¿Empezó a partir del sueño o de la risa? Nada, nada, es sólo que a veces me paro a pensar en eso. Veo que le extraña. Y no me extraña que le extrañe, porque a mí mismo me resulta extraño pensarlo. Más aún porque ni siquiera sé qué tendría que haber empezado. No busco ningún comienzo. Además, ¿es que acaso existe eso que llamamos comienzo? Incluso el hecho de que el hombre nazca no significa que ése sea su comienzo. Si algo tuviera un comienzo, después seguiría un orden. Pero nada quiere seguir un orden. Los días no quieren ir en orden, sino que unos se cuelan delante de los otros. Lo mismo pasa con las semanas, los meses, los años, que no van en fila pasito a pasito, sino, como diría un militar, en orden disperso.
No, yo no soy militar. Cuando por mi edad me tocó ir a la mili, la empresa medió por mí. Lo de ser electricista no tenía suficiente peso como para librarme. Pero ya le he comentado antes que tocaba en la banda de la empresa. Y además el saxofón. Y que no se había presentado ningún otro saxofonista aparte de mí. Aunque hubieran querido llevar a otro de otra obra no habrían podido, porque nadie había oído que hubiera un saxofonista en otro lado.
Pero ¿sabe?, cuando intento a veces abarcar mi vida… Y quién no lo ha intentado, ¿verdad? Quiero decir, no entera, por supuesto, pero sí, no sé, esto, eso, aquello, nadie está en condiciones de abarcar su vida en su totalidad, eso está claro, ni siquiera la vida más mediocre. Por no hablar de que enseguida surge la duda de si cualquier vida, la que sea, está completa. Todas están despedazadas, unas más, otras menos, a menudo hasta esparcidas por ahí. Y una vida así ya no hay modo de volverla a juntar, y aunque se pudiera, ¿cómo colocarla para que forme un todo? No es una taza de cerámica ni ningún otro recipiente más grande. Quizá tras la muerte se podría imaginar como un todo. Pero ¿quién habría de hacerlo? Sólo uno puede imaginarse a sí mismo. Sí, tiene usted razón, no con todo. Pero sí todo lo que es posible. No existe más verdad.
De todas formas, ¿reflexiono realmente sobre mi vida? ¿Para qué iba a hacerlo? Si eso no me va a ayudar en nada, no va a dar marcha atrás a nada ni a cambiar nada. De ser, es ella la que reflexiona sobre mí, yo no siento esa necesidad. ¿Y por qué la vida no habría de reflexionar sobre el hombre? Además, que no necesita en absoluto nuestro consentimiento. Pasa lo mismo que con los sueños. Uno sueña consigo mismo aunque no quiera hacerlo. Y a veces se ve en sueños como no le gustaría verse, a pesar de que es su sueño. Y tampoco tiene influencia en cómo aparece en los sueños de otros. ¿Y qué otra cosa es la vida sino eso?
¿Que qué sueño era ése? A ver cómo se lo podría yo contar de la manera más breve… Bueno, no sé. No importa. Pero a pesar de que lo soñé mucho, mucho después, fue como si abriera el recuerdo de aquella risa y la extrajera de una cadena de sucesos de todo tipo, muy distintos, la mayoría más importantes, que la habían empujado hacia el olvido. Eso aún resultaría comprensible. Lo que ocurre es que al mismo tiempo parece como si aquella risa fuera la causa de ese sueño que apareció decenas de años más tarde. No sólo de ese sueño, pero también. ¿Por qué piensa usted que es imposible tal correlación? ¿Pues no le digo que no soy yo quien reflexiona sobre mi vida? Entonces tampoco soy quien establece que exista una correlación entre esto y aquello o entre eso y lo otro. Quizá se establezca sola. Sobre todo porque a menudo sucede en el instante menos adecuado, por ejemplo cuando voy por el bosque mirando al suelo buscando fresas, o cuando saco los cuencos con la comida de los perros. O si me siento junto a la ventana a mirar el embalse. Un hervidero de gente, en esta orilla, en la otra orilla, barcas, canoas, colchones inflables, y una de cabezas en el agua, como pasaba en tiempos con los escudetes y los nenúfares en el recodo del… Es verdad, ya se lo he contado. Gritos, chillidos, risas. Bueno, pues eso, toda mi atención puesta en las fresas, o en los perros, o en el embalse por si alguien se está ahogando y pide socorro. Reconocerá que no son los momentos más adecuados para que uno se ponga a pensar en nada. Y sin embargo…
Pero discúlpeme, que le he interrumpido. Le escucho, le escucho. ¿Eso piensa usted? No, no se regresa nunca al mismo lugar. En realidad ese lugar ya no existe y ni siquiera existe la posibilidad de que haya adónde volver. ¿Por qué? Porque, en mi opinión, los lugares que se abandonan desaparecen.
Eso de que nos echan de menos solo nos lo parece. No hay que creer en eso. En el extranjero, cuando iba al bosque, un bosque desconocido para mí, los árboles me eran desconocidos, los arbustos, los senderos, los pájaros, pero tenía la sensación de estar caminando por este bosque, por estos senderos, de pasar junto a estos árboles, de escuchar estos pájaros. Así que dejé de ir al bosque. Todos los lugares que están fuera de una persona no son ya los mismos lugares. El único lugar del hombre está dentro de sí mismo. Independientemente de que estemos aquí o en otro lugar o donde sea. Ahora o cuando sea. Todo lo que está en el exterior no son más que ilusiones, circunstancias, casualidades, errores. El hombre es para sí mismo sobre todo ese último lugar.
¿Le he entendido mal? Pues si es así, está claro que no hablamos de lo mismo. ¿De lo mismo? En ese caso, ¿por qué no ha aparecido usted hasta ahora? ¿Por qué no lo hizo entonces? Y después ha habido otras ocasiones. No habría necesitado estar fingiendo hasta ahora. Es cierto, sí, durante toda la vida nos vemos obligados a fingir para vivir. No hay ni un instante en que no finjamos. Incluso fingimos ante nosotros mismos. Pero al final llega un momento en que ya no le apetece a uno seguir fingiendo. Nos cansamos de nosotros. No del mundo ni de la gente, sino de nosotros. Sólo que no pensé que fuera ya.
¿Que le he tomado por otra persona? Me parece que no. Al principio quizá. Pues porque ha venido usted a por alubias, y a por alubias igualmente habría podido venir éste, o aquél, o a saber quién. Así que estaba en mi derecho de suponer que ya nos habíamos visto antes en alguna parte. ¿Y por qué no habría de haber venido usted con abrigo y sombrero? Es otoño, ya hace fresco. De aquí a nada empieza a helar. ¿Y quién sino usted iba a venir a verme en esta época, después de vacaciones, y encima así, sin más, de visita, como si tal cosa? El guardabosques se pasa por aquí muy de tarde en tarde. O a veces se presenta alguien de la presa a comprobar que todo esté bien, y lo mismo entra a verme como no. O viene el cartero a primeros de mes a traerme la carta del señor Robert con el dinero, pero se queda aquí sólo lo necesario. Y encima me dijo la última vez que quizá no iba a poder venir más a traérmela, porque se le había roto la bici, que tendría que ir yo a Correos. Y creo que ya está, nadie más.
¿De los chalés? Sí, por supuesto que vienen. Pero no todos se pasan a verme. Además, no vienen mucho, saben que todo está en orden. No me refiero a esos que a veces se traen aquí a alguna. De ésos está claro que ninguno entra a saludarme. Al contrario. Procuran que no vea ni escuche nada cuando llega alguno. Lo normal es que aparezcan ya de noche. Se creen que estoy durmiendo porque la luz la tengo apagada. Pero yo lo veo y lo oigo todo, aunque ya le he dicho que en esos asuntos no me meto. ¡Cómo no me voy a enterar, si escucho el ruido del motor! Cuando está todo en silencio, como ahora, por el embalse se transmite hasta el menor susurro. Ulula un búho y, si no hace viento, parece como si alguien hubiera disparado en el bosque. Salen los jabalís del bosque y se escuchan las pisadas. Además, los perros enseguida se ponen a ladrar junto a la puerta, así que tengo que salir a ver quién ha venido. No me acerco mucho, lo suficiente para saber con seguridad quién es y en qué chalé está, pero sin que adviertan mi presencia. A los perros no me los llevo, claro. Y en cuanto se meten en el chalé, me voy. Todos tienen que recorrer el trecho que va desde el aparcamiento hasta los chalés y con eso a mí me vale para ver lo que me hace falta. He prohibido entrar con los coches hasta los chalés. Si no, ¿sabe usted lo que ocurriría? Que todo se llenaría de rodadas. Y ya ha visto que la mayoría de los chalés están levantados sobre laderas. ¿Quién sería el responsable si los coches empezaran a deslizarse hacia el embalse? Yo, porque soy el vigilante.
Sólo hay una persona que venga en esta época del año para quedarse unos días, y hasta semanas. Es uno que pesca. Este año no le he visto todavía, pero quizá aún se deje caer por aquí. Siempre que el invierno no empiece antes de tiempo, porque no podría apenas pescar. Pero también él evita todo contacto conmigo. No sé por qué. Le compró el chalé a uno, en aquel extremo, en la otra orilla. No me ha dado llaves, así que no entro. Durante el verano no le verá usted por aquí, el chalé permanece siempre cerrado, sólo viene más o menos por esta época a pescar. Pero no sé yo si pesca mucho. Se sube por la mañana a la barca y se va remando, unas veces hasta aquel extremo, otras hasta éste. Por aquél las orillas son casi inaccesibles, crecen muchos juncos, muchos alisos, endrinos. Se interna entre los juncos y ahí se queda el día entero, metido en la barca. Por las noches no enciende la luz, no sé si es que se echa a dormir enseguida. A veces ni siquiera sé si ya ha vuelto de pescar. Y por supuesto no voy a ir a preguntarle si ha pescado algo. Y menos aún si no ha pescado nada, no sería lo suyo. Lo único que puedo decir es que nunca le he visto pescar nada.
¿Que a lo mejor no pesca? ¿Entonces para qué se iba a tirar todo el día en la barca? No lo deja ni aunque llueva. Se envuelve en su capa, se pone una capucha en la cabeza y sigue sentado en la barca, bajo la lluvia. Caña desde luego tiene. Algunas veces pesca en mitad del embalse, así que lo he visto. Sobresale de la barca como cualquier otra caña. A veces la saca del agua, arregla algo del anzuelo y vuelve a lanzarlo al agua, así que debe de ser una caña. Pero nunca he visto que cuando la sacara llevara algún pez enganchado al anzuelo dando coletazos. Naturalmente que hay peces en el embalse. En el Rutka los había, así que por qué no iba a haberlos en el embalse. No iguales, pero hay.
Si pescara desde la orilla, podría ir a preguntar si pican o no. Miraría a ver si alguna vez se sumerge el flotador. Aunque la verdad es que a los pescadores no les gusta que nadie ande mirando el flotador. Ocurre algo parecido cuando se juega a las cartas. Pero como siempre va en la barca… A veces, cuando pesca enfrente de mis ventanas, al menos salgo y me siento en la orilla. No se puede charlar desde la orilla. Ni siquiera preguntar si pican o no. Habría que gritar y no quiero espantarle la pesca.
No sé. Sólo sé que pesca. Ni siquiera sé si me ve cuando me siento en la orilla y él está en medio del embalse. Aunque yo le veo. Pero claro, no existe esa correlación de que si uno ve a otros, ellos tengan que verle a uno. Con todo es igual. Otro asunto es que el pescador tiene que estar todo el rato pendiente del flotador, por si alguno pica, no vaya a ser que se le escape.
En ocasiones se echa la niebla sobre el embalse, así por estas fechas, en otoño, a veces no levanta en todo el día, y desaparece de mi vista entre la niebla, alguna vez le he gritado:
—¡Eh, señor! ¿Está usted ahí? —Incluso paseo junto a la orilla gritando—: ¡¿Está usted ahí?! ¡¿Está ahí?!
Nunca me ha contestado hasta ahora. Una vez, para poder al menos oír su voz, fui a su casa antes de que saliera al embalse, ni siquiera había amanecido, y le monté poco menos que un escándalo, a ver por qué no había subido la barca a la orilla, que durante la noche había habido olas y la barca no había hecho más que sacudir la cadena todo el tiempo, que no había podido pegar ojo. Él estaría dormido y seguro que ni lo oyó. El caso es que lo único que me dijo fue:
—Lo siento.
Y eso fue todo.
¿Pues sabe que ahora que le oigo tengo la impresión de que su voz suena parecida a la de él? Tengo buen oído, ya lo creo. Al menos me ha quedado eso después de tanto tiempo tocando música. No voy a discutir por eso, pero sin duda he oído su voz en alguna parte. Diga alguna otra cosa. No importa qué. Es curioso, llevamos un buen rato aquí sentados, desgranando alubias, le escucho y le escucho, y en cambio hasta ahora no me había fijado en eso.
Siempre me ha parecido que podría reconocer a cualquiera por su voz. Por sus facciones no, los rostros cambian. Con el tiempo los rostros normalmente dejan de parecerse a sí mismos. Cuando se mira a alguien a la cara, nunca se tiene la seguridad de que sea quien creemos. Pero cuando se oye la voz…, la persona surge hasta de la memoria olvidada. Además, el rostro se puede ocultar detrás de toda clase de muecas, máscaras y gestos, la voz no. Como si en una persona sólo la voz no dependiera de ella. Y por teléfono ni le cuento, es como si oyera todos los registros de la voz, desde el más alto hasta la respiración, hasta el silencio. Desde luego que sí, el silencio es también voz. Y palabra. Sólo que se trata, digamos, de palabras que han perdido la fe en sí mismas. A través del teléfono uno habla con todo su ser. Quizá si escuchara su voz por el teléfono, me sería más fácil recordarle.
Sí, tengo teléfono, ahí dentro, en la habitación, pero está estropeado. No he avisado al técnico, porque, la verdad, no lo necesito. ¿A quién iba a llamar? No tengo a quién. Y si alguien quiere tratar algún asunto conmigo, puede venir a verme. ¿Un móvil, dice usted? ¿Para qué quiero tener uno? Ya veo yo aquí durante las vacaciones para qué sirven los móviles. Todos con los móviles pegados a la oreja. Ya pocos se sientan a charlar como estamos haciendo nosotros, todos por los móviles. ¿Usted cree que eso acerca más? El hombre cada vez se distancia más del hombre. De no ser porque aquí vuelve el silencio durante los meses de otoño y de invierno, no sé si sería posible soportarlo.
Incluso estaba pensando incluir en los carteles del próximo verano algo así como: Al salir de los chalés, dejen dentro los móviles o desconéctenlos. Como en la iglesia, o en el teatro, o en la filarmónica. ¿Y qué hay aquí? El silencio puede ser igualmente una iglesia, un teatro, una filarmónica. Sólo el silencio, no sé qué otra cosa. No se imagina usted lo poderoso que es el silencio. Basta quedarse escuchando este cielo, este embalse, las alboradas, los atardeceres, la noche, cuando hay luna llena, ir al bosque, escuchar todos esos árboles, arbustos, hierbas, tumbarse sobre el musgo. Todo eso después de las vacaciones, por supuesto. O escuchar las hormigas, por ejemplo. Se inclina uno sobre el hormiguero, con cuidado, claro, para que no se le suban encima, y es como encontrarse en el espacio interestelar escuchando el cosmos. ¿Para qué quiere el hombre volar por ahí?
A veces pienso que si alguien lograra grabar ese silencio, eso quizá sí que sería verdadera música. ¿Yo? Qué cosas dice, hombre. ¿Al saxofón? Esa música no es para el saxofón. A menudo me arrepiento de no haberme dedicado a otro instrumento. Al violín, sin ir más lejos, como me decía que hiciera aquel profesor de la escuela. Pero elegí el saxofón. Así empezó la cosa y así ha seguido. Además, yo interpretaba música de baile, como usted sabe. Y de cualquier forma ya no hay nada de qué hablar, porque ya no toco.
Aunque, ¿sabe?, me pregunto qué habría pasado si no hubiera entrado en la orquesta de la obra. ¿Me habría dedicado a tocar? Quizá lo de la escuela habría sido lo último. No sé si me habría ido mejor o peor, pero al menos no habría tenido que experimentar lo que se siente cuando ya no se puede tocar.
Uno era joven entonces y ya se sabe. Cuando se es joven, ¿cómo va uno a saber lo que será mejor o peor? Y no enseguida, sino allá más adelante, mucho después. Nadie se para a pensar en eso, porque a esa edad todavía no hay nada sobre lo que pararse a pensar. Por no hablar de que entonces los jóvenes estaban de moda. ¿Siempre lo están, dice usted? Es posible, pero nunca es la misma moda. En aquella época nada podía salir adelante sin los jóvenes. En cada reunión, cada consejo, cada acto, siempre tenía que haber algún joven en la presidencia. Y lo mismo en cada delegación, siempre al menos un joven. Bueno, y también una mujer. Se decía que el futuro era de los jóvenes, que ellos serían los que construyeran ese mundo nuevo y mejor, que todo estaba en sus manos. En realidad, es lo que siempre se dice, luego los jóvenes envejecen y les dejan el mundo a los siguientes jóvenes en el mismo estado en que lo encontraron. Qué va, mover el mundo de su sitio no es tan fácil como nos parece.
Pienso incluso si no serían justo ésas las razones por las que consideraron que sería bueno que hubiera alguien joven en la orquesta. Porque, a decir verdad, en aquel momento aún no tenía mucha idea. Y además no me sentía en absoluto joven. Creía en aquel mundo nuevo y mejor, porque el viejo reconocerá usted que no era más que escombros dejados por la guerra. Y precisamente después de la guerra fue cuando se vio qué había sido esa guerra, qué enorme derrota había sido para el hombre, y no solo, también para Dios. Daba la impresión de que el hombre ya no se iba a levantar, que había sobrepasado su propio límite, y que Dios no había confirmado su existencia. No necesitaba entender nada. Yo mismo era un ejemplo de ello.
Veo que hay algo con lo que no está usted de acuerdo. ¿Pues por qué no dice nada? Dígame lo que quería decir. Adelante, le escucho.
No, de ningún modo. No era sólo a mí a quien le parecía que el momento de Dios había quedado atrás. Quizá no es que lo pensara así, pero el caso es que ya no era capaz de rezar. Lo único que a veces, cuando nadie me veía, me echaba de pronto a llorar sin venir a cuento. Por eso estaba dispuesto a creer en lo que fuera, con tal de creer. ¿Y qué otra cosa se presta más a ser creída que un mundo nuevo y mejor? Y más aún porque después, cuando trabajé en la construcción, cada una de esas obras era como un pequeño fragmento de esa fe. Porque construirse se construía, no me lo puede negar. Sí, había parones, las obras se alargaban, muchas veces se hacía de cualquier manera, faltaban materiales, faltaba esto, faltaba lo otro, robaban, pero se construía.
Además, no quiero que discutamos por eso. Es usted mi invitado, así que le daré la razón. A mí, de todas formas, poco me importa ya todo eso. Espere un momento, ¿no será que le he visto alguna vez en una foto? Y precisamente de aquella época, de cuando éramos jóvenes. ¿Que no sale usted en las fotografías? ¿Cómo es posible? ¿Ni siquiera como una sombra? ¿O al menos como una neblina de sobreexposición en el lugar donde está usted parado o sentado? ¿Tampoco? ¿Nada de nada? Entonces lo entiendo aún menos. Pero ¿y cómo es que los perros no…? Mire, duermen tranquilamente. Vaya, se acaban de despertar. ¿Qué pasa, Reks? ¿Y tú, laps? ¿Habéis tenido un sueño? Nosotros aquí seguimos, desgranando alubias. Dormid, dormid. Ya os despertaré cuando sea la hora.
Pues verá, tengo ahí una foto, luego si quiere se la enseño, pero no recuerdo si sale usted en ella. ¿Qué foto? Ya le he hablado antes del sueño ese. Sí que le he hablado, sí. Que se ha extrañado usted de que dijera que ya no me queda nada sobre lo que reflexionar. Fue cuando aún estaba en el extranjero. Pocas veces soñaba cosas. Igual que ahora, en realidad. A veces volvía de tocar a las tantas de la noche, cansado, sin fuerzas ya para soñar. Incluso si soñaba algo, cuando me despertaba por la mañana ya no lo recordaba. Pero de repente una noche tuve un sueño y fue como si el sueño ese estuviera siendo proyectado en una pantalla. No me acuerdo bien, pero creo que aún no había terminado cuando me desperté sobresaltado, y luego me senté al borde de la cama. Reconozco que aquella vez no dormía solo, y ella también se despertó. Y me pregunta intranquila:
—¿Qué ocurre?
—He tenido un sueño —le digo.
—Pues cuéntamelo —me dice.
Pero qué podía contarle, si todavía no estaba seguro de si soñaba que me había sentado al borde de la cama y el sueño era la realidad, o al revés.
—En todo caso, tú no estabas en él —le digo para tranquilizarla—. Duerme, que aún es de noche.
—¿Y había mujeres?
—Sí.
—Vosotros siempre soñáis con otras mujeres. —Y enseguida se durmió.
Pero yo seguí sentado al borde de la cama y no hacía más que darle vueltas a si aquel sueño era mío. Y a si podría confiar en que no fuera mío.
Era por esta época, en otoño. Yo iba caminando por un prado y llevaba un sombrero puesto en la cabeza. No lo creerá, pero era aquel mismo que me dejé en el tren, aquel marrón de fieltro. Habían pasado muchos años, podría decirse que ya me había olvidado de él. No, no, al contrario, después volví a usar sombrero. Toda mi vida he usado sombrero. No me imaginaba con ningún otro tipo de gorro. Incluso experimentaba una especie de respeto hacia el sombrero. Normalmente, alguien que lleva sombrero siempre ha despertado mi interés, o en todo caso, más que alguien con otro tipo de gorro. Por no hablar de las mujeres. Las mujeres con sombrero eran las que más tiempo se me quedaban en la memoria. Yo mismo notaba que cuando llevaba sombrero me sentía mejor. Como si fuera otra persona, alguien que se encontraba más allá de mí mismo, alguien para quien todo estaba en un segundo plano. Eso no significa que tuviera un gran concepto de mí. Al contrario: me daba miedo vivir. Tenía la impresión de que acababa de salir del cascarón y de que todo me hacía daño todavía. Sí, durante mucho tiempo me dio miedo vivir. Y aunque no se lo crea, precisamente los sombreros me ayudaron mucho con eso. Empecé incluso a mirar a la gente a los ojos y a no fiarme de ninguna verdad. Y bajo el sombrero, mi memoria dejó de estar tan atormentada.
Y le diré algo más: me encantaba saludar con el sombrero. Me producía un auténtico placer. Además, no existe ningún otro saludo tan completo como el que se hace con el sombrero. Y ya ni se imagina lo que me gustaba que una ráfaga de viento intentara arrancarme el sombrero de la cabeza. Lo agarraba de la punta del ala y me sentía prácticamente como unido a él. Es más, sentía algo así como si fuera yo quien se sujetaba al sombrero, a veces con las dos manos. Ya podía desatarse un vendaval, yo sabía que no podía permitir que me lo arrebatara.
Muchos, he tenido muchos sombreros a lo largo de mi vida, de diversos colores y modelos, de distintos tipos y marcas. No escatimaba dinero si se trataba de sombreros. Ni dinero ni tiempo. Era capaz de patearme tiendas y más tiendas y almacenes, y de probarme y probarme sombreros hasta que daba con el que me parecía idóneo. Aunque no los usaba durante mucho tiempo. No los cambiaba sólo cuando cambiaba la moda. Pero no me deshacía de ellos. La vida me ha enseñado que todo gira en círculos, igual que gira el mundo. Y la moda también. Y el que antes quedaba pasado de moda se ponía después otra vez muy de moda.
Sí, eso es cierto. Pero a mí me importaba un pimiento si estaban o no de moda los sombreros o si era otro tipo de gorro el que estaba de moda. De todas formas, no se puede decir que el sombrero haya pasado completamente de moda alguna vez. Hoy en día también se encuentra uno a mujeres y a hombres con sombrero. Así que quizá ya sólo los sombreros den fe de la estabilidad del mundo. ¿No cree? Mire cuántas cosas han desaparecido, cuántas han surgido, pero el sombrero no deja que lo desplacen.
Tenía la casa entera abarrotada de sombreros. Ya ni cabían en los armarios. Los ponía en las estanterías con los libros, encima de los libros, sobre la cómoda, sobre los antepechos de las ventanas, por todas partes. En el recibidor tenía un antiguo perchero de pie, de hierro colado, la parte de arriba se abría como si la formaran varias cornamentas juntas, con unas bolas de latón en las puntas, bueno, pues también estaba repleto de sombreros.
Sí, ganaba bastante. Al principio no, claro. En general, en las orquestas de baile se gana bastante. Por supuesto, depende del local. Como usted sabe, poca gente escucha la música clásica, pero bailar todos bailan. Y le aseguro que, en mi opinión, un baile no es sólo un baile, como pudiera parecer. En el baile es donde mejor se ve quién es quién. No durante una conversación, sino en el baile. No a la mesa, sino en el baile. No en la calle. Ni siquiera en la guerra. En el baile. Si no hubiera tocado música de baile, no conocería a la gente como la conozco.
Incluso a menudo solía tocar con sombrero, en la orquesta que fuera. En un saxofonista queda bien. Incluso crea un cierto estilo propio. El resto de la orquesta con la cabeza descubierta y sólo yo con sombrero. Aunque algunas veces la orquesta entera tocaba con sombrero. No recuerdo exactamente en qué orquesta fue donde nos hicieron un cartel en el que salíamos todos con sombreros. Bien, pues a lo que iba. Resulta que en el sueño este yo llevaba justo aquel sombrero marrón de fieltro que en realidad sólo me puse una vez, en la tienda, cuando me lo probé. ¿Cómo se lo explica? Sí, estoy seguro, era el mismo, hasta me caía sobre las orejas igual que aquél.
Ya de lejos se veía que era demasiado grande. Porque era como si caminara y a la vez estuviera mirándome a mí mismo caminar, desde algún punto indefinido. Eso suele ocurrir en los sueños. Y no sólo en los sueños. Resultaba evidente que me bailaba sobre la cabeza a cada paso que daba por aquel prado tan bacheado. Cuando alguien se mira a uno mismo de ese modo y encima se tiene consciencia de ello, lo ve con mayor claridad de lo que lo siente sobre su cabeza. Llevaba un abrigo parecido al suyo. Debajo del abrigo un traje y quizá también una corbata, aunque no recuerdo ni el color ni el dibujo. Además la tapaba una bufanda, también así como la suya. En cambio los zapatos los llevaba sobre el hombro, atados por los cordones, y caminaba descalzo. ¿Que por qué descalzo? No lo sé, yo tampoco me lo explico. Después de todo, las cosas no me iban nada mal. Las perneras del pantalón las tenía recogidas por encima de los tobillos, aunque creo que no era suficiente, porque miré hacia abajo y vi que iba empapado de rocío hasta las rodillas. La hierba estaba muy alta, como si nadie la hubiera segado desde hacía mucho. Y encima había niebla, tan espesa que unas veces me veía y otras desaparecía en ella, y hasta perdía la noción de si era yo quien caminaba por ese prado, entre esa niebla. Únicamente el sombrero me hacía estar seguro de que no podía tratarse de ninguna otra persona más que de mí. Sobre todo porque notaba un frío penetrante en mis pies descalzos, como si la escarcha nocturna que había cubierto la hierba acabara de fundirse.
Caminaba a un ritmo vivo, a pesar de que no tenía prisa por llegar a ningún sitio. La niebla seguía difuminándome y yo seguía sin poder alcanzar el doloroso sentimiento de ser yo mismo. Si es que tal sentimiento es posible en general. Desde ese punto indeterminado me veía caminar por el prado, entre la niebla, pero más bien me parecía intuirme. Y en esos momentos únicamente el sombrero se abría paso hasta mi vista, quizá por ser marrón, de fieltro y demasiado grande. Notaba en mis labios el sabor fresco y húmedo de la niebla, notaba que la niebla se filtraba a través de todo mi ser.
En un momento determinado me detuve, sequé con un pañuelo la niebla de mi frente, después me incliné para remangar más las perneras del pantalón y entonces el sombrero se me cayó de la cabeza. Comencé a buscarlo entre la hierba y en ese instante quizá me habría despertado, porque sin el sombrero me parecía estar como con un pie fuera del sueño. Habría sido lo mejor para mí, no habría tenido que seguir caminando entre la niebla, por el prado, no habría tenido que recordar ese sueño después de despertarme. Un sueño de tantos, un prado de tantos, una niebla de tantas, no valía la pena sacarlos a la vigilia.
Entonces el sol se dejó ver un poco, porque hasta ese momento también el sol había estado tapado por la niebla. La niebla se extendía a lo ancho y además a lo alto. Hay nieblas así. Y fue cuando vi mi sombrero, a un paso de mí, entre la hierba. Y junto al sombrero, el morro de una vaca que parecía estar oliéndolo. Me agaché, lo retiré con cuidado de debajo de su morro y entonces emergió entera de la niebla. Y en ese preciso instante empezaron a salir otras vacas de esa especie de muro de niebla, de un lado y de otro. El sol fue disipando la niebla poco menos que en un abrir y cerrar de ojos, los prados se fueron abriendo ante mí y cada vez aparecían más y más vacas, como si alguien las condujera fuera de la niebla en dirección a mí. Algunas levantaban la cabeza y me miraban, evidentemente extrañadas de que yo estuviera allí. Algunas se me acercaron, así que pude ver sus grandes ojos mudos.
El miedo se apoderó de mí. Me puse a andar con rapidez, girándome continuamente para ver si me perseguían. Ya ve usted, cuando las vacas son los seres más mansos que hay bajo el sol. De todos los seres, incluyendo al hombre. He cuidado vacas, así que lo sé. No me seguían, estaban quietas y me miraban, como si no comprendieran por qué huía de ellas. Trastabillé con una topera y poco faltó para que me cayera. Pensé que quizá estaría allí mi abuelo con la pala acechando al topo. Pero no. Y todo por darme la vuelta a ver si las vacas venían detrás de mí.
Y así, girándome todo el rato para mirar hacia atrás, me tropecé con un grupo de mujeres paradas junto a una pila de chasca. ¿Sabe qué es la chasca? Pues en este caso son tallos de patata secados después de recoger las patatas. Entonces se prepara una fogata con esa chasca y se asan patatas en ella, el humo se eleva serpenteando. En los campos se ven esas columnas serpenteantes de humo cuando se va en coche en otoño, aunque algo antes de estas fechas.
A medida que la niebla se iba aclarando, iban apareciendo más pilas de chasca como ésa. Y junto a todas ellas había grupos de mujeres vestidas de negro. Me disponía ya a inclinar el sombrero y a pedir perdón por haber irrumpido así, cuando una de aquellas mujeres se volvió hacia mí con el índice sobre los labios pidiéndome que guardara silencio. Duró apenas un instante, pero alcancé a percibir en su rostro una tristeza infinita. Llevaba puesto un sombrero negro de ala amplísima y sus ojos eran negros y enormes, así que esa tristeza suya me atravesó de lado a lado.
Se apartaron un poco y otra de ellas, también con sombrero negro pero de ala más pequeña, me invitó con un gesto a que me uniera a ellas. Pensé que seguramente querían encender una fogata pero no tenían cerillas. Todo parecía indicar que se trataba de eso: la chasca, el otoño, los prados, las vacas, la niebla… Y que incluso tenían intención de asar patatas. Metí la mano en el bolsillo para sacar las cerillas, pero entonces la que estaba parada justo a mi lado me sujetó la mano y me miró con reproche.
No sé cuántas mujeres había junto a aquella pila. No las conté. Además ya sabe usted lo que ocurre con los sueños. A los sueños no les van las cifras. La mayoría de ellas estaban ricamente vestidas, con abrigos negros, visones negros, sombreros negros, chales, guantes. Y el negro de la ropa de cada una era distinto de otras tonalidades de negro.
Una llevaba una toquilla de tul alrededor del sombrero. Otra, un sombrero enorme adornado con rosas negras, creo que era la que se había vuelto hacia mí con el índice sobre los labios y me había mandado callar. Sólo que antes no me había fijado en las rosas. Otra, un sombrerito pequeñín, aunque lo llevaba con un gran alfiler sobre la frente, rematado con una perla negra del tamaño de una cápsula de amapola. Ya sé que no existen perlas de ese tipo, pero sí en los sueños, como ve usted. Una no llevaba sombrero, sino un chal negro sobre la cabeza, gafas negras de montura dorada y un abrigo de piel negro que brillaba por la humedad de la niebla. A otra le caía desde el sombrero un velo que le cubría el rostro, tan tupido que no era posible ver ni un pedacito de la cara. La tristeza de ésta me parecía la más dolorosa.
Entre ellas había también algunas campesinas. Iban cubiertas con pañuelos, llevaban chalecos bordados, abriguitos raídos, zapatos deformados, y estaban encorvadas, ya fuera por la tristeza o por una vida dura. Haría más frío del que yo notaba, porque se calentaban sus manos entumecidas y lívidas echando en ellas el aliento. Se me ocurrió que quizá esas otras vestidas tan ricamente eran sus hijas, sus nueras o sus primas lejanas, que habían venido de otros lugares a comer patatas asadas. ¿Qué otra cosa les podría faltar a unas damas como aquéllas, más que el sabor de las patatas asadas en una fogata?
—¿Ya están las patatas metidas entre la chasca? —pregunté medio susurrando.
—¿Qué patatas? —dijo indignada la de la perla del tamaño de una cápsula de amapola.
—Pues entonces ¿qué?
—Están muriendo —dijo con una voz llena de pesar una de las campesinas, antes de echarse el aliento en las manos.
—¿Quién? ¿Dónde? —no entendía nada.
—Los hombres mayores están ahí, muriendo dentro de esas pilas de chasca —me susurró al oído la del sombrero con las rosas negras.
—¡Dios misericordioso! —suspiró una de las campesinas y después el llanto ya no la dejó continuar hablando.
—¿Cómo que están muriendo? —seguía sin comprender nada.
Entonces me reprendió la de las gafas negras:
—Deje de hablar, por favor. Sea tan amable de guardar la compostura.
A pesar de ello, me incliné sobre la pila por si reconocía a alguien de nuestro pueblo. Miré a través de una pequeña rendija, hecha como para un último suspiro, pero no pude ver nada. Quise agrandar un poco la rendija y en ese momento alguien dijo detrás de mí a media voz:
—Le ruego que no haga eso.
Me di la vuelta a ver cuál de ellas era y entonces comprobé que no conocía a ninguna, ni de las damas ni de las campesinas. Bueno, quizá hubiera visto alguna vez muy de pasada a la del velo. Pero no tenía forma de traspasar su velo para asegurarme. Un velo negro como la noche y además todo recubierto de nuditos, como si fueran mosquitas. Pensé, voy a mirarla todo el rato, lo mismo necesita secarse las lágrimas y entonces tendrá que levantarse el velo. Y en ese momento me llegó una voz que salía de detrás del velo:
—¡Haga el favor de no mirarme así! Más teniendo en cuenta que no soy quien cree que soy.
—Vaya, por fin viene el cura —dijo una de las campesinas.
Y vi a un cura, en efecto. Había estado arrodillado junto a otra pila allí cerca y se levantó para venir a nuestro lado. Llevaba puesta la sobrepelliz, la estola le colgaba sobre el pecho por ambos lados y en la mano traía el Nuevo Testamento. Y ya me disponía a gritar:
—¡Hola, Cura! ¡¿No me reconoces?!
Porque yo a él le reconocí enseguida. Sólo que cuando se aproximó a nosotros resultó que no se trataba del soldador aquel de la obra, sino de un fotógrafo. Y sin tan siquiera preguntar, nos hizo de inmediato una foto. Salgo entre esas mujeres, junto a la pila de chasca, con el sombrero marrón de fieltro. Imagínese, la cantidad de sombreros que he tenido en mi vida y en la foto llevo puesto el marrón de fieltro.
Disparó y al momento sacó de la cámara la foto ya revelada. En color, claro. Mi sombrero es marrón, el prado verde, la pila de chasca junto a la que estamos grisácea, los ropajes de las damas cada uno de una tonalidad de negro diferente. Creo que dijo de qué revista era, pero se me ha olvidado. Y que se acababa de enterar que allí, en los prados, los hombres mayores estaban muriendo dentro de las pilas de chasca y por eso había venido.
—Este número de la revista se va a vender como rosquillas —dijo, tan emocionado que hasta soltó un gallo. Pero que necesitaba entrar en el interior de la pila.
Cambió el objetivo, puso uno muy largo. Se arrodilló junto a la pila. Metió el objetivo por aquella rendija abierta como para el último suspiro. Disparó y disparó todo entusiasmado, ¡qué maravilla!, ¡formidable!, ¡ésta es aún mejor! Pero cuando terminó, alguien empezó a tirar de él hacia dentro de la pila de chasca. Se revolvió, intentó zafarse, gritó, ¡ayuda!, ¡ayúdenme!, hasta que al final tuvo que soltar la cámara. Y se quedó sin ella.
Le aseguro que cuando miro la foto, más de una vez a mí también me tienta mirar dentro de la pila de chasca a ver quién está muriendo ahí. Y algún día miraré. Tendré que hacerlo. Sólo me lo impiden las mujeres esas que están a mi lado, a pesar de que no conozco a ninguna de ellas. Sobre todo la del sombrero con las rosas negras. ¿No sabe usted qué significan las rosas negras? Porque igual sabiéndolo se podría explicar también el significado del sueño. Por cierto, no le he dicho que, cuando quise sacar las cerillas del bolsillo y me sujetó la mano mirándome con reproche, se le desprendió una de las rosas del sombrero y cayó a mis pies. Ya iba a inclinarme para recogerla, pero mi sombrero me advirtió que también se caería si me inclinaba.
Las rosas negras sin duda significan algo, no se encuentran rosas así en los jardines. Una vez, en el extranjero, visité una exposición de rosas y había tal cantidad de formas y colores que aquello parecía un caleidoscopio, palabra. Seguro que estaban todas las clases de rosas del mundo, pero negras no había.
¿Cree usted en los sueños? Pues yo no creía hasta que no tuve este sueño. No les daba ningún valor a los sueños. En cambio ahora, cuando miro a veces la foto, tengo la impresión como si me hubiera trasladado en sueños desde ese sueño hasta este mundo, hasta aquí, y que me toca vivir, que en este mundo es lo que se hace. Tengo curiosidad por saber si me reconocería usted en la foto. Salgo más joven, aunque tampoco tanto. O quizá reconozca a alguna de las mujeres. Lo mismo alguna resulta ser una buena amiga suya.
¿Le apetece ahora un té? ¿O prefiere café? ¿Qué té le gusta más, verde o normal? Yo sólo bebo té verde. ¿Con azúcar? Espere, a ver dónde he puesto el azucarero. Es que yo lo tomo sin azúcar. El té verde siempre sin azúcar. En general, tomo poco azúcar. Ajá, aquí está. Voy a colocar un taburete aquí en medio, si no tiene inconveniente, y nos lo bebemos aquí mismo. Sí, el azucarero es de plata. Lo compré en la misma tienda que los candeleros. En aquellos tiempos me iba todo de maravilla, fue mi época dorada. Tocaba en un hotel de cinco estrellas. Recuerdo que para tocar nos poníamos esmóquines blancos con las solapas verdes. Bueno, no todas las noches. Cambiaba el vestuario. También cambiaban los instrumentos, dependiendo del día, de los invitados. A veces se cambiaban en una misma noche, dependiendo de lo que tocáramos. El saxofón era el único que estaba siempre, a lo sumo cambiaba el alto por el tenor o el soprano.
Aquí está el té. Lo tomaremos en estas tazas. ¿Le gustan? Me alegro. Me las regalaron por mi cumpleaños los de la orquesta. Un juego entero, pero sólo han quedado estas dos. Como si esperaran que fuera a venir usted algún día y que íbamos a beber el té en ellas. Yo nunca las uso. El té, el café, la leche, todo lo bebo en taza grande. Y hasta ahora no había tenido ocasión de invitar a nadie a tomar el té aquí. Tengo otras dos iguales pero de café, más pequeñas. Si le apetece tomar café, le podría echar miel en lugar de azúcar. Así lo probaría con miel. ¿Ha bebido alguna vez café con miel? Pues más tarde lo preparo, verá cómo le gusta. Yo el café sólo lo tomo con miel. El café con miel tiene un sabor totalmente distinto que con azúcar. No pierde el sabor a café, pero resulta incluso más suave que con nata. Tampoco tengo nata, en caso de que lo quisiera con nata, lo siento. Es demasiado tarde, si no, podría ir a la tienda a comprarla. La tienda está a un par de kilómetros, pero en coche se llega en un periquete. Lo mismo que se tarda en ir andando desde este lado del embalse a aquél, no mucho más.
De haber sabido que venía, habría tenido también nata. Lo habría preparado todo. Lástima que no me haya avisado. ¿Ha telefoneado? Y no había señal, ¿verdad? No se lo tome a mal, pero a decir verdad casi mejor que no haya podido usted contactar conmigo, porque por teléfono le habría dicho que no tenía alubias. Habría pensado que era la broma de algún gracioso. O que me estaban arreglando el teléfono y llamaban para comprobar si funcionaba. Incluso aunque me hubiera dicho quién era usted, por teléfono no le habría creído. Habría pensado que se hacía pasar por otra persona. Pero de este modo, al verle al menos estoy seguro de una cosa, de que nos hemos tenido que encontrar antes en algún sitio, pero ¿dónde y cuándo? No es posible que hayamos pasado sin más por la vida y nunca nos hayamos cruzado.