REFLEXIONES FINALES
Estabilidad viene de estaca
y tranquilidad viene de tranca.
Proverbio español
Si algo conocemos a medida que dejamos atrás décadas de propaganda, de ocultación y de desinformación, y a medida que se ha ido desvelando la matanza fundacional del franquismo —primero los nombres y ahora los restos humanos— es que uno de los objetivos principales de la columna Madrid —elemento clave del golpe militar— era preparar el terreno para la implantación del Nuevo Orden, de lo que llamamos franquismo. La columna libera a unos y encierra a otros; depone y designa; clausura e inaugura; limpia y repone; y, cumplida su misión, prosigue su camino. Era tal su impacto que, aunque el golpe hubiera fracasado, nunca se hubiera restablecido íntegramente la vida de ninguna de las localidades por las que pasó. Anticipándose a la estrategia nazi, el terror les aseguraba la victoria incluso en la derrota. Esta brutal inversión de los resultados de las elecciones de febrero del 36 se hizo básicamente por medio de un proceso represivo que se fue aplicando pueblo a pueblo y ciudad a ciudad, primero a cargo de fuerzas de la propia columna mediante esa cuota inicial en torno, como mínimo, al uno por 100 de la población y, después, a lo largo de varios meses, por las oligarquías locales a través de la Guardia Civil y de los grupos paramilitares. Todos los implicados en el golpe, conscientes de que la ocasión era única y quizá última, sabían lo que había que hacer, pero ninguno de ellos lo llevó a tal extremo como los militares que dispusieron a su antojo de las fuerzas africanas. La prueba de que existía un plan establecido es que allí donde triunfó el golpe se actuó siempre de igual manera, variando únicamente la intensidad de las acciones represivas en razón a las particularidades de cada zona.
La represión tuvo dos grandes fases: la que se desarrolla al amparo del bando de guerra, y la que, ya a partir de marzo o abril de 1937, se canaliza por los consejos de guerra sumarísimos. En la primera se distinguen dos etapas: una primera que se cerraría a lo largo de octubre y otra de transición que se extendería hasta febrero. Entre ambas, el nombramiento de Franco como jefe del Estado y, ya en noviembre, la transformación de la «columna jurídica» (ocho consejos de guerra y dieciséis juzgados militares que aguardaban en Talavera de la Reina la ocupación de Madrid), en Fiscalía del Ejército de Ocupación.
La eficacia represiva no surge de la nada sino que, al igual que la utilización de las tropas africanas por parte de Franco y Yagüe, se fragua en el Bienio Negro, tanto en la represión del movimiento revolucionario de octubre de 1934 como en las diversas maniobras militares que se realizan. Veamos un ejemplo de esa eficacia represiva: con fecha de 24 de agosto de 1935, desde el Ministerio de la Gobernación, se ordena a la Guardia Civil la elaboración de informes reservados mensuales de carácter politicosocial. Se elaboran pueblo a pueblo cubriendo los siguientes aspectos: sociedades existentes, afiliados, medios económicos, personas destacadas, actividades y tácticas, disposiciones revolucionarias, relaciones y reuniones, conflictos anteriores y pendientes, y atracos, actos de sabotaje y delincuencia común[584]. En estos listados se hallaba la base de lo que, llegado el momento, había que arrasar. Como sabemos, con el triunfo del golpe militar todos los centros de poder del nuevo estado se convirtieron en fábricas de informes, pero ha sido una investigación local, la que ultima José María Lama en Zafra, la que ha demostrado que se elaboraron incluso fichas politicosociales del vecindario: empresa a empresa, calle a calle y casa a casa. Nadie podía quedar fuera de control: o se era adicto, o dudoso, o enemigo[585].
Por otra parte, se ha insistido una y otra vez en que el avance de Sevilla a Badajoz fue un paseo —hasta se ha hablado de la pericia de la campaña— lo que además de falso denota una escasa sensibilidad. Si hubiera sido un paseo no hubieran tardado casi un mes —un siglo en aquella terrible situación— en pasar de Sevilla a Badajoz, ni les habría llevado doce días (del dos al 14) recorrer los 250 kilómetros que separan ambas ciudades, a razón de unos 20 kilómetros diarios. Por el contrario, fue un camino jalonado de constantes enfrentamientos, sembrado de muerte y destrucción, y en cuyo transcurso, salvo en la sierra de Los Santos y en los momentos finales de Mérida y Badajoz, el único enemigo que encontraron las fuerzas de choque del Ejército español fueron —como mucho— campesinos armados con escopetas de caza. Decir que el avance de la columna fue un paseo es ignorar la estela de terror y destrucción dejada por la columna a su camino, menospreciar la resistencia que retardó en cinco días la ocupación de los barrios sevillanos, borrar de la historia a los izquierdistas extremeños que obligaron a moros y legionarios a desviarse hacia sus pueblos, y olvidar que incluso cuando mejor organizados estuvieron, siempre fueron inferiores en hombres y medios a los que querían acabar con la República. En última instancia, mantener que el avance de la columna Madrid fue un paseo exitoso y brillante supone desconocer u ocultar que aquello —en esos meses del 36— no se trataba de una guerra sino de un golpe militar.
La que hemos llamado columna de la muerte nunca necesitó de violencia previa para iniciar la primera matanza. En su ruta desde Melilla a Badajoz, en pocas ocasiones se encontrarán con esa circunstancia. La violencia contra las personas de derechas fue excepcional, hasta el punto de que, en los primeros días, sólo se producen hechos luctuosos en Fuente de Cantos. Los casos de Almendralejo, Fuente de Maestre, Mérida o Badajoz se integran plenamente en la espiral de violencia abierta y buscada por el golpe militar. Una espiral que no acababa aquí, pues, como prueban memorias como las de Emilio Berrocal Rodríguez, fueron las personas afectadas por la represión fascista en la zona occidental de la provincia las que, «cargadas de venganza por la pérdida de sus familiares y por las atrocidades cometidas por los legionarios…», estuvieron en el origen de las represiones de la zona oriental. Las autoridades de los pueblos de la Extremadura republicana se veían desbordadas ante la llegada de miles de personas, hambrientas y desoladas, entre las que siempre había gente obsesionada con poner fin a la vida de los derechistas detenidos. La cadena de violencia iniciada por los golpistas era muy difícil de frenar.
La prueba de que los frentepopulistas no tuvieron verdadera voluntad de aniquilar a sus oponentes se constata en el anexo dedicado a los presos de derechas. Lo más granado de la derecha extremeña —los propietarios más duros, los fascistas más destacados (de un total de tres mil en la provincia en la primavera del 36) y docenas de curas ferozmente antirrepublicanos— estuvo en manos de la izquierda y, sin embargo, conservaron la vida, a pesar de que, como demostraron los sublevados, hubiera sido fácil acabar con cientos de personas en cuestión de horas, días y semanas. Fue este hecho incuestionable el que llevó a crear el mito de que salvaron la vida porque, aunque pensaban matarlos, no les dio tiempo, excusa de urgencia que muy pronto devino en versión oficial propagada por la prensa y por obras de gran circulación como Extremadura bajo la influencia soviética, del periodista de Falange Rodrigo González Ortín. La izquierda carecía de proyecto represivo. Esta realidad, esta escasez de terror rojo, frustró los deseos de los golpistas, quienes, para disimular su plan de exterminio, necesitaban hechos violentos que pudieran mostrarse como justificación y contrapeso de su actuación. Pero —al contrario que otras zonas donde la sublevación provocó la revolución que supuestamente querían evitar— las tierras extremeñas por las que subieron resultaron frustrantes para ellos, pues el número total de derechistas asesinados era inferior a la matanza perpetrada por la columna en casi cualquiera de los pueblos de la ruta principal.
La respuesta del Estado ante la sublevación, aunque tardía, existió, pero en los primeros momentos de desconcierto fue insuficiente cuando no inexistente. El Estado republicano, que había desoído absurdamente las voces que anunciaban lo que se avecinaba, quedó desbordado ante la crisis abierta por la tremenda agresión. Sin embargo, allí donde las fuerzas militares se mantuvieron fieles a la legalidad y respaldaron la inmediata respuesta de la sociedad civil, el golpe fracasó. Pese a todo, en Badajoz, como ocurrió en otros lugares, quienes en teoría deberían haber constituido la garantía de la defensa de la República —las fuerzas de la guarnición— se convirtieron en un serio problema desde el primer momento. La desconfianza en dichas fuerzas obligó a sacar de la ciudad a guardias civiles y militares con la excusa de que se necesitaban en Madrid. Quien así lo decidió tenía razón: la Guardia Civil, responsable con su sublevación de la ola de violencia que asoló la ciudad en los días previos a su ocupación, era un cuerpo con el que no se podía contar y, por lo que respecta a los militares, la mayoría de los oficiales de Infantería se hubieran pasado con gusto al otro bando, como hicieron finalmente. Con su marcha —como pensaban algunos— se habían reducido los posibles defensores de la ciudad, pero también se había eliminado el peligro del golpe en Badajoz. No obstante, la trama golpista fracasa en la ciudad por la decisión de los oficiales legalistas y por la intervención de los suboficiales, entre los que hay un decidido grupo abiertamente republicano. Mas lo cierto es que hubo tantos militares y civiles favorables a la sublevación que cabe afirmar que el enemigo ya estaba dentro de la ciudad antes de que llegaran las columnas.
El caso de Badajoz demuestra que, a pesar de las reformas, el Ejército seguía minado por valores predemocráticos y mantenía en activo a numerosos militares abiertamente antirrepublicanos. Nos quedan dos imágenes contrapuestas de lo ocurrido: una, la de la minoría legalista que sabe imponerse a los golpistas en la reunión del 21 de julio; y otra, las patéticas escenas finales de los milicianos intentando controlar a los escurridizos militares para que cumplieran con su deber. Badajoz es también el lugar idóneo para evidenciar el valor de quienes decidieron defender la legalidad, y la cobardía de quienes optaron —veladamente primero y sin tapujos después— por sumarse a la rebelión. Por eso, en esta investigación, se ha querido recuperar los nombres de todos ellos y colocar a cada uno en su sitio, especialmente a aquellos militares que acataron la legalidad y murieron o fueron asesinados por defender la República, pues fueron las primeras víctimas de los golpistas; también los nombres de las autoridades civiles y militares, y de tantos que huyeron para salvar sus vidas. Todos fueron tachados de cobardes y de traidores, pero ya se ha visto cómo se dañó igualmente la dignidad de los que se quedaron, empezando por el coronel José Cantero Ortega, cuyo asesinato se ocultó, propagándose el bulo de que había muerto a causa de los bombardeos. Y sobre todo, este trabajo ha querido recuperar, sacar de la zona oculta —tan oculta como la fosa común donde el franquismo los relegó— los nombres de los miles de ciudadanos víctimas del terror fascista. La memoria democrática tiene una deuda histórica con Badajoz, con los que dieron su vida de manera ejemplar por la República en aquel terrible verano del 36. La resistencia que ofrecieron Mérida y Badajoz causó un retraso de diez días en la marcha de la columna. La plaza de toros ya nunca podrá ser lugar de memoria pero la ciudad republicana siempre constituirá ejemplo de resistencia frente al fascismo.
El ciclo histórico abierto con el 18 de julio está poblado de leyendas y la de Badajoz es una de las mayores. Es necesario revisar tópicos y decir que como operación militar la toma de Badajoz, como antes la de Mérida, fue un desastre; que Castejón accedió a la ciudad con la complicidad de los de dentro; que la entrada de la IV Bandera por Puerta Trinidad, además de carecer de todo sentido, causó muchas menos bajas de las que la tradición franquista ha mantenido hasta la fecha; que Yagüe perdió el control de la operación; y que Castejón actuó prácticamente por su cuenta. En realidad las 285 bajas de las que siempre se ha hablado fueron realmente 185, de las que sólo 44 eran muertos, es decir, menos de los que hubo veinte días después en la toma de Talavera. De no ser por el escándalo provocado por las crónicas de prensa que escaparon al control de los sublevados, la matanza de Badajoz sería tan desconocida como las demás que tuvieron lugar en toda la zona ocupada. Sabemos que existieron pero ni sabemos cómo se desarrollaron ni hemos visto imagen alguna. Indudablemente el tono épico de la leyenda favorecerá su permanencia frente a la chapuza sangrienta que la realidad nos muestra. La conclusión siempre es la misma: la operación sobre Badajoz fue magnificada con el objetivo de justificar la masacre. La entrada de la IV Bandera por Puerta Trinidad sólo podía obedecer a dos causas: o Yagüe no controlaba los movimientos de sus hombres, o decidió, a costa de las tropas africanas, efectuar una operación contundente y ejemplar que sirviera de advertencia a Madrid y, en general, a la España republicana. O las dos cosas a la vez. Con los datos que tenemos de Castejón, especialmente sobre el reconocimiento de sus conquistas, no es de extrañar que quisiera alcanzar la gloria por su cuenta. De todas formas, aun admitiendo que Castejón ocultara sus pasos a Yagüe, parece indudable que existió una intención previa de dar un fuerte escarmiento a Badajoz, por mantenerse fiel a la República y por ser la capital de la provincia más comprometida con la Reforma Agraria. Badajoz, junto a la frontera portuguesa, no representaba peligro alguno para los sublevados, que podían seguir el camino hacia Madrid desde Mérida. Así pues, la única explicación factible para la decisión de desviarse hacia la capital extremeña se halla en lo que representaba la ciudad y en la obsesión de Franco por dejar la retaguardia desinfectada. Acerca de la incidencia del proceso represivo —aun quedando mucho por saber— hay que decir que, proporcionalmente, la violencia sobre Badajoz fue muy superior a la de la Huelva del comandante Gregorio Haro Lumbreras (del que hasta los alcaldes franquistas decían que cumplió con exceso su elevada misión) y a la perpetrada en Sevilla por los diversos delegados de Orden Público designados por Queipo, máximo responsable en los dominios de la II División. Además permanecerá para siempre la explicación de Yagüe acerca de la necesaria limpieza de la retaguardia antes de partir. Equivalía a reconocer la matanza y a admitir que constituían una minoría no deseada y que, por tanto, la mera conquista no les garantizaba nada.
La investigación sobre el 14 de agosto en Badajoz también debe suponer un reconocimiento al trabajo de unos periodistas a los que la propaganda fascista trató de falsarios y cuya labor logró neutralizar. Gracias a ellos la matanza de Badajoz se conoció en todo el mundo y se convirtió en advertencia de lo que los nuevos tiempos anunciaban. Como algunos supieron vislumbrar, las imágenes que René Brut tomó en el cementerio de Badajoz anticipaban la Europa de los campos de exterminio. En este sentido esta historia es una buena muestra de las presiones a que está sometido el conocimiento histórico y de los extremos a que puede llegar la manipulación del pasado. El principio declarado por Karadzic en 1998 («la historia, si no es nuestra, no debe existir») se impuso aquí durante décadas e incluso todavía hoy tiene sus adeptos. A más de sesenta años de los hechos y tras veinticinco de democracia aún no sabemos qué sucedió en Badajoz en 1936. Paradójicamente los soviéticos, grandes falsificadores del pasado, expertos en el arte de retocar la historia, han resultado ser unos aprendices al lado de unos verdaderos destructores de la memoria histórica como los fascistas españoles. ¿De qué sirve reescribir el pasado cada cierto tiempo si no se adaptan los archivos a esas correcciones o, sencillamente, se destruyen? ¡Ojalá dispusiéramos de unos archivos como los de la antigua Unión Soviética! Aquí, de ciertas cuestiones, no queda ni un papel y los que se sÁlvaron fue porque alguien se los llevó a su casa o los cogió cuando iban a la pira. Incluso el archivo llamado de la Guerra de Liberación, del Servicio Histórico Militar, tantos años en manos exclusivas de los historiadores oficiales, ha sido expurgado. Los documentos delicados, ya fuera el número de víctimas causadas a consecuencia de la ocupación de Badajoz o algunas instrucciones de Mola especialmente explícitas, desaparecieron.
A pesar de todo es imposible ocultar un fenómeno represivo de tales dimensiones y es inevitable que la realidad asome por numerosos resquicios. Los vencedores se encontraron con un problema insoslayable: había quienes querían legalizar la desaparición de sus familiares. Ante esto se complicó el proceso de inscripción hasta tal extremo que se consiguió que muchas personas desistiesen; otras, sin embargo, por motivos diversos, se vieron obligadas a concluir dicho proceso. Sin embargo, en el caso de Badajoz, quizá por tratarse de una represión efectuada a plena luz del día cuando no con banda de música, se permitió que muchas familias se hicieran cargo de los cadáveres y los trasladaran al cementerio. Esto, como hemos visto, dio lugar a una situación extraña y única: los nombres de los muertos constaban en los libros del cementerio pero no en el Juzgado. La actuación represiva de las fuerzas de Yagüe situó el nivel de violencia tan alto que todo estuvo permitido a partir de aquel momento y por muchos años. Badajoz fue una de las ciudades especialmente afectadas por la represión fascista, hasta el punto de convertirse desde el 14 de agosto del 36 en el modelo que planeará como amenaza constante sobre la España republicana. Badajoz fue masacrada y saqueada, de forma que, a la partida de Yagüe, la ciudad ofrecía un panorama apocalíptico con el cementerio lleno de cadáveres quemados o apilados a la espera de serlo, y con cientos de personas detenidas sin saber qué les aguardaba. Detrás de lo que hemos llamado matanza de Badajoz hay otras dos palabras: genocidio y crimen de guerra, y como tal se habría considerado desde la perspectiva jurídica de la posguerra europea si el fascismo hubiera sido derrotado en España. Ese fue el legado de Yagüe, que además dejó el terreno abonado para individuos vesánicos como los guardias civiles Ernesto Navarrete Alcal, Manuel Pereita Vela o Manuel Gómez Cantos en funciones gubernativas. Hay que haber escuchado a quienes lo vivieron para imaginarse el grado de terror cotidiano que se alcanzó en ese tiempo en Badajoz, cuando cualquier militar, guardia civil o falangista podía detener a una persona por su aspecto o por haber hablado o hecho señas sospechosas a otro por la calle; o cuando por ejemplo se decidió, para saber quién era quién en la ciudad, que algunos familiares de rojos represaliados llevasen un brochazo de pintura roja en la chaqueta. Los mismos periodistas portugueses percibían la desmesura de lo ocurrido en Badajoz y sus pueblos. A comienzos de septiembre, uno de los corresponsales del Diario de Noticias, José Augusto, al pasar de Badajoz a Cáceres apuntó: «No hay paredes agujereadas de balas ni episodios tristes»[586]. No es que no hubiera; estaba indicando la desproporción entre lo ocurrido en ambas provincias.
En definitiva, y por lo que a la matanza se refiere, podemos afirmar —en la línea ya señalada certeramente por Alberto Reig Tapia— que:
• Los golpistas sometieron Badajoz a una durísima represión por lo que la ciudad y provincia representaban (una zona de amplia implantación socialista vanguardia de la reforma agraria), por la resistencia ofrecida (mayor de la habitual aunque menor de la propagada por los ocupantes para justificar la matanza), y como advertencia para otros lugares de la ruta y especialmente para Madrid.
• En los días que permaneció Yagüe en Badajoz (del 14 al 18 de agosto), concretamente en los días 14 y 17, se efectuaron dos masacres en las que, además de las autoridades militares que habían permanecido fieles a la legalidad, cayeron todos los milicianos y carabineros que fueron capturados. Mientras no aparezcan los ficheros de la represión habremos de conformarnos con los datos numéricos ofrecidos por los periodistas que entraron en la ciudad y con los listados finales.
• Entretanto la ciudad fue entregada a los ocupantes y saqueada a capricho durante dos días, permitiéndose a moros y legionarios vender el botín en calles y plazas antes de partir. La gravedad de estos hechos obligó a la apertura de una investigación que, a pesar de la evidencia del escándalo, se archivó sin consecuencias.
• Desbordados por la gran cantidad de cadáveres que se acumularon desde los primeros momentos, se optó —debido a lo caótico de la situación y al peligro que representaban para la salud pública— por quemar los cuerpos después de apilarlos en hileras en la explanada interior del cementerio. A los pocos días, como había sido habitual en las demás ciudades ocupadas, se abrieron fosas comunes.
• Como demuestra el largo listado de víctimas de Badajoz, una vez que las fuerzas de Yagüe se alejaron, la represión de todo lo relacionado con la República prosiguió de manera inmisericorde durante años a cargo de los grupos militares y paramilitares orientados por la oligarquía local.
• Desde el momento en que se produjo y a lo largo de la dictadura se ocultó la matanza, primero silenciándola y luego negándola, e impidiendo siempre que fue posible la inscripción de las víctimas en el Registro Civil.
• La plaza de toros, utilizada desde el principio por los ocupantes como lugar de reclusión y represión, se convirtió en lugar de memoria del terror desatado sobre Badajoz tras su ocupación y, por extensión, en uno de los símbolos premonitorios del fascismo que asoló al mundo a partir de 1939.
• Los golpistas, conscientes del escándalo y del perjuicio que su difusión tenía para su causa, actuaron de inmediato para contrarrestar los efectos propagandísticos de la matanza creando la leyenda de Badajoz, de dilatada vida pese a su endeblez gracias a la larga supervivencia del franquismo y a la ausencia de investigaciones a partir de la transición.
A medida que avanzamos en el conocimiento de lo ocurrido en España a partir del 17 de julio del 36 comprobamos no sólo la importancia que la fase inicial del golpe militar tuvo para el desarrollo de todo el conflicto bélico sino hasta qué punto condicionó el estilo y carácter de la dictadura que le siguió. Los sublevados sabían que lo fundamental era introducir el ejército de África en la Península y que, conseguido esto, lo demás, tarde o temprano, vendría por sí mismo. Se ha insistido a veces en la importancia del triunfo del golpe en Sevilla, olvidando que con las fuerzas africanas en Cádiz desde las primeras horas del 19 de julio, la caída de Sevilla —como la de Badajoz, Huelva o Córdoba— era cuestión de días. Y tampoco se ha tenido en cuenta que, cuando el gobernador militar de Cádiz, el general José López-Pinto Berizo, se subleva el 18 de julio, no obedece a Queipo, que se limita a decirle la hora en que las fuerzas de Sevilla han salido a la calle, sino a Franco, quien, mediante «órdenes reservadas», le ha comunicado lo que tiene que hacer. De modo que Franco no estaba tan apartado de la trama conspiradora como se ha pretendido[587]. Parece evidente, pues, que sin el ejército de África, que empieza a llegar a la península trece horas después del inicio de la sublevación en el sur (las tres de la tarde del sábado 18), ésta se hubiera consumido en poco tiempo. Por encima de los conocidos episodios a que la historiografía franquista o neofranquista ha intentado reducir todo, se percibe una línea de acción que se inaugura el 17 de julio en Melilla y se diluye en las puertas de Madrid a mediados de noviembre. En el camino, la ruta de las grandes matanzas: Cádiz, Jerez, Sevilla, Huelva, Almendralejo, Mérida, Badajoz, Talavera, Santa Olalla, Maqueda y Toledo.
En medio de ese trayecto —desde la perspectiva de los sublevados— la toma de Badajoz representa la unión de las fuerzas de Mola con las de Franco y Queipo, hecho esencial porque se produce a menos de un mes del inicio de la sublevación, pero, sobre todo, porque representa la consagración del Ejército de África y de su jefe, el general Franco —los represores de octubre de 1934, no lo olvidemos—, como pieza clave del proyecto involucionista y del estilo africanista que lo va a caracterizar. Conseguido esto y ya camino de la capital, a fines de septiembre, Franco —como expuso Paul Preston en su magistral biografía del «Caudillo de España»— consolida su posición y es precisamente entonces, el 21 de ese mes —el día de su nombramiento como comandante en jefe—, con el desvío a Toledo y con toda la operación sobre el Alcázar, cuando la conquista de Madrid deja de ser para él objetivo prioritario. Él mismo lo declaró al periodista Manuel Aznar:
Al entrar en el Alcázar tuve la convicción de que había ganado la guerra. A partir de aquel momento era sólo cuestión de tiempo. No me interesaba ya una victoria fulminante, sino que la victoria total en todos los terrenos viniese por la consunción del enemigo[588].
En octubre, Franco, ahora jefe del Estado, consolida firmemente su dominio. Y en la segunda semana de noviembre, después de dos meses de avance imparable y de otros dos meses de parón de la campaña y, al mismo tiempo, de irresistible ascenso personal, se produce el gran fracaso del Ejército de África ante Madrid. Ese es el momento que marca la línea divisoria entre el golpe militar y la larga guerra en la que Franco —ya jefe supremo y con el firme apoyo y reconocimiento nazi-fascista desde el 18 de noviembre— decidió sumir al país para asegurar de manera definitiva su poder. Madrid pudo ser ocupado en octubre y la guerra o no hubiera existido o se hubiera agotado en cuestión de semanas, pero en ese caso se habrían visto alterados los planes de Franco y de quienes pensaban que España necesitaba una profunda desinfección. La guerra civil fue el medio elegido por Franco y los sectores antirrepublicanos españoles y extranjeros que lo apoyaron para imponer su plan de exterminio a las zonas del país donde el golpe había fracasado, algo que no habrían podido hacer —al menos en la forma en que deseaban— de haber ocupado la capital y, en consecuencia, el resto del territorio. La cuestión de fondo ya la planteó crudamente Yagüe en Badajoz: ¿de qué servía recuperar el poder si la población era mayoritariamente contraria a los deseos de los sublevados? Así pues había que diezmar al enemigo, paralizarlo por el terror. Pero la clave —no hay que olvidarlo—, el estilo y el tono del gran proyecto de las derechas españolas que promovieron y sostuvieron el golpe de estado del 36, residió —como en octubre de 1934— en esas fuerzas que iniciaron su acción el 17 de julio en Melilla y en el modo en que fueron ocupando el territorio pueblo a pueblo y día a día, que impedía cualquier posibilidad de marcha atrás. La guerra, además, proporcionó otra ventaja a los sublevados: pudieron camuflar los cinco meses de golpe militar entre los veintiocho de guerra civil, es decir, convertir las grandes matanzas iniciales —verdaderos crímenes de guerra— en simples operaciones militares.
No obstante, lo que sabemos es sólo la punta del iceberg. Después de cuarenta años de dictadura y veinticinco de democracia parece casi imposible que surjan instrumentos para reconstruir en profundidad aquellos sucesos cuya historia hoy sólo conseguimos trazar a grandes rasgos. Si además tenemos en cuenta que casi toda la documentación existente fue elaborada y preparada por los vencedores, y que fondos documentales de gran importancia (judiciales, militares, de Falange o de las Jefaturas de Orden Público) fueron destruidos a partir de mediados de los años sesenta, podremos calibrar las dificultades de la tarea. Pese a todo, siguen apareciendo investigaciones locales y provinciales sobre las consecuencias del golpe del 36 allí donde triunfó, trabajos que enturbian un panorama que algunos desearían contemplar despejado, pues a medida que se conoce mejor lo ocurrido, la idea dominante de guerra civil —que todo cubre y reparte de manera más o menos proporcional excepto la victoria— va cediendo frente a la de un salvaje golpe militar triunfante en medio país y que deviene en guerra por el rechazo que provoca y, fundamentalmente, por el interés de los mismos sectores que lo han organizado. La guerra, pues, no sería el inevitable destino al que la República, burguesa y reformista, conducía a España —tal como gustan de pensar algunos— sino el obligado sacrificio que los sectores antidemocráticos impusieron al país para erradicar en profundidad y de manera definitiva cualquier asomo de reformismo o izquierdismo en el sentido más amplio.
«Hay que desinfectar previamente el solar patrio», decía en plena guerra el jurídico militar Felipe Acedo Colunga, fiscal del Ejército de Ocupación. Efectivamente, leyendo la memoria realizada por Acedo en 1938 se comprende que la guerra, que primero fue cruzada, más que de liberación fue de desinfección. Es más, fue el propio Acedo, desde su cargo, el que afirmó con contundencia que ni a aquel conflicto había que concederle el carácter de guerra civil ni al enemigo capturado el estatus de prisionero de guerra. Y esta idea no circuló sólo a estos niveles. Un diario de amplia circulación en la zona sublevada como Fe, de Sevilla, publicó el día tres de noviembre del 36 en página tres un artículo sin firma titulado: «La guerra no es civil…»[589]. De ahí que corrieran la misma suerte los milicianos republicanos capturados en el suroeste en el verano del 36 que los que cayeron treinta meses después en las operaciones finales de La Serena. Para los sublevados, unos como otros eran seres infrahumanos a los que había que considerar no ya como prisioneros sino ni siquiera como españoles. De este espíritu genocida que permitió que prisioneros republicanos acabaran en fosas comunes después del primero de abril de 1939, surge —tal como ha señalado Julián Casanova al comparar algunos conflictos civiles europeos— la peculiaridad de la posguerra española: el mantenimiento de la violencia y el terror pese a la conclusión de la guerra[590]. En España tras la guerra no llegó la paz.
Dicha peculiaridad guarda estrecha relación con otra no menos importante: la guerra civil española, al contrario que otras que tuvieron lugar en Europa en el siglo XX, no nació de un choque frontal por divisiones y rivalidades internas de una sociedad, sino de un golpe militar que consiguió imponerse en medio país a los cinco meses de unas elecciones que habían dado la victoria a la izquierda. Y fue a los propios golpistas a quienes, superados los escollos iniciales y aprovechando la confusa situación internacional, no importó que el conflicto se prolongara. De este modo, a partir de octubre del 36, se inició una tediosa guerra que, en aquel contexto histórico, fortaleció día a día a los golpistas y sumió a la República en una tan heroica como lenta agonía en medio de la farsa del Comité de No Intervención. A los vencedores y, sobre todo, a los vencidos de 1939, les daba igual que acabase la guerra, pues lo que no había concluido ni concluiría por mucho tiempo era el plan de desinfección. La existencia de matanzas de rojos después del primero de abril de 1939 —como sabemos por lo ocurrido en la Extremadura republicana— induce a considerar que la guerra representa un paréntesis en medio de un proyecto de mayor alcance que se había iniciado antes y que finalizaría mucho después. Desde este punto de vista lo que llamamos guerra civil vendría a ser como el procedimiento que en cierto momento adoptó el golpe militar con el fin de alcanzar todos sus objetivos.
Lo cierto es que tras la guerra no llegó paz alguna, sino que se mantuvo el plan de exterminio iniciado el 17 de julio en Melilla. Es la idea que late en un comunicado enviado por los gobiernos militares a los puestos de la Guardia Civil en junio de 1939 en el que se advertía que «si bien ha terminado la guerra, la campaña no»[591]. Era pues la campaña —evidentemente la campaña contra el marxismo, tal como se hacía constar incluso en los registros de fallecimientos como causa de muerte— la que adoptaba en cada momento el método más conveniente. Este programa franquista que cabría resumir en golpe militar más plan de exterminio —contribución española al fascismo se convirtió sin embargo, a partir de 1945, en modelo para las dictaduras latinoamericanas y encajó a la perfección en el nuevo marco de la guerra fría cuando, con Estados Unidos de América convertidos en primera potencia mundial, se pasó del antifascismo al anticomunismo. A partir de entonces y hasta la década de los setenta —cuando España vuelve a marcar la pauta con la transición controlada de la dictadura al sistema democrático— buena parte de los conflictos civiles y golpes militares que se produjeron en Latinoamérica acabarían con la eliminación física del adversario. El modelo español había mostrado ser tremendamente eficaz. Fueron estas circunstancias las que llevaron al franquismo a jactarse durante mucho tiempo de haber iniciado la cruzada que abrió la senda del anticomunismo (que también era la del antisocialismo, antianarquismo, antirrepublicanismo e incluso la del antiliberalismo), es decir, la guerra fría[592]. Casi todos prefirieron olvidar que esa cruzada fue la primera gran apuesta del fascismo europeo y que los horrores de la segunda guerra mundial —especialmente los que se abatieron sobre la población civil— ya fueron anticipados en España a partir de julio del 36. Por todo ello, a la hora de realizar historia comparada del ciclo histórico abierto con el golpe del 36 y cerrado con la transición, quizá resulte conveniente mirar tanto a Europa como a Estados Unidos y a Latinoamérica.
El fascismo español no sólo acabó con la memoria de los vencidos sino que, una vez concluida su tarea destructora y con el objeto de ocultar y blanquear sus orígenes, borró gran parte de su propia historia (la de sus actos y decisiones) y comenzó un proceso de reescritura constante del pasado que llega a nuestros días. Inevitablemente —y más en estos tiempos de exhumaciones de los desaparecidos del franquismo— surge la reflexión de Walter Benjamin en la sexta de sus «Tesis de filosofía de la historia»: «Sólo tendrá el don de encender en el pasado la llama de la esperanza aquel historiador que esté firmemente convencido de que ni siquiera los muertos estarán a salvo del enemigo cuando éste venza. Y el enemigo no ha cesado de vencer». De este convencimiento, desde luego, se ha partido aquí.