Introducción

INTRODUCCIÓN

La justicia es, sin duda, la parte más sólida de la memoria.

ELIZABETH JELIN, Las conmemoraciones, 2002.

Frente a los lugares de memoria existentes en algunos países europeos, una de las aportaciones españolas al gran debate sobre la memoria histórica parece ser los lugares de olvido, de los que Badajoz se ha convertido en supremo paradigma. A estas alturas la vieja plaza de toros de Badajoz, escenario de uno de esos acontecimientos —símbolo de los que aludió Pierre Vilar en su introducción al Guernica de Herbert Southworth— ya no existe, y en su lugar está prevista la construcción de un Palacio de Congresos. En un informe sobre el proyecto se lee, no sin cierta perplejidad, que la elección de la propuesta aprobada «se debe al cuidado con que se trata la historia y la memoria del lugar», lo que no deja de llamar la atención si se tiene en cuenta que, al menos en el informe, no existe la más mínima alusión a la razón por la que ese lugar es conocido en todo el mundo desde hace más de sesenta años y que no es otro que las matanzas perpetradas por el fascismo español en el verano de 1936. De no ser por este motivo, y por más original que resulte su ubicación dentro del sistema defensivo de la ciudad, la plaza de toros de Badajoz sería una más de las muchas que existen por la geografía hispana[13].

Este desenlace, después de tantos años de silencio y abandono, contrasta con el destino de los otros dos grandes símbolos del terror fascista que la memoria democrática conserva: Víznar y Guernica. O lo que es lo mismo, el asesinato de García Lorca —hecho asociado a la figura sanguinaria de Queipo de Llano y sus matarifes delegados—, y la colaboración del nazismo con los golpistas españoles. Resultaría impensable —aunque no por ello imposible— que la tierra donde yacen los restos del poeta granadino, un parque en la actualidad, fuera elegida para levantar un edificio público enteramente ajeno a lo que allí pasó. Por suerte no ha sucedido así, ya que, además de respetarse el lugar, se erigirá una obra que recuerde a los que allí yacen. Pero en esa suerte ha influido en gran medida el que, gracias a años de investigación tenaz y dura, sepamos qué representa Víznar y percibamos como un despropósito su desaparición. Granada contó con Ian Gibson y Guernica —además de con Pablo Picasso— con el admirable y ya clásico trabajo de Herbert Southworth, quienes dedicaron muchos años de sus vidas a desvelar lo que tanto interés había en ocultar.

Desgraciadamente nadie, salvo el último —y no a fondo—, se ocupó de Badajoz, en cuyo caso, sin embargo, se ha optado finalmente por eliminar el símbolo y su memoria colocando en su lugar algo de iguales trazas y dimensiones. Ni que decir tiene que si supiéramos de Badajoz lo mismo que de Víznar o Guernica tal cosa no hubiera pasado. Es más fácil destruir sobre la base del olvido que sobre la de la memoria. En el caso de Badajoz, digamos —retorciendo el mensaje gatopardesco— que todo debe seguir aparentemente igual para que nada permanezca. Así, cuando alguien niega o minimiza hechos como los acaecidos en Víznar o Guernica, podemos hablar de revisionismo, pero cuando se hace lo mismo con la matanza de Badajoz estamos todavía ante la leyenda creada en 1937. La prohibición de la memoria primero y la apuesta por el olvido después han provocado que, todavía hoy, para negar la matanza de Badajoz lo único que haya que hacer sea menospreciar las crónicas de los periodistas que informaron de los hechos y descalificar quienes se han servido de ellas. Tan poco hay que revisar que cabe hablar de una línea de continuidad nunca rota desde la invención de la leyenda hasta lo que hoy algunos —con idénticas intenciones— llaman los sucesos de Badajoz.

La vieja plaza de toros era la prueba visible, el escenario real de una matanza que llegó a conocerse por un error de los que la organizaron y perpetraron; una realidad histórica que sería primero silenciada y, más tarde, negada para siempre por medio de la invención y puesta en circulación de la leyenda de Badajoz. Ya Southworth, cuando investigaba Guernica, se percató de que lo que al franquismo le interesaba, más que este tipo de acontecimientos se convirtieran en un problema de crítica histórica, era que el propio problema suscitado con la negación del hecho sustituyera al acontecimiento en sí. En el caso de Badajoz esto equivaldría —casi como es el caso— a que todavía andemos discutiendo si allí tuvo lugar o no una de las grandes matanzas del 36. Si, además, se ha expurgado previamente toda la documentación que pudiera dar luz sobre el asunto, la confusión está servida, pues a falta de documentos sólo habrá opiniones que contrastar. Pierre Vilar reproduce en su introducción al Guernica esta idea de Charles Morazé: «Toda prueba material de una decisión tiene tantas más posibilidades de ser sustraída de los archivos cuanto más importante sea su significación política». Y en España se ha dispuesto de varias décadas para ello. No obstante —incluso aunque no haya existido ni exista— resulta casi imposible sustraerse al deseo, a la imaginación, de que alguna vez pueda aparecer algún documento clave sobre lo ocurrido en Badajoz.

La leyenda de Badajoz surgió inmediatamente después de la matanza con el firme propósito de anular el efecto de las primeras noticias que circularon sobre ello. La estrategia inicial se encaminó a deformar todo lo relacionado con la ocupación. Para justificar la dureza de la represión había que magnificar la resistencia ofrecida y el sacrificio realizado, lo que además beneficiaba tanto a ocupantes como a defensores. Pero sólo con que se hubiera reparado —fuera cual fuera la resistencia— en que el costo humano de la operación resultó muy bajo para los ocupantes, todo el andamiaje de la leyenda se habría derrumbado, ya que la supuesta hazaña militar habría quedado reducida a vulgar carnicería. Con el tiempo se optó por la típica solución intermedia: hubo dureza pero no tanta y, en todo caso, inevitable y en proporción al costo humano de la empresa. De modo que ha sido ésta, la de la hazaña sangrienta, la versión que finalmente nos ha llegado, versión que además se ajusta bastante a ese buen tono que se ha ido imponiendo desde la transición en el sentido de que la verdad se encuentra en algún punto intermedio entre las dos memorias, la de los vencedores y la de los vencidos.

La plaza de toros de Badajoz y la matanza que allí tuvo lugar forman parte de la memoria incómoda, y su final, su transformación en aséptico palacio de congresos, demuestra simplemente —al cuarto de siglo de la muerte del dictador— que no se sabía qué hacer con ella. Evidentemente no se trataba del Alcázar de Toledo ni del Valle de los Caídos. Se ha perdido la oportunidad de contribuir a fijar la memoria democrática de un país tan escaso de ella como sobrado de la contraria, ya que con la plaza ha desaparecido también la obligada investigación oficial que hubiera habido que afrontar en caso de convertirla en un lugar de memoria. El primer deber de la democracia es la memoria, dejó escrito el historiador francés Pierre Vidal-Naquet, quien además proponía a los historiadores «la tarea de retirar los hechos históricos de los ideólogos que los explotan»[14]. Ardua tarea sería ésta aquí. En nuestro país, donde memoria ha sido sinónimo de rencor y olvido de reconciliación, lo entendemos de otra manera. La plaza de toros de Badajoz, que durante años fue mudo testigo del paso silencioso y cómplice de los vecinos cada aniversario del 14 de agosto, era el símbolo de la destrucción de la República y de la implantación del fascismo, y a su vez también lo era de todas las matanzas perpetradas desde Melilla a Santiago y desde Salamanca a Zaragoza. Era la representación misma no de la guerra civil sino del golpe militar del 18 de julio. En ella estaban contenidas todas las matanzas previas y todas las que habrían de llegar, incluidas las de la segunda guerra mundial. Lo que se ha hecho al destruirla es ponerlo todo al mismo nivel de olvido: ni historia ni memoria, nada. De ahí que podamos calificar el espacio donde se situará el futuro palacio de congresos como un lugar de olvido. Un caso ejemplar, muy cercano a nosotros, sería lo ocurrido en Argentina en 1998, cuando el gobierno de Carlos Ménem decidió demoler la ESMA (Escuela Mecánica de la Armada), uno de los lugares de represión, y convertir el espacio que ocupaba en zona verde. No pudieron. Las organizaciones de derechos humanos se movilizaron y el proyecto se paralizó. La ESMA, como la plaza de toros, constituye un símbolo universal del terror y forma parte de la memoria democrática de la humanidad.

En esa misma dinámica que ha llevado a la demolición de la plaza, es posible que alguna vez se olvide o se difumine que el fascismo se cebó en Badajoz. Hasta no hace mucho tiempo bastaba con recorrer la ciudad —desgarrada estructura urbana— para percibir el extremo estado de desidia y abandono en que quedó sumida durante décadas, y todavía hoy, ya recuperada para la vida ciudadana, son visibles las huellas del desastre. Parecía como si el fascismo no le hubiera perdonado nunca su rebeldía. Digamos que, más que en cualquier otro caso, no es posible entender la evolución de Extremadura —más concretamente de Badajoz— sin el golpe militar del 36, y que la forma en que los golpistas implantaron allí su modelo de sociedad no tuvo parangón.

Ya sabemos que en esencia ocurrió lo mismo en todos los lugares donde la sublevación se impuso, pero es evidente que el paso del Ejército de África por las tierras del suroeste en aquellos días iniciales de la sublevación creó un fenómeno particular, una forma de terror propia que nunca volvió a repetirse. Manuel Tuñón de Lara habló acertadamente de fascismo agrario. Y es que, cuando se intenta hallar el origen o explicar a qué se debió aquella furia asesina que llevó a la fosa común a miles de personas en cuestión de meses, es inevitable recurrir a una imagen previa: la de aquella masa campesina —en torno a 70 000 hombres— que a las cinco de la madrugada del 25 de marzo de 1936, puño en alto y al grito de ¡Viva la República!, invadió más de 3000 fincas extremeñas. De ello resultó que en torno a 50 000 yunteros se establecieron en unas 2000 fincas que sumaban unas 125 000 hectáreas, situadas principalmente en los partidos de Jerez de los Caballeros, Llerena y Mérida. Desgraciadamente, pese al estudio ya clásico de Pascual Carrión o a los posteriores de Edward Malefakis y Francisca Rosique, nos faltan todavía algunas claves para comprender la historia de la reforma agraria en Badajoz, provincia en la que hablar de II República equivale prácticamente a hablar de aquella reforma frustrada. Sigue atrayendo nuestra atención el terrible panorama socioeconómico dibujado por Eduardo Cerro, poco antes de la llegada de la República en la Revista de Estudios Extremeños; y, más aún, el penetrante análisis que un estudioso como Julio Senador Gómez trazaba en carta personal para el diputado de Unión Republicana Miguel Muñoz González de Ocampo, a sólo unas semanas del 18 de julio del 36. Incluso los sectores del catolicismo social reconocieron que la oleada de desahucios y de subida de cánones que afectó a la población yuntera (desde que en 1935 se aprobaron las «disposiciones transitorias» de la Ley de Arrendamientos) era una de las causas del resultado de las elecciones de febrero del 36.

Desde esta perspectiva, la neutralización de la Ley de Yunteros del cedista Manuel Giménez Fernández —muestra de lo que una derecha civilizada podía ofrecer en aquel momento crítico— resultó desastrosa para yunteros y jornaleros, es decir, para la inmensa mayoría de la población extremeña y andaluza. Sirva de ejemplo —citado por Francisca Rosique— el caso del propietario de Jerez de los Caballeros que desahució —él solo— a veinte familias. De ahí el decreto de tres de marzo de Ruiz Funes por el que los yunteros podían recuperar las tierras que habían trabajado, y también que el 25 de marzo los campesinos extremeños, hartos de esperar, decidieran adelantarse a la lentitud de las disposiciones legislativas. No se estaba iniciando la revolución sino la vía reformista al complejo e inaplazable problema de la tierra. Sin embargo, ya para entonces, la contrarrevolución estaba en marcha y en cada pueblo se creaban, al amparo de los principales propietarios, grupos de falangistas encargados de preparar el ambiente para el inminente golpe militar. Como han demostrado diversas investigaciones, en España —al contrario de lo que ha mantenido y mantiene la línea historiográfica para la cual la República conducía inevitablemente a la guerra— no se produjeron conflictos mayores que los de otros países europeos en la década de los treinta[15]. Lo verdaderamente peculiar fue que la vía democrática refrendada en las elecciones de febrero del 36 fuera abortada y arrasada con una violencia inimaginable por los perdedores de esas elecciones, que no eran otros que los sectores que se oponían al proceso político iniciado en abril de 1931. Y si la sublevación estalló para acabar con la República reformista, con las elecciones, partidos y sindicatos, la represión se dirigió contra todos aquellos que le dieron vida, pero muy especialmente contra la población jornalera. Basta con mirar los listados finales para saber qué andaban buscando los golpistas. Todo lo que se asociara a la experiencia republicana o pudiera ser relacionado con ella sería destruido.

¿A qué se reduce, pues, lo que llamamos guerra civil en una provincia como Badajoz a lo largo de 1936? Digámoslo claramente: a un golpe militar brutal impuesto mediante una gran matanza y cuyo único fin era restaurar el orden natural perdido con la proclamación de la República. Se trataba de meter en cintura, por la fuerza, a una sociedad que mayoritariamente había decidido seguir por un camino similar a otras sociedades del entorno europeo. El avance de las reformas anunciadas en una provincia como Badajoz hubiera conducido inevitablemente a una sociedad más igualitaria y más justa. El objetivo no era tanto repartir la propiedad como socializar la renta de la tierra. Era cuestión de tiempo, que fue precisamente lo que las fuerzas antirrepublicanas no estaban dispuestas a conceder tras los resultados electorales de febrero del 36. La maquinaria del golpe, activada en agosto de 1932 y especialmente durante el Bienio Negro, se puso en marcha en el mismo momento en que se conocieron los resultados de las elecciones. La derecha sabía que era su última oportunidad.

Los límites cronológicos de este trabajo lo constituyen el 18 de julio, inicio del golpe militar en la Península, y el 21 de septiembre, fecha de la ocupación de Azuaga; su marco geográfico abarca la zona occidental de la provincia de Badajoz. He consultado todos los Juzgados de los partidos judiciales de Almendralejo, Olivenza, Zafra, Jerez de los Caballeros, Fregenal de la Sierra, Montijo y Villafranca de los Barros; y buena parte de los de Llerena, Mérida y Badajoz. En total, unos 85, algo más de la mitad de la provincia. El relato de los hechos se ajusta, en general, a estos límites, y sólo en ocasiones los desborda. Aparte de los registros de defunciones de los Juzgados, he manejado cuatro fuentes principales: el Archivo General Militar de Ávila, el Archivo Histórico Nacional de Salamanca, el Archivo del Tribunal Militar Territorial Segundo de Sevilla y el Archivo Histórico Nacional de Madrid (Causa General), de donde podrá colegirse la dependencia casi absoluta en que nos hallamos con respecto a la visión de los vencedores. Prácticamente puede decirse que ignoramos cómo vivieron aquellos hechos los vencidos. Esta grave carencia sólo se ve compensada por las memorias escritas y por los testimonios orales, muy escasas las primeras y de complicada localización y uso los segundos. El reto de este tipo de investigaciones consiste en indagar en los acontecimientos y hacerlos comprensibles a partir precisamente de esa documentación. Se corre el peligro, por ejemplo, de que nos parezca normal que en una inscripción fuera de plazo de 1978 en el Juzgado de Almendralejo se anote como causa de fallecimiento: «La pasada guerra». Las palabras no son inocentes ni neutras y las que esos documentos nos transmiten están al servicio del golpe militar y de la larga dictadura. Tampoco lo son las que nosotros usamos para exponer aquellos hechos. Como sabemos hay palabras al servicio de la memoria y palabras al servicio del olvido. Y somos nosotros los que tenemos que elegir a través de esas palabras dónde nos situamos y qué queremos transmitir.

Esta investigación demuestra que, a pesar de las muchas ocasiones en que se ha tocado el caso de Badajoz, es necesario periódicamente renovar y revisar las fuentes, pues ni todos los historiadores buscan y ven lo mismo ni, incluso, el propio investigador busca y ve siempre lo mismo. Bastará con observar lo que pasa con una verdad establecida como el número de bajas sufridas por las fuerzas de Yagüe en Badajoz y, más exactamente, con el sacrificio de la 16.ª Compañía de la IV bandera para comprobar con qué facilidad los errores, los tópicos y las falsedades se transmiten de generación en generación sin problema alguno. Es tan fuerte el arraigo generalizado de las leyendas fundadas por el franquismo, tan intenso el peso ideológico de la transición y está tan extendido el uso de la historia como simple discurso justificador del pasado —la historia muerta—, que habrá que soportar todavía durante un tiempo estas viejas historias —y otras nuevas— creadas en su mayor parte para ocultar o suavizar la realidad, o simplemente para hacernos creer que pasó lo que tuvo que pasar. En el caso de Badajoz, estos problemas afectan no sólo a cuestiones concretas sino a toda la operación, repetida por unos y otros en detalle y hasta la saciedad según el modelo impuesto entonces por los vencedores. Resulta muy significativo que, a pesar de que las defunciones inscritas en el Registro Civil de Badajoz a consecuencia del golpe militar han sido investigadas al menos parcialmente, nunca se hayan hecho públicas sus identidades. Es obvio que la contemplación nombre a nombre del listado de víctimas —aunque sólo represente una aproximación al fenómeno represivo— nos coloca ante la prueba irrefutable de lo que allí ocurrió a partir del 14 de agosto.

El trabajo consta de tres bloques. En el primero (capítulos I y IV) se exponen los principales acontecimientos que marcaron la vida de cada uno de los pueblos de la zona estudiada. Sin embargo, a pesar de que ello sea necesario para la comprensión de todo el proceso, plantea un inconveniente: lo que en el primer capítulo es un recorrido más o menos coherente por la ruta principal que conducía de Sevilla a Mérida, en el IV se convierte —tal como fue en realidad— en un desordenado plan de ocupación a cargo de pequeñas columnas a través de rutas secundarias. Esto dificulta su tratamiento y convierte su exposición en un reto —en parte motivado por haber primado la cronología sobre la geografía— del que he sido consciente. El segundo bloque (capítulos II y III) constituye el núcleo del trabajo y se dedica a la ocupación de la ciudad de Badajoz y a sus consecuencias. Finalmente el tercero (capítulo V) expone —además de un análisis del tratamiento de la cuestión a lo largo del tiempo— lo que hemos logrado saber de la matanza de Badajoz y, en general, de la represión en la zona estudiada. Como complemento se han incorporado una serie de anexos, unos por su valor histórico y otros por ser pruebas de la interpretación que se hace de aquellos hechos. El primero de esos anexos, el de los gastos en alimentos de las milicias, puede parecer un tanto anecdótico, pero persigue una finalidad: ofrecer una prueba razonable que permita calcular el verdadero número de milicianos que participaron en la defensa de la ciudad, magnificado por todos. El segundo reúne la información que tenemos sobre los componentes de la guarnición de Badajoz. El anexo VI ofrece y resume una serie de datos sobre cada una de las localidades estudiadas, desde la población hasta las cifras de represión. El anexo VII, dedicado a la fotografía allí incluida y a su historia, constituye una reflexión sobre la memoria, sobre su manipulación y sobre las dificultades para encontrar los hilos que nos conducen a la restauración de la verdad. La pequeña historia de esa fotografía representa lo que, en otra escala superior, ha ocurrido con aquel golpe militar y con lo que vino después.

No quiero cerrar estos comentarios iniciales sin aludir, como ya hice en trabajos anteriores, a las dificultades sufridas en la investigación. Realmente dichos problemas aportan un valor añadido a estos trabajos, del que no suele ser consciente el lector y que, sin embargo, para el investigador se traduce en un enorme desgaste personal. Resulta que cuando ya hemos logrado que la mayoría de los archivos sean accesibles, los amos de la memoria o gestores del olvido, que no dejan de maquinar, han ideado dos nuevos procedimientos para ahuyentar a los investigadores, que parece que no acabarnos de enterarnos de que el ciclo histórico abierto en 1931 y cerrado en 1975 es materia reservada y protegida. Así, por ejemplo, el Archivo General Militar de Segovia —aplicándolo de manera un tanto azarosa— ha decidido que los cincuenta años prescritos por la ley para la consulta de documentos no se cuentan a partir de la fecha de los documentos sino del último documento de cada expediente (« … que el expediente está formado por un conjunto de documentos con diferentes fechas y que la fecha extrema que se toma para la consulta del expediente es la del último documento», carta de 29 de mayo de 2000); y diversos organismos provinciales y regionales, al abrigo de ciertos reglamentos, impiden sistemáticamente la consulta de algunos documentos por encontrarse eternamente sin catalogar o en proceso de catalogación. Por ejemplo, el «preferentemente a través de los instrumentos de descripción» que la legislación andaluza establece para la consulta de documentos representa la típica argucia que tarde o temprano acabará creando problemas al investigador. Se convendrá en que, por estos dos procedimientos, la investigación sobre nuestra historia reciente —ya de por sí escasa— puede tocar a su fin. En mi caso cabe afirmar sin exageración alguna que de habérseme aplicado esos criterios restrictivos tiempo atrás, ni la investigación que realicé sobre la guerra en Huelva ni el trabajo sobre la justicia militar en el territorio de Queipo hubieran existido.

No obstante, no debe extrañarnos que el país que permite que desaparezca la plaza de toros de Badajoz (y que mantiene con fondos públicos el Alcázar, el Valle de los Caídos o la Fundación Nacional Francisco Franco) carezca de una política coherente y democrática sobre el patrimonio documental. No tenemos muchas leyes a nuestro favor y, por si fuera poco, su sentido depende básicamente de quien las interpreta. Aquí cualquiera puede paralizar una investigación. La palabra que definiría esta situación, fruto de una ley ambigua y restrictiva, sería arbitrariedad. De esta forma, se corre el peligro de que los archivos —puesta a salvo la documentación delicada y alejados los investigadores que indagan en cuestiones inadecuadas— se integren como parte primordial de la red nacional de lugares de olvido, con larga práctica ya en resistir los embates de la memoria.

No considero exagerado decir que han sido y están siendo el empuje y las iniciativas de la gente, más que los cauces abiertos por las leyes —siempre tendentes a proteger al poder— o, en general, los proyectos de las instituciones encargadas de la transmisión del pasado, los que están consiguiendo abrir brechas de memoria en el muro de olvido que el franquismo nos legó y que la transición asumió bajo el erróneo y reaccionario criterio de que los recuerdos reabrían heridas y el silencio reconciliaba. Así se fraguó un fenómeno de negación de la memoria —algunos prefieren pensar (pro domo sua) que se trató de un simple aplazamiento obligado por las circunstancias—, de graves consecuencias para la identidad colectiva y que —por más que denunciado hace tiempo— sólo ha comenzado a percibirse y a lamentarse por parte de ciertos sectores, empeñados hasta hace poco en no mirar atrás, cuando ya habían pasado más de veinte años desde la aprobación de la Constitución y con la derecha asentada en el poder. Como si la memoria —convertida a veces en mero instrumento de desgaste político— sólo fuera útil cuando se está en la oposición.

Sin embargo, el éxito de algunos trabajos de historia, la acogida de las diversas iniciativas de la asociación Archivo Guerra y Exilio (AGE), del proyecto del Canal de los Presos en el suroeste o la asombrosa historia de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) —todo ello fruto del trabajo de particulares— demuestran que la sociedad española, como era previsible, ni estaba ni está por el olvido. Ante estas circunstancias algunos de los que hasta hace poco apostaban por el supuesto silencio reconciliador se han apresurado a subirse al carro de la memoria. Sería pues el momento de recuperar el tiempo perdido. El primer paso, desde luego, por más que llegue tarde, consistiría en salvar el patrimonio documental relativo al ciclo histórico 1931-1977 que ha llegado hasta nuestros días y ponerlo al servicio de la investigación. La observación y el análisis de ese interés por la memoria, desde mediados de los noventa, y de su creciente repercusión social, llevan a pensar en si, a pesar de lo que se ha hecho y se hace por evitarlo, no entra dentro de lo posible que sea la memoria del golpe militar, de la guerra y de la dictadura —y con ellas la de la República arrasada— la que acabe por vertebrar una verdadera memoria colectiva y democrática en nuestro país. Hay sin embargo un impedimento serio para que este proceso culmine. Por lo que respecta a la memoria, la transición, al negar la rememoración crítica del golpe militar, de la guerra y de la dictadura —y con ello la posibilidad de enlazar con la anterior experiencia democrática, la II República, cuya sola mención era considerada desestabilizadora— impidió la existencia de un hito que delimitase claramente el tránsito del estado dictatorial al estado de derecho. En la práctica esto —unido a la amnistía de 1977, verdadera «ley de borrón y cuenta nueva» para la dictadura— supuso avalar al franquismo y su memoria, cuyos hagiógrafos siguieron campando a sus anchas, y, al mismo tiempo, cerrar los caminos que hubieran llevado a la restauración de la memoria democrática, abandonada al esfuerzo individual de quienes se negaron a asumir la política del olvido. Así, transcurridos más de veinticinco años desde la muerte de Franco, hemos avanzado, no sin grandes dificultades, en el establecimiento de la verdad histórica sobre el período 1931-1975, pero no se ha conseguido aún elaborar la correspondiente verdad jurídica, es decir, una interpretación del pasado en términos jurídicos que nos permita avanzar en el análisis y superar de manera definitiva la ambigüedad generalizada —especialmente manifiesta en el ámbito terminológico— que envuelve nuestra historia reciente[16].