10.Sobre la represión

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Sobre la represión

Hay que desinfectar previamente el solar patrio. Y he aquí la obra —pesadumbre y gloria— encomendada por azares del destino a la justicia militar.

Felipe Acedo Colunga, fiscal militar

Si el Ejército ha de pelear algún día por la Patria, es preciso que ningún italiano vea entonces en sus generales, en sus oficiales y en sus soldados, un recuerdo de persecución política.

Benito Mussolini

EN SEVILLA, en los primeros días, fueron detenidas centenares de personas para las que hubo que habilitar centros especiales de reclusión. Del único que nos ha llegado documentación, y no completa, es de la Prisión Provincial[1], pero son los propios documentos los que nos informan de la existencia de otros centros. Los formularios de entrada en prisión fueron rellenados de forma regular hasta el 18 de julio. En el formulario que se utilizaba entonces destacaba que la orden de ingreso era dada por el Gobernador Civil y que todo lo referente a la causa abierta y a las vicisitudes del preso aparecía visible; además en los expedientes aparecía incluida hasta la copia de la sentencia. Todo eso se acaba. Lo referente al apartado Causa (registro de ingreso, número de sumario, juzgado, secretaría, delito) se reduce ahora a «Autoridad Militar», constando eso sí las fechas de ingreso y salida. Al modificarse la rutina burocrática se desechó el formulario oficial, de manera que muchos ingresos de detenidos fueron anotados en simples hojas en blanco en las que a mano se escribían los datos personales y las fechas de ingreso y salida, imprimiendo la huella dactilar del detenido en el margen derecho de la página.

Los datos anotados en estas hojas eran: nombre, apellidos, naturaleza, residencia, domicilio, edad, estado civil, número de hijos, profesión, antecedentes y filiación política. La única apariencia de legalidad venía dada, y no en todos los casos, por el visto bueno del director y las firmas del subdirector y del oficial. De algunos de los detenidos especiales se rellenaron formularios oficiales de entrada, caso, por ejemplo, del exgobernador y diputado de Unión Republicana Ricardo Corro Moncho, un joven abogado de treinta y siete años que ingresa en la Prisión Provincial a las 4.00 horas del día 2 de septiembre de 1936, es entregado al día siguiente a Díaz Criado, pasando por orden de éste el 17 de octubre a la Comisaría de Jáuregui, de donde finalmente fue sacado el día 21 de octubre para ser asesinado.

Casi todas las órdenes de entrada y salida fueron realizadas por la Delegación de Orden Público y firmadas por el capitán Manuel Díaz Criado. En algunas aparecen también las firmas de los jefes de Estado Mayor de guardia, desde Cuesta a Gutiérrez Flores. En los formularios oficiales, en el apartado de «Vicisitudes», se leía:

«En fecha ingresa en esta prisión, procedente de____________________ entregado por____________________ en concepto de____________________ ____________________, a disposición de____________________ y con____________________».

Y aquí, donde antes constaba la fecha, la prisión, el cuerpo que realizaba la entrega, la palabra preso, el Juzgado encargado de la instrucción y la documentación generada hasta ese momento, se produjeron igualmente cambios sustanciales. En ciertos casos dejó de constar la procedencia; en otros solía aparecer la Comisaría o Jáuregui, la Plaza de España (los sótanos), el salón «Variedades» y el buque-prisión Cabo Carvoeiro. Aparece también la Comisaría de la calle Palmas. En algún momento de 1936 también inició su actividad el campo de concentración de Guillena. El Carvoeiro, además de recoger a muchos detenidos procedentes de los pueblos, fue utilizado como lugar de castigo para presos de la Prisión Provincial. La autoridad que entregaba al detenido, además de la Guardia de Seguridad o la Guardia Civil, pasó a ser la fuerza militar; en concepto se solía leer «detenido», aunque en algún caso, como el del citado Corro Moncho, se puso claramente «preso político». Lo demás fueron referencias a la Autoridad Militar y a las órdenes del Delegado Militar. Nunca aparece alusión alguna a Falange.

En algunos casos se adjuntan a las órdenes de ingreso o salida largos listados de otras personas a las que igualmente afectaron esas órdenes. Éstas son escuetamente de ingreso o de libertad sin constar nunca nada más. Aunque el que sale en libertad salga directamente para la muerte, nunca aparece el más mínimo indicio del destino del preso. El más temprano de esos largos listados, con presencias señaladas como Francisco Mazón Díaz, relacionado con la popular «Casa Cornelio», y el dirigente socialista Manuel Roldán Jiménez, es uno del 19 de julio que se refiere a un grupo numeroso de detenidos del sábado 18 de julio, con orden de ingreso firmada por el comandante Francisco Núñez «por causa y delito que se ignora»; el más tardío, de noviembre de 1936, es otro larguísimo listado de un traslado de unos doscientos presos desde el Salón Variedades a la Prisión Provincial.

Existen casos suficientes para demostrar que la «orden de libertad» equivalía en numerosas ocasiones a la muerte inmediata; en otras ocasiones, entre la salida de prisión y la muerte, pasa un tiempo que la documentación simplemente menciona como traslado a Comisaría o traslado para diligencias. Todos los detenidos con antecedentes penales fueron asesinados en las primeras semanas. Las detenciones de los primeros días en un barrio tan representativo como La Macarena fueron indiscriminadas y afectaron a cientos de personas, hombres fundamentalmente, que fueron trasladados a prisión en furgones en cuanto se ocupó el barrio. No es exagerado afirmar que puede reconstruirse el vecindario de calles enteras: San Luis, Relator, Rubios, Sorda, Aniceto Sáenz, Hiniesta, Huertas, Torreblanca… En esta zona, estudiada con detalle, cabe hablar de pogromo antiobrero. Hasta niños y viejos fueron a prisión. Una vez semideshabitado el barrio, se practicaron intensos registros y saqueos en busca de personas escondidas. De los que consta filiación política, en la mayor parte de los casos se lee CNT y en menor grado UGT. Las fechas de ingreso indican que antes de que el barrio de La Macarena fuera ocupado el 22 de julio, fueron detenidas muchas personas de la zona de Resolana, Andueza o del viejo barrio de San Julián, bien porque vivieran fuera de las murallas o por ser detenidas en los intentos de ocupación o por las fuerzas militares que vigilaban los alrededores del Hospital Central desde el día 18.

El desconcierto en la prisión debía de ser considerable, de forma que los listados de «puesta en libertad» elaborados desde la Comisaría por Díaz Criado eran tachados o corregidos por algún funcionario de prisión con anotaciones manuales como «Ojo, ya no está, no salió» o misteriosas letras como E, P o L, pudiendo comprobarse en algunos casos que se trataba de personas eliminadas anteriormente.

El mecanismo represivo abierto desde el mismo día 18 de julio con las detenciones masivas se completó en días sucesivos con los datos procedentes de los ficheros de las brigadillas de la Guardia Civil, con los que comenzaron a enviarse cientos de informes. Desconocemos las razones que obligaban a los frecuentes traslados de presos de un lado a otro y el papel jugado por los diferentes centros de reclusión, todos ellos centralizados en la Delegación de Orden Público. Sólo puede afirmarse que el traslado al barco-prisión, un infierno flotante en el Guadalquivir, era un mal presagio. Respecto a la celebración de Consejos de Guerra, si exceptuamos a los mineros de Huelva, no hay alusión alguna a ellos ni salidas de presos por tal motivo hasta abril de 1937.

De las provincias estudiadas solamente podemos aunar los datos del Registro Civil con los de la Prisión Provincial en el caso de Sevilla. Puede ser interesante detenerse en algunos casos particulares posteriores al 18 de julio.

El exdiputado socialista José Aceituno de la Cámara, por ejemplo, ingresó en la Prisión Provincial el 2 de agosto. Probablemente había sido detenido con anterioridad y desde cualquier otra prisión militar o civil, y en compañía de otros como el concejal José Álvarez Gómez, fue conducido a prisión por orden de Díaz Criado. Éste mismo ordenó su entrega «a la Autoridad para su traslado a la Comisaría X el día 21 de octubre, orden que incluía también a Manuel Domínguez Morales (desaparecido en 23-10-36), José María Lobo Laredo (del 28-10-36) y Luis Pérez Joffre». Para su ingreso se utilizó una hoja cualquiera donde se anotaron sus datos personales. En la parte inferior se escribió la rutina «V.º B.º El Director, El Subdirector y El Oficial», de los cuales sólo el último, un tal Ismael de la Fuente, firmó; lo mismo ocurrió cuando salió en octubre. En ambas situaciones se imprimió su huella dactilar. Desapareció el 19 de octubre.

Manuel Alanís Cardona fue uno de los muchos detenidos de los días 18 y 19 de julio entregados en prisión por el comandante Núñez. Salió de la cárcel el 19 de septiembre trasladado a la Comisaría, fue asesinado dos días después. Con la hoja de Antonio Arévalo Fernández aparece una lista de salida. No consta que este hombre desapareciera, pero en una de las listas en que aparece hay gente que, aunque supuestamente fueran puestos en libertad, desaparecieron. En otros casos, como el de José Barrera Ibáñez, escobero de cincuenta y cuatro años domiciliado en San Luis, consta fecha de entrada, el 22 de julio, pero no de salida. En muchos casos, aunque no tengamos constancia, debió pasar lo ocurrido a José Bernabé Domínguez, joven cenetista de profesión albañil y domiciliado también en San Luis que ingresa en prisión, como tantos, el 22 de julio y sale en libertad el 7 de agosto con otros cuatro directamente hacia la muerte, recogida en el Registro Civil. El caso del joven de dieciséis años Francisco Cameán Ruiz, que ingresó el 21 de julio en Prisión, nos habla de la situación en la cárcel: se le rapó y se le metió en la celda de castigo por haberle sido descubierta una hoja de afeitar con la que pensaba suicidarse. Rafael Carrasco Martínez fue asesinado con varios militares junto a los edificios del Parque de María Luisa en uno de los actos ejemplarizantes de los primeros días, razón por la que fue comentado por Queipo en su charla del 23 de julio. Uno de los casos de mujeres fue el de Dolores Gamero Sánchez, viuda de cincuenta y ocho años detenida el 19 de julio y llevada a prisión el 20 con toda probabilidad por haber sido detenidos sus dos hijos. Fue entregada a la fuerza pública el 7 de septiembre por orden de Díaz Criado, lo que casi equivale a decir que fue eliminada.

Aunque no conste el destino de los presos, es evidente que en prisión se sabía. Así, cuando en la orden de salida de Juan Pérez Anguita, orden de 22 de octubre, se incluyó a Manuel García Parrado se anotó a su lado «no entregado» y una fecha «21-8-36», fecha que remitía al día que realmente salió y también al día que fue asesinado. Otro caso es el ya citado de Luis Pérez Joffre, que debió salir hacia la muerte el 21 de octubre con José Aceituno de la Cámara, Manuel Domínguez Morales y José María Lobo Laredo, y que sin embargo ya había sido entregado el día antes. La prueba de que faltan expedientes son las notas que remiten a otros que no existen. Por ejemplo, el de Horacio Hermoso Araujo, cuya salida el 21 de septiembre conduce a Juan Palomo Campo, del que no existe expediente. Por otra parte, esta documentación demuestra que las fechas de inscripción en el Registro Civil son aproximativas: por citar un ejemplo, el dirigente socialista Manuel Roldán Jiménez salió de prisión con otros muchos el 29 de julio, pero el Registro —nada menos que con cuarenta y ocho años de retraso— lo dio por muerto el 26 de ese mismo mes. La relación de los cuarteles con el submundo carcelario se demuestra en el caso de Luis Jiménez Fernández: «Sírvase entregar a los portadores de ésta a los detenidos Luis Jiménez Fernández y León Trejo para ser trasladados al Cuartel de los Terceros para realizar unas diligencias», escribió Díaz Criado. Hay casos de personas de las que no consta su muerte pero que, sin embargo, salieron con otras que fueron asesinadas ese mismo día. Es el caso de José León Díaz, liberado el 28 de agosto con José Ramos Asensio, que fue asesinado en la misma fecha; o el de los cuatro desaparecidos incluidos en la lista de salida de Manuel López Romero o, finalmente, el de Francisco Mazón, eliminado poco después de su salida junto con Antonio Martínez Tineo. Es más que posible que otros muchos de dichas listas corrieran la misma suerte y que sin saberlo estemos ante listados de fusilados. Al mismo tiempo, otros casos conocidos por la prisión pero no inscritos en el Registro Civil es casi seguro que desaparecieron. Un buen ejemplo sería el de Jesús Palencia Vázquez, que ingresó el 17 de agosto por orden del Gobernador Civil y que salió cinco días después por orden de Díaz Criado en compañía del concejal Laureano Talavera Martínez y de Antonio Tirado Moreno, asesinados ese mismo día 22.

Del caso del diputado socialista José Moya Navarro, otro de los llegados a Sevilla el sábado 18, el Archivo de la Prisión nos dice que ingresó el día 29 de julio y salió el 1 de agosto hacia la Comisaría, pero sabemos que fue detenido el domingo 19 y que fue asesinado con otros personajes de relieve (véase el apartado relativo a las autoridades sevillanas) la noche del 5 al 6 de agosto. La orden de salida para todos ellos, con fecha 5, llegó a las 2.30 de la noche. Del médico Antonio Piqueras Antolín no queda el expediente, pero el fichero general nos proporciona una información interesante:

Piqueras Antolín, Emilio L. 8-8-1936 20-7-1936 Caja 8-8-36 Autoridad Militar Políticos jugd.

El 20 de julio debe ser la fecha de ingreso y la «L» junto al 8 de agosto, la de salida. «Autoridad militar» remite a la causa. «Caja 8-8-36» debe ser una clave para registro interno que quizá también indique la desaparición del médico el 8 de agosto. Queda «Políticos jugd», que parece ser código de clasificación y remitir a otro fichero de políticos. Por su parte Francisco Portales Casamar y su cuñado Rafael Flerrera Mata, fusilados el 23 de agosto de 1936, representan dos de los raros casos de civiles que pasaron Consejo de Guerra a lo largo de 1936 y no cabe duda de que con ello se estaba advirtiendo al barrio de Ciudad Jardín, al que ambos pertenecían, de las diversas modalidades represivas.

Uno de los pocos casos en que se complementan los archivos del Registro Civil y el de la Prisión Provincial es el del concejal comunista José Ropero Vicente, panadero de treinta y tres años domiciliado en la calle Yuste. Su expediente no indica qué día entró en prisión pero sí que fue entregado a la Fuerza Pública el 1 de agosto en unión de otros seis, todos los cuales —Juan Luis Dacosta Figueredo, José Espinosa Serrano, Agustín Molina Fernández, José Molina Rodríguez, Manuel Soto Rojo y Manuel Troyano Silva— fueron asesinados ese mismo día 1 al igual que José Ropero. Otros dos que había en la orden de salida, Juan López Guzmán y José Manuel Bernabé Rodríguez, fueron tachados, anotándose que no se encontraban ya en prisión, lo que indicaría una vez más el desconcierto en que se movía el Delegado de Orden Público, quien ignoraba qué presos había en la cárcel y qué había sido de ellos. Sabemos también por el Registro que con ese grupo desaparecieron igualmente el maestro anarquista José Sánchez Rosa, Antonio Camacho López, Justo Rodríguez Acosta, José María Rodríguez Fernández, Eugenio Rodríguez García, Giordano Rodríguez Lozano, Manuel Rodríguez Rodríguez, Francisco Romero Cama, Francisco Romero Romero y Daniel Salinas Rodas, de los cuales solo Romero Cama pasó por la prisión, con lo que nos encontraríamos ante la eliminación de un grupo procedente de diversos centros de reclusión. Con todo, lo realmente llamativo de esta saca del 1 de agosto es que todos fueran inscritos el día 12 de ese mismo mes, lo que supone la existencia de alguna orden militar en tal sentido. Común a todas estas inscripciones es carecer de los datos de edad y profesión. Otro que según el Registro cayó ese día es el caso del conocido comunista Manuel Mateo Figueroa, asesinado ese mismo día pero inscrito quince años después.

Existen motivos para pensar que en los primeros días de agosto los sublevados decidieron organizar la represión al percibir la magnitud de la tarea y replantear sus objetivos. Las detenciones masivas y la eliminación inmediata de personas con antecedentes políticosociales izquierdistas o con antecedentes penales no solucionó completamente el problema. Los ficheros de la Guardia Civil y de la Policía no bastaban por la sencilla razón de que para los sublevados eran insuficientes. La ocupación de Huelva el día 29 de julio, hecho de gran importancia estratégica en aquellos momentos, completó las operaciones iniciadas once días antes y que culminarían dos semanas después con la caída de Badajoz. De esta forma, en los últimos días de julio y primeros de agosto, se decidió celebrar a bombo y platillo varios Consejos de Guerra sumarísimos en Sevilla y algunas de las ciudades ocupadas contra las diversas autoridades, de modo que entre los días 1 y 4 de agosto fueron juzgadas y condenadas las autoridades civiles y militares, según los casos, de Granada, Cádiz y Huelva. Estos Consejos de Guerra de carácter ejemplarizante continuarían en las semanas y meses posteriores pero casi siempre en relación con militares, con casos tan señalados, entre otros muchos, como los de los generales Miguel Campins Aura y Santiago Mateo Fernández, fusilados a mediados de agosto y septiembre respectivamente. Algunos de los militares contra los que se abrieron diligencias en esos días, además de los casos referidos anteriormente, fueron el capitán de Carabineros Enrique Letrán López (Cádiz), los tenientes de Seguridad Gabriel Vadillo Gener y Pedro Cangas Prieto (Sevilla), el comandante de Infantería Joaquín Gutiérrez Garde (Cádiz) y casi toda la guarnición de Badajoz. De igual manera se iniciaron procedimientos contra diversas autoridades civiles, de los cuales como se ha visto unos llegaron a término y otro quedaron interrumpidos por la desaparición de los encausados.

Curiosamente, los mismos días en que algunas autoridades gaditanas u onubenses son fusiladas por decisión de la justicia militar, otras, algunas de las de Sevilla por ejemplo, son eliminadas sin trámite judicial alguno. Sabedores de las limitaciones que presentaban los Consejos de Guerra y alarmados por el número cada vez mayor de gente a la que habría que juzgar, se decidieron por el método expeditivo. Así, entre esos primeros días de agosto y la mitad del mes, coincidiendo con la ocupación de Badajoz y los actos del cambio de bandera en todo el territorio dominado, se inició una oleada represiva de enormes proporciones que afectó a Sevilla, Córdoba, Cádiz, Huelva y a la recién conquistada Badajoz. Paralelamente a dicha oleada se dieron casos de represión selectiva muy señalados en todas las ciudades ocupadas. Además de los ya citados de Sevilla, Cádiz, Huelva y Badajoz, podrían mencionarse otros similares de Córdoba y Granada, desde los respectivos alcaldes y concejales (en Granada fueron asesinados el alcalde y dieciséis concejales) hasta conocidos personajes como el exdiputado socialista por Córdoba Joaquín García-Hidalgo Villanueva o Federico García Lorca[2]. Al carecerse entonces de una visión más amplia, en vez de percibir lo que ocurría en toda la zona ocupada se buscaron explicaciones locales. Así, en Huelva, por ejemplo, los cientos de asesinatos ocurridos a partir del 10-12 de agosto se achacaron a las protestas habidas a consecuencia del fusilamiento del diputado Juan Gutiérrez Prieto. Evidentemente la gente necesitaba encontrar alguna razón para explicarse los hechos terribles que ocurrían a su alrededor. Era la única forma de aprehender una realidad fuera de su control.

Con las investigaciones de que disponemos puede afirmarse que, coincidiendo con esos Consejos de Guerra iniciales aireados por la prensa en toda la región y con los casos de represión selectiva, se decidió desde la más alta instancia golpista la eliminación masiva de toda persona marcadamente asociada a la experiencia republicana: políticos, intelectuales y dirigentes obreros. Un buen ejemplo sería la saca antes mencionada del 1 de agosto en Sevilla, donde se eliminó a un grupo del que sólo conocemos al concejal comunista José Ropero Vicente y al maestro anarquista José Sánchez Rosa. No fueron juzgados pero sí inscritos, dando la impresión por éste y otros casos conocidos de que aún no se habían definido los aspectos formales de la tarea represiva. ¿Había que seguir con las formalidades legales en el Juzgado, en el Cementerio, en el Ayuntamiento… o había que crear nuevos procedimientos que disimularan lo que estaba pasando? Se acabó optando por lo segundo, creando un problema que sólo muy parcialmente se vería corregido por el decreto sobre inscripciones de noviembre de 1936. El día 5 de agosto, el mismo día en que fueron eliminados en Sevilla José Manuel Puelles de los Santos, José Luis Relimpio Carreño, el diputado José Moya Navarro y el abogado Rafael Benavente Lozano, ni juzgados ni inscritos, el general Queipo de Llano visitó Córdoba y a partir de su visita aumentó la represión. El abogado falangista cordobés Luis Mérida contó a Fraser lo que le dijo Queipo en Sevilla a un miembro de la familia Cruz Conde cuando fueron a por armas: «¿A cuántos habéis fusilado en Córdoba?… ¡A ninguno! Pues bien, hasta que no hayáis fusilado a un par de centenares no habrá más armas para vosotros»[3]. Excepcionalmente existe una prueba escrita de esa apuesta por la represión de principios de agosto. Como puede suponerse dicha prueba procede de un archivo privado. Un día antes de la visita a los militares Ciríaco Cascajo Ruiz y Eduardo Quero Goldoni en Córdoba, el día 4 de ese mes, Queipo de Llano escribió a López-Pinto, la máxima autoridad militar gaditana, lo siguiente:

Mi querido amigo y comp.º: el Capitán de Aviación don Francisco Vives va a ésa con una misión reservada que le expondrá. Procura que se le den todas las facilidades, y de palabra te dirá todo lo que es preciso hacer.

Un abrazo de tu buen amigo y comp.º.

Gonzalo Q. de Llano

¡Esto se acaba! Lo más que durará son diez días. Para esa fecha es preciso que hayas acabado con todos los pistoleros y comunistas de ésa[4].

Dos días después comunicó a Cádiz que designaba a Eduardo Valera Valverde para el Gobierno Civil. La reacción fue inmediata: el día 6 fueron eliminados el Gobernador Civil Mariano Zapico Menéndez-Valdés, el oficial de Correos Antonio Parrilla Asensio y Leoncio Jaso Paz y Antonio Yáñez-Barnuevo Milla, respectivamente teniente coronel y capitán del cuerpo de Carabineros. La llegada a Cádiz el día 8 de agosto del teniente coronel retirado Eduardo Valera Valverde, el nuevo gobernador designado por Queipo en sustitución del viejo Ramón de Carranza, supuso la confirmación de la línea trazada por el general, como puede observarse en diversos pueblos entre los que conocemos bien el caso de Sanlúcar: «había que obrar con más energía», fue el mensaje de Valera. También en Córdoba, entre el 6 y el 7, tiene lugar otra matanza en la que caen además del alcalde Manuel Sánchez Badajoz varios concejales y algún diputado[5]. Un ejemplo más sería el de Lucena, donde los asesinatos en grupo darían comienzo el día 5 de agosto con la eliminación de varios jóvenes comunistas[6]. No debe olvidarse tampoco que el 6 de agosto, y tras dos visitas relámpago los días 28 de julio y 2 de agosto, llega Franco Bahamonde a Sevilla, donde permanece hasta el domingo 16, partiendo de la ciudad en dirección a Burgos sólo unas horas después del fusilamiento del general Miguel Campins Aura, condenado a muerte en Consejo de Guerra presidido precisamente por el general José López-Pinto Berizo. Su amistad con Campins llevó a Franco a interceder por él ante Queipo, quien dijo a Salgado-Araujo: «No quiero abrir ninguna carta de su general que trate de este enojoso asunto y dígale que mañana domingo será fusilado»[7]. Ese mismo día 16, siguiente a los actos del cambio de bandera, aparecieron en Triana los cadáveres de los falangistas Manuel Ingelmo Pérez y Juan Cerezo Campos. La medida que se tomó fue típicamente nazi, siendo detenidos al azar unos setenta hombres de las calles cercanas a donde aparecieron las víctimas (Pagés de Corro, Febo, Ardilla). Todos ellos serían asesinados el día 18 de agosto en el Cementerio.

En esas dos semanas de agosto se efectúa una gran purga selectiva. Teniendo ahora algo más de perspectiva podemos intuir sus motivaciones más generales. Es evidente que la ocupación de Mérida y Badajoz, además de acabar con un gran foco de resistencia y permitir a los sublevados el contacto con otras zonas ocupadas, representa el final de la primera etapa del golpe militar, el culmen del primer mes de sublevación y de guerra. Pero a la vez supuso un problema enorme para los sublevados, pues la caída de un pueblo tras otro y el avance incontenible de las fuerzas africanas creaba problemas de muy difícil solución y que aumentaban en proporción totalmente incontrolada. Puesto que la mayoría de la gente de estas provincias, mayoritariamente socialistas, era contraria al golpe militar, ¿qué hacer en los pueblos que se iban ocupando?, ¿qué hacer donde al no haberse producido violencia alguna, habían permanecido tranquilamente sus autoridades legales? Fueron estos retos los que condujeron a un perfeccionamiento de las diferentes modalidades de represión, desde la desaparición masiva de detenidos, hecho que por diferentes conductos fue conocido en las restantes provincias controladas por Queipo así como en el resto del país de manera inmediata, hasta la aniquilación de élites. En el territorio controlado por Queipo, los detenidos, miles de personas debido a la fuerte implantación izquierdista de la extensa zona ocupada en un mes, ni cabían en los innumerables lugares habilitados como prisiones ni esperaban juicio alguno. ¿Qué hacer con ellos? Bastaba con el Bando de Guerra, que permitía eliminar a cualquiera sin más. El mismo Cuesta Monereo anotó en sus «Papeles» lo siguiente:

Uno de los primeros [problemas] que se puso de manifiesto fue el de la seguridad de los prisioneros que se cogían a la entrada de las columnas en los pueblos. La mayor parte de éstos no disponían de cárceles ni locales donde pudieran tenerse con ciertas garantías, obligando a distraer fuerzas en esta misión hasta la organización de las milicias. Ligado a este problema venía el de su manutención, aunque las familias de ellos remediaran esta necesidad en muchos casos. Se autorizó en su vista a los Comandantes Militares a hacer una primera clasificación, interrogándoles rápidamente a fin de que enviaran los de mayor responsabilidad a la Capital para ser juzgados por los Consejos de Guerra con mayores garantías de acierto. Problema hondo, de retaguardia, que hubo que resolver al tiempo que se continuaban las operaciones de conquista u ocupación de pueblos.

Calló, sin embargo, que a esos mismos comandantes militares se les dio competencia para efectuar la primera purga[8]. Pero había un problema que se hizo visible enseguida. Entre las personas que controlaban ahora el poder, entre las numerosas autoridades que hubo que improvisar, había legalistas, timoratos, gente agobiada por los vecinos y amigos, por las constantes peticiones de favor, personas incapaces de hacer el más mínimo daño a nadie. Debió de haber un acuerdo esos días —hay constancia de su existencia en Huelva— por el que gestoras de pueblos de diferentes provincias fueron modificadas y ocupadas por gente decidida a lo que hiciera falta. Es el momento en que los viejos primorriveristas o los políticos del Bienio Negro son sustituidos por militares, guardias civiles retirados o por jóvenes falangistas al frente del poder local. Bajo estas nuevas gestoras y a lo largo del verano y otoño de 1936 tuvo lugar la fase más dura de la represión, ésa a la que Queipo animaba desde la División y cuyos efectos alcanzaron hasta los rincones más recónditos del territorio ocupado. Hubo personas de derechas, partidarias de un golpe de timón a la vieja usanza —todos tenían en la cabeza a Primo de Rivera, al que acabarían idealizando—, que se vieron totalmente desbordadas por la barbarie imperante. En este sentido el golpe aniquiló a la izquierda y silenció para siempre a la derecha moderada.

En agosto, cuando se inicia el recorrido hacia Madrid, la estrategia cambia. Lo que antes ocurría en unos cuantos sitios de cada provincia —la irrupción de las fuerzas coloniales en una localidad— ahora se generaliza. En once días las fuerzas recorrieron poco más de doscientos kilómetros. La mayoría de los pueblos fueron bombardeados previamente por la aviación sin tener en cuenta para nada, como ya era habitual, la existencia de detenidos de derechas. Al acercarse la columna a algún lugar, aun sin resistencia alguna, la artillería efectuaba varios disparos. Cuando las fuerzas entraban en un pueblo, con ayuda de la derecha local, que además siempre solía disponer de algún miembro dentro de la columna, realizan las primeras detenciones, tan selectivas como indiscriminadas, y la primera matanza. Así ocurre en Fuente de Cantos, Zafra, Los Santos, Villafranca, Almendralejo y Mérida. Es significativo el caso de Villafranca. Por este pueblo, de más de 15 000 habitantes y sin víctimas de derechas pese a los numerosos derechistas detenidos, pasaron casi de largo en la noche del día 7 preocupados como estaban por la fuerte oposición que se preparaba en Almendralejo. A lo largo del 7 y del 8 muchos de los que habían huido al campo regresaron. Pero una vez sofocada la resistencia en Almendralejo, el día 9, algunas fuerzas volvieron para atrás, efectuándose en esa mañana numerosas detenciones. Por la tarde cincuenta y seis hombres fueron trasladados por el pueblo atados por parejas, pensando la gente que los llevaban a algún corralón por no caber en el depósito. En realidad fueron conducidos al Cementerio, donde fueron asesinados en una inimaginable matanza que dejó a todos conmocionados. De las personas desaparecidas ese día fueron inscritas posteriormente en el Registro Civil un total de treinta y siete.

El esquema represivo se repite pueblo a pueblo en Cádiz, Sevilla, Huelva, Córdoba o Badajoz. Sin embargo, y como se ha dicho, a medida que las columnas fueron subiendo en dirección a Mérida el lapso de tiempo entre detenciones y fusilamientos fue reduciéndose, de forma que en muchos pueblos extremeños se realizan matanzas de sesenta, setenta o cien personas nada más ocupar el pueblo. Y con el agravante de que la mayoría de los izquierdistas de cierta relevancia, conocedores de lo que venía pasando de sur a norte, han huido de los pueblos concentrándose en Mérida o en Badajoz. Además, a la vez que se acelera el proceso represivo aumenta su volumen. Todos los pueblos, por más que la izquierda fuese respetuosa con la vida, sufren tremendas matanzas que se llevan por delante a hombres y mujeres de cualquier edad. Las violencias previas sobre la derecha, caso de Fuente de Cantos o Almendralejo, provocan y sirven de justificación a matanzas incontroladas. En realidad, por el tratamiento que los sublevados daban al tema, da la sensación de que deseaban encontrárselas[9]. ¿Cómo si no justificar los asesinatos en masa llevados a cabo en pueblos como Zafra, Los Santos o Villafranca, entre tantos otros, donde no hubo víctima alguna de derechas? Por ello se magnifican los casos donde hubo violencia y se recurre al eterno no les dio tiempo para todos los demás. Estos hechos se prolongan a lo largo de 1936, alcanzando topes máximos en agosto y septiembre, y disminuyendo lentamente hasta fines del año o principios de 1937. Frecuentemente en esta fase final se produce un último coletazo represivo que viene a resolver los cabos sueltos y a acallar de manera definitiva la indignación de las personas agraviadas.

Uno de los casos más frustrantes de no-violencia para los sublevados fue, a finales de agosto, el de Nerva y Riotinto, donde habían llegado a imaginar voladuras de pueblos y asesinatos en masa. Curiosamente solían imaginar lo que luego ellos llevaban a la práctica. La frustración aumentó en Mérida y Badajoz, con diez derechistas asesinados en la primera y once en la segunda, y con centenares de presos sanos y salvos. En consecuencia, estos casos no fueron ni siquiera citados en los diversos Avances de la Causa General: ¿cómo justificar la matanza de varios miles de personas con base en los veintiún asesinatos cometidos en dichas ciudades? La estrategia represiva era independiente de la violencia ejercida por el contrario. La matanza iniciada a partir del 18 de julio en Cádiz, Sevilla y Córdoba, continuada el 14 de agosto en Badajoz y culminada a fines de ese mismo mes en la cuenca minera de Huelva debe ser considerada como un genocidio, palabra creada por Rafael Lemkin unos años después y que el diccionario define como «exterminio sistemático de un grupo social por motivos de raza, de religión o políticos»[10]. Este proceso quedará asociado para siempre a nombres como Manuel Díaz Criado en Sevilla, Gregorio Haro Lumbreras en Huelva, Eduardo Valera Valverde en Cádiz, Manuel Pereita Vela y Manuel Gómez Cantos en Badajoz, Ciríaco Cascajo, Eduardo Quero Goldoni, Luis Zurdo Martín y Bruno Ibáñez en Córdoba, y José Valdés Guzmán en Granada. Y por encima de todos ellos, el general Queipo de Llano.

Desde las primeras operaciones de las fuerzas africanas en Cádiz, Sevilla y Huelva hasta el gran avance de la Columna Madrid, entre el 3 y el 14 de agosto se producen cambios importantes. En el sur, dichas fuerzas son utilizadas como elemento de choque en operaciones de urgencia que permiten a los golpistas afianzar su control o dominar ciudades o pueblos que por su cercanía a los núcleos sublevados o por su situación estratégica consideran importantes. Así ocurre en Cádiz con todo lo que amenaza la libre circulación con Sevilla; en Huelva con toda la línea que va desde Sevilla a la capital y a Ayamonte —puerta de Portugal, único medio de contacto entonces entre los sublevados del centro y del sur—, y en Sevilla, con pueblos cercanos a la capital o que entorpecen alguna vía importante como la comunicación con Écija, clave por su contingente militar, y Granada. En todas esas circunstancias actúan las fuerzas mercenarias, lanzadas contra los barrios populares de todas las ciudades del suroeste, Santa María y La Viña, Triana y La Macarena, o ciudades enteras como Huelva y Badajoz, y que dejarán huella imborrable en pueblos como el Puerto de Santa María, La Palma del Condado, Morón de la Frontera o cualquiera de los que se hallan entre Monesterio y Mérida, por citar varios ejemplos. Constituyeron por otra parte el instrumento idóneo para el «trabajo sucio», despersonalizando así lo que de otra forma hubiera sido una prueba insalvable para muchas personas. Bastará recordar el caso de Antonio Bahamonde Sánchez de Castro, cuyo límite fue colmado cuando hubo de intervenir en la conducción de presos para su ejecución en el Cementerio de San Fernando.

Un documento de la Comandancia Militar de Cádiz sin fecha, inusualmente explícito en sus planteamientos, planteaba la cuestión de fondo y señalaba los difusos límites de la represión en Andalucía y Extremadura:

La peculiar organización de los pueblos andaluces hacía que en un pueblo de 20 000 habitantes existían 20 o 30 terratenientes, 200 o 300 tenderos o comerciantes y 15 000 braceros sin más capital que sus brazos, todos asociados a organismos del Frente Popular. Cuando ellos dominan pueden fusilar a los dos primeros grupos y quedarse solos; en cambio los dos primeros grupos no pueden fusilar al tercero por su enorme número y por las desastrosas consecuencias que acarrearía[11].

Era cuestión, pues, de dejar el número suficiente como para evitar consecuencias no deseadas. Los márgenes eran amplios, tanto al menos como el desamparo en que quedaron sumidas miles de personas. A finales de agosto de 1936, por ejemplo, había que alimentar a diario a 12 000 personas en los cinco comedores de Sevilla: Pumarejo, Levíes, Triana, Sor Angela y San Cayetano, pero sólo en un mes, a fines de septiembre, el número se duplicó.

La conmoción resultante del terror y de la violencia, a cuyos efectos se aludió más arriba, produjo una profunda paralización que afectó a muchas personas. Sólo así puede explicarse que tantos se dejasen matar —siempre surgen las inevitables preguntas: ¿cómo no reaccionaron?, ¿por qué no huyeron?— y que tantos otros permanecieran impasibles ante tal derroche de muerte y dolor[12]. En ocasiones se producen reacciones inimaginables, como en Rosal de la Frontera (Huelva) el día en que hubo de incorporarse a filas un grupo de jóvenes. Entonces, con la plaza abarrotada de gente y con las autoridades en primera fila, varios de ellos levantaron el puño y gritaron a todos los presentes:

¡Viva la revolución! ¡Vivan los hijos de los padres fusilados[13]!

El traslado de los responsables de Orden Público a fines de 1936 y comienzos de 1937 apaciguó la mala conciencia de muchos de los que, de una u otra manera, se habían beneficiado de la nueva situación. En los pueblos todo fue más duro. Lo habitual era montar en un vehículo a los que habían de morir y eliminarlos en alguna cuneta o paredón de otro término o del mismo. Las oligarquías locales, orientadoras de la represión, raramente se mancharon las manos en estas tareas, para las que siempre hubo voluntarios cuando no guardias civiles o soldados de cualquier tipo[14]. En un pueblo como Almonte (Huelva), de unos 10 000 habitantes, la escuadra negra estuvo integrada por unas sesenta personas. Esta implicación en la violencia, este «pacto de sangre», constituye la argamasa que unió al bloque vencedor. A más pronta y mayor represión, más dificultades para echarse atrás.

Y aunque la sangre pedía más sangre[15], a partir de principios de 1937 se dio por concluida la represión indiscriminada y se pasó a la celebración de Consejos de Guerra Sumarísimos. Es en este panorama en el que se enclava el Decreto de Unificación de los cuerpos paramilitares (Falange y el Requeté) y «su elevada misión» de mantener firmes y en el sendero trazado por el golpe a los supervivientes de la limpia, siempre dudosos o con la mirada hosca, como decía de los obreros de Jerez de la Frontera el comandante militar Arizón. «Serán indiferentes a la política en el momento en que se les aseguren condiciones aceptables de trabajo», apunta un informe del momento. De todas formas hay que decir que la represión incontrolada nunca concluyó plenamente y sobre todo que siempre existió constancia de ella. Pueden darse dos ejemplos significativos de esto. A finales de 1936 un guarda del Mercado de la Encarnación de Sevilla denunció a José Jiménez Díaz por recoger sobras y enfrentarse a los que querían expulsarlo del mercado. El intento de localización de esta persona se cerró con un oficio de la Delegación de Orden Público en el que Santiago Garrigós informaba que a José Jiménez Díaz «le fue aplicado el Bando de Guerra el 26 de diciembre de 1936», es decir, a los pocos días de efectuarse la denuncia. Ni que decir tiene que dicha muerte nunca fue inscrita en el Registro Civil, pero sí en los registros de Orden Público. En otro caso, es la Autoridad Militar la que solicita del Cementerio la identidad de las personas a las que el 9 de marzo de 1938 se aplicó el Bando de Guerra. La contestación es ésta:

(Sello del Ayuntamiento de Sevilla)

Negociado del Cementerio ¡Arriba España!

En contestación a su atento oficio de 21 de los corrientes tengo el honor de manifestar a V. S. que según me informa el Sr. Oficial encargado de los servicios del Cementerio de San Fernando el día 9 de marzo de 1938 fueron inhumados en la fosa común los cadáveres de nueve individuos a quienes les fue aplicado el Bando de Guerra, sin que fueran objeto de identificación, ignorándose si entre ellos se encontraba Pablo Delgado Delgado y Salvador Domínguez Pérez. Respecto a José Ramón Esteban Ruiz se encuentra inhumado en sepultura de tercera clase, calle de San Lucas, 46 izda.

Sevilla 27 de abril de 1938. II Año Triunfal Delgado Roig

Tuvieron que ser nuevamente los ficheros de Orden Público los que informaran de que Pablo Delgado y Salvador Domínguez, vecinos de El Madroño, de veintinueve y veintiocho años respectivamente, desparecieron a las tres de la madrugada del 9 de marzo de 1938 en el Cementerio de San Fernando tras pasar por Consejo de Guerra. Con ellos también murió Juan López Pérez, de veinte años y secretario de la Agrupación Socialista. Ese mismo día, José Ramón Esteban Ruiz, otro vecino de El Madroño, de cuarenta y seis años, presidente de la Agrupación Socialista y alcalde de su pueblo entre 1932-1933, murió en la Prisión Provincial a consecuencia de asfixia por extrangulación. Los tres primeros fueron inscritos en el Registro Civil el 21 de abril y el último el día 10 de marzo. El Cementerio, donde se sabía el número pero no la identidad de los ejecutados, pudo confirmar este caso por tratarse para ellos de una inhumación regular.

Finalmente, puede citarse un ejemplo del mantenimiento de la represión salvaje ya en tiempo de los Consejos de Guerra. Tuvo lugar en Aracena con motivo de la detención de Manuel Nevado Romero y de Crispín Domínguez Domínguez, el primero acusado de izquierdista y de haber participado en la destrucción de la Iglesia, y el segundo un simple huido. Todo siguió los trámites habituales hasta que cierto día el Instructor, el falangista Florentino Pérez Embid, se encontró con que los presos habían desaparecido del depósito municipal. Varias semanas después, a finales ele agosto del 1937, la Comandancia Militar le informó que «les fue aplicado el bando de Guerra… en fecha seis del actual». Serían inscritos varios años más tarde en el Registro Civil con fecha diferente de fallecimiento a la ofrecida por el oficio de la Comandancia Militar.

Podemos, pues, calcular el valor de los Archivos de la Delegación de Orden Público. Sobre el grado de minuciosidad a que debieron llegar en sus informes baste decir que, en su afán por localizar a personas que aparecían citadas en diferentes declaraciones o individuos fichados con anterioridad por las brigadillas de la Guardia Civil o de la Policía, llegaron a controlar incluso las víctimas habidas a consecuencia de la ocupación de los barrios. De ahí la importancia de la desaparición de dichos archivos que se comentó al inicio de este trabajo. Con ellos desapareció la verdadera historia cotidiana, la práctica preferente, de lo que se llamó el Glorioso Alzamiento Nacional.