CATORCE

Le aseguro que fue el viaje más largo de mi vida. Pues eso, cuando fui a por el sombrero. Contando la ida y la vuelta. A menudo tengo la impresión de que aún dura. Más tarde viajé en aviones, en barcos, en expresos, una vez volé en helicóptero, pero me parece que ningún viaje fue tan largo como aquél. Es verdad que fui en un tren correo normal y corriente, y no sé si sabrá cómo era viajar en esos trenes en aquella época. Ya no es sólo que se parara en todas las estaciones, en todos los apeaderos, en sitios donde no había ni caseta que indicara que era una estación, es que muchas veces se paraba también en los semáforos, o hasta en mitad del campo sin un motivo aparente. A veces aún no había tomado velocidad y ya se estaba deteniendo.

¿Cuántos kilómetros? Tampoco tantos, seguro. Aunque todo depende de con qué se mida. Yo lo medía con aquel sombrero a por el que había ido. El tren salía al amanecer, y encima la noche anterior habíamos estado bebiendo hasta las tantas, porque tenía que hacer méritos en el nuevo trabajo, ganarme a los nuevos compañeros, sobre todo a los capataces y a los jefes de equipo. Iba medio dormido, esperaba poder echar una cabezadita en el tren. Pero no paraba de darle vueltas a lo del sombrero, a si conseguiría comprar el que yo quería, y no fui capaz de pegar ojo. Así que nada, lo dejé, confiaba en poder dormir un rato en el viaje de regreso.

El de la tienda me aconsejó que fuera a la subestación, donde dejaban el tren, que seguro que encontraba sitios libres. Conseguí encontrar todo un compartimento vacío. Me acomodé en un rincón junto a la ventana, el sombrero lo puse en la balda que había encima de mí. Y enseguida empecé a amodorrarme. No sé si dormí. Estaba como agobiado por todo lo que había escuchado en la tienda. Y lo que más me daba que pensar era algo que me había preguntado de pronto cuando eso que le he contado antes, cuando me dio un tornillo que en realidad no se me había caído, ¿recuerda? Pues me preguntó:

—¿Toca usted algún instrumento?

—No —le dije.

—Entonces no está usted en condiciones de comprender todo esto. Yo de joven aprendí a tocar un poco el violonchelo. Más tarde monté mi propia tienda y los sombreros me absorbieron por completo. Y después de que muriera mi esposa lo retomé. Ahora ya no sabría vivir un día entero si no fuera por la certidumbre de que al llegar a casa me espera mi violonchelo. No se puede decir que toque. Me esfuerzo por tocar. ¡Ay, el violonchelo! —dijo suspirando—. Es capaz de adaptarse a las cuerdas más sensibles del hombre. Como si lo más profundo, lo más insondable se ocultara en los sonidos. Todas las tardes, bueno, si nada me lo impide, claro. Aunque, en realidad, ya no hay nada que me lo impida, por así decirlo. Como si ya únicamente viviera por esas tardes. Vengo aquí, me siento, hago como que vendo y a cada rato saco el reloj y calculo las horas que faltan para la tarde. —Y hasta sacó del bolsillo del chaleco una gran «cebolla» de cadena. Recordará usted que así les decían a los relojes de bolsillo, «cebollas»—. Vaya, todavía queda mucho, mucho —dijo desencantado—. Lo peor es en invierno. Con cada espiración deja uno escapar una nube de vaho. Porque la asignación de carbón no es que sea una maravilla. Aunque yo no me quejo. Me pongo unos guantes de lana a los que les he recortado las puntas de los dedos, me echo una manta alrededor de las piernas, un gorro de lana con orejeras en la cabeza, aunque en casa no sea lo suyo cubrirse la cabeza, luego el sombrero y toco. Procuro no dejar pasar ni una tarde. No me lo perdonaría. Cuando las palabras ya son vanas, los pensamientos también vanos y la imaginación ya no quiere imaginar, sólo queda la música. Sólo queda la música para afrontar este mundo, esta vida.

Y así estuve, dormía y no dormía, entre el sueño que tenía tras la noche de borrachera y la pregunta esa de si tocaba algún instrumento. Y como se puede imaginar, eso ni es dormir ni es nada. Apenas logra uno cerrar los ojos un poco más profundamente y ya se ha despertado.

Cuando ya llevaba cosa de un cuarto de hora de ese dormir-no-dormir, el tren arrancó para acercarse hasta la estación principal, desde donde tenía la salida propiamente dicha. Una marabunta de gente se lanzó a buscar un asiento, y sabrá usted que en aquella época los compartimentos tenían una puerta a cada lado del vagón. Ya me podía olvidar de dormir. Bueno, y no sólo de dormir. Ni pensar era ya posible. Y ahora encima tenía que estar atento al sombrero. Aparte de eso, ya sabe lo que ocurre con los pensamientos en los trenes. Con el traqueteo de las ruedas se fragmentan. Y cuando el tren entra en un cambio de agujas, hace jirones lo que esté pensando uno en ese momento. Se fragmentan hasta en las estaciones, porque uno se pone a mirar por la ventana, o alguien pregunta en qué estación estamos. Eso sin tener en cuenta que rara es la vez que la gente no habla en el tren.

El caso es que no hacía más que entrar y entrar gente, muy pocos se bajaban. Parecía que en las estaciones sólo subían. Bueno, lo de que subían es algo que se puede decir hoy en día. Entonces se empujaban, se apretujaban todos a la vez en un revoltijo. Y encima con petates, hatillos, maletas, cestas, paquetes, bolsas, poco faltó para que el compartimento reventara. Los revisores tenían que empujar a la gente con las puertas para que se pudieran cerrar. Y así en cada estación. Daba la sensación de que el tren no tenía fuerzas para cargar con tal muchedumbre y que por eso se arrastraba tan despacio y se detenía, a veces en pleno campo. Y en las estaciones no digamos, se quedaba parado tiempo y más tiempo, así que cada vez llevaba más retraso. Con frecuencia tenía que esperar a que pasara el tren que venía en sentido contrario y le dejara la vía libre. Le aseguro que incluso sentí por aquel tren algo parecido a la compasión, por verse obligado a llevar todo ese peso, que parecía superior a sus fuerzas.

En el viaje de ida, como me martirizaba la duda de si conseguiría comprar el sombrero que yo quería, marrón y de fieltro, se me llevaban los demonios hasta cuando nos deteníamos en las estaciones. Pero ahora que el sombrero estaba sobre la balda, ya me daba igual si el tren iba rápido o lento. Me sentía un poco como si no viajara a ninguna parte ni necesitara llegar a ninguna parte. Había momentos en que ni siquiera notaba que viajaba en un tren. Miraba por la ventana y todos aquellos campos, bosques, ríos, colinas, valles, edificios, carros, caballos, vacas y personas que pasaban ante mí se me mezclaban en una única mancha gris uniforme, y solamente los cables que subían y bajaban, subían y bajaban, colgados de los postes colocados junto a la vía del tren, le daban un ritmo a esa mancha gris y probaban que era un mundo vivo. En realidad, era como si estuviera fuera de mí mismo. Usted dice que es imposible estar fuera de uno mismo. ¿Acaso no puede una persona separarse de sí misma al menos un rato? ¿Por qué? ¿Que adónde iría? Pues no lo sé. Bueno, quizá tenga usted razón. Sobre todo porque no me iba a abandonar llevando como llevaba el sombrero en la balda.

En una de las estaciones pasé el sombrero a la balda de enfrente para no perderlo de vista. Y menos mal que lo hice. Al poco se llenó de tal forma el compartimento que los viajeros iban pegados unos a otros de pie entre los dos bancos. Casi no corría el aire en el rincón aquel donde estaba yo sentado. Delante de mí, o para ser más exacto encima de mí, había una señora enorme que me espachurraba de tal forma que tuve que apretarme contra el banco. Con ella encima no habría podido asomar la cabeza de ninguna forma para comprobar si el sombrero seguía en su sitio, en la balda que había sobre mí. Pero como lo puse en la de enfrente, pues más o menos lo veía por las rendijas que había entre los cuerpos.

El tren iba tan abarrotado que parecía que allí ya no cabía nadie más. Pero nada, llegábamos a otra estación y más petates y hatillos y maletas y cestas… Y con ellos más gente, claro. A usted quizá le parezca difícil de entender si nunca ha viajado en un tren así. Una de dos, o los trenes se estiraban, o la gente encogía. Sí, sí, el hombre es capaz de ser hasta sabe Dios qué. Como lo necesite, incluso una miguita. Tuve que poner las manos para que no se me cayeran encima los que subían. Contra el banco ya no me podía apretar más. Encogía las piernas todo lo que podía y aun así me daban tales pisotones que más de una vez se oyeron mis quejidos. Y por si fuera poco, como iba sentado junto a la puerta, parecía que todos los improperios que soltaba la gente al entrar me los dirigían a mí. Y para fastidiarme aún más, cuando el tren se detenía en una estación, la mayoría de las veces el andén quedaba en mi lado, como si lo hicieran adrede.

—¡Anda y que le parta un rayo a todo esto ya de una vez! —soltaba en dirección a mí el primero que entraba. Y todos los que pasaban detrás, sin excepción, mujeres, hombres, todos en cuanto entraban miraban en mi dirección.

—¡Cristo misericordioso! ¡Torturar así a la gente! ¿No basta con que nos haya torturado la guerra, que ahora también los trenes nos tienen que torturar?

—¡Qué barbaridad, lo que nos ha hecho esperar! ¡Lo que nos ha…!

—¡Por todo esperamos, por todo! ¡¿Por qué no íbamos a tener que esperar a los trenes?!

—¡¿Y por qué viene ya con tanto retraso?!

—¿Es que alguna vez llega a su hora? Viajo casi a diario y ni una vez, ni una sola. ¡Cago en tó!

—Sin blasfemar, que Dios todo lo escucha. Como nos abandone también Él…

—¿Y qué tiene que ver Dios con todo esto? Dios ni es jefe de estación ni controla la circulación. ¡Eso lo hacen los hijos de puta éstos de las gorritas rojas y las palitas!

Y tenía la impresión de que todo iba dirigido contra mí, porque yo no tenía ninguna queja del tren. El sombrero en la balda, yo no tenía la menor prisa, ¿de qué me iba a quejar? Y lo malo no era sólo que los que entraban juraran en arameo, sino que sus improperios provocaban que los que habían subido en las estaciones anteriores y parecían haber calmado ya sus iras, la volvieran a tomar contra el tren.

En una de las estaciones ayudé a subir a un hombrecillo con una maleta pequeña, porque una y otra vez trataba de hundirse entre la gente que atestaba el compartimento, y de repente me pregunta:

—¿No sabe usté si ha ocurrido algo? —Me encogí de hombros—. ¿Y ustedes no lo saben? —Nadie le contestó, así que volvió a dirigirse a mí—: Usté es el más joven aquí, ¿verdá?

—¡Quite de ahí! —le abroncó la señora enorme que estaba delante de mí—. ¿Qué anda metiendo aquí la cabeza?

—Yo, no, nada, perdone. Sólo quería saber si es que han estado reparando las vías en algún sitio —empezó a justificarse—. O quizá algún puente.

—No han reparado nada, hemos viajado todo el rato.

—¿Todo el rato? ¿Y lleva tanto retraso? —No se lo podía creer—. Pero si hasta durante la guerra los trenes…

—Habría que preguntárselo a alguien que viaje desde la primera estación —le interrumpió uno, pero lo remató diciendo—: ¿Quién de ustedes viaja desde el principio, estimados señores?

Todos empezaron a mirarse unos a otros, como buscando a un culpable. Yo no dije nada, así que intentaron recordar quién había subido en qué estación y quién estaba ya en el compartimento. ¿Esa señora? ¿Ese señor? Apostaría el cuello a que ese señor. Creo que esa señora. ¿Cómo que usted no, señor mío? La recuerdo bien a usted, señora. Y usted, señora, usted ya estaba sentada donde está ahora. No, este señor ya estaba aquí de pie. Cuando he entrado, ya estaba. Y esa señora de ahí también estaba. ¿Yo? ¡Será usted insolente! Era usted el que ya estaba. Incluso pensé que lo mismo me cedería usted su asiento. Pero en fin, quién cede hoy en día su asiento, ni siquiera a una señora. Válgame Dios, en qué se ha convertido la gente después de esa guerra. Válgame Dios.

Se avecinaba un escándalo.

Por suerte el tren se detuvo en la siguiente estación, y aunque sólo se subió un pasajero en nuestro compartimento, la verdad es que iba cargado con tantos fardos que valía por tres. Lo primero que hizo fue lanzar los fardos encima de la gente y luego ya detrás subió él. En realidad, más bien empujó a todos los que iban de pie contra el lado contrario del compartimento, porque si no, no habría cabido. Ni maldijo ni soltó improperios, pero lo que sí hizo fue atravesar con la mirada al compartimento entero, como si culpara a todos los que allí viajaban por el retraso del tren. No pareció importarle en absoluto que las baldas estuvieran atestadas hasta el techo. Él se puso a colocar sus fardos, apretujando los demás equipajes, cambiándolos de sitio, echándolos unos encima de otros. Y a la gente del compartimento no hacía más que zarandearla para todos lados. Pero nadie le llamó la atención, nadie le dijo ni tan siquiera, no ponga esto encima de esto otro. Todos se quedaron de lo más mansos, y claro, dejaron de sospechar unos de otros, quién había entrado antes que quién, ya nadie le dijo a nadie una sola palabra, ni susurrando. Quizá le conocían ya de aquel trayecto. No le puedo decir. Y no sé de qué manera pudo saber que el bulto envuelto en papel y atado con un cordel era un sombrero.

—¿De quién es este sombrero? —preguntó amenazante.

—Mío —reconocí, pasado un instante.

—Entonces ¿qué hace aquí? Lo pone en su lado. Donde se sienta, ahí está el sitio asignado a su equipaje.

Pasó el sombrero a mi lado, lo colocó pegado al techo, sobre una maleta. Terminó por fin de repartir todos sus fardos y le dijo a la gente que le hicieran sitio, que no tenía intención de pasarse el viaje de pie. Y a duras penas, porque les costó Dios y ayuda, pero sin decir ni pío, se apretujaron unos contra otros, y cuando se sentó aún se acomodó más moviendo los costados. Aplastó a la pasajera de su derecha, aplastó al pasajero de su izquierda, ellos a su vez aplastaron a los que tenían al lado, pero todo el mundo siguió callado. Y en ese momento el tren se puso en marcha.

—Vámonos —dijo—. Y si nos vamos, seguro que llegamos. —Luego se apoyó aún con más fuerza en el banco y dijo como dirigiéndose a sí mismo—: También yo tuve un sombrero antes de la guerra. Marrón, de fieltro. Me valió, bueno lo que me valió. Me fui con los partisanos y me lo arrancó de la cabeza una ametralladora. Les disparamos, nos dispararon y adiós sombrero. —Y con una mirada algo más benévola recorrió el compartimento, como si nos disculpara a todos por el retraso del tren.

Apoyó la cabeza en el respaldo del banco, entornó los ojos y al rato la respiración se le hizo más profunda. El tren trepidaba, traqueteaba, repiqueteaba sobre las junturas de los raíles como si fueran baches, entraba ruidosamente en los cambios de agujas, así que aún era posible no notar esa respiración profunda. Los labios todavía no se le habían separado, de momento era sólo como si en cada espiración el aire que expulsaba los presionara hasta que se despegaban. Pero yo ya sabía en qué iba a terminar todo aquello. Los grandes ronquidos empiezan justo así, inocentemente. Hasta me dio un respingo.

Ya le he comentado antes que desde pequeño no soporto los ronquidos. Ya, es cierto, nadie los soporta. Pero es que hay quien no los soporta de una manera y quien no los soporta de otra manera, no es lo mismo, tiene su intríngulis. Uno puede no soportarlos porque no se puede dormir cuando alguien ronca. O, por ejemplo, se queda uno dormido y en mitad de la noche le saca del sueño un ronquido. Pues lo mismo ya no se vuelve a dormir hasta el amanecer. Ésos son los inconvenientes normales cuando se duerme en la misma habitación que otra persona. Los esposos y las esposas lo soportan toda la vida, si es que aguantan juntos toda la vida, por supuesto. Aunque, de todas formas, cambiar de marido o de mujer no es ninguna solución si de lo que se trata es de eso. No sabe uno con quién le va a tocar la próxima vez. Pero en mi caso no era sólo cuestión de que no me pudiera dormir cuando alguien roncaba. Ni de que si me despertaba ya no pudiera pegar ojo hasta por la mañana. Cuando alguien roncaba, sentía como si todo el dolor de la vida de esa persona se le agolpara en la garganta y no pudiera gritar qué se lo provocaba. Quizá no esté usted de acuerdo, pero en mi opinión existen dolores que sólo quedan al descubierto cuando se ronca. En el hombre hay una infinidad de dolores de muchas clases distintas. Bueno, en cualquier caso, yo sentía esa incapacidad suya como si fuera mi propia incapacidad. Y como si me atragantara al mismo tiempo que esa persona al no poder expulsar ese dolor con un grito. Como si no me pudiera escapar de su sueño, pero al mismo tiempo me protegiera de mi propia vigilia. Uno no escucha sus propios ronquidos, así que con eso no hay problema. En alguna ocasión incluso llegué a notar que me asfixiaba por los ronquidos de alguien y tuve que levantarme y salir afuera a tomar el aire.

Y ya desde la escuela, aunque en la escuela aún no había muchos que roncaran, sólo unos cuantos, y además muy levemente. Si a alguno ya le dolía la vida, era un dolor que se diluía en el sueño, no se apelotonaba en las gargantas. Y además dormían muy profundamente y eso retenía aún más cualquier dolor. De todos modos, también me desperté alguna vez, aunque fueran ronquidos muy ligeros.

Después, cuando empecé a trabajar y dormía normalmente con gente mucho mayor, entonces ya sí que lo de los ronquidos se convirtió en mi martirio de todas las noches. Créame, hasta me daba miedo que llegara la hora de acostarse. Nos preparábamos para meternos en la cama y a mí, en lugar de entrarme ganas de echarme a dormir, me atenazaba el miedo. Sí, naturalmente que podía despertar a éste o a aquél cuando los ronquidos ya se hacían insufribles. Pero cogían y se tumbaban de lado si estaban boca arriba, o si estaban de lado se daban la vuelta y se ponían sobre el otro costado, y al cabo de un rato ya roncaban otra vez. Yo trataba de pensar en algo para así intentar no escuchar nada, pero todos los pensamientos se me iban. Y me quedaba allí tumbado, como si me estuvieran torturando. El infierno perfectamente podría ser así, no todo eso con lo que nos asustan los curas, sino estar tumbado y que el ronquido de alguien se cebe con uno. En los oídos de uno, en los pulmones, en la garganta, en esa incapacidad que no le deja expulsar ni una sola palabra de su interior. Y encima es como si uno mismo estuviera roncando, aunque no sea así. A veces pasa eso, que el dolor de otros nos duele más que el propio.

Y también viví con lo que podríamos llamar auténticos emperadores del ronquido. Por el día este o aquél parecía un higo seco, no podía solo con las cosas pesadas y había que levantarlas por él o llevarlas a donde fuera. Se atascaba un tornillo y había que desatornillarlo porque él no era capaz, pero luego resultaba ser un emperador del ronquido. Daba la sensación de que iba a levantar el techo, a reventar las paredes, que en cualquier momento se nos vendría todo abajo mientras dormíamos. Otros era como si tuvieran agua borboteando en la garganta y en ese agua estuviera cociéndome yo. Pero los ronquidos eran de muchos tipos distintos. Del tipo quejumbroso, del tipo estridente, del tipo borboteo, del tipo retumbante, y alguno había que se pasaba la noche estallando como una bomba. Se despertaba uno de golpe pensando que de nuevo había guerra.

Y ya le digo, en todos los sitios donde me alojaba yo era el más joven. A menudo eran mucho mayores que yo, gente desvelada por la guerra, rebosantes aún de guerra, así que no es extraño. A veces alguno de ellos contaba una historia mientras bebíamos, luego la propia historia no le dejaba dormir a uno y, por si fuera poco, además roncaban. Probé a taponarme los oídos con algodón, con plastilina, en lugar de poner la cabeza encima de la almohada la ponía debajo, pero de poco sirvió. Era como si los ronquidos no me llegaran a través de los oídos, sino que entraban directamente desde el sueño de alguien a mi sueño. Como si el ritmo del sueño de otro ocupara el sitio del ritmo de mi sueño. ¿No sabía usted que los sueños tienen su propio ritmo? En cada uno es distinto. Pero todos dormimos según el ritmo con el que vivimos. No es posible separar el sueño de la vida. Claro, sería mucho más llevadero si se pudiera. Por este lado la vida, por este otro los sueños. Por este lado la vida, por este otro los sueños.

Perdone la pregunta, pero ¿ronca usted? ¿No lo sabe? Ah, no ha dormido usted nunca con alguien que se lo dijera. Disculpe que le pregunte por tales cosas, pero son cosas normales, humanas. Una mujer se lo diría con más sinceridad que nadie. Las mujeres duermen de otro modo, tienen sueños diferentes. Por no hablar de que oyen en sueños.

Una vez me alojé con otros cuatro mayores que yo en casa de una viuda, yo me había unido el último a ese grupo. El mayor de todos tendría más de tres veces mi edad, al menos eso me pareció entonces. El pelo blanco como la nieve. La verdad es que de la guerra salían canosos mucho más jóvenes, encanecían antes. A veces, en las reuniones del personal, me fijaba en las cabezas de la gente que tenía delante y era como si estuviera mirando un campo de repollos cubierto por la escarcha. Ya me dirá usted por qué es el pelo el que con tanta frecuencia refleja las vivencias de uno. Déjeme que le mire. No veo que tenga usted ni un solo pelo blanco. No sé cómo habrá sido su vida. Míreme usted a mí. Ahora en lugar de eso, se quedan calvos. Y tampoco se sabe por qué. Y ya desde muy jóvenes. Aquí, en los chalés, no se imagina usted la cantidad de jóvenes que ya están calvos o que empiezan a quedarse calvos. Guerras hace mucho que no hay y aquella pocos la recuerdan ya.

Bueno, pues donde la viuda aquellos cuatro tenían todos pelo, aunque todos ya con canas y el mayor de ellos era completamente cano. Y los cuatro roncaban a pleno pulmón. Y si coincidía que los cuatro se ponían a roncar a la vez, hasta la viuda aporreaba la pared de su habitación. Era sobre todo cuando bebían.

Una vez me repateó de tal modo que pensé, nada, habrá que estrangularlos, no queda otra. Me levanté y me salí un rato afuera. Me senté junto a la entrada y encendí un pitillo. Verano, calorcito, empezaba a asomar el amanecer. Tenía pensado aguantar ya hasta la hora de ir a trabajar. Salió la viuda. Ella tampoco podía dormir, aunque había una pared bien gruesa entre su habitación y la nuestra, no era un tabique, y enlucida por los dos lados.

—Cómo roncan, ¿eh? —me dijo—. Ya ves, a mí también me han despertado. Y eso que hasta tengo un tapiz en la pared que da a vosotros. Durante la guerra, las bombas caían y yo dormía como si nada. Pero a los ronquidos soy mú sensible. ¿Tú roncas?

—No sé —contesté—. De momento nadie me lo ha dicho.

—Bah, eres mú jovencito, como mucho roncarás cuando sueñes, pero ni se notará. Dame un pitillo, anda. Yo no fumo, pero no sé, me han entrado ganas.

—Me he dejado dentro el tabaco.

—Lástima. Hace como bochorno esta noche y me habían entrado ganas. —Y se abanicó con el camisón, porque llevaba puesto un camisón y una rebeca o algo así sobre los hombros.

—Si quiere puede terminarse el mío —le dije—. Quedarán unas tres caladas. Bueno, si no le da asco.

—¿Y por qué me iba a dar asco? —se ofendió—. Una se besa con un hombre y no le da asco. —Fumó y se puso a toser de tal manera que a punto estuvieron los pechos de salírsele del camisón—. ¡Pero qué cosa más repugnante! ¿Cómo puedes fumar esto? ¿Es que no te preocupa tu salud? Tampoco es que seas aún ningún hombretón. Y además trabajas demasiado. ¿Te crees que no lo veo, cuando te vas a trabajar y cuando vuelves? Y encima no descansas como deberías por culpa de los ronquidos ésos. A tu edad necesitas dormir más. Luego ya no tanto. Ya veo que hoy otra vez te vas a ir al trabajo sin descansar. Y andas liado con la corriente. Al menos ten cuidado pa' que no te pegue un latigazo. Con esto de la luz es más cómodo, no digo que no, pero a mí me da miedo siempre que la enciendo.

—No hay que tenerle miedo —le dije.

—Ya, supongo —me dijo.

Pisé la colilla y me iba a levantar, cuando empezó a acariciarme el pelo por arriba, porque estaba de pie a mi lado.

—Ven, echa una cabezada en mi cuarto. No vas a volverte ahora ahí dentro con ésos, ¿no? Yo no ronco. De todas formas, enseguida tendrás que levantarte pa ir al trabajo, pero al menos una o dos horitas te vendrán bien. La cama es mú amplia. Cuando vivía mi marido entrábamos los dos de sobra, hasta podíamos tumbarnos sin rozarnos, si es que no nos apetecía. No vas a quedarte aquí dando vueltas hasta que amanezca. No temas, que no llegarás tarde. Yo te despierto.

Me cogió de la mano y me ayudó a levantarme. No sé si sería por todas aquellas noches sin dormir, que me habrían dejado de repente sin fuerzas, pero la verdad es que no puse la menor resistencia. Mientras me estuve fumando el pitillo, mal que bien aguantaba, pero en cuanto me lo terminé los ojos empezaron a cerrárseme ellos solos. Quizá si hubiera tenido otro, lo habría encendido y… Pero me dijo:

—Los párpados te pesan como piedras, que te estoy viendo. Si es que no duermes lo suficiente, estarás mú cansado. Dormir una o dos horas te vendrá mú bien.

Era bastante mayor que yo, pero según lo pienso ahora diría que todavía se conservaba muy joven. Ya sabe usted cómo es esto. A medida que uno se hace viejo, todo lo que hay a su alrededor se va haciendo cada vez más joven. Y más aún en la memoria. Cuántas veces no caerá uno en la cuenta de que alguien que en su momento le parecía viejo, resulta que era entonces mucho más joven de lo que uno es ahora. O quizá en aquel entonces me pareciera mucho mayor porque había tenido ya dos maridos. A uno le mandó a freír espárragos poco después de la boda porque bebía, y el segundo se murió porque también bebía. Estaba pensándose si la convendría casarse por tercera vez, con uno que conocía. También bebía, pero era viudo como ella y tenía dos niños pequeños, y decía que así al menos tendría hijos. Porque la preocupaba que pudiera quedarse encinta de un borracho. Había decidido que eso jamás, Dios mediante. No soportaría traerlos al mundo para que después fueran infelices. Ya había visto antes algunos así. Y que de ese modo tendría un objetivo en la vida, que no es fácil vivir pensando que a uno se le acaba la vida. Y total, luego nunca se sabe cómo van a ser cuando crezcan, así que da igual si suyos, si de otra, si de éste no, si de aquel tampoco. Lo mismo al ser de otra después resultan más atentos con ella, por haberles abierto su corazón cuando el de su madre se había apagado. Y quién sabe, igual él se convertía en un buen marido. Le dio por la bebida cuando murió su esposa y le dejó con aquellos dos niños. Y no supo qué hacer. Los hombres siempre se lanzan a beber en esos casos. Pero no era raro que si se emborrachaba luego se echara a llorar delante de ella por haberse emborrachado. Y le decía, ayúdame, ayúdame. Así que muchas veces acababan llorando juntos.

Aunque no se parecía nada a los otros dos en lo de la bebida. El primero, se emborrachaba y se quedaba dormido como un leño. Y como bebía casi a diario, pues todos los días se encontraba con un leño en la cama, o mejor dicho, todas las noches. El segundo, cuando llegaba borracho, lo primero que hacía era pegarle una paliza. Y después de zurrarla, entonces ya se ponía con ella a lo otro. Le gustaba hacerlo viéndola en ese estado, golpeada y llorosa. Y este tercero pues… ¿Casarse? ¿No casarse?

—¿Tú qué crees? —le daba vueltas al asunto cuando ya nos habíamos tumbado en la cama—. No importa, tú duerme. Yo ya no me voy a dormir. No quiero que llegues tarde al trabajo por mi culpa. No estoy segura y no hago más que pensar en ello todas las noches. Porque si la cosa saliera igual con este tercero, luego lo mismo ya sería demasiado vieja pa' un cuarto. Cuanto más vieja es una mujer, peores tipos la pretenden. Y quizá al cuarto tuviera que mandarle a terapia. O matarle. A veces no hay otro remedio, a ver qué te crees. Tampoco digo que no haya ningún hombre maduro que no sea íntegro, que no beba. Pero lo mismo se da a la bebida después de la boda, o según vaya teniendo más cerca la hora de morir, y yo ahí con él. Hala, a morir junto a un borracho. A sufrir toda esa borrachera suya. Y luego ya será tarde pa' pensar en un nuevo marido. Pa' que veas cómo es esto, te casas con alguien, parece de una forma, luego resulta que es de otra y ya te toca vivir con él. —Pegó un suspiro tan fuerte que me echó encima una bocanada de aire cálido—. Pero tú duerme, duerme. Dentro de nada te tienes que ir a trabajar.

Tenía mucho sueño, así que no sé si no estaría ya medio dormido. Aun así la escuchaba, sobre todo porque parecía como que esperaba que yo dijera algo sobre sus preocupaciones. Pero qué iba a decir yo, si me tenía asustado con esas ganas suyas de vivir. Con todos esos maridos suyos, a dos ya les había dejado atrás, pero con la imaginación no sólo alcanzaba a pensar en un cuarto, en caso de que después de la boda el tercero también resultara ser un borracho, sino en no sé cuántos más, hasta la muerte, y quizá incluso después. ¿Cómo iba yo a saber lo que era ser el tercer esposo o lo que le esperaba a la mujer con aquel tercero?

—No sé qué decirle —le dije.

—¿A qué me hablas de usted? —se molestó, tanto que me volvió a llegar otra ola de aire cálido—. ¿En la cama tumbado conmigo y de usted? Háblame de usted sólo delante de ésos. Además, no te he preguntado nada. Tengo que arreglarlo sola. Qué puedes saber tú. —Me pasó la mano por detrás de la cabeza y me estrechó contra ella—. ¿La primera vez que estás con una mujer? Ya lo imaginaba, ahí, timidito como un gazapo y tan azorado. Pero duérmete, duerme. Si hoy de todas formas no iba a ocurrir nada de nada. Tienes que dormir al menos un poco antes de irte al trabajo. Mira, ya amanece. De aquí a poco ya es de día. Duerme. Válgame el cielo, pasarse las noches sin dormir. ¿Y siempre has sido así de sensible a los ronquidos? Igual que yo. Válgame el cielo. Mira, si quieres por las noches te extiendo el jergón en la cocina y les dices que te vas porque con sus ronquidos no duermes. Y alguna vez te puedes venir aquí conmigo. Nunca había tenido a uno tan jovencito. ¡Eh, polluelo! —Me zarandeó, y eso que ya estaba dormido. De repente se incorporó intranquila y se inclinó sobre mí—. ¿Es cierto eso de que es la primera vez? —Y se dejó caer aliviada sobre la almohada—. ¡Menuda suerte! Está claro que Dios me ha recompensado por aguantar a mis borrachos. —Y apretó con fuerza mi cabeza contra su pecho—. Ni sé lo que es estar con uno que lo hace por primera vez. Conmigo sé cómo fue, aunque no me trae buenos recuerdos. Seguro que no sabes nada. No te preocupes, yo te enseño. Pero, por Dios, no dejes que te inciten a beber. Uno o dos tragos puedes. Uno o dos no te van a hacer daño. Pero no más. No le hace bien al hombre si es demasiado. A la mujer tampoco. Aunque a la mujer de otro modo. He tenido dos borrachos, así que lo sé. No sé dónde será mejor colocar tu jergón. Creo que voy a correr la mesa hasta la pared. Por fin podrás descansar. No es necesario que vengas todas las noches aquí. Cuando no vuelvas tan reventado del trabajo. Tampoco es que a mí me tiente todas las noches. Pero ahora duerme. Hoy, como en familia. Como si fuéramos hermanos. Yo podría ser tu hermana mayor. ¿Por qué no? A veces hay incluso más diferencia de edad. Aunque claro, también se oyen por ahí historias, que si hermano con hermana. En este mundo ya no hay nada sagrado. —Me acarició, me besó en la frente, me estrechó contra ella, que hasta se me hundió la nariz en sus pechos mullidos—. ¡Eh, tú, tú!

Me empezó a dar miedo, se lo aseguro. Quizá porque entonces yo no sabía nada de mujeres. ¿Qué podía saber? Y si no hubiera tenido tanto sueño, lo mismo me habría levantado, nada, que me apetece fumar, voy a por el tabaco. Pero es que no me atrevía ni a levantarme.

—Duerme, duerme. —Y otra vez me apretó contra ella—. No es la única noche que tenemos. Nos esperan muchas noches. Le he preguntado a vuestro jefe, dice que os vais a tirar mucho por aquí. Sacaremos todo lo que tenemos dentro, ¿eh? La puerta de la cocina te la dejaré medio atrancada, así no te hace falta girar el pomo. Y mañana digo que engrasen las bisagras. Ahora duerme. No me doy la vuelta, voy a escuchar cómo duermes. A veces por cómo duerme alguien se pueden saber cosas de él. Uno como un angelito y otro, ¡Virgen santísima! Ya en sueños le sale el diablo. Si no hace más que revolverse de un lado al otro, o si pasa toda la noche sobre un costado, o vuelto hacia ti, todo eso te dice cosas. O hecho un ovillo, como acurrucado contra su mamá. Los peores, los que se quedan boca arriba, igual que mis borrachos. El uno y el otro. Les tenía que empujar pa' que se pusieran de lado y no me echaran encima los ronquidos. Sólo pensar en ellos me se quitan las ganas de dormir, aunque no me tenga en pie. Cuando uno se quiere dormir tendría que pensar en algo agradable. Pero con tantas noches de sueño, ¿de dónde va a sacar una suficientes cosas agradables? Más fácil es que se pasen cosas desagradables por la cabeza, que de eso nunca falta.

Mira, ya sale el solecito. Se clarean los visillos. Y ya empieza a verse el Cristo. Cuando sale el sol es lo primero que se ve. Pero te da tiempo a dormir un ratito. Te despertaré justo pa' que te levantes un poco antes que ellos. Entras a vestirte como si sólo hubieras ido un momento al servicio. Duerme. Ya mucho no vas a dormir, pero al menos no te irás tan consumido como si no hubieras pegado ojo. Y encima, a andar con la corriente. ¡Virgen santa, mira que si te pega un latigazo! Virgen santa. A mí la plancha me dio una vez. La toqué a ver si ya calentaba. Y zas, me subió un espeluzno hasta el hombro. ¡Vaya susto me llevé! Quemé la funda del edredón. Oye, dicen que la corriente esa trae enfermedades. ¿Es cierto?

Ya no sé si le dije que no, que era mentira, o si sólo lo soñé.

—No digo que no sea cómodo lo de la plancha. ¡Lo que costaba avivar el carbón! ¡Lo que había que soplarlo! Una vez me quemé las cejas y me las tuve que pintar. Desde entonces siempre me las pinto. Las de hierros candentes no eran mucho mejores. Pesaban un montón y los hierros se enfriaban al poco. Había que ponerlos todo el rato al fuego, sacarlos, mantener la cocina encendida. Una vez me se cayó uno al rojo en el pie. Menos mal que llevaba zapatos. Ahora se enchufa y ya. Comodísimo. Sólo que eso de las enfermedades… El Señor nos libre. ¡Pero pa' qué pensar en enfermedades antes de tiempo! Si llegan ya se verá cómo se pasan, mejor o peor, o se muere uno de golpe. Más vale de golpe. Y sin corriente igual se van a presentar las enfermedades. Es lo que tiene la vida. Mientras tanto prefiero pensar en lo que me espera contigo. ¡La primera vez! ¡Virgen santa! Hasta miedo me da. Quién se lo iba a decir a esta cama mía. Pero cambio las fundas. La del edredón y la de la almohada. Pa' nosotros las bordadas. Yo misma las bordé. Algo tenía que hacer mientras me pasaba las tardes esperando a mis borrachos. Así que bordaba. No pa' ellos, claro. ¿Dejarles tocar mis bordados? Ni hablar. Compraré también una sábana nueva. Pero lávate, ¿eh? Me dijo vuestro jefe que allí tenéis ducha. Ya me sé yo cómo se lavan los hombres. Bueno, no digo que tú seas igual. Hay que andar detrás de vosotros. Yo también me lavaré entera. Me meteré en la tina. Haré espuma, quizá eche perfume al agua. ¿Me pondrás un enchufe aquí junto a la cama? Quiero comprarme una lamparita. La podríamos encender, ¿no? ¡Porque es que siempre a oscuras, siempre a oscuras! Estaría bien que hubiera luz al menos una vez. Leí no sé dónde que así es mucho más agradable. A veces me gusta leer. Cuando ya te vayas, podré leer en la cama. O pensar, seguro que los pensamientos son más bonitos a la luz de una lamparita. Pero tú no pienses, tú duerme. Ya sé en qué estás pensando, pero no hay mucho tiempo. No sería suficiente. Así que mejor no ponerse a ello. Te levantarías aún más cansado que si no hubieras dormido. Las piernas apenas te sostienen y en la cabeza tienes un verdadero galimatías. Es de día, pero te parece como si la noche no quisiera soltarte. Cocinas, lavas, pero nada, para ti es de noche. Todo lo haces como a tientas. Te enfadarías conmigo, seguro. Y no quiero que te enfades. Si alguien se enfada, de alguien es la culpa. Y en este mundo parece que la culpa la tiene siempre la mujer. O no llegarías a tiempo, y también sería culpa mía. Pero no te preocupes, yo te voy a enseñar, ya lo verás. Siempre hay una primera vez. Si no aprendes, todo queda en un visto y no visto, y no quiero que sea visto y no visto. Estoy harta del visto y no visto. Me violaron unos soldados, así que sé cuándo es visto y no visto y cuándo no. Eran cinco, pero no vi más que medallas volando sobre mí. No me apetecía ni llorar. Pero pa' qué te lo voy a contar. No necesitas saber cómo era el mundo hasta ayer, como quien dice. Quizá a ti te haya tocado uno mejor. Quiérelo, quiere estar en uno mejor. Los tíos, que se peguen si les da la gana, pero que no paguen las mujeres y los niños por sus guerras. Aunque mis borrachos no eran soldados y no por eso eran mejores. Llegaba la cosa esa todo borracho, medio muerto, y lo mismo, hala, visto y no visto y a dormir. Y en un visto y no visto parece como si se estuviera vengando de ti. Soldado o marido, da igual. ¿Y por qué se venga? ¿Porque el mundo está hecho así, que son necesarios el hombre y la mujer? ¡Pero si es pa' que se amen! Sin amor no habría pa' qué vivir. Sólo dormir y comer, ¿y pa' qué? Y trabajar ¿pa' qué? ¿A quién le apetecería entonces trabajar? Leí una vez un libro en que uno estaba haciendo el amor y se moría encima de la mujer. No le aguantó el corazón. ¿Te lo puedes creer? El corazón. Todo se junta en el corazón. Y se acumulan demasiadas cosas y no aguanta. ¿Duermes?

Estaba ya dormido, me despertó. Sería que no dormía muy profundamente, con un ojo abierto, como suele decirse. Porque no estaba nada seguro de que me fuera a despertar a tiempo para ir a trabajar. Igual se quedaba dormida cuando fuera la hora de levantarme. Así que en teoría dormía, pero a la vez velaba.

—Deja, a ver cómo te late el corazón. —Y me puso la mano en el corazón. ¡Como para no despertarse!—. Con un poco de impaciencia, como si tuviera prisa. Y ahora pon la tuya en el mío. —Me cogió la mano y la puso sobre su pecho. Y ahí ya sí que sólo un leño no se habría despertado—. ¿Notas cuánto se ha acumulado ya en él? ¿Y no sabes si una mujer también puede morir así? Cómo ibas tú a saberlo. El mundo no es justo con las mujeres. Quita la mano de ahí. —Y ella misma apartó mi mano—. Ya te he dicho que hoy no. Que es mú tarde y tú tienes que dormir al menos un poco. Eso habría que empezarlo cuando empieza la noche y no pensar siquiera en que mañana hay que levantarse. Como si la noche tuviera que alargarse y alargarse y el día nunca tuviera que llegar. Y los cuerpos tienen que estar más tiempo tumbados uno junto al otro, antes de… Cada uno tiene que sentir el otro cuerpo como si fuera el suyo propio, antes de… Acostumbrarse uno a otro, familiarizarse. Porque también están llenos de miedo. ¿Te crees que el mío no? Y lo mismo hasta más que el tuyo. Después de los soldados y de mis borrachos, ya siempre tengo miedo cuando me se presenta una ocasión. Pensé que ya nunca volvería a ser mujer. Es más, no lo quería. Pensé, me dedicaré a bordar, a leer, a cantar, a veces me pondré a llorar. Quiero comprarme una radio, ¿te lo he dicho? Me he apuntado en la tienda. Me avisarán cuando las traigan. Y la escucharía. Pero una es de carne y hueso, como cualquiera. Aún no había terminado el luto por el segundo, aún iba de negro y ya empezaba a notar que el corazón me se volvía a llenar. Voy a la iglesia y me doy cuenta de que los hombres me miran, y no sólo viejos, algunos más jóvenes que yo. Estoy rezando y siento cómo me desnudan con los ojos. Me da vergüenza, dónde me creo que estoy, que es una iglesia y Dios está mirando, pero el caso es que me gusta. Y el panadero, que le compraba el pan todos los días, pero que en la tahona, no sé, nunca me había fijado en él, y ahora le veo allí, cantando, y no me quita la vista de encima, se gira cada dos por tres. Y un hormigueo por todo el cuerpo. Y el corazón bum bum, bum bum. Perdóname, Señor, pero tú has sido quien me ha dado este cuerpo. Además, que de negro lucía mucho. Todos me decían que tendría que vestirme siempre de luto. Hasta di pa' una misa por el borracho ese mío. Bien está. Algo me dejó, aparte de la casa. No se lo llegó a beber todo. Quizá no debería leer libros, ¿no crees? A veces leo y leo y luego me pongo a pensar que vaya vida la mía y… Que a veces una se cambiaría por otra aunque la suya fuera aún más triste. ¡Uf, cómo me late! Como si tampoco quisiera aguantar. ¿Duermes? Porque si no, podrías mirarlo tú. Lo mismo sólo me lo parece. Ay, es como si quisiera saltar ya a la noche de mañana, o no, lanzarse ya sobre ti, ahora. Pero no no no, hoy no. Ya casi se ha acabado la noche. Tienes que dormir un poco. Si lo hiciéramos ahora en un visto y no visto lo mismo dejaba yo de gustarte. Más de una vez pensaba que seguro que no duermes con esos ronquidos tan horribles que dan. Pero no me atrevía a preguntarte si no preferías dormir en la cocina. Y sufría contigo, porque a mí también me despertaban. Ahora parece que no se les escucha, ¿lo oyes? En cuanto te instalaste aquí me di cuenta que nunca habías estado con una mujer. Me besaste la mano, ¿recuerdas? Me se enterneció el alma. Pensé, ¿de dónde habrá salido éste tan cándido? La primera vez no puede ser un visto y no visto. Que luego si no, ya todo como la primera vez. Menos la muerte. Porque después ya no hay recuerdos. Pero mientras vivieras lo mismo tendrías mal recuerdo de mí. Y ya tendrías mal recuerdo de todas las demás. Porque con todas te sentirías mal. Empezarías a beber y seguirías sintiéndote mal. Te sentirías mal contigo mismo. Toda la vida te sentirías mal. Te se apagaría la pasión y te sentirías mal. Y yo tendría la culpa. Así que merece la pena contenerse una noche por toda una vida, ¿eh? No lo lamentarás. Te lo compensaré. Mira, ya se hace de día. Duerme, duerme.

Y yo creo que al final sí que me dormí, porque noté de repente que me meneaba.

—Arriba. Que llegas tarde al trabajo. Arriba. ¡Pero qué dormilón!

Lo que más me sorprendió fue que dijo:

—Roncas igual. Pero ha sido agradable oírte. Está claro que tú también has acumulado. ¿Y entonces cuándo, Virgen santa? ¿Cuándo?

Pero voy a seguir con lo del viaje, que no había terminado. Bueno, pues el tren continuaba su camino, yo en el tren y el sombrero en la balda de enfrente, así que lo tenía a la vista. ¿Que ya no estaba ahí? Ah, sí, es verdad, que el otro lo había puesto en mi lado. El tren se volvió a parar en una estación, no se subió nadie, sólo hubo uno que echó una ojeada al compartimento, vio que iba hasta los topes y cerró de un portazo, y el ruido hizo que el otro abriera los ojos. Levantó la cabeza del respaldo, miró alrededor, a ver si la gente era la misma que antes, miró el equipaje, a ver si estaba todo, estiró la cabeza hacia la ventana y dijo:

—¡Anda! ¡Si ya estamos aquí!

Podría parecer que se le había pasado el sueño, pero en cuanto el tren arrancó, los ojos empezaron otra vez a reblandecérsele, aunque como si no estuviera seguro de si dormirse o no. Y ya cuando el tren cogió velocidad y se puso a balancear, fue como si la cabeza sola se le cayera sobre el respaldo, se le abrió la boca y de esa boca empezó a surgir un sonido que era ni más ni menos que el de un carro moviéndose allá lejos por una tierra helada sobre ruedas con llantas de hierro.

En un momento determinado, la cabeza se le resbaló del respaldo y fue a parar al hombro de su vecino de la izquierda. Pero a pesar de que el vecino de la izquierda no puso reparo en sostener su cabeza con el hombro, cuando el tren pasó por un cambio de agujas y el compartimento dio una sacudida, él mismo cambió la cabeza del hombro del vecino al hombro de la vecina de la derecha, sin dejar de dormir. La vecina también lo acogió en su hombro sin rechistar. Pero el tren se mecía como una cuna y le haría dormirse profundamente, porque la cabeza se le cayó del hombro a los pechos de la vecina. Cada pecho era casi tan grande como la cabeza de él. Y no es ya sólo que fueran grandes, sino que parecían como independientes del resto del cuerpo, como autónomos. Hay mujeres así, que parecen haber sido hechas solamente para cargar con sus pechos. Hasta podría parecer que eran sus pechos los que mecían el tren, y más cuando el tren entraba en un cambio de agujas. ¿Y qué podría haber pasado si hubiera seguido durmiendo sobre sus pechos? Pero la señora se puso a tomar todo el aire que podía y a expulsarlo, y otra vez lo tomaba y lo expulsaba, seguramente pensando que se despertaría de tanto subir y bajar los pechos y su cabeza. Pero estaba claro que dormía como un ceporro, así que la señora soltó de pronto, como asustada:

—¡Oiga!, ¿qué hace usted?

Yo creo que la oyó. La verdad es que no despegó los párpados y que la boca seguía abierta, pero con la propia fuerza de su sueño levantó la cabeza y la volvió a apoyar en el respaldo. Y ahí ya sí que empezó todo. No de golpe. Primero pareció como si perdiera el aliento. Los ojos todo el rato cerrados, en cambio la boca la abrió todavía más, pero de la boca no salía ni el menor runrún. Nada, éste se ha muerto, pensaría uno. La gente del compartimento empezó a mirarle, a mirarse unos a otros, pero nadie se atrevía a decir nada. Al final hubo uno que se armó de valor, quizá queriendo disipar su propia inquietud, y dijo medio susurrando:

—Vaya, alguien que duerme así debe de tener muchas noches de sueño que recuperar.

Y entonces otro también se armó de valor:

—Estuvo con los partisanos, ya le ha oído. Y ya se sabe que no se dedicaban precisamente a pasar el día durmiendo.

Y un tercero, más lanzado aún, comentó al hilo de eso:

—Una ametralladora le atravesó el sombrero. Debía de ser todo un valiente.

La señora de los pechos sobre los que el otro había querido dormir también habló, para su propia desgracia:

—El mío cuando se emborracha también duerme así.

Alguien que la oyó se indignó:

—Pero este hombre está sobrio, ¿o es que no lo ve? Sólo que tiene mucho, mucho sueño de tantas noches sin dormir como ha pasado, o puede que hasta años sin dormir.

El compartimento se quedó en silencio. Como si todos hubieran enmudecido. Durante un buen rato sólo se escuchó el tren y los ronquidos del otro, cada vez más fuertes. Dejamos atrás una estación, luego otra y entonces alguien dijo, como queriendo borrar la huella de la conversación anterior:

—Quizá esté tan deslomado de currar que no es raro que con sólo apoyar la cabeza se duerma como un tronco.

—¿Y quién no se deja hoy en día los lomos, señor mío, eh? —se le escapó a alguien—. ¡¿Quién no se desloma?! Ninguna vida quiere ser en vano. Mire, esas tres bolsas son mías y ya no tengo las mismas fuerzas que antes.

Y a otro:

—¡No te jode el deslomado!

Y empezaron a discutir quién se dejaba más el lomo.

—Les voy a poner como ejemplo mi propia experiencia… —dijo uno con intención de prepararse el terreno para contar una larga historia, pero justo entonces al otro le salió un gorgoteo de la garganta. Por suerte el tren traqueteó al entrar en un cambio de agujas y le interrumpió. Pero no por mucho tiempo. Cuando el tren recuperó el ritmo de su balanceo, lanzó un suspiro enorme, como si procediera del fondo del alma. Y después, sin despertarse, asentó con más fuerza la cabeza en el respaldo y empezó a emitir un sonido que estaba entre el silbido y el resoplido, pero que ya dejaba oír un lejano rumor que iba aumentando casi con cada respiración y que cada vez era más rápido, más sonoro, cada vez estaba más cerca. Parecía que el propio tren hasta entonces sólo se había arrastrado despacio, con grandes esfuerzos, y que ahora realmente iba cogiendo velocidad con cada respiración suya. Y después de una veintena de respiraciones daba la impresión de que el tren iba ya al galope, a toda máquina, que ya ni repiqueteaba sobre las junturas de los raíles y que los cambios de agujas prácticamente los pasaba saltando por encima, como si nos dirigiéramos directamente a una catarata desde la que íbamos a precipitarnos al vacío.

El miedo se apoderó de mí, hasta sentí dolor en el pecho. Créame si le digo que jamás he oído un ronquido como aquél, ni antes ni después.

La cabeza me iba a estallar por culpa de esa estruendosa catarata a la que nos acercábamos y que me estrujaba el pecho. Las piernas me empezaron a temblar y no me veía capaz de controlarlas. Sentí como si sus ronquidos estuvieran extrayendo también algo situado en lo más profundo de mi ser. Y quizá en el compartimento todos sintieran lo mismo, porque nadie se atrevía ni a moverle un poco ni a decirle al menos, oiga, señor, no ronque.

Me pegué a la ventana a ver si por allí llegaba algo que me socorriera. Y por suerte después de un rato de martirio el tren entró en mi estación. No esperé ni a que se detuviera: empujé la puerta y salté con el tren aún en marcha.

—¡Eh! ¡¿A qué vienen tantas prisas?! —me espetó el jefe de estación, que estaba allí cerca—. ¡Que se va a romper los brazos y las piernas! ¡Y luego a pedirle cuentas a los ferrocarriles! ¡¿A que encima no tiene billete?! ¡Venga aquí, enseñe el billete!

Me acerco a él, aún tembloroso por los ronquidos del otro, me echo mano al bolsillo y que no tengo el billete.

—¿No lo decía yo? —El jefe de estación parecía que había ganado una competición—. Sin billete y saltando antes de llegar a la estación.

Empecé a buscar por los demás bolsillos y él mientras tanto le dio la señal de salida al tren, de manera que cuando por fin encontré el billete ya había cogido velocidad.

—Aquí está —dije—. Tenga.

—Ahora veremos si es válido. —Y se puso a hacerle señas con la mano a alguien que iba en el tren.

Casi instintivamente seguí la dirección de la mano. Desde una ventana del tren alguien también le hacía señas. Y entonces me dio un vuelto al corazón: ¡el sombrero, que se lo llevaba el tren! ¡Dios bendito! Y justo pasaba a nuestro lado el último vagón. Me lancé detrás y corrí tan rápido como me daban las piernas. Ya casi, casi estaba a punto de alcanzar la barra de la última puerta cuando el tren dio un acelerón y me arrancó la barra de la misma mano, como quien dice. Yo seguí corriendo, impulsado no tanto por las piernas como por la desesperación de ver cómo se me escapaba el sombrero. Conseguí otra vez alcanzar el último vagón y volví a intentar agarrar la barra estirando el brazo. Y ya casi pensaba que la tenía, que bastaba con dar un salto y subir al estribo, cuanto otra vez pegó una sacudida fuerte que me lanzó hacia el andén. Aun así seguí corriendo detrás, hasta que el último vagón ya se alejó y cada vez se alejaba más y más.

Me quedé sin aliento, las piernas se me doblaban, pero no importó, me di la vuelta y salí corriendo hacia el jefe de estación. Aún estaba en el andén. Quizá le picó la curiosidad de ver si conseguía o no subirme al tren. Pero probablemente ya se había imaginado que no, porque me recibió amenazante:

—¿Qué? Seguro que ha comprado un billete sólo hasta aquí y quería continuar viaje por la cara, ¿verdad?

—No, mi sombrero va ahí —dije medio asfixiado.

—¿Qué sombrero?

—Uno marrón de fieltro. Pare el tren.

—¿Parar el tren? ¿Es que se ha vuelto loco? —Se giró y fue hacia el edificio de la estación. Me interpuse en su camino.

—¡Deténgalo!

—¡Que se ha ido, hombre! —Se caló bien la gorra y luego intentó apartarme.

Le agarré del uniforme y empecé a tironearle, hasta que la cara se le puso tan colorada como su gorra de ferroviario.

—¡Deténgalo! ¡Deténgalo! —le grité a la cara.

—¡Suélteme! —bramó, intentando librarse de mí. Pero yo me había aferrado a su uniforme como si tuviera garras en lugar de manos y volví a zarandearle, que hasta la gorra se le torció—. ¡Que me deje, coño ya! ¿Qué es esto? ¿Un asalto? ¡Eh, aquí! —le gritó a un empleado que iba golpeando los raíles con un martillo muy largo—. ¡Llama a los otros! ¡Este loco no me suelta!

Pero antes de que a aquél le diera tiempo a auparse al andén, varios ferroviarios salieron del edificio de la estación.

—¡Sujétale! ¡No dejes que escape! —gritaron.

—¡No, si es él quien me agarra! —contestó muy cabreado el jefe de estación—. ¡La madre que le parió! —les dijo a los que venían, como si tuviera herido el orgullo—. ¡La madre que le parió!

Uno de los ferroviarios me agarró de las manos intentando hacer que soltara el uniforme del jefe de estación. En vano, porque seguía aferrado a él con mis garras.

—¡La leche, menuda fuerza tiene! Y no es más que un mierda.

Y el del martillo largo para golpear los raíles soltó:

—Como le dé, verás lo rápido que te suelta. ¿Le doy? —Ya había levantado el martillo.

—Espera —gruñó el jefe de estación, todavía cabreado—. Ya me suelta él solo. En cuanto se calme y vuelva en sí, me suelta. Se ha dejado el sombrero.

—¿Dónde se lo ha dejado? —preguntó uno de los ferroviarios.

—En el tren —dijo el jefe de estación—. Quería que le detuviera el tren.

Todos se troncharon de risa y a mí las manos se me cayeron solas del uniforme.

—Detener el tren es poco menos que detener la Tierra —dijo uno dejando de reírse.

—Qué va, ya no habría podido detenerlo —dijo el del martillo, incluso estiró la cabeza mientras miraba cómo desaparecía el tren—. Ya ha pasado la caseta del guardabarrera.

Y otra vez estallaron de risa. La risa aquélla se extendió por todo el andén, incluso tuve la sensación de que también merodeaba por encima de mí, allá muy arriba.

—¿Dónde tiene la cabeza un tipo así?

—Igual se la ha dejado también en el tren.

Y se reían como si nunca antes hubiera sucedido nada divertido en los ferrocarriles, sólo catástrofes.

Pero parece que a uno de ellos le di lástima y dijo:

—¿Por qué no llamamos? ¿Y que le digan al revisor que se pase por los vagones?

Y el jefe de estación le contestó, mientras se estiraba el uniforme:

—¿Y cómo quieres que se abra paso entre tanta gente? ¡Si ni los billetes revisan!