2. Cadiz.

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Cadiz[1]

Toda España es un grito de guerra, todo el viento es consigna y es voz: ¡Españoles: limpiad esa tierra de las hordas sin Patria y sin Dios!

José María Pemán Pemartín

LAS AUTORIDADES GADITANAS: UN CONSEJO DE GUERRA INCONCLUSO

RECIÉN TOMADA LA CIUDAD el día 21 de julio se inició procedimiento contra diversas autoridades: el Gobernador Civil Mariano Zapico Menéndez-Valdés[2], el teniente coronel de Asalto Leoncio Jaso Paz, el capitán de Asalto Antonio Yáñez-Barnuevo Milla, el oficial de Telégrafos Antonio Parrilla Asensio, el presidente de Diputación Francisco Cossi Ochoa, el capitán de Fragata Tomás Azcárate García de Lomas y el secretario particular del gobernador Antonio Macalio Carisomo. Al establecerse posteriormente diferentes grados de responsabilidad, los tres últimos fueron juzgados en causa aparte. Los demás, Zapico, Jaso, Yáñez y Parrilla, todos ellos militares activos o retirados, fueron fusilados el 6 de agosto en el Castillo de San Sebastián tras juicio sumarísimo que les condenó a muerte nada menos que por «rebelión militar». Sólo contamos hasta ahora con el sumario de los tres restantes, Azcárate, Cossi y Macalio, que tuvo por Juez Instructor al comandante Joaquín Camarero Arrieta.

La primera declaración sorprendente la realizó el capitán Azcárate el día 25 de julio. Cuando fue preguntado qué hacía en el Gobierno Civil y por qué no se rindió, respondió que se encontraba a las órdenes del Gobernador y que

en ningún caso hubiera accedido a la intimación de rendición mientras que su inmediato Jefe que en aquel momento lo era el Gobernador de la Provincia, tanto más cuanto consideraba que el acto de la declaración de estado de guerra era ilegal ya que no había sido precedido de los trámites que la ley ordena.

El Instructor se debió quedar de piedra. El día 26 Cossi siguió la misma senda y cuándo se le preguntó si se hubiera rendido de saber que tal opción se había planteado, respondió que «hubiese exigido las condiciones legales que el caso requería». Antonio Macalio completó su declaración al manifestar que no se rindió «cumpliendo instrucciones telefónicas del ministro de Gobernación, que declaraba faccioso dicho estado de guerra».

El 28 de julio se dictó el Auto de procesamiento. El primer resultando acusaba a todos, empezando por el Gobernador, de negarse a rendirse, de hostilizar a «las fuerzas sitiadoras» y de declararse «en franca rebeldía», constituyendo todo ello «un delito de rebelión militar». Esa misma mañana se comunicó el auto a los acusados, advirtiéndoles de la posibilidad de recurrir y de poder nombrar el defensor que desearan, tanto civil como militar.

Las declaraciones indagatorias de los tres se realizaron ese mismo día. Tomás Azcárate, natural de San Fernando y de cuarenta y seis años, de estatura alta, cabello negro, frente despejada, cejas al pelo, ojos negros, nariz regular, boca regular, barba cerrada, de complexión robusta, no se reconoció autor del delito que se le imputaba y a la pregunta de si tenía algo más que añadir dijo: «que creía que el acto realizado por las tropas era ilegal y que oponerse a toda rebelión es virtud y deber de todo militar».

Francisco Cossi, natural de El Puerto y de treinta y siete años, de estatura regular, cabellos oscuros, frente despejada, cejas al pelo, ojos pardos, nariz regular, barba cerrada, de complexión regular, se consideró igualmente inocente, al igual que Antonio Macalio, natural de Cádiz y de treinta y tres años, de estatura alta, cabello negro, frente despejada, cejas al pelo y ojos pardos, nariz regular, boca pequeña, barba cerrada, de complexión fuerte. Las declaraciones de Azcárate desmontaban de raíz las bases teóricas de los golpistas no sólo al poner de relieve que el estado de guerra había sido declarado al margen de lo que la ley prescribía, sino que todo militar virtuoso y cumplidor de su deber se hubiera opuesto a él. Podemos imaginar cómo recibirían el Juez Instructor y el secretario semejantes declaraciones.

Entre el 30 de julio y el 1 de agosto recibieron informes de la Guardia Civil, de la Policía y de las nuevas autoridades civiles sobre Cossi y Macalio. Informes políticosociales que nos aclaran que el primero fue alcalde de Cádiz en abril de 1931 y el segundo pertenecía a Izquierda Republicana. Pero mucho más interesante que dichos informes, informes aberrantes en los que se aludía incluso a la vida privada de los citados, son los escritos de recusación del auto presentados por ambos el 30 de julio. Veamos primero el de Francisco Cossi, presidente de la Diputación de Cádiz:

Utilizando el derecho que la Ley me concede y sin entrar en consideraciones que serían totalmente estériles dentro de la anormal situación creada a espaldas y frente al Poder legítimo, entablo recurso de reforma contra el auto por el que se ha decretado mi procesamiento y prisión, para que tanto el uno como la otra queden sin efecto, por ser así de justicia y en mérito a las consideraciones que paso a concretar.

Exponía a continuación Cossi que si se encontraba en el edificio sitiado era exclusivamente por razón de su cargo y no a consecuencia de la declaración del estado de guerra, y resaltaba «lo absurdo, y hablo con el debido respeto», de su participación en la resistencia. Deducía entonces crudamente su nula participación en tal «rebelión militar», matizando que si tal delito había existido «no se ha realizado en estas circunstancias históricas y terribles porque atraviesa la Patria con mi cooperación». Finalmente, suplicaba que tanto el auto como la prisión preventiva quedaran sin efecto. Cossi y Macalio designaron como abogado defensor a Andrés López Gálvez.

Por su parte, Antonio Macalio mantenía en su escrito que no entendía cómo podía acusársele de rebelión militar «toda vez que no se ha alzado en armas ni contra el poder legítimo constituido en España ni contra ninguno otro poder sea o no legítimo, que esto no es del caso desentrañarlo, constituido en ninguna de sus provincias». El texto de Macalio no tiene desperdicio:

Hay en este caso Iltmo. Sr. Auditor, un tan extraordinario dislocamiento de conceptos y de hechos que si la ley es para castigar a los culpables y determinar los casos de transgresión de la misma, yo no sabría en estos momentos definir a derecha, si yo soy culpable dentro de esa Ley por la simple coincidencia de encontrarme al lado de quien, en estas circunstancias anormales, pretendía tenerla íntegramente, o por el contrario la culpabilidad, lejos de acompañarme, sólo corresponde de un modo exclusivo a quienes —yo no lo sé ciertamente— crearon una situación anormal contraria a la estabilidad jurídica preexistente, estableciéndose una nueva modalidad delictiva cual lo es, sin duda alguna, aquélla en que los que rompen la normalidad se erigen en jueces de los que venían sometidos y adultos a la misma.

Continuaba su tremendo alegato Antonio Macalio afirmando «que su deber no era sino cumplir las órdenes del Gobernador, que nunca fue depuesto, y que en tal menester pusieron sitio las fuerzas militares al edificio del Gobierno Civil e intentaron la rendición, estimándolas la primera autoridad civil de la provincia como elementos rebeldes, contrarios al poder legalmente constituido». Por último, antes de pedir la anulación del procesamiento, concluía diciendo

que no hay manera alguna, dentro de un orden jurídico rectamente aplicado, de mantener en mi contra las consecuencias de una revolución que, dicho sea con el más profundo respeto y dejando a salvo las que a V. S. I. corresponden, conculca abierta y absolutamente ese orden jurídico que a los primeros que debe merecer respeto es a los que ahora lo invocan en contra de los que trataban de mantenerlo íntegramente hace pocos días.

Si a las declaraciones de Azcárate sumamos las de Cossi y Macalio, podemos imaginar el curso que llevaba el proceso. Para colmo, el comisario de Policía Adolfo de la Calle declaró que ninguno de ellos utilizó armas y que, a partir de cierto momento, aconsejaron al gobernador la conveniencia de la rendición.

Luego, todo quedó en silencio, paralizado. El 6 de agosto la noticia del fusilamiento del gobernador y sus compañeros debió resultar muy dura para quienes como Cossi, Macalio y Azcárate los consideraban tan inocentes como ellos[3]. La petición de los acusados de fecha 30 de julio para que les defendiera el abogado gaditano Andrés López Gálvez fue neutralizada hasta el día 15 de agosto, ya con Valera Valverde en el Gobierno Civil en sustitución de Ramón Carranza. Al día siguiente se les tomó nueva declaración. Cossi y Macalio se reafirmaron en lo dicho; Azcárate, muy decaído ya, como muestra la evolución de su firma, tuvo que dar explicaciones de lo ya dicho, del carácter ilegal y violento de lo sucedido, y de que oponerse a toda rebelión es virtud y deber de todo militar. Afirmó entonces «que esas manifestaciones fueron hechas sólo por el ambiente y criterio que existía en las personas que estaban dentro del Gobierno Civil, no teniendo otros conocimientos de lo que en el exterior ocurría ni del carácter que el movimiento tenía por haber estado incomunicado». Era el día 16 de agosto de 1936. El siguiente documento del expediente salta a 30 de noviembre de 1937, y en él el Auditor Francisco Bohórquez solicitaba que la causa volviera a su instructor «a fin de que se acredite en la misma si a los acusados les fue aplicado el Bando de guerra o se manifieste su situación o paradero».

El 6 de diciembre fue nombrado como nuevo Juez Instructor el comandante Nicolás Chacón Manrique de Lara, que ese mismo día consultó al Gobernador Civil de Cádiz qué había sido de los encausados. La respuesta llegó el día 9, confirmándose lo evidente: «que les ha sido aplicado el Bando de Guerra». El último documento del expediente decide el «sobreseimiento definitivo de las actuaciones» por «el fallecimiento de los tres sujetos de referencia por haberles sido aplicado el Bando de Guerra de 18 de julio de 1936».

Aunque nunca se menciona la fecha en la que fueron asesinados, cabe imaginarla por otro documento ajeno al expediente. El 16 de agosto de 1936 Azcárate fue sacado del castillo de Santa Catalina y entregado a la Guardia Civil para ser trasladado al Cuartel de Infantería en compañía de otro militar, Antonio Muñoz Dueñas, el defensor del Ayuntamiento[4]. Es más que probable que todos ellos, Azcárate, Dueñas, Cossi y Macalio, desaparecieran ese mismo día. Queda sin embargo ese increíble consejo de guerra inacabado con sus excepcionales declaraciones, las cuales desmontaron de raíz las acusaciones de los golpistas[5]. Nos quedamos sin saber cómo hubiera sido el informe del Instructor, la composición del Tribunal, los argumentos de la Defensa, el desarrollo de la sentencia con sus considerandos y resultandos, la aprobación del Auditor, la designación de piquetes y de médico, los lugares de fusilamiento e inhumación, y la comunicación del hecho al Juzgado para su inscripción. Ni siquiera desde la perspectiva de la legislación impuesta por los vencedores, que exigía tales trámites en su totalidad, fue un fusilamiento[6]. Es decir, que lo que empezó siendo un Consejo de Guerra acabó siendo un caso más de «aplicación del Bando». Al fin y al cabo, puesto que tan ilegal era uno como otro y dado que el objetivo era el mismo, daba igual.

CADIZ, 19 DE AGOSTO

El 19 de agosto de 1936 los vecinos de la calle Fernando García de Arboleya encontraron un cadáver irreconocible al salir de sus casas.

Tenía dos orificios en la nuca con salida por la cara. Alguien llamó a la Policía y al Juzgado. Al registrar en los bolsillos encontraron una tarjeta de identidad a nombre de Federico Barberán Díaz, una factura del Hotel Bellas Artes de Madrid del día 14 de julio por una semana de estancia, una foto tipo carnet en la que aparecía una mujer, varios papelitos con notas manuales de nombres y direcciones y una estampa de primera comunión del año 1929 donde se leía: «A mi hermanito en el día más feliz de mi vida». Otro documento informaba de que Barberán, natural de Algeciras, era funcionario del Instituto Provincial de Higiene y Secretario Judicial.

El cadáver fue trasladado de inmediato al cementerio para practicarle la autopsia. Paralelamente el Juez solicitó su inscripción en el Registro Civil, lo que se llevó a efecto el día 20 de agosto, constando que falleció a las siete horas del 19 a consecuencia de hemorragia bulbar traumática. Ese mismo día 20 pudo leerse en el ABC de Sevilla la noticia siguiente:

Por hacer resistencia e intentar fugarse cuando era conducido detenido a la Comisaría es muerto a tiros un peligroso extremista. Cádiz. Manifestó el Gobernador a los reporteros que el día anterior fue detenido en esta capital el secretario del partido socialista Federico Barberán, que cuando era conducido a la Comisaría de Vigilancia opuso resistencia a la fuerza que lo conducía, a la vez que intentaba fugarse, por cuya razón hubo necesidad de hacer fuego contra él, matándolo.

Esto quiere decir que, dada la intervención del Juzgado, la autoridad golpista se vio en la necesidad de justificar el asesinato de Barberán. De todas formas, tal como estaba prescrito, el Juzgado pasó inmediatamente el expediente a la autoridad militar, que el 18 de septiembre decidió cerrar las actuaciones sin declaración de responsabilidad por no aparecer persona alguna responsable.

Así hubiera quedado éste tan parco como peculiar expediente, ubicado inicialmente en otro apartado de este trabajo, de no haber accedido a la Causa 47/1936 gracias a la amabilidad del investigador gaditano Fernando Romero, causa instruida por supuesto delito de rebelión militar con motivo de los sucesos ocurridos en el Ayuntamiento de Cádiz y que veremos a continuación.

OTRAS AUTORIDADES CIVILES

Si escasa fue la resistencia habida en el Gobierno Civil, menor aún fue la ofrecida desde el Ayuntamiento. Ante la delicada situación, el gobernador Mariano Zapico decidió enviar allí en funciones de delegado a Antonio Muñoz Dueñas, militar retirado y exjefe de la Guardia Municipal. A él se unieron Rafael Madrid González, alcalde en funciones por ausencia del titular Manuel de la Pinta Leal, varios concejales y empleados, unos treinta guardias y un grupo de ciudadanos, entre los que cabría destacar al relojero comunista Francisco Rendón San Francisco, que ofrecieron su ayuda a las autoridades republicanas. En total habría unas cien personas. En las horas siguientes, y encastillados en el Ayuntamiento, pudieron observar todas las maniobras efectuadas por los golpistas y, como colofón, la llegada de los Regulares, que en dos hileras partieron en primer lugar hacia el Gobierno Civil y, poco después, hacia el propio Ayuntamiento. Cualquier disparo efectuado desde allí fue contestado de inmediato con ráfagas de ametralladora. «Hombre, no tirar que nosotros no le tiramos a ustedes», dijo un soldado a uno de los guardias municipales. Como dijo Muñoz Dueñas durante el proceso: «Nunca pasó por mi imaginación ni agredir ni resistir a la fuerza del Ejército». El Ayuntamiento cayó sin resistencia sobre las siete horas del domingo 19 de julio, pasando a diversas prisiones todos los detenidos.

Diez días después la justicia militar inició actuaciones sobre estos hechos. Sería la Causa 47 del Juzgado Militar Permanente de la Base Naval, un tipo de investigación que no volveremos a encontrar en las demás ciudades objeto de estudio. Se abre con el informe del teniente de Infantería Antonio Romero del Castillo, jefe de las fuerzas que realizaron la operación, informe al que sigue una larga relación de declaraciones con las que se intentó dilucidar quiénes estuvieron en el Ayuntamiento, quiénes habían tenido armas y quiénes las habían utilizado. Todo ello en el tiempo récord de cuatro días. Mas no debió quedar satisfecho el Auditor Bohórquez cuando unos días después la devolvió de nuevo al Instructor, el capitán Cipriano Briz González, con objeto de que la continuase y que excluyese de ella en causa aparte a Francisco Rendón, sometido a juicio sumarísimo y fusilado unos días después[7]. El día 14 de agosto, a petición del Instructor, el nuevo alcalde Ramón Carranza envió la relación completa de quienes componían el Ayuntamiento gaditano el 18 de julio. De sus cuarenta miembros, catorce eran de Izquierda Republicana, once del Partido Socialista, ocho de Unión Republicana, tres del Partido Comunista, dos sindicalistas y dos de derechas. Los interrogatorios realizados desde entonces a concejales, hubieran estado o no en el Ayuntamiento, mostraban claramente que lo que empezó siendo el enjuiciamiento de la rebelión militar de los detenidos del día 19 en la Plaza de la República se estaba convirtiendo en el enjuiciamiento de la corporación republicana. Un informe del 16 de agosto constata que los concejales Bernardino Jiménez del Moral (PSOE), Manuel Ruiz de los Ríos (IR) y José Miranda de Sardi (Sindicalista) ya habían desaparecido. De todos modos, fue el asesinato de Antonio Muñoz Dueñas el 16 de agosto el hecho que hizo visible a todos el camino que se iba a seguir. No faltaron en esos momentos terribles denuncias realizadas por conocidos monárquicos:

… que D. Rafael Madrid, antiguo empleado de D. Guillermo Supervielle, en unión del exdiputado a Cortes D. Guillermo Aguado de Miguel y D. Antonio Macalio, y el inquilino de la finca de D. José Serrano de la Jara, han sido los tres dirigentes de la organización electoral de Izquierda Republicana, siendo peligrosísimos los concejales Alonso Peña Hidalgo, Florentino Oitaben y Federico Barberán.

Cada uno de los concejales hubo de buscarse avales para evitar lo que parecía inminente. La mayoría de ellos, en los interrogatorios a que fueron sometidos, se vio en la necesidad de exponer justificaciones y excusas de todo tipo; otros nada pudieron hacer. El 18 de agosto el viejo Carranza comunicaba como alcalde al Instructor que el concejal Juan Camerino Benítez, «según noticias, ha fallecido». Y sólo unas horas después aparecía arrojado en una calle y con dos tiros en la nuca el concejal socialista Federico Barberán Díaz. El asesinato de estos concejales coexistió con la muerte de otras personas detenidas en las mismas circunstancias, caso de alguno de los paisanos detenidos en el Ayuntamiento o en sus alrededores como Rufino Pichaco García, secretario de las Juventudes Socialistas de Cádiz. Otro que se vio en grave situación fue el jefe de la Guardia Municipal, Manuel Baras Artés, acusado de obedecer a las autoridades legales y de desarmar a varios guardias. Un oficio municipal de 11 de agosto informa de que otros dos concejales más, Santiago Fernández Peculo y Rogelio Milán del Río, han «fallecido».

Sumido el proceso en tediosas averiguaciones sobre el origen y destino de las armas de la Guardia Municipal y en las angustiosas declaraciones de los concejales, el día 1 de octubre la autoridad militar ordenó que todos los procedimientos que instruía el Juzgado Especial fuesen entregados al Juzgado Permanente, nombrándose entonces como nuevo Instructor al capitán Ángel Fernández Morejón. Éste siguió con los interrogatorios sin aportar novedad alguna hasta que dio la orden de busca y captura del concejal socialista y tipógrafo Antonio Periñán González, y la del concejal de Izquierda Republicana José del Corripio Rey. Éste, que ya había sido detenido y que pudo justificar entonces su presencia en el Gobierno Civil por haberse encargado de la familia del gobernador Zapico, no pudo soportar la nueva detención y se arrojó a un patio interior de la casa de su madre en la calle Columela. Herido, fue trasladado al Hospital Mora. Su futuro era incierto: el comisario Adolfo de la Calle, al servicio de los golpistas desde que salió del despacho de Zapico, lo definió a mediados de noviembre como «un caracterizado político de izquierdas». En ese momento se aportaron al proceso las abjuraciones de la masonería del concejal Corripio Rey y de Manuel Baras Artés:

[que] abjuro de la masonería y que ingreso en el seno de mi madre la Iglesia Católica de donde jamás debí separarme y en cuyos brazos quiero vivir y morir santamente (Sello de la Vicaría General del Obispado de Cádiz).

Habiendo pertenecido a la masonería de la que estaba alejado desde algunos años, declaro o juro haberme separado de ella ingresando en el seno de la Congregación Católica, y al amparo de la Santísima Virgen, para la tranquilidad de la conciencia. Castillo de Santa Catalina (Sello igual al anterior).

De nada les valdría humillarse ante la insaciable y todopoderosa Iglesia católica.

El proceso se desvaneció en aquellos días de noviembre volviendo a resurgir en los primeros días de abril de 1937, momento en que los sublevados decidieron pasar del asesinato por Bando de Guerra al asesinato por Consejo de Guerra. El nuevo Juez Instructor sería el comandante Nicolás Chacón Manrique de Lara, a quien ya vimos en la fase última de la farsa de Azcárate, Cossi y Macalio. Chacón solicitó en mayo informes sobre diecinueve de los encausados al Castillo de Santa Catalina, a la Prisión Provincial, a la Alcaldía, a la Guardia Civil, a la Policía y al Gobierno Civil. Sólo se recibieron dos respuestas útiles. La Prisión Provincial enumeró a los que no habían pasado por ella: Muñoz Dueñas, Jiménez del Moral, Barberán, Miranda de Sardi, Camerino, Oitaben y Rodríguez León, todos ellos desaparecidos. Informaba, sin embargo, de que Rafael Madrid González, José Santandreu Paleteiro y Francisco Campos Milán pasaron a la Prisión del Puerto el 16 de noviembre, Antonio Marchante Carrasco el 17, Manuel Baras Artés y José del Corripio Rey el 18, y Emilio García Rodríguez y Luis García Pérez Martel el 21. Aparte de ellos se mencionaba a Rogelio Milán del Río, conducido a otro lugar el 7 de agosto, y a Manuel Molina Ledo, trasladado al Puerto el día 26. Unicamente Antonio Benítez Utrera permaneció en la Prisión Provincial. No obstante, sólo unos días después se informó desde la Prisión del Puerto de Santa María en el sentido de que ninguno de esos detenidos se encontraba allí. Fue un oficio del Gobierno Civil de 26 de julio de 1937 el que aclaró definitivamente el asunto:

… no existe antecedente alguno que tenga relación con los individuos que al respaldo se mencionan, pero según noticias adquiridas en este Centro les fue aplicado a los mismos el Bando de Guerra (Firma ilegible del Gobernador Civil).

En los primeros días de agosto el Instructor Chacón elevó actuaciones. Su informe constataba el destino de todos los procesados desde un principio: la exclusión de Francisco Rendón —ya sancionado—, la condena a última pena de varios de los paisanos detenidos, dos listados de desaparecidos por aplicación del Bando de Guerra y la eliminación de José del Corripio por el mismo procedimiento. Sólo dos personas conservaban la vida a esas alturas.

El día 11 de noviembre el Auditor Bohórquez decidió el sobreseimiento definitivo de todo lo referente a los fallecidos. Unos días después firmó Queipo de Llano. En total habían desaparecido once concejales:

Rafael Madrid González, Bernardino Jiménez del Moral, Florentino Oitaben Corona, Manuel Ruiz de los Ríos, José Miranda de Sardi, Luis García Pérez Martel, José del Corripio Rey, Federico Barberán Díaz, Juan Camerino Benítez, Santiago Fernández Peculo, Rogelio Milán del Río.

Desconocemos la suerte que corrieron otros como Alonso Peña Hidalgo, José Sánchez del Arco o Manuel del Riego Oliva, que además de concejal era secretario particular del gobernador Mariano Zapico. Los dos últimos se hallaban presos en el barco-prisión «Miradores», uno de los lugares de muerte, a mediados de agosto de 1936. Caso aparte fue el del alcalde Manuel de la Pinta Leal, a quien el golpe militar cogió de viaje. Mas con ello sólo consiguió posponer el destino que la oligarquía gaditana le tenía preparado. Encontrándose en Córdoba en el mes de septiembre, fue identificado a la salida de una misa por un falangista y detenido. Trasladado a Cádiz fue eliminado al poco tiempo.

El caso de Federico Barberán Díaz, único de estas características encontrado hasta la fecha, ofrece una de las claves del binomio justicia militar-represión fascista. Ello se debe al hecho inusual de disponer de la secuencia que lleva desde su detención hasta su muerte. Hemos visto más arriba cómo la justicia militar decidió cerrar el expediente abierto a consecuencia de la aparición de su cadáver sin declaración de responsabilidad por no aparecer persona alguna responsable. Se ocultó un dato fundamental: el concejal socialista Federico Barberán estuvo en poder y bajo responsabilidad de los militares sublevados desde el momento mismo de su detención en la mañana del 19 de julio. Eran los propios militares quienes debieran haber respondido sobre qué había sido de Barberán durante el mes en que permaneció bajo su control.

Resulta, pues, un caso paradigmático para desvelar el oscuro mundo de la llamada «represión incontrolada».

Una «monstruosidad jurídica» (Cádiz, 1937) [8]

En enero de 1937, y a instancia de varios delegados del presidente de la Junta Técnica de Burgos (Diego de Ojeda, el padre Tusquets y Amezaga), la Fiscalía de la Audiencia Provincial de Cádiz redactó un informe, que desconocemos, exponiendo los errores que a su parecer existían hasta ese momento en el ejercicio de la función de Orden Público en la provincia de Cádiz. Poco después se crearon los Consejos de Guerra Sumarísimos de Urgencia y quienes iban a componerlos fueron llamados a Sevilla por el Auditor militar Francisco Bohórquez Vecina. Con fecha 28 de mayo de 1937, Felipe Rodríguez Franco, fiscal de la Audiencia Provincial de Cádiz, envió una carta-informe con carácter confidencial el general Varela. Según Rodríguez Franco, el Auditor Bohórquez, «a pesar de su carácter eminentemente técnico se permitió hacerles indicaciones poco acordes con la tan deseada independencia de la función Judicial y con el espíritu y orientación que preside nuestro Movimiento». Y añadió el fiscal gaditano:

Sentó el principio de que todos los Apoderados e Interventores del Frente Popular en las llamadas elecciones de 1936, tenían que ser procesados determinándose en el acto del juicio oral, por la impresión que en el Tribunal produjese la cara de los procesados, quiénes debían ser condenados y quiénes absueltos; todos los Milicianos rojos también, como regla general, debían ser procesados y fusilados, lo cual supone a nuestro juicio un evidente desconocimiento de la realidad del problema, ya que estos Milicianos si son aprehendidos por nuestras fuerzas deben ser hechos prisioneros y tratados como tales según las leyes de la Guerra y si se presentan espontáneamente a nuestras líneas deben ser no procesados en cumplimiento de los repetidos ofrecimientos hechos por las Autoridades Militares, siempre que no hubieran cometido algún crimen; indicó el porcentaje aproximado que debía conseguirse entre las distintas penas que dictara el Consejo, y llegó a determinar, apriorísticamente, el valor de la prueba diciendo que bastaba con un solo testigo de cargo para condenar. Puestos en el trance de cometer la monstruosidad jurídica… de aplicar retroactivamente preceptos sancionadores, hubimos de considerarlas como inexistentes aquellas indicaciones, y procuramos reflejar en cuantas sentencias fuimos Vocal Ponente un criterio impecablemente jurídico. Por ello, sin duda, recibimos un oficio de la Auditoría en que se nos comunicaba haber dejado de pertenecer al Consejo por no ser ya necesarios nuestros servicios; claro es que, simultáneamente, se hizo el nombramiento a favor de otro compañero.

A continuación Rodríguez Franco lamentaba que si grave era «remover a miembros de un Tribunal de Justicia que no han cometido otro delito que aplicar la ley en toda su pureza no aceptando sugestiones de nadie peor era que se quebranten los más elementales principios del derecho». Luego, aceptando las responsabilidades que el escrito pudiera acarrearle, mencionaba varios casos concretos de aberraciones jurídicas ocurridas en Cádiz y se despedía manifestando que «si del contenido de las presentes manifestaciones pudiera derivarse el más insignificante perjuicio para la buena marcha del Movimiento Nacional, considérelas V. E. mi General, por no hechas… pero en caso contrario, y, en consideración a los fines que perseguimos, no tendría inconveniente en ratificarlas ante la Autoridad que se estime competente para resolver como mejor convenga a España». Varela contestó el 15 de junio, «dándome perfecta cuenta de todo cuanto en ella me dice, lo que pondré en conocimiento para que se haga verdadera justicia».

Ignoramos lo que hizo Varela posteriormente, pero lo que conocemos acerca de la práctica de los Consejos de Guerra Sumarísimos de Urgencia, tanto en Andalucía como en otras regiones a partir de los primeros meses de 1937, nos indica que la denuncia de Felipe Rodríguez Franco, como era previsible, no fue tenida en cuenta. Basta leer el informe de la Fiscalía del Ejército de Ocupación elaborado por el jurídico militar Felipe Acedo Colunga a fines de 1938 para saber que los hechos denunciados por el fiscal gaditano en 1937 se habían convertido en norma suprema y absoluta. Llama la atención, por otra parte, que tan legalista funcionario judicial no se planteara la ilegalidad de base, no ya del montaje judicial-militar de la segunda etapa represiva, sino de la propia sublevación y del Bando de Guerra que sirvió para acabar con la vida de tantas personas en Cádiz y en las demás provincias en que se impusieron los golpistas.

EL EXTRAÑO CASO DEL BRIGADA LÓPEZ (SAN ROQUE, CÁDIZ, 1937)

El sumario se abre con unas páginas sin firma sobre Antecedentes de Justo López y un oficio, de 30 de septiembre de 1937, del delegado de Orden Público Santiago Garrigós Bernabeu ordenando al Jefe de Línea de la Guardia Civil de San Roque abrir una información y proceder a su detención en caso de resultar cierto lo que se lee en dichas páginas. Según esos antecedentes —una denuncia anónima en toda regla—, Justo López, borracho, pendenciero y con asuntos pendientes con la justicia, vivía en La Finca. Además, aunque ligado en calidad de informador secreto al comandante del Estado Mayor de la II División

Francisco Hidalgo Sánchez, al que prestó servicios especiales hasta la sublevación, era brigada en situación de excedente forzoso. Luego, tras el 18 de julio, fue detenido por fuerzas de regulares junto con el abogado y ex Gobernador Civil de Huelva Ceferino Maestú Novoa, en cuyo coche viajaba, siendo asesinado éste y enviado el otro a la Prisión de Algeciras, de donde salió en libertad a los veinte días volviendo a la barriada de Campamento.

A principios de agosto se incorporó a las fuerzas del Requeté dirigidas por Diego Zulueta pero no tardó mucho en pasarse a Falange. A partir de ese momento mejoró visiblemente su situación económica. Entre los hechos escabrosos relacionados con el brigada López el denunciante destacaba uno ocurrido en los primeros meses de 1937. En esa fecha dos falangistas —primero dijeron que eran de Ceuta y luego se supo que eran de San Roque— pidieron a López que les permitiera asistir a un fusilamiento, accediendo éste a que presenciasen alguna de aquellas noches uno dirigido por él en que las víctimas eran varios vecinos de La Línea. Pero ocurrió que al día siguiente los dos falangistas —uno de ellos con galones de sargento—, encontrándose tomando una copa en el bar «Los Tres Hermanos» de Campamento, abrieron sobre la barra un pequeño paquete diciendo que era una tapa y ofreciéndola a los que allí estaban. Todos los presentes contemplaron que lo que allí había era una oreja y una nariz humanas cortadas a uno de los asesinados la noche anterior. Por si hubiera alguna duda, el brigada López certificó por escrito esa misma tarde ante sus superiores la valentía de los dos falangistas. El impacto del hecho fue tal que enseguida se supo de él en Gibraltar y quedó reflejado en el periódico Democracia de Tánger. La denuncia relataba también varios episodios turbios relativos a suscripciones y a ciertas operaciones, con dinero al medio, donde el brigada López había actuado de intermediario y que podrían ser la base de su fortuna.

El 1 de octubre, al día siguiente del oficio de Garrigós, el Jefe de requetés de Campamento, Antonio Mauricio Saborido, denunció ante la Guardia Civil un hecho ocurrido la noche anterior en el bar de Francisco Bernal de la calle Real. Tres guardias cívicos, el cabo Luis Marcenaro Viñas y los guardias Andrés Buet Serrano y Gerardo Ruiz Martín, habían escuchado al brigada López decir que Alfonso Cárdenas, Jefe de la Guardia Cívica, «era el criminal más grande de este pueblo por la amistad que tenía con el general Queipo de Llano y que también para los grandes había una guillotina».

Trece días después, ya internado en la Prisión Militar de Sevilla, Justo López contó su historia. Consta que era natural de Illescas (Toledo), de treinta y siete años y alférez de Infantería. Desde el 18 de julio había estado en todo momento al servicio de los golpistas, desde el capitán de los regulares que tomó San Roque, Mariano Quintana, hasta el teniente coronel Manuel Coco Rodríguez, el responsable de la sublevación en Algeciras. Confirmó que los días que pasó detenido en la prisión de ésta fue con el único objetivo de informar sobre los demás presos. Su paso del Requeté a la Falange lo explicó por la sencilla razón de que primero fue llamado por Diego Zulueta, a quien prestó buenos servicios, y después por el capitán de Infantería José Jiménez Gutiérrez, quien le ordenó que organizase la Falange en Campamento y en La Línea, de cuya centuria fue Jefe. Luego explicó todas sus cuentas privadas.

Negó la historia de los falangistas y del bar «Los Tres Hermanos» y que él decidiera por su cuenta quiénes debían morir, ya que

no es cierto que por su sola voluntad y sin conocimiento de nadie fusilara el declarante a ninguna persona, pues en todos los fusilamientos en [que] ha intervenido siempre el Comandante Militar daba la orden.

Si bien contó que el malentendido podía venir de una ocasión en que al serle entregado un individuo para que lo trasladara a la Guar dia Civil de San Roque aprovechó que ésta había ido a La Línea para recoger a varios detenidos que debía llevar a aquélla, los esperó en Campamento y como uno de los guardias reconociera al detenido que él llevaba como «uno de los ferrocarriles con malos antecedentes», al llegar todos «al sitio donde debía aplicarse el Bando de Guerra a los demás el Brigada que mandaba las fuerzas ordenó que también se le aplicara el Bando a él». Lo terrible de este caso es que, según el testimonio del guardia civil Francisco Díaz Ramos, ese hombre, llamado Emilio Borrego Mena, sólo buscaba habitar en Puente Mayorga y se dirigía a San Roque para obtener permiso del alcalde y del comandante militar. Fue precisamente entonces cuando Justo López le dijo que podía ir con él en un coche que esperaba, siendo éste el de la Guardia Civil y el desenlace el que sabemos.

Díaz Ramos se refirió también a otra historia. El falangista de San Roque Baldomero Huertas, que había participado en la represión a las órdenes de Justo López, le había contado que una noche uno de los que iban a morir reconoció al brigada y dijo: «¿Pero este sinvergüenza es el que nos va a fusilar?» Entonces el brigada «sacó un cuchillo y diciéndole para que no vuelvas a hablar más se lo hundió en los ojos». Este mismo falangista le dio más detalles de los fusilamientos, como que López mató a un falangista al que responsabilizó de la huida de uno de los que iban a morir y que en otra ocasión acabó a puñaladas con alguien que se quejó de que le apretaban las ligaduras de las manos.

El sumario incorpora un ejemplar sin fecha, pero que debe ser de marzo de 1937, del periódico Democracia de Tánger con el artículo «Los crímenes y robos fascistas en La Línea y San Roque»:

Con Emilio Griffits —el compadre de Queipo— y el capitán Fernández Sánchez, jefe de Falange de La Línea, formaba el teniente Justo López, cacique de Campamento, barriada extrema de San Roque, la trilogía de asesinos que han devastado con sus ferocidades la zona gibraltareña.

Este Justo López, oficial retirado, hombre amoral que apenas iniciada la traición militar-fascista se incorporó a ella, vivía en el barrio de Campamento, anejo al municipio de San Roque, lugar apacible, lleno de villas y chalets, donde gran número de súbditos británicos habitaban largas temporadas lejos de las actividades de Gibraltar. Pero la rebelión fascista convirtió aquellos lugares en campo de sus fechorías. En su hipódromo, en su Campo de Polo y en los cercados de la Yeguada Militar, estableció el verdugo Justo López el «matadero», donde a tiros y puñaladas fueron asesinados durante más de nueve meses millares de ciudadanos leales a la República.

Cuando el 19 de julio del pasado año los moros entraron en La Línea a sangre y fuego, el teniente Justo López brindó a la oficialidad de aquel Tabor de Regulares su adhesión más entusiasta y a la madrugada siguiente cuarenta cadáveres de vecinos de la ciudad aparecieron junto a la Central de Telégrafos, como testimonio de la ayuda siniestra del cacique del Campamento. Desde entonces Justo López fue el hombre preciso en toda la represión realizada por los fascistas en el campo gibraltareño.

La persecución de Justo López contra los elementos izquierdistas de Algeciras, La Línea, San Roque y el Campamento, fue desde los primeros tiempos de la rebeldía verdaderamente espantosa. Los veinticinco desalmados que formaban el grupo de ejecución que capitaneaba eran señalados con verdadero terror por todas las gentes de la zona inmediata a Gibraltar…

No hay que repetir que el siniestro Justo López, además de todo este torrente de sangre que ha derramado, es autor de numerosos robos, saqueos y expropiaciones violentas. No hace mucho tiempo las autoridades fascistas, en virtud de una propuesta casi colectiva de los más destacados elementos de derechas de La Línea, hubo de proceder a la detención del teniente de la Falange Carlos Calvo Choza. Este sujeto había cometido en unión de sus hombres más de noventa asesinatos con el exclusivo objeto de saquear las viviendas de las víctimas. Pero una vez en la cárcel, el detenido ha demostrado de una manera clara y determinante que todos sus delitos los realizó con la complicidad de Justo López. Tales han sido las pruebas acumuladas por el teniente de Falange contra el cacique de Campamento que éste no hace muchos días, en medio del asombro del vecindario de Algeciras, atravesó las calles de la ciudad andaluza atado codo con codo para ingresar en la cárcel. Se asegura que las acusaciones son gravísimas contra Justo López y contra otras personalidades del fascismo. El escandaloso asunto ha producido honda expectación en toda la zona rebelde del Sur.

El destino es fatal para los tres verdugos. Emilio Griffits, detenido por orden de Queipo de Llano —que se asusta de las cosas que de él sabe su compadre— se traslada a Salamanca, en cuya cárcel muere misteriosamente, según la versión oficial por suicidio y, según el rumor popular, asesinado por los esbirros de Falange; el jefe de los fascistas de La Línea, Fernández Sánchez, también es detenido y desaparece misteriosamente todavía de la cárcel de Sevilla y ahora, Justo López Camino de Salamanca.

Uno de los casos detallados en el artículo era el del huido del fusilamiento, identificado como Isidoro Gil Ruiz, hermano del exalcalde socialista de La Línea asesinado en los primeros días del golpe.

En la edición de 16 de marzo de 1937 aparece un nuevo artículo: «Orejas de milicianos», firmado por «Trueah»:

Luis Mauricio, sobrino de Antonio Mauricio, conocido por «El Bomba», que habita en Campamento, y que se deshonra actuando de fascista asesino, ha exhibido en los cafés del poblado, varias orejas y dedos, cortados a los milicianos en Málaga, mostrando en su cara de idiota, de tipo lombrosiano una sonrisa repulsiva de tipo asqueroso… ¡Luis Mauricio! ¡Verdugo voluntario! Si por acaso te queda un resto de conciencia o en tu alma de bestia tienes algo de sensibilidad, entérate de que todas las personas de buenos sentimientos se horrorizan de ti. ¡Que en la noche negra te atormente la visión de Aquelarre, de muertos desorejados y de manos sin dedos! Dedos que te agarrotarán tu garganta de vampiro humano.

A finales de noviembre declaró Alfonso Cárdenas Moya, industrial de cuarenta y cuatro años, quien repitió lo ya conocido: el cambio de vida que dio Justo López a partir del 18 de julio, su participación en crímenes diversos, la historia de la «tapa» en el bar «Los Tres Hermanos», sus turbios asuntos económicos y los insultos a Queipo y a él. Informes elaborados esos mismos días por la Policía (el inspector jefe Joaquín Herrera), la Guardia Civil (el comandante de puesto Francisco Díaz Ramos), la Falange (el jefe local Ángel Iglesias) y la Guardia Cívica (el alférez jefe Francisco Raigón) repitieron punto por punto lo que ya se sabía. Sorprende la similitud de estos informes.

A comienzos de diciembre de 1937 el comandante militar de San Roque comunica al Instructor la respuesta del comandante de puesto a la pregunta de si le fue aplicado el Bando de Guerra a Emilio Borrego Mena, el hombre que quería habitar en una barriada de San Roque y que desapareció entre ésta y Campamento a manos de Justo López y la Guardia Civil. El oficio dice lo siguiente:

En cumplimiento a lo ordenado en el superior escrito núm. 870 de fecha de ayer sobre si le fue aplicado el Bando de Guerra en esta plaza a Emilio Borrego Mena, tengo el honor de participar a V. S. que en efecto a dicho individuo, le fue aplicado el Bando en cuestión en esta plaza, habiendo tomado parte en él los falangistas de La Línea de la Concepción D. Justo López y los apellidados Fierro y Camargo, el del Lión de Or, ignorando el que firma si lo fue por orden del Comandante Militar de esta plaza o por el de La Línea a donde pertenecían los aludidos Falanges, siendo esto lo más probable, por cuanto el referido Borrego fue traído de aquella dirección por los falangistas de referencia.

El siguiente objetivo fue justificar la desaparición de Emilio Borrego Mena. Para ello, como era habitual en estos casos, se pidió declaración al alférez de la Guardia Civil Juan Colodrero Vergara, comandante de puesto de San Roque el 18 de julio, quien aparte de tachar de ladrón e inmoral a Borrego, recordó lo siguiente:

Que… se encontraba el que declara en las paredes del Cementerio de dicha población de San Roque, sobre las veintitrés horas, al objeto de cumplimentar una orden de ejecución de varios sentenciados a la última pena cuando se presentó el alférez Justo López Rodríguez al mando de un grupo de falange de quince o veinte individuos, los que traían varios individuos para ser igualmente ejecutados juntamente con los ya antes mencionados que procedían de La Línea de la Concepción, según le ha sido comunicado por el Comandante Militar y Jefe de Falange de dicha población, en el mismo día personalmente en la Comandancia Militar de la misma que como el Jefe de dicha fuerza de Falange era de superior graduación al que declara, no le entregó relación ni dato alguno referente a los individuos que traía, que fueron ejecutados conjuntamente por dichas fuerzas y las del puesto que acompañaban al dicente retirándose una vez cumplimentado las órdenes recibidas de la Superioridad respecto a la ejecución de reos, recordando el declarante que uno de los guardias de su puesto, cuyo nombre no puede precisar, le dijo que entre los fusilados procedentes de La Línea se encontraba Emilio Borrego, cosa que no le extrañó al dicente por ignorar las causas que hubieren motivado la detención y pena impuesta y ser un individuo de mala conducta y que la orden de ejecución con respecto a los detenidos de San Roque la recibió el declarante por conducto del Comandante Militar de la misma, ignorando quién fuera quien las diera respecto a los de La Línea.

El 2 de febrero de 1938 tocó el turno al falangista de la «tapa» aludido en el periódico de Tánger, Luis Mauricio Martín, natural de San Roque y dependiente de treinta años. Brevemente, Luis Mauricio reconoció que estuvo en el bar «Los Tres Hermanos» con el Jefe de Falange Claudio Ons y del dueño del local, y que fue precisamente Ons «el que llevaba dos orejas, que previamente había cortado de uno o dos cadáveres, envueltas en papel y que trajo a Ceuta diciendo que las iban a llevar al Doctor Ostalé para que se las conservara en un frasco de alcohol».

El 27 de mayo de 1938, reunido el Consejo de Guerra Permanente sumarísimo de urgencia (coronel José Alonso de la Espina Cuñado, capitán Juan Alonso Ruiz, oficial primero Joaquín Pérez Romero, capitán Miguel Jimeno Acosta, capitán Francisco Puerta Peral, oficial primero Francisco Fernández Fernández y oficial tercero Isidoro Valverde Meana), el fiscal solicitó dos penas de muerte por delitos contra el derecho de gentes e insulto a fuerza armada; treinta años de reclusión mayor por el de asesinato; seis años de prisión correccional por injurias al Ejército y cuatro años por el de estafa. El defensor pidió la absolución por no estar probados los hechos calificados como delitos. Justo López Rodríguez se limitó a decir que «sólo esperaba que se cumpliera estrictamente la justicia ya que la mayoría de los actos que se imputan los hizo animado del único fin que correspondía, como era el de cumplir su deber como buen militar al servicio de la Patria».

La sentencia, como no podía ser de otra forma, estuvo muy influida por la dimensión que había dado a los hechos juzgados su conocimiento en Gibraltar y Tánger. Sabiendo, pues, que la decisión circularía de inmediato por toda la zona, se decidió que tuviera carácter ejemplar, aludiendo a los hechos criminales en que intervino el acusado:

No obstante haberse enterado que unos falangistas a sus órdenes, después de una ejecución, cortaron las orejas y la nariz a un desgraciado que sufrió la última pena y las llevaron a una taberna para alardear de su proeza y que pedían servir para tapas, no sólo no los castigó sino que encima dio al autor de la fechoría certificado de lo bien que se portaba en los servicios que se le encomendaban, dando lugar este hecho, al ser conocido, a sendos comentarios en la Plaza de Gibraltar y a desaforados artículos contra la España Nacional en cierto periódico de Tánger.

En cuanto a Emilio Borrego Mena la sentencia dice que «él llevó al Borreguero [sic] y sin orden de nadie y por su sólo y exclusivo capricho lo sumó al pelotón encargado de los fusilamientos, quedando allí para siempre el cuerpo de un individuo a quien ni la Ley ni la Justicia habían condenado a esta pena». La sentencia vuelve más tarde a acusarlo de provocar «campañas de prensa en el frente rojo que comentan despiadadamente los procedimientos que en esta zona se realizan por las tropas Españolas, causa mucho más daños a la España Nacional que el que noblemente se enfrente con ella y a pecho descubierto quiere medir sus armas…».

El mismo 27 de mayo de 1938 Justo López Rodríguez fue condenado a muerte. La sentencia no se llevaría a efecto hasta 12 de enero de 1940. Cuando la viuda solicitó copia de la partida de defunción se le comunicó desde todos los centros, la Auditoría, la Subinspección de Servicios y Movilización de la 2.ª Región, el Juzgado Municipal n.º 3 y la Prisión Provincial, que no existía. Finalmente la defunción fue inscrita en el Registro Civil en abril de 1941.