Anexo VII

ANEXO VII

BREVE HISTORIA

DE UNA FOTOGRAFÍA

Talavera de Tajo, 3 de septiembre de 1936. Masacre en la calle Carnicerías tras la entrada de las fuerzas de Yagüe (Hemeroteca Municipal de Sevilla, Fondo Serrano).

A principios de los noventa, cuando revisaba el archivo fotográfico Serrano, de la Hemeroteca Municipal de Sevilla, en busca de material gráfico para La guerra civil en Huelva (Huelva, 1996), encontré una fotografía que me pareció ver entonces por primera vez. Se trataba de un grupo de cadáveres en medio de una calle solitaria por una de cuyas aceras camina un hombre. Como su autor era Juan José Serrano y se hallaba junto a otras imágenes relativas a la primera etapa del golpe militar en Sevilla, pensé que había sido tomada en algún punto de la ciudad. Poco después, cuando se publicó el libro aludido incluí la fotografía y planteé en el pie de foto esa posibilidad. También hubo una pista falsa. Un hombre de cierta edad, vecino de Triana, aseguró a mi amigo Manolo Tapada que esa calle era un extremo ya irreconocible de Pagés del Corro, una de las principales arterias del barrio sevillano. De modo que, ¿por qué no podían ser los cadáveres los de los mineros onubenses asesinados el 31 de agosto en diferentes puntos de la ciudad, entre ellos Triana? Al tratarse de un acto ejemplarizante, precedido de consejo de guerra sumarísimo y sentencia —procedimiento inusual en aquellos momentos cuando se trataba de civiles—, cabía la posibilidad de que al igual que decidieron realizar las ejecuciones al mediodía y en lugares públicos creyeran conveniente que Serrano, el fotógrafo favorito de los sublevados, recogiera el momento.

No mucho después me enteré casualmente de que la fotografía en cuestión había aparecido varios años antes en Sevilla fue la clave (Castillejo, 1992), del periodista y exdirector de la edición sevillana de ABC Nicolás Salas. En la página 568 del tomo segundo de su obra, aparecían tres fotografías demostrativas del terror rojo —entre ellas ésta— con el texto siguiente:

La crueldad fue una constante en las milicias del Frente Popular, durante el tiempo que dominaron pueblos de las provincias de Sevilla, Huelva, Córdoba y Badajoz. Los cuerpos apilados en las calles, los cuerpos bárbaramente mutilados y quemados, las fosas comunes sin cerrar … El Gobierno de Madrid decía que estas fotografías eran hábiles montajes gráficos.

El autor, aunque probablemente lo conocía, omitió el nombre de la localidad donde había ocurrido la masacre y, sin mayor problema, lo presentó como un acto achacable al Frente Popular. Comprobé, además, que no era el único caso en dicho libro en que las fotografías eran tergiversadas y siempre con el mismo objetivo: endosar a unos, las víctimas del golpe militar, lo que era responsabilidad de otros, los golpistas.

El paso siguiente fue descubrir que la fotografía aparecía en el «Avance del Informe Oficial sobre los asesinatos, violaciones, incendios y demás depredaciones y violencias cometidos en algunos pueblos del Mediodía de España por las hordas marxistas al servicio del llamado Gobierno de Madrid. Julio y agosto de MCMXXXVI» (Sevilla). La elaboración de este folleto, el primero de una serie que sería el origen de la Causa General, había sido ordenada por Luis Bolín —uno de los jefes de propaganda al servicio de Franco y de Queipo—, en la temprana fecha de 24 de agosto del 36. La razón era simple: había que contrarrestar los efectos de la matanza de Badajoz, ocurrida diez días antes, que estaba conmocionando a la opinión pública europea. Este primer «Avance», que debió aparecer en octubre del 36, estaba dedicado casi íntegramente a pueblos de Andalucía occidental, y en el anexo fotográfico, bajo la mencionada fotografía, se leía: «Cadáveres de personas de orden, asesinados [sic] en Talavera de la Reina por las hordas rojas». Pese a la mentira de fondo al menos se mencionaba una localidad. Esta línea de estilo goebbeliano iniciada por Bolín en el 36 y continuada por Salas en 1992 había sido rota sin embargo por Fernando Díaz Plaja en 1972. Así, en el segundo tomo de La España política del siglo XX (Plaza Janés, Barcelona, 1972) se reproducía de nuevo la fotografía junto al siguiente texto: «Caídos en Talavera de la Reina tras la toma de la ciudad por los nacionales». A pesar de la ambigüedad y de las obvias reminiscencias falangistas de la palabra caídos o del carácter profranquista que implicaba llamar nacionales a los sublevados, al menos se daba a entender que esos cadáveres eran consecuencia de la toma —no eran ya tiempos para seguir hablando de liberación— de Talavera. Todo un avance para la época.

Fue entonces cuando, viendo la posibilidad de poner la fotografía en la portada de este trabajo, planteé la cuestión a Fernando Magán, buen conocedor de lo ocurrido en Talavera, quien me informó —yo no me había dado cuenta— de que la fotografía había aparecido también en la página 239 de Prisión y muerte en la España de posguerra, de José Manuel Sabín (Muchnik, 1996). En lo que debió ser un cartel antifascista en el que destacaba la palabra ¡VENGANZA!, se veían la foto de Talavera, reducida en la parte superior, y —ocupando casi todo el cartel— otra muy conocida que muestra una hilera de cadáveres junto a un muro. El pie de foto, que reproducía el texto que en letra pequeña se veía en medio del cartel, decía acertadamente: «Obreros fusilados en masa por las tropas fascistas en Navalcarnero y en Talavera de la Reina». Pero Fernando Magán no sólo me informó de lo ocurrido en Talavera el día tres de septiembre del 36, sino que me puso en contacto con un testigo de aquella masacre. Así fue como a mediados del mes de agosto de 2002 pude hablar con Miguel Navazo Taboada, quien me envió su testimonio y el fragmento de sus memorias inéditas en que se refería a este hecho. Sobre la fotografía relataba:

Al frente se ve un portalón grande; eso era una posada llamada «Del León» y otra puerta pequeña que fue entonces una peluquería. En la parte izquierda existía entonces otra posada que llamábamos del señor Pedro; en dicha posada estaban en aquel momento seis u ocho segadores gallegos que habían venido a segar, como hacían todos los años. Aquellos segadores fueron sacados de la posada y fusilados igualmente que el resto de los prisioneros.

He aquí el fragmento de sus memorias:

Durante el tiempo de la ocupación de Talavera por parte de las milicias, todo transcurría con normalidad. El ejército militar avanzaba poco a poco hacia Madrid, viniendo de la parte de Extremadura y Andalucía. Hacia finales de agosto ya la cosa se empezaba a poner fea e incluso se veía a milicianos que venían despavoridos huyendo del frente, por lo que a la llegada de la noche nos íbamos a guarecer a un sótano de la casa de mi tío Pepe en la calle Delgadillo que aún existe. Cuando llega el uno de septiembre ya pasábamos el día completo metidos en el sótano, porque en la calle ya se sentía el ruido de la guerra: tiros, cañonazos, aviones.

Los mayores nos aleccionaban sobre lo que teníamos que hacer y decir para cuando la población fuera ocupada por el Ejército Nacional. Lo primero era correr a la casa para retirar las banderas republicanas que pudieran estar en los balcones, y sobre todo no equivocarnos en el saludo, no fuéramos a decir: ¡Salud, camaradas!, y levantar el puño. Lo que teníamos que decir era ¡Viva España!, y levantar la mano abierta.

Así transcurrían las horas lentas en los sótanos. Un día, al sentir revuelo en la calle con voces que gritaban vivas a España, salimos fuera. Lo primero que vi en la plaza fue a tres personas que iban custodiadas por varios moros armados con fusiles. Uno de aquellos desgraciados echó a correr hacia la calle de Carnicerías y los moros seguidamente comenzaron a dispararle. El hombre se refugió debajo de un automóvil y allí mismo lo remataron a tiros.

Para mí aquello fue un horror tremendo, pero lo peor estaba por venir. Ya casi llegaba a la puerta de mi casa, cuando vi bajar por la calle de Carnicerías hacia el río a un montón de hombres con monos azules unos, y otros con camisas, que iban atados con sogas. A su alrededor, muchos moros, legionarios y otros soldados con gorros colorados que luego supe que se llamaban regulares. Yo me quedé paralizado, aterrorizado, indeciso, sin saber qué hacer, y cuando llegaba a la puerta de mi casa e iba a entrar, aquella puerta se cerró ante mí. Mi madre y los vecinos que vivían arriba pensaban que yo estaba dentro. Allí me quedé, en el rincón de la puerta, viendo aquel panorama, oyendo los gritos de los moros, que en plan de vencedores provocaban y maltrataban a las personas que custodiaban, a las que llevaban atadas. De repente algo pasó; supongo que alguno de aquellos infelices intentaría desatarse y emprender la huida, o simplemente la furia desatada de esa tropa de bárbaros. El caso es que comenzó el mayor de los horrores. Los militares comenzaron a fusilar a diestro y siniestro enloquecidos de fuego y de sangre. Me refugié en el rincón de la puerta de mi casa y allí aguanté todo aquel horror, mirando toda la barbarie de la que puede ser capaz la especie humana hasta que un militar con estrellas se acercó a mí y me dijo: ¡Muchacho! ¿Qué haces aquí? Yo recuerdo que le dije con voz entrecortada y vacilante: Es que vivo en esta casa y se ha cerrado la puerta. El militar dijo: ¡Joder! Te han podido matar los moros. Ven conmigo. Y me metió en una posada que había frente de la casa, que tenía la puerta abierta. Allí estuve hasta que el mismo militar volvió a recogerme diciendo: Muchacho, tápate los ojos con este pañuelo y ven conmigo, que la puerta de tu casa ya la han abierto… Mi madre me estaba esperando ansiosa por abrazarme y aterrorizada con lo que tenía ante su vista.

Aquellos muertos permanecieron en la calle más de tres días. Los retiraron los carros que se empleaban en la recogida de basuras. Eso hizo que durante mucho tiempo —quizá varios años—, cuando llovía, la sangre manara de entre las piedras, pareciendo que todo acababa de suceder, porque el suelo estaba empedrado y la tierra había absorbido la sangre. Tal era nuestro miedo que debajo de una de las ventanas de mi casa estuvo adherido a la pared un trozo de cráneo con su pelo correspondiente. Nadie se atrevía a quitarlo de allí.

Fue una noche terrible aquella del tres de septiembre. Continuamente estuvimos oyendo disparos que nosotros atribuimos a lo que se llamaban tiros de gracia. Y los gritos de agonía de los moribundos llamando a sus seres queridos. Fue tremendo. Ahora pienso que le debo la vida a aquel militar desconocido, pues si no hubiera sido por él seguramente los moros y legionarios, enloquecidos en su orgía de sangre, me habrían matado.

Estos hechos que con tanta fuerza narra Miguel Navazo sucedieron a media tarde, sólo unas horas después de la entrada de los golpistas en Talavera. Según parece la fotografía recoge sólo una parte de la matanza. Cuando hablé con él le dije que esa terrible escena que presenció en Talavera se había repetido en cada ciudad y en cada pueblo desde que las columnas iniciaron su recorrido y que, precisamente por eso, aunque no correspondiese a ninguno de los pueblos tratados, pensaba que debía aparecer en la portada de mi libro como testimonio excepcional y fidedigno de lo que fue el golpe militar en las primeras semanas. Finalmente, recordando mi antigua duda sobre si no serían esos cadáveres los de los mineros onubenses, caí en la cuenta de que entre la matanza de los mineros onubenses en Sevilla y la masacre de Talavera sólo habían existido tres días de diferencia. La escena, sin duda, debió ser muy parecida.

Quedaba el interrogante de por qué Serrano tomó aquella fotografía. Sólo hay una explicación. Como la fotografía pasó a engrosar el fondo gráfico de atrocidades cometidas por las hordas marxistas, es posible que Serrano —que no en vano recibió la Cruz de Campaña por el trabajo periodístico realizado con las columnas que se dirigían a Madrid— la tomara precisamente para que el gabinete de propaganda de Queipo hiciera con ella lo que considerara conveniente, pues como nos contó Antonio Bahamonde en sus memorias: «Sacan fotografías de los cadáveres de fusilados … para exhibirlas en España y en el extranjero, diciendo que son crímenes feroces cometidos por los rojos». Así, el «Avance» que contenía la foto fue traducido a los principales idiomas y circuló ampliamente por el mundo propagando la mentira hasta hoy mismo. Creo que, a partir de ahora, después de 64 años, nadie que busque la verdad podrá decir que esos cadáveres pertenecían a personas de orden asesinadas por las hordas rojas o seguir mostrando la fotografía como prueba de la crueldad de las milicias del Frente Popular. Se trataba simplemente de vecinos —entre ellos varios segadores gallegos— de la aún denominada Talavera del Tajo asesinados en la calle Carnicerías durante la tarde del tres de septiembre de 1936 por fuerzas militares golpistas al mando del teniente coronel Juan Yagüe Blanco.