PRÓLOGO
Este es un libro de extraordinaria importancia, que no sólo enriquece, sino que renueva en más de un sentido la historia de la guerra civil española iniciada en 1936: una historia que, a la luz de investigaciones como ésta, necesita una revisión y un replanteamiento. La columna de la muerte es el resultado de una tenaz labor de investigación realizada por un hombre, Francisco Espinosa, que ha dedicado a ella muchos años de su vida, empeñado en una búsqueda rigurosa de la verdad, establecida pueblo a pueblo y nombre a nombre. Una labor que había dado ya como fruto dos libros sobre la represión en Huelva y sobre la justicia de Queipo[1] pero que culmina ahora con esta ambiciosa investigación sobre el avance del ejército sublevado desde Sevilla a Badajoz. Una investigación, conviene señalarlo, que ha debido realizar sin becas ni ayudas de ningún tipo, financiándola con su trabajo cotidiano, y enfrentándose en más de una ocasión al desdén, cuando no a la oposición, de los medios académicos.
Para llegar a los resultados que se exponen en estas páginas, Espinosa ha trabajado laboriosamente en los archivos civiles y militares —y de algunos, como el Archivo General Militar de Ávila, ha sacado materiales muy valiosos sobre la forma en que Franco dirigía las operaciones a distancia—, ha puesto en juego una bibliografía en la que abundan textos de escasa difusión y ha recorrido los pueblos para hablar con quienes conservaban la memoria de los acontecimientos, que le han proporcionado testimonios muy valiosos.
El resultado de su trabajo ilumina de un modo singular la realidad de los combates en la fase inicial de la guerra y significa, sobre todo, una aportación muy valiosa al conocimiento del alcance y la naturaleza de la represión, que no es una consecuencia de la guerra, sino una de sus razones explicativas fundamentales. Lo que ha salido a la luz, me dice el propio Espinosa, «es el golpe militar triunfante, oculto bajo la guerra civil, cuya geografía es la de las fosas comunes». Algo que debemos tener en cuenta si deseamos llegar a comprender la naturaleza misma del levantamiento de 1936.
Hay una literatura sobre la represión que ha caído con demasiada frecuencia en la trampa de dejarse llevar a considerar ante todo el número de las víctimas de la violencia de uno y otro bando. Franco tuvo el cinismo de decirle a un periodista de la United Press en julio de 1937 que «en el campo nacional las defunciones que no son consecuencia de la campaña se registran escrupulosamente con arreglo a los preceptos legales, y tan sólo se han dictado por los tribunales unas seis mil penas de muerte, mil quinientas de las cuales han sido conmutadas o condonadas». O sea que admitía unas 4500 ejecuciones en toda España. Esta operación de enmascaramiento la siguió el franquismo hasta sus últimos años, en los libros, hoy totalmente desacreditados, del general Ramón Salas Larrazábal[2] cuyas cifras «exactas» se han venido abajo espectacularmente ante los resultados de nuevos estudios[3].
Es evidente que el tema de las cifras es importante, y nadie es más escrupuloso en este terreno que Francisco Espinosa. Lo demostró en su trabajo sobre Huelva y lleva ahora al extremo su meticulosa investigación con una nómina de víctimas de la represión de ambos bandos que, como se verá, ocupa muchas páginas de este volumen. Los datos finales que se dan en el anexo VI resultan elocuentes. En una zona que contaba con 434 326 habitantes y en que los «rojos» encarcelaron a 3291 derechistas, las cifras finales de la represión dan 243 víctimas de derechas y 6610 de izquierdas (lo cual quiere decir, simplemente, víctimas de la violencia de la derecha). Una cifra, esta última, que sabemos que representa un mínimo, porque nadie se ocupó de registrar estas víctimas en una «causa general» —lejos de ello, lo que se ha procurado es expurgar los archivos— y porque a muchos les convenía un silencio sobre los «desaparecidos» que facilitaba el saqueo de sus bienes. La lectura de lo sucedido pueblo a pueblo, que Espinosa nos relata detalladamente, nos permitirá ver cómo se repiten las historias de unos presos de derechas que han tenido que sufrir insultos y vejaciones, como la de verse obligados a barrer las calles y regar el paseo, o que reconocen, como en Fuente del Maestre, haber sido tratados «si no con dignidad y respeto, tampoco de forma despiadada y cruel», donde toda la violencia, que dejó un total de once muertos, la practicó una columna de milicianos venida de fuera, que ya había partido del pueblo cuando entraron las tropas franquistas, lo que no impidió que se produjera una feroz represión de saqueos y violaciones, con un número de asesinatos que la tradición oral eleva a más de trescientos, pero que Espinosa, fiel a su propósito de no hacer constar más que las víctimas de las que tiene certeza, limita a 194. La justificación por una respuesta tan desproporcionada vendría dada con frecuencia con la suposición de que los «rojos» pretendían matar a los derechistas pero que, por una u otra razón, «no tuvieron tiempo» de hacerlo, o con fábulas como la de que en Feria proyectaban celebrar un banquete en el que serían obligadas a servir jóvenes de buena familia «completamente desnudas».
Sobre cómo se intentó disimular diferencia que había entre la violencia de uno y otro bando, atribuyendo a los «rojos» los crímenes propios, le recomiendo al lector que no pase por alto el anexo VII, que aparece después de la larga nómina de los listados de víctimas, y que lea con atención la «Breve historia de una fotografía» que podría ser, a mi entender, el mejor colofón posible a su lectura.
Pero las cifras, con ser tan elocuentes, no lo son todo. Ni siquiera son lo esencial. Los méritos del libro de Francisco Espinosa van mucho más allá de haber establecido las auténticas proporciones de la violencia y haber desmontado los mitos sobre la toma de Badajoz. Porque más importante que las cifras es la naturaleza de la violencia, que es lo que, en última instancia, explica su desproporción.
Lo que debería quedar claro en el estudio de la represión ejercida durante la guerra civil es que la del bando franquista no surgió como una respuesta a la del otro bando, ni fue el producto de excesos ocasionales. Los trabajos realizados en estos últimos años muestran que las clases dirigentes españolas, después de la experiencia de las huelgas de los años 1933-1934, que tuvieron una incidencia especial en el campo, y del gran miedo de octubre de 1934, estaban decididas a exterminar a los elementos articuladores de la sociedad republicana —políticos, sindicalistas, profesionales, maestros…— para impedir que volviera a repetirse un programa de transformación social como el que intentó la República[4]
En el verano de 1936 las derechas españolas no trataban de enfrentarse a una amenaza revolucionaria inexistente, sino de liquidar un proyecto reformista que no aceptaban. El autor de un estudio sobre Pedro Sáinz Rodríguez, publicado en 1998[5] —y pido que se preste atención a la fecha— enumera los abusos del régimen republicano que obligaron a hombres como este piadoso varón a promover y financiar una guerra civil sangrienta: «Se obligaba a los terratenientes a roturar y cultivar sus tierras baldías, se protegía al trabajador de la agricultura tanto como al de la industria, se creaban escuelas laicas, se introducía el divorcio, se secularizaban los cementerios, pasaban los hospitales a depender directamente del estado…». Ésa era la clase de abusos y crímenes de los «rojos» con que se justificó su exterminio.
La violencia formaba parte del proyecto de los insurgentes. Las instrucciones iniciales de Mola preconizaban «un corte definitivo, un ataque contrarrevolucionario a fondo», y dejaban claro, al propio tiempo, que su objetivo era de largo alcance: «Nunca debe volverse a fundamentar el estado ni sobre las bases del sufragio inorgánico, ni sobre el sistema de partidos (…), ni sobre el parlamentarismo infecundo y nocivo»[6].
Un libro publicado en 1937 por el secretario del propio general, que la policía franquista se encargó de retirar de las librerías de Zaragoza, ilustra el contexto de estas ideas al contarnos lo que se decía en las tertulias militares en torno a Mola, donde el coronel Gavilán opinaba que «hay que echar al carajo toda esta monserga de derechos del hombre, humanitarismo, filantropía y demás tópicos masónicos», y otro interlocutor, con un sentido más práctico e inmediato, hablaba de «la limpia que hay que hacer en Madrid entre tranviarios, policías, telegrafistas y porteros»[7].
El 31 de julio de 1936 Mola decía por los micrófonos de Radio Castilla de Burgos: «Yo podría aprovechar nuestras circunstancias favorables para ofrecer una transacción a los enemigos; pero no quiero. Quiero derrotarlos para imponerles mi voluntad, y para aniquilarlos». El 28 de enero siguiente remachaba: «He dicho impondremos la paz… Este es el momento temido por nuestros enemigos … Tienen razón; están fuera de la ley»[8].
Mientras tanto en Sevilla ABC proclamaba el primero de noviembre de 1936: «Repitamos ahora las palabras pronunciadas tantas veces por el ilustre general Queipo de Llano: del diccionario de España tienen que desaparecer las palabras perdón y amnistía»[9]. Queipo ya había calificado en sus bandos el alzamiento como un «movimiento depurador del pueblo español» y Pemán, antes de descubrirse demócrata de toda la vida, celebraba en sus arengas patrióticas «esa contienda magnífica que desangra a España»[10]. El propio Franco, como es sabido, había señalado que lo importante no era «la rápida derrota del enemigo», sino una ocupación sistemática acompañada de una «limpieza» humana a fondo.
El objetivo del golpe «depurador» estaba claro. Había que aniquilar todos los elementos de la sociedad española que habían servido para articular aquella alternativa reformista iniciada en 1931 y que el triunfo electoral de 1936 volvía a poner en marcha. Y, de paso, hacer un escarmiento con los de abajo, no sólo para «cobrarse los cinco años de república», como dirá Espinosa al tratar de encontrar algún sentido a los asesinatos de Zafra, sino para dar ejemplo y enseñarles la lección. El 18 de julio de 1936, el conde de Alba y Yeltes, Gonzalo de Aguilera, gran propietario salmantino, «hizo ponerse en fila india a los jornaleros de sus tierras, escogió a seis y los fusiló delante de los demás. Pour encourager les autres, ¿comprende?», le decía a un periodista extranjero a quien le contaba la hazaña[11].
Es la naturaleza de la represión, mucho más que sus cifras, por terribles que resulten éstas, lo que hace de las sangrientas matanzas de Badajoz, como se ha dicho, un anticipo de Auschwitz.
Nada tiene que ver la espontaneidad con el hecho de que una buena parte de estos crímenes no fuesen ordenados desde arriba, sino que los ejecutasen por su cuenta y riesgo los partidarios y agentes locales del nuevo régimen. De arriba vinieron la incitación y la tolerancia, que los dejó impunes incluso cuando fueron denunciados. Y eso no sólo pasó en plena guerra, que es el tiempo que estudia Espinosa, sino que siguió sucediendo mucho después.
En la propia Extremadura conocemos el caso del teniente coronel de la guardia civil Manuel Gómez Cantos, que el 28 de agosto de 1942 hizo fusilar por su cuenta y riesgo a 26 personas en el pueblo de Alía, sin que mediara averiguación ni juicio, que aquel mismo verano mató a vecinos de La Calera —incluyendo a un falangista que había luchado en la guerra y tenía una medalla al valor— «porque tenían que saber algo», y que en 1945 hizo fusilar a tres guardias civiles porque no habían podido hacer frente a una partida de maquis superior en número. Y que salió bien librado, ya que el único castigo que se le impuso, a instancias de las autoridades eclesiásticas, fue por no haber permitido que los guardias civiles se confesasen antes de ser ejecutados[12].
Cuando se habla de la necesidad de superar con el olvido las heridas de la guerra civil y del franquismo se comete un error y una injusticia. Porque el olvido sólo debe producirse después de que se haya establecido la realidad de lo ocurrido y se haya hecho justicia, por lo menos en su memoria, a las víctimas. Una cosa es renunciar a la venganza, como debe hacerse, y otra muy distinta promover el olvido dando por válidas las mentiras y deformaciones con que se ocultó cuidadosamente la verdad. Hacerlo implicaría cometer una injusticia con aquellos que sufrieron persecución por haber intentado construir una España más justa y solidaria mejorando la condición de vida de los trabajadores o llevando la enseñanza y la cultura a los rincones más remotos del país: sindicalistas o maestros que cayeron asesinados por entregarse a este proyecto y que la versión oficialmente establecida considera como delincuentes merecedores de castigo. Y, más en general, con todos los que se jugaron la vida, y en muchos casos la perdieron, no por ejercer la venganza o apropiarse de un botín, sino con el convencimiento de que luchaban por la libertad y el bienestar de todos. Sólo cuando se conozcan mejor los hechos y se hayan establecido las responsabilidades de unos y otros podremos hablar de olvido.
Mientras tanto deberíamos preocuparnos de ayudar a quienes, como Francisco Espinosa, trabajan y luchan por devolvernos el conocimiento y la verdad.
JOSEP FONTANA
Diciembre de 2002