1
La sublevación en marcha:
los años republicanos
En realidad un esquema golpista no se puede montar de una vez. Tiene que ser probado en múltiples oportunidades, tiene que irse imponiendo progresivamente a la conciencia del país. Los golpes fracasados forman parte de la preparación del golpe que triunfará. No cabe despreciar por tanto los golpes anunciados y no realizados.
Theotonio Dos Santos
HACE YA ALGUNOS AÑOS aludía Manuel Ballbé a la habitual falta de memoria que nos caracteriza[1]. Analizaba Ballbé en su obra magistral el largo proceso por el cual la sociedad española había llegado a delimitar los ámbitos jurisdiccionales civil y militar en lo que respecta al orden público, concepto de amplio y profundo contenido en una sociedad como la nuestra en la que el uso de cualquiera de los derechos fundamentales de una sociedad moderna podía ser englobado dentro del delito de rebelión militar. Según Ballbé, los ámbitos policiales y gubernativos de la administración civil española habían estallo constantemente militarizados a lo largo de nuestra historia contemporánea. Habría que decir que en parte la falta de memoria es hija de la ignorancia. Desconocemos nuestro pasado, incluso el reciente. Y lo desconocemos por varios motivos entre los que habría que destacar básicamente dos: la existencia de archivos cerrados a la investigación y cierta tendencia, localizada, de las investigaciones oficiales hacia temas no conflictivos, entendiendo por conflictivo casi todo lo ocurrido en España entre 1931 y 1978, temas que cuando al fin son tratados pertenecen de lleno a lo que podríamos llamar «historia muerta»[2]. Cuando se accede a un archivo de máximo interés y enteramente desconocido como el Archivo del Tribunal Militar Territorial Segundo (ATMTS), que contiene todo lo relativo a la justicia militar en la antigua Segunda Región Militar a lo largo de nuestro siglo, puede percibirse lo que ignoramos. Y comprobar no sin cierto asombro, y aun conociendo los antecedentes, la omnipotencia de la justicia militar, bajo cuyo dominio quedaban incluso los delitos de opinión. Así vista, nuestra historia reciente adquiere otro matiz y ciertas prácticas que tenemos asociadas al largo franquismo, aunque llevadas por éste a su perfección, resultan ser muy anteriores.
Surge entonces la pregunta de si la izquierda de los años republicanos no percibía aquella continua interferencia o consentida invasión de lo militar en lo civil, y si lo percibía, como era el caso, por qué no hacía nada. La respuesta parece ser la de siempre: el deseo de no provocar roces y tensiones con los estamentos delicados, deseo que a veces más parece obligación ante el dudoso republicanismo de amplios sectores funcionariales. En fin, resulta penoso tener que reconocer que el recurso a las situaciones de excepción, entendiendo por tales la entrega del poder al mando militar, nunca fue interrumpido en España y que hay una línea constante en tal sentido entre 1812 y 1981, año del último bando dictado por un militar. Es sabido, por ejemplo, que el mundo judicial fue parte esencial —«núcleo central de la contrarrevolución», lo consideró Franz Neumann— [3] en el ascenso del nazismo, tanto en su dureza con la izquierda como, sobre todo, en su actitud comprensiva y suave hacia hechos como los golpes de Kapp y de Hitler en los primeros años veinte. Aquí en España, como veremos, ocurrirá lo mismo, pero con un agravante: la justicia militar controla amplias parcelas de la jurisdicción civil, o en otras palabras, parte de la administración pública española, la que se encarga del Orden Público, está militarizada.
El 18 de julio de 1936 se produjo el asalto definitivo a la República, asalto realizado con plena conciencia de que derivaría en conflicto civil generalizado. Los civiles y militares que lo protagonizaron no tuvieron más que seguir la práctica habitual de declarar el estado de guerra y usurpar el poder civil. Pero hay que decir que si bien la legislación republicana permitía tales actuaciones, se saltaron un paso fundamental, pues aunque en situación de estado de guerra el mando debía asumirlo la autoridad militar, existía la obligación de que la suspensión de garantías constitucionales fuera decretada por el Gobierno legal. Como luego veremos, para solventar tal escollo, decidieron considerar inexistente a dicho Gobierno, de forma que según los sublevados no hicieron sino ocupar un vacío.
Es importante señalar también que, como suele ser habitual en los procesos contrarrevolucionarios, el golpe del 18 de julio no fue más que la fase última y definitiva de un proceso iniciado mucho antes. En Sevilla, por ejemplo, y me refiero por extensión a la amplia zona que englobaba la II División, podrían establecerse cuatro fases: julio de 1931, agosto de 1932, octubre de 1934 y julio de 1936. Todas salvo la referente a octubre de 1934 tuvieron repercusión nacional.
SOBRE LA «LEY DE FUGAS». (JULIO DE 1931)
Ensayos sucesivos, algunos con hechos gravísimos como la aplicación de la «ley de fugas[4]» en el Parque de María Luisa en la noche del 22 al 23 de julio de 1931 con motivo de una huelga general, sin los cuales algunos hilos que conducen hacia el 18 de julio no hubieran existido. Miguel Maura, ministro de Gobernación, ya había enviado antes a Sevilla, revuelta desde la misma proclamación de la República, al director de la Guardia Civil, que no era otro que el general José Sanjurjo Sacanell. El capitán general de Andalucía era en ese momento el general José Ruiz Trillo, sustituto del también general Miguel Cabanellas Ferrer, aclamado a su llegada a Sevilla como «viejo republicano»[5]. Esa misma noche del 22 al 23 en que fue declarado el estado de guerra se produjeron dos procesos paralelos: el traslado del centro de decisiones del Gobierno Civil a Capitanía y el paso a primer plano de los voluntarios, los animosos muchachos a los que aludiera el periodista Enrique Vila. La acción, en la que fueron asesinadas cuatro personas cuando eran trasladadas desde el Gobierno Civil a los sótanos de los edificios militares del Parque de María Luisa (uno de los lugares de reclusión y muerte en 1936), estuvo dirigida por el capitán Manuel Díaz Criado, uno de los admitidos como voluntarios por el gobernador Bastos en la larde del 22. Este fanático ultraderechista alcanzaría finalmente su cénit al ser nombrado Jefe de Orden Público por Queipo el 25 de julio de 1936, hecho en el que sin duda influyó el recuerdo de su papel en julio de 1931. Pese a los resultados obtenidos por la comisión parlamentaria encargada de investigar aquellos sucesos, resultados que demostraban que el gobernador José Bastos Ansart delegó poder en elementos derechistas interesados en aumentar los desórdenes y en crear situaciones tan graves como la del Parque, no se inició procedimiento judicial alguno. Todos estos sucesos tuvieron amplia resonancia nacional.
Ocurrió también entonces, en la tarde del 23 de julio de 1931, el grotesco episodio del bombardeo de la «Casa Cornelio», lugar de reunión de izquierdistas de La Macarena, situado junto al arco que da entrada al barrio, arrasado definitivamente años después para levantar la basílica que habría de acoger la imagen de la virgen y los restos del general Queipo, de su esposa y de su estrecho colaborador el auditor Francisco Bohórquez. El bando militar decía que
… contra las casas desde donde se hostilice a las fuerzas del Ejército o a los agentes de la autoridad, se emplearán los mayores medios de violencia, llegando incluso a la destrucción del inmueble, mediante el empleo de la Artillería.
Lo que ha pasado a la posteridad como un hecho anecdótico, aislado de la cruenta lucha habida[6] y donde lo que se destaca es el lugar en que se situó la Artillería o dónde fueron a parar las bombas, no fue sino un gravísimo atentado contra la sociedad civil y el antecedente inmediato, cinco años antes, del bombardeo y ocupación de barrio. Se suele omitir, por cierto, que antes del bombardeo, calles y plazas fueron tomadas por fuerzas militares y de la Guardia Civil. Se destruyó un símbolo. Durante los días y semanas siguientes, cientos de sevillanos pasaron por delante de la casa: casa tomada, reventada, patética ruina de lo que fue. «Esta casa ha sido fusilada por la misma razón que se adora una reliquia», escribió Blas Infante[7]. El Gobernador Civil, José Bastos Ansart, fue cesado. Reconoció en el Parlamento que incluso su despacho, siguiendo el más puro estilo primorriverista, fue tomado por los «elementos de orden», un grupo de peculiares voluntarios cívicos con apellidos como Murube, Turmo, García Carranza, Parias, Parladé, Díaz Criado, Montes, Galnares, Ibarra o Camino. No es de extrañar, pues, que el mismísimo Enrique Vila, fustigador de todo lo que oliera a República, asociara en sus crónicas la llegada de Bastos con la recuperación de la autoridad, ni que a su regreso de Madrid éste viniera convencido de que iba a estallar una revolución. Bastos, al contrario que el gobernador anterior Antonio Montaner Castaño, era del gusto de la derecha sevillana. Pedro Vallina expone en sus memorias, en el capítulo titulado «La tragedia del parque de María Luisa», la teoría de que Maura envió a Bastos a Sevilla para que descabezara el movimiento obrero; por su parte Bastos, como expuso Vila, mantuvo la teoría del «Complot de Tablada».
Resulta clarificador leer declaraciones de 1934 de Luis Redondo o Enrique Barrau sobre su participación en el golpe de Sanjurjo de agosto de 1932. Dijeron que simplemente hicieron lo que en julio de 1931, es decir, ponerse a disposición del capitán general y del Gobernador Civil. La legitimidad de la acción se daba por supuesto. Ni que decir tiene que en octubre de 1934, momento de pocos incidentes y muchas detenciones en Sevilla según Macarro Vera, nuevamente se recurre a «gente de orden» a la que se arma. Y para saber quiénes eran realmente y qué representan estos voluntarios a lo largo de la República, lo mejor es acudir al periodista Enrique Vila, el futuro «Guzmán de Alfarache», el hagiógrafo del 18 de julio, para quien los cívicos «no eran “señoritos monárquicos”… no; eran sevillanos entusiastas, amantes del orden e incondicionales de la autoridad, que no se había visto en Sevilla mantenida con dignidad desde la implantación de la República»[8]. «Movimiento abnegado y generoso», lo llamó el diputado radical por Sevilla Miguel García-Bravo Ferrer, criticando además a los que confundieron «aquel desinteresado y nobilísimo ofrecimiento con un movimiento fascista, con un movimiento reaccionario, sin pensar que en aquellos momentos nadie pensaba en sus ideales particularistas, sino que todos, republicanos y monárquicos, cooperamos fraternalmente en defensa de la ciudad, en la amorosa defensa de la ciudad, que estaba dominada por el terror de los pistoleros»[9]. He ahí la alianza en la que fraguará el 10 de agosto de 1932. En aquel momento destacó la claridad del comandante de Seguridad Fernando Olaguer Seguí, quien además de describir el estado de confusión total del Gobierno Civil indicó claramente la responsabilidad del llamado eufemísticamente «grupo de cívicos». Por su parte, el informe expuesto en las Cortes el 26 de agosto de 1931 por el diputado y profesor de Derecho Penal Emilio González López, uno de los comisionados enviados a Sevilla, no dejó lugar a dudas en dicho sentido. Lo cierto es que a solo tres meses de la proclamación de la República, y como si de una premonición se tratara, cuatro obreros fueron asesinados y el bar más popular de uno de los barrios obreros más emblemáticos de la capital andaluza, La Macarena, fue bombardeado desde el mismo lugar en que cinco años más tarde los cañones destrozarían el barrio.
La impunidad de los culpables, empezando por Manuel Díaz Criado, constituyó la primera gran derrota de la República o, lo que es igual, el primer triunfo de la oligarquía sevillana y, por extensión, española[10]. Esta impunidad vino en parte favorecida por el rechazo republicano-socialista a asumir responsabilidades y a llegar al fondo de la cuestión. Y de esta forma, dado el escaso costo, se permitió y favoreció que la derecha antirrepublicana y la mayor parte de los cuerpos armados, especialmente la Guardia Civil, fuesen poco a poco educándose en el ejercicio de la violencia. Detrás, para cerrar el círculo, la constante recurrencia a fórmulas militares para afrontar problemas civiles. El hecho tuvo tal importancia que a partir de ese momento se oyeron más de una vez historias similares. En esos mismos días se dijo que los acusados del asalto al cuartelillo de la Plaza del Sacrificio habían corrido la misma suerte y, al año siguiente, cuando con motivo del golpe de Sanjurjo se detuvo a diversas personas relevantes de la ciudad —el alcalde Labandera, el fiscal de la Audiencia José María Gálvez Loshuertos, el militar republicano Ildefonso Puigdengolas Ponce de León, los hermanos José y Manuel León Trejo, Ramón González Sicilia o Hermenegildo Casas, entre otros—, el primer rumor que corrió por la ciudad fue que les habían aplicado la «Ley de Fugas», como a los del Parque… El mensaje había calado. Era simplemente cuestión de tiempo.
LOS SUCESOS DEL 10 DE AGOSTO DE 1932
Las intrigas del general Sanjurjo, así como las de los sectores monárquicos, eran un secreto a voces. Un mes antes del 10 de agosto circularon octavillas por la ciudad donde se hablaba de lo que se tramaba. El antes aludido Miguel García-Bravo Lerrer, en el discurso mencionado, arremetía contra los que advertían del posible golpe, acusándolos de «excitación al crimen, a la revuelta, a la revolución, al asesinato de la fuerza pública». En la octavilla reproducida en el discurso se leía: «Ciudadanos trabajadores. La Guardia Civil con el criminal de Sanjurjo al frente se dispone a establecer en España una dictadura asesina». Incluso el ambiente estaba preparado, pues según García-Bravo Ferrer:
… el buen sevillano que ve a la fuerza pública patrullando por las calles, que ve en las esquinas apostadas algunas veces las ametralladoras, que ve las azoteas de los centros oficiales tomadas militarmente como puntos de observación, que ve cruzar, incesantemente, el cielo de la ciudad por aeroplanos en vigilancia continua, a la vista de este aparato bélico que le anuncia la inminencia de un peligro, siente ¡cómo no!, abatido su espíritu.
En tales circunstancias más que la temida revolución lo que podía venir era un nuevo golpe. Y eso fue lo que ocurrió al año y pico de proclamarse la República y de la aplicación de la «Ley de fugas». La memoria de «los sucesos de 1932» fue mucho más fuerte de lo que se piensa. Frente a la idea de que el fracaso de la intentona llevó a los civiles y militares participantes en ella a apartarse y a dudar de todo proyecto golpista, lo cierto es que más bien parece que la aventura sevillana de Sanjurjo y las escasas consecuencias para los culpables constituyen la base del 18 de julio. Lo que ocurre es que la derecha jugó como siempre a magnificar el castigo recibido, convirtiendo lo que quiso ser justicia, débil e incompleta, en agravio irreparable. Tuvo dos graves consecuencias: a la izquierda le hizo pensar que los golpes no eran ya viables o que se podían sofocar con relativa facilidad; y para la derecha, sin embargo, constituyó una experiencia única. No hay que olvidar que aunque el golpe fracasó en el resto del país, triunfó en Sevilla, donde los golpistas tomaron el poder y las autoridades fueron detenidas. Ciertos datos del todavía desconocido golpe de agosto de 1932 producen perplejidad. Su extensión en el sur: Sevilla, Écija, Córdoba, Andújar, Cádiz, Jerez, Huelva; sus protagonistas: José Enrique Varela Iglesias, Alfonso Gómez Cobián, Luis Redondo García, Pedro Parias González, Felipe Acedo Colunga, Guillermo y Manuel Delgado Brackembury, José Solís Chiclana, Lisardo Doval Bravo, Ildefonso Pacheco Quintanilla, Modesto Aguilera Morente, Antonio Villa Baena, Adolfo Corretjer Duimovich y tantos otros hasta más de un centenar, y en el Gobierno Civil, allí junto al gobernador Eduardo Valera Valverde, desde primeras horas de la mañana del 10 de agosto, el comandante del Estado Mayor José Cuesta Monereo, observando en primera fila una clase práctica de golpe de estado[11]. Así, igual que el futuro Jefe de Orden Público se labra en julio de 1931 demostrando que se puede matar impunemente a cuatro personas, a cuatro obreros, es ahí en ese despacho del Gobierno Civil donde se forma el cerebro del golpe de 1936.
Ese mismo Gobierno Civil ocupado por el comandante de Ingenieros retirado Cristóbal González de Aguilar, marqués de Sauceda, y por José María García de Paredes, otro exmilitar y carlista como el anterior en funciones de secretario, fue lugar de paso para muchos derechistas sevillanos, unos para ofrecerse y otros para dar ánimos, desde el exdiputado provincial primorriverista de Huelva Francisco Rincón Rincón, que en 1936 acompañará a la columna dirigida por Luis Redondo en su recorrido por la Sierra de Aracena, hasta Pedro Parias, todo el día trasteando por las dependencias del Gobierno, anticipándose a su destino de ocupar pronto esos mismos despachos a sangre y fuego. Tampoco podía faltar José García Carranza «El Algabeño», quien se jactaría en noviembre de 1936 al periódico FE de su participación en la Sanjurjada y de los cuatro meses que pasó en prisión por ello. En la trama civil, muy poco investigada en Sevilla, apareció también Martín Ruiz Arenado, miembro de la colonia santanderina y al que la amnistía de febrero de 1936 libró de una larga condena por homicidio. «¡Hay que salvar a España de la canalla!», gritaba Francisco Rincón a las fuerzas de Asalto en la Plaza Nueva cuatro años antes de que Queipo pusiera de moda la expresión.
El estilo del 10 de agosto lo puede marcar algo que ocurrió en Tablada. Ante la actitud legalista que parecía predominar en la Base, que no acababa de secundar al sector encabezado por Felipe Acedo Colunga, Sanjurjo se presentó allí al mediodía. Amparado por sus partidarios, estuvo en el comedor de oficiales, a los que arengó diciéndoles que no podían tolerarse los insultos a los militares ni la separación de Cataluña, y que se sumasen a su movimiento, que era republicano. Entonces, convencido del éxito de su visita y antes de marcharse de la Base Militar, sacó doscientas pesetas y dijo: «Esto para refrescos para la tropa». Otro curioso detalle, destacado por los sublevados en su favor, fue que las piezas de artillería situadas en la Plaza Nueva fueron colocadas de tal forma que no se interrumpiera el tráfico… Tampoco debe olvidarse que ese estilo todavía un tanto primorriverista del golpe del 10 de agosto estuvo a punto de irse al garete esa misma mañana en la Plaza Nueva, cuando un guardia echó mano al fusil y disparó contra el grupo de manifestantes que se había ido agrupando ante el Ayuntamiento desde por la mañana. El disparo no llegó a su destino porque el arma falló. Otra imagen representativa y premonitoria sería la del grupo de guardias civiles que atravesaron Sierpes arrastrando y pisoteando una bandera republicana, grupo que fue aplaudido y jaleado a su paso por el Círculo Mercantil. Más definitivo sería el informe de Leopoldo Ruiz Trillo en funciones de Inspector General, quien para justificar lo ocurrido en Sevilla resaltaba que, después de todo, Sanjurjo «ya había tomado el mando en otra ocasión», en referencia al año anterior. En este mismo sentido, dos de los atenuantes manejados más tarde serían la confusión que produjo la inercia del mando legítimo y la sugestión del mando intruso.
La República pudo hundir a los sublevados, pero no lo hizo. Para ello hubiera bastado con recurrir al Código de Justicia Militar. La guarnición de Sevilla hubiera requerido una remodelación a fondo que ni siquiera llegó a plantearse. Y mientras el sustrato básico golpista controlaba el proceso, se airearon los castigos recaídos sobre ciertos militares y monárquicos. Sin embargo, todo fue convenientemente retardado, tanto como para amnistiar en agosto de 1934 a procesados como Varela Iglesias, Lisardo Doval, Solís Chiclana, Rodríguez Carmona o Acedo Colunga, o como para que las últimas decisiones judiciales sobre los sucesos de agosto de 1932 se tomasen en agosto de 1935, seis meses antes de las elecciones de febrero de 1936. La euforia republicana duró muy poco y, dado el curso del proceso y el de la propia República a lo largo de 1933, muy pronto se pudo comprobar que los encausados, cada vez más envalentonados, recuperaban el tono inicial y que las responsabilidades se volatilizaban. De esta manera, lo que ya en el mismo mes de agosto de 1932 fue definido legalmente como «subversión armada contra las Cortes y el Gobierno constituido», dos años y medio después pasó a ser considerado como auxilio a la rebelión militar. Solo Sanjurjo incurrió en delito de rebelión militar. La ausencia de violencia y de derramamiento de sangre fue el principal atenuante. Flotando quedó en el ambiente la razón argüida por varios de los principales encausados para sumarse al golpe: puesto que según todos los indicios el Gobierno había caído, todo era legítimo.
A pesar de la evidente farsa, lo ocurrido, por nimio que pudiera parecer, fue sumado al memorial de agravios de los que, por todos los medios a su alcance, consiguieron que la República ni siquiera llegara a asentarse. Mientras más débil fue la República más se agrandó la seguridad y el odio de los que querían acabar con ella, pues como luego veremos casi todo se convirtió en motivo de venganza. Retengamos una imagen más y pensemos, por ejemplo, cómo asumirían los detenidos las diligencias de reconocimiento de octubre de 1932. Hay que imaginarse a todos, ochenta militares casi todos oficiales, formados, y por delante, intentando identificar a los que entraron arma en mano en el Ayuntamiento y detuvieron a las autoridades, el alcalde José González Fernández de Labandera o el concejal Fernando García de Leániz. ¿Quién reconocía a quién? De nada sirvieron las ingenuas y bienintencionadas declaraciones de las víctimas a favor de los culpables: el alcalde Labandera y el capitán Puigdengolas testimoniaron a favor de Valera Valverde y el diputado gaditano Manuel Muñoz Martínez, exmilitar, a favor de Varela. Por supuesto, y ello da la medida de la farsa, nunca se llegó a saber quiénes fueron los militares que entraron en el Ayuntamiento ni los guardias civiles que pisotearon la bandera por Sierpes ni la identidad del que intentó disparar contra los manifestantes. Las tramas internas que habían posibilitado el 10 de agosto en Sevilla quedaron intactas a la espera de una ocasión más propicia.
A la causa se incorporaron como prueba gráfica veintidós de las fotografías realizadas por Juan José Serrano. Es otra de las peculiaridades de la Sanjurjada, un golpe de estado fotografiado paso a paso. Lógicamente Serrano, estrechamente ligado al ABC, reflejó en sus fotografías su afinidad con los sublevados plasmando para la posteridad una «jornada memorable» donde «toda Sevilla» secunda y abriga a Sanjurjo, un «héroe tranquilo» que recorre plácidamente la ciudad. El fotógrafo, como el periódico al que pertenecía, no está con la mayoría de los sevillanos sino con los golpistas. Ninguna imagen ensombrece este panorama ni ofrece información complementaria. Por supuesto, Serrano, que recibiría la Medalla Militar por su trabajo a partir del 18 julio de 1936, no captó imágenes del ajetreo del elemento civil ni la detención del alcalde y concejales, ni el ingreso de los detenidos en el Cuartel del Carmen. Evidentemente ninguna de esas imágenes forma parte de nuestra memoria gráfica de la Sanjurjada, sino que por el contrario todo ha acabado por reducirse a dos instantáneas: el plácido paseo de Sanjurjo y sus amigos por la calle Jesús del Gran Poder en la mañana del 10 de agosto y el espectacular incendio del Nuevo Casino unas horas después, cuando ya el golpe ha fracasado. El tiempo no ha hecho sino ahondar más la distorsión nacida de la visión parcial y tendenciosa. De esta forma la violencia y tensión inherentes al golpe de estado ha sido trasladada a sus víctimas, masa anónima agresiva e incendiaria frente a ese grupo de amigos que parecen dirigirse a tomar café entre los saludos aquiescentes del vecindario antes de cumplir, una vez más, con la «sagrada misión» de salvar la patria.
LA «REVOLUCIÓN EN EL SUROESTE» (OCTUBRE DE 1934)
Octubre de 1934, conato revolucionario localizado fundamentalmente en Asturias-León y Cataluña, representa, con Franco en el despacho contiguo al del ministro Hidalgo, Yagüe trasladado a la península con sus legionarios y regulares, y el guardia civil Lisardo Doval como delegado de Orden Público para Asturias y León, el modelo exacto que se aplicará casi dos años después. El Estado Mayor Central, encabezado por el general Masquelet, quedó anulado. Los hechos se vieron precedidos por unas maniobras militares celebradas entre el 23 y el 30 de septiembre precisamente entre León y Asturias, maniobras en las que intervinieron 23 000 hombres al mando del general López Ochoa. Junto a Hidalgo, y como observador, el general Franco. De paso, además de sofocar la revuelta, que duró dos semanas, se aprovechó para ocupar el poder municipal allí donde las elecciones municipales de 1931 dieron el poder a republicanos y socialistas. En ese momento la derecha se sintió muy fuerte. Franco, Yagüe, Doval y los militares en general fueron presentados como los «salvadores de la Patria», mostrando de manera transparente los contundentes medios con que contaban para salvarla. Para los sectores más reaccionarios resultó una experiencia tranquilizadora, un referente para el futuro. La brutalidad represiva del comandante Doval quedó grabada en el inconsciente colectivo. Tanto la forma en que fue aplastada la revuelta como el paso de los protagonistas por los Consejos de Guerra representa el mantenimiento y apogeo de la tradición militarista y el ensayo general de lo que vendría poco después. A la gravedad del conato revolucionario se respondió, como casi siempre, de forma desmedida, de manera que cabría decir que al intento revolucionario siguió el golpe legal. Todo esto adquiere más importancia en el sur, donde no ocurrió nada grave. Precisamente por eso es interesante observar, a solo año y medio del golpe de 1936, la actitud de los diferentes protagonistas.
En el Sur hay poco donde escoger[12]. Un buen ejemplo lo representa Paterna del Campo (Huelva), pueblo donde en la noche del 6 al 7 de octubre de 1934, después de tener noticia de lo que ocurría en Barcelona, y sin estrujarse mucho el cerebro, fue totalmente destruida la Iglesia. A las pocas horas fueron detenidas unas cuarenta personas, la mayoría de las cuales permanecerían ya en prisión hasta la celebración del Consejo de Guerra en enero de 1936, en que serían condenadas e inmediatamente liberadas por la amnistía de febrero del mismo año tras el triunfo del Frente Popular. Las primeras declaraciones fueron obtenidas por la Guardia Civil, siendo negadas después ante la justicia militar. Allí, frente a frente, se encontraron los militares que pronto se sublevarán y los abogados Manuel Blasco Garzón, Luis Cordero Bel, Juan Tirado Figueroa y Juan Gutiérrez Prieto, dos de ellos republicanos y dos socialistas, y diputados los tres últimos. Los años republicanos y las primeras semanas tras el golpe de julio de 1936 están pobladas de actos colectivos de violencia, en ocasiones contra las personas y las más de las veces contra los símbolos de poder. La referencia a Lope de Vega y a su Fuenteovejuna fue muy frecuente en esos años, empezando por los abogados defensores.
Sus defensas en este gran juicio del que tantos estaban pendientes nos permiten hacernos una idea de esa confrontación entre el mundo civil y el militar a la que antes se aludía. Las ideas del primero son de gran interés, entre otras cosas porque semejantes pensamientos no volverán a escucharse en España durante varias décadas. Destacó por su agudeza y sencillez, lejos de la vana retórica propia de la época, el diputado socialista Juan Gutiérrez Prieto. Centró su alegato en tres puntos, la necesidad de completar con pruebas las declaraciones obtenidas mediante confesión por la Guardia Civil —«es preferible dejar un delito impune que condenar a inocentes», dijo, insistiendo además en el principio pro reo—; la invalidez jurídica de los informes políticosociales —«todo el informe, que parece una hoja arrancada de nuestra picaresca, no tiene el menor fundamento; hojas de penales limpia, ni un juicio de faltas, trabajo y honradez, esto es lo que ofrecen a los jueces los procesados de esta causa»—; y la obligación del instructor de demostrar la culpabilidad de los acusados y no la de éstos en demostrar su inocencia. «¡Cuántas injusticias pueden cometerse con ese procedimiento, y muchas más tratándose de procesados de escasa cultura!», añadió.
Cabe imaginar qué hubiera pensado Juan Gutiérrez Prieto si hubiera vivido para ver cómo todos sus temores, confesiones obtenidas violentamente, informes llenos de odios y rumores y la presunción de culpabilidad se convirtieron en práctica única y habitual. Y además sin un abogado libremente elegido que defendiera de verdad al acusado. Lo mismo habría que decir de la desaparición de las leyes, devoradas por la ideología de los fiscales. Cuando el Juez Instructor aludió «a las doctrinas obreras de tipo reivindicativo que además van contra el capital, las jerarquías y la religión», Cordero Bel le replicó «que cualquiera de las doctrinas que pueda haber influido en estos hombres es tan buena, tan generosa, tan pura y tan hermosa como la que el digno Juez Instructor sustente…». Era evidente que la figura del abogado defensor civil elegido por el acusado no encajaba en el modelo judicial-militar. Algunos pensaban que al igual que los partidos y las elecciones politizaban innecesariamente la vida, también la justicia civil politizaba la Justicia. Esta lógica prefascista presuponía además que ni los partidos de derechas ni los militares hacían política; simplemente actuaban por el bien de España.
Finalmente, la llegada de Gil Robles al Ministerio de la Guerra en mayo de 1935, en sustitución de Lerroux, marca el ajuste final del mecanismo que estallará en julio de 1936. El supuesto táctico de las maniobras militares celebradas en Asturias el 22 de julio de 1935, en presencia de Franco, Fanjul y Goded, fue precisamente un combate con un grupo de rebeldes[13]. El Jefe del Estado Mayor Central desde mayo de 1935, fecha en que cesó el general Masquelet, hasta el 19 de febrero de 1936 fue el general Franco. Todo estaba a punto.
EL 18 DE JULIO Y SUS LEYENDAS
El 18 de julio sevillano poco tiene que ver con la imagen predominante. Y parece ya tiempo de desvelar la leyenda de Queipo por más que algunos se aferren a ella como si la propia esencia de la ciudad —nueva Covadonga, la llamó Queipo— fuera a esfumarse. Sin duda, dado su arraigo, costará tiempo desmontarla. Da la sensación de que las versiones que no se ajustan a ella, incluso las suaves como la contenida en el libro El último virrey de Manuel Barrios, son rechazadas una y otra vez como cuerpo extraño. Barrios tuvo el mérito de exponer muy pronto tres ideas básicas: que Sevilla no se tomó con un puñado de soldaditos, que los golpistas contaron con la complicidad de Villa-Abrille y que el cerebro del golpe en Sevilla fue el comandante José Cuesta Monereo[14]. Sin embargo, y pese a que el análisis racional llevaba a las tesis de Barrios, la leyenda, difundida por la prensa progolpista sevillana a raíz del primer aniversario del 18 de julio y perfilada en la Historia de la Cruzada[15], llega por diversos conductos hasta la actualidad, y todavía en la actualidad hay quienes mantienen que Queipo tomó la ciudad con unos «soldaditos» o incluso quienes creen, por poner un ejemplo aún más ridículo, en el cuento de los moros paseados una y otra vez en camiones para que parecieran más. Nos encontramos ante sesenta años de propaganda unilateral, ante una campaña de desinformación incesante que llega hasta hoy mismo y que utiliza todo tipo de foros y vías, incluidas las que se suponen que debían guiarse estrictamente por la investigación y la razón[16]. Ni que decir tiene que los testimonios contrarios a la versión oficial, algunos tan valiosos como los de Koestler, Bahamonde o Barbero, han sido imposibles de encontrar en ninguna de las bibliotecas universitarias de la ciudad hasta nuestros días.
Contamos en esta ocasión con las declaraciones de aquellos militares sevillanos, juzgados por supuesto, que sin apoyar el golpe tampoco se opusieron[17], e igualmente contamos con las de sus compañeros triunfadores como Cuesta Monereo o los capitanes Manuel Escribano Aguirre y Manuel Gutiérrez Flores. Así, por ejemplo, el comandante de Estado Mayor Francisco Hidalgo Sánchez declaró, para justificar su desconocimiento de lo que se tramaba, que aunque era Jefe del Servicio de Información, ni investigaba a los oficiales ni nada que no fuera manejo extremista. A pesar de todo recordó claramente la visita que a finales de junio Queipo realizó a Villa-Abrille. Comentó entonces el general Queipo —Hidalgo lo sabía porque estaba presente— que «ciertos generales… estaban amenazados de muerte por su proceder no leal con la oficialidad», tras lo cual amenazó de manera directa al general Villa-Abrille diciéndole que precisamente él era uno de esos militares sospechosos. Recordó también que ese mismo día el general Villa-Abrille y el comandante Cuesta Monereo almorzaron juntos. Consciente de que algo raro ocurría y como Jefe del Estado Mayor, preguntó unos días después a Cuesta «que qué había», a lo que éste le respondió: «Nada».
El comandante Federico Hornillos Escribano reconoció durante la instrucción del proceso que tanto él como su general, Julián López Viota, sabían lo que se preparaba. Varias semanas antes del golpe, Cuesta acordó con Hornillos un encuentro entre el comandante Eduardo Álvarez-Rementería Martínez y el general López Viota. Aunque inicialmente éste se mostró reticente, acabó por recibir a Álvarez Rementería en su domicilio particular. Mostró sus dudas pero también guardó silencio. Julián López Viota fue el Comandante Militar que firmó el Bando del 6 de octubre de 1934 en Sevilla. Por su parte, el comandante Hornillos decidió que seguiría a su jefe.
Tenemos pues al general Queipo moviéndose a su antojo; a la máxima autoridad militar de la División en relación más que sospechosa con los conspiradores y guardando un silencio cómplice; y al Estado Mayor, controlado por Cuesta Monereo, ultimando detalles. Dicho de otro modo, tenemos a los responsables de la División, el general Villa-Abrille, el general López Viota y el Jefe del Estado Mayor Hidalgo, en el papel de «mudos espectadores», en palabras de Cuesta. Sería sin embargo el capitán Manuel Gutiérrez Flores, del Estado Mayor, el que más gráficamente describió la situación en que se encontraban sus superiores aludidos, silenciosos pero remisos, cuando dijo que sufrían «empacho de legalidad».
Sabemos por el comandante Hornillos que después de celebrarse en la mañana del sábado 18 de julio la reunión de jefes militares, reunión en la que tras comunicar con diversas comandancias militares como las de Granada, Málaga y Algeciras, se decidió permanecer leales al mando, su jefe, el general López Viota, se entretuvo hablando con Villa-Abrille, tras lo cual decidió irse a comer. Al salir Villa-Abrille a despedirlo, vieron a varios militares hablando y gesticulando, los cuales al preguntárseles qué hacían allí se marcharon sin dar explicaciones. Fue entonces cuando los dos generales observaron que en la Sala de Estado Mayor había un numeroso grupo de oficiales, por lo que Villa-Abrille ordenó a su ayudante, el teniente coronel Manuel Lizaur Raúl, que los llamara. De inmediato parte del grupo se desplazó hacia donde se hallaba el general Villa-Abrille, destacándose el comandante Cuesta, que mientras avanzaba venía diciendo en voz alta: «Estos oficiales no están conformes…». No acabó la frase, pues en ese momento salió de entre el grupo el general Queipo, quien dirigiéndose directamente hacia Villa-Abrille lo abrazó, marchando ambos en conversación más bien amistosa hacia el despacho del segundo seguido del grupo de oficiales. En el despacho, además de Villa-Abrille, López Viota y Lizaur, entraron Cuesta, Queipo, su ayudante López-Guerrero y varios oficiales más. Los restantes, entre los que se encontraban Manuel Díaz Criado y los hermanos José y Antonio García Carranza, quedaron vigilantes en la puerta. Cuando a Hornillos, que había quedado fuera, le fue permitido entrar en el despacho, ya estaban detenidos los generales Villa-Abrille y López Viota.
Estos hechos quedaron reflejados en la hoja de servicios de Manuel Díaz Criado de forma poco acorde con la leyenda: «Forma parte del grupo de oficiales que detuvieron al entonces general Villa-Abrille…».
Otro que apareció en mal momento fue el comandante Francisco Hidalgo Sánchez. Había llegado ese mismo sábado 18 de Madrid con el tiempo justo para asistir a la reunión de jefes celebrada en la División. Cuando concluyó la reunión, Hidalgo entregó las notas tomadas al comandante Cuesta «por si tenía él que ausentarse en algún momento que estuviera enterado de todo». Poco antes de las 14.00 horas Hidalgo se retiró a su despacho para almorzar. Fue después, al bajar y dirigirse hacia el despacho del general Villa-Abrille, cuando se encontró con Cuesta, quien directamente le preguntó por su actitud respecto al movimiento militar. Hidalgo respondió: «Yo con el General Villa-Abrille», a lo que Cuesta añadió: «Como siempre, no sé para qué te pregunto». Luego Hidalgo dijo que quería hablar con el general y al entrar en su despacho se encontró con que Villa-Abrille ya no estaba allí. Preguntado de nuevo por Cuesta que de qué lado estaba dijo «que la única autoridad que reconocía era la del General Villa-Abrille, resolviendo de esta forma el conflicto que se le planteaba entre sus sentimientos y su deber», recordaría más tarde en sus declaraciones. «Pues ya sabes lo que tienes que hacer», le dijo finalmente Cuesta indicándole el camino de los detenidos. «Desde ese momento empecé a actuar como Jefe del Estado Mayor del General Queipo», declaró el comandante Cuesta Monereo. Posteriormente diría en favor del comandante Hidalgo que, pese a estar al tanto de sus encuentros con Queipo en su despacho, «no dificultó la acción de los que realizamos el acto de fuerza».
El teniente coronel de Infantería Lucio Berzosa García declaró ignorar todo sobre la trama golpista. Cuando el sábado 18, al término de la reunión de jefes, el coronel Manuel Allanegui Lusarreta le ordenó que se acuartelaran dos compañías con un jefe, cargo que recayó sobre él mismo por estar de cuartel, no se extrañó. Sabía lo de África. Salió a comer tranquilamente y al volver a su cuartel el oficial de guardia le dijo: «Pasa que el general está dentro». Él pensó que sería Villa-Abrille, pero no, el que estaba dentro, en el despacho de ayudantes, era el general Queipo de Llano con el coronel Allanegui y con los jefes y oficiales del Estado Mayor y del Regimiento. Allanegui, militar legalista llegado a Sevilla dos meses antes, escuchaba las explicaciones sobre el alcance del movimiento militar. Berzosa recordaría que eran las 14.15 horas. Tras escuchar las explicaciones de unos y otros, Allanegui dijo que con él no contaran. Entonces Queipo se volvió a Berzosa y éste respondió inmediatamente que estaba con su coronel. En ese momento sonó un toque de escuadra y el coronel Allanegui preguntó a Berzosa que quién había dado tal orden; cuando éste quiso acercarse a la ventana para mirar, Queipo le ordenó que no hiciera tal cosa y su ayudante, López-Guerrero, lo rodeó con el brazo y, señalando a Queipo con la mirada, preguntó a Berzosa: «¿No lo conoces?» Éste mostró extrañeza y preguntó de qué se trataba, diciéndosele que había una sublevación del Ejército y la Marina. Después Fernández de Córdoba y otros intentaron nuevamente convencer al coronel Allanegui, pero debía de estar clara su actitud cuando alguien vestido de paisano (pero que era comandante del Estado Mayor de la División) dijo a Queipo: «Mi general, no hay que perder tiempo», a lo que el general respondió: «Bueno, vamos a ver al general Villa-Abrille». Y todos marcharon hacia la cercana División como si el general Villa-Abrille hubiera de decir la última palabra sobre la decisión a tomar. Es evidente que tanto el coronel Allanegui como Berzosa desconocían lo ocurrido con anterioridad y la situación en que estaban los generales Villa-Abrille y López Viota o el comandante Hornillos. Primero salieron Allanegui y Berzosa, y a continuación Queipo, Fernández de Córdoba, Gutiérrez Flores, el capitán Delgado, el comandante de paisano y otros militares y paisanos. Al entrar en la División los dos primeros debieron entregar las armas, después de lo cual y sin trámite alguno fueron conducidos directamente a la habitación donde se encontraban ya los otros detenidos.
Así pues, si el violento altercado entre Queipo y Villa-Abrille no existió y lo del choque con Allanegui no fue para éste sino una vil encerrona, y todo ello sin peligro alguno para el general Queipo, siempre con las espaldas bien cubiertas por el grupo de civiles y militares golpistas, ¿qué resta de la leyenda? En teoría quedaría solamente el mito de la escasez de fuerzas con que se efectuó la ocupación de la ciudad, otro de los cuentos favoritos del general y sus hagiógrafos. Pues bien, incluso esto es falso.
En la toma de la ciudad no solo intervinieron la mayoría de los miles de hombres que aparecen en la Historia del Glorioso Alzamiento de Sevilla de Guzmán de Alfarache (Enrique Vila) de 1937, sino otros muchos. No fueron sesenta ni cien, ni ciento sesenta, ni trescientos. A Queipo le fastidiaron las listas del libro citado (Manuel Barrios llegó a sumar 5782 hombres) y aprovechó el aniversario para imponer su versión. Sin embargo no pudo controlar el B. O. E. El 29 de septiembre de 1937 se concedió la Medalla Militar Colectiva a las fuerzas de la guarnición de Sevilla que el día 18 de julio contribuyeron con su actuación al Glorioso Movimiento Nacional. A las pocas semanas comenzaron los problemas y las quejas, pues muchos que se consideraban con derecho a la distinción se vieron privados de ella. Ante las numerosas solicitudes de revisión presentadas, hubo que aclarar que sólo tenían derecho a la Medalla los que, entre la salida de las fuerzas y la caída del Gobierno Civil, actuaron en la calle participando en la lucha arma en mano. Lo cierto es que a partir de noviembre las quejas comenzaron a llover y que en muy breve plazo más de quinientas personas, no en todas las solicitudes se enumeraba la lista completa de solicitantes, plantearon su derecho a la Medalla Militar. Por otra parte, resulta evidente por las notas manuales escritas en las solicitudes el deseo de las autoridades militares golpistas de limitar al máximo el número de premiados, especialmente al rechazar a los que aun actuando en tareas diversas en pro de la sublevación, no estuvieron en ciertas calles o actuaron sin armas; también se denegó la solicitud a los que realizaron las maniobras iniciales del golpe a media mañana y a los que después de la caída del Gobierno Civil se sumaron a las tareas de control y represión. Entre los solicitantes de la Medalla Militar no incluidos en el decreto inicial se encontraban fuerzas de Artillería, Intendencia, Sanidad, Zapadores-Minadores, Transmisiones, Movilización, Destinos, Transportes, Caja de Reclutas, Estación de Radio, los veintiocho requetés que tomaron parte a las órdenes de Redondo y varios casos individuales.
Las solicitudes de inclusión en la Medalla Colectiva demuestran que cada grupo cumplió su papel y que, por más que Queipo y los del Estado Mayor pensaran lo contrario, todos se consideraban merecedores de ella. Si importante fue la función desempeñada por los que tomaron Sierpes o Tetuán y declararon el Bando, no menos lo fue la de los que actuaron en El Prado, en la Puerta de la Carne, en Reyes Católicos, en Transportes y Comunicaciones, en la Guardia Civil, etc. Sólo así se pudo llegar al extremo de limitar la concesión a los que actuaron en la calle entre la salida de las fuerzas y la caída del Gobierno Civil. Luego, sin embargo, y en estrecha relación con la misma operación, recibieron la Medalla Militar gente como Castejón (Macarena y Triana) o Haro Lumbreras (La Pañoleta y Triana). Una prueba más de este ocultamiento, cierre perfecto del círculo trazado por Queipo y los suyos, sería la imposibilidad actual de saber quiénes fueron los beneficiarios de la medalla, pues contra toda previsión no aparecen en el texto de la concesión ni en los archivos militares. En consecuencia, debemos remitirnos a las listas del libro de «Guzmán de Alfarache» y, olvidando los interesados comentarios de Queipo y las rígidas condiciones para recibir la medalla, contemplar cuerpo a cuerpo y página a página los miles de hombres que consiguieron que la ciudad pasase a manos de los golpistas[18]. Evidentemente todo esto resulta mucho menos sublime que la leyenda, pero es la verdad.
Nos hallamos sin duda ante uno de los golpes de estado mejor tramados de nuestra historia, pródiga en ellos. En Sevilla hubo tres acciones básicas: el control inmediato de los centros neurálgicos de la ciudad, un férreo dominio de los accesos al centro y un uso indiscriminado de la violencia. Ese plan escueto, eficaz para un tiempo reducido, se vería complementado con la llegada al día siguiente de las fuerzas de choque africanas. Hubo movimientos de tropas idénticos a los de agosto de 1932, hasta el punto de que alguna de las fotografías que mostraban la artillería en Plaza Nueva el 10 de agosto fue incluida en más de un reportaje sobre el 18 de julio de 1936 sin que nadie lo percibiese. Pero en 1936, a diferencia de 1932, no se permitió ni la libre circulación de civiles por la ciudad ni la más mínima iniciativa contraria a la implantación del estado de guerra. Si lo miramos desde este punto de vista, agosto de 1932 fue el ensayo general de julio de 1936, con casi todos los actores y con Cuesta en el Gobierno Civil. Por todo ello hay que decir que el general Queipo, en la primavera de 1936, no se acerca a la boca del lobo, a ese «Moscú» aireado por la extrema derecha, sino a la ciudad soñada por cualquier militar golpista. ¿Qué importaba que hubiera miles de rojos si estaban desarmados? ¿Qué podían hacer Triana «La Roja» y el «Moscú» macareno sin colaboración ni ayuda militar alguna[19]? Los encuentros con Cuesta, a la vista de todos, le debieron confirmar a Queipo que se podía contar con la oficialidad de la guarnición y que los jefes y oficiales contrarios a la conspiración serían fácilmente neutralizados o no representaban peligro alguno, empezando por el propio capitán general Fernández de Villa-Abrille, quien sabedor de las intrigas ocultó todo al Gobierno.
La leyenda se derrumba. Como era previsible —ya recogió en tiempos Guillermo Cabanellas la duda de si no sería un diálogo ensayado—, Queipo no discutió nada con Villa-Abrille, sino que en amistosa charla y siempre seguido del «grupo de oficiales» golpistas se dirigió al despacho del general, quien de inmediato, y tal como todos esperaban, se sometió a la política de hechos consumados; Queipo tampoco tuvo un agarrón ni hubo de echar mano a pistola alguna con Allanegui, sino que simplemente, como suelen hacer todos los golpistas, lo engañó, haciéndole creer que la última decisión la tomaría el ya detenido Villa-Abrille. Luego, a la hora convenida, hecho que comunico a las comandancias complicadas en la trama, cada grupo desempeñó su papel. En cuestión de horas, entre la salida de fuerzas y la caída del Gobierno Civil, todos los puntos importantes pasaron a manos de Queipo, y no precisamente con unas docenas de soldaditos. Desde ese momento todos los intentos por parte de la izquierda de acceder a la zona controlada por los militares fueron rechazados, contentándose aquélla en destrozar e incendiar un número considerable de edificios civiles y religiosos.
Siempre fue evidente que esto no pudo hacerse con las fuerzas que el general Queipo recordó en ocasiones. Ocurre, sin embargo, que si se hubieran tenido en cuenta todos los elementos que cooperaron al triunfo del golpe militar, los méritos del general, y de paso los de la guarnición sevillana situada al margen de la ley, se hubieran vistos menguados. ¿Qué hazaña representa controlar con una guarnición tan potente una ciudad como Sevilla y esperar «a tiro limpio», como decía Rafael Medina Villalonga en sus memorias, la llegada de las fuerzas africanas para aplastar definitivamente a la población civil[20]? La zona controlada por los sublevados se llenó de fascistas. Queipo sólo tuvo en cuenta, y siempre a la baja, a los que salieron a las calles a partir de las dos y media, hacia La Campana, La Encarnación o Plaza Nueva, desde diferentes puntos de la ciudad, desde cuarteles tan distantes como los de Infantería, Intendencia o Caballería. Todo estaba preparado y todo funcionó.
La izquierda sevillana, muy criticada por su pasividad e inoperancia, no ha sido tratada con justicia, como se demostrará el día en que se estudien los sumarios dedicados a depurar la resistencia en los barrios. Desde La Macarena se accedió al Cuartel de Asalto de La Alameda, donde se repartieron armas, y se fracasó en los asaltos al cuartel de la Guardia Civil de la calle Gerona y al cuartel de Los Terceros; desde Triana se asaltó el Parque de Artillería y se intentó llegar al centro. Pero se fracasó igualmente. Ametralladoras colocadas en La Alameda, La Encarnación y Reyes Católicos impidieron todo intento de acceso. Lo ocurrido en el Parque de Artillería, con los izquierdistas trepando por las enormes ventanas en busca de armas, es buena muestra de hasta qué punto se llegó. En la mañana del domingo 19, en una batida efectuada por fuerzas de Artillería al mando del comandante José Méndez San Julián en algunas calles cercanas, se encontraron siete cadáveres en la calle Dos de Mayo y se detuvo a más de cien personas. Las iglesias ardieron en Sevilla después de que todos supieran que el centro estaba dominado a sangre y fuego por los golpistas. Sólo entonces, en total soledad y abandono por parte del Estado, la agresividad colectiva se canalizó hacia templos y casas particulares.
Respecto a la violencia sobre las personas, la investigación de los días rojos resultó tan frustrante que el caso de Sevilla ni se individualizó en publicación alguna[21]. Incluyendo entre las víctimas incluso a quien murió en enfrentamiento con las fuerzas leales, apenas trece víctimas pudieron adjudicárselas a los «rojos» y «moscovitas» en los cinco días en que dominaron gran parte de la ciudad. ¿Cómo justificar, pues, la carnicería posterior? Ante esto, y como en otras ocasiones, se prefirió tapar el asunto y referirse siempre a los días rojos como si hubiesen sido algo tan horrible como indecible[22].