo español y miles de informes político sociales de personas pertenecientes a los variados partidos y organizaciones a los que la Falange consideró enemigos. También desaparecieron, en camiones que recorrieron los juzgados del país, los documentos judiciales que rodeaban el mundo de la represión, documentos delicados como los expedientes de inscripción de defunciones fuera de plazo legal, las comunicaciones de sentencia de los Consejos de guerra, las resoluciones de los Comités Provinciales de Incautaciones o las resoluciones de los Tribunales de Responsabilidades Políticas. Desaparecieron igualmente los archivos de muchos Gobiernos Civiles y con ellos, al ser paso obligado entre los poderes locales y la máxima autoridad militar, una documentación fundamental para conocer la implantación detallada del golpe militar en cada provincia. Desaparecieron total o parcialmente los archivos de algunas prisiones provinciales como la de Sevilla y, por tanto, las huellas de miles de vidas y del tiempo en que no había espacio para tanto preso. Así podríamos seguir hasta extremos sorprendentes, como por ejemplo la desaparición de los archivos de la Cruz Roja, organismo asimilado por Falange y las oligarquías locales a partir de julio de 1936. Del archivo de Badajoz, por ejemplo, queda un folletito de unas pocas hojas.

Algunas de estas pérdidas son irreparables: sin los ficheros de las Delegaciones de Orden Público, activísima base de datos que contenía completa información sobre todas las personas que pasaron por dependencias tanto militares como civiles a consecuencia del golpe militar, nunca podremos saber la verdadera realidad del golpe. Tenemos pruebas. En octubre de 1938, desde la Jefatura del Servicio Nacional de Seguridad, dependiente del Ministerio de Orden Público, se ordena a las delegaciones provinciales la confección de un informe que contenga por localidades la información siguiente: «número de fusilados, desaparecidos, detenidos, destinados a batallones de trabajo, desterrados, sancionados, huidos y asesinados en esta demarcación desde la iniciación del Movimiento Nacional hasta fin de septiembre de 1938». Unos días después se matizó que «la casilla de FUSILADOS comprenderá a aquéllos que se aplicó la Ley en su grado máximo por nuestras autoridades» y que la de «ASESINADOS se rotulará así: ASESINADOS POR LOS ROJOS». Las delegaciones provinciales de Orden Público elaboraron los informes basándose en datos de la Guardia Civil. Actualmente sólo es posible consultar en el Archivo Histórico Nacional los datos de dos provincias, una de ellas Sevilla. La increíble historia que condujo al descubrimiento en Paraguay del llamado «Archivo del terror», miles de documentos sobre las actividades represivas realizadas en común por Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay y Brasil, no parece que sea ya posible en nuestro país.

Fundamentalmente expurgaron los franquistas. A veces por ignorancia y desprecio absoluto hacia el pasado y otras, las más, intencionadamente. Tras el pacto de sangre vino el pacto de silencio, cuyo primer soporte fue la censura, mucho más perniciosa que la propaganda.

Hubo cierto ayuntamiento que en los años cuarenta vendió como papel al peso documentación inútil de los años anteriores y lo que quedaba en el archivo del paso y estancia por el municipio de las tropas francesas en la primera de las guerras civiles del siglo XIX. Dos guerras en el mismo lote y baratas. Ya en la transición, con la UCD y luego el PSOE en el poder, se pasó de la destrucción a la desidia y al abandono. Tareas de urgencia como la protección y conservación de los restos del naufragio quedaron postergadas en pro de otras necesidades consideradas más urgentes. Las relaciones de parentesco con los beneficiados del sistema anterior, cuando no el directo protagonismo en él entre los primeros dirigentes de la transición, favorecieron cierto desinterés por el pasado que afectó sin duda de forma muy negativa a ese legado documental, legado que convenientemente abandonado en algún sótano o desván acabó unos años después en la basura. En las provincias del suroeste costó mucho trabajo poner de acuerdo a las diferentes instancias que debían afrontar una tarea que, para ser efectiva, tendría que haber sido coronada con la creación de puestos de archiveros en los municipios relevantes. Lo cierto es que en la segunda mitad de los ochenta, y a pesar de que el desastre era ya irreparable, se realizó una labor ingente que puso a salvo lo que había llegado hasta nosotros. Desgraciadamente no tuvo carácter nacional, de forma que la raya autonómica marcó a veces el destino de los archivos de pueblos unidos por la historia y separados por unos kilómetros de distancia. Convendría repensar la afirmación de Agustín Gómez-Arcos: «La dictadura imponía el silencio, la democracia impide la memoria»[1]. Lo cierto es que, gracias a la larga dictadura y al modelo de transición, la mayoría de los vencedores dejaron esta vida sin tener que afrontar la realidad y el público conocimiento de lo que llamaron el Glorioso Alzamiento Nacional, el misterioso G. A. N. de los documentos de los cuarenta o, dicho de otra forma, sin afrontar el pasado oculto, en expresión del historiador Julián Casanova. Los años de fascismo, el miedo, la emigración de tantos y la ignorancia ajena, y en general las grandes transformaciones socioeconómicas de los sesenta, al diluir vidas y memorias, hicieron más llevaderos sus años. Puede ser interesante recordar ciertas reflexiones de Herbert Southworth con motivo del quincuagésimo aniversario de la guerra civil:

Yo he oído rumores de un acuerdo tácito entre varios grupos políticos en España para olvidar la guerra civil en interés de la paz civil. España es hoy una democracia política y, en mi modesta opinión, en una democracia no se puede olvidar la historia del propio país… No creo que la deformación o la ocultación de la verdadera historia de un país pueda ayudar al desarrollo de una democracia, sobre todo cuando el encubrimiento de la verdad histórica, practicado durante cuarenta años por ciertos elementos de la población, los vencedores de la guerra civil, no ha servido a otro propósito que la perpetuación de una dictadura militar.

Si la democracia española, recién establecida, no ayuda a confirmar la verdad histórica de la guerra civil, puede perder su propia legitimidad y, lo que es mucho peor, su alma…

La batalla de la propaganda de la guerra civil es una batalla continua, incesante[2]

La documentación utilizada para la realización de este libro procede casi en su totalidad del antiguo Archivo de la Auditoría de Guerra de la II Región Militar, abierto a finales de los noventa a la investigación por el entonces capitán general Agustín Muñoz-Grandes Galilea. Dañado por varios traslados y fuera de uso, el archivo volvió a la vida como consecuencia de la aprobación de pensiones para las personas que pasaron por prisión a causa de la guerra civil. Como suele pasar en nuestro país, la posibilidad de acceder a las Auditorías de Guerra ha llegado de manera gradual a los diferentes archivos, de modo que lo que se puede hacer sin traba alguna en Sevilla quizá no sea posible alcanzarlo en otras Regiones Militares[3]. También hay que decir que la felicidad total no existe en ámbito humano alguno, ya que en el caso que nos ocupa el fichero del archivo no es del todo efectivo y parte de la documentación, precisamente la que afecta a 1936, sigue sin estar ordenada con el paso de los años. Cabe plantearse de todos modos que si se ha logrado dar con estos documentos sin estar ordenado el archivo, qué será lo que veremos cuando esté catalogado. Bucear en los expedientes de la Auditoría supone una auténtica bajada a los infiernos, al reino del terror implantado por los sublevados a partir del 18 de julio. Esto abre nuevas perspectivas en un terreno hasta ahora limitado a los libros de memorias y a los testimonios e investigaciones sobre la casuística represiva; en esta ocasión será la propia documentación generada por las oficinas militares judiciales la que nos cuente de manera selectiva algo de lo que pasó, a quiénes y cómo.

Por las páginas que siguen desfilarán hombres y mujeres, civiles y militares, alcaldes, concejales y gobernadores, y paisanos de todo tipo. El objetivo de este trabajo no es mostrar la realidad de lo ocurrido en cada caso, tarea por lo demás imposible de efectuar, ni realizar una complicada investigación de cada expediente siguiendo el rastro de familiares y amistades, sino exponer la realidad represiva desde la perspectiva de sus inductores y a través de la escasa y parcial documentación que dichos procesos generaron. De cualquier forma debe quedar claro que la documentación utilizada nos dice más de los verdugos que de las víctimas, y que, por supuesto, el principio de la verdadera historia de cada hecho narrado empezaría precisamente en el punto final de cada relato, cada uno de los cuales constituiría, por así decirlo, un iceberg del que sólo atisbamos a ver una mínima parte de su dimensión real.

Se exponen en total las vicisitudes de más de cien personas. Unas juzgadas en Consejos de Guerra y otras, las más, cuya desaparición y muerte fueron objeto de denuncia posterior dando lugar a apertura de diligencias. Como puede suponerse, la mayoría de estos documentos, totalmente alejados de los verdaderos procedimientos judiciales, tienen grandes limitaciones, pero incluso así asoma por ellos algo de la vida acallada por la violencia y el terror. He prestado especial atención a las autoridades políticas pero no he olvidado a la gente corriente; abundan las personas políticamente comprometidas con posturas de izquierdas, pero también hay casos —la arbitrariedad fue componente básico de la violencia fascista— de personas de derechas víctimas de su propio bando[4]. Los avatares de algunas de las autoridades civiles y militares de Sevilla, Cádiz, Huelva y Badajoz son buena muestra de todas las modalidades represivas aplicadas por Queipo y los suyos en los primeros momentos. Entre los casos especiales destacan el del periodista cordobés Joaquín García-Hidalgo, ampliación de una investigación ya ofrecida por Francisco Moreno Gómez, y el del pintor sueco Torsten Jovinge, una víctima a la que el aprecio cada vez mayor de su obra y las extrañas circunstancias de su muerte convierten en un verdadero reto para la investigación. Pero la mayoría de los cadáveres, al contrario que el del artista sueco, aparecieron en calles, muros y carreteras, y esto, que antes motivaba toda una serie de obligados pasos legales, ahora se convirtió en rutina ilegal, pues en la mayoría de los casos se encargaba a alguien que los recogiera y enterrara en fosa común o incluso en fosas abiertas en el campo.

De entre los pocos casos que llegaron a la Auditoría he recogido algunos ejemplos de Sevilla, Cádiz y Huelva, pero a la vista está que los más importantes se producen tras la ocupación de ciudades que oponen alguna resistencia. La estrecha relación entre la Falange y el fenómeno represivo es objeto de un extenso apartado donde se relacionan cinco sucesos relativos a Sevilla y Badajoz. Finalmente he agrupado aparte varias historias casi todas protagonizadas directa o indirectamente por mujeres, a las que tocó la ingrata tarea de seguir adelante en aquel pozo negro y sin fondo que llegó a ser la vida para los vencidos a partir de su supuesta «liberación». Es indudable que los hechos dieron la razón a los que muy prontamente percibieron que no habría de pasar mucho tiempo para que los vivos envidiaran a los muertos. Al reunir y exponer todos estos casos se pretende, lejos de cualquier exposición teórica, que se vea claramente qué fue en su práctica aquel golpe militar, en qué consistió aquella «gesta heroica». Todo lo que aquí se cuenta fue cuidadosamente silenciado y ocultado, y nunca la Justicia podrá ya restaurar la verdad que late en cada una de estas historias. Ése, en todo caso, será el papel de la Historia.

De todo ello quedó alguna constancia en la Auditoría de Guerra, aunque en la mayoría de las ocasiones esto ocurrió de manera excepcional. Los Consejos de Guerra iniciales se orientaron en general contra militares y ni siquiera éstos tenían seguridad de llegar al final. A veces se intentó inicialmente guardar las formas, generándose extraños expedientes inacabados por la desaparición del acusado. Algunas de estas desapariciones de personas fueron denunciadas cuando ya había pasado la época del terror, y fueron personas cercanas al Nuevo Orden, familiares o amigos, las que promovieron la apertura de diligencias que invariablemente chocaron con personas o grupos influyentes y que acabaron archivándose o sobreseyéndose. Pese a todo debe quedar claro que la mayoría de las muertes violentas de 1936 no dejaron huella alguna en el archivo. Toda la actividad habida en la Auditoría a partir de la declaración del estado de guerra fue recogida en un Registro Especial de la Secretaría de Justicia.

En muchas ocasiones he preferido copiar literalmente los textos originales, tan claros y de intencionalidad tan evidente que no requieren comentario alguno. Hay también otro motivo: algunos documentos, de irrepetible estilo, traslucen tantas cosas que he creído mejor reproducirlos parcialmente antes que parafrasearlos o condensarlos. En algunas ocasiones, muy pocas si pensamos en el conjunto de la documentación utilizada, he ocultado nombres y lugares; todos los demás constan porque están en los documentos. Con todo, no podemos quitaros nunca de encima la sensación de estar tratando con material tan delicado como ajeno al Derecho y a la Justicia, con material no clasificado, cuestión que ineludiblemente nos reconduce a la transición y a la peliaguda cuestión de la legitimidad histórica del régimen político posterior al 18 de julio de 1936. Y por encima de todo, y siempre, el deseo de compaginar la recuperación de la memoria histórica con la voluntad de no crear problemas que no existen. De todas formas es imposible reprimir ciertos pensamientos. Cuando ahora vemos cómo algunos militares chilenos implican a su jefe Pinochet en el asesinato del exministro Orlando Letelier, vemos también a Díaz Criado o a cualquiera de los del Estado Mayor declarando que cuando se decidió eliminar a cierto diputado, a cierto alcalde o a un vecino cualquiera simplemente obedecían órdenes del general Queipo de Llano.

Después del expurgo y dado el lamentable estado en que gran parte de la documentación ha llegado a nosotros, produce asombro la fanática cerrazón con que ciertos funcionarios, unos desde los Ayuntamientos, otros desde los Juzgados y otros desde los archivos de la Administración, protegen, con ferocidad digna de otros menesteres, los fondos a su cuidado[5]. Según parece, su función no consiste en conservar ese legado para uso y beneficio de la sociedad, sino en impedir a toda costa que cualquiera de los legajos a su cuidado sea no ya consultado sino simplemente sacado de su sitio. Ése sería el legajo feliz. Son los amos de la memoria o los gestores del olvido. Pensaba yo que estos males, que padecimos en los ochenta y que ya narré en otro trabajo anterior[6], eran ya cosa del pasado, pero no. Siguen ahí. Y no es que sea así por la maldad intrínseca de dichos funcionarios sino porque fallan las leyes, cuyos principios de nada sirven si no se desarrollan y que incluso admiten interpretaciones opuestas. No nos ponemos de acuerdo ni en qué documentos tienen carácter público ni en lo que eso implica. Siguen teniendo un peso considerable los viejos sistemas: puede ser más eficaz un buen contacto que una solicitud, un carnet o un permiso en regla. La negativa del funcionario, arbitraria prerrogativa del poder, derrumba y avasalla. Además, lo que un funcionario te niega, otro (¡del mismo archivo!), te lo puede proporcionar amablemente. O sea, que un mismo archivo puede albergar a un funcionario partidario del predominio del derecho a la información y a otro del derecho al honor. Puede entenderse que los de cierta edad tuvieran miedo, pero ya se han ido. ¿Qué se protege ahora? ¿Qué lleva todavía hoy a un funcionario a decir que de cierta documentación no pueden solicitarse muchas fotocopias? ¿Qué lleva a otro a negar la consulta de expedientes personales relacionados con la guerra civil arguyendo que, al fin y al cabo, un expediente es «tan íntimo como un historial clínico»?

Alguien debería aclararnos de manera satisfactoria si podemos investigar nuestro patrimonio documental hasta 1955 o no. Mas no se piense que se tapa todo. Cabe investigar casi todo lo investigable, pero en cuanto salga «eso», y «eso» no es otra cosa que el ciclo República, guerra y posguerra, todo cambia. Y ya se sabe lo que supone una negativa: el inicio de un largo y tortuoso peregrinaje por niveles superiores que lo último que desean es rozar con instancias medias e inferiores. Entretanto el investigador, agotado, ya habrá desistido. Uno menos[7].

Existe, por otra parte, una tendencia a englobar algunos trabajos sobre la guerra civil, del que este bien pudiera servir de ejemplo, como trabajos sobre la represión, creando así una especie de subgénero de tipo menor en el que se pretende meter ciertos trabajos recientes sobre la guerra. No sé hasta que punto se es consciente de lo que está costando desmontar el aparatoso artilugio que el franquismo nos transmitió sobre sí mismo y sobre su gestación y desarrollo. Esos libros sobre la represión son realmente libros sobre la guerra civil, y parece ya hora de que quede claro que lo que llamamos guerra, en numerosos lugares de España y en provincias como Cádiz, Sevilla, Huelva o partes de Córdoba o Badajoz consistió, de entrada, simplemente en eliminar cierto número de gente y en traspasar a otras manos el poder político perdido en 1931. Creo que ciertas corrientes historiográficas que no tienen problema alguno en recurrir de manera acrítica a la CAUSA GENERAL y que presumen de ser liberales, rechazan en el fondo estas laboriosas líneas de investigación, repletas de horas de archivo, en que de manera descarnada se percibe cómo la sangre fue la materia prima sobre la que se cimentó el largo periplo iniciado por los sublevados en julio de 1936. Hay libros referidos a las provincias mencionadas en que se habla de operaciones militares, de objetivos, de estrategia, etc. Efectivamente existieron, pero ello no quiere decir que podamos hablar de guerra. Un ejército que enfrente tiene a la población civil desarmada o mal armada y a la que por más numerosa y armada que esté siempre supera en preparación y medios no está en guerra, sino que simplemente ha dado un golpe militar. Supongo que algún tratadista de temas militares habrá establecido alguna vez la diferencia existente entre una batalla y una matanza. Es posible que los estudios militares hablen de campaña y estrategia al tratar sobre cómo se ocupó la Sierra de Huelva por la Columna Redondo o los pueblos de la ruta Sevilla-Mérida por la Columna Madrid, pero nosotros no debemos caer en semejante falacia.

Pondré un ejemplo de utilización peculiar de los documentos. Quienes hayan podido acceder al Servicio Histórico Militar habrán podido leer ciertas instrucciones para las Columnas de Operaciones escritas por Francisco Martín Moreno, coronel-jefe del Estado Mayor de Franco, el 12 de agosto de 1936, dos días antes de la toma de Badajoz. Como todas las instrucciones, recogían la experiencia acumulada y orientaban sobre la actuación a seguir al paso por los pueblos. Allí puede leerse:

La influencia moral del cañón mortero o tiro ajustado de ametralladora es enorme sobre el que no lo posee o no sabe sacarle rendimiento.

Es comprensible que nunca se reproduzcan íntegramente estos documentos[8]. La frase, de todo un coronel, Martín Moreno, no requiere comentario. ¿Qué guerra es ésa en que unos tienen aviación y cañones y otros fusiles y escopetas de caza? ¿Qué guerra en la que los defensores de Badajoz, los mejor preparados de todo el trayecto, soportan estoicamente los bombardeos inmisericordes de los aviones de Queipo desde el 7 al 14 de agosto, aviones que, soltada la carga y sin enemigo a la vista, incluso se permiten descansar en Elvas antes de retornar a Tablada? No creo que en ninguna de esas operaciones que los golpistas realizan en el sur durante el primer mes, entre la caída de Sevilla y la de Badajoz, pueda hablarse de guerra. Estamos simplemente ante un golpe de estado fracasado y que encuentra una oposición tan intensa como inútil.

Es cierto lo que decía Georges Duby cuando afirmaba que «el punto de vista sobre el pasado, la manipulación de la memoria por todos aquéllos que se consagran sucesivamente a narrar el pasado, nunca es inocente»[9]. Precisamente por esa falta del punto de vista inocente y porque la transición se montó sobre el olvido ha hecho falta recuperar la memoria luchando contra esa poderosísima corriente, incrustada en tantos sitios, partidaria de olvidar y de no reabrir viejas heridas[10]. Se propone sencillamente una vez más que toda esta cuestión se dé por concluida en Salas Larrazábal y sus números. Ésos, los datos ofrecidos por Salas hace ya casi treinta años, son lo máximo que van a admitir.

Pero el lento curso de los acontecimientos va contra ellos y contra la operación gatopardesca culminada por el general Salas Larrazábal. Supondrá un inmenso esfuerzo y años de trabajo acabar provincia a provincia con el montaje de Salas pero se logrará, pueblo a pueblo y nombre a nombre. Y sólo entonces podremos dedicarnos a olvidar la guerra civil, dique semioculto que aún soporta en la penumbra todo lo que vino después hasta casi nuestros días, memoria callada y oculta a la espera de que concluya dicha fase previa.

También Montserrat Roig aludió a la actitud del historiador:

… uno no tiene una actitud neutral ante la historia. La historia la escribe alguien y siempre aquella gente, aquella persona que está escribiendo la historia, queriendo o sin querer, puede, no diré manipular datos, pero sí obviar datos de suma importancia, de manera que si no hay por parte del historiador una tozudez investigadora para descubrir todo lo que la historia no ha explicado, los tópicos van pasando de siglo en siglo[11]

Tenía razón la investigadora catalana. De ahí el valor del esfuerzo personal y la necesidad esencial de la heterodoxia, entendiendo por tal la investigación de asuntos poco, mal o nada investigados, la obligación moral de agotar todas las fuentes y de intentar llegar al fondo de la cuestión, y la innovación de nuevos modos y matices de enfocar el pasado[12]; de ahí también el nulo valor de quienes desde ciertos ámbitos oficiales olvidaron generación tras generación la función social del historiador y orientaron sus esfuerzos e intereses, y de paso los de los demás, exclusivamente hacia una historia ajena a todo compromiso, hacia una historia pálida e inane. A algunos de ellos se debía referir Andrés Rábago «El Roto» cuando, a poco de iniciarse el ataque de la OTAN contra Serbia en marzo de 1999, escribió: «La labor de los historiadores consiste en potabilizar la sangre»[13].

El enorme interés que todavía suscita la guerra civil, la demanda social existente y la dejación oficial han motivado que el estudio de la guerra reúna, más que ningún otro, a interesados y profesionales en una misma tarea investigadora. Esto, que hay que valorar como algo positivo, acarrea una enorme complicación a la hora de dominar la aparición de nuevos trabajos, muchos de los cuales, en tiradas reducidas, son publicados por editoriales de ámbito local, provincial o regional cuando no por los propios autores. Esos trabajos aportan fundamentalmente dos elementos: la memoria personal y familiar, y testimonios orales y documentos personales (fotos, cartas, documentos oficiales…) muy costosos de conseguir y que de otra manera lo más probable es que hubieran desaparecido al mismo tiempo que sus poseedores[14]. El interés de la gente por su propia historia devora inmediatamente estos trabajos, que ya no volverán a editarse, por más desigual que sea su mérito. A la dificultad de saber qué sale, habrá que sumar la imposibilidad de dominar dónde sale algo. Todo ello, tal como escribió el profesor Josep Fontana[15], nos convierte en meros acumuladores de hechos y datos, e irremediablemente en autores de interpretaciones apresuradas y superficiales que, arrolladas por nuevos trabajos, y otros hechos y datos, impedirán una y otra vez detenerse a pensar las cuestiones de fondo.

Quiero cerrar esta introducción con un recuerdo a Francisco Tomás y Valiente y a su discurso de clausura en las jornadas sobre la administración de la justicia durante la guerra civil celebradas en Salamanca en 1987. Recuerdo lleno de añoranza por el que además de profesor y Presidente del Tribunal Constitucional fue activo investigador, por su firme defensa de la libre investigación, del predominio del artículo 20 de la Constitución sobre el 105, es decir, del predominio del derecho a la información veraz sobre el derecho al honor y a la intimidad en cuestiones básicas que a todos afectaron y respetando el plazo de cincuenta años establecido por la ley. En definitiva, como dijo el propio Tomás y Valiente, «nadie tiene mentalidad de revancha, nadie tiene mentalidad de venganza, aunque nadie tiene tampoco, no nos engañemos, mentalidad de olvido»[16].