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Falange: el fascismo por dentro
La Falange quiere a los obreros como a sí misma.
FE (21-IX-36)
Hubo quien me reprochó haber cedido demasiado a la condena moral y al ánimus polémico en vez de basarme en la fría fuerza de los documentos. Pero muchos otros —los más— me acusaron de lo contrario y casi insinuaron que el hecho de remitirme a la documentación fascista respondía a un intento justificatorio.
Hacer inteligible un fenómeno histórico, considerándolo en su complejidad, no quiere decir justificarlo o absolverlo. Esta idea todavía encuentra resistencia en ciertos temas, en especial para quien no pretende, con intención «pedagógica», aceptarla.
Renzo de Felice, en Rojo y negro (Ed. Ariel, p. 129),
comentando las repercusiones de la publicación de su obra
Los judíos italianos bajo el fascismo
FALANGE PASÓ EN BREVE TIEMPO y a consecuencia del golpe militar, de ser un partido fascista de escasa implantación a constituir un poderoso grupo paramilitar al servicio del golpe y del Nuevo Estado en ciernes. Un golpe de estado de las características del de 1936 necesitaba gente «dispuesta a todo» y fue precisamente Falange, junto con el Requeté, el grupo que mejor canalizó ese personal de diversa procedencia, desde la burguesía antirrepublicana hasta el lumpen, que con mayor o menor convicción se sumó a los sublevados. Como éstos no podían por sí solos controlar a la mayoría social opuesta a sus designios, se hizo necesaria la ayuda de otros sectores sociales en principio un tanto pasivos cuando no abiertamente reacios a implicarse tan directamente en las diversas tareas del golpe de estado, tareas fundamentalmente represivas.
Entre las decisiones cuyo trasfondo no conocemos aún plenamente [1] habría que destacar la aparición en noviembre de 1936 del decreto sobre inscripción de desaparecidos. Es evidente que alguien percibió el cúmulo de irregularidades legales existentes desde julio y los problemas que vendrían si se mantenía la costumbre de no inscribir a las «víctimas del Bando de Guerra». Por esos mismos días tuvo lugar el gran desastre sufrido por los sublevados en su avance hacia Madrid, hecho que acarreó un cambio global de estrategia y el vuelco total de Alemania e Italia en favor de Franco. Fue entonces cuando, con el fiscal Felipe Acedo Colunga a la cabeza, se puso en marcha la llamada Fiscalía del Ejército de Ocupación, es decir, la maquinaria judicial-militar que seguía a las fuerzas franquistas a medida que iban ocupando el territorio. Esta maquinaria comenzó a funcionar entre febrero y abril de 1937, pasando a ser las Auditorías de Guerra las que se hicieron cargo de todos los detenidos existentes en la zona invadida. Debido a ello la represión, organizada hasta ese momento por las oligarquías locales auxiliadas por militares, guardias civiles y grupos paramilitares, pasó bajo control de los Consejos de Guerra Sumarísimos de Urgencia con el único objeto de ofrecer una imagen menos brutal. Coinciden estos cambios con otros no menos importantes como son la «desaparición» de sus respectivas provincias de las grandes figuras represivas, un cambio de gestoras en numerosos municipios, la salida hacia los frentes de ciertos individuos hasta entonces muy relevantes en la vida local y el Decreto de Unificación que acabaría creando lo que se llamó Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista. El deseo de iniciar una nueva etapa era evidente, tanto como el de olvidar la anterior. Todos estos cambios, y la evidencia cada vez mayor de que lo que sólo unos meses antes parecía un triunfo inmediato se iba convirtiendo en una larga guerra, contribuyeron a cubrir con silencio y olvido la etapa primera y fundamental de la sublevación. Hasta ahora se tenía la conciencia de que para enterarse de ciertos hechos de esa etapa nada más cabía recurrir a la historia oral, es decir, que hay sucesos que no dejan rastro documental. Aquí, pues, radica la novedad de estos documentos de inapreciable valor para el investigador y que han dado lugar a los dos capítulos que siguen, documentos de gran riqueza informativa tanto respecto a las vicisitudes de diversas personas desaparecidas, como por la claridad con que se nos muestran las estructuras y los mecanismos internos con que el fascismo español se movió en sus inicios y el elemento humano que lo hizo funcionar.
Algunas de estas historias reflejan con crudeza otro de los grandes tabúes asociados al golpe militar: la represión económica, entonces denominada «reparación pecuniaria». El tono africanista de esa campaña que se inicia en Melilla el 17 de julio convirtió en cotidianas ciertas prácticas como el saqueo. Ya vimos cómo el temible guardia civil Manuel Gómez Cantos decía que con «la Ley de Guerra se puede autorizar únicamente el saqueo en los primeros momentos de locura a la entrada en la Plaza». Como era previsible, la anómala situación creada por el golpe militar permitió y obligó a muchos individuos a vivir unas situaciones donde los límites entre lo prohibido y lo permitido se hallaban muy difuminados. Entre estas acciones habituales deben destacarse los asaltos, saqueos y destrucciones de viviendas, locales y sedes de particulares y sociedades, hechos éstos que se dieron en casi todos los pueblos del suroeste. Ocurrió también, como era previsible, que de la posibilidad de apropiarse de los bienes de los «rojos» sólo había un paso a acusar de «rojo» a alguien para apropiarse de sus bienes. Lo que prueban estos documentos es que no únicamente se produjeron saqueos cuando los pueblos pasaron a manos sublevadas o, poco después, a niveles más altos a través de leyes creadas específicamente para ello, sino que el acoso a los vencidos llegó incluso al expolio general, desde arriba hasta los más humildes, a los que se despojó de todo. Sólo que, como muestran los documentos, los frutos del despojo no siempre fueron para las suscripciones patrióticas.
El caso del ventero Rafael Pío Chávez —enriquecido ahora con la historia de Pablo Fernández Gómez, jefe de la brigadilla de ejecuciones de Falange— nos permite contemplar las interioridades y formas de actuación de la Falange sevillana en el verano de 1936 a través de algunos miembros de dichas brigadillas, visión que se completa con la historia del sastre Antonio Luque Martínez, con el que accederemos a los sótanos del Pabellón de Brasil (Oficinas de Falange en Sevilla) y al testimonio directo de quien fue rapado en cabeza y cejas, y purgado con ricino, castigos reservados habitualmente a mujeres y homosexuales pero que en esta ocasión afectaron a alguien cercano a los sublevados. Y todo ello con la aparición en escena de varios miembros de la plana mayor de la Falange dirigida por Joaquín Miranda González. La tercera historia, la de la causa seguida contra el falangista de origen gallego, aunque afincado en Badajoz, Agustín Garande Uribe por su actuación en Ronda, es un buen ejemplo de la represión económica. Esta cuestión está también presente en la terrible historia de Luis Rivas Molina, historia de amplio alcance ocurrida en un pequeño pueblo de Badajoz y que nos conduce a la admirable actuación de muchas de las autoridades locales frentepopulistas en las semanas posteriores al golpe y, de manera totalmente descarnada, a las ideas y actuaciones de los que ocuparon los pueblos del sur, con esa pintura negra del párroco prestándose a confesar a los que acaban de ser condenados a muerte por un «tribunal» constituido por un falangista y dos guardias civiles, todos ellos investidos de autoridad por el mismísimo Yagüe. El último caso, el de Eduardo Cerro Sánchez-Herrera, ocurrido con posterioridad a los anteriores, muestra un hecho extremo e inimaginable: cómo, al año y medio de haber sido ocupada la ciudad de Badajoz, dos falangistas muy bien situados se permitieron humillar y amenazar a un capitán jurídico destinado en el Gobierno Militar. El sumario es además muy rico en informaciones complementarias tanto sobre la trayectoria de Falange como sobre otras figuras de relieve.
MUERTE DEL VENTERO RAFAEL PÍO CHAVES (SEVILLA) (I)
En los primeros días de febrero de 1940 le fueron remitidos a la autoridad militar los antecedentes relativos a Pablo Fernández Gómez por la muerte de Rafael Pío Chaves. Todo partía de la denuncia realizada por su esposa, Esperanza Torrejón Borrego, quien acusó a Fernández del asesinato de su marido. La denuncia había sido hecha ante Ramón Hernández Ruiz, secretario del Juzgado de Instrucción n.º 3 de Sevilla con motivo de su inscripción en el Registro Civil. Ya desde ese momento la mujer dejó claro que
a su marido no le fue aplicado el Bando de Guerra, ya que eran perfectamente conocidos sus ideales de orden y de adhesión al Movimiento. Perfectamente informada puede y debe poner en conocimiento de V. S. que su marido fue vilmente asesinado y que el autor de tan monstruoso delito, que no tuvo otro estímulo que el robo, se llama Pablo Fernández Gómez, el cual tiene confesado su delito.
Fue designado Instructor el teniente provisional Fernando Pariente Carrasco y como secretario el sargento provisional Manuel Cruz Otero, quienes lo primero que hicieron fue pedir información a la Comisaría de Investigación y Vigilancia. El 9 de febrero de 1940 presto declaración Esperanza Torrejón. Recordó que el 5 de septiembre de 1936, estando con su marido en casa, se presentaron cuatro falangistas, registraron por todos sitios buscando dinero y se llevaron al hombre para que prestara declaración. Dos días después supo que el marido había sido asesinado en una carretera cercana. El mismo día le fue comunicado desde Investigación y Vigilancia que Pablo Fernández se había declarado culpable del crimen. En una segunda declaración del día 12 la mujer mencionó como testigo que podía corroborar su versión a Francisco Elena, dueño del cortijo Miradores, y a Juan de la Rosa.
Unos días después, Francisco Elena Navarro, labrador de cuarenta y cinco años y viudo, contó que el 6 de septiembre de 1936 se acercó a su casa Esperanza Torrejón pidiéndole que se interesase por el paradero de su marido. Francisco Elena se acercó al cuartel de Falange del Duque, donde el jefe falangista Juan de la Rosa, tras pedirle que le diera un rato para enterarse, le comunicó que «había sido fusilado la noche anterior». La información enviada por el comisario-jefe Eduardo Roldán decía:
El 5 de septiembre de 1936 Pablo Fernández Gómez, domiciliado en Pagés del Corro, 73, en unión de un Falangista, un Guardia Cívico y en el coche que conducía el chófer de Falange Francisco Peregrina Pagador se dirigieron a la venta «La Albarrana», donde detuvieron a RAFAEL PÍO CHAVES, dueño de la misma, llevándolo por la carretera de Alcalá, y al llegar al puente que divide los términos de Sevilla y Alcalá, obligaron al detenido a que bajara del coche y le fusilaron, apoderándose de 150 pesetas en plata que llevaba consigo, regresando inmediatamente y uniéndose a estos otro individuo que no se sabe si era de Falange o Cívico. Se apearon dos de ellos en la Plaza de la Magdalena, otro en la Plaza del Duque y Pablo Fernández fue conducido a su domicilio…
Mucho más interesante era otro informe de 25 de septiembre de 1936 firmado por los funcionarios de la Brigada de Investigación Social Mariano Tejada y Ambrosio López. En él se lee que el 23 de agosto de 1936, cuando se encontraban en el bar «La Sacristía», en la Alameda, Cristóbal Romero (en realidad Rivero) Núñez, de la Policía Montada, y un falangista delgado y con gafas armado de fusil, fueron requeridos por Pablo Fernández para que le acompañaran al número 9 de la calle Leonor Dávalos, donde detuvieron al vecino Agustín Herrera Cabrerizo, de treinta años,
al cual amarraron con una cuerda y condujeron al lugar conocido por Los Humeros, [donde] le hicieron saltar el muro que separa la calle de la vía de ferrocarril, en donde le fusilaron, apoderándose de los documentos que llevaba, que rompieron en el mismo lugar, así como algún dinero que al parecer llevaba, sin que se sepa la cantidad, marchando seguidamente los cuatro [sic] al establecimiento de bebidas conocido por «Los Carteros», en donde invitó a unas copas el PABLO FERNÁNDEZ, entregando cinco pesetas al individuo de Falange.
El documento aclara que Cristóbal Romero (Rivero) no llevaba arma y que la víctima era «un sujeto de pésimos antecedentes, conceptuado policialmente como comunista» y al que se le habían ocupado «hojas clandestinas excitando a la rebelión». El hecho fue presenciado por diversas personas, entre ellas la compañera de Herrera, Carmen Amador, quien más tarde identificaría a los responsables. Dos días después Pablo Fernández, en compañía del falangista Jerónimo Rodríguez García de Soria, detuvo en el Altozano de Triana a Agustín Veguilla Alcántara, de cincuenta y seis años, agente de seguros de «La Equitativa» que vivía en la calle Betis. Igualmente fue llevado a Los Humeros y asesinado. Finalmente, el informe contaba el caso de Rafael Pío Chaves, «persona de buena conducta, careciendo de antecedentes en ésta Comisaría».
Sobre estos crímenes Pablo Fernández declaró el 1 de octubre de 1936. Según dijo detuvo a Herrera Cabrerizo por orden del Jefe de Milicias Ignacio Jiménez Gómez-Rull, pero luego lo llevaron a Los Humeros para interrogarlo y «como hiciera ademán de huir e intentó saltar la tapia, el de Falange y el que habla hicieron fuego con sus mosquetones, cayendo herido en la parte izquierda del cuerpo, rematándole de un tiro en la cabeza para que no padeciera». Luego se repartieron el dinero entre los tres; la documentación la entregaron en Falange. Al día siguiente se lo comentó personalmente a Joaquín Miranda, «quien le dijo que para otra vez no se extralimitase». El caso de Veguilla Alcántara lo explicó diciendo que salía de servicio de la Comisaría de Jáuregui con otro falangista cuando sobre las ocho de la mañana y cuando pasaban por el Altozano de Triana camino de casa, se cruzaron con este hombre, «conceptuado como un significado elemento de izquierda». Así que dio la vuelta y se lo llevó a Falange y, ya con el atestado instruido, a Jáuregui, de donde salió en libertad. Extrañado Pablo Fernández, le siguió y cómo no quisiera aclararle dónde se dirigía ordenó al falangista que le disparara. Ya muerto, lo registraron. También de este hecho dio cuenta a Joaquín Miranda, «que se limitó a regañarle nada más».
En cuanto a Rafael Pío Chaves dijo que recibió orden de la Brigada de Falange para que lo detuviera, enterándose de su domicilio en el «Petit Café»:
Que el expresado 5 de septiembre no hubo ejecuciones y como el que habla era jefe de este grupo [la brigadilla de ejecuciones] y no tenía servicio se acordó que tenía orden de detención de dicho Rafael, por lo cual decidió aprovechar la noche, solicitando del encargado de los coches que prestan servicio en Falange le cediese uno…
Luego llamó a un cívico que estaba en el «Petit Café» y partieron hacia la venta con los resultados que ya sabemos. Por supuesto dijo que el hecho de dispararle se debió a un extraño movimiento realizado por el detenido. En esta ocasión no dijo nada cuando volvió al cuartel de Falange, pero al otro día, preguntado por el Jefe de la Brigada sobre el caso —éste le comentó que «el asunto estaba muy mal»—, dijo que «se había olvidado». Quiso ver a Miranda, «pues jamás tuvo la intención mala en los hechos», pero no pudo y ya después, por indicación de un hermano agente de Investigación y Vigilancia, que le aclaró que nada se podía hacer por haber pasado ya el asunto a la División, se presentó en Falange y fue detenido. Era el día 8 de septiembre. Estaba prestando servicio en la citada Comisaría desde el 25 de julio. En esas declaraciones Pablo Fernández Gómez aludió claramente a los buenos «servicios prestados» en Falange y a las gratificaciones recibidas del mismo Joaquín Miranda. También dijo que fue herido en 1932 por defender la causa de Sanjurjo y que «está dispuesto a ir a prestar los servicios de más peligro que se puedan presentar en Falange o en el sitio que se le designe hasta perder la vida por España».
El 19 de febrero de 1940 se ordenó su detención, siendo localizado un mes después en Montellano (Sevilla). El día 23 declaró el chófer Francisco Peregrina Pagador, mecánico de cuarenta años natural de Nerva. Recordó que fue el jefe del servicio de coches de Falange, Eduardo Benjumea, quien le ordenó ponerse a las órdenes de Pablo Fernández. Ofreció algunos detalles interesantes como que éste le colocó al ventero las esposas casi de inmediato o que, cuando todos contemplaban el cadáver, les dijo: «De este hecho, aunque sea yo el jefe de Ejecuciones, que no se sepa ni palabra», añadiendo el falangista Domingo Mena Morales: «Al que diga algo se le hace igual que a ése». Y todos regresaron al cuartel del Duque no sin pasar antes por el «Petit Café». Peregrina contó todo al día siguiente a Juan de la Rosa, «pidiéndole orientación acerca de lo que había que hacer». Luego habló con el Jefe Superior del Cuartel de Falange, quien ordenó la inmediata detención de Pablo Fernández Gómez. Una vez concluida y firmada su declaración, Peregrina decidió añadir un detalle que no ha contado: después de dejar a éste y al cívico en diferentes lugares y cuando iban camino del Duque, «El Gitano» propuso volver a la casa de la víctima, ya que «era aquel momento muy buena ocasión… en virtud [de] que la esposa del mismo había quedado sola y era muy hermosa». Peregrina dijo que fue tal su reacción que el otro desistió de inmediato.
El 29 de febrero dio su versión el abogado Juan de la Rosa López, Jefe de Investigación de Falange. Para empezar dijo que Pablo Fernández Gómez le merecía «muy mal concepto pues antes del Glorioso Movimiento Nacional militaba en el partido comunista», lo cual era falso (fue de la UGT mientras trabajó en el frontón Sierpes). El 6 de septiembre de 1936, aun cuando fue reconocido por Esperanza Torrejón, el acusado negó su participación en el asesinato hasta que supo que Peregrina había contado todo. Sólo entonces dijo que lo había hecho porque el ventero «era un individuo peligroso para la causa nacional y sin que se lo ordenara nadie». De la Rosa concluyó la declaración manifestando que le extrañó que el acusado fuera puesto en libertad a los cuatro o cinco días.
En abril de 1940 comienzan a llegar los informes de la Delegación Provincial de FET y de las JONS, con la firma del delegado Manuel Muñoz Filpo. Según éstos, Pablo Fernández Gómez ingresó en Falange el 30 de diciembre de 1935 y fue expulsado el 2 de junio de 1937. Y añadía: «En los primeros meses de la guerra actuó en retaguardia en los servicios de detenciones y otros similares, siendo la causa de la expulsión la forma abusiva con que actuó y que la organización no podía respaldar». Un curioso informe de esas fechas de la Guardia Civil dice que «su actuación durante los primeros días de éste [el Movimiento Nacional] no fue visto [sic] haya sido contraria al triunfo Nacional ni existen en este puesto antecedentes desfavorables en este sentido».
El 8 de abril Esperanza Torrejón fue interrogada sobre la relación que ella y su marido tenían con Francisco Elena, relación que según ella fue de «buena amistad» hasta abril de 1936. La mujer dijo que se debía probablemente a que Francisco Elena era el fiador del alquiler de la venta. Luego Elena declararía que la relación venía por conocer a la madre del ventero, cocinera de la Casa-Cuna y que llevaba la venta en alquiler antes que el hijo, pero que como vecinos era muy escasa. En ese momento el Instructor intenta establecer sin conseguirlo alguna relación entre Pablo Fernández y Francisco Elena, vecino de la calle Parras, de La Macarena.
Ya desde la Prisión Provincial y agobiado por la situación, Pablo Fernández Gómez declaró que la orden de detención del ventero partió de Emilio Flores Ortega, jefe de la Brigada de Investigación. Luego prestó declaración en la Comisaría de Investigación y Vigilancia, no en Falange, y fue recluido en el Salón Variedades, de donde salió en breve para realizar diversos servicios, uno en Málaga, otro en Toledo en enero de 1937 (volar un tren de milicianos que salió de Alicante para Madrid para reforzar su defensa) y otro en Irún en febrero de ese año. Finalmente, en septiembre de 1937, al cumplir un año del arresto impuesto por sus superiores, quedó en libertad.
A mediados de abril y tras mucho esfuerzo, el Instructor logró sacarles a Falange y a la Comisaría los nombres de quienes acompañaron a Pablo Fernández a la venta. Como era de esperar, Emilio Flores Ortega, Jefe de Investigación de Falange en 1936, negó haber dado orden alguna a Pablo Fernández, «toda vez que de la jefatura de Investigación de F. E.T. no partían órdenes algunas a tales efectos, sino que todos los detenidos eran puestos a disposición de dicha Comisaría».
El 30 de abril el chófer Francisco Peregrina Pagador introduce un nuevo elemento: antes de partir para la venta, al pasar por La Macarena, Pablo Fernández ordenó parar el coche y estuvo un rato hablando con alguien apodado «Trescosechas». Casualmente un nuevo testigo, Manuel Bazán Tavares, también vecino de La Macarena y padre de «Trescosechas», declara que el ventero Pío Chaves traía «en constante revolución a los trabajadores de los cortijos» y que era «íntimo amigo» del comunista Barneto. Unos días después declaró su hijo, Antonio Bazán Tirado, vecino de la calle Bécquer (Macarena) y alias «Trescosechas». Aparte de decir que el ventero «no le merecía buen concepto», declaró conocer a Pablo Fernández por ser quien le avaló para entrar en Falange y «que lo vio varias veces en el Gobierno Civil con Pedro Parias, mereciéndole buen concepto». No recordaba la conversación con Pablo Fernández, el 5 de septiembre de 1936.
Para aclarar la frecuencia de las visitas de Francisco Elena a la venta, el Instructor ordenó un careo entre éste y Esperanza Torrejón. Francisco Elena Navarro hubo de reconocer que visitaba con mucha frecuencia la venta. Otro careo entre Peregrina y Antonio Bazán Tirado «Trescosechas» acerca de la conversación en La Macarena no dio resultado alguno. En este sentido, fue decisiva la declaración de Manuel Peregrina Pagador, hermano del otro y que había intervenido en 1936 a las órdenes del subjefe de milicias de FET Antonio Ojeda Gadea en la detención de «Trescosechas». Dijo que éste había intentado «arreglar el asunto por medio de pesetas» y que le prometió cien duros si convencía a su hermano (Gil Fernández Gómez) para que dijera que el ventero no iba esposado. Tal era la situación de Pablo Fernández que amenazó con «perder a todos los que lo acompañaban» aquel día.
El 29 de mayo de 1940 un nuevo informe de Falange indica que el ventero «es de buena conducta y antecedentes, es persona de orden y adicto a la Causa Nacional». Pero había más: Rafael Pío Chaves pertenecía a Falange desde el 12 de octubre de 1934, en que fue presentado por Rafael Guerrero Padrón (cuando declara en 1940 aparece como militar). Todos los informes eran positivos. En este informe se detalla que primero disparó Fernández Gómez con su pistola, tras lo cual ordenó a los demás que lo remataran, y se aclara que tras el crimen, a propuesta de uno de ellos (Mena Morales), volvieron a la venta
en busca de su esposa, a la cual matarían después de abusar de ella para evitar ser descubiertos. Como la propuesta fuera del agrado de los demás se encaminaron de nuevo hacia la venta donde afortunadamente para la esposa de la víctima no la encontraron por haber salido éste [sic] después de su esposo a refugiarse en una venta próxima.
También ahora se dice por primera vez que el propietario de la venta era «Trescosechas» y que el fiador para el arrendamiento, Francisco Elena, también llevaba unos terrenos propiedad de éste. El informe expone que «cuando fue llamado para declarar el Francisco Elena manifestó no conocer a la víctima ni a su esposa. Según informes, este Sr. parece pretendía a la esposa de Rafael Pío, la cual posee una carta en términos amorosos del mismo. El tal Elena aconsejaba a dicha Sra. en el sentido de que no debía hacer ninguna indagación sobre el descubrimiento y motivos de dicho asesinato. Al final se dice que el abogado y falangista Juan de la Rosa López le aseguró a la viuda que para obtener los papeles que permitieran inscribir la muerte del marido tenía que firmar un documento en el que constaba que falleció por aplicación del Bando de Guerra».
El tal «Trescosechas» (Antonio Bazán Tirado) fue relacionado nuevamente con el crimen por José Martínez Calvo, encargado junto con Manuel Peregrina Pagador en septiembre de 1936 de investigar lo ocurrido. Para Martínez Calvo estaba claro que aquél fue un asunto de «intereses personales» de Pablo Fernández Gómez y el otro. Lo mismo ocurrió con Juan Balbontín Orta, compañero de Martínez Calvo, que recordó también la detención de «Trescosechas» y cómo lo entregaron en el Pabellón de Brasil al subjefe Ojeda Gadea. El 10 de junio, interrogado en la cárcel, Pablo Fernández negó que hubiese intentado sobornar a unos y otros para que dijeran que el ventero no iba esposado. El careo con Manuel Peregrina no aclaró nada. Sin embargo, dos testigos dieron la razón a Peregrina y uno de ellos, José María Alarcón Beltrán, recordó que Pablo Fernández le preguntó «si sabía algo de la vida privada de Francisco Peregrina Pagador que pudiese perjudicarle ante el Consejo de Guerra…». Sometidos a careo con Pablo Fernández, ambos mantuvieron lo dicho. Finalmente, Pablo Fernández reconoció que lo hizo «por curiosidad» y porque «le hacía mucho daño en las declaraciones que prestaba».
Por fin, el 14 de junio de 1940 declaró Rafael Vargas Bazo «El Gitano», quien dijo que entre agosto y noviembre estuvo sirviendo en el Tercio fuera de Sevilla. Y unos días después Domingo Mena Morales declaró por primera vez que sólo conocía a Pablo Fernández de verlo en el «Petit Café» y que nada sabía de la muerte del ventero ni recordaba qué hizo el 6 de septiembre de 1936. Pero el careo con Peregrina le fue mal: lo reconoció como el falangista que participó en los hechos y lo acusó de ser el que dijo: «Al que diga algo se le hace igual que a éste». Como ya sabemos, el 28 de junio Mena Morales ingresaría en prisión. Poco después sería también reconocido por Esperanza Torrejón.
El 21 de junio Esperanza Torrejón Borrego aportó una carta de 6 de febrero de 1936 de Francisco Elena en que éste «le requería de amores». La había mostrado a su esposo y dijo que a partir de aquello a Elena se le vio cada vez menos por la venta (recordemos que cuando ocurrieron los hechos Francisco Elena, de unos cuarenta años, doblaba en edad a Rafael Pío Chaves y su esposa).
El falangista Antonio Ojeda Gadea, ahora teniente de Caballería, dijo no conocer personalmente ni a Fernández Gómez ni a Francisco Elena, ni a «Trescosechas» y que «no intervenía en detenciones ni libertades». También declaró entonces, a finales de julio, Eduardo Benjumea Vázquez, encargado del servicio de coches del cuartel de Falange del Duque. Tampoco recordaba casi nada, pero sí afirmó que Pablo Fernández «se dedicaba a fusilar a personas sin orden alguna y en razón a que era un perfecto sinvergüenza». A fines de julio de 1940 un nuevo careo entre Fernández y Peregrina acaba sin resultado alguno.
El 12 de agosto de 1940, Antonio Torrejón Borrego, hermano de Esperanza, aporta una nueva información: «Trescosechas» le prestaba dinero a Pablo Fernández desde antes del 18 de julio. También contó que las esposas y el reloj de su cuñado fueron limpiadas de sangre en el «Petit Café» antes de ser entregadas en Falange. Pablo Fernández seguía sin recordar nada. Al día siguiente tampoco le fue bien el careo con Emilio Flores Ortega, quien dijo no haberle dado orden alguna de detener al ventero y que él, como jefe de la Brigada de Investigación, sólo se relacionaba con el subjefe, Emilio Robles Canto.
A mediados de agosto de 1940 fue localizado por fin el cuarto hombre que participó en el crimen del ventero aparte de Fernández, Peregrina y Mena. Se trataba de Cristóbal Rivera Núñez, con varios antecedentes por lesiones y malos tratos antes de julio de 1936 y que fue detenido el 10 de septiembre de ese año y «puesto a disposición del Sr. Comandante del Estado Mayor José Cuesta por el supuesto delito de detener a un marxista llamado Agustín Herrero [sic] en unión de unos falangistas, cuyo individuo fue fusilado en la calle Torneo». Es decir, el caso de Agustín Herrera Cabrerizo. Como dijo no haber tomado parte en el «fusilamiento», Cuesta lo puso en libertad, «alistándose en el Tercio». Y éste era el que Pablo Fernández decía no conocer.
A estas alturas cada vez estaba más claro el problema: había asesinado a un falangista sin orden alguna. Sus relaciones y los servicios prestados lo habían librado de lo peor en 1936, pero poco podían hacer en 1940 salvo exigir que la instrucción agotara todas las posibilidades. En el Auto de Procesamiento de 17 de agosto se lee que «en los primeros días del Glorioso Movimiento Nacional» acabó con la vida de varias personas «sin orden expresa de ningún Jefe de los que dependía…». Los posibles delitos: abuso de autoridad, asesinatos, robos y allanamiento de morada.
Antonio Bazán Tirado «Trescosechas» reconoció haber sido detenido y conducido al Pabellón de Brasil tras el asesinato del ventero. Lo pusieron en libertad a las dos de la mañana, «que no era hora de regresar solo a casa como estaba la situación entonces», por lo que lo acercaron al «Petit Café». Igualmente afirmó haber dejado dinero en más de una ocasión a Pablo Fernández, así como a otros falangistas. Por sorprendente que resulte nadie le preguntó por sus relaciones con Rafael Pío Chaves.
A fines de agosto se le intervienen dos cartas a Pablo Fernández Gómez, una dirigida a su mujer, María Herrera, en la que insiste en que «a Bazán no lo mientes para nada porque sería comprometido el nombrarlo»; y otra para su hermano Gil, con una declaración jurada con los servicios prestados (escrita a máquina y para cuya redacción recibió ayuda) que debía hacer llegar a Franco. En dicha declaración se definía «como persona de orden y de formación religiosa», recordando su ingreso en Falange en 1935 y su labor como interventor y apoderado de dicho partido en las elecciones de 1936, «actuando en la octava mesa del Colegio de San Jacinto, en donde fatalmente al efectuar el escrutinio sólo apareció el voto del declarante». Luego «Dios me deparó la suerte de tomar parte activa llegado el Glorioso Alzamiento». Entre los servicios prestados destacó:
En los primeros [días] de agosto de 1936 fui nombrado jefe del pelotón de ejecución afecto a la Comisaría de Orden Público regida por el entonces capitán del Ejército Don Manuel Díaz Criado. Terminada la comisión de este servicio por disposición de la Superioridad cesé en el mismo, así como los camaradas que componían dicho pelotón, quedando incorporado a la Brigada de Investigación de Falange, mandada por Don Emilio Flores.
Luego noveló la detención del ventero, el cual ya detenido se habría abalanzado sobre él a grito de «A mí no me mata la canalla fascista». Y fue a mediados de octubre, después de llevar doce días detenido en el salón «Variedades», cuando Díaz Criado lo volvió a llamar para que fuese a Málaga a fin de volar cuatro depósitos de gasolina. Pero fue herido en enfrentamiento con un grupo de cinco forajidos rojos liderados por «El Sillero de Marchena», quien le disparó e hirió al grito de «Éste es un canalla fascista». A causa de la herida estuvo en Antequera hasta fines de octubre, en que Díaz Criado ordenó su ingresó en la Prisión Provincial. Fue allí donde se enteró que Queipo lo había castigado a un año de arresto por lo del ventero. Pero a primeros de enero fue llamado por el nuevo delegado de Orden Público, el guardia civil Santiago Garrigós Bernabeu:
A presencia de Don José Rebollo y de Don Andrés Portabella, el Sr. Garrigós me hizo saber que España necesitaba de mis modestos servicios y con la espontaneidad de mis sentimientos patrióticos, hice una vez más patente mi resuelta adhesión…
La nueva misión consistió en volar un tren de milicianos en Valsequillo de Llepes (Toledo), en zona republicana, tras lo cual volvió a Aceca el día 15 de enero. Señaló también que en Talavera de la Reina, donde estuvo hasta finales de enero, fue convidado a 200 pesetas por el comandante Planas. Al regresar el 1 de febrero a Sevilla y presentarse ante Garrigós, éste le dijo que se retirara a su domicilio hasta nueva orden. Pocos días después sería llamado de nuevo para realizar actos de sabotaje en Irún. Luego volvió a su casa, hasta que el 24 de marzo ingresó de nuevo en la Prisión Provincial, saliendo en libertad el 8 de septiembre de 1937[2]. La declaración llevaba fecha de 7 de mayo de 1940. Acababa: «ARRIBA ESPAÑA» y «VIVA NUESTRO INVICTO CAUDILLO».
El 3 de septiembre de 1940 Antonio Bazán Tirado «Trescosechas» declaró ante el instructor que la mujer de Pablo Fernández había pasado frecuentemente por su casa «pidiéndole una recomendación para su esposo». Para entonces éste tenía que responder de las cartas intervenidas. Un careo entre Francisco Peregrina y Antonio Bazán para aclarar si éste intentó sobornar al otro tampoco dio resultado. El 12 de septiembre declaró Cristóbal Rivera Núñez, el supuesto cuarto hombre, quien aseguró que en los primeros días de septiembre de 1936 se encontraba prestando servicios por pueblos de Sevilla (Ecija, Osuna y El Saucejo) en la Policía Montada como asistente del teniente Luis Merry Gordon, como podría certificar el comandante Pedro Erquicia.
El Auto-resumen de 30 de octubre de 1940 insistía en los hechos violentos cometidos «sin orden alguna». El informe del fiscal, de 21 de diciembre, mantiene que Pablo Fernández Gómez:
Que se infiltró en las milicias de FET y de las JONS con intenciones bastardas y criminales, actuó al principio del Movimiento Nacional en esta Capital, y valiéndose del uniforme de la organización referida, se unió a otros elementos que no han podido ser habidos igualmente indeseables [y] también pertenecientes a otras organizaciones afectas al Movimiento, para dar rienda suelta a sus instintos perversos y realizar los más vandálicos saqueos y crímenes al amparo de unas insignias y uniformes que nunca debieron llevar y que deshonraron al vestirlos.
Luego narraba los diferentes asesinatos sin mencionar en momento alguno que, salvo en el caso del ventero, en los demás sí habían existido órdenes y conocimiento por parte de sus jefes. El fiscal pedía pena de muerte. El acusado designó como defensor al teniente de Infantería Rafael García-Plata Parra, quien inició una nueva ronda de declaraciones a petición del acusado. Fue entonces, en febrero de 1941, cuando Esperanza Torrejón, de veinticinco años, contó por qué su marido no actuó contra Francisco Elena después de que éste le entregara la carta a ella. Les advirtieron que éste podía servirse de un individuo llamado Eduardo Jiménez «El Legionario», que siempre andaba cerca, para que les causase daño. También recordó que, cuando se llevaron al marido, Pablo Fernández le dijo que no se fuese porque su marido volvería enseguida. Preguntada por su opinión sobre Elena y «Trescosechas» contestó que el primero se dedica «a conquistas mujeriegas, encontrándose siempre rodeado de individuos de mala catadura», y el segundo es «hombre negociante capaz de todo por conseguir dinero». Esperanza Torrejón, al insistir en que su marido y el acusado no se conocían de nada, daba a entender, pese a la sordera del instructor, que otros fueron los que decidieron su destino. Cuando se le preguntó por qué no entregó la carta de Francisco Elena antes, dijo que sabía que éste tenía «mucha amistad con Juan de la Rosa y otros Jefes de Falange».
El falangista Emilio Robles Canto, cuando le preguntaron qué cargo desempeñaba Pablo Fernández en Falange, se limitó a decir que «era ejecutor y que en ninguna ocasión se le encomendó la detención de nadie». A la misma pregunta otro falangista, Jerónimo Rodríguez García-Soria, acompañante en uno de los asesinatos, respondió que «era Jefe del pelotón de ejecuciones, a cuyo pelotón pertenecía el declarante, que este servicio era voluntario en general y al servicio de la Comisaría de Policía y siempre se ignoraba el nombre del delito cometido por los individuos a los que le aplicaban el Bando de Guerra». Francisco Peregrina repitió que al pasar por La Macarena Pablo Fernández le ordenó detenerse y estuvo hablando un rato junto al Arco con «Trescosechas», tras lo cual partieron hacia la venta. Preguntado a qué cree que se debió la muerte del ventero dijo que al día siguiente, cuando le comentó eso mismo a Juan de la Rosa en el cuartel de Falange, éste le contestó que «sería un comunista».
El encargado de los coches de Falange, Eduardo Benjumea Vázquez, declaró a fines de febrero de 1940 que cuando Pablo Fernández le pidió un automóvil a la una de la noche ni le dijo para qué era, «bien entendido que esto ocurría con alguna frecuencia, suponiendo el declarante el servicio al que marchaba que era el de ejecuciones». Finalmente, recordó que «el comentario de aquellos días… era que el Pablo había efectuado la muerte del ventero Rafael Pío Chaves sin orden de sus superiores». Antonio Bazán Tirado «Trescosechas», sin fijar el día, admitió haberse visto con Pablo Fernández y conocer al ventero, de cuyo fin dijo haberse enterado por Juan de la Rosa. Volvió a decir que la venta era lugar de reunión de izquierdistas y que Rafael Pío Chaves era amigo personal de muchos de ellos. Un nuevo testigo, Luis Cabello de la Sierra, habitual de la venta y que conocía a Pío, Bazán y Elena, aportó un dato hasta ahora desconocido: un día en que Francisco Elena preguntó a Rafael Pío por qué no estaba presente su esposa, éste le respondió que lo mejor que hacía era no aparecer por la venta. Conociendo a Elena el testigo reconvino al ventero, al que consideraba un hombre honrado, trabajador y de ideas derechistas, «falangista de antes del Movimiento Nacional».
En febrero de 1941 se produjeron varios testimonios favorables a Pablo Fernández y contrarios a Francisco Peregrina, caso de dos cartas firmadas por Antonio Ortiz Álvarez y Antonio Zayas Cuesta, amigos y compañeros del acusado. Hay que decir que para entonces la suerte de Peregrina había cambiado y que, por motivos que desconocemos, se encontraba detenido en la Prisión Provincial. A consecuencia de esto el instructor ordenó nuevas comparecencias. En realidad da la sensación de que Pablo Fernández ya no sabía a quién llamar. Por ejemplo, Esteban Franco Ruiz Mensaque afirmó que lo conocía de antes del «Movimiento» y que una vez iniciado éste «practicó innumerables servicios en unión del dicente, todos en legal forma, pero que sobre la muerte de Rafael Pío Chaves no sabe nada…». Para el testigo, Pablo Fernández era «de los más destacados en labor a desarrollar», perdiendo el contacto con él al ser ocupada Huelva, por ser destinado allí. Otro declarante ya conocido, Jerónimo Rodríguez García-Soria, de veintidós años, dijo del acusado, al que conocía desde el «Movimiento», que era «uno de tantos de los que a simple vista era patriota y afecto a la España Nacional». Como otros, Antonio Suero Rodríguez, nada pudo decir sobre el caso del ventero pero sí que el acusado «parecía que se encontraba siempre al lado de la Falange y en contra de los enemigos de España». También declaró ahora el militar Andrés Portabella Celda, a cuyo servicio había estado Pablo Fernández realizando actos de sabotaje en zona republicana. Su informe era inmejorable. Preguntado si el acusado formó parte del pelotón de ejecución declaró que «aun cuando jamás lo ha visto en el preciso momento de la ejecución», sí lo recordaba de haberlo visto al frente de un grupo de falangistas hacerse cargo de los detenidos. Antonio Ortiz Álvarez, al que iba dirigida una de las cartas intervenidas, afirmó que conocía al acusado y que «siempre fue uno de los principales falangistas». Así pasaron los meses hasta que a finales de enero de 1942 el Instructor concluyó su informe.
El fiscal pedía muerte y el defensor, absolución; el delito, rebelión militar. Presidió el Consejo de Guerra el comandante de Infantería Pedro Canto Ávila y actuó de vocal ponente el oficial 1.º honorario Ismael Isnardo Sangay. Entre los resultandos se destacaba que ingresó en Falange en diciembre de 1935 y que «al iniciarse el Glorioso Alzamiento Nacional en julio de 1936 ejerció el cargo de jefe del pelotón de ejecuciones con dependencia de las Autoridades superiores». Luego se narraban los tres asesinatos que realizó sin orden superior. El 4.º resultando planteaba las «posibles complicidades» de Antonio Bazán Tirado, el único testimonio contrario al ventero, y Francisco Elena Navarro con el acusado, y ordenaba su esclarecimiento. El fallo fue pena de muerte. Aunque el consejo se celebró el 2 de marzo, el Auditor Bohórquez y el capitán general dieron el visto bueno el 13 de junio de 1942. Todo acabó para Pablo Fernández Gómez el 27 de junio:
Consecuente a su escrito de fecha 25 del actual, participo a V. S. que ordeno al Sr. Coronel Jefe del Regimiento Mixto de Caballería núm. 12 de esta Plaza, designe un piquete, el que al mando de un Oficial se encuentre el próximo DÍA VEINTISIETE DEL ACTUAL a las CINCO Y TREINTA HORAS en la tapia del costado derecho del Cementerio de San Lomando de esta Capital al objeto de proceder a la ejecución del reo PABLO FERNÁNDEZ GÓMEZ; significándole ordeno asimismo al Jefe del Grupo Automóvil, designe un coche que le recoja en su domicilio a las CUATRO HORAS del expresado día, para su asistencia a dicha ejecución como Juez Instructor.
El caso de Pablo Fernández Gómez —hay que leer las cartas que escribió para hacerse una idea del personaje— muestra quiénes fueron los encargados de las tareas sucias tras el golpe. Hubo muchos Pablos Fernández en todos sitios, pero muy pocos se atrevieron a eliminar por encargo a un antiguo militante de Falange. Falange y Queipo consiguieron librarlo del primer problema de 1937 con un simple año de arresto, pero en 1940, ya todo era muy diferente y ni los viejos camaradas estaban en el cuartel del Duque ni Queipo en Capitanía. Ignoramos quién o quiénes respaldaron a la mujer para llevar adelante el proceso contra el asesino de Rafael Pío Chaves e ignoramos —aunque intuimos— cómo se libraron Roldán y Elena de explicar varias cosas. No obstante, hay que resaltar, frente a lo que era habitual en esos años, la manera puntillosa y lenta con que se llevó a cabo el proceso contra un sujeto como éste. El caso del ventero Rafael Pío Chaves demuestra que cualquiera, incluso la gente de orden, podía acabar asesinado en una cuneta y que el final de sus asesinos sólo dependía de una orden superior.
MUERTE DEL VENTERO RAFAEL PÍO CHAVES (SEVILLA) (II)
Como se ha dicho, se desconocen las razones de fondo por las que se abrió una investigación sobre la muerte del ventero de la «Venta Fa Albarrana» a los cuatro años de su desaparición. Sí está claro que se abrió por imperativo superior y se instruyó de forma un tanto extraña. La historia de la desaparición de Pío Chaves requiere pocos comentarios. Aparentemente sin importancia, supone una bajada a los infiernos del verano de 1936, con vericuetos que conducen desde la sede falangista de Trajano número 2 a la Brigadilla de Ejecuciones, pasando por la carretera de Alcalá. Como en otros casos que veremos, la investigación, por llamar de alguna manera al marasmo montado por el Instructor militar, no pasó de los niveles medios. Todo dio comienzo por una orden de 28 de agosto de 1940, motivada por el testimonio de la causa seguida a Pablo Fernández Gómez desde unos meses antes y que acabamos de ver.
El 27 de junio de 1940 el falangista Francisco Peregrina Pagador reconoció ante el Juez Instructor, el alférez José Álvarez Teniente, sustituido inmediatamente por el comandante de Infantería Ildefonso Pacheco Quintanilla, que el 6 de septiembre de 1936 llevó al también falangista Domingo Mena Morales «El Gitano» junto con un guardia cívico y Pablo Fernández Gómez a la venta La Albarrana, donde detuvieron al ventero, al que llevaron a la carretera de Alcalá, donde lo ejecutaron; reconoció igualmente que al volver al coche Mena Morales dijo: «Al que diga algo se le hace igual que a ése». En diligencia de careo el acusado lo negó todo, pero el Juez sacó «en consecuencia que el Peregrina ha reconocido al falangista sin duda alguna».
Esperanza Torrejón Borrego, la mujer del ventero, no debía salir de su asombro. El 12 de agosto de ese mismo año fue llamada para una diligencia de reconocimiento. No lo dudó. Aquel hombre, Mena Morales, era el que con otros dos detuvo a su marido, asesinándolo poco después en la carretera de Alcalá. El acusado lo negó nuevamente todo pero el Juez decidió que había sido reconocido. Cuando unos días después el Instructor solicitó a Falange informes sobre Mena Morales, el Delegado Provincial Manuel Muñoz Filpo, que ejercía a la vez de Jefe Superior de Policía, le comunicó que carecía de antecedentes, que estaba afiliado a Falange desde antes del 18 de julio y que, además de colaborar en todo, «había sostenido altercados con individuos de ideas comunistas en defensa de nuestra Organización».
En octubre de 1941 declaró Pablo Fernández Gómez, maestro de obras de cincuenta años de edad y vecino de La Roda. Dijo tranquilamente que participó en la detención de Rafael Pío Chaves «por orden del Jefe de la Brigada de Investigación de Falange a la que pertenecía el declarante en unión de un falangista, un cívico y el chófer». Añadió que se le detuvo por albergar a un pistolero conocido por «El Gallardo» y que ya en el coche, sobre las 2.30 de la madrugada, al ordenarle que bajara por llevar la mano en el bolsillo, intentó sacar una navaja y lo mató de dos tiros con una pistola que le entregó un hermano policía antes del 18 de julio, hermano que ahora trabajaba en una compañía de seguros por complicaciones diversas y que en los días posteriores al 18 de julio había estado a las órdenes directas de Joaquín Miranda. Preguntado quién era el Jefe de la Brigada de Investigación en septiembre de 1936, dijo que era Emilio Flores Ortega. Ese mismo mes fue llamado a declarar por error Manuel Peregrina Pagador, hermano del otro y al que se seguía sumario por robo[3]. Ampliando su declaración, Fernández Gómez afirmó que el detenido era conducido al Cuartel de Falange de la calle Trajano y que murió en la Avenida de Miradores, pero que luego los otros lo trasladaron a Ranilla. Dijo desconocer a sus compañeros.
El 17 de octubre Domingo Mena Morales declaró que el día de la muerte de Chaves no estaba en Sevilla por haberse incorporado el día 4 a la Columna Castejón como voluntario, donde permaneció hasta el 9 de octubre. Tres días después, Fernández Gómez aportó un nuevo dato: que cuando comunicaron lo ocurrido a su sub-Jefe Emilio Robles Cantos estaba presente un tal Juan de la Rosa. Cuando Mena Morales fue instado a que concretara donde se encontraba en la noche del 4 al 5 de septiembre de 1936, añadió que esa noche estaba en el frente de Málaga. Ese mismo día 20 declaró Gil Fernández Gómez, el hermano policía antes aludido, quien al preguntarle que con qué fin entregó a su hermano Pablo la pistola dijo:
Que como falangista viejo que era su hermano se prestó voluntario a cuantos servicios le encomendaron sus Jefes en aquellos momentos, mas como no tenía armas él se la entregó, ya que no podía infundirle su hermano ninguna sospecha para entregarle el arma y menos que fuese a hacer mal uso de ella, puesto que durante dos meses largos y por orden de la Superioridad estuvo desempeñando el cargo de Jefe de la Brigadilla encargada de las ejecuciones.
Otro declarante de ese día fue Francisco Peregrina, quien se reafirmó en que el ventero fue eliminado en la carretera de Alcalá, cerca de la prisión de Ranilla, añadiendo que Fernández Gómez fue detenido al día siguiente por su superior Emilio Robles Cantos cuando trascendió el hecho. Al día siguiente se efectuó un careo entre Peregrina y Fernández Gómez, centrándose todo el asunto en que si el ventero fue «fusilado» en la carretera de Miradores o en la de Alcalá. Pablo Fernández Gómez añadió algo nuevo: él supo del traslado del cadáver de un sitio a otro por un alférez jurídico llamado Álvarez. «Entonces, ¿cómo fue posible hallar un cadáver en la carretera de Alcalá habiendo sido fusilado en Miradores horas antes?», preguntó el Juez Militar; a lo que Fernández Gómez respondió «que desde luego no cree que el muerto se fuera solo, que lo natural es que lo trasladaran». Cuando preguntaron a Fernández Gómez si era Jefe de una Brigadilla de ejecuciones, dijo que sí, y al preguntarle quiénes la formaban contestó que para cada servicio se escogían unos cuantos sin que se les tomara el nombre, es decir, que no había una brigadilla fija de ejecuciones.
El día 21 de octubre se realizó una diligencia de careo entre Peregrina y Mena. Como podemos suponer Peregrina mantuvo que Mena fue de los que participaron en el «fusilamiento» del ventero y Mena que él nada tuvo que ver en eso. El mismo Instructor y el secretario empezaron ya a perderse cuando citaron a declarar a Gil Mena Morales, ser inexistente que como sabemos no era otro que Gil Fernández Gómez. Lo llamaban para preguntarle nuevamente por la pistola que entregó a su hermano:
… la de su uso particular, en vista de que había sido nombrado Jefe de una Brigada de Falange y carecía de armas se la entregó en su propio domicilio, toda vez que él contaba con un revólver Velodoc recuerdo de su padre, siendo éste el que le recogió la policía (el comisario Manuel Blanco Horrillo) en su domicilio, que no tuvo inconveniente en entregar dicha arma a su hermano porque como era falangista antiguo y le manifestó que había sido nombrado Jefe de la Brigadilla de Ejecuciones y carecía de armas, mas como en aquellos momentos difíciles había que dotar de elementos de defensa a los ciudadanos de orden, creyó conveniente y acertado entregar a su hermano un arma en beneficio de la Causa Nacional, y no creyendo que fuera a hacer mal uso de ella.
Ante la pregunta de si tenía más que decir añadió que dio la pistola a su hermano por ser falangista antiguo, y que como tal había desempeñado el cargo de interventor y apoderado en una mesa electoral establecida en Triana por Falange y presidida por Luis Mensaque Arana, asesinado en Triana en 18 de julio. Hubo de responder a otra pregunta: que por qué no pertenecía ya al Cuerpo de Investigación y Vigilancia de la Policía. Contó entonces que había intentado «seducir a una señora casada» —su hermano lo definió como abusos en otra declaración—, siendo denunciado por un vecino de Ciudad Jardín.
Esta declaración supuso un salto cualitativo para Pablo Fernández Gómez, recayendo definitivamente el problema sobre Domingo Mena Morales. El 22 de octubre declaró Emilio Robles Cantos, industrial de cincuenta y dos años domiciliado en Triana, sub-Jefe de la Brigada de Investigación de Falange en 1936. Dijo simplemente que nadie ordenó a Pablo Fernández que «fusilase» a nadie, que se enteró de todo por lo que contó Peregrina a Juan de la Rosa, ya fallecido, y que al ventero lo «fusilaron» en la carretera de Alcalá. También entonces, como si pasaran sobre ascuas, prestaron declaración sobre Mena Morales, abastecedor de Diputación, tres funcionarios de dicho organismo: Alonso de Castro, Joaquín Vázquez Hermoso y José García de Tejada.
El 24 de octubre el Juez Instructor Ildefonso Pacheco Quintanilla llevó a cabo una diligencia de careo entre Robles Cantos y Mena Morales. Emilio Robles manifestó que Mena fue a detener al ventero sin que lo ordenara nadie, por voluntad propia. A lo que Mena dijo: «Que lo dejen a él de trucos, que ya esto son muchas martingalas para conocerle a él, pero que no le conoce de nada», y que no conocía a nadie de la Brigada de Investigación de Falange. Robles concluyó su declaración afirmando que Mena era un cínico. Poco después, en declaración personal, Robles afirmó que sólo detuvo a Pablo Fernández Gómez porque Mena Morales en cuanto se enteró del asunto se despistó.
Por fin, el día 25 declaró Emilio Flores Ortega, el Jefe de la Brigadilla de Investigación de Falange en 1936, industrial de treinta y nueve años. Dijo conocer a Fernández Gómez por haberlo visto donde se formaban las brigadillas, pero que nunca estuvo a sus órdenes. Como Jefe de Investigación supo de la muerte del ventero, ordenando la actuación de Emilio Robles, que fue quien detuvo a Fernández, y de Juan de la Rosa, quien como abogado instruyó el atestado que luego fue a Comisaría. De pronto soltó que el servicio de la Brigadilla «estaba montado como auxiliar de la Comisaría y sus funciones eran detener a cuantos individuos fueran sospechosos en aquellos momentos, los cuales una vez detenidos pasaban a la Comisaría a los efectos que procediesen sin que los fusilamientos, desde que el dicente era Jefe de este servicio, estuvieran a cargo de él, por deseo expreso del declarante». Finalizó diciendo que desgraciadamente Juan de la Rosa, asesor técnico del Servicio, no podría aportar nada por haber fallecido, pero sí mencionó a Emilio Robles y a Domingo Olivares, que fue Jefe de la Brigadilla.
El 29 se dictó auto de procesamiento. En él podía leerse que cuando Pablo Fernández Gómez iba a detener al ventero de «La Albarrana», en la carretera de Miraflores, se le agregaron Domingo Mena Morales, un guardia cívico y Francisco Peregrina Pagador como chófer, y que al llegar al Cortijo de Ranilla se desviaron y «una vez en tierra tanto el encartado como el falangista y el Guardia Civil [sic] dispusieron el que el coche diese la vuelta y en ese momento dispararon contra el detenido causándole la muerte, dejando abandonado el cadáver y volviendo a Sevilla». En su segundo resultado el autoafirmaba que Mena Morales causó la muerte del ventero «sin orden alguna de detención y menos del proceder a seguir» y que su delito, según el considerando final, era el de homicidio.
En el informe que el 17 de diciembre de 1941 el Instructor Pacheco Quintanilla elevó al Auditor reconocía que la información abierta por Falange sobre estos hechos no había aparecido. Surgía ahora un nuevo dato como colofón a la extraña instrucción: un capitán médico apellidado Selma aseguraba haber visto a Mena Morales en Herrera el 2 o el 3 de septiembre de 1936. Contra toda lógica el documento concluía: «y considerando el que suscribe haber efectuado todas las diligencias propias del período sumarial, se honra en elevar a V. S. la presente Causa a los fines que en justicia considere y en cumplimiento del artículo 533 del Código de Justicia Militar».
El 17 de enero de 1942 Domingo Mena Morales fue condenado por el delito de asesinato a la pena de reclusión mayor e indemnización de 25 pesetas a familiares. Dos semanas después, el 3 de febrero, falleció en la enfermería de la Prisión Provincial a consecuencia de un cáncer de hígado, siendo enterrado en fosa común el 11 de febrero. Estos hechos fueron comunicados al Instructor el 24 de marzo. Su compañeros Pablo Fernández Gómez le sobreviviría poco más de cuatro meses.
RAPADOS Y PURGANTES (SEVILLA)
Antonio Luque Martínez regentaba una renombrada sastrería en la calle Tetuán. Era hombre de orden, militante de Falange, y contaba entre sus clientes, como él mismo se jactaba, a muchos de los primeros fascistas sevillanos. Feliz por haber dejado atrás la que llamaba «funesta época de los Jurados Mixtos», era firme partidario de los «principios justicieros» implantados por el general Queipo, quien había dejado claro en muchas ocasiones estar totalmente en contra de todo despido «salvo los casos justificados». Creyendo hallarse ante uno de esos casos, el día 13 de octubre de 1936, tras larga meditación durante el día anterior, Día de la Fiesta de la Raza, decidió despedir a uno de sus empleados, de oficio cortador, sin imaginar en absoluto los problemas que habrían de venir.
Cuando el empleado escuchó a Luque, le preguntó secamente si había pensado bien lo que iba a hacer y que si tanto tiempo llevaba perjudicándole —el problema según el jefe era su falta de pericia en el corte— por qué no lo había despedido antes. Luque respondió que hubiera necesitado el capital de otros del mismo gremio como para hacer frente a los Jurados Mixtos y que si lo hacía ahora es porque había justicia. El empleado dijo ser víctima de una canallada y se marchó.
El día 14 se presentó en la tienda un falangista con categoría de dos flechas blancas preguntando las razones del despido. No había acabado de escucharlas cuando soltó que si no sería más bien a consecuencia de pertenecer a Falange. No valieron explicaciones, ni siquiera la de haber cotizado «cuando hablar de Falange era peligroso». Poco después el falangista añadió que ya podía ir pensando en readmitirlo. Esa misma mañana recibió una citación para la tarde del Jefe de Falange Rafael Carmona Roldán. Cuando entró en el despacho de Carmona fue recibido violentamente, pero pudo contar toda su historia consiguiendo que el falangista prometiera enterarse bien de los antecedentes. Ya de noche y en su casa se presentó nuevamente el falangista de por la mañana, quien se identificó como Sr. Cantalapiedra, mostrándose disgustado por su charla con Carmona y advirtiéndole que hasta ahora no lo había tratado mal. Al día siguiente fue al Pabellón de Brasil y comunicó a Cantalapiedra que readmitiría al despedido manteniendo el control de su trabajo durante un tiempo.
Al día siguiente, día 16, cometió un desliz. Fue a la Delegación de Trabajo para informarse de los trámites y contó toda la historia. Allí se lo quitaron de encima diciéndole que Falange controlaría mucho mejor el caso. El 19 de octubre volvió el cortador. Bastaron dos semanas para que Luque llamase a Cantalapiedra. Comenzaron hablando del trabajo del cortador pero muy pronto el cortador, José Franco Álvarez, dijo que le había llegado por un amigo que el Sr. Luque lo había calificado de «indeseable» y que había mantenido que a los que faltan a la verdad había que llevarlos a las tapias. Luque, azorado, negó lo primero y explicó lo segundo: un médico falangista amigo suyo detenido en Badajoz por una denuncia le había comentado que tenía idea de volver para localizar al denunciante, a lo que él había añadido que «el que hacía una cosa así no era digno de convivir con las personas decentes, que estaba costando mucha sangre limpiar a España de asesinos y que debían ser puestos en las tapias». La discusión fue derivando sin cesar hacia conflictos cada vez más antiguos hasta que de pronto Cantalapiedra dijo: «Señor Luque, yo he querido arreglar este asunto pero me doy por fracasado». Luque respondió: «No es que Ud. haya fracasado, es que Ud. sólo quiere arreglar el asunto a base de que el cortador tiene que quedarse y como Ud. no puede inyectarle el Arte pues no puede ser; el artista nace pero no se hace». El 13 de noviembre Luque y el cortador tuvieron un fuerte enfrentamiento ante los demás trabajadores. Entonces, Antonio Luque, lleno de indignación, se plantó en el Pabellón de Brasil para hablar con Carmona, quien requerido en ese momento por Sancho Dávila lo citó para el día siguiente a las 7 de la tarde. Carmona escuchó todas las quejas y le aseguró que ya se encargaría él de aclararle las cosas al cortador. Decidido a despedirlo de nuevo, Carmona le indicó que se dirigiese a la Delegación de Trabajo.
Esa misma noche se presentó en la tienda un comandante del Ejército, que fue atendido directamente por Luque, y que comentó de pronto que tenía entendido que dicha casa era antifascista y que si él era un tal Luque. Antonio Luque Martínez no sabía ni qué decir. Sólo al marcharse y dejar sus datos personales para el envío de una prenda descubrió que era vecino del cortador.
Al mediodía del sábado 14 de noviembre fue llamado por Cantalapiedra para que se personase en el Pabellón de Brasil. Fue por la tarde y creyó notar de inmediato cierto tono de violencia. «El asunto ha cambiado para Ud.», le dijo de entrada sin atender a nada de lo que decía. Luego sacó una denuncia del cortador y se la mostró, añadiendo que si desde un principio hubiera hablado con él y con una buena indemnización todo se hubiera solucionado. Antonio Luque le dijo que él simplemente quería justicia y que «si hubiese sido necesario habría recurrido hasta nuestro General».
Entonces escuetamente en tono seco me dijo, pues venga Ud. que el Jefe de Milicias ha ordenado que se le pele y se le dé un purgante; yo me quedé helado, como en un horror. Lléveme ante ese señor que yo pueda exponerle mis razones, y me dijo que se había marchado; póngame al teléfono con el señor Carmona; me contestó que ya no estaba allí; pues es una atrocidad la que Ud. quiere cometer conmigo, a mí no se me puede hacer esto sin escucharme, eso no es como un insulto que con una amplia satisfacción queda zanjado, eso es imposible, yo soy un comerciante y es mi honra y mi crédito el que pisotea Vd. Ninguna de estas razones fueron atendidas por ese Sr. y me ordenó saliese, llamó a cuatro o cinco individuos de la guardia y entre fusiles fui conducido por los sótanos del Pabellón hasta un departamento destinado a peluquería, donde delante de los señores que allí había rogué nuevamente al señor Cantalapiedra me llevase ante algún Jefe que me escuchase antes de que se consumara el terrible atropello. No pude conseguirlo y mientras se terminaba de afeitar un miembro de Falange se me obligó a estar sentado, y cuando ya terminó y el barbero me daba los primeros cortes en el cabello, el Sr. Cantalapiedra se asomó y me ordenó que me pusiera en pie y gritase Arriba España, lo cual hice con la amargura natural de ver pisoteada mi dignidad y ser tratado igual que puede serlo un delincuente pero nunca una persona honrada. Dios quiera que casos como éste no se repitan nunca más para bien y prestigio de Falange. Se me afeitó la cabeza y las cejas, el pobre barbero parecía que intuitivamente se daba cuenta del horror que estaba ejecutando me trató con todo género de atenciones. Después que hubo terminado llamaron al Cantalapiedra, que me hizo ir descubierto ante todos los individuos de la Guardia, que me guardaron para mí el mayor respeto, me llevaron al botiquín donde se me dio un vaso grande de aceite de ricino oscuro, horroroso, pedí un poco de agua para enjugarme la boca y se me dijo que no había, y ya cubierto me llevó el señor Cantalapiedra al cuarto de Banderas, donde me dijo textualmente: «ME HA DICHO EL JEFE DE MILICIAS QUE TENGA MUY BUEN CUIDADO Y SE ABSTENGA DE HABLAR NI A CARMONA NI A NINGÚN JEFE DE FALANGE NI DE LO QUE HE DICHO NI DE LO QUE SE LE HA HECHO A USTED». Pero es posible, contesté, que después de éste tremendo atropello se me quiera negar hasta este derecho. «ATENGASE A LAS CONSECUENCIAS», me dijo el Sr. Cantalapiedra. Pero ¿ni ese señor (El Jefe de Milicias) me escuchará? «SI ÉL QUIERE ALLÁ ÉL».
Pues a pesar de todo cuanto se acaba de hacer conmigo ARRIBA ESPAÑA, dije levantando mi mano. Falange no tiene la culpa ni la hago responsable de este atropello. Y esto me contestó el Sr. Cantalapiedra groseramente y algo alterado: «Vd. no es falangista, Vd. no siente la Falange, ya veré yo a Carmona para que me diga quién le garantizó a Vd., Vd. será expulsado de Falange».
Concluía el escrito, de fecha 20 de noviembre, afirmando que se encontraba en cama y asistido por su médico.
La denuncia presentada por Antonio Luque Martínez en la Delegación de Orden Público fue archivada y durante un largo año nada se supo de ella. El 24 de noviembre de 1937 Manuel Muñoz Filpo, capitán de la Guardia Civil, Jefe de Policía y delegado provincial de Información de FET de las JONS, al objeto de acelerar la veracidad de la denuncia, designó secretario al suboficial retirado de la Guardia Civil Manuel Rodríguez Acal. Lo primero que se hizo fue llamar nuevamente a Luque para saber si se ratificaba en la denuncia, cosa que hizo además de pedir que constara que con fecha 30 de noviembre de 1936 la Delegación de Trabajo falló el despido del cortador José Franco Álvarez. Para el día 27 fue llamado a declarar Francisco Cantalapiedra Fernández de Toledo, de profesión agente de seguros.
El falangista dijo en esa primera declaración que prefería ocultar el nombre de la persona que lo mandó a la tienda de Luque el 14 de octubre de 1936. Que su único objetivo era esclarecer una denuncia recibida en la Jefatura de Milicias de Falange y que fueron sus superiores los que, comprobada la mala voluntad de Luque, «ordenaron el correctivo correspondiente, que fue llevarlo a la barbería conducido por los muchachos de la guardia, donde lo pelaron y afeitaron la cabeza y cejas, conduciéndolo desde la barbería a la enfermería donde lo purgaron». Según Cantalapiedra, tanto él como sus superiores obraron en estricta justicia, sin influencia de algún móvil personal y fieles al «postulado de justicia social en cuyo nombre se inició y continúa victorioso el Movimiento iniciado el 18 de julio por nuestro glorioso Caudillo». En ampliación posterior, ya a finales de noviembre, tuvo que declarar que la autoridad que ordenó el correctivo fue el Jefe Provincial de Milicias Ignacio Jiménez Gómez-Rull, citado de inmediato para declarar «sobre las diligencias que se instruyen al Camarada Cantalapiedra». No obstante, el día 15 de diciembre el Delegado Provincial de Información Muñoz Filpo consideró que la declaración de Gómez-Rull no era precisa, dejando sin efecto la diligencia anterior. Ambas diligencias estaban firmadas por el propio Delegado en compañía del secretario Rodríguez Acal.
El 17 de diciembre prestó declaración el camarada José Franco Álvarez, el cortador. Reconoció la amistad que le unía con Cantalapiedra. Y a la pregunta de si sabía que dicho camarada exigió a Luque una buena indemnización por el despido dijo que no.
El informe del Delegado Provincial de Información Manuel Muñoz Filpo de 28 de diciembre de 1937 a la Delegación de Orden Público reconocía la desastrosa actuación del cortador, la connivencia en que actuó éste con Cantalapiedra, y la vejación y maltrato a que fue sometido Antonio Luque, de las que se responsabilizaba al Camarada Cantalapiedra, «significándole que los informes que obran en esta Oficina referentes al repetido Cantalapiedra tanto en su vida privada como comercial dejan mucho que desear».
Francisco Cantalapiedra debió captar el giro que tomaban los acontecimientos y no sólo impidió el cierre de diligencias sino que subió el nivel. A mediados de mayo de 1938 declararon Rafael Carmona Roldán, tenedor de libros de la Fábrica de Artillería, e Ignacio Jiménez Gómez-Rull, agente de Seguros. Según este último, Luque fue denunciado por un militar (el vecino del cortador), ordenando él mismo al Jefe de Centuria Cantalapiedra que abriese una investigación, y a consecuencia de ello se le impuso a Luque, como falangista que era, un correctivo disciplinario de orden interior. De todo ello estuvo informado el Jefe Provincial político Joaquín Miranda González.
Fue precisamente en este momento cuando se paralizó el expediente, eternizándose su conclusión hasta marzo de 1940. Solo entonces el Auditor Bohórquez dio por terminado todo sin que cupiese establecer responsabilidad alguna. Por su parte Falange se comprometió a imponer al camarada Cantalapiedra «sanciones de régimen interno»[4].
BOTÍN DE GUERRA (BADAJOZ-MÁLAGA)
El año 1937 fue testigo de un raro y farragoso proceso que afectó al número dos de la Falange de Badajoz, Agustín Carande Uribe, por su actuación en Ronda, recién ocupada por las fuerzas de Varela y de Redondo. Carande, representante de automóviles y natural de La Coruña, tenía treinta y siete años. Las actuaciones dieron comienzo en Badajoz el 20 de diciembre de 1936 por orden de la autoridad militar a causa de un atestado realizado por la Guardia Civil sobre venta de alhajas de procedencia ilegal. Inicialmente fueron detenidos los falangistas Diego Aragonés Pérez y Manuel Martín Infante. El joyero José María Álvarez Buiza, sevillano de sesenta y un años vecino de Badajoz, declaró que entre octubre y diciembre compró joyas a Aragonés por valor de unas cuatro mil pesetas. Una de las últimas veces el falangista le contó una historia para él incomprensible acerca de una mujer, de veinticinco duros y de cómo la Guardia Civil quería saber dónde había vendido el oro. Entonces Álvarez Buiza se puso en contacto con la Guardia Civil, que inmediatamente se incautó de todas las alhajas que le proporcionó Aragonés. Éste en su declaración señaló a Martín Infante como el dueño de las joyas; también declaró Diego Aragonés que el joyero lo animó a que le llevara más a cambio de darle una buena propina, que sumada a la que le proporcionaba Martín Infante por cada venta constituirían su beneficio en la operación. Fue precisamente el hecho de no recibir la parte prometida del joyero lo que le llevó allí en diciembre y lo que le decidió a escribir una carta a éste amenazándolo con denunciar las compras de alhajas. Firmó como si fuera una mujer que estaba al tanto del asunto por su relación con los falangistas. Sobre la procedencia de las joyas a Aragonés le bastó la explicación de su compañero: procedían de un comunista de Ronda. Aragonés, de cuarenta y seis años, era vecino de Badajoz.
Manuel Martín Infante, conocido por «El Capela», un joven de veinticinco años vecino de Torre de Miguel Sesmero, reconoció haber estado en Ronda en funciones de chófer del Sub-Jefe de la Falange extremeña Agustín Carande Uribe y que se relacionaron con otros falangistas. Fue precisamente uno de éstos el que le informó que en la casa de uno de los miembros del Comité Rojo podían existir alhajas producto del saqueo. Entonces, solo y «con exposición de su vida», entró en la casa, donde después de trastear encontró en un sótano, donde se ocultaban dos mujeres, varios maletines llenos de joyas, y con cuidado de que nadie lo viera llevó todo al cuartel de Falange. Allí, en presencia de Carande, de un sargento de la Guardia Civil de Jerez de la Frontera llamado Baldomero Hernández Álvarez, del Jefe local de la Falange jerezana Antonio Vega Calero y del falangista de Ronda Francisco Medina Gamero, abrieron los maletines y, tras un minucioso repaso, apartaron las mejores alhajas haciendo tres paquetes, de los que uno fue para la Falange de Badajoz, «del que se supone que se hiciera cargo el Jefe», y el otro para el sargento de la Guardia Civil allí presente. A Martín Infante, en agradecimiento, le ofrecieron que eligiera alguna joya, lo cual rechazó, admitiendo sin embargo un reloj de oro y una cruz del lote de Carande y un puñado de alhajas del tercer lote, compuesto por las piezas menos apreciadas y destinado a la Comandancia Militar de Ronda. Tan ejemplares se consideraron los hechos, que las joyas dadas a cada falangista lo fueron en un patio y con las fuerzas formadas. En la cruz entregada a Martín Infante se leía la siguiente inscripción: «A la Virtud y al Mérito». Esto ocurrió el 22 de septiembre de 1936. Añadió en su declaración Manuel Martín Infante que más tarde, y estando por orden de Agustín Carande en la casa de un izquierdista detenido, «halló una caja de caudales conteniendo veinticinco o treinta joyas», de las que se incautó no sin realizar, según él, un inventario que firmó y entregó a la mujer que allí vivía, llamada Dolores Castro Sánchez. Inmediatamente llevó las joyas a Carande, quien las entregó en la Comandancia Militar de Ronda. Cuando las joyas le fueron requeridas, dijo haberlas regalado a familiares y amigos de su jefe Carande. Ya en Badajoz y necesitado de dinero decidió vender las restantes a través de su amigo Aragonés, quien le dio 1800 pesetas por todas ellas.
Agustín Carande Uribe había llegado a Ronda el 19 de septiembre de 1936 procedente de Fregenal de la Sierra, donde había entrado con la columna del comandante José Álvarez. Alguien le había dicho en Badajoz que su hermano José María, secretario del Ayuntamiento, había sido asesinado en esa ciudad malagueña, por lo cual le fue permitido desplazarse a dicha ciudad con escolta. Carande justificó los registros domiciliarios por ciertos tiroteos nocturnos y destacó el realizado en la casa del «comunista» Luis Ardila, en el número 54 de la calle Virgen de los Remedios, de donde procedían los dos maletines, repletos de objetos procedentes del Monte de Piedad y de varias casas particulares. También reconoció que se premió con algún objeto a los falangistas que intervinieron, Manuel Martín Infante, el rondeño Francisco Medina Gamero y otro. De los tres lotes, uno fue para Falange de Badajoz, otro para la Falange de Jerez de la Frontera y el tercero para la Comandancia Militar de Ronda, éste recogido por el alcalde José Buendía y el depositario Francisco Martos Croocke, que decidieron exponerlas al público para que sus dueños las recogieran. Antes de que eso ocurriera fueron reconocidas y clasificadas sobre una mesa del Ayuntamiento por el capitán Miguel Torres, marqués de Purullena, el teniente coronel Luis Redondo y el alcalde Buendía. El lote destinado a Badajoz fue entregado por Carande a Arcadio Carrasco Fernández-Blanco, abogado, propietario y Jefe Provincial de FE, y el de Jerez fue entregado por Antonio Vega Calero al Jefe Provincial Joaquín Bernal Vargas, quien lo entregó a su vez al general López Pinto. Hubo, sin embargo, un número indeterminado de joyas, las que sobraron tras su exposición en Ronda, que tras ser depositadas en el Banco Español de Crédito unos meses, dejaron de estar controladas, sin que constara su entrega a la suscripción Pro-Ejército. Las joyas que Martín Infante dio a Carande en la segunda operación realizada fueron teóricamente entregadas a un capitán llamado Miguel Torres, que dijo pertenecer al Estado Mayor del general Varela sin que posteriormente pudiera ser confirmado tal hecho.
Arcadio Carrasco confirmó la entrega que le hizo Agustín Carande, hecho que por su importancia comunicó al Jefe Nacional de Primera Línea, el cual aconsejó no entregarlas a la suscripción «Oro Nacional» por ser mayor el valor de las piedras que el del oro. Añadió Carrasco que el falangista Manuel Martín Infante tenía malos antecedentes por robo en 1934 y 1935, y que había sido expulsado de Falange tanto en Sevilla, a comienzos de 1936, como en Badajoz cuando comenzó este proceso, ignorando por tanto las razones por las que Carande eligió como chófer a un hombre reclamado por diversos juzgados y cuya conducta pública y privada era considerada desastrosa. El Juzgado Militar de Badajoz contó también con un informe de carácter reservado realizado en Ronda por Luciano Borrego Cabeza, delegado de la Jefatura Territorial de Falange de Sevilla. Este informe-denuncia sobre la actuación de Carande Uribe fue también enviado a la Falange de Badajoz. Según el delegado sevillano, Carande fue a Ronda para recoger el cadáver de su hermano allí asesinado,
y lo que hizo fue vengar la muerte de aquél, y quizás por la natural excitación de la muerte de su hermano no fue todo lo justo que la Falange requiere a sus miembros, y dejándose dominar por ese estado de nervios practicara ejecuciones injustas; y tal muerte le sirvió de pretexto para intervenir joyas en un valor aproximado de seiscientas mil pesetas, recogió importantes donativos de los que es imposible detallar su inversión, pero que no ingresaba en la Falange de Ronda. Que observó una conducta moral no la más apropiada de un falangista por estar entregado a la bebida. Se habla del hallazgo de los maletines con alhajas valoradas en seiscientas mil pesetas aproximadamente, de que Carande regaló una de las alhajas intervenidas a cada uno de los camaradas de Badajoz que habían prestado el servicio y, a título de rumor, de que Carande repartió aquel día diecinueve de septiembre cuarenta o cincuenta sortijas de menos valor entre varias muchachas y camaradas, y el resto de las alhajas las llevaron al Comandante Militar, que era el comandante Redondo y cree que se enviarían a Sevilla, desconociéndose lo que pasara en los intermedios en que se ausentaban del Cuartel de Investigación, toda vez que Carande andaba sólo y exclusivamente con los camaradas que en concepto de escolta le acompañaban desde Badajoz.
Como puede suponerse Carande lo negó todo. Pero los testimonios procedentes de Ronda le eran adversos. Francisco de Asís López Díaz, Jefe Local falangista de Ronda presente en el reparto de los lotes, contó cómo llegó Carande a Ronda rodeado de una impresionante escolta —se jactaba de que la mayoría eran expresidiarios procedentes de la Prisión Provincial de Badajoz— y cómo por su cuenta se dedicó a investigar, a detener y a practicar registros. Se reunía con todo tipo de elementos en la casa incautada para Cuartel de Investigación, elementos «con los que derrochaba gran cantidad de vino», y aunque «no presenció el reparto de alhajas a las muchachas lo oyó decir de rumor público». Otro testigo, Cristóbal Domínguez Álvarez, afirmó que «el señor Carande se embriagaba en el Cuartel con otros Jefes y Oficiales del Ejército a quienes no conoce». Por su parte, Manuel Figueroa Morales afirmó que el propio Carande tasó las joyas encontradas en más de seiscientas mil pesetas y que dicho señor «se reunía con Jefes y Oficiales del Ejército así como con señoritas de la localidad formándose pequeñas bacanales». Figueroa aportó nombres de jóvenes de Ronda que habían recibido sortijas y mantones de Manila. Una testigo, Ana Centeno Buendía, dijo saber por ellos mismos que Carande y su escolta se habían apropiado de joyas, muebles y ropa de innumerables(casas) de Ronda. Contó Figueroa Morales que
estando el declarante de Oficial de Guardia en el Cuartel de Investigación le ordenó el camarada Agustín Carande que formara a todos los hombres libres de servicio en el patio del Cuartel, y allí después de arengar a los muchachos los hizo pasar a todos al despacho de la Jefatura; al entrar estaban expuestos ante nuestra vista una gran cantidad de alhajas en las dos mesas del despacho, el mismo Carande indicó que a su parecer aquello valdría más de seiscientas mil pesetas, después procedió a la entrega de un reloj de oro al camarada Francisco Medina, de la ciudad de Ronda, por haber sido el que dio la pista para el hallazgo; igualmente entregó a otros dos falangistas camaradas de Badajoz, que no sabe cómo se llaman, otras alhajas que según quiere recordar fueron otros dos relojes de oro además de una medallita y cadena de oro que entregó a uno de ellos para su hijita.
Dado el tono del Informe del delegado Borrego Cabeza, éste tuvo que explicar ante el Juzgado Militar que de nada conocía a Agustín Carande y que todos los informantes fueron falangistas. Entre los nuevos testimonios prestados destaca el del falangista jerezano Gaspar Aranda de la Riba, participante en el reparto de joyas y que comentó que todo se dividió en dos lotes, uno para la Falange de Badajoz, Cádiz y Sevilla, y otro para el Ejército, lote este entregado a Redondo y por orden de éste al entonces alcalde de Ronda, el capitán de Artillería y Requeté José María García de Paredes Iraola, que entregó las joyas al teniente del mismo cuerpo Ignacio Romero Osborne. Otro testigo, Alfonso Expósito, vio como Martín Infante regalaba sortijas a unos falangistas sevillanos.
Fue entonces cuando el Instructor dictó orden de procesamiento y de prisión preventiva contra Manuel Martín Infante y Agustín Carande Uribe, quien a pesar de aportar rápidamente certificados diversos de alcaldes y autoridades falangistas de Badajoz, en especial de Fregenal de la Sierra, donde organizó personalmente la gestora municipal tras la ocupación, no pudo evitar ser expulsado de Falange por orden del Jefe Nacional y ser confinado en Cáceres. Por su parte Martín Infante volvió a narrar lo mismo, añadiendo que cuando el sargento Baldomero Sánchez le regaló las joyas había delante ocho o diez personas más. También fue expulsado de Falange Diego Aragonés Pérez.
Cierta declaración de Antonio Vega Calero, uno de los presentes en el reparto, introdujo un nuevo elemento: tanto del lote de Badajoz como del de Jerez de la Frontera se elaboraron documentos oficiales donde se detallaban relojes, pendientes, anillos, pulseras, alfileres y otras joyas; el sargento Baldomero Hernández Álvarez, por el contrario, declaró que no hubo documento alguno. El falangista Epifanio Velázquez Rincón, que intervino en el traslado de joyas de cuartel en cuartel, dijo haber escuchado de sus superiores que el valor total de las joyas era de dos millones de pesetas. El capitán de Artillería José María García de Paredes, designado alcalde-militar de Ronda por el general Varela entre septiembre y primeros días de octubre, matizó que las entregas de joyas fueron canalizadas en un primer momento por el círculo inmediato de Varela, en concreto por su comandante ayudante Antonio García de la Vega, pasando luego, perfectamente inventariadas, a él, que las depositó en un banco para al final trasladarlas al Banco de España de Sevilla al servicio del general Queipo de Llano. El recibo de esta entrega en Sevilla fue enviado al depositario municipal de Ronda. Sólo ahora vino a saberse otro detalle: la denuncia del joyero Álvarez Buiza en Badajoz fue realizada ante el comandante de la Guardia Civil Luis Marzal Albarrán, personaje que adquirió relevancia en las terribles jornadas posteriores a la ocupación de la ciudad y que declaró que ya antes de la denuncia estaba al corriente de la compraventa de joyas. También se supo ahora por un testigo presencial que en el traslado del tercer lote del cuartel de Falange al Ayuntamiento, alguien de la escolta de Carande decidió durante el trayecto regalar una sortija de las que portaban a una joven de la localidad.
Entre los testimonios a favor de Carande Uribe destacan los de Fernando González Gómez de las Cortinas, Luis Giner Bravo, José Ruiz Peralta y Francisco de Asís López Díaz, que había moderado su declaración inicial. Los dos últimos eran altos cargos de la Falange de Ronda. Cuando el Instructor quiso saber quiénes habían trasladado las joyas al Ayuntamiento, sólo encontró dificultades y olvidos; y fue precisamente López Díaz quien recordó que los maletines de joyas fueron llevados por Carande, Vega, Aranda y él. Otro testigo favorable a Carande, Alberto F. Márquez, describió una escena que presenció: la mujer a la que le fueron «incautadas» las joyas en su casa se presentó en el cuartel ante Carande Uribe pidiendo que le fueran devueltas, a lo que éste respondió que antes debía decidir la «nueva justicia» y que si se las habían quitado era «porque su marido era un extremista», y como la mujer lloraba Carande le dio cinco duros. Este mismo testigo expuso con claridad que todo este asunto de los maletines de Ronda, «una verdadera canallada», estaba siendo utilizado contra Agustín Carande Uribe «por alguna persona interesada en desacreditarlo».
El Consejo de Guerra se celebró el 4 de febrero de 1938. Se juzgaba a Agustín Carande Uribe, José María Álvarez Buiza, Diego Aragonés Pérez y Manuel Martín Infante por el delito de malversación de caudales públicos y hurto. Fue presidido el tribunal por el teniente coronel de Artillería Juan Membrillera Beltrán. Carande, que debió tranquilizarse cuando escuchó del propio fiscal que resaltó su estrecha colaboración «en todo momento a favor del Movimiento con todo entusiasmo», negó que diera órdenes de requisa alguna. De pronto, y luego de una brevísima intervención, el fiscal solicitó una multa de doscientas cincuenta pesetas para el joyero Álvarez Buiza, otra de mil para Diego Aragonés, tres años y seis meses de prisión correccional para Carande y seis años y un día de prisión mayor para Martín Infante. El alférez Benito Rincón Núñez, defensor de Carande y Buiza, incidió en los méritos del primero «como buen falangista antiguo», resaltando que todo lo que en Ronda hizo fue por orden del Comandante Militar y no por capricho suyo; sobre Álvarez Buiza le bastó decir que cuatro de sus hijos habían partido al frente perdiendo la vida uno de ellos. El teniente Rufino Gutiérrez Gutiérrez, defensor de los otros dos, mantuvo que los antecedentes penales de Martín Infante quedaban borrados por su actuación posterior y que las alhajas no eran sino regalos de sus jefes. Ambos defensores pedían la absolución de los procesados. A favor de Manuel Martín Infante se adujo también haber sido chófer de José Antonio Primo de Rivera.
Sin base alguna la sentencia estableció que Manuel Martín Infante encontró los maletines abiertos y que robó parte de su contenido, llevando lo demás al Cuartel de Falange, donde se hicieron cargo de ellos Antonio Vega Calero como Jefe máximo falangista y Baldomero Sánchez como Jefe de Milicias, tras lo cual fue llamado Carande. Mantenía la sentencia que después de los regalos a los falangistas se hicieron dos lotes de unas veinticinco piezas cada uno con destino a las Falanges de Badajoz y Jerez. Por su parte, Martín Infante, pese a la prohibición de operar con objetos procedentes de saqueos, vendió al joyero cinco sortijas, siete cadenas de oro, cuatro portamonedas, dos alfileres y monedas de oro. La sentencia decidió que como Carande no era funcionario ni ejercía mando alguno y como las alhajas no podían ser consideradas ni «patrimonio de su ilegítimo tenedor» ni caudales públicos, era inocente. Manuel Martín Infante incurrió según la sentencia en delito de hurto, pero en el último considerando se solicitaba a la Superior Autoridad Militar que le conmutara la pena de dos años y cuatro meses por los servicios prestados. Martín Infante debía también indemnizar al joyero en el valor de lo comprado. El intermediario fue absuelto.
Unas semanas después el Auditor Bohórquez consideró improcedente la propuesta de conmutación y aprobó la sentencia.
LUIS RIVAS MOLINA, EL MAESTRO DE TORREMAYOR (BADAJOZ)
El 31 de agosto de 1936 el maestro Luis Rivas Molina escribió una carta a su cuñado José:
Torremayor (Badajoz)
Querido hermano:
… Hemos pasado unos días de intensa amargura sin saber de vosotros, pero ya respiramos tranquilos.
Cuando se sepa la triste odisea de los pueblos de esta provincia se vendrá en conocimiento de que éste ha sido el único pueblo que despreciando insinuaciones, órdenes, coacciones y amenazas se ha comportado con el espíritu de la más alta civilidad, pues aquí no se ha dado ni un solo caso de detención ni saqueo ni siquiera amenaza, por eso hoy el pueblo es libre en completa tranquilidad y sosiego.
No obstante Julia padece una fuerte crisis nerviosa…
Tu hermano que te quiere mucho,
Luis
La carta llegó a Sevilla el día 2 de septiembre. El cuñado, José Gutiérrez de la Rasilla Bedoya, un hombre de treinta y cuatro años vecino de Triana, pertenecía a la Sección de Información e Investigación de Falange. La carta le tranquilizó pese a las noticias sobre su hermana Julia, una de las maestras del pueblo. Pero sólo habían transcurrido unas horas cuando un telegrama de su hermana le anunció una grave enfermedad de su marido. Alarmado por la noticia tomó un coche y llegó a Torremayor a las tres de la noche del día 3. El panorama que allí encontró no pudo ser peor: la hermana había enloquecido y el cuñado no estaba. En un rato pudo informarse que todo había ocurrido muy rápido. El falangista Victoriano de Aguilar Salguero, un joven de veinticinco años natural de Génova, se presentó en el pueblo con otros compañeros, registrando varias casas y deteniendo a unos cuantos vecinos. En casa de Luis Rivas Molina entraron varios que revolvieron todo, llevándose una pulsera de oro con monedas, un rosario de oro, una cadena con medalla y brillantes, y varias sortijas. También se llevaron a Luis Rivas.
Un año después, el 23 de agosto de 1937, José Gutiérrez de la Rasilla denunció el hecho a la autoridad militar. Contó en esta ocasión que unos meses antes, Alonso Carrasco, vecino de Torremayor y falangista, lo visitó en Sevilla en la Brigada de Investigación de Jesús del Gran Poder, 83. Y allí, sin poder controlar el llanto, le contó el final de su cuñado. Luis Rivas Molina había sido sacado de casa y llevado al Ayuntamiento, desde donde con un hombre llamado Cándido y otro Pastrano lo subieron a un coche para llevarlo a Mérida. Al pasar por el Cementerio de Garrovilla, Aguilar y un requeté de Mérida apellidado Pacheco les animaron a bajar para dejarlos libres, y llevándolos detrás del cementerio dispararon primero a Cándido, luego a Luis Rivas y finalmente a Pastrano. Según Carrasco, tanto él como otro falangista de Torremayor llamado José Domínguez «le habían afeado [a Pacheco] que fusilara a los señores citados sin causa justificada habiéndome manifestado además el mismo Pacheco que quizás por remorderle la conciencia algunas veces lo habían oído lamentarse de la rapidez con que cometieron los hechos». Enterada Julia Gutiérrez del destino de su marido, empeoró en su grave crisis y acabó por morir, quedando huérfanas las dos hijas del matrimonio, una de cuatro años y otra de veintiún meses. Ante la gravedad de la situación José Gutiérrez intentó gestionar la pensión que correspondía a las niñas, encontrándose con el hecho, perfectamente conocido por él por el cargo que desempeñaba, de que legalmente el padre no había muerto. Ante esto solicitó que, puesto que se conocían todos los detalles, se aclarase la muerte de su cuñado y se certificase su fallecimiento.
Fue designado Juez Instructor el comandante de Infantería Salvador Ramón Benítez. Victoriano de Aguilar Salguero, para entonces alférez provisional, declaró en septiembre de 1937 que, efectivamente, estuvo en Torremayor con los falangistas José Sardiña, Fernando Pacheco y el requeté José Pacheco practicando registros y detenciones. Recordaba que el tal Rivas «según el Jefe Local de Falange y el Alcalde era un individuo de izquierdas, lo que fue confesado por el interesado». Añadió que
se declararon individuos de marcada significación izquierdista, tanto el D. Luis como el Cándido y el Pastrana, y en virtud de las órdenes que había en los primeros momentos de iniciación del Movimiento fueron condenados a muerte en el mismo Torremayor, no efectuándose la sentencia en el mismo pueblo por no alarmarlo, a juicio de las autoridades, trasladándolos al cementerio de Garrovilla donde fue cumplida la sentencia.
Que antes de llevarlos a la Garrovilla, les fue comunicada la sentencia, recibiendo los auxilios espirituales el D. Luis, que le fueron ofrecidos por el declarante, siendo administrados por el cura párroco de Torremayor, haciendo presente el declarante que el D. Luis comprendía el porqué de la medida tomada, mostrándose arrepentido y comprendiendo el haber estado engañado.
Una vez cumplida la sentencia en el cementerio de Garrovillas, sin que recuerde el orden en que fueron fusilados o si lo fueron todos a la vez, quedaron los cadáveres en el cementerio, comunicando a las autoridades del pueblo para que los enterraran.
Aguilar Salguero, Jefe de Milicias de Falange del distrito de Badajoz en 1936, fue más claro aún al afirmar que todo fue llevado a cabo «a tenor de las órdenes recibidas de fusilar a todos los individuos dirigentes o de marcada significación izquierdista, culpables del estado anárquico en que se encontraba España».
Ese mismo mes de septiembre prestó declaración en Badajoz el requeté Jorge Pacheco Hernández, de treinta y cinco años, vecino de Mérida y labrador. Pacheco fue testigo de lo ocurrido desde el coche que conducía, desde el cual escuchó los disparos, «que no vio quién los hiciera y que al momento volvieron todos menos los detenidos», yendo después a avisar a los del pueblo, que habían salido alarmados, y finalmente a Mérida. Detenido ese mismo día por la Guardia Civil, Pacheco desmintió la responsabilidad de Aguilar Salguero haciéndola recaer sobre fuerzas de Garrovillas y Montijo.
La siguiente declaración, mucho más interesante, fue la de José Sardiña Peigneux, de treinta y cuatro años y vecino de Badajoz. Uno de los primeros días de septiembre de 1936 salieron de Mérida hacia Montijo, donde el jefe Aguilar Salguero, el teniente de la Guardia Civil Gragera y otros tuvieron un encuentro. Al rato salió Aguilar con un suboficial y un guardia y subieron todos al coche, un amplio vehículo de siete plazas. Ya en Torremayor detuvieron a los tres y después del paso por el Ayuntamiento Aguilar, los hermanos Pacheco, un chófer llamado Victoriano Cambriles y el propio Sardiña salieron hacia el Cementerio. Aguilar Salguero dio la voz de fuego y Fernando Pacheco, Cambriles y Sardiña formaron el pelotón. Cuando se le preguntó si tenían órdenes de ejecutar a los dirigentes marxistas, Sardiña dijo haber oído al entonces coronel Yagüe cuando tomó Lobón, donde Sardiña estaba detenido, que
había que limpiar los pueblos de las inmediaciones que se fueran liberando, pero no sin antes convencerse de que eran individuos peligrosos como marxistas y que dedujo que los ejecutados estarían sentenciados puesto que vio entrar en el Ayuntamiento al sacerdote que les suministró después los auxilios espirituales.
Sardiña remató en su favor la declaración así:
… que una vez que el señor Aguilar y el declarante trasladaron desde Talavera a esta capital a un sujeto peligrosísimo y con pésimos antecedentes, presentándolo en el Cuartel de la Guardia Civil, donde les dijo el Teniente Verdasco que para qué se habían molestado en traerlo a Badajoz, dando órdenes a unos guardias para que les indicara el sitio de costumbre y lo ejecutaran.
Fernando Pacheco Hernández, de veinticinco años, era vecino de Mérida. Recordó los días de prisión en Lobón antes del 13 de julio, días que compartió con Sardiña y con Aguilar Salguero. Y recordó, aunque no lo presenció, el «juicio» al que fueron sometidos los detenidos y la «sentencia fallada por el Tribunal» constituido por su Jefe Aguilar y dos guardias civiles. Insistió en los «amplios poderes» dados por Yagüe a Aguilar para que «persiguieran a los dirigentes marxistas y se les aplicara con el máximo rigor la Justicia y el Bando de Guerra si fuera preciso». Según Pacheco, fue la Guardia Civil quien les indicó los objetivos: el maestro —delegado gubernativo según él—, el alcalde y un dirigente comunista.
La dirección falangista, como siempre, amparó a los suyos y eludió cualquier responsabilidad en los hechos al afirmar que a Victoriano Aguilar «no se le habían dado atribuciones para condenar a muerte a nadie». El que fuera Jefe Local de Falange de Torremayor en 1936, Miguel Giménez Correa, declaró en diciembre de 1937 desde Aguilar de la Frontera. Aunque estuvo presente, rechazaba cualquier relación con los hechos, afirmaba que el maestro era marxista y secretario del Comité y, al ser sondeado sobre la desaparición de alhajas, dejó caer que el Jefe de Centurias Victoriano Aguilar Salguero «dejaba que desear moralmente según se desprende de lo que el testigo ha oído decir en conversaciones con compañeros suyos».
Luego todo pareció haber concluido. El sumario se cerró el 26 de enero de 1939. El maestro Luis Rivas Molina fue inscrito en el Registro Civil de Garrovillas el día 6 de noviembre de 1937 y la desaparición de alhajas de la que fue acusado el falangista Aguilar, «no obstante ciertos testimonios que acusan a éste de persona inmoral, no se ha comprobado…». Los hechos básicos —la detención, el simulacro de juicio y el asesinato— ni se plantearon. De esta forma, las diligencias llegaron a su fin sin declaración de responsabilidad alguna y fueron archivadas con el visto bueno del Auditor Bohórquez el 28 de enero de 1939.
El día 19 de julio de 1936 Luis Rivas Molina, de Izquierda Republicana, actuó de secretario del Comité de Enlace del Frente Popular de Torremayor junto con Cándido Collado Ramírez, que actuó de presidente, y Jacinto Pastrano Ramírez, presidente de la Casa del Pueblo, y Ángel Ramírez Rodríguez, representante de la Juventud Socialista, que fueron vocales. Ellos tomaron todas las medidas para que la vida local fuera alterada lo menos posible, acordando desde el primer día «condenar el movimiento subversivo perpetrado por la reacción y el fascismo españoles contra el Gobierno legítimo de la República». Tal como decía Luis Rivas en su última carta, mientras el pueblo estuvo en manos del Comité prevaleció «el espíritu de la más alta civilidad». El día 2 de septiembre Rivas, Collado y Pastrano fueron asesinados.
EDUARDO CERRO, UN MILITAR CON PROBLEMAS (BADAJOZ)
Uno de los miembros de la Junta de Gobierno del Colegio de Abogados; jefe, además, de la Abogacía del Estado en la Delegación de Hacienda, un hombre joven, de exquisita educación y gran inteligencia… fue detenido por falangistas y aparatosamente llevado a las afueras, con lo que ya recibió un susto de muerte. Después se le peló al cero y a continuación se le hizo ingerir una buena cantidad del famoso aceite. Sometido a expediente de depuración, cesó en su cargo y se le expulsó del Cuerpo, con lo que éste perdió un brillante talento. Muchos años después sería recuperado por el Ministerio de Hacienda[5].
Un día de enero de 1938 el capitán jurídico Eduardo Cerro Sánchez-Herrera, de treinta y cinco años, abogado del Estado y vecino de Badajoz, en cuyo Gobierno Militar desarrollaba sus servicios, puso una denuncia ante la autoridad militar. Su testimonio comenzaba diciendo que aunque había dado la palabra de callar se creía en la obligación de hablar. El día 3 de ese mes, tras despachar con el Gobernador Militar, paseó un rato por la plaza con el capitán jurídico José Fernández Hernando y con el abogado José Murillo Iglesias, secretario provincial de FET-JONS. Poco antes de marcharse vio cómo aparcaba el Crisler de la Jefatura provincial de dicho grupo, del que descendieron el Jefe Provincial Arcadio Carrasco y el Jefe Provincial de Milicias comandante Marzal, a quienes saludaron. Luego cada uno se fue a su casa. Al poco de llegar a la suya, un chalet en medio del campo junto a la carretera de Portugal, llamaron a la puerta, comunicándole la doncella que dos individuos querían hablar con él. Cuando Cerro salió, uno de los dos, ambos corpulentos y vestidos con monos y capotes militares, le dijo que debía acompañarles al cuartel de Falange para unas preguntas. Reconociéndolos como pertenecientes a la escolta del Jefe Provincial de Falange, accedió pese a las dudas de su esposa y de su madre. La mujer lo acompañó al coche, pero cuando el capitán Cerro vio que el coche era el mismo que poco antes vio en la Plaza, la tranquilizó y le dijo que no se preocupara.
Uno de los individuos se sentó delante, junto al chófer, y el otro atrás con él. Todo fue bien hasta que en cierto momento y súbitamente el coche tomó hacia la carretera de Alburquerque en vez de para la ciudad. En cuanto Eduardo Cerro emitió la primera queja los otros dos sacaron sus armas. Poco después el automóvil se detuvo. El militar les comunicó que era oficial del Ejército. En medio de la noche y de la soledad le fue ordenado que saliera del coche, a lo que se negó. Entonces el de atrás le quitó el sombrero, sacó unas tijeras y le hizo varios cortes en el pelo, tras lo cual sacó un frasco y le dijo que se lo bebiera. Como imaginaba se trataba de aceite de ricino. A continuación regresaron y lo dejaron cerca de la casa asegurándole que si contaba algo de aquello moriría. Mientras tanto la mujer había decidido acudir al chalet vecino de Murillo Iglesias y pedirle que la acompañara a Badajoz para saber qué pasaba, de forma que cuando volvió ya estaba allí el marido. Se encontraba en tal estado que todos, la mujer, la madre, las dos hijas, el abogado Murillo y él mismo, decidieron trasladarse a la ciudad. Al día siguiente comunicó el hecho al Gobernador Militar y a su Jefe el capitán José Hernández. Tanto el Gobierno como el Juzgado Militar instaron a la Jefatura Provincial de Falange a que averiguara quiénes intervinieron en el hecho.
El primer inculpado, el falangista Alfonso Expósito Rodríguez, prestó declaración el 10 de enero. Este hombre, de veintinueve años, era natural de Zalamea de la Serena y vecino de Badajoz, y ya había sufrido algún proceso antes de julio de 1936, aunque —matizó— por motivos políticosociales. Contó al Juez que el día 3, con motivo de su ascenso a sargento, se reunió con el también falangista Juan de Dios Fernández Gómez para celebrarlo. De copas estaban cuando al pasar por la plaza oyó que alguien comentaba: «Mira con lo que ha pasado en Cáceres y ahí se está paseando ése siendo rojo». Miraron hacia la persona de la que se hablaba y vieron a un hombre de negro, con gafas y sombrero, «y entonces, sin saber de qué persona se trataba… pensaron en coger a dicho señor, pelarlo y purgarlo, a cuyo efecto compraron un frasco de aceite de ricino, y tomando un coche, el del Jefe Provincial, se montaron en él y siguieron…».
Expósito afirmó que ignoraban que fuese militar y que además habían bebido bastante. También dijo que el chófer, Juanito Mora, se limitó a obedecer, pues «en algunas ocasiones habían utilizado el coche mencionado para ciertos servicios y en aquella ocasión al ordenarle al chófer lo relatado no podía extrañarle». Finalmente culpó de los tijeretazos y del purgante al compañero. Éste, Fernández Gómez, de treinta y tres años, natural de Quintana de la Serena y vecino de Badajoz, declaró el mismo día, repitiendo punto por punto lo dicho por Expósito con la sola diferencia de que, según él, el capitán Cerro había reconocido que era de izquierdas.
A partir del día 11 los dos falangistas quedaron en el cuartel de FET-JONS en condición de detenidos. Cuando a Expósito le fue solicitada la pistola que utilizó, dijo que ya la había entregado a Falange y que «aunque no poseía licencia, ni guía para su uso y tenencia, cree que podía hacerlo, pues según tiene entendido, está autorizado su Jefe para que pueda el declarante (y otros) usarla». El día 12.ª portó su testimonio el chófer Juan Mora Rodríguez, de veintisiete años, natural de Osuna y vecino de Badajoz. Mora recordaba todo, el trayecto, los lamentos y quejas del hombre que recogieron, y que cuando preguntaba por qué le hacían aquello los otros dos le respondían: «Por rojo». En lo demás coincidió sospechosamente con los encausados. En ampliación de declaración Cerro afirmó que ninguno de los dos acusados estaba bebido y sobre su supuesto pasado izquierdista que únicamente perteneció en su mocedad a las Juventudes Mauristas de Badajoz.
La máxima autoridad falangista de la provincia, Arcadio Carrasco Fernández-Blanco, fue llamado a declarar el día 18 de enero. El 8 de octubre de 1936, una semana después de su ocupación, el Jefe Provincial de Falange realizó una visita oficial a Campillo de Llerena, en cuya plaza le esperaban las autoridades locales, representaciones de los diversos grupos políticos fascistas y numerosos vecinos de la localidad. Ya camino del Ayuntamiento se detuvo y comentó en voz alta al alcalde: «Aquí huele a rojo». Éste miró detenidamente a su alrededor y señalando a un hombre le indicó que se acercara. Una vez que lo tuvo enfrente Carrasco sacó su pistola, le apuntó a la cabeza y lo mató de un disparo, tras lo cual siguió su recorrido en medio del estupor general. La víctima, un hombre casado y con varios hijos, era Juan Solís Delgado «El curita». Éste era, pues, el hombre que fue a declarar el 18 de enero. Carrasco reconoció sin problema alguno que Expósito formaba parte de su escolta y que, dada la frecuencia con que ocurría, no requería permiso alguno para utilizar su coche. Afirmó también que, «sin que esto pueda ser una disculpa del hecho cometido ni pueda ser un acto de solidaridad con los autores del mismo», condenaba el hecho dejando por supuesto a la Falange fuera de toda duda, y a continuación se extendió ante el Juez Instructor sobre los «antecedentes familiares y personales» del abogado Eduardo Cerro. Según contó, su padre fue fusilado como consecuencia de la sentencia de un Consejo de Guerra [6] y su hermano estaba detenido en la actualidad por segunda vez «como complicado en los sucesos de Cáceres». Además —siguió Carrasco— Eduardo Cerro Sánchez-Herrera había militado en Unión Republicana, estando en poder de Falange la lista de afiliados de dicho partido, donde constaba Eduardo Cerro con el número 73 y un libro de firmas de solidaridad con el espíritu del 14 de Abril realizado con motivo de su quinto aniversario en 1936 en el que constaba la firma del militar. Afirmaba también Carrasco que cuando Cerro fue militarizado «surgió la protesta unánime de la gente de sentir Nacionalista de la población».
Dentro de los hechos inusuales de este especial proceso destacan las declaraciones abiertamente hostiles hacia los falangistas implicados de la esposa y la madre de la víctima, que en otras circunstancias no hubieran sido tenidas en cuenta, o peticiones tan peculiares del Instructor como la de exigir a Falange la pistola y las tijeras utilizadas en el hecho. Cuando se envió la pistola, una Star calibre nueve corto, al Juzgado Militar, el Jefe Provincial Carrasco consideró oportuno señalar que dicha arma fue entregada personalmente por él a Expósito a su salida de la Prisión Provincial tras las elecciones de febrero, siendo luego utilizada en la fallida sublevación del 18 de julio en Castuera y en Villanueva de la Serena, donde Expósito se unió al grupo dirigido por el capitán de la Guardia Civil Manuel Gómez Cantos. El comentario finalizaba diciendo que al integrarlo en su escolta en agosto de 1936 consideró oportuno que conservara la pistola.
El 26 de enero el Juez Instructor decidió el procesamiento y prisión preventiva de Alfonso Expósito Rodríguez y de Juan de Dios Fernández Gómez. El Auto se refería claramente a los delitos de insulto a Superior y de tenencia ilícita de armas de fuego. En los días siguientes llegaron dos de los informes solicitados, el de la actuación políticosocial de Expósito, elaborado por Arcadio Carrasco, y el del guardia civil Manuel Gómez Cantos, por entonces comandante-jefe de Policía del Segundo Cuerpo de Ejército. En su informe recordaba Carrasco que en 1933, al hacerse él cargo de la Jefatura Provincial de Falange, se afilió a la organización de Zalamea de la Serena Alfonso Expósito, destacando inmediatamente «por su persistencia y tenacidad fanática en la defensa de los postulados de la Organización». A finales de ese mismo año, Expósito, que acompañaba con otros falangistas de Zalamea al Jefe Provincial para la venta del periódico Arriba en Don Benito, resultó herido y detenido, permaneciendo dos meses en el depósito de dicho pueblo. Nada más salir a comienzo de 1934 interviene en un nuevo enfrentamiento armado en Mengabril, siendo detenido, procesado y condenado a dos meses de prisión que pasó en Badajoz. Los alborotos producidos en Villanueva de la Serena con motivo del juicio a unos falangistas de la localidad acarrearon nuevamente su paso por la cárcel de Don Benito, interviniendo al poco de salir en una violenta acción de boicoteo a una comida-homenaje celebrada en Badajoz en honor del ministro Albornoz, acción que le supuso una nueva estancia de un mes en la Prisión Provincial. El falangista Expósito Rodríguez concluyó el año como protagonista de los gravísimos sucesos ocurridos en Don Benito por los que perdió la vida un militante socialista y resultaron heridos varios más. La gravedad de los hechos motivó que el mismísimo José Antonio Primo de Rivera asumiera su defensa, lo que no le libró de una condena a veinticuatro años de prisión. Fue en estas circunstancias cuando le alcanzaron los beneficios de la amnistía promulgada tras el triunfo electoral del Frente Popular en febrero de 1936.Poco tiempo después, de regreso a Zalamea, fue nuevamente detenido y trasladado a la cárcel de Castuera, donde precisamente se hallaba en igual circunstancia el Jefe Provincial Arcadio Carrasco. El 18 de julio, cuando la Guardia Civil ocupa por cuarenta y ocho horas el poder en Castuera, Expósito es inmediatamente liberado de la cárcel y designado Jefe de la Guardia Municipal, cargo que hubo de abandonar en su huida a Villanueva de la Serena, pasando a fines de julio a Cáceres y el día 16 de agosto a Badajoz, donde se presentó ante Carrasco.
Gómez Cantos, que en esos momentos se encontraba en Mérida tras una larga y densa experiencia en Badajoz, Málaga y Huelva, emitió un informe donde decía sobre Expósito que
en Castuera, como en Villanueva, cumplió con entusiasmo y espíritu cuantos servicios le fueron encomendados, deteniendo a los dirigentes marxistas y actuando con gran eficacia en la defensa de la poblaciones; en Miajadas tomó parte en la defensa de esta población, interviniendo muy activamente en la defensa de los pueblos de Zorita, Logrosán, Guadalupe, Villamesías, Campolugar y Miajadas…
La trayectoria de Juan de Dios Fernández Gómez era similar a la de su compañero. Había ingresado en Falange en enero de 1934 en Quintana de la Serena, pasando en tres ocasiones por la cárcel de Castuera, donde coincidió en la primavera de 1936 con Expósito y con Arcadio Carrasco. Tanto en 1934 como en 1936, había acompañado al Jefe Provincial a las concentraciones que tuvieron lugar en Cáceres, y en la última de ellas, a la que acudió José Antonio Primo de Rivera, Fernández Gómez fue elegido como escolta del Jefe Nacional durante los días que pasó en Extremadura. Durante las elecciones realizó idéntica función en los actos electorales en que intervinieron Arcadio Carrasco y el que sería delegado nacional de Sindicatos Manuel Mateos. Integrado en una centuria de Falange, participó en la ocupación de varios pueblos, en las batidas realizadas en la Sierra de Monsalud y en tareas de emboscadas al mando del capitán de la Guardia Civil Manuel Luengo Muñoz[7], después de lo cual regresó a Badajoz, integrándose en el Parque de Automóviles de FET-JONS.
El Juez Instructor concluyó su tarea en agosto de 1938. Proponía una pena de prisión militar mayor para Juan de Dios Fernández por el delito de insulto de obra a un superior y una pena de prisión menor en grado medio para Alfonso Expósito por tenencia de armas. El Consejo de Guerra tuvo lugar en Sevilla a mediados de noviembre. El segundo resultando estableció que había quedado sin demostrar que los procesados conociesen la condición de militar de la víctima y que el uso de arma por parte de Expósito estaba justificado «en atención al servicio que le estaba encomendado». Se habló igualmente de «la ideología izquierdista del ofendido». En el primer considerando se aludió a la finalidad denigrante del corte de pelo «aun cuando en buenos términos jurídicos no quepa estimarlo tampoco integrante de un maltrato material» o de «daño físico apreciable». El Tribunal se decantó por el artículo 264 del Código de Justicia Militar «sobre los insultos de palabra, por escrito o forma equivalente», remachando que «sin que a tal calificación se opongan las circunstancias ideológicas del ofendido, por cuanto no es admisible que ellas fueran sancionadas por personas u organismo distintos de aquéllos que específicamente tienen tal misión».
Expósito fue condenado exclusivamente a un año de prisión militar correccional, pero como se tuvo en cuenta el tiempo de prisión preventiva en su cuartel, cumplió muy pronto su breve condena. Firmaron la sentencia Federico Quintanilla Garratón como presidente y Eladio Álvarez del Valle, Ángel Calvo Hernández, Tomás Moreno Pérez, Antonio Moreno Carmona, José Manuel Coloma Escrivá de Romaní y José Rey Fernández como vocales.