DIECISEIS

¿Qué, le apetece que encienda unas velas? Podría traer los candeleros. Llevamos tanto tiempo desgranando alubias que ya podríamos considerarnos amigos. Y más porque estoy casi completamente seguro de que ya alguna vez… Bueno, y en fin, que cuando dos personas se vuelven a encontrar después de una larga temporada sin verse, la cosa debería celebrarse, ¿no cree?

Estará de acuerdo conmigo en que más o menos hasta la mitad de nuestras vidas aumentan y aumentan los conocidos, que hasta cuesta acordarse de todos, pero a partir de ahí empiezan a mermar, de modo que al final el único conocido que le queda a uno es uno mismo. No sólo porque se vayan muriendo. Es simplemente el modo que tiene la vida de indicarnos cuánto nos queda de ella, cuánto hemos gastado ya. Gastada casi toda, por delante los restos. Así que cuando llega alguien, aunque sólo sea para comprar alubias, como en su caso, y encima ese alguien le resulta a uno familiar, al menos habría que encender unas velas. En tales momentos es como si cada conocido valiera por todos los demás.

Si tocara aún, tocaría para festejar esta ocasión. Pero qué le vamos a hacer. Por supuesto que me tienta. Ya lo creo, muy a menudo me tienta. A veces saco el saxofón del estuche, me lo cuelgo al cuello, me pongo la boquilla en la boca, rodeo el instrumento con mis manos, pero ya después no me atrevo a recorrer las llaves con mis dedos. Como ve usted, estas manos mías mal que bien aún sirven para desgranar alubias. Y para algunas otras labores. Aunque lo de repintar las tablillas es un tormento. Y del saxofón ya ni hablemos. Los dedos enseguida se me ponen rígidos. Y entonces hasta me da miedo soplar en la boquilla. Y sin embargo, me oigo. Quizá no se lo crea. No toco, pero me oigo. Y mis perros también me oyen. Porque veo que se quedan tumbados como si fueran todo oídos. El pelo así tranquilo, no les tiembla ni un músculo, estiran el hocico y ponen las orejas en punta, como si no quisieran perderse nada. No es que me lo parezca, es que toco. Ellos lo oyen, yo lo oigo. Toco con todo mi ser, con mi boca, con el aire que exhalo, con estas manos que tienen miedo de pulsar las llaves. ¿Es que no voy a reconocer mi forma de tocar? Me he escuchado hasta la saciedad, mi alma me ha escuchado hasta la saciedad, ¿cómo no iba a reconocer que soy yo?

Y le diré otra cosa, ha sido ahora precisamente, ahora que ya no toco, cuando he comprendido lo que es el saxofón. Al tocar de esta manera, oigo algo más que música. Es como si atravesara alguna frontera dentro de mí. Quizá sea igual con todos los instrumentos, pero yo he tocado el saxofón, así que sólo puedo hablar del saxofón. En teoría uno sabe cuáles son las posibilidades de ese instrumento, de qué es capaz, de qué no, conoce todas sus partes, como sucede por ejemplo con mis manos, mis ojos, mi boca, mi nariz, uno sabe qué depende de cada parte, pero luego resulta que es bien poco lo que sabe. ¡Hasta que no se deja de tocar…!

Mire, si tenía que hacerme con una boquilla nueva, probaba una tras otra, una tras otra, el vendedor no paraba de sacar más y más, y así hasta que daba con una que me satisfacía. Así que a uno podría parecerle que ya lo sabe todo. En una tienda incluso escuché una vez que decían, aquí viene gente de muchas orquestas, pero nunca he visto a nadie tan caprichoso. Pero es que verá, pongamos por caso, dos boquillas iguales, las dos de ebonita, por ejemplo, bueno, pues cada una tiene su propio sonido. No porque sean de ebonita, eso no importa. Pueden ser de latón, de plata, llevar un baño de oro. Las dos exactamente iguales, pero no tienen el mismo sonido. Y no se sabe qué influye en ello. Ocurre igual con la lengüeta, que tiene que estar hecha del bambú adecuado. Pero ¿cómo definir el bambú adecuado? ¿Qué quiere decir bambú adecuado? Pues ya ve, quiere decirlo todo. En qué terreno ha crecido, cómo ha sido el tiempo allí, si le ha dado demasiado poco el sol, si ha caído demasiada lluvia, o al contrario. Si lo han cortado bien, si lo han secado por ambos lados de igual forma. Y sobre todo si es blando o duro. Después todo se refleja en el sonido. Incluso las manos de las personas que han fabricado esa lengüeta, seguro que también se reflejan en su sonido. Luego yo mismo frotaba cada lengüeta hasta que el sonido me parecía ideal, mejor imposible. Porque sepa usted que la boquilla y la lengüeta son lo más importante en el saxofón. Entiéndame, todas las partes son importantes, el tudel, las llaves, en especial que las almohadillas ajusten bien, el pabellón, de cada una depende algo, también del corcho que va junto a la boquilla o de la abrazadera, que así se llama la pieza que sujeta la lengüeta para que vibre a todo lo largo.

Pero la boquilla y la lengüeta son lo más importante. No sólo porque transforman en música el aire que uno sopla. Sino porque es como si abrieran la vida entera dentro de uno, la memoria entera, hasta la olvidada, todas las esperanzas que hay dentro de uno, todo el rencor hacia la gente, hacia el mundo, hacia Dios incluso.

¿Cree usted que me iría bien? Ya, pero en esas orquestas de las que usted habla no es habitual que haya saxofón. Si no hubiera tocado sólo música de baile… O si hubiera terminado estudios en alguna escuela superior, si tuviera un certificado de mis conocimientos. Ya sabe usted cómo son estas cosas. Uno necesita tener incluso un certificado que diga que ha nacido. Sin eso no habría nacido. Y otro de que ha muerto, porque si no, no habría muerto. Así está organizado el mundo, qué le voy a explicar, si los dos estamos en él. No lo dudará usted, ¿verdad? Mire, los dos desgranamos alubias, luego existimos. Sí, es cierto, ya hubo alguien que dijo algo parecido. Sólo que con eso no es suficiente. Siempre tiene que haber algo que dé fe de uno. O alguien. Pero mientras estemos desgranando alubias, no necesitamos demostrarnos nada.

No era eso a lo que me refería. Lo que quería decir es que el hecho de existir no es ninguna prueba en sí mismo. La existencia lo único que nos ofrece son dudas. No me malinterprete, se lo ruego. Hablo así en general, no sobre usted o sobre mí. Después de todo, no le conozco. Puedo imaginarme tal o cual cosa, pero conocerle no le conozco. Desgranamos alubias, eso es todo. Pero llegará un momento en que terminemos, usted se marchará, ¿y qué pasará entonces? Yo no le recordaré a usted, y mucho menos usted a mí. Qué remedio, no he sido alguien que merezca la pena ser recordado. Un electricista y uno que tocaba música de baile. Seguramente, en el caso de que alguna vez hubiera usted bailado en alguno de los locales en los que toqué, ni siquiera habría prestado atención al saxofonista ése de la orquesta.

Deje, deje, no quisiera que se sintiera obligado a nada. Por cortesía fingiría usted, sí, sí, claro, por supuesto, ¿cómo iba a olvidarse?, sin duda, sin duda, ¿no fue en tal o cual sitio?, ¡naturalmente, hombre!, fue allí, o allá, exacto, ahora lo recuerdo, tal o cual día, cómo no. Allí, allá, tal o cual día, ¿y todo para qué?

La verdad es que a menudo nos vemos obligados a fingir cuando nos encontramos con alguien al cabo de muchos años, pero no queda en él ni el más mínimo rastro que atestigüe que es quien era. O aunque quede algún rastro, qué más da, si ya nos pueden ahorcar que no hay modo de recordar si ha existido esa persona. En esos casos hay que fingir que uno le recuerda. Ha existido. Incluso me pregunto si alguien habría existido si no fingiéramos. Si sería posible existir, en general. Después de todo, ¿qué otra cosa es la memoria más que fingir que se recuerda? Y eso que se trata del único testigo de que hemos existido. Dependemos de la memoria igual que el árbol depende del bosque y el río, de las orillas. Es más, en mi opinión somos creados por la memoria. No solo nosotros, sino el mundo en general.

Por eso, deberíamos vivir todo el tiempo que la memoria nos permita. No más. Las personas viven demasiado tiempo, se lo aseguro, a pesar de que todos piensan que viven demasiado poco. ¿Eso cree usted? Entonces, ¿qué podrían decir mis perros o muchas otras criaturas? Demasiado tiempo. Cuando pienso que pueden morir antes que yo, el resto del tiempo ya estaría de más. La memoria del hombre es para una vida más corta. Nadie tiene una memoria capaz de abarcar una vida tan larga. ¿Por fortuna, dice usted? ¿Por qué? ¿Que uno no soportaría una memoria así? ¿Que el mundo se derrumbaría a causa de tal memoria? Es posible. Aunque, de todas formas, lo que la memoria no abarca nos acecha igualmente. Por eso, en mi opinión es demasiado tiempo. Ya le digo, deberíamos vivir tanto como nos permite la memoria y según los límites que nos pone. ¿Acaso conoce usted algún otro patrón para medir la vida?

Perdone que se lo pregunte, pero ¿nunca ha tenido la sensación de vivir demasiado? Eso demostraría que le gusta a usted vivir, como a la mayoría de la gente. Y puedo comprenderlo, sobre todo si alguien considera que está viviendo según su destino. Sí, por supuesto, es mucho más fácil vivir de acuerdo con el destino. Sólo que yo no creo en el destino. Casualidades y nada más que casualidades, todo casualidades, y punto. Y por si quería convencerse, mire, así es el mundo, igual que todo esto que hay aquí, y así es la vida. ¿Y qué? ¿Ha merecido la pena venir? Y más teniendo en cuenta que enseguida le he puesto a desgranar alubias. Pero usted quería comprar alubias, ¿lo recuerda? Y yo las tenía sin desgranar. Y ya lo ve usted, he hablado demasiado tiempo. Tanto como la memoria permite, ya se lo he dicho. A no ser que uno crea en los sueños. Claro que sí, los sueños también son memoria.

Quizá nunca habría recordado aquel sombrero si no hubiera soñado con él. Cuando estaba allí, parado entre las mujeres al lado de la pila de chasca, ya tendría que haberme imaginado lo que significaba el sombrero. Pero ya le he dicho que hasta entonces no creía en los sueños y por eso. No hasta que poco después me agarró la artritis. La artritis en sí quizá no habría sido algo tan terrible, ya se sabe que las enfermedades son para las personas y que hay que saber aguantarlas de algún modo. Pero es que resultó que ya no iba a poder tocar más. Y la interpretación lo era todo para mí. Se podría decir que yo mismo me importaba poco, lo único que me importaba era la interpretación. Como si más allá de la interpretación yo no existiera. Quién sabe, lo mismo realmente no existía y sólo la interpretación me sacaba de algún modo de ésa no existencia y me ordenaba vivir.

Y además fue precisamente por la interpretación por lo que salí del país. En aquel tiempo no resultaba cosa fácil, como usted sabrá. Pero la empresa en la que trabajaba consiguió un contrato para construir una fábrica de cemento en el extranjero. Y ya no regresé. No, no hubo ninguna otra razón. Podría haber seguido tocando en la banda de esa empresa o en alguna otra. Pero no podía quitarme de la mente lo que me había contado el almacenero aquel, eso de que el saxofón le había llevado por el mundo. Por no hablar de que deseaba desprenderme de mi memoria, que continuamente parecía querer hacerme volver a algún sitio, según me daba la impresión. Y pensé, la memoria se quedará aquí y yo me dedicaré a tocar allá.

Y de repente, la artritis. Todo pareció regresar con el doble de fuerza. Mi vida entera me llamó de pronto la atención. Ni siquiera sabía que la llevaba dentro. De no ser por la interpretación, poco me habría importado si vivía o no vivía, o desde cuándo. Y es que, en realidad, ¿por qué tendría que vivir? ¿Por la bondad del azar? ¿Bondad? ¿Seguro? Quizá se estaba burlando de mí, o poniéndome a prueba. ¿Qué prueba? No lo sé.

Y eso que ahora mis manos están mucho mejor. Ya me ha visto cuando ha entrado, que estaba repintando las tablillas. Y no es cosa sencilla. Si a uno le tiembla la mano, tiembla también el pincel. Y ahora la pintura es mucho mejor, no resulta tan fácil quitarla. Hay que repasar exactamente los mismos trazos, y a menudo los trazos ya se han borrado o están enmohecidos y apenas se ven. Y puede uno confundir a una persona con otra. Pero mire, desgranar alubias sí que puedo. El saxofón es lo que ya no puedo tocar. Para dedicarse al saxofón, los dedos han de ser como mariposas. No sólo tienen que sentir que están palpando tal o cual sonido, sino también con qué hondura. Vea, este dedo de aquí lo tengo un poquito hinchado y estos dos de la izquierda no los puedo doblar. Y cuando el tiempo está lluvioso me duelen de lo lindo. Pero ahora están mucho mejor. Puedo hacer casi cualquier cosa. Arreglo lo que se tercie, corto leña, conduzco cuando hay que solucionar algo o para ir al mecánico.

Aunque hubo una temporada en que no podía ni levantar una taza de té o de café, imagínese cómo era. Tenía casi todos los dedos rígidos. Y si los dedos no se doblan, ya me dirá cómo se puede tocar el saxofón. Uno sopla en la boquilla pero los dedos les tienen miedo a las llaves. Se acabó lo de tocar. Ni hablar de tocar. Uno tocaba y de pronto se ve desesperado. Toda una vida de la que sólo queda desesperanza. Uno suplica a sus dedos que se muevan, los aprieta, intenta doblarlos a la fuerza, y ellos nada, como muertos. Que duelan un horror, que el dolor sea insufrible, que le maten a uno de dolor, que ardan, que den punzadas, pero que se doblen. No sería usted capaz de imaginárselo. Todas las esperanzas, los anhelos, las angustias pierden su importancia. ¿Y cómo resignarse a eso?

Espere, espere, eso que acaba de decir sí que no me lo esperaba de usted. Ah, pues entonces será que le he confundido con otro. No tendré más remedio que esforzarme en recordar dónde y cuándo nos hemos visto. Hay algo aquí que no me cuadra. Nunca lo habría imaginado. Si hubiera sido otra persona… No, no, si le he entendido perfectamente. Incluso me pregunto si, quién sabe, lo mismo tiene usted razón. Después de todo, ésa es una salida. Porque lo peor es cuando no hay ninguna. Sí, es una salida. En cualquier caso, ahora ya no tiene importancia. Quizá en aquel momento, pero no ahora.

Pero ¿sabe?, cuando algo no ocurre de golpe, al principio uno no se da cuenta de ello. Luego se desdeña, luego uno se consuela pensando que quizá no sea tan grave. Sobre todo porque también los demás le consuelan a uno, que no sé quién igual, que lo mismo fulanito y menganito, o incluso peor, pero que al final todo salió bien.

Un invierno regresé de pasar unos días de vacaciones en las montañas. Había ido a esquiar. Noté que tenía las manos extrañamente cansadas. Y este dedo de aquí empezó a dolerme. Los demás dedos no, aunque sí que se me quedaron como apáticos. Pensé que sería de esquiar. Las manos molidas, muy fatigadas de usar los bastones, de los remontes, las ascensiones, las caídas. No es que se me diera mal esquiar, pero yendo sólo dos o tres semanas, y no todos los inviernos, se tiene todo agarrotado. No sería tan extraño que después uno se notara así. Pero al cabo de un tiempo veo que me empiezan a doler también otros dedos, que se me quedan rígidos. Estoy tocando y por ejemplo no pulso una llave a tiempo o no la pulso como es debido. Uy, uy, uy, pensé, algo no va bien. Así que fui al médico. Me mira una mano, me mira la otra, prueba a doblarme los dedos de una forma, de otra, me aprieta aquí, allá, pregunta si duele.

—Duele.

—Mucho me temo que es artritis —me dice—. Y además aguda. Deberá hacerse unas pruebas. Veremos qué dicen y después pensaremos cómo tratarla. Pero aparte de eso sería preciso que acudiera a un balneario. Y lo más indicado sería que acudiera dos veces al año.

—Dígame, doctor —le pregunto—, ¿podré seguir tocando?

—¿Qué instrumento toca usted?

—El saxofón.

Me miró como compadeciéndose de mí.

—De momento piense sólo en sus manos. Sobre todo porque podría ocurrir que la cosa no se limitara a las manos. Con la artritis nunca se sabe. La artritis es una enfermedad que…

Pero ya no escuché qué enfermedad era, sino que me puse a pensar en lo que iba a ser de mí sin la interpretación. Al final de la visita me consoló diciendo que, en todo caso, sin los resultados de las pruebas no podía hacer un diagnóstico seguro, así que quizá podría volver a tocar. Siempre y cuando me ciñera a sus indicaciones, por supuesto.

Las pruebas no salieron demasiado bien, así que seguí cada una de sus indicaciones, sobre todo porque no me quitó del todo las esperanzas. Aparte de los medicamentos, me recomendó tener paciencia, no desanimarme y lo del balneario, claro. Y empecé a acudir a un balneario. Me pusieron diversos tratamientos, me dieron masajes, tomé baños. Procuraba hacerlo todo con el máximo esmero. Pero usted me dirá cuál puede ser el resultado cuando uno no deja de pensar que ya no toca y que quizá no vuelva a tocar nunca. Si uno tiene la mente en un lado y cura su cuerpo por otro, no nota igual los resultados. Incluso me cuidé muy mucho de entablar amistades, buenos días, buenos días, y ya está. Aparte de los paseos que me daba, no iba a ningún otro sitio. Si acaso alguna vez entraba en la cafetería a tomar una taza de té o café antes de mi paseo. Pero nada más. No iba a los conciertos, y eso que con frecuencia traían orquestas de categoría y a buenos cantantes. El parque del balneario era enorme, había donde pasear. Muchas alamedas, caminos, si alguien venía de frente y no deseaba uno cruzarse con él, siempre había por donde torcer. Bancos por todas partes, a veces me quedaba un rato sentado, pero si llegaba alguien y se sentaba, aunque fuera en la otra punta del banco, cogía y me iba. No me encontraba a gusto con la gente. No me encontraba a gusto ni conmigo mismo, se lo aseguro.

Lo único que me hacía olvidarme de mí por un rato era cuando las ardillas venían trotando a comer avellanas. Siempre llevaba una bolsita de avellanas. Y era como si ya lo supieran. Bastaba con que me sentara un momento y enseguida se aproximaban. ¿Se lo imagina? ¿Y de dónde sale esa confianza de las ardillas hacia la gente? ¿Cree usted que en los balnearios la gente es diferente? Eso querría decir que habría que enviar a todo el mundo a los balnearios. Sólo que también allí pasaban cosas como que alguien abandonara a un perro, por ejemplo. Vi más de un perro que vagaba por allí y buscaba a su dueño.

No en aquel balneario, sino en otro, porque no sé si le he contado cómo fueron mis comienzos en el extranjero. ¿No? Bueno, pues al principio lo que hacía era ponerme en la avenida principal de uno de esos balnearios, dejaba en el suelo un cestito y tocaba el saxofón. Y la gente que pasaba me echaba dinero en el cestito. A veces se sentaban por allí, en los bancos, y me escuchaban tocar. Algunas veces me pedían que interpretara melodías concretas, normalmente ésos eran los que después echaban más dinero. Al comienzo las cosas no fueron nada sencillas, en absoluto. Pero tuve suerte.

Un día se sentó un paciente en un banco que había a mi lado. Caminaba con muletas. Estuvo escuchando un buen rato, se levantó y echó un billete en el cestito. Después me pidió que tocara un tema, luego otro más y luego que le acercara el cestito, porque le costaba mucho agacharse. Y echó uno más grande. A partir de entonces venía casi a diario. Se sentaba, me escuchaba, me pedía que tocara esto o aquello, luego que le acercara el cestito, y me echaba billetes.

Una vez me dijo que me sentara a su lado. Empezó a preguntarme que dónde había aprendido a tocar, que si tenía algún diploma.

No, no le engañé. Le conté toda la verdad, que había ido a la escuela esa, que después me había dado clases el almacenero de la obra y que había tocado en la banda de la empresa. Asentía con la cabeza, pero tenía la impresión de que no me creía. En aquella época aún no dominaba el idioma, así que me expresaba como buenamente podía, pero me pareció que se enteraba de todo.

En otra ocasión volvió a pedirme que me sentara a su lado. Ya no me preguntó nada, sino que empezó a quejarse de lo poco que le estaba ayudando el tratamiento y dijo que corría peligro de quedarse en silla de ruedas. Y que en tiempos había sido bailarín, que adoraba el baile. Que ahora tenía su propio local, mencionó cómo se llamaba y dónde se encontraba y luego me preguntó si no me gustaría tocar en la orquesta del local. Ya se marchaba del balneario, había ido a despedirse de mí. Me dio la dirección exacta y dinero para el viaje, y acordamos una fecha para que fuera a verle. Y así empezó todo.

Así que se lo puede imaginar. Antes tocaba para que me echaran dinero en un cestito, pero tocaba. Ahora era yo quien echaba dinero a otros en un cestito, pero había perdido toda esperanza de volver a tocar. Y continuamente me venía su imagen a la mente, cómo caminaba pasito a pasito apoyándose en las muletas, y encima lo de la silla de ruedas. Sí, empezó a ir en silla de ruedas mientras estuve tocando en su local. Le aseguro que para mí era como esperar una sentencia, sobre todo porque durante mucho tiempo no hubo ninguna mejoría. Incluso me parecía que cada vez estaba peor. Comprenderá usted que tuve que olvidarme por completo del saxofón. Por supuesto, seguía yendo al balneario, tal como me recomendó el médico, pero ya me daba miedo conducir y por eso viajaba en tren.

Precisamente, un año iba yo en tren al balneario cuando nos detuvimos en una estación y al rato apareció una mujer en la puerta del compartimento. Y lo mismo que le digo que me importaba un pimiento quién viajaba a mi lado, le digo también que al instante me llamó la atención esa mujer. Me levanté para ayudarla a subir la maleta a la balda, aunque no sé si habría sido capaz teniendo las manos como las tenía entonces, sin fuerzas. Yo mismo había pedido ayuda a un mozo de estación al subir. Por suerte, se me adelantó alguien que estaba más cerca de la puerta. Era más o menos de mediana edad, aunque, como usted sabe, la mediana edad ésa es la más difícil de definir. Iba muy bien vestida, se cuidaba. Irradiaba una belleza madura, aunque empezaba a declinar ligeramente. O quizá eso fuera una sensación producida por una experiencia dolorosa que se habría paso a través de su belleza y al mismo tiempo sacaba a la superficie la hondura de esa belleza. Los rostros hermosos, jóvenes o no, da igual, son hermosos únicamente en la superficie, digamos, hasta que una experiencia dolorosa no extrae de su interior ese algo. Sin embargo, no fue eso lo que se apoderó de mis pensamientos, aunque tampoco habría tenido nada de extraño si hubiera sido sólo eso. No, lo que ocurrió fue que cuanto más la miraba, disimuladamente, por supuesto, más seguro estaba de que ya nos habíamos encontrado antes en alguna parte. Pero ¿dónde?, ¿cuándo?, me puse a pensar. Incluso me vino a la cabeza la idea de si no sería ella aquella del sueño, la del velo negro repleto de nuditos como mosquitas, junto a la pila de chasca. Y el resto del viaje me lo pasé pensando en eso.

Se bajó en la misma estación que yo. La saludé en el andén para despedirme y puse en aquel gesto con la cabeza todo mi pesar por el hecho de que seguramente ya nunca volveríamos a vernos. Supongo que no interpretó así mi saludo, porque ella a su vez también inclinó la cabeza, sin la menor sonrisa. Así que me convencí aún más de que ya no nos encontraríamos.

Y mire por dónde, un día estaba sentado en un banco del parque fumándome un cigarrillo y de repente la veo venir hacia mí. Iba vestida de otro modo, más como alguien que pasa una temporada en un balneario, cómoda, pero también elegante. De lejos ya la reconocí. La tenía constantemente en mis pensamientos desde que habíamos viajado juntos en el mismo compartimento. A menudo, entre sesión y sesión, incluso me preguntaba dónde y cuándo podíamos habernos encontrado antes para que la hubiera reconocido así, a la primera. Se acercó al banco. Pero no sonrió, ni tan siquiera como para darme a entender que me recordaba del tren. Sólo preguntó si podía sentarse, porque quería fumar y había visto que yo estaba fumando.

—Todos los bancos están ocupados por no fumadores —me dijo. Y cuando terminó el cigarrillo y ya se iba, dijo—: Gracias.

Eso fue todo. Y otra vez empecé a preguntarme de qué la conocía. Porque ahora ya no tenía la menor duda de que había sido mucho antes de lo del tren. En un parque, al sol, todo se ve con mayor claridad, parece como si se viera hasta los momentos más remotos. Sí, pero ¿cuánto tiempo atrás pudo ser?, intentaba recordar. Me fumé varios pitillos seguidos. Repasé mentalmente a casi todas las mujeres que había conocido, como si fuera un álbum, pero no la encontré. Quizá era mucho más joven cuando nos vimos y había cambiado mucho. Pero esa experiencia dolorosa tuvo que haber marcado su belleza ya en su juventud y seguro que por eso se había grabado en mi memoria.

Unos días más tarde entré en la cafetería después de dar un paseo. Me siento, estoy bebiendo café y echando un vistazo al periódico, cuando de pronto noto algo que me hace levantar la mirada. La cafetería abarrotada, todas las mesas ocupadas, me fijo y la veo que está entrando en la cafetería, igual que cuando entró en el compartimento. Dio unos cuantos pasos, mirando a ver si encontraba alguna mesa libre. Instintivamente la seguí con la vista, pero no me pareció que nadie tuviera la intención de dejar libre ninguna mesa. No se me pasó por la cabeza que yo mismo podía invitarla a sentarse a mi mesa. Probablemente me temía que fuera a rechazar la invitación, puesto que en el parque no había creído conveniente ni tan siquiera sonreírme y mucho menos preguntarme, ¿no vinimos juntos en el mismo compartimento? Es cierto, sí, ahora le recuerdo. Así que volví a concentrarme en el periódico. Y de pronto oigo su voz por encima de mí:

—¿Me permitiría usted sentarme en esta mesa? Todos los sitios están ocupados. A lo mejor no tarda en quedar libre alguna, será sólo un momento.

—Cómo no —dije, quizá con demasiada sequedad. Pero es que sentía cierto rencor hacia ella por no haberme reconocido en el parque, después de haber viajado juntos en el mismo compartimento. Ahora nos habría resultado mucho más fácil entablar conversación. En cambio, no se me ocurría absolutamente nada de qué hablar con ella, y no era cosa de seguir leyendo el periódico. Pero ya sabe usted que las mujeres poseen esa capacidad sobrenatural para adivinar algo por muy profundo que uno lo oculte. Por eso, antes de sentarse, dudó un momento y preguntó:

—No estará esperando a alguien, ¿verdad? Porque en ese caso…

—No, no, siéntese, por favor —reiteré mi invitación, esta vez con un tono mucho más cálido. Y para dar forma a ese par de palabras indispensables en este tipo de situaciones, palabras que, además, ella misma me había sugerido, añadí medio en broma cuando ya se había sentado—: A decir verdad, es posible que siempre estemos esperando a alguien, aunque no siempre seamos conscientes de ello.

Eso la hizo sentirse incómoda.

—Ah, bueno, entonces discúlpeme usted. —Y ya iba a levantarse de la silla.

—Siéntese, se lo ruego —dije para detenerla—. Hablaba en general.

—En tal caso, sólo comeré un trozo de tarta y me iré —dijo—. A veces no soy capaz de negármelo, aunque debería hacerlo —dijo para justificarse.

Así que, para tranquilizarla del todo, dije:

—De todos modos, por favor, no piense que lo he dicho por usted, porque podría no gustarle la tarta y no quisiera ser el culpable de eso. Lo he dicho así, sin más, por decir algo.

—También yo lo he entendido así —dijo.

Pero seguía pareciendo incómoda, como lo delataba también la manera intranquila con que buscaba con la mirada a la camarera, que acababa de meterse en la cocina.

—No se inquiete, por favor. La camarera vendrá enseguida.

—No me inquieto —se apresuró a contradecirme—. ¿Por qué habría de…?

Me dio la impresión de que se había ofendido por mi comentario, aunque yo sólo me refería a la camarera. Y no sé si queriendo arreglar mi torpeza o por qué otra razón, el caso es que le dije:

—De cualquier forma, estamos a merced de las casualidades y nunca sabemos cuándo se van a cruzar en nuestro camino.

—¿De qué casualidades habla? —dijo sobresaltada.

—Por ejemplo, cuando ha llegado usted no había sitios libres y gracias a eso ahora compartimos mesa.

—¿Una casualidad? —Se quedó como pensativa.

—Hace unos años un señor y yo nos saludamos por error en la calle, yo le tomé por un conocido y a él le pasó lo mismo conmigo, pero resultó que no nos conocíamos. Le pedí perdón y le dije que había sido sólo una casualidad. Él no quedó conforme, así que me invitó a un café para discutirlo.

—¿Acaso pretende decir que las cafeterías transforman las casualidades en hechos predestinados? —Su voz sonó un poco burlona.

—No es descartable —dije a mi vez, también con un cierto tono de chanza, aunque no tenía intención de burlarme—. Todo depende de nuestra interpretación de las cosas. Podríamos entonces considerar que una mujer ha venido porque yo la estaba esperando.

—¿De veras? —Fingió sorpresa, aunque a la vez vi que en sus ojos había desconfianza.

—No me parece imposible o contrario a la razón, sobre todo teniendo en cuenta que ya nos conocíamos.

—¿De veras? —Me miró asombrada. Pensé que se iba a echar a reír, pero no, le cambió la expresión, se quedó abstraída y al rato dijo—: Creo que me confunde usted con otra persona. No le recuerdo de nada.

—¿Cómo? ¡Pero si hemos venido en el mismo tren, en el mismo compartimento! Se subió usted en…, déjeme pensar…, fue en…

—Imposible, he venido en coche.

—¿En coche? —Más que sorprenderme lo que hice fue inquietarme—. Se sentó usted enfrente de mí, junto a la puerta. Llevaba usted una maleta negra muy grande. Quise ayudarla a ponerla en la balda, pero alguien se me adelantó.

—Lo siento. Nunca viajo en tren, no soporto los trenes. Yendo en tren me desesperaría, con todos esos campos pasando delante de las ventanas. Además, no tengo buenos recuerdos de mis viajes en tren.

Ya no estaba tan seguro de mí mismo, pero no acababa de creerla. Sabía que me había reconocido, sin duda. Quizá sólo era un juego cuyas reglas yo desconocía, o intentaba protegerse de algo. Pero ¿de qué?

—¿Y no recuerda que hace unos días estaba sentado en un banco en el parque fumando un cigarrillo, y usted se acercó y me preguntó si podía sentarse allí porque también quería fumar?

Se echó a reír.

—¡Si yo no fumo! Nunca he fumado. En serio, creo que me confunde con otra.

—Pero ¿cómo? ¿No se acuerda usted? —No me daba por vencido—. Me comentó que todos los bancos estaban ocupados por no fumadores, y al irse me dio las gracias.

—¿Sería tan amable de avisar a la camarera? —me dijo, algo impaciente—. Me como la tarta y me voy, así dejará usted de preocuparse por mí.

Me estaba cerrando todas las puertas. Pensé entonces si no sería mejor hacerle creer que todo había sido una broma, decirle, perdóneme, sólo estaba bromeando, a veces me gusta comprobar cómo se comporta la gente en una situación embarazosa. Pero es que no me cabía duda de que era ella. Le hice una señal a la camarera, que justo salía de la cocina, y se acercó a nosotros.

—Querría tomar un trozo de tarta. ¿Podría traerlas para que pueda elegir?

Volvió al rato con una bandeja llena de dulces, y cuando la dejó sobre la mesa pregunté:

—¿Cuál escoge?

Al ver las tartas su rostro reflejó una excitación casi infantil.

—¿Cuál me recomienda usted?

Le sugerí la tarta que yo solía tomar.

—No le importará que elija otra, ¿verdad?

Y cogió otra. Yo pedí lo mismo que ella y creo que comprendió, porque percibí en sus ojos el brillo de una reflexión. Sonrió, aunque su sonrisa me pareció artificial. Y mientras comía la tarta, o se deleitaba comiéndola más bien, comentó con una despreocupación no menos artificial:

—Le estoy muy agradecida por haber permitido que me sentara aquí. Hoy tenía unas ganas terribles de comer tarta.

—Esta tarta en concreto —añadí yo.

—¿Cómo lo sabe? No podía usted saberlo, de hecho me ha recomendado otra.

—Pero usted no hace más que llevarme la contraria —dije—. Por esa misma razón no quiere reconocer que viajamos en el mismo compartimento y que en el parque se sentó a mi lado a fumar. Y si nos hubiéramos visto en más sitios, usted lo negaría, lo sé. Incluso si le dijera que he soñado con usted. Lo consideraría imposible y lo negaría.

—Pues mire, eso sí sería posible, aunque banal.

—¡Ya me dirá cómo! Usted no deja de afirmar que nunca nos habíamos visto antes de hoy.

—Quizá ésa fuera la única forma de que yo también le recordara a usted.

Y me miró fijamente, sin mover los ojos, como si se hubieran quedado sin vida de repente. Estuvimos así un momento, hasta que la sonrisa volvió poco a poco a llenar sus ojos.

—Creo que hoy voy a hacer una excepción conmigo, me apetece comer otro trozo y no me lo voy a negar. —Llamó a la camarera, y cuando se acercó nuevamente con la bandeja llena de tartas me pidió que escogiera yo primero. Ella tomó lo mismo que yo—. ¿Lo ve? Estoy hecha una golosa. La verdad es que no debería. Nunca más de un trozo. Todo por su culpa, es usted terrible. ¡Si lo llego a saber…! —Y me miró a los ojos fingiendo enfurruñarse. En esa mirada suya percibí algo así como la sombra de un temor, pero enseguida comentó—: A veces no soy capaz de controlarme y después lo lamento. Tendré que castigarme por esta segunda tarta.

—¿Castigarse? ¿Y qué castigo se va a imponer?

—Aún no lo sé, ya inventaré algo. Espere, ya sé. La próxima vez que venga aquí tomaré sólo té o café, pero nada de tartas. Me servirá de lección para el futuro. —Se deleitaba pensando la forma de escarmentarse—. O mejor, no tomaré ni té ni café, pediré sólo un vaso de agua. O algo todavía más severo: pediré un trozo de tarta pero no me lo comeré, lo dejaré intacto. O dos tartas, eso es, dos trozos de tarta, como si esperara a alguien. Y como ese alguien no vendrá, pues dejaré los dos trozos. —Y empezó a reírse, parecía regocijarse por el castigo que se iba a imponer—. Usted mismo ha dicho hace un momento que siempre esperamos a alguien, aunque no siempre seamos conscientes de ello. Bueno, pues al menos quizá de ese modo yo lo seré. Dos tartas, y las dos las dejaré.

Yo tenía intención de decirle que no se castigara, que por un trozo más de tarta no iba a pasar nada, sobre todo porque era muy delgada y no tenía por qué darle tanta importancia, y que incluso me había venido a la mente la imagen de una palma de Pascua cuando la había visto entrar en la cafetería y había empezado a buscar alguna mesa libre. Pero pensé que quizá no supiera lo que era una palma de Pascua, y en lugar de eso le pregunté si no le gustaría tomar un café o un té, además de pedirle perdón por no haberlo propuesto antes.

—No, no, gracias —dijo, riéndose aún—. Eso echaría a perder el sabor de la tarta. Nunca bebo nada cuando como tarta, ni café, ni té, ni nada. —Y, sin dejar de reír, alargó el brazo para alcanzar una servilleta. La manga de la blusa se le subió y por debajo del puño, un poco por encima de la muñeca, más o menos aquí, o algo más arriba quizá, pude ver unos números grabados en la piel con tinta o con lápiz copiativo. Fue sólo un instante. Sacó de un tirón una servilleta del servilletero y se bajó la manga antes de limpiarse los labios.

No debería haber reparado en ello, porque no es bueno fijarse en todo, y menos aún nosotros, los hombres, al mirar a una mujer. Cada persona posee rasgos que para ella misma no son agradables, no siempre nos aceptamos tal y como somos. Nos gustaría cambiar más de un detalle de nosotros mismos, pero si eso no es posible, al menos tendríamos que evitar reparar en ellos, para que no resulten tan dolorosos, ¿no cree? Está claro que ella notó que yo me había fijado en aquello y pareció sentirse obligada a comentar:

—Lo tengo desde pequeña. —Y se avergonzó, o se sintió incómoda, no sé, porque apartó la mirada y la paseó por la cafetería. Al rato volvió a ocuparse de la tarta, la iba consumiendo a pedacitos, apenas lo que cogía con la punta de la cucharilla—. ¿Sabe cuál era mi mayor anhelo de pequeña? —dijo deteniendo la cucharilla junto a la boca—. Inflarme a comer tartas algún día.

Me eché a reír, aunque no debió de parecer una risa muy sincera, porque en su rostro no apareció ni el menor rastro de una sonrisa.

—No supuse que cuando por fin tuviera la oportunidad de cumplir ese deseo, iba a tener que negármelo. —Y su mirada volvió a pasearse por la cafetería, la dejó fija en algún punto, y cuando empezó otra vez a comer tarta, a desmigajarla más bien, fue como si sus ojos se hundieran en esa tarta. De pronto se animó y dijo con un aire evidentemente burlón—: La primera tarta, la que elegí yo, era sin duda mucho mejor.

Y empezamos a discutir cuál era mejor, si la que había elegido ella o la mía. Y ya sabe usted qué significa discutir por una tarta. Como si discutiéramos por algo de la mayor trascendencia, aunque se tratara sólo de una tarta. Como si nos sometiéramos a alguna prueba, aunque lo único que estaba a prueba era la tarta. Y de ahí pasamos a los recuerdos, a cuál era la mejor tarta que habíamos comido en la vida. Normalmente era ella la que recordaba, dónde, cuándo, qué, y todas eran la mejor. A pesar de que la que acababa de mencionar era la mejor, la siguiente era aún mejor, y la siguiente era tan mejor que parecía anular todas las mejores hasta entonces. Incluso intenté imaginarla como una niña que acaba de ver cumplido su mayor deseo, porque era como si todas esas tartas las recordara poco menos que con avidez.

Yo, en cuanto a tartas, tenía más bien poco que recordar. O en todo caso no sabía decir cuál era la mejor que había comido. Y a todas las mejores suyas yo decía que mi abuela por Pascua preparaba unas babkas cuyo sabor seguía presente en mi boca. Aunque no sabía si realmente eran las mejores. Eso carece de importancia. A veces en Semana Santa compro alguna babka, en ésta pastelería, en aquélla, y las comparo, pero hasta ahora no he dado con una que tenga el mismo sabor que las de mi abuela. Por no hablar de que las babkas de pastelería a los dos o tres días ya están muy secas, mientras que las que preparaba mi abuela, podían pasar meses que cuando se cortaba un pedazo el cuchillo salía goteando mantequilla. Y además cogían mucho volumen. ¿Ha comido alguna vez babka? Entonces nunca ha comido lo mejor. Tendría que haber venido hacia Semana Santa. O justo después, unos días más tarde. Las subíamos al desván y allí se conservaban. No se comía más que un pedazo al día. Habría podido usted probar una.

Cuando estuve casado, mi mujer decidió encontrar la receta para hacer las babkas, porque ya estaba harta de oírme decir cuando llegaba la Semana Santa que si mi abuela esto y lo otro. Incluso escribió a un famoso repostero. Por supuesto, le envió la receta y las preparó, pero no era lo mismo. Mi abuela normalmente horneaba una veintena de babkas de una tacada. Preparaba una artesa entera de masa. Luego llenaba hasta la mitad las vasijas de gres y cuando la masa crecía, hasta se desbordaba. Parecían setas. Solíamos comer un trozo cada uno para merendar. Y además la abuela las dividía de forma que duraran el mayor tiempo posible. Gracias a eso uno tenía la sensación de que la Semana Santa se alargaba y se alargaba.

No, no tomó babka de Pascua. Me pidió que se la describiera. Pero ¿cómo describir una babka? Se puede describir su forma, ondulada, porque se horneaba en moldes ondulados, y más ancha por arriba que por abajo, pero eso no aporta nada. Lo más importante es el sabor, no la forma. ¿Y cómo definir el sabor? Inténtelo usted. Cualquier sabor. Pongamos dulce. ¿Qué significa dulce? Pueden existir millones de dulzores. Tantos como personas. Alguien echa una cucharadita de azúcar en el café y para él ya está dulce, y en cambio otro necesita dos o tres para que le sepa dulce. En la guerra, por ejemplo, no había azúcar y se preparaba un sirope de remolacha azucarera, le parecería asqueroso si lo probara, pero para todos resultaba tan dulce como el azúcar antes de la guerra. No hay dos dulzores iguales, créame. Dulce ahora y dulce antaño, dulce en un lado y dulce en otro, cada dulzor es diferente.

Así que le conté que se hacía con harina, huevos, mantequilla y nata, era todo lo que yo sabía, la receta se la llevó la abuela a la tumba. Quizá se llevara todo el misterio de las babkas aquéllas. Lo único que había quedado era la sensación de que se deshacía en la boca.

Se entristeció cuando le conté aquello. Por eso, para consolarla, le dije que de todas formas aquellas tartas sobre las que me había hablado eran sin duda las mejores. Y le pregunté si no le gustaría tomar otro trozo. Que le daba la absolución. Una sonrisa atravesó su tristeza y dijo que solamente se dejaría convencer si se tratara de un pedazo de una babka de Pascua de aquéllas. Le pregunté si no le apetecería entonces tomarse una copa de vino. Aceptó encantada. Y mientras nos bebíamos el vino, inclinando nuestras copas una y otra vez, me miró como si por fin me hubiera recordado. Y también yo dejé de tener la más mínima duda de que era ella. No, no me refiero a que si en tal o cual sitio, si en el tren o en el banco del parque o en cualquier otro lugar. En aquel momento eso ya no tenía ninguna importancia.

Seguramente usted piensa que uno tiene que haberse encontrado antes con esa persona para poderla recordar después. ¿Y nunca se ha parado a pensar que a menudo sucede lo contrario? Entonces, según usted, todo dependería de la memoria, ¿verdad? O sea, que primero es preciso que algo ocurra para que después la memoria pueda evocarlo, incluso aunque hayan pasado muchos años, ¿es eso? Pues en mi opinión existen cosas en las que sería mejor que la memoria no se entrometiera. Sí, de acuerdo, en esos casos que usted dice, sí. Pero no siempre necesitamos la ayuda de la memoria. Hay situaciones en que necesitamos aún más el olvido. Resultaría muy duro vivir permanentemente como esclavos de la memoria. Por eso muchas veces nos vemos obligados a confundirla, a engañarla, a huir de ella. ¡Pero si en realidad ni siquiera necesitamos recordar el hecho de que estamos en este mundo! No todo tiene por qué girar en torno a lo que dicta la memoria, como cree usted.

Por eso, cuando entró en la cafetería buscando un sitio libre, estaba seguro de que si en ese momento alguien hubiera desocupado una mesa, igualmente se habría acercado a la mía y habría preguntado:

—¿Me permitiría usted sentarme en esta mesa? Todos los sitios están ocupados.

—Cómo no —habría dicho yo, tal y como dije.

Y lo que vino después ya lo sabe. No oculto nada. ¿Qué habría de ocultar? No he hecho felices a las mujeres. Poco más sé. De todos modos, puede leer usted algún libro o ver alguna película y se encontrará con lo mismo. Siempre es igual. No existen palabras para evitar que no sea igual. En mi opinión sí, todo depende de las palabras. Según sean las palabras, así son las cosas, los sucesos, las ideas, los conceptos, los sueños, todo, hasta lo que hay en lo más profundo de una persona. Si las palabras son de cualquier manera, entonces la persona es de cualquier manera, y el mundo, incluso Dios es de cualquier manera.

Si le digo a usted que la amé, eso no le diría nada, porque a mí mismo tampoco me dice nada. Hoy sigo sabiendo lo mismo que sabía entonces. O quizá sería mejor decir que no sé lo mismo que entonces no sabía. Porque ¿qué significa amar? Dígamelo usted si lo sabe, se lo ruego. Y si la amaba como no había amado a nadie, ¿por qué no fuimos capaces de estar juntos? De todas formas, decir que la amé es lo mismo que no decir nada. Más de una vez tuve la sensación de que había sido ella la que me había dado la vida. Como si ella no hubiera salido de una costilla mía, sino yo de una suya, al revés que en las Escrituras. Un día estaré muriendo y mientras tanto la veré entrar en aquella cafetería, echar un vistazo buscando un sitio libre, después se acercará a mi mesa y preguntará:

—¿Me permitiría usted…?

—Cómo no.

Se sienta, pero ya no nos apetece conversar. Ni siquiera acerca de las tartas. No porque ya nos lo hayamos dicho todo. No nos hemos dicho casi nada. Haría falta una eternidad para decirnos todo y no ese breve instante en el que vivimos. Pues no lo sé, quizá ya nos den miedo las palabras, incluso esas sobre las tartas. Quizá ya no haya palabras para nosotros. Y sin palabras, no se sabe ni siquiera qué tarta, cómo es y mucho menos cuál es la mejor.

No estábamos bien juntos, al contrario de lo que pudiera usted pensar. Pero separados estábamos aún peor. Nos separábamos, volvíamos a juntarnos, nos separábamos otra vez y de nuevo nos juntábamos. Y todas las veces nos prometíamos que ya no nos separaríamos. Pero después pasaba otra vez lo mismo. Y cuando nos volvíamos a juntar, era siempre como si nos reencontráramos igual que aquella vez en la cafetería.

No sé si le he contado lo que ocurrió una vez. Había vuelto al sanatorio y me metí en la cafetería después de darme un paseo. Me siento, bebo café, echo una ojeada al periódico. En un momento determinado, levanto la vista por encima del periódico y la veo entrar. Y ya nos habíamos separado para siempre. Había mesas libres, pero se acercó a la mía y preguntó:

—¿Me permitiría…?

—Cómo no.

—Vaya, qué mal aspecto tienen tus manos.

—¿Qué tal tu corazón?

Y de nuevo decidimos que jamás nos separaríamos. Pero al poco nos separamos. Así que, dígame, ¿era amor eso? En mi opinión, el amor significa no tener suficiente con existir, y en cambio a nosotros la existencia ya nos tenía doloridos. Ninguno éramos ya joven. Es cierto que ella tenía varios años menos que yo, pero había pasado bastante tiempo desde que había dejado de ser joven. En más de una ocasión tuve que rogarle que no se avergonzara de su cuerpo. Siempre se giraba con temor para ver si la estaba mirando mientras se desnudaba. Siempre era:

—Apaga la luz.

—¿Por qué?

—Apaga, te lo ruego.

—Pero ¿por qué?

—¿Es que no lo entiendes?

No lo entendía. De seguro que no sospechaba que cuando la miraba mientras se desnudaba, yo sentía algo así como si me enriqueciera con todos sus dolores, sus sufrimientos, con el tiempo que pasaba por ella. Yo también había soportado calamidades, pero eso no era para mí tan importante como aquello que a ella la marcaba. No, no me refiero a que sufriera con lo que ella sufría. Además, ¿es que el amor necesita ese sufrimiento compartido? A lo que me refiero es a que sentía su existencia como si fuera mi existencia. ¿Qué significa eso? Que es como si uno deseara hacerse cargo de todo el peso de la existencia de esa otra persona. Como si uno deseara liberar por completo a esa persona de la obligación de existir. Como si uno deseara también morir en lugar de esa persona, para que ella no tuviera que experimentar su propia muerte. Y eso no es lo mismo que compartir el sufrimiento, tal como se suele entender. Sólo de pensar en esa posibilidad, aunque fuera imaginaria, sentía que quería volver a vivir. Usted dice que eso es imposible. Es posible que sea imposible. Pero entonces, ¿cuál tendría que ser el patrón para medir el amor, en el caso de que usted y yo entendiéramos de igual forma esa palabra que nada significa? ¿Según qué habríamos de percibirlo? ¿Según el deseo del cuerpo? El cuerpo también tiene su límite final y además llega mucho, mucho antes que la muerte.

¿No sabe usted si vive todavía? ¿Le sorprende mi pregunta? ¿Y quién sino usted podría decírmelo? Pensé que al menos eso me lo contaría. Porque si me enterara de que ella ha muerto ya, tampoco yo querría seguir viviendo.

A veces pienso que si aún hubiera tocado… O quizá tuviera miedo de hacerla entrar en mi vida. O lo mismo ya no tenía fuerzas para soportar ese amor. Usted no se da cuenta de lo que significa el amor cuando ya no se es joven. Es el reto más difícil. De joven la no existencia aún no parece tan aterradora. Pero yo, ya ve, siempre he vivido en el límite entre la existencia y la no existencia. Incluso cuando me parecía que existía, tenía la impresión de estar sólo de paso, por una temporadita, visitando a alguien, aunque no sé a quién, porque yo no tengo a nadie.

¿Creía usted que por eso había vuelto aquí? Pero este tampoco es mi sitio. ¿Y qué tiene que ver que haya venido usted aquí a por alubias? Podría haber ido usted a cualquier otro sitio, y no necesariamente a por alubias. De no haber estado yo, siempre habría encontrado a alguna otra persona. ¿Qué diferencia hay? Creo que para usted ninguna. No le he confundido con nadie. A pesar de que me he preguntado durante un buen rato dónde y cuándo. Incluso al principio he llegado a pensar si no sería usted él. Bah, nadie. Era sólo una cosa que se me ha ocurrido. Pero no. Porque si usted hubiera sido él, está claro que no habría venido a verme a mí para comprar alubias. ¿Cómo habría podido saber usted que existe alguien así en el mundo?

¿Qué hora tiene? ¿De verdad? Pues ya me toca. Tengo que darme una vuelta por los chalés. Ya le he comentado antes que por la noche me doy al menos una vuelta, o dos cuando no puedo dormir, como me pasa a menudo. ¡Anda! También se han despertado los perros. ¿Qué sucede, Reks? ¿Qué, laps? ¡Sentado! Que a este señor ya lo has olfateado. No, no tienen hambre. Se han puesto morados esta tarde. Lo mismo es que han soñado algo. Le dejo con ellos. No les tenga miedo. Usted simplemente siga desgranando alubias.