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Historias de mujeres
La ruptura de la memoria es quizás uno de los pliegues sobre los que el poder político opera con la más sutil persistencia para crear una fisura insalvable entre lo vivido y lo que se recuerda.
Celina Manzoni, en Fernanda Romeu Alfaro,
Mujeres contra el Franquismo (p. 28)
LUIS FERNÁNDEZ GONZÁLEZ, FOTÓGRAFO DE LA MEMORIA PROHIBIDA (OSUNA)
LUIS FERNÁNDEZ, aunque natural de Osuna, vivía en el número 34 de la calle Enladrillada, junto a la plaza de San Román, en Sevilla. Era representante de la casa de molduras y ampliaciones fotográficas de Manuel Peña Martín. Y como tal visitaba numerosos pueblos sevillanos mostrando sus trabajos para conseguir nuevos clientes. El día 9 de mayo de 1937 llegó al mercado de Osuna y expuso, como solía hacer, una serie de ampliaciones. La gente, como era habitual, se acercó a curiosear sus fotografías. Pronto se dio cuenta de que pasaba algo raro: había una curiosidad excesiva por sus fotografías. La gente miraba y comentaba. Poco después se presentaron unos policías municipales y se lo llevaron al Depósito Municipal, apoderándose de todo el material. Lo único de lo que pudo enterarse entonces fue que las fotografías que mostraba suponían una auténtica provocación.
El informe de la Policía al Juzgado Militar decía que Fernández González «exhibía en la Plaza de Abastos ampliaciones fotográficas de los extremistas fusilados José Sarriá Friaza, otra de uno conocido por “El Sastre” y otras de individuos que están huidos, el uno conocido por “Patatildo” y un grupo compuesto por un tal Arenilla también huido y una joven al parecer hermana». El Juez Militar Eventual, Ismael Isnardo Sangay, actuó de inmediato. Una de las primeras declaraciones fue la del guardia civil Eusebio Rojas Torres, que confirmó que una de las fotos era de José Sarriá Friaza, otra de Juan Hidalgo Cantero, otra de Antonio Fernández Postigo con su esposa Antonia Arenilla Martín, otra de Manuel Martín Guerrero «El Sastre» y otra de un grupo de personas desconocidas que parecían ser de Gilena. Aclaraba Rojas Torres que Sarriá «fue fusilado por la columna del coronel Castejón por sus ideas extremistas contrarias a la causa nacional», y que los tres restantes habían huido «por la misma razón e ideas que el Sarriá», habiendo muerto Manuel Martín Guerrero en el asalto que las fuerzas republicanas hicieron a Osuna el 27 de julio de 1936. Unos días después declaró Carmen López García, esposa de Martín Guerrero, quien dijo desconocer el paradero de su marido, al que no veía desde julio de 1936 por encontrarse él en Aguadulce cuando se declaró el estado de guerra. Ignoraba totalmente el final de su marido. Tenía veinticuatro años.
Contó a continuación que estando en febrero en casa de su cuñada llegó alguien a cobrar unos cuadros, preguntándole ella cuánto le costaría una ampliación de una pequeña fotografía de su marido. Llegaron a un acuerdo: dos cincuenta de entrada y una peseta cada quince días hasta totalizar veinte. Más tarde se enteró que esa persona, un tal Eduardo, había sido llamado a filas, por lo cual nada había vuelto a saber ni de él ni de la foto. Finalmente añadía que nada tenía que ver con las ampliaciones de fotografías de huidos.
A continuación declaró Antonia Arenilla Martín, también de veinticuatro años de edad, quien reconoció la fotografía con su marido Antonio Fernández Postigo. Luego hubo de aclarar que no estaba casada, justificándolo en que como su pareja era hijo de viuda «se estaba librando del servicio de las armas». Había encargado un cuadro con su fotografía y la de su marido —a 37,50 pesetas— al ya mencionado Eduardo, al que no había vuelto a ver. Concluía diciendo que nadie la había presionado para realizar dicha ampliación.
Informes de otros pueblos, por ejemplo del comandante de puesto de Marinaleda, Manuel Felipe Romero, confirmaron que también allí se habían ampliado fotografías «de individuos pasados por las armas». Mientras tanto Luis Fernández González seguía detenido. Por suerte para él, varios comandantes militares informaron que «no era sospechoso para la causa nacional», de forma que, tras demostrar que «desconocía la condición social de las personas fotografiadas y que ni en esta localidad ni en las demás poblaciones donde trabajan los Agentes de la Casa en cuestión han realizado propaganda alguna que pueda estimarse como sospechosa para el glorioso movimiento nacional», se solicitó sobreseimiento definitivo al Señor Presidente del Consejo de Guerra Permanente de Sevilla. El Consejo de Guerra sobreseyó el caso a mediados de junio de 1937. Nos quedamos sin saber si Luis Fernández siguió ampliando fotografías de gente humilde o, lo que es lo mismo, de muchos de los fusilados o huidos de los pueblos sevillanos.
DOS HISTORIAS DE MUJERES
El 16 de agosto de 1937 un cabo de la guarnición de Sevilla efectuó una denuncia por escrito dirigida al general Queipo de Llano. Su participación activa en los sucesos del sábado 18 de julio en Sevilla abrió camino a esta terrible historia, que de otra forma nunca hubiera llegado a la oficina jurídica de la II División. En el verano de 1937 el cabo J., de veinte años, marchó a su pueblo para un breve permiso. La situación que allí encontró no pudo ser peor. Nada más llegar le informaron de la muerte de sus dos hermanos, huidos al ser ocupado el pueblo «por las fuerzas de Nuestro Glorioso Ejército», y que al cabo de unos meses se habían entregado al amparo de la promesa de que nada les pasaría, siendo asesinados en cuanto estuvieron en manos de las autoridades locales. Para mayor desgracia, el cabo seguía contando que mientras sus hermanos estaban en la sierra sus dos cuñadas fueron acosadas por dos individuos del pueblo hasta que, finalmente, en cierta ocasión las tuvieron solas a las dos, pudiendo huir una de ellas y siendo violada la otra por su falta de agilidad al estar embarazada de varios meses.
Un inesplicable [sic] temor a represalias y un desconocimiento de los fundamentales principios de Justicia de Nuestro Glorioso Movimiento, de los que por desgracia se duda entre las clases inferiores de mi pueblo, la ha hecho callar. Pero yo que les he afeado este silencio y esta desconfianza impuestos y he soportado todo mi dolor y mi rabia, prefiero a la venganza que se haga justicia, estricta Justicia en nombre de España.
Fue designado Juez Instructor el comandante de Infantería Ildefonso Pérez Peral. En su primera declaración ante él, el cabo J. contó algunos detalles antes eludidos. Al llegar a su casa se le comunicó el triste final de sus hermanos pero se le ocultó lo ocurrido a las mujeres.
Fue una vecina quien se lo dijo, contándole luego ellas todo lo ocurrido. El hecho había tenido lugar a los pocos días de haber sido ocupado el pueblo por las fuerzas de Queipo y los agresores utilizaron pistolas. La agredida, una mujer de veintiséis años, prestó declaración poco después. Recordó que al poco de ser tomado el pueblo ella y otras muchas mujeres fueron llamadas al cuartel de la Guardia Civil para responder sobre dónde se hallaban sus maridos. Con idea de efectuar un registro a fondo en cada casa, el Jefe de la Comandancia les dijo que debían mantenerse fuera del pueblo durante veinticuatro horas. También ordenó que las raparan a todas. Al día siguiente un grupo de mujeres, siguiendo la orden de la Guardia Civil, se juntaron en un huerto próximo. Estaban todavía allí por la tarde cuando se presentaron dos individuos algo bebidos que les dijeron que muchas de ellas merecían ser fusiladas por ser las verdaderas culpables de todo y que estaban convencidos de que sus maridos los querían matar a ellos. Luego se marcharon, pero cuando se habían alejado un poco volvieron y llamaron a las dos mujeres llevándolas a un chozo, quedándose luego a solas con una de ellas el de la pistola y teniendo lugar la agresión. Las otras mujeres, que podían imaginar lo que estaba ocurriendo, no se acercaron por miedo. El violador la amenazó exigiéndole que a nadie contara nada pero ella, por simple desahogo, se lo dijo a su suegra. También declaró la mujer a preguntas del Instructor que convivía hacía tres años con «el que dice que es su marido», teniendo dos hijos. Ante la pregunta de si accedió a tener relaciones con el acusado, consta en el texto que «de principio se negó a lo que más tarde accedió ante el temor de las amenazas llegándose a consumar el hecho» (subrayado en el texto).
La Comandancia Militar de la localidad donde ocurrieron los hechos informó el 31 de agosto de 1937 desmintiendo toda acusación. Para ello el violador pasó a ser considerado inocente solicitador, destacándose que todo se hizo «por la propia voluntad» de la mujer. Añadía el Comandante Militar, como era previsible desde la declaración de la mujer, que además «las mujeres no eran cuñadas del denunciante puesto que una y otra vivían amancenbadas con sus hermanos». Finalmente se intentaba romper la posible relación entre el fusilamiento de los hermanos y la agresión a las mujeres, y para deshacer la idea de que los acusados se aprovecharon de la desaparición de los hombres para abusar de las mujeres, se informaba de que la muerte de los hombres fue varios meses después de los hechos denunciados. Uno de los momentos más duros para la mujer violada debió ser la declaración en la Comandancia Militar de su pueblo, declaración que luego rechazó ante el Instructor porque «no es como la declarante la explicó», ratificándose en la que hizo en el Juzgado.
El acompañante del violador, un hombre de cuarenta y dos años, consideró que la acusación que se le había venido encima se debía a una calumnia. Y cuando quiso explicar mejor lo que quería decir, afirmó que una de las mujeres no le había perdonado su intervención y presencia cuando las pelaron. El violador mantuvo que «para conseguir que (la mujer) accediera a sus deseos no se valió de amenaza que le produjera temor sino que voluntariamente accedió ella sin insistencia por parte del declarante». Para rematar aseguró que no sólo no la amenazó para que callara, sino que fue ella misma en compañía de su madre la que, cuando ya corrió la noticia, le pidió «que no divulgase lo que pasó entre ambos».
La mujer tuvo que explicar varias veces en qué consistieron las amenazas, repitiendo una y otra vez que el hombre, armado, no dejaba de decirle que «de no acceder escaparía peor» y que siempre actuó con violencia. Negó totalmente que alguna vez le hubiese pedido al hombre que no dijese nada a nadie, pues lo ocurrido fue exactamente lo contrario. En noviembre de 1937 el Juez Instructor decidió realizar un careo entre el violador y la víctima en la propia localidad. La confusión expositiva del documento no oculta que la mujer cedió en ciertas declaraciones y tampoco que, aunque de forma indirecta, se estaba admitiendo el hecho de la violación. En su conclusión final tras el careo, el Juez local «deduce de la impresión personal del acto que el acusado por su actitud en que se presenta, y condiciones de persona de orden y de buena conducta observadas por el mismo, es de opinar que cuando consumó el hecho iba borracho, y que seguramente si hubiera estado en su estado normal no sería capaz de consumar el acto ni aún siquiera de levantarle la vista».
Faltan las páginas finales. Ignoramos si se dictó sentencia o si el caso fue archivado. No es aventurado de todos modos exponer las posibles salidas. Quizá el sumario fuera archivado por falta de pruebas, lo que habría supuesto un firme apoyo, coherente por lo demás, a lo que representaban el agresor y sus soportes locales. Al fin y al cabo el agresor y el Auditor estaban del mismo lado. Es posible igualmente que, como ocurrió en otros casos, se sancionara levemente al agresor, más no por la violación sino por cualquier otra cosa como por ejemplo haber declarado en falso durante la instrucción. Es seguro, no obstante, que no se dio el menor amparo legal a la mujer, que a todos los daños físicos y morales sufridos en medio del desastre familiar hubo de soportar ser tratada como un ser inferior carente de derechos y despreciable por su condición de no casada, estado éste más extendido de lo que pueda suponerse, y por ser la compañera de un rojo huido y asesinado. Después de todo, el sistema venía a dar la razón a la Guardia Civil al mantener que no existía parentesco alguno entre la mujer y el denunciante, y por tanto la denuncia carecía de base. Nos quedamos sin saber en qué medida afectó todo esto al cabo y si no acabaría siendo enviado a algún lugar poco deseable. Sin duda peor sería para la mujer, que como tantas otras acabaría abandonando el pueblo y refugiándose en casa de algún familiar o, sin otra salida, recurriendo en su propia localidad o en la ciudad más cercana a uno de los grandes recursos del momento: la prostitución.
El batallón de Caballistas del capitán Joaquín López Tienda tuvo mucho trabajo en los últimos meses de 1936. Durante sus desplazamientos descansaba en los pueblos, donde como era habitual tenía por misión la práctica de registros y detenciones. Cierta noche sobre las 22.00 horas, dos de los hombres decidieron mirar en varias casas «por si había armas». Finalmente, decidieron buscar a fondo en una de ellas, habitada precisamente por una mujer y su hija de diecisiete años. Uno de los dos hombres le dijo a la madre que se quedara abajo en la puerta con su compañero mientras la hija subía con él arriba para guiarle y alumbrarle en la búsqueda. Ya arriba, el hombre manifestó sus intenciones, pidiéndole la muchacha «que no la perdiera, que la iba a hacer muy desgraciada», súplica acallada con la amenaza de un cuchillo y que de nada sirvió. Luego le dijo que si contaba algo de aquello la mataría. En esa misma noche y ya en el día siguiente, la noticia se extendió por el pueblo, creándose cierta tensión que obligó a los mandos militares a formar a las fuerzas y a localizar al culpable y al acompañante, que quedaron detenidos «por delito contra el derecho de gentes». Pero se organizó una rueda de reconocimiento que la muchacha y su madre hubieron de recorrer para identificar al violador.
La madre, una mujer de cuarenta y ocho años, declaró que ella pidió al individuo ser ella la que lo acompañara para el registro o que fueran las dos, pero que él se negó amenazándola y ordenándole que se quedara en la puerta con el otro. Además, cuando el hombre bajó le dijo a la madre que volvería dentro de un rato. La mujer, consciente de lo ocurrido y de las perspectivas, huyó de la casa con su hija, refugiándose en la de un familiar. El Juez mostró su talante fascista en varias de las preguntas hechas a hija y madre. A la primera preguntó si no conocería ya al caballista y a la madre, que por qué dejó subir a la hija con aquel hombre y que dónde estaba su marido. Entonces la mujer tuvo que contar que el marido salió del pueblo el día que llegaron las tropas y que no había vuelto.
No hubo sorpresa alguna ni nada más que reseñar en la instrucción. El Consejo de Guerra dictó sentencia antes de que concluyese el año 1936. El fiscal expuso claramente los hechos calificándolos como delito de violación. Solicitaba para el agresor veinte años y un día de reclusión mayor. La defensa discrepaba «fundamentándose en el perdón otorgado en este acto por la ofendida», motivo por el cual solicitaba la absolución. Otra característica de la argumentación judicial fue que se aplicó el Código Penal ordinario y no el militar, siendo considerado el agresor como paisano por más que su verdadera condición fuera la de militarizado y sujeto por tanto al fuero de guerra. Se argumentó en este sentido por la defensa que no podía aplicársele el artículo 175 del Código de Justicia Militar a causa de que no le habían sido leídas las leyes penales militares. Finalmente, el caballista fue condenado a catorce años, ocho meses y un día de reclusión menor, y a «dotar a la ofendida en la cantidad de dos mil pesetas, quedando asimismo obligado a reconocer y mantener la prole si la hubiera».
El siguiente paso de la defensa fue recurrir al Consejo de Guerra recordándole que el Código Penal Común determina en las causas de violación que el perdón de la parte ofendida extinguirá la acción penal y que, por lo tanto, solicitaba la absolución del condenado. Esta maniobra de la defensa se vio obstruida desde el propio Consejo al recordarle que al ser la muchacha menor de edad, el perdón debía ser avalado por el padre o la madre, y que igualmente la extinción de responsabilidad requería el consentimiento de alguno de los padres. La conformidad con la condena, firmada por Queipo de Llano, matizaba al final que «la pena quedará extinguida si además del perdón de la ofendida, ya otorgado, obtuviera el de la autoridad paterna». El Instructor decidió entonces citar «al desaparecido padre», abriendo la puerta a que fuera la madre la que otorgara el perdón al violador de su hija, «publicándose en ese caso en los periódicos oficiales el perdón concedido». La Guardia Civil comunicó al Juez Instructor que el padre seguía en paradero desconocido. Unos días después, el comandante militar de la localidad obtenía de la madre el otorgamiento de perdón. Como no sabía leer ni escribir alguien firmó por ella.
En ese momento, con la acción penal extinguida y anulada la pena, el caballista violador, miembro de las fuerzas libertadoras, quedó en libertad. Habían transcurridos cinco meses desde que tuvieron lugar los hechos.
EL CABO VADILLO O LA MEMORIA DEL TERROR (BENAMAHOMA, CÁDIZ, 1936)
El 4 de marzo de 1940 el Juez Instructor n.º 24 Dionisio García Cubillo, alférez provisional de Infantería, envió desde El Bosque (Cádiz) al Auditor-Delegado de Cádiz el siguiente escrito:
Dados los insistentes y mal contenidos rumores que en esta Villa y Aldea de Benamahoma circulan sobre la mala actuación del Cabo del Benemérito Instituto de la Guardia Civil, Comandante del Puesto de la mencionada Aldea en los primeros días del Glorioso Movimiento Nacional, D. JUAN VADILLO CANO, sobre asesinatos perpetrados por el mismo en personas menores de edad o de reconocida buena ideología, varios de ellos en personas del bello sexo con el exclusivo fin de violación por parte del citado JUAN VADILLO CANO, y sobre saqueos e incautaciones verificados con el sólo objeto de lucro; todo con grave detrimento del honor y prestigio militares, pues por la mala conducta de éste solo individuo nos miran a todos como indignos de vestir el honroso uniforme con el que nuestro Generalísimo pregonara «Patria, pan y justicia»; a V. S.I. tengo el honor de comunicarlo, con el atento ruego se digne disponer sobre el particular lo que estime conveniente. Dios guarde a V. I. muchos años.
Un mes después García Cubillo tuvo que ampliar esta información como testigo. Dijo haber tenido noticia de tales hechos a través del encargado del puesto de El Bosque, Antonio García, y de los guardias Salazar, Fernández, Cascajosa y Barranco. Todos supieron de las andanzas del cabo Vadillo en Benamahoma por su cercanía a El Bosque. Tal importancia tuvo el asunto que a mediados de 1937 se encargó al cabo Antonio García que informara sobre lo ocurrido. Pero éste se vio impotente ante la gravedad de los cargos y confesó al alférez que dicha información debió ser encargada a un oficial que pudiera actuar con más independencia. Cabo y guardias reconocieron, entre otras cosas, que Vadillo robó objetos de las casas de los huidos y acosó a varias mujeres, a alguna de las cuales violó y asesinó. García Cubillo concluyó su declaración diciendo que podía dar nombres de personas dispuestas a declarar sobre los hechos.
El 12 de abril de 1940 el alférez García Cubillo amplió la comunicación anterior, informando de que el cabo Juan Vadillo Cano, «no creyéndose seguro», se encontraba en Barcelona. En cuanto a los informantes dio los nombres de las autoridades locales de 1936 (alcalde, juez y jefe local de FE) y los de diez testigos. El primero en declarar fue el cabo-comandante de puesto de El Bosque Antonio García Gálvez. Recordó que Vadillo estuvo de comandante de puesto de Benamahoma entre septiembre y diciembre de 1936 y que oyó que había cometido violaciones; que durante septiembre y octubre también pasaron por Benamahoma los falangistas de Rota al mando de Fernando Zamacola Abrisqueta, «cuya actuación se dice que fue mala»; y que se apoderaron de bienes y objetos de los huidos (destacó el caso del domicilio de Salvador Ferrazzano, cuya casa fue saqueada y que fue acusado de cobijar al comunista Manuel Adame Misa, hermano de la mujer con la que convivía). Al final matizó que no tenía noticia de que hubiese fusilado de modo arbitrario a nadie y que «dado el temperamento de mujeriego de Vadillo no [parece] extraño tuviese relaciones íntimas con mujeres del pueblo, pero no usando la violencia ni empleando la fuerza como se le atribuye».
La primera testigo, M. G.G., de treinta años, declaró el 27 de abril. Lo primero que dijo, en palabras del que tomara la declaración, es que su marido fue fusilado junto a la iglesia el día 28 de septiembre y que momento antes de morir un cura llegado de Villamartín le dio las bendiciones. Luego, cuando con otras mujeres fue obligada a servir al cabo y a los falangistas, un día de octubre fue llamada a su despacho por Vadillo, «proponiéndole efectuar el acto carnal negándose la exponente de manera rotunda saliendo de la habitación llorando». Al verla en ese estado las demás compañeras se imaginaron lo ocurrido. Unos días después Vadillo le dijo que le permitía volver a casa, ya saqueada, y la acompañó, situación que aprovechó para violarla, prohibiéndole gritar o chillar, ante lo que ella nada pudo hacer. «Llevaba correaje y pistola Vadillo en aquel momento aun cuando no la amenazó con armas», hace constar el instructor. Cuando tras la violación el guardia civil quiso darle a la mujer dos duros de plata, ésta los rechazó. Luego siguieron otras violaciones en los días siguientes. Además, como la madre y la hermana se trasladaran con ella a vivir hubo quien creyó que Vadillo le había regalado la casa. Después de octubre no volvió a ver al cabo Vadillo. M. G.G. no firma la declaración por carecer de instrucción.
El mismo día 27 de abril de 1940 dio también su testimonio Isabel Sierra, viuda de sesenta y cinco años y vecina de Benamahoma. Se limitó a decir que en septiembre de 1936 varios falangistas se llevaron a su hija Inés Fernández Sierra y la mataron en Ubrique. El marido, Antonio Calvillo Morales, estaba huido. Añadió que posteriormente su marido y un hijo, José Fernández Sánchez y Diego Fernández Sierra, habían sido condenados a muerte. Recordó que los falangistas de Rota registraron la casa y se apropiaron, entre otras cosas, del dinero guardado para el alquiler. Luego, por orden del cabo Vadillo, le pidieron la escritura de una huerta que poseían de la que previamente habían robado aperos de labranza, grano, animales, etc. En los saqueos intervinieron el cabo y falangistas del pueblo. Los útiles de barbería y zapatería de su hijo desaparecieron. Abajo, junto a las del instructor y el secretario, la firma temblorosa de Isabel Sierra.
Antonia Jarillo Calvillo, viuda de treinta y dos años, trabajaba en la casa de Salvador Ferrazzano. Aunque se fue a Ubrique, tuvo que volver y fue destinada por Vadillo con otras mujeres a su servicio y al de Falange. Estando un día arreglando la habitación de Vadillo sufrió el acoso de éste, pero pudo librarse. Declaró que M. G.G. tuvo un hijo del cabo, al que recordaba siempre borracho, y que I. J.C. sufrió también abusos por parte de Vadillo y Zamacola. José Ramírez Jiménez, viudo de cuarenta y siete años, recordó que, tras huir al campo, volvió al pueblo el 19 de septiembre y al día siguiente se presentó Vadillo en su casa advirtiéndole que dijera la verdad si no quería correr la suerte de su mujer, Ana Ruiz Gil, asesinada el día 18 junto con Alfonso Román en el Cementerio de El Bosque por decir que no sabía dónde estaba su marido. Ana Mateo Domínguez, viuda de cuarenta y siete años, dijo que:
El 16 de agosto de 1936 se presentaron en su casa… el jefe de Falange Almendro ordenando que su marido Manuel Salguero Chacón y su hijo Manuel Salguero Mareo, que entonces contaba quince años de edad, que se personaran en el Cuartel de Falange para hacerle una pregunta, y en efecto fueron a dicho sitio. Que poco después un coche ligero y conducido por una pareja de falangistas le llevaron en dicho vehículo a Ubrique donde estuvieron varios días presos y al traerlos de vuelta para Benamahoma le [sic] fusilaron en las inmediaciones del Cementerio de El Bosque. Preguntado [sic] si tiene algo más que añadir dice que ni la dicente ni sus familiares han profesado nunca ideas comunistas.
Obsérvese que la manera en que está escrita la declaración oculta que fueron asesinados padre e hijo. Fermina Rodríguez Gallego, viuda de cincuenta y ocho años, dijo simplemente que el 17 de septiembre se presentaron en su casa un guardia civil y varios falangistas preguntando por su hijo «insistentemente» y como no estaba se llevaron al padre, Alfonso Román Chacón, «el cual según dicen fue fusilado en el Cementerio de El Bosque». I. J.C., de veintitrés años, recordó que hacia mediados de septiembre Vadillo y Zamacola estuvieron en su casa y la amenazaron con fusilarla o pelarla si su novio, Francisco Gil, se encontraba con los huidos y recogía provisiones por las noches. Unos días después, estando en casa de su tía, se presentó un falangista armado con orden de llevarla ante Zamacola para unas preguntas. Camino del cuartel de Falange se les unió Zamacola con unas llaves en la mano y al pasar junto al matadero la obligó a entrar y la violó. Luego quiso darle dinero pero ella lo rechazó. De vuelta a casa, se acercó el falangista que había ido por ella y trató de llevarla a un lugar apartado para violarla también, pero ella dijo que «se dejaría matar pero que nadie más abusaría de ella, reprendiéndole Zamacola».
Que el padre de la dicente no [denunció] el hecho entonces por estar todo el pueblo aterrorizado y además le aconsejó el Alcalde Pepe Castro no hicieran gestión alguna porque era inútil.
Recordaba también cómo el cabo Vadillo, yendo por cualquier sitio, mostraba cosas robadas y preguntaba a sus dueños si las recordaban.
El primero en declarar el 28 de abril fue el súbdito italiano Salvador Ferrazzano Valenzuela, de sesenta y tres años y dueño de la fábrica «Martinete». Su casa fue saqueada por Vadillo y los falangistas pero cuando el primero fue interrogado por el teniente de la Guardia Civil José Robles Alex dijo que «los autores habían sido una cuadrillas de rojos asesinados». El jardinero de Ferrazzano, Juan García, fue testigo de que los que entraron en la casa fueron Vadillo, Zamacola y Almendro. Luego declaró Isabel González Jarillo, de veintidós años, quien contó que también su novio, Juan Menacho Gil, andaba en el verano de 1936 por la sierra de Grazalema y que sufrió el acoso de Zamacola, quien la amenazaba con quitarle la vida si no cedía. Recordaba Isabel que al día siguiente de matar al marido de M. G.G., organizaron un baile por la noche en el cuartel de Falange y la obligaron a bailar. Hubo más bailes aquel verano. A veces tuvo que bailar con Vadillo. También el 28 prestó declaración Aurelio Chacón Rosa, dueño del bar situado frente al cuartel de Falange. Le dejaron a deber nueve mil pesetas y le hicieron firmar, bajo amenaza de muerte, un recibo de que había cobrado. Dijo que «como el cabo Vadillo ordenó no vendiera bebidas alcohólicas a los falangistas éstos le insultaban y le dijeron le iban a destrozar la estantería».
Sebastián de la Rosa Castro, de treinta y cinco años, dijo que
por ser enterrador requirieron sus servicios [al] anochecer del día en que afusilaron [sic] los tres primeros que eran forasteros por lo que el dicente ignora si eran marsistas [sic]. Que Almendro le ordenó buscase ayudantes diciéndole: que si querían ir por las buenas irían por las malas [sic] y de no ir por las malas abrirían el hollo [sic] y se le fusilaría. Entonces buscó un tal Domingo (a) El Penco, José Campos y otros que no recuerda. Que con Vadillo estuvo sobre el veinticinco de septiembre de mil novecientos treinta y seis en casa de Teresa Ramírez esiguiéndole [sic] entregase una sortija de oro para el Ejército que ella no dio a pesar de decirle que si no se lo [sic] facilitaban eran comunistas, que dicha mujer tenía un hijo en la zona roja que ha vuelto de ella ciego. Que Vadillo empleaba la palabra fusilar por sistema y a cada momento teniendo en aquella época a la gente de Benamahoma aterrorizada.
Todavía el 28 prestó declaración José Castro Rodríguez, de sesenta y cinco años, alcalde pedáneo de Benamahoma tras el golpe por orden del cabo Vadillo, quien amenazó al emisario, Aurelio Chacón Rosa, con incautarle sus bienes si el otro no se presentaba de inmediato. Castro dijo que Ana Gil Ruiz, cuyo marido (José Ramírez) estaba huido, era persona de buena conducta pero que fue fusilada en el Cementerio de El Bosque por orden de Vadillo, quien desde el primer momento le dijo que el que mandaba era él. Que con ella cayó también Alfonso Román Chacón porque su hijo no se presentaba. José Castro mencionó también a Manuel Salguero Mateo, de quince años, asesinado por tocar las campanas de la iglesia de San Antonio, aunque de este caso no fue responsable Vadillo sino el cabo Gutiérrez, de Ubrique. Recordó que aconsejó a los padres de I. J.C. que no denunciaran a Zamacola por la violación de su hija. También mencionó los bailes que todas las tardes organizaban los falangistas de Rota, a los que eran obligadas a asistir las mujeres de los huidos.
El 29 declaró Julio Romero Benítez, de treinta y dos años, maestro y Jefe local de Falange. Admitió que en la época de Vadillo «se cometieron desmanes por el Cabo y los falangistas de Rota» y que «había oído de rumor público que se abusó de mujeres, hechos que se imputaban a Vadillo y Zamacola».
También el 29 de abril de 1940 Gregorio Pacheco, alcalde y presidente de la Junta Parroquial, informa al instructor acerca de varias de las personas aludidas: Juan Chacón García «era de los marxistas más significados de esta Aldea»; Inés Fernández Sierra «hablaba bastante en favor de la República, sin que se pueda amputar [sic] otros delitos, al menos que a esta Alcaldía le conste»; José Salguero era «marxista significado»; Ana Gil Ruiz «de izquierdas, aunque no de significación»; de Manuel Salguero Chacón, uno de los dirigentes, «se ignora si actuó en recogida de armas o quema de la Iglesia Parroquial»; Manuel Salguero Mateo era «de izquierdas significado, no cometiendo otros delitos»; Alfonso Román Chacón, «persona de izquierdas, no habiendo actuado en robos»; Francisco Gil era un «significado marxista» y Alejandro Chacón Rosa, «de izquierdas». Luego vinieron los informes de Falange, para quien casi todos eran de «regular conducta moral» o de «conducta moral mucho que desear».
El 3 de mayo declaró el guardia civil Manuel Baroni Suárez, quien recordó que «Los Leones de Rota» llegaron recién ocupada la aldea y que a Zamacola lo acompañaban dos de los vigilantes de la Prisión del Puerto, Soto y Agustín Díaz, ya fallecido. Baroni afirmó que el que decidía quién debía ser asesinado era el cabo Vadillo, asesorado por el cabo de El Bosque, Antonio García, y un vecino llamado Gregorio Pacheco. No recordaba fusilamientos de menores ni de mujeres, salvo el de una mujer de Villamartín que trató de atacarles con un cuchillo y a la que asesinaron junto a la iglesia de Benamahoma. No recordaba ningún caso de violación. El también guardia civil Francisco Espinal Gómez tampoco recordaba violaciones, pero sí que dos mujeres fueron rapadas y a una de ellas se le dio purgante «por ser opuestas al Movimiento Nacional»; nada de menores, pero sí el «fusilamiento» de una mujer en El Bosque.
El 6 de mayo de 1940 prestó declaración María Chacón Rosa, de cuarenta y tres años, natural de Benamahoma pero que trabajaba en la casa de Leonardo Rodrigo Lavín, decano de la facultad de Medicina. Tuvo la mala fortuna de aparecer por el pueblo a mediados de agosto y que Vadillo, interesado por su marido, Miguel Bandera, huido, le dijera que «tenía orden de fusilarla a las cinco de la tarde, añadiendo que era una lástima que sus tres hijos se quedaran sin madre pero [que] irían al hospicio». María Chacón concluyó su declaración afirmando «que desde luego tiene la impresión que en Benamahoma se fusiló gente de sana ideología y entre ellas dos mujeres que eran buenas personas». Su hermano Aurelio, el dueño del bar situado frente al cuartel, tuvo que intervenir urgentemente a su favor. Por esos días llegaron al Instructor nuevos informes político-sociales, en este caso del entonces alcalde Gregorio Pacheco.
El 22 de mayo se ordenó la detención del cabo Juan Vadillo Cano, de cuarenta y ocho años, residente en el cuartel de Consejo del Ciento de Barcelona, y su ingreso en el castillo de Santa Catalina, de Cádiz, lo que se llevó a efecto el 4 de junio. Dos días después fue interrogado. Contó que el 12 de agosto de 1936 recibió orden de sumarse a la columna de Manuel Mora Figueroa, partiendo al día siguiente para Villamartín y Ubrique y quedando más tarde como jefe de puesto de Benamahoma con dos guardias, Manuel Baroni Suárez y Francisco Espinal Gómez, y treinta y tres falangistas, los llamados «Leones de Rota», al mando de Fernando Zamacola y cuyos subjefes eran Manuel Almendro y Agustín Díaz. El primero y el último habían muerto ya. A mediados de septiembre llegaron tres guardias civiles más (José Acosta Bote, Manuel Naranjo Moreno y Juan Mena Mateos) y unos cuarenta falangistas de Jerez de la Frontera al mando de Fernando Casteleiro, José Moreno Vega y un tal Ortega, que quedaron allí hasta final del año. «Que los elementos de la Falange de Rota eran gente indeseable», añadió Vadillo. Reconoció que aunque dijo al jefe de Línea, el teniente José Robles Alex, que los responsables del saqueo de la casa de Ferrazzano eran rojos, luego supo que fueron falangistas; y dijo ignorar que una radio y una serie de muebles de los que se adueñó fuera propiedad de ese hombre. Vadillo negó ser el responsable de la represión en Benamahoma, pues según dijo
los falangistas generalmente traían una lista de vecinos del pueblo que habían de ser sancionados fuera de Benamahoma cuyos nombres supo le serían dados por el Cabo García, del Bosque, que conocía el personal, así como también por Gregorio Pacheco, Jefe de Investigación entonces de falange y miembro de la Junta Parroquial de Benamahoma.
No recordaba que el hijo del cartero Manuel Salguero Chacón fuera menor, pero sí que se realizaron varios fusilamientos junto a la iglesia de Benamahoma. Recordaba a las «criadas del Cuartel» (Leonor la del Guarda, Frasquita la de Ana, Antonia Jarillo e Isabel González) pero dijo no ser idea suya que estuvieran allí. Por supuesto negó todo lo relativo a acosos y violaciones, y de una de las mujeres denunciantes dijo que era «de mala conducta moral» y que «mantenía relaciones carnales con Zamacola y con un guardia civil». También negó haber asesinado a Ana Gil Ruiz por haber ocultado información sobre su marido. Reconoció que el dinero de las suscripciones, aunque luego lo entregaran a sus superiores, se lo repartían entre Zamacola, Almendro, Díaz y él. Negó haber entregado a mujer alguna alhajas o dinero de dichas suscripciones. Finalmente, preguntado, como era habitual, si tenía algo que decir añadió
que no pudo evitar que los elementos de la falange de Rota cometieran desmanes en la época que ha hecho mención y que algunos de ellos eran licenciados del Penal del Puerto de Santa María.
Aportó en su favor un certificado laudatorio de la Junta Parroquial de Benamahoma y una carta del párroco de Villamartín. El primero, con fecha 29 de septiembre de 1936, hablaba de «la excelente labor de pacificación y castigo ejemplar realizado y del celo y meritísima labor patriótica llevada a cabo por dicho señor en favor del Movimiento Salvador de España».
El guardia civil José Acosta Bote, a sus órdenes en Benamahoma, dijo ignorar todo lo que se le preguntó respecto a Vadillo. El falangista Manuel Almendro López, que vivía por entonces en Valencia, mantuvo igualmente «no conocer dato alguno sobre los hechos a que se hace referencia». El instructor se interesó también por los «Leones de Rota» y por los falangistas de Jerez. De estos últimos, por ejemplo, Fernando Casteleiro, era para entonces teniente de Infantería y seguía los cursillos de capitán en la Academia de Zaragoza. En cuanto a los «Leones de Rota», «que mandó el heroico falangista Fernando Zamacola (Presente)», la Falange local dio por fin en julio de 1940 los nombres de Manuel López Mateos, Manuel Gutiérrez Ruiz, José Hidalgo Martín, Antonio Florido Fénix, Fernando Manzanero Domínguez, Pedro Romero Torres, Luis Neva García de Quirós, José Prieto Vargas, José Patino Sánchez, José Bejarano Verano, Antonio Rodríguez Martín-Niño, Ramón Bruaño Ruiz, Juan López Gutiérrez, Rafael Galea Puisegut y Pedro Pupo Marrufo. El primero de ellos, en declaración realizada en agosto de 1940, dijo que «nunca oyó decir que el Cabo Vadillo violase a mujer alguna y que en Benamahoma fueron fusiladas unas cincuenta personas entre ellas algunas mujeres… que esto era efectuado por una escuadra de Falange que se nombraba para dicho servicio pero que desconoce de quién procedía la orden de fusilamiento ya que ellos se limitaban a cumplir lo que le ordenaba el Jefe de la Escuadra, en cuyo cargo alternaban Fernando Zamacola (Fallecido), Agustín Díaz (Fallecido) y Manuel Almendro…».
Antonio Florido Fénix, ahora guardia municipal como varios de los «Leones de Rota», recordó que una vez vio como «un detenido era llevado al Cuartel de la Guardia Civil ante Vadillo, pudiendo apreciar desde fuera que era maltratado de obra y sacado momentos después, conducido por cinco falangistas mandado [s] por Agustín Díaz Rodríguez, Jefe de Centuria, para ser fusilado, cosa que supone se realizó enseguida ya que poco tiempo después escuchó unos disparos. Dijo no saber nada de violaciones y que, según comentarios, Vadillo “aprovechaba los registros para apropiarse de objetos”». José Bejarano Verano dijo que a los de Benamahoma los fusilaban en los pueblos cercanos y a los de estos pueblos en la misma fachada de la iglesia de aquélla. Rafael Galea Puisegut, ignorante de dónde procedían las órdenes de fusilamientos, declaró que «él veía los cadáveres por las mañanas junto a las tapias del Cementerio por lo que supone que era allí donde se ejecutaban». José Patino Sánchez también afirmó que «en Benamahoma se afusilaron [sic] muchos pero procedentes de los pueblos de alrededor».
Francisco Pizones Curtido «Picosnel», otro vecino de Rota, que acompañaba a Vadillo en los registros, recordaba que éste enviaba muchas cosas —relojes de pared y de bolsillo, ropa de ajuar, muebles, etc.— a Vejer, donde vivía su familia. Él una vez cogió algo para sí y Vadillo se lo quitó: «solamente una vez le dejó una chaqueta en mal uso». Cuando se le preguntó si supo algo de violaciones respondió que «aunque nunca lo vio se lo supone ya que cuando el Cabo Vadillo se ponía a cortejar a alguna mujer invitaba al dicente a que se marchara». Y añadió que «ellas lo aceptaban más bien por el miedo ya que el pueblo estaba atemorizado por el citado Cabo Vadillo».
Al sumario se incorporó también un artículo de prensa del verano de 1936 que daba noticia del primer acto público tras la ocupación, con asistencia de autoridades y fuerzas militares y de Falange, y los párrocos de Benamahoma y Villamartín. Lo más destacado fue el bautismo colectivo de veintisiete niños que fueron apadrinados por Vadillo, Zamacola, Almendro, Díaz, Gregorio Pacheco, el maestro Aurelio Romero y el alcalde José Castro, entre otros. Según el corresponsal «resultó un acto sumamente simpático que hizo resurgir la fe religiosa por desgracia tan decaída en estos últimos tiempos entre la mayoría de los vecinos de ésta». Y concluía:
Felicitamos muy sinceramente a los organizadores del mismo comandante militar señor Vadillo y jefes de Falange señores Zamacola, Díaz y Almendro, que animados de una verdadera fe religiosa y espíritu español y patriótico iniciaron con sumo acierto la lucha de pacificación y castigo ejemplar que ha de redimir a esta aldea y a España de la ruina que la amenazaba y contribuyendo al renacimiento de ésa era de paz y de alegría, de civilización y de cultura, base de una España única, grande y libre. ¡Arriba España!
Otra de las declaraciones decepcionantes fue la del entonces teniente Fernando Casteleiro en septiembre de 1940. Ignoraba todo lo que se le preguntó salvo que «algunas mujeres de las que iban a hacer la limpieza del Cuartel de falange cohabitaban con él en su habitación». Su compañero Manuel Almendro López, quizá en respuesta a los comentarios de Vadillo sobre los falangistas, dijo que «Vadillo era elemento que simpatizaba con el Frente Popular». Por su parte el jefe local de la Falange de Benamahoma, Aurelio Romero Benítez, mantuvo que Vadillo abusó de varias mujeres.
El 14 de octubre de 1940 el Instructor eleva su informe, señalando que «aparecen indicio razónales [sic] para suponer obrase de modo equivocado en el desempeño de su cometido, imputándose la violación de algunas mujeres que prestaban servicio como criadas en la Casa-Cuartel de la Benemérita y así mismo haber perpetrado otros atentados contra la propiedad». El informe posterior del fiscal Quintanilla, de junio de 1941, consideró que «la aplicación del Bando de Guerra» estaba justificada, como demostraban las declaraciones de guardias y falangistas. En cuanto a los abusos y violaciones, el fiscal no los vio probados y con la única mujer con la que tuvo «acceso carnal» éste «no fue objeto de intimidación y revela la anuencia de la mujer el hecho de haber realizado el coito con el procesado repetidas veces según ella misma declara». Tampoco los robos habían sido demostrados. Quintanilla sólo vio un delito contra la integridad personal en la muerte de Ana Gil Ruiz por constar su «buena conducta» y no actuar contra el Movimiento Nacional. El Consejo de Guerra se celebró en julio de 1941. El fiscal había solicitado veinte años de reclusión menor y 15 000 pesetas de indemnización a los familiares de Ana Gil y la defensa, la absolución. Se adjuntaron nuevos certificados de buena conducta de Andrés García, alcalde de El Algar; y del párroco de Villamartín, Eduardo Espinosa González-Pérez, obsesionado con el papel jugado por Vadillo en los bautismos colectivos. El cabo Juan Vadillo Cano fue condenado a 17 años, 4 meses y un día de reclusión menor y al pago de 15 000 pesetas a los herederos de Ana Gil. Restados los días que llevaba presos le quedaban algo más de quince años que debía cumplir en el penal del Puerto.
El 13 de enero de 1950, cuando contaba con cincuenta y ocho años, pidió rebaja de condena por considerarse incluido en el decreto-indulto de 9 de diciembre de 1949, lo que le fue concedido de inmediato, destacándose su buena conducta. Ello suponía que sería puesto en libertad en mayo de 1953.
Fernando Zamacola Abrisqueta, que recibió la medalla militar individual por su intervención en la ocupación de Grazalema, encontró la muerte en Los Blázquez (Córdoba) el 14 de junio de 1938 cuando era alférez de Regulares. Años después, el franquismo, que siempre supo conservar bien las memoria de sus mejores hombres, dio su nombre a la Residencia Sanitaria del Seguro construida en Cádiz en 1953, volada en 1975 para la construcción del nuevo Hospital Universitario «Puerta del Mar».
En 2004 un vecino de El Bosque, José Vázquez Jiménez, de noventa y un años, se enteró de que iban a construir nuevos nichos sobre una zona del Cementerio. Sólo comentó: «Pues ahí es donde yo excavé las fosas para enterrar a los fusilados de la guerra». La información llegó de inmediato a oídos de la gente del pueblo y de otras localidades cercanas como Ubrique, Grazalema y Prado del Rey. «Fuimos cinco o seis y nos cogió la noche excavando. Era para enterrar a los nueve primeros que habían matado en Ubrique. Los recogimos en carretas y los trajimos al pueblo. Conforme se iban descargando, los llevábamos en escaleras arriba hasta el cementerio, como en unas parihuelas. Las escaleras se desbarataron de cargar tanto», recuerda José Vázquez, quien explica que la razón para dispersar a las víctimas llevándolas a otros pueblos era sólo una: que los familiares no les pudieran seguir el rastro. Debido a esto, José reconoció a muy poca gente, caso del cartero de Benamahoma y su hijo de quince años. Pero también recordaba, aunque no la conociera, el cadáver de una mujer de este pueblo. Recuerda a los asesinos: los Román, los Blanco, el cabo de la Guardia Civil Gutiérrez, de Ubrique, que acabó con todos los vecinos que firmaron antes del golpe un escrito para que lo trasladaran de puesto… Todos ellos están ya muertos. La mujer era Ana Gil Ruiz. Su hijo, Atanasio Ramírez Gil, que entonces tenía siete años, recuerda que fueron a por su padre y como no estaba se la llevaron a ella. El cartero y su hijo son Manuel Salguero Chacón y Manuel Salguero Mateo. Quedó con vida otro hijo, Santiago.
Según Eduardo del Campo, el periodista que narró en El Mundo la historia de la fosa de El Bosque, José Vázquez preguntó a una de las familiares de los asesinados: «¿Me pasará algo por haber hablado con usted?».
PETICIÓN DE INDULTO EN ZALAMEA LA REAL (HUELVA)
El 4 de agosto de 1937 se dio por concluida en Zalamea la Real (Huelva) la redacción de una solicitud de conmutación de pena dirigida al «Excelentísimo Sr. Don Francisco Franco Bahamonde, Generalísimo de los ejércitos Nacionales, y Jefe Supremo del Nuevo Estado Español». La firmaban sesenta y tres personas de Zalamea, la mayoría de ellas mujeres. El texto decía:
Excelentísimo Señor:
Los que suscriben… noticiosos de que por sentencia del Consejo de Guerra habido en Huelva para juzgar la causa seguida contra Domingo Fernández Seisdedos, ha sido condenado a muerte, exponemos a V. E., con todos los respetos y honor que merece a los buenos españoles, y en actitud de súplica, se designe, dando una prueba más de la benevolencia que su magnánimo corazón abrigó siempre, decretar el indulto de tal pena, con la conmutación correspondiente, a favor de este reo, que si por el ambiente que respirara, creado por la canalla dirigente de la que fue tal vez ciego instrumento, cometió algún acto contra los principios fundamentales para la convivencia social, lo realizó con absoluta inconsciencia, ya que siempre fue muchacho de buen comportamiento, hasta el punto de que en la efervescencia de la pasión de las masas en este pueblo, cuando las arrivadas [sic] de Salvochea (hoy El Campillo) pretendió llevarse a los presos, sin duda para cometer los mismos crímenes que allí realizaron, él se opuso resueltamente a las puertas de la cárcel, indicando o expresando mejor dicho, con ánimo decidido, que antes había que pasar por encima de su cadáver.
Este acto, Excmo. Sr., sería bastante a borrar toda pena, más por consecuencia a inducir la conmutación de la capital a la que se dice ha sido condenado.
Suplicamos pues a vuestra Excelencia, que habiendo por formulada la petición expresada, se digne a acceder a la misma, que Dios y la Patria se lo premiarán.
En Zalamea La Real
a cuatro de Agosto de mil novecientos treinta y siete
(2.º año triunfal).
A esta petición se añadieron otras más personales, como la del dueño de la fábrica de aguardientes donde trabajaba Domingo Fernández o la del párroco de Zalamea, el presbítero Fernando Barriga Coronel.
Fue precisamente esa noche del cuatro de agosto cuando la Guardia Civil se enteró de que una mujer andaba por el pueblo recogiendo firmas para conseguir el indulto de Domingo Fernández Seisdedos, «manifestándole a la persona que le presentaba a la firma dicho pliego si ésta no era gustoso en firmarlo que sería partidario de que el procesado cumpliese la pena que le hubiese salido». Entonces el guardia Juan Serrano Ramos, preguntándose que quién le habría dado «a la individua permiso competente» para recoger firmas y debido a estar solo en el cuartel por encontrarse todos los compañeros realizando batidas, se puso en contacto con el Jefe de Milicias de Falange para que se enviara una pareja para detener a la mujer y hacerse con el pliego de firmas, todo lo cual fue realizado de momento.
La detenida era Herminia Fernández Seisdedos, de treinta y tres años, casada y con una niña. En su declaración ante el guardia Serrano contó que cuando el defensor le comunicó en Huelva la sentencia recaída sobre su hermano, le aconsejó que realizara un escrito de petición de clemencia dirigido a Franco al que debía de añadir un pliego donde firmasen los vecinos. Inmediatamente Herminia se marchó al pueblo, dirigiéndose en primer lugar a los ya indicados Ignacio Rodríguez Romero, el dueño de la fábrica, y al párroco, quienes de puño y letra realizaron informes plenamente favorables para su hermano Domingo. Luego se dirigió a la casa de José Villadeamigo, secretario del Juzgado, quien al ver el pliego de firmas y los informes le aconsejó que debía realizar un escrito en condiciones para que fuera bien presentado. Como ella no sabía hacerlo, le pidió que hiciera otro informe como los anteriores, pero el secretario decidió hacerle el escrito, lo que ella consideró un «favor que le viviría eternamente agradecida». También le preguntó el guardia de qué manera solicitaba la firma a los vecinos, a lo que contestó que dijo siempre: «Vengo pidiendo indulto para mi hermano y si querían firmar que firmaran y si no que no firmaran». Añadió que no le había dado más tiempo «para recoger más firmas del personal de derechas» por la detención. Ni que decir tiene que las personas de izquierdas o familiares que en el pueblo quedaran estaban excluidos de firma alguna. Herminia Fernández declaró que ignoraba que hiciera falta permiso alguno para querer salvar a su hermano y que no creía hacer mal a nadie.
Diversos testimonios indican que muchas personas de derechas de Zalamea vieron bien la iniciativa. También hubo quien se negó a firmar y declaró que cuando la mujer estuvo en su casa para recoger la firma intentó eludirla, teniendo que escuchar el comentario de que si eso hacía «sería gustoso en que ejecutaran a su hermano». De alguno de éstos debió partir la denuncia a la Guardia Civil, que sin problema alguno decidió abrirle un expediente por «coacción indirecta» y apropiarse de la petición y el pliego de firmas el mismo 5 de agosto de 1937.
A continuación la documentación pasó lentamente al Gobierno Militar y a su Asesoría Jurídica, siendo nombrado Instructor el teniente Pedro Martín Mayor, quien se desplazó a Zalamea para tomar declaraciones en abril de 1938. Llegado este punto, el párroco Fernando Barriga, como reconociendo el error cometido, declaró que realmente se prestó a la petición de la mujer por mediación de la maestra Luisa Niza, quien le aseguró que «era una obra de misericordia y propia de su ministerio»; los demás, mantuvieron sus declaraciones anteriores. Los informes solicitados por el Instructor fueron llegando en los días siguientes. El de la Guardia Civil decía:
Dicha individua, a pesar de sus tendencias de carácter socialista, no se significó nunca como persona de acción en tal sentido durante y después del glorioso movimiento Nacional salvador de España, y no tiene tampoco conducta de malos antecedentes.
El 5 de abril de 1938 se decidió procesar a Herminia Fernández por delito de desobediencia por no solicitar permiso a la autoridad para pedir el indulto. Como se encontraba desde el 4 de agosto de 1937 en el depósito municipal de Zalamea, allí le fue comunicado ocho meses después, el 5 de abril, que su defensor sería el teniente Eduardo Pérez Griffo. El Consejo de Guerra se celebró al día siguiente:
Que la procesada Herminia Fernández Seisdedos, de ideología izquierdista, de buena conducta particular y que no está probado que tomase participación alguna en el alzamiento marxista que dominó en Zalamea la Real a partir del diez y ocho de julio de mil novecientos treinta y seis, el día cuatro de agosto de mil novecientos treinta y siete…
Herminia Fernández fue absuelta, saliendo en libertad el día 16 de mayo de 1938 después de nueve meses de «prisión preventiva», modalidad represiva que se aplicó de manera indiscriminada hasta que con motivo del final de la guerra las cárceles se saturaron. Aunque no aparezca noticia alguna sobre su hermano en el documento, Domingo Fernández Seisdedos, de veintiún años de edad, fue asesinado en el Cementerio de La Soledad de Huelva el 30 de septiembre de 1937 junto con otros diez hombres. No fue eliminado por delito alguno, simplemente formó parte de la cuota de terror con la que las autoridades provinciales y el mando sevillano afrontaron el problema de los huidos.
La petición de clemencia de la que se apropió la Guardia Civil, y que nunca llegó a Franco, estaba firmada por Nicasio Serrano, Josefa Zorrero, Encarnación Rabadán, Isabel Zorrero, José Zorrero, Josefa Lancha, Y. Rodríguez, Francisca Perea, Dolores Rodríguez, José López, José González, Aurora López, José Rodríguez, Florencia Pérez, Antonio Pérez, Fernando Barriga, María Luisa Niza, María Isabel Pérez, José Bolaños, José Guerrero, M. Mallofret, Carmen halcón, Julián Burguillos, Sofía Burguillos, Juan Moreno, Francisco Castellano, José León, Concha Lancha, Augusto López, Concha Bolaños, José Martín López, María del Amor Serrano, María Bolaños, Guadalupe Domínguez, José Fernández, Vicente Contreras, Vicente Romero, Fernán Pérez de León y otras firmas ilegibles.
Con posterioridad a la salida de la primera edición de este libro, tuve noticia de que Emilio Fernández Seisdedos, otro de los hermanos, había impreso sus recuerdos, titulados Emilio, el platero (Córdoba, 1999), en una edición para su familia y amigos. Yo le envié copia de los pliegos de firmas que su hermana Herminia reunió para salvar a Domingo y él me envió su libro. Emilio Fernández, que fue uno de los muchos onubenses enrolados en el ejército sublevado que se pasó a la República en cuanto pudo, apenas tuvo noticias de lo ocurrido en Zalamea la Real, su pueblo, hasta su regreso tras la guerra, en que comenzó su etapa carcelaria. Fue al volver cuando se enteró de que a consecuencia de la deserción la madre fue detenida. Un día llegó la Guardia Civil a su casa, la subió a un camión con otras mujeres y se las llevaron del pueblo sin decir a dónde se dirigían. Pasados unos días y tras mucho esfuerzo, las hijas se enteraron al fin de que estaba en una de las prisiones de Sevilla, de donde fueron trasladadas a Cazalla y liberadas dos años después poniéndolas en la calle para que cada una se buscara la forma de volver a casa.
Cuando llegó a Zalamea, muy demacrada, mis hermanas al verla se le abrazaron llorando. Al preguntar por mi hermano Domingo, ellas no querían decirle que lo habían fusilado, para no hacerla sufrir más, dado el penoso aspecto que tenía. Le dijeron que se lo habían llevado a Huelva. Todo su afán era ir a verlo. Para tranquilizarla, María escribió una carta copiando la letra de Domingo, pero la carta tuvo el efecto contrario. Sin más, determinó ir a verlo al día siguiente. Herminia y María no podían aguantar más esa historia y confesaron, las dos llorando y abrazadas a mi madre: —¡Mamá, a Domingo no lo volveremos a ver más! ¡Está muerto!
Según el testimonio de Emilio Fernández, su hermano Domingo fue detenido después de su madre. Cuando Herminia fue a la cárcel para saber qué tenía que hacer para que recobrara la libertad, le dijeron que presentara «muchas firmas de personas adictas al régimen». De ahí vino lo del pliego de firmas que tan afanosamente recogió. Pero la Guardia Civil, probablemente alertada por alguien y como sabemos, le quitó el pliego. Lo que no sabíamos es que además todos los firmantes fueron multados y que, en aquel momento, Herminia estaba embarazada de nueve meses, a pesar de lo cual fue llevada al depósito municipal. Allí tuvo un parto prematuro en el que sólo recibió la ayuda de una mujer enviada al efecto. Luego fue trasladada a la Prisión Provincial de Huelva.
Nada de lo que hizo había servido. Domingo fue fusilado. Mi hermana María se hizo cargo de Carmen, la primera hija de Herminia que tenía poco más de 1 año y también de su cuñado Ciriaco. Pasó más de un año cuando Herminia volvió de la prisión a casa con su otra niña.
LEY DE FUGAS CONTRA RAMÓN DELGADO, MIEMBRO DEL COMITÉ DE ZALAMEA LA REAL (HUELVA)
El 30 de enero de 1938 el brigada de la Guardia Civil Manuel Hidalgo Calderón, comandante militar de Zalamea la Real, ordenó a los guardias Antonio Mateos Bermúdez y Manuel Villadóniga Real, y a los falangistas Juan María Bolaños Pérez y José María Pichardo Trigo que registraran las casas de los huidos, «de los muchos que existen de la localidad, para ver el medio de conseguir la captura de algunos de ellos». En ese registro fue localizado Ramón Delgado López, quien nada más ser detenido declaró que huyó cuando entraron las fuerzas «por temor a que con él tomaran represalias». Admitió que formó parte del Comité de la C. N.T. y mantuvo que no tomó parte en hecho delictivo alguno. Vivía en su casa desde que un año antes, el 15 de enero de 1937, decidió ocultarse allí afectado por la dureza de la vida en la sierra. Y no se entregó desde esa fecha «por miedo no le fueran a quitar la vida». Su mujer, Modesta Vázquez Castilla, dijo que no se había entregado antes por encontrarse enfermo.
Diversas declaraciones de vecinos de Zalamea le fueron totalmente adversas al señalarlo como uno de los máximos dirigentes de la C. N.T., como encargado de abastecimientos entre el 18 de julio y finales de agosto de 1936 y, en general, como persona de ascendente entre los obreros. Un guarda de la finca «Los Rubios», propiedad de Mercedes Tatay Guzmán, lo reconoció como el que junto con «El Campanero», de El Campillo, Bernabé Rodríguez, de El Membrillo, y un tal Conrado, del Comité de El Campillo, causaron diversos daños en junio de 1937. Concluyó diciendo que «en su concepto y por sus ideas marxistas lo considera peligroso para la Causa Nacional». El alcalde de Zalamea, José María Lancha Vázquez, dijo que era comunista, del Comité y que «es probable tomara parte en muchos de los hechos ocurridos hasta la liberación de este pueblo». El Jefe Local de Falange, Augusto López de Sardi, más orientado que el alcalde, lo enclavó en la C. N.T. y dijo que estuvo dedicado a la requisa de ganado como delegado de abastos y que huyó «sabiendo la responsabilidad que tenía contraída». A causa de estas declaraciones fue detenido Ramón Delgado López y también su esposa, a la que se aplicó el Bando de Queipo de 8 de febrero de 1937, por prestarle ayuda y protección. Fue nombrado Juez Instructor el teniente jurídico Domingo Borrero de la Feria, quien el tres de marzo de 1938 viajó a Zalamea.
El día siete de ese mismo mes el Juez Instructor y su secretario Joaquín Rodríguez Liáñez dejaron constancia de que el acusado no se encontraba en el depósito municipal de Zalamea, por lo que decidieron pedirle información escrita al Comandante Militar. Interrogada la mujer, Modesta Vázquez Castilla, ese mismo día se limitó a decir escuetamente que no tenía nada que añadir a lo ya dicho y que su marido había muerto el 26 de febrero. El párroco José María Arroyo Cera declaró el día 8 que Modesta Vázquez era «persona muy piadosa, que siempre ha sido persona de derechas y que en una ocasión expresó al declarante el sentimiento que tenía porque su marido fuera de izquierdas, lo cual no era obstáculo para que ella votase a las derechas». Modesta Vázquez le propuso en algún momento de 1937 la entrega controlada y segura de su marido pero desconocemos qué le dijo el párroco. La Falange por su parte informó que «esta Sra. ha observado siempre buena conducta y se ha destacado toda su vida como cristiana ejemplar y adicta al Movimiento Nacional». Concluía como siempre con «su Por Dios, España y su Revolución Nacional-Sindicalista». Hasta la Guardia Civil insistió en su informe en que era «muy religiosa». El Instructor Borrero de la Feria, para no ser menos, subrayó en el informe de la Alcaldía que la mujer, de cuarenta y cinco años, «era de ideas derechistas y muy religiosa».
La Comandancia Militar de Zalamea envió su informe al Juez el día 8
que a Ramón Delgado López le fue aplicado el Bando de Guerra, cuando intentaba escaparse al ser conducido con el fin de hacer un reconocimiento en el sitio «Fuente Limosa» de este término, en donde el que suscribe tenía sospecha de escondites de otros fugitivos conocidos por éste.
Cuando el Instructor pidió certificación de su muerte al Registro Civil, el Juez Municipal Rafael González Lancha le comunicó que no existía inscripción alguna referente a Delgado López. El Auto-Resumen del Juez decía que «intentó darse a la fuga por lo que hubo de aplicársele el Bando de Guerra», por lo cual su responsabilidad penal había quedado extinguida. La aterradora conclusión del Juez Instructor Domingo Borrero de la Feria era que Modesta Vázquez Castilla debía ser procesada por delito de Rebelión Militar. Fue designado defensor el teniente jurídico Eduardo Pérez Griffo.
El Consejo de Guerra tuvo lugar en Zalamea el 6 de abril de 1938, presidido por el teniente coronel José Gómez Gómez. El fiscal se abstuvo de formular acusación por la extinción penal que suponía la muerte de Ramón Delgado López y el defensor solicitó la absolución. El primer resultando decía
que la procesada Modesta Vázquez Castilla, de buena conducta particular, católica ferviente y adicta al Movimiento Nacional, esposa del peligroso marxista rebelde Ramón Delgado López al que por ello le fue aplicado el Bando de Guerra cuando trataba de huir de las Fuerzas Nacionales, dio albergue a su mencionado marido en su casa desde Enero de mil novecientos treinta y siete hasta el treinta de Enero del año actual, ocultándolo para evitar la acción de la Justicia.
Finalmente no se consideró delito y fue absuelta. Modesta Vázquez Castilla fue puesta en libertad el mismo día que Herminia Fernández Seisdedos, el 16 de mayo de 1938. El «peligroso marxista rebelde» Ramón Delgado perteneció al Comité Circunstancial de Zalamea, presidido por el alcalde socialista Cándido Caro Valonero, uno más de los muchos izquierdistas onubenses opuestos firmemente a que la ira y la agresividad producidas por el golpe militar se orientasen contra los presos de derechas. A partir de su ocupación el 25 de agosto de 1936, Zalamea sufrió una fortísima represión, parcialmente recogida en el Registro Civil, a lo largo de 1936 y 1937.
LA DENUNCIA DE VICTORIA NAVARRO, HIJA DEL ÚLTIMO ALCALDE REPUBLICANO DE GALAROZA (HUELVA)
La inexistencia de víctimas de derechas durante los días rojos en los pueblos de la comarca de Aracena convirtieron en pesadilla insoportable para sus habitantes la ola de violencia que asoló la sierra a partir de la irrupción de las fuerzas de Queipo. Sumida en la postración más extrema, la gente bandeó como supo aquel infierno y, el que pudo, aguantó hasta que llegaran tiempos mejores[1]. Para las familias que disponían anteriormente de ciertos medios el cambio fue aún peor. Convivir en una pequeña comunidad con quien sabes que asesinó a un familiar, cruzarte a diario con quien se apropió de cierto mueble o de una pequeña propiedad, o tener que recurrir para cualquier cosa a quien llevó la ruina a tu casa eran tareas para personas fuertes. Éste fue el caso de Victoria Navarro, que representa aquí a otras muchas mujeres que corrieron su misma desgracia. Pero en esta ocasión, esta mujer denunció ante Queipo de Llano en 1937 el asesinato de su padre, ocurrido el 5 de septiembre de 1936, y el expolio de sus bienes. Desgraciadamente desconocemos casi todo lo relativo al caso, pese a lo cual hay que destacar el interés del único documento localizado: un informe entregado por el Instructor al Auditor Bohórquez tres años después de la denuncia.
Victoria Navarro Medina Previo 1681 (1937)
Excmo. Sr.
Fueron instruidas las presentes diligencias en averiguación de los hechos denunciados por la vecina de Galaroza (Huelva) Victoria Navarro, quien en instancia dirigida al entonces Excmo. Sr. General Jefe del Ejército del Sur manifestaba que su padre LUIS NAVARRO había aparecido muerto en el término del indicado pueblo, y que los bienes que fueron del mismo eran objeto ante la Comandancia Militar del mismo de un expediente de confiscación que se tramitaba sin ninguna clase de garantías para los interesados.
De lo actuado se desprende que el inculpado (tachado) mencionado Luis Navarro, de tendencias izquierdistas, desempeñó la alcaldía de Galaroza desde la proclamación de la República hasta principios del 36 con el carácter de republicano de Lerroux, si bien todos manifiestan que a quien servía decididamente era al partido de Izquierda Republicana, en favor del cual hizo propaganda en las últimas elecciones de febrero del 36, contribuyendo de esta forma al triunfo del Frente Popular, en cuyas filas ingresó como afiliado al partido de Martínez Barrio.
Durante su gestión hubo de poner en práctica las leyes laicas de la República, quizás con un exceso de entusiasmo que demostraba su compenetración ideológica con la misma. Llevó a cabo la realización de las medidas persecutorias dictadas a partir de 1931 contra las personas que en tiempos anteriores habían ocupado cargos públicos. Ciertamente que realizó en el pueblo obras municipales dignas de alabanza, pero de rumor público es, no comprobado plenamente, que al manejar a ese fin los fondos públicos se lucró con ellos.
Efectivamente el Sr. Navarro, que a partir de la proclamación del estado de guerra no intervino en nada absolutamente de cuanto se relacionaba con la Rebelión militar de los rojos, apareció muerto violentamente a primeros de septiembre de 1936, sin que de lo actuado se desprenda probada la participación de persona determinada en este hecho, toda vez que hasta la propia denunciante, en su declaración al folio 17 Vto. rectifica ciertas frases que pudieran haber envuelto acusación concreta contra algunas autoridades de Galaroza. El hecho, en los tiempos en que ocurrió, era completamente inevitable: Aún el Ejército Nacional no era dueño absoluto de la situación, ni suficiente para imponer el orden público, máxime en regiones como la Sierra de Huelva, en la que está enclavada la Plaza de Galaroza, que hasta finales del año 38 ha estado considerada zona de guerra. Estas circunstancias, a las cuales hay que atribuir ciertamente la muerte del Sr. Ortiz, impidieron que este fuese juzgado por el Tribunal competente, que hubiera decidido, caso de haber en él responsabilidad alguna de índole revolucionaria, el alcance de la misma.
Ha quedado desvirtuada la parte de la denuncia que hacía referencia al expediente de incautación de bienes, toda vez que éste fue tramitado con sujección [sic] a las disposiciones legales vigentes en aquella época. Fueron fijados los oportunos edictos, se dejó declarar a quien quiso, no siendo cierto que fueran coaccionados los testigos de descargo. Bien al contrario, esos testigos fueron coaccionados por la familia del Sr. Navarro y al declarar ahora libremente ante el Juez Militar, manifiestan su opinión no muy favorable por cierto, acerca de la conducta del indicado señor (tachado) Navarro.
Creados los Tribunales de Responsabilidades políticas, ellos son los únicos competentes para conocer de esta clase de asuntos. A la Jurisdicción de Guerra, una vez comprobado que por el Comandante Militar de Galaroza se observaron todas las antiguas formalidades legales, nada le queda por hacer en el asunto de la confiscación de bienes.
Por todo lo expuesto, procede terminar las presentes diligencias sin declaración de responsabilidad, a tenor de lo dispuesto en el art.º 396 del Código de Justicia Militar. Debiendo pasar, si así lo acuerda V. E., a un Juez Militar que practique las oportunas notificaciones a la solicitante y Sargento de Ingenieros (tachado) Adolfo Brias. Deduzca de lo actuado un testimonio que se unirá a la documentación personal del mismo, y otro del presente informe y resolución que recaiga, para su remisión al Tribunal de Responsabilidades Políticas de Sevilla, a disposición del cual quedarán todos los bienes que fueron de Luis Navarro, para que los custodie hasta que aquel Tribunal acuerde lo procedente, sin que ninguna otra Autoridad pueda resolver nada sobre los mismos.
V. E. no obstante resolverá.
FR. 20/11/40
Luis Navarro Muñiz fue alcalde de Galaroza durante casi toda la República, primero desde el Partido Radical y después de la crisis de dicho partido desde el grupo de Diego Martínez Barrio. Hombre respetado por sus vecinos, perteneció a esa generación que dio vida a la experiencia republicana desde la razón y el sentido común, compatibilizando sin problema alguno su republicanismo con su religiosidad. Durante el mes en que el pueblo permaneció bajo su mando, fiel a la República, ni siquiera se detuvo a los derechistas locales. A las dos semanas de ser ocupado el pueblo, el día 5 de septiembre, fue asesinado con otros a medianoche en un lugar cercano. La forma brutal en que fue asesinado parece ser la que las élites locales reservaban para ciertos líderes obreros y para los empresarios e industriales que como Luis Navarro se habían acercado al repúblicanismo y al socialismo. Según diversos testimonios, Navarro fue hombre ocurrente y de gran agudeza. Le sobrevivió durante años repitiendo cosas aprendidas un loro deslenguado que se trajo de Cuba en uno de los viajes que hacía para vender castañas[2].
Si tenemos en cuenta que sólo contamos con la última hoja del expediente es bastante lo que ignoramos y debemos deducir. La denuncia de Victoria Navarro Medina constituye un hecho totalmente inusual. Denuncia de la muerte de su padre y denuncia de la confiscación y reparto de sus bienes. El informe del Instructor que se reproduce es orientativo del sentido de las investigaciones. En primer lugar se estableció el carácter izquierdista de Luis Navarro, al que se llega a calificar, tachándolo después, de inculpado. Y aun reconociendo su buena labor como alcalde, se recurre al rumor público para manchar su reputación. Como en la denuncia inicial se dieron nombres de personas implicadas en el hecho delictivo, el Juez Instructor se vio obligado a tomarles declaración, pero como algunas de éstas eran autoridades locales colocadas por los ocupantes prefirió orientar su esfuerzo hacia que la denunciante rectificara algunos puntos de su escrito. Después de dejar claro que la víctima era izquierdista y que no cabía establecer culpabilidad concreta alguna, se entraba en la parte más desquiciada del Informe del Instructor, quien, al asegurar que en el tiempo en que el hecho ocurrió el Ejército no controlaba la situación, dejaba abierta la puerta a que hubiese sido víctima de los huidos. También consiguió el Instructor volver contra Victoria Navarro la denuncia sobre la incautación de bienes, acusando a su familia de haber coaccionado a los testigos. Tras semejantes procedimientos judiciales, procedimientos que podían convertir de un día para otro a la persona denunciante en procesada, es normal que la Instrucción concluyera «sin declaración de responsabilidad». Queda, sin embargo, la tarea de situar en esta historia al mencionado «Sr. Ortiz», posible víctima engullida por el proceso y que ni siquiera consta en Registro Civil alguno.
A pesar de todo lo dicho, la muerte de Luis Navarro Muñiz no existió legalmente hasta que en marzo de 1940, a los casi cuatro años de su desaparición, fue inscrito en el Registro Civil de Fuenteheridos. Su memoria, sin embargo, tal como prueba el trabajo de Emilio Rodríguez Beneyto sobre el pasado de Galaroza y la obra de Margaret van Epp Salazar sobre su memoria oral, ha permanecido.
Óscar Navarro Medina, también hijo del alcalde, de treinta y siete años, fue detenido y juzgado en Consejo de Guerra celebrado en Aracena en 1937. Se le acusó de militar en Unión Republicana, de haber ejercido de alcalde durante unas horas tras las elecciones de febrero y de haberse manifestado públicamente en un mitin contra la sublevación militar. Al igual que su padre, durante los días rojos actuó contra la comisión de cualquier tipo de actos violentos contra personas y cosas. Fue condenado a doce años y un día.