7. Sobre levantamiento de cadáveres

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Sobre levantamiento de cadáveres

El régimen fascista va a la democracia de un salto.

Francisco Franco, en la obra de Millán Astray,

Franco El Caudillo (p. 80).

EN UN TIEMPO en que raros eran los alrededores de pueblos y ciudades donde no aparecían periódicamente algunos cadáveres, es lógico preguntarse qué trámites se siguieron en dichas circunstancias. Lo primero que hay que decir es que pocas veces dieron lugar a la apertura de una investigación. Lo habitual fue que los recogiera un camión y sin más se les diera sepultura en el cementerio más cercano. Normalmente se ocupó de ello la Cruz Roja. En Sevilla se utilizó en el verano de 1936 un camión blindado para transportar los cadáveres al Cementerio. Hubo también casos en que cualquier tierra se convirtió en tumba. A veces los mismos autores del asesinato se acercan al Ayuntamiento o a la Guardia Civil para dar aviso de la existencia de cadáveres en tal o cual lugar. No obstante, en los días posteriores al golpe, cuando todavía la sociedad civil no había sido enteramente sofocada, es posible observar como algún Juez sigue los procedimientos habituales y abre un expediente. De manera inmediata, y en consonancia con el Nuevo Orden, las Comandancias Militares enviaron un oficio a los Juzgados de Instrucción exigiendo que ante cualquier hecho de carácter violento se les avisara de inmediato para practicar las primeras diligencias. En poco tiempo la Justicia Militar, la Auditoría de Guerra de la II Región Militar, pasó a ocuparse prácticamente de todo. Veremos cuatro casos de los pocos que dieron lugar a la apertura de diligencias.

21 DE JULIO: REGULARES EN SANLÚCAR DE BARRAMEDA.

En los planes sublevados para la provincia de Cádiz, control inmediato de la capital, de Algeciras y de Jerez de la Frontera, Sanlúcar jugaba un papel secundario, razón por la cual, y como en tantos otros lugares, el sábado 18 las autoridades civiles y los representantes políticos y sindicales pudieron tomar una serie de medidas encaminadas a la defensa de la República y al control de la situación. Resulta, sin embargo, que en Sanlúcar veraneaba la familia de Salvador Arizón Mejía, marqués de Casa Arizón y Comandante Militar de Jerez, quien el mismo domingo 19 a las tres de la tarde envió tropas que destituyeron fulminantemente a todas las autoridades y proclamaron comandante militar al teniente coronel Antonio León Manjón.

El lunes 20 los sublevados fracasaron en su intento de ocupar Trebujena, hecho que animó esa noche a los izquierdistas sanluqueños a abandonar su actitud sumisa, sumándose al día siguiente a la iniciativa del cabo de Carabineros Canalejo, quien se dispuso a acabar con la sublevación en Sanlúcar. Luego el tiroteo se extendió a diferentes puntos de la ciudad. En esta ocasión Arizón envió desde Jerez fuerzas de Regulares, que entraron en Sanlúcar a las cuatro de la tarde del martes 21 siendo rechazadas inicialmente e incluso resultando heridos varios regulares. La entrada definitiva se realizó cuando llegaron nuevos refuerzos de Jerez, sólo entonces las granadas y los fusiles acabaron con las escopetas de caza. Canalejo, al que no pudieron capturar, se entregó finalmente el día 22 de agosto. De la entrada de los regulares resultaron doce muertos y veinte heridos. Sólo en una casa que dichas fuerzas asaltaron fueron encontrados nueve cadáveres. Inusualmente dejaron huella documental.

El Juzgado de Sanlúcar remitió al día siguiente de los hechos a la Comandancia Militar las primeras diligencias «por tratarse de hechos comprendidos en el Bando declarando el estado de Guerra en esta localidad y cuyo conocimiento corresponde a la jurisdicción militar». Fue designado Instructor el teniente de Carabineros Ángel Agüit Estremera, el militar que había conseguido el domingo 19 que las fuerzas de dicho cuerpo de Sanlúcar se sumaran a las enviadas desde Jerez. De los cadáveres depositados en el Cementerio solamente fueron reconocidos al principio tres, los de Juan Crespo Mellado, de setenta y dos años de edad, María Crespo Porta, de cuarenta y seis años, y Bartolomé Lorenzo Crespo, de diecinueve, todos domiciliados en la calle Ganados, número 27. Horas después fueron identificados otros cuatro:

El Instructor no realizó la diligencia definitiva de reconocimiento hasta el 23 por la mañana. El médico, los testigos y el conserje del Cementerio identificaron los nueve cadáveres, añadiendo a los nombres y apodos ya conocidos los de «El Gaditano» y alguien de apellido Cerezuela apodado «El hijo de Petaca». La documentación prosigue con un oficio del Juzgado al Cementerio con la autorización para proceder al enterramiento y con otro comunicando el suceso al Juez Instructor Militar. Por algún motivo desconocido, quizá el hecho de que el Juzgado no lograba averiguar los nombres completos de dos de los fallecidos para su inscripción definitiva en el Registro, se solicitó información al Comité Local de la Cruz Roja de Sanlúcar, que fue realmente quien se ocupó de recoger los cadáveres el día 22. El documento enviado por ésta, dadas las dificultades de localizar y acceder a tan particular Archivo, es por su rareza de gran interés:

En cumplimiento de sus órdenes, el Oficial Facultativo de esta Ambulancia que suscribe, al mando de una Sección de Camilleros, ha verificado el traslado de ocho cadáveres desde la casa n.º 27 de la calle Sebastián Elcano, al Cementerio de esta Ciudad, y cuyos nombres conocidos y demás circunstancias se expresan a continuación:

MARÍA PORTAS CRESPO de 50 años

JUAN PORTAS MELLADO DE 76 años.

Un cadáver que no ha sido reconocido que corresponde a un joven como de 18 años.

Un cadáver tampoco reconocido como de 30 años

Un cadáver conocido por Tomestorba.

Un cadáver conocido por el Gordo Carrero.

JOSÉ GARCÍA (a) El Moreno.

Existía en calle San Antón un cadáver de ANTONIO PAREJO AROCHA, al cual según manifestación de un familiar, su familia estaba encargada de su traslado y enterramiento.

Existe en el patio de la casa referida de la calle Sebastián Elcano el cadáver de una vaca en estado avanzado de putrefacción, siendo necesario su retirada por motivos de salud pública.

Lo que en cumplimiento de lo ordenado, comunico a V. S. a los efectos oportunos.

Sanlúcar de Barrameda 22 de julio de 1936.

Fue finalmente la Guardia Municipal quien completó la identificación de los fallecidos. Así, «El Gaditano» se convirtió en Rafael Gálvez Rodríguez y «El hijo de Petaca», en Antonio Cerezuela Arana. El día 25 de julio el Instructor pudo enviar la lista definitiva al Juez para su inscripción en el Registro. Y aquí acabó todo. Lo referente a «la averiguación de los hechos ocurridos o que ocurran en el territorio de mi jurisdicción y a la averiguación de su autor o autores» mencionadas por el comandante militar Antonio León Manjón en la designación de Juez Instructor y en la urgente apertura de diligencias fue olvidado.

Sabemos, sin embargo [1] que de los nueve «revoltosos» desaparecidos en la razzia del 21, así prefirió denominarlos la derecha de Sanlúcar, al menos Antonio Parejo Arocha y la familia Crespo, conocida por «Los Anaferos», ajenos totalmente a los sucesos que se desarrollaban, fueron asesinados en sus casas.

Aunque sólo fuera por esas cuatro personas, llama la atención que los hechos, similares a los que se desarrollaban en tantos lugares, motivaran la apertura de diligencias. Las responsabilidades recayeron no sobre las fuerzas marroquíes y quienes las habían enviado sino sobre los propios izquierdistas sanluqueños, que unos días después comenzaron a ser fusilados sin trámite alguno. Según la crónica de Domínguez Lobato, el nuevo gobernador Eduardo Valera Valverde, al que ya vimos en igual cargo el 10 de agosto de 1932 en Sevilla, pasó por Sanlúcar el día 8 de agosto, dejando claro que a partir de ese momento «era necesario proceder con mayor energía». Horas más tarde, el comandante militar Antonio León Manjón se reunió con el comandante Carlos Delgado, los Jefes de la Guardia Civil y Carabineros, el magistrado Carlos Acquaroni, los gestores Diego Mergelina White y Celedonio del Prado, y varios personajes influyentes como Eduardo Mendicuti Hidalgo, Francisco Ariza Moscoso y Fermín Hidalgo Ambrosy, casi todos militares. El primer fusilamiento tuvo lugar esa noche con la desaparición de cuatro personas en la carretera de El Puerto.

SEVILLA, 25 DE JULIO: DOS CADÁVERES EN LA HUERTA DE LAS PALMILLAS

En Sevilla la primera apertura de un expediente de este tipo la ordenó el propio Queipo, recayendo la instrucción sobre el mismo capitán que días antes se había ocupado del caso de Torsten Jovinge:

Habiendo tenido noticia de que en la línea de tranvías n.º 4 de esta Capital y en el lugar conocido por Las Palmillas existen dos cadáveres insepultos procederá V. S. a efectuar las diligencias de levantamiento y enterramiento de los mismos.

Sevilla 25 de julio de 1936.

Gonzalo Q. de Llano

Capitán Instructor DON ROGELIO CASTEDO CALA. PLAZA

Los cadáveres, aparecidos en una de las huertas existentes en las traseras del Hospital Provincial, fueron conducidos al cercano Cementerio de San Fernando e inhumados en fosa común. «Ambos cadáveres presentan varias heridas producidas por arma de fuego», se leía en la diligencia de levantamiento. No fue posible identificarlos por su avanzado estado de descomposición. El Instructor elevó su informe al Auditor el día 22 de agosto. El Auditor Bohórquez, por su parte, cerró el caso el día 26 de agosto, afirmando al final de su escrito que «en virtud de lo expuesto y no deduciéndose de este actuado responsabilidades que exigir a persona alguna determinada decreto dar por concluidas estas diligencias de conformidad ello con cuanto previene a este fin el artículo 396 del Código de Justicia Militar».

Se trata del único caso de este tipo localizado en la ciudad de Sevilla, si exceptuamos el del pintor sueco. Es posible que se tratase de esta manera por el peligro que para la higiene pública representaba. La brevedad de este expediente impide intuir otras posibilidades. Tiene, sin embargo, el valor de la particularidad. En agosto hubo otro caso similar cuando apareció el cadáver de Rafael Roldán Díaz en el fielato de la carretera de Carmona (Barriada de La Corza). La diferencia radica en que Roldán fue asesinado en el interior de su casa. Inicialmente el crimen fue achacado a la Falange, descubriéndose luego de forma oficial que habían intervenido cuatro guardias cívicos. Prueba de que la Falange ya cargaba con la fama de la represión fue el comentario irónico escrito en un margen por el comandante Cuesta Monereo: «Muerte atribuida a Falange resultan ser fuerzas cívicas».

CÁDIZ, 30 DE JULIO: MUERTOS EN LAS CALLES

Excmo. Sr. Alcalde:

El Sargento de la Guardia Municipal Agapito Chilía con fecha de hoy me dice lo que sigue: Sr. Jefe = Recibido de los Guardias Gregorio Henry y José Quesada que a las 6.30 de hoy tuvieron conocimiento que en la carretera del Barco y a espaldas de la Plaza de Toros había tres cadáveres y personados en dicho lugar se comprobó la veracidad del hecho, estando los tres en el suelo en un charco de sangre y al parecer muertos a tiros pareciendo ser dichos cadáveres pertenecientes a un tal Ruiz que poseía un taller de platería en la calle Rosario; otro a un tal Amaya, dueño de una peluquería sita en la calle Sagasta y Moreno de Mora, y el último perteneciente a un tal Juan, dueño de la confitería que existe en la calle Sagasta y Moreno de Mora; pasándose aviso al Sr. Juez de Instrucción, quien ordenó el levantamiento de los cadáveres y su conducción al depósito del Cementerio, lo que se efectuó en el camión de la ambulancia municipal; ignorándose las causas que hayan podido motivar dichas muertes; en el lugar del hecho se personaron el Sr. Jefe de la Guardia Municipal y Cabo del mismo Cuerpo José Guerrero Ruiz.

Lo que comunico a V. E. a sus efectos.

Cádiz a 30 de julio de 1936

El Jefe (firma ilegible)

Hasta ese momento nada más que habían intervenido la Policía Municipal, el alcalde y el Juez, quien el 31 de julio ordenó que se comunicasen los hechos a la Comandancia Militar, que se diese aviso a los forenses para la autopsia y que la Comisaría de Vigilancia localizase a los parientes. Ese mismo día el Juez tomó declaración a diversos familiares de los fallecidos, identificados como Juan de Dios Ríos Pérez, Manuel Ruiz de los Ríos y Manuel Esparragosa Rodríguez. No hizo falta policía alguna para hallar a los familiares: «Que al enterarse de que en las inmediaciones de la Plaza de Toros habían aparecido tres cadáveres el declarante se presentó en el lugar de referencia comprobando que uno de ellos era…», dijo uno de los familiares.

Dos semanas después las pertenencias halladas en los cadáveres fueron entregadas a la familia, lo que se hizo igualmente en el Juzgado. En ese momento se cerró la instrucción. Por supuesto, nadie preguntó nada a los familiares sobre las circunstancias de su desaparición. Como puede imaginarse este tipo de sumarios no volvería a repetirse.

31 DE JULIO: LA LEGIÓN EN HUELVA

El 31 de julio de 1936 Gregorio Haro Lumbreras, comandante de la Guardia Civil elevado a gobernador por Queipo de Llano después de fusilar a los mandos civiles y militares de la provincia, ordenó al Juez de Instrucción Militar la identificación y enterramiento de los cadáveres producidos dos días antes con motivo de la ocupación de la ciudad por las fuerzas del comandante Vierna Trápaga. Es significativa la orden si tenemos en cuenta que, salvo excepción, la ciudad no opuso resistencia alguna. Y más aún si recordamos que la Justicia, que no se había paralizado desde el 18 de julio, siguió actuando normalmente incluso el día en que fue ocupada la ciudad. Ese día, el 29, la Justicia se personó en el Hospital para tomar declaración a los heridos y recogió todos los avisos, tanto verbales como telefónicos, sobre hallazgo de cadáveres.

El Juez acudió a la calle Alcalá Zamora, a la puerta de La Concepción, y allí mismo, con la espalda sobre los muros, procedió al levantamiento de un hombre de estatura regular, nariz recta, boca regular, ojos oscuros y pelo negro. Vestía blusa blanca con gaza negra en el brazo, pantalón negro, zapatos marrones y calcetines oscuros. Toda la ropa estaba manchada de sangre. En uno de sus bolsillos se halló una cédula personal a nombre de José Miguel Hernández, de cuarenta y cinco años de edad y natural de Buenos Aires, soltero y dueño de un comercio llamado «El Buen Gusto», situado en el número 23 de la calle. El cadáver fue trasladado al Departamento Anatómico. Mientras esto ocurría, los legionarios llamaban a los curiosos y les daban cosas de la tienda de José Miguel. Todos sabían que había sido asesinado en la escalinata de La Concepción porque cuatro años antes había dado con una alpargata al general Sanjurjo cuando era conducido desde Ayamonte a Sevilla tras su intentona golpista.

Luego el Juez se trasladó al Callejón de Montrocal para levantar el cadáver de otro hombre de unos treinta años del que sólo se pudo saber por un pañuelo que sus iniciales eran R. R. Tenía una petaca con tabaco y una peseta con veinticinco céntimos. Cuando el Juez preguntó a los curiosos si alguien lo conocía, se acercó un niño que lo identificó como su padrastro, Rafael Ramos González, natural de Valverde del Camino.

Desplazados al depósito del Hospital Provincial, reconocieron a otro hombre de unos veinticinco años. Por su cartilla de cobro de la Compañía de Riotinto, manchada de sangre, se supo que se llamaba Antonio Asencio Gil. Ya en el Hospital el Juez interrogó a Manuel Adriano García, natural de Cartaya y vecino de Huelva, quien declaró que estando sobre las once o doce en el Callejón del Molino de la Vega vio como una avioneta arrojaba bombas sobre la ciudad, siendo alcanzado por la metralla. En la misma sala el Juez intentó recoger los datos de Francisco González Gil, un jornalero de veintisiete años vecino de Huelva, pero dada su gravedad no fue posible. Esta información pasó inmediatamente a la Autoridad Militar a consecuencia de la declaración del estado de guerra.

Al día siguiente se recogió el testimonio de José Domínguez Pérez, de treinta y tres años, que cuando se encontraba sobre las cuatro de la mañana en la Pescadería del Dique fue herido por disparos de origen desconocido. Su estado era gravísimo. Otro herido, Manuel Cubero Mimoso, jornalero de cincuenta y seis años, declaró que se dirigía a casa de su hija para verla atravesando la Plaza de las Monjas cuando escuchó unos disparos y se notó herido en la cara.

El 31 de julio se elaboró por fin una lista definitiva de cadáveres:

—Cadáver de un hombre de unos 45 años con herida por arma de fuego en el pómulo izquierdo.

—Cadáver de un hombre de unos 25 años con herida de arma de fuego en temporal izquierdo.

—Cadáver de un hombre de unos 50 años con herida de arma en el temporal derecho.

—Cadáver de un hombre de 20 años, con cartas firmadas por Gregorio Vázquez García, con heridas junto al pómulo derecho.

—Cadáver de un hombre de 25 años con un tatuaje en el pecho: «Viva la anarquía», con heridas en el pecho y en brazo y muslo.

—Cadáver de un hombre de 40 años con heridas en pecho e intestino. Tenía una libreta del Montepío a nombre de Andrés Moreno Gaitán.

—Cadáver de un hombre de unos 45 años con herida en región temporal.

—Cadáver de un hombre de unos 35 con heridas en pecho y cara.

—Cadáver de un hombre de 45 con ropa de cartero rural y las siglas J. B. en el pantalón. Herida en temporal izquierdo.

—Cadáver de un hombre de unos 50 años con carta firmada por Ildefonso Gaya y con heridas de arma de fuego en la cabeza.

—Cadáver de un hombre de unos 35 años con heridas en parietal izquierdo.

—Cadáver de un hombre de unos 35 años con heridas en región occipital. Se trataba de Rafael Ramos González.

—Cadáver de José Miguel Hernández, identificado por sus vecinos y con heridas de arma de fuego en pecho.

—Cadáver de Manuel Adriano García con heridas en región glútea.

—Cadáver de Francisco González Gil con heridas de arma de fuego en el pecho.

—Cadáver de un hombre de unos 25 años con el rostro destrozado. Se trataba de Antonio Asencio Gil.

Estas diecisiete personas encontraron la muerte durante la mañana del 29 de julio en las escasas horas en que las tropas llegadas de Sevilla se adueñaron de la ciudad. Este expediente confirma el bombardeo —nunca los golpistas reconocieron haber bombardeado pueblos y ciudades— a que fueron sometidos algunos barrios de Huelva por avionetas enviadas desde Tablada. Puesto que la ciudad se encontraba en manos de la Guardia Civil y otras fuerzas militares desde las primeras horas de esa noche, sólo cabe interpretar este derroche de violencia de las fuerzas coloniales africanas como fruto de la frustración y de un ansia de sangre que únicamente saciarían en realidad en su ruta hacia Mérida y Badajoz.

CAZA HUMANA: HISTORIA DE ANTONIO PRIOR (DOS HERMANAS, 1936)

El asesinato en Dos Hermanas de Antonio Prior Salvatierra el día 31 de julio de 1936 representa un caso singular para observar, entre otras cosas, cómo los procedimientos legales habituales fueron absorbidos en poco tiempo por la jurisdicción militar. El día señalado el Juzgado Municipal de Dos Hermanas (Sevilla) abrió las primeras diligencias preventivas y ordenó el levantamiento del cadáver, su autopsia y su inscripción en el Registro Civil. El Juzgado de 1.ª Instancia de Utrera, «a tenor de lo dispuesto en el libro segundo de la Ley de Enjuiciamiento Criminal» (artículo 303), decretó al día siguiente la incoación de un sumario para el descubrimiento y comprobación del delito. Sigue el acta de levantamiento del cadáver, en la que se especifica su muerte «a consecuencia de disparos por arma de fuego» y el lugar exacto donde ocurrió por la existencia de una mancha de sangre a cierta distancia de la choza donde vivía.

La primera declaración fue la de Diego Prior Moreno, primo del fallecido. Había sido avisado por el padre de Antonio a las diez de la noche del día 30, acudiendo de inmediato al Juez. Según dijo, Joaquín Prior Ruiz le contó que su hijo había sido herido mortalmente por «unos guardias fascistas o militares, pues no podía determinarlo». El siguiente declarante fue un vecino de El Coperuelo, lugar donde ocurrió el crimen, el jornalero José Domínguez Mejías, quien contó que como la siega del garbanzo hay que hacerla por la mañana temprano, se puso de acuerdo con su vecino Antonio Prior y otros tres compañeros (su hermano José, José Roldán y otro apodado «Chapalín») para ir por la tarde del 30 al garbanzal, situado en el Cortijo del Cuarto, dormir allí y segar «temprano con la fresca». Salieron sobre las siete de la tarde y cuando pasaron de los caminos a la carretera general en dirección a Sevilla, vieron venir en sentido contrario un camión con soldados. Cuando llegaron a la misma altura, les ordenaron bajar de las caballerías (una mula y una borriquita) y poner los brazos en alto. Tras ser cacheados se les ordenó subir al camión. Poco después el que daba las órdenes detuvo de nuevo la marcha, dijo a Antonio Prior que se bajase y le ordenó que

se volviese de espaldas, disparándole seguidamente, cayendo al suelo y volviéndole a disparar otra vez ya caído en el suelo, ordenando marchar enseguida al camión, [y] ordenando parase nuevamente después de un rato de marcha; ordenando el mismo Sr. al declarante que se bajase, lo que efectuó, pero suplicando que no lo matase, viendo el declarante que un auto particular se paraba detrás del camión oyendo que del mismo salió una voz que dijo: «¿Qué vas a hacer? Ese muchacho es de estos manchones». Por lo cual el Sr. que encañonaba al declarante se detuvo, no disparándole y ordenándole al dicente que marchase a su casa, lo que efectuó, ignorando el dicente quién fuera el Sr. que le salvó la vida.

Joaquín Prior Ruiz, el padre, manifestó en su declaración de día 1 de agosto que vio todo de lejos, desde la choza pero que sólo cuando pasó el camión y un coche negro que le seguía se acercó a la carretera, pudo comprobar que la víctima era su hijo. Lo trasladaron a la choza todavía con vida, pero murió inmediatamente. Ese mismo día se realizó la autopsia, se inscribió la defunción en el Registro Civil y se comunicó el hecho al encargado del Cementerio para el enterramiento del cadáver. El disparo mortal le entró por el omóplato izquierdo y le salió por la tetilla izquierda. Por la inscripción, en la que consta que la muerte se debió a «hemorragia por heridas de arma de fuego», nos enteramos de que Antonio Prior Salvatierra, natural de Utrera, tenía diecinueve años.

El día 2 de agosto el Juez de Dos Hermanas, José Muñoz Doval, envía las diligencias practicadas al Juzgado de Instrucción del Partido de Utrera, quien las dio por recibidas el día 6. En el siguiente documento del sumario, un auto de día 29 del mismo mes, se lee:

Resultando de este sumario que el día treinta y uno de julio último fue agredido por elementos armados en término de Dos Hermanas con motivo del movimiento revolucionario, el vecino de dicho pueblo Antonio Prior Salvatierra, recibiendo heridas que le causaron la muerte.

Considerando que declarado el estado de Guerra en este Territorio con motivo de dicho movimiento revolucionario, según el Bando de la Autoridad Militar publicado en el Boletín Oficial de esta provincia de veintinueve de julio pasado, corresponde conocer del hecho de autos a dicha Jurisdicción.

S. S. por ante mí el Secretario dice: que debía inhibirse y se inhibía del conocimiento de este sumario a favor de la Jurisdicción de Guerra, y una vez firme esta resolución remítase el sumario original al Exmo. Sr. General de la Segunda División Orgánica para su continuación, previa consulta del auto con el Excmo. Sr. Fiscal de esta Audiencia.

Con fecha 31 de agosto la Fiscalía de la Audiencia de Sevilla se inhibe a favor de la Jurisdicción de Guerra. El registro de entrada en la Fiscalía Jurídico Militar es de 5 de septiembre. En el informe sobre competencia de la causa el fiscal militar dice «como el hecho se halla [sic] relacionado con las operaciones de guerra y se encuentra comprendido en el Bando dictado por el Excmo. Sr. General de la División, entiende esta Fiscalía que deben ser aceptadas las actuaciones que pasarán a un Juez de la Plaza…». El juez designado fue el capitán de Infantería Manuel Merchante Merchante y como secretario el brigada de Caballería Juan Becerra Gago. El primero en volver a declarar fue Diego Prior Moreno, el primo de Antonio Prior, que se ratificó en su declaración anterior. A la pregunta sobre a qué motivo cree que se debió la muerte de su primo, Diego Prior responde que sólo puede decir que Antonio «era bueno», y cuando se le inquiere sobre si su primo tenía ideas extremistas dice que todos los trabajadores de la finca habían sido obligados a afiliarse a la CNT, «no pudiendo afirmar si tenía su primo ideas extremistas».

Luego tocó al padre, Joaquín Prior Ruiz, quien preguntado sobre quiénes cree que fueran los que causaron la muerte a su hijo responde que «cree que eran soldados y que entiende que el camión venía de los cuarteles de Pineda». Preguntado que a qué Cuerpo pertenecían los soldados dice «que lo ignora pero añade que el coche que venía detrás de ellos lo ocupaban falangistas que el dicente cree [que] eran del Barrio “La Salud” e iban mandados por un tal Felipe de la Venta, que vive en la venta del mismo nombre, el cual le consta que fue el que evitó diera muerte la tropa al llamado Juan Domínguez». Luego el Instructor pregunta si éste o su hijo «usaban ordinariamente armas», a lo que contestó que su hijo «nunca usó armas y menos en aquellos días». Cuando los militares preguntan que a qué cree se debió la muerte de su hijo, Joaquín Prior responde que no puede decirlo y que eso es lo que él querría saber. Finalizó su declaración haciendo constar que de los detenidos con su hijo, José Roldán y los conocidos como «El Chapalín» y el «Niño Chico» fueron conducidos en el camión a Sevilla, de donde regresaron a los pocos días.

El 23 de septiembre declaró Felipe García Oña, el de la venta. Era uno de los falangistas que iban en el coche negro tras el camión. Según dijo perseguían a los dirigentes de la barriada de Bellavista. No vio detener a Prior y sus compañeros porque el polvo que levantaba el camión, a unos cuarenta o cincuenta metros, se lo impidió. Pero sí vio cómo poco después se detenía el camión y «un alférez de Caballería llamado Antonio Gallego Piedrafita ordenaba que bajara uno de los detenidos y hacía fuego sobre él». Luego García observó cómo el alférez ordenaba a otro de los paisanos que bajara. Vio que hablaban algo y cuando el alférez se disponía a disparar, le dijo «no matarle que es de estos manchones y es bueno, por cuyo motivo lo dejó en libertad dicho alférez». El Instructor insistió de nuevo en que si los paisanos llevaban armas, pero sólo obtuvo por respuesta que «sólo vio que al llegar a la altura del Coperuelo detenían las fuerzas del camión a unos seis o siete paisanos, colocándolos boca abajo, ignorando si posteriormente fueran cacheados en el Cuartel». Finalmente, al ser preguntado sobre el fallecido, el ventero falangista dijo que por las referencias que tenía «era un muchacho de inmejorable conducta».

La declaración de José Pérez «Chapalín» ese mismo día, convenientemente orientada por el Instructor, introdujo un elemento nuevo al hablar, pese a haber dicho que en la posición que iba no podía ver a nadie, de la posibilidad de que Antonio Prior, al molestarle una bicicleta que llevaban en el camión, moviera la cabeza dando lugar con ello «a que el Oficial lo creyera un movimiento de resistencia o de fuga por lo que tomó aquella determinación». También se tomó nueva declaración a José Domínguez Mejías, que se ratificó en lo dicho y al ser preguntado si existió interrogatorio, discusión o altercado que explicara la determinación del oficial dijo que «él no oyó en absoluto nada, que el Oficial sólo dijo “manos arriba” y les cacheó no encontrándoles armas, que después de esto subieron al camión colocándose boca abajo, parando a poco y oyendo al Oficial que decía “ése de la gorra negra que baje” y “vuélvase V. de espaldas”, oyendo después dos disparos». El Instructor pregunta una vez más «qué ideas políticas tenía el muerto y qué conducta observaba» y escucha que como todos estaba obligado a estar afiliado a la CNT y que «su conducta era buena y que era honrado y trabajador».

José Roldán, de cuarenta y dos años, otro de los compañeros de Antonio Prior, contó exactamente lo mismo, con la única novedad de que cuando el alférez ordenó bajar al Juan Domínguez éste «comenzó a decirle que qué iba a hacer con él, que él era de aquellas huertas y era un buen hombre, llegando en aquel momento un coche que iba detrás ocupado por falangistas y en el que iba un tal Felipe García, el cual dijo al Oficial que era un hombre bueno y vecino de aquellos manchones, dejándole entonces libre el Oficial para que volviera a su casa». Cuando el Instructor vuelve a preguntar si algunos de los detenidos llevaba armas, Roldán contesta negativamente, y a la pregunta de si medió algún altercado o discusión entre ambos responde que lo único que oyó fue decir al alférez: «ése de la gorra negra que baje». En cuanto a la militancia en las filas extremistas de Prior, verdadera obsesión del Instructor, José Roldán se limitó a decir que era «un hombre honrado y pacífico que no salía nunca de su casa y no se apartaba de su trabajo».

El 24 de septiembre declararon varios de los que iban detenidos en el camión, caso de Rafael Alcucer Gómez, de veintiséis años, que dijo que no recordaba bien lo sucedido «por ir boca abajo y con bastante miedo»; José León franco, de treinta y cuatro años; Joaquín León Gómez, de cuarenta; José Pérez Sánchez, de treinta y un años, quienes mantuvieron lo mismo que los demás.

Cuando el Instructor intentó el 23 de septiembre que compareciera el alférez Antonio Gallego Piedrafita, obtuvo por respuesta que no podía por encontrarse su escuadrón operando en Antequera. Y cuando envió un telegrama a Antequera, se le dijo el día 27 que Gallego se encontraba ya en el Cuartel General de Varela en Talavera de la Reina.

El 23 de septiembre prestó también declaración uno de los falangistas del coche negro, Antonio Segura Urbano, contratista. Este dijo que tenían información de que los huidos de Bellavista andaban por el Coperuelo y que fueron requeridos por el alférez para ir en su busca. Segura habló de que dos de los detenidos eran «anarcosindicalistas peligrosos» —Miguel Rodríguez del Sur y Miguel Crespillo, que acabaron en el barco-prisión Cabo Carvoeiro— y mantuvo, pese a ir en el coche, que Antonio Prior se levantó antes de que el alférez ordenara detener el camión. También contó que intercedió junto con el ventero para que el alférez no matara al segundo paisano porque el padre de éste, que andaba cerca, se lo pidió.

El 15 de octubre se solicitó de nuevo que compareciera el ya teniente Antonio Gallego Piedrafita. Unos días después, el 26 de octubre, por disposición de la Autoridad Judicial, la instrucción del sumario pasó a manos del capitán de Infantería Ildefonso Pacheco Quintanilla y, sin que se hiciera nada nuevo, el 16 de noviembre el Auditor Bohórquez ordenó que la causa pasase al abogado afecto al Cuerpo Jurídico Ángel Doménech Romero. El 14 de noviembre se envió un exhorto a Illescas para que lo cumplimentara Gallego Piedrafita, pero cuatro días después se recibió la comunicación de que el teniente ya no se encontraba allí. Desde el Cuartel de Caballería se le comunicó de nuevo que Gallego Piedrafita pertenecía al Cuartel General de Varela. El 6 de diciembre el abogado Ángel Doménech, revistiendo los hechos indicios racionales de delito, propone que el procedimiento previo se eleve a causa y lo entrega a la Auditoría de Guerra. Con fecha 18 de diciembre el Auditor Bohórquez ordena que la causa pase al comandante Luis Pastor Coll, quien designó como secretario al alférez de Infantería Fructuoso Delgado Hernández.

El 8 de enero prestó declaración, tras larga búsqueda, uno de los chóferes del camión, Manuel Arquellada Barbero, de veintiséis años. Recordó que le obligaron a llevar el camión a primeras horas de la tarde y mencionó a los que se montaron: el alférez, el brigada Javier Sánchez Dalp Marañón, el sargento Ramón Palomo Cuenca, un paisano llamado José Canales y tres soldados más. Arquellada no sabía nada de Antonio Prior, centrándose su declaración en la etapa del recorrido en que pasaron por la barriada de La Salud. Recordó la detención de un joven de dieciséis o dieciocho años y la de una mujer de unos treinta y cinco, a los que el alférez liberó después. Sí recordaba que antes de regresar al cuartel, sobre las cinco de la tarde, prendieron fuego con gasolina al Ateneo que existía en la barriada mientras Sánchez Dalp hacia disparos al aire para evitar que la gente se acercara.

Más interesante fue la declaración de Miguel Rodríguez del Sur, el «anarcosindicalista peligroso» antes aludido. Éste narró el asesinato de Antonio Prior y la parada posterior tal como los demás, pero continuó el relato. Llegaron al cuartel sobre las ocho y media. En el camión iban nueve hombres y una mujer. Bajó el alférez y al rato volvió a subir, dirigiéndose el camión hacia la Prisión Provincial, pero como no había sitio el camión marchó hacia la Comisaría de Jáuregui, donde fueron ingresados. Unos días después él y Miguel Crespillo fueron trasladados al barco-prisión, donde permanecieron cuatro meses. Éste declaró que yendo en el camión vio cómo uno de los detenidos levantaba la cabeza al pasar junto a unas chozas, tras lo cual el alférez detuvo el camión, dijo «el de la gorra negra que baje», le ordenó que se pusiera de espaldas y lo mató.

En una nueva declaración de 13 de enero, el falangista Antonio Segura Urbano dijo que en el coche iban entre otros él y su hijo Antonio Segura Pisos, Felipe García Oña y su hijo Felipe García Martínez y una mujer conocida por «La Sillera», todos los cuales vieron perfectamente cómo el alférez disparaba con su mosquetón a Antonio Prior. A finales de ese mes la instrucción se dilata preguntando a quienes nada saben. Mientras tanto sigue intentándose localizar al alférez, quien por fin el 18 de enero de 1937 responde a las preguntas del exhorto. Para entonces, Antonio Gallego Piedrafita, natural de Siétamo (Huesca), teniente de Caballería y Jefe de los Servicios de Información de la agrupación de columnas del general Varela, se encontraba en Yuncos, desde donde respondió al breve cuestionario. A la pregunta clave sobre el paisano muerto y las causas que para ello hubiera dijo:

Que únicamente recuerda de cierto individuo, cuyo nombre desconoce, que intentó huir, y como no depusiese su actitud a las voces de alto que se le dieron, para evitar su huida, fue muerto en las inmediaciones del camino, de cuyo hecho dio cuenta a sus Jefes al regresar al Cuartel…

Y a continuación, en consonancia con la respuesta anterior, negó que por mediación de los falangistas hubiera perdonado la vida a otro de los detenidos. A finales de enero la instrucción pasó a manos de un nuevo Instructor, el comandante de Infantería Ramón de la Calzada Bayo.

En febrero fue localizado por fin el chófer del camión, el soldado Antonio Carvajal Suárez, de veintiséis años. Declaró haber oído al alférez ordenar a alguien que bajara y luego los disparos. También escuchó las voces que salvaron al segundo que bajó del camión. Dijo «no conocer el nombre del joven que fue muerto como tampoco las causas que indujeran al Oficial de referencia a tomar tal determinación».

El Instructor presentó su informe el 22 de febrero de 1937. Según se leía en él, se decretaba el procesamiento y prisión del teniente Antonio Gallego Piedrafita. El auto fue enviado al Auditor y al fiscal de la División, al Regimiento de Caballería Taxdir y a la Delegación Gubernativa de Andalucía y Extremadura, ya entonces representada por el guardia civil Santiago Garrigós Bernabeu. De los informes que éstos envían al Instructor vale la pena detenerse en el que el coronel José Alonso de la Espina, del Regimiento de Caballería al que pertenecía Gallego Piedrafita, envía el 4 de marzo de 1937:

… le comunicó que [el 31 de julio] no le fueron designados ningunos servicios [sic], si bien los prestó por tener conocimiento de que elementos extremistas y peligrosos se encontraban huidos y que merodeaban cerca de la barriada donde vivía, deteniendo a algunos de ellos… Por último me permito informar que el Oficial de referencia prestó en este Cuerpo desde el inicio del Movimiento valiosos servicios a la causa, formó parte de unidades que contuvieron la rebelión y por último fue agregado al Cuartel General del Excmo. Sr. D. José Varela.

Ya desde Sevilla, el 30 de marzo de 1937, el teniente Antonio Gallego Piedrafita responde a la declaración indagatoria. En esta ocasión nuevamente vuelve a decir al ser preguntado por los detenidos que «uno de ellos, sin saber cuál fuera su nombre, trató de huir por lo que el dicente se vio obligado a tener que hacer uso del arma que portaba y disparar sobre él». El Instructor eleva informe al Auditor el 30 de marzo de 1937, pero en esa misma fecha el fiscal ordena tomar declaración a quienes acompañaban al procesado. Con fecha 29 de marzo se ordena la detención y conducción a prisión del teniente Gallego Piedrafita, quien el 1 de abril recuerda los nombres de los testigos: el forjador Vicente San Segundo Miján, el sargento de trompetas José Herrero Guerrero, el soldado Antonio Rayo, el cabo Joaquín Pardo Gómez, todos ellos del regimiento de Caballería, y Leopoldo Parias Calvo de León, «hijo del Gobernador actual de esta capital que casualmente pasaba por el lugar de los hechos presenciando lo ocurrido». Sobre Antonio Prior repitió que, tras saltar del camión, le dio dos o tres veces el alto y «como no obedeciera se vio obligado a disparar contra él». Para San Segundo, Herrero, Pardo y Rayo, Prior, «uno de los extremistas de la barriada de Bellavista», huyó y el alférez tuvo que disparar después de darle varias veces el alto.

La más original es sin duda la declaración de Leopoldo Parias, de treinta años, uno de los hijos del gobernador colocado por Queipo. Aunque dice que iba en coche tras el camión y que pudo ver lo ocurrido, no queda claro si Parias iba en el coche negro. Desde luego vio lo mismo que los anteriores. Lo original fue que preguntado, sin venir a cuento, «por la actuación desde la iniciación del Movimiento Nacional del aludido Oficial», declaró:

Que le consta por haber sido testigo presencial, que dicho alférez desde el primer día de iniciado el Movimiento ha prestado valiosísimos servicios en la sofocación de la rebeldía mostrada por núcleos grandes de marxistas de esta localidad, tales como los servicios prestados en los barrios de San Bernardo y San Julián de esta Capital, puntos éstos como de rumor público se sabe fueron los principales donde los rebeldes se hicieron fuertes. Asimismo le consta que este Oficial a las órdenes del Excmo. Sr. General Varela ha practicado iguales meritorios servicios en todos aquellos puntos en donde el citado General ha tenido que operar.

Con fecha 1 de abril el instructor Ramón de la Calzada eleva nuevo informe en el que mantiene que aunque el procesado disparó e hirió a uno de los detenidos, el hecho se debió a que éste se dio a la fuga. Para el Auditor Bohórquez estaba claro: Antonio Prior Salvatierra, persona sospechosa y desafecta al Glorioso Movimiento Militar, «se arrojó por la trasera del vehículo y emprendió rápida la huida, por lo que el citado Oficial, al objeto de evitar la misma, le dio repetidas voces de alto y como dicho sujeto no se detuviera en su carrera, viose en la necesidad de hacer fuego contra el mismo…». Gallego Piedrafita «se vio precisado a hacer uso de su arma para evitar la fuga del detenido, versión que por otra parte confirma la dirección de las lesiones de la víctima, por lo que, estimando el Auditor que suscribe que en el presente hecho concurre en el Oficial procesado la eximente n.º 11 del art. 8 del Código penal ordinario acuerda el sobreseimiento definitivo de la presente causa…». Unos días después, el 7 de abril, Queipo estampaba su firma.

Este inusual sumario permite contemplar los pasos perdidos de un crimen que debía quedar impune, desde los días en que las leyes aún funcionaban hasta aquéllos en que los militares golpistas imponían ya su voluntad. Y sus burdos procedimientos: los cambios de Instructor —¡cinco instructores en poco más de un año!—, su manifiesta tendenciosidad y un absoluto desprecio hacia los testigos favorables para el procesado. A partir del momento en que los militares toman el caso, todo le favorece a éste y nada a la víctima. La propia evolución del sumario desde el Juez de Paz hasta el último Instructor representa un escándalo. Todo el sistema estaba al servicio del golpe y del crimen. Antonio Gallego Piedrafita tenía cuarenta años cuando asesinó a Antonio Prior Salvatierra. Sirvió al general golpista José Enrique Varela Iglesias durante toda la guerra, primero como secretario particular y más tarde como administrador de su Cuartel General[2].

1 DE AGOSTO: DOS MUERTOS EN LA CARRETERA DE ALCALÁ (Dos Hermanas)

Este sumario, incompleto, fue el único motivado por una denuncia, la de la esposa de una de las víctimas. Indudablemente se encontraba en buena posición o bien relacionada cuando pudo hacerla. El resultado, sin embargo, era previsible.

Auditoría de Guerra de la 2.ª División.

Negociado de Justicia.

N.º 1877

Excmo. Sr.

Tengo el honor de manifestar a V. E. para su superior conocimiento, se instruye causa en la Plaza de Sevilla que ha sido registrada al n.º 264 por hallazgo de cadáveres en las inmediaciones de Dos Hermanas.

Dios guarde a V. E. muchos años.

Sevilla 22 de septiembre de 1936.

El Juez Instructor fue el comandante de Infantería Luis Pastor Coll y el secretario el alférez del mismo cuerpo Fructuoso Delgado Hernández. Ellos fueron los encargados de averiguar los autores de la muerte de los vecinos de Dos Hermanas Secundino Aparcero Millán, de profesión practicante, y del factor Juan Cárdenas Cámara, cuyos cadáveres fueron encontrados el 1 de agosto en el kilómetro cuatro de la carretera de Dos Hermanas a Alcalá de Guadaña, en la Hacienda de la Estrella. La esposa de Aparicio, Rosario Hidalgo, había declarado que sobre las diez de la mañana del 28 de julio se presentaron en su casa cuatro falangistas con órdenes del nuevo alcalde de detener a su marido, al que condujeron a la cárcel, donde ella le llevó la comida los días posteriores. El 1 de agosto una mujer le dijo que su marido ya no estaba en la cárcel, asegurándole que lo habrían llevado a Sevilla. Marchó inmediatamente a la ciudad y recorrió sus prisiones sin que nadie le resolviera sus dudas y temores.

De vuelta a Dos Hermanas su cuñado le informó que a Secundino Aparcero lo habían sacado de la cárcel y conducido en dirección a Alcalá, donde poco antes de llegar lo habían asesinado. Conocía al chófer del coche, al servicio de los falangistas de Dos Hermanas. Dicho chófer, Juan Blanco, tuvo que declarar, manifestando que ni hizo tal servicio ni conocía a los asesinados, cuyas fotografías le mostraron. Luego declararon los que habitaban la Hacienda de la Estrella, que dijeron que ni oyeron nada ni vieron a nadie salvo a los muertos al día siguiente. Después vino el alcalde, quien afirmó que no dio orden alguna contra el citado practicante ni confió tal servicio a falangista alguno, «por lo que estimando ya este Juzgado sin objeto su comparecencia por aparecer contestado el extremo acerca de los cuales iba a ser interrogado, desiste de tomarle declaración». La familia de Cárdenas no declaró porque según el alcalde se encontraba fuera. Los que efectuaron la detención tampoco declararon. En este punto el Instructor, «no habiendo sido posible llegar a conocimiento cierto de quién o quiénes fueran los autores de la muerte de los citados paisanos», envió la información al Auditor Bohórquez Vecina, quien decretó el sobreseimiento provisional de la causa. Era el 18 de noviembre de 1936.

Vistos estos casos habremos de concluir en que la verdadera función de la Justicia Militar parecía ser precisamente impedir por todos los medios que ninguno de estos hechos fuese resuelto, o lo que es lo mismo, la todopoderosa Justicia Militar resultante de la sublevación tenía por fin suplir a la verdadera Justicia y adaptar los contenidos jurídicos a la estrecha realidad impuesta por el propio golpe. Las víctimas producidas en la ocupación de ciudades, caso de Sanlúcar y Huelva, son consideradas como víctimas accidentales habidas en acción de guerra y sobre cuyo final no cabe plantear responsabilidad alguna. Pese a todo, estas actas de levantamiento de cadáveres fueron excepcionales. Por su parte, los casos de Sevilla, Cádiz y Dos Hermanas son muy diferentes. De entrada, eran investigaciones no deseadas: ¿qué hubiera ocurrido si hubiera habido que instruir diligencias por cada cadáver aparecido en las provincias ocupadas? Es por esto por lo que casi desde que los golpistas entran en acción surgen, como por generación espontánea, los camiones encargados de transportar los cadáveres y se abren grandes fosas para inhumarlos. En Huelva llegaría a ser famoso el camión de Mascaros, requisado a un conocido bazar de la ciudad y que se utilizaría tanto para el transporte de detenidos como para la conducción de cadáveres a las fosas del Cementerio de la Soledad. El encargado de la limpieza diaria del camión era un sujeto apodado «El Perro», que cobraba según el número de cadáveres, número que alguien se encargaba de reflejar día a día en un recibo y que debía ser abonado por el propio Bazar Mascaros. «El Perro» cobraba veinticinco céntimos por cadáver. En algunos lugares, en sintonía con el humor macabro irradiado desde el micrófono por Queipo, el vehículo que transportaba los cadáveres pasó a ser denominado «el camión de la carne».

Por diversas razones de carácter práctico, la mayor parte de la represión fue canalizada hacia los cementerios, en cuyos muros y fosas fueron asesinadas y enterradas miles de personas. En ciertos casos, como Badajoz en los días siguientes a la ocupación, la imposibilidad de absorber tan gran cantidad de cadáveres y los peligros que representaban para la salud pública, llevaron a las autoridades golpistas a apilarlos y prenderles fuego. En otras ciudades como Sevilla y Huelva las grandes fosas abiertas requerían el uso diario de cal viva y otros productos similares hasta que al llenarse se decidía la apertura de una nueva fosa. Los pasos legales obligados desde la aparición de un cadáver hasta su inhumación, salvo excepciones donde la pura inercia mantuvo la rutina durante un tiempo, fueron abandonados inmediatamente. De esta forma, los Libros de Enterramiento de los cementerios se contentaron con reflejar el número de desconocidos que entraban diariamente, dejando en blanco la causa de fallecimiento o poniendo simplemente por disparos de arma de fuego. Estos desconocidos —estamos hablando de miles de personas— nunca preocuparon a la Justicia Militar, por lo que hemos de pensar que las diligencias abiertas en los casos antes comentados se debieron únicamente a que eran cadáveres fuera de lugar. En el caso de los de Sevilla es posible que fuese su estado de descomposición el que aconsejó la apertura de diligencias para su traslado al cementerio. En los de Cádiz y Dos Hermanas, sin embargo, fue sin duda la exhibición pública de los cadáveres y la intervención de la autoridad judicial civil y de personas relacionadas con las víctimas la que aconsejó la puesta en práctica de una serie de actuaciones vacías de contenido con objeto de conducir la información de manera que ninguno de los nuevos poderes saliese perjudicado.

El paradigma del nuevo estilo judicial-militar sería el caso antes mencionado del concejal socialista de Cádiz Federico Barberán Díaz, detenido el 18 de julio en el Ayuntamiento por los militares sublevados y cuyo cadáver aparece treinta días más tarde en una calle con dos tiros en la nuca. Un mes después, la misma autoridad militar que lo había detenido dos meses antes, sin importarle gran cosa la declaración del gobernador acerca de que Barberán murió a consecuencia de atacar a los que lo conducían detenido —«por cuya razón hubo necesidad de hacer fuego contra él»— decide cerrar las actuaciones sin declaración de responsabilidades «por no aparecer persona alguna responsable» y sin aludir en ningún momento a detención alguna. Es evidente que faltaba a la verdad el gobernador Valera, faltaba la prensa y faltaba el Juez Instructor, que además entraba en total contradicción con su colega el gobernador (militar retirado). Pero al fin y cabo ¿qué más daba?, ¿acaso interesaba la verdad a alguno de ellos?