¿No se lo he contado? Pensé que sí. Pues nada, fui y me lo compré. No, no a la más cercana. Las ciudades más cercanas eran unos villorrios y lo mismo allí no lo habrían tenido. Yo quería uno marrón de fieltro. Me pateé media ciudad hasta que encontré una sombrerería. Habría podido pasar de largo sin darme cuenta, porque el escaparate no era más grande que esa ventana y en él no había más que gorros, boinas y un sombrero pardo oscuro. Pero por suerte, al fondo, detrás de todas esas gorras y boinas, vi también uno marrón de fieltro. Así que entré todo contento. La tienda era oscura, una especie de pasillo largo, sin más luz que la que entraba por el escaparate, y al final del todo, detrás del mostrador, estaba el dependiente. Creo que estaba echando un sueñecito, porque cuando entré levantó la cabeza del mostrador y dijo bostezando:
—¿Qué desea?
—Quería un sombrero —le dije, con un tono como de disculpa por haberle despertado.
—¿De qué tipo?
—Marrón, de fieltro.
—No tengo marrones de fieltro. No tengo ninguno en tonos marrones. Nada más que lo que ve usted aquí, joven. —Y señaló las estanterías que estaban a su espalda. Gorras, boinas y algunos otros gorros, pero sombreros sólo unos cuantos, la mayoría del mismo color que el del escaparate, pardo oscuro, y dos o tres como verdosos, por lo que se podía ver en la penumbra que había en aquel rincón—. Le parece a usted que ha entrado en una tienda, ¿verdad, joven? —Y pegó un salto en la silla y se puso de pie. Era de baja estatura, aunque en ese momento me pareció de pronto mucho más alto—. Pero lo que pasa es que esto no es una tienda, y desde luego no una sombrerería. Antes de la guerra tenía una sombrerería. Ah, si hubiera venido a mi tienda antes de la guerra…
Le interrumpí:
—¿Y el del escaparate?
—Del escaparate no los puedo coger.
—¿Por qué?
—Del escaparate sólo me permiten cogerlos cuando se cambia lo expuesto.
—¿Y cuándo será eso?
—¿Quién puede saberlo? ¿Quién puede saberlo, joven? Tienen que traer género nuevo para que haya con qué cambiarlo. —Y como si no pudiera perdonarme que hubiera interrumpido su siesta, soltó—: Además, el del escaparate es demasiado grande para usted. Usted necesitaría un número menos. O dos, si se cortara el pelo. ¿De dónde ha salido la moda de llevar esos pelos? Está claro que nada va como debiera. Todo atravesado.
Pensé que era evidente que mi mata de pelo le había molestado, porque él era calvo. En aquellos tiempos yo llevaba unas buenas greñas y hasta me sentí incómodo ante aquella calva suya.
—Bueno, para que se convenza… —dijo de improviso y en un tono más amable. Cogió el metro, salió de detrás del mostrador, me pidió que me agachara y me midió la cabeza—. Ya se lo había dicho, demasiado grande. Son tantos años en este oficio que ya no me hace falta ni medir. Miro al cliente y al instante lo sé. Tiene la talla tal o cual. Y también qué modelo le conviene más. Y qué color. Antes de que el cliente se pruebe algo, ya lo sé todo. Para poder aconsejar hay que saberlo todo. A menudo el modelo o el color más adecuados podrían ser otros, pero miro al cliente y sé con cuál se va a gustar más y es el que le aconsejo. Y para saber con cuál se va a gustar alguien a uno mismo, es preciso saber algo más que de tallas, de modelos o de colores, ya lo creo. Mire, por hacerle una comparación: el cliente es una montaña y hay que saber percibir cuál es el sombrero que mejor encaja en la cima de esa montaña. Pero ¿para qué le cuento yo todo esto? Sombreros hay los que hay, ésos, y clientes tampoco hay ya. Somos todos el pueblo trabajador de las ciudades y del campo. Y marrones de fieltro ni me acuerdo cuándo los hubo.
—¿Y cree usted que los traerán?
—¿Acaso es posible saberlo, caballero? ¿Qué podemos saber hoy día con seguridad? Que el sol saldrá mañana sí, eso seguro. Ya realicé el pedido hace un montón de tiempo. Marrones de fieltro también pedí. Son los que más me gustan, como a usted. Aún tengo uno de antes de la guerra, con ése ya me alcanza. Ahora hacer un pedido significa que uno lo manda y luego espera como quien espera un milagro. Y aunque al final terminen trayéndolo, no son ni los modelos, ni los colores, ni las tallas que debían ser. Si la cantidad concuerda, ya puede uno darse con un canto en los dientes. La cantidad todavía cuenta un poco. Digamos que la cantidad es la que hace cuadrar los planes, no los modelos, los colores o las tallas. Tema aparte es que los sombreros hoy día no se vendan bien. Son malos tiempos para los sombreros. Como si la gente tuviera miedo de ser más alta. Porque el sombrero hace más alto. Añade a nuestra altura entre cinco y diez centímetros, depende del modelo. Antes todo el mundo quería ser más alto. Había incluso modelos especiales para clientes bajos. Me he pasado la vida entera trabajando con sombreros y ahora que soy viejo no entiendo nada de todo esto. Y quizá pudiera parecer que alguien como yo, dueño de una tienda antes de la guerra, y menuda tienda, que hasta traía sombreros del extranjero, pues que alguien así debería saber leer en un sombrero como si leyera en un libro de la sabiduría. Pero está claro que ese libro ya no abarca los tiempos actuales. Ay, si hubiera venido a mi tienda de antes de la guerra, habría tenido para usted uno del modelo, el color y la calidad precisa, y de su talla. Pero, perdone, ¿cuál deseaba usted?
—Marrón, de fieltro.
—Habría tenido uno marrón de fieltro, ya lo creo. ¿Le habría gustado más oscuro? ¿Más claro? ¿Con ala más ancha? ¿Más estrecha? Lo que me hubiera pedido. ¿Más alto? ¿Más bajo? Es usted bastante alto, yo le aconsejaría uno algo más bajo. No habría problema. Entonces un cliente era un cliente. ¿Y un sombrero? ¡Qué le voy a contar! Por el sombrero se conocía a la persona. Pero hoy día la industria pesada es lo primero, los sombreros son un producto secundario. A ver, coja usted éste. Es de su talla. —Y sacó de la estantería que había a sus espaldas uno de los sombreros pardo oscuro—. Póngaselo y vaya al espejo a mirar cómo le queda.
—No, gracias —le dije.
—¿Quizá este verdoso? —Y sacó uno de los verdosos—. Es incluso más apropiado para una cara joven. Y también de su talla. No le aconsejo uno marrón. Le hacen a uno más viejo. Y más aún los de fieltro. Y no hay por qué tener prisa en hacerse viejo, ni siquiera en estos tiempos. La vejez llega sola. ¡Ya le digo! Llega volando. Uno la espera y a pesar de ello le coge por sorpresa. El hombre no da su consentimiento a la vejez. Usted es joven, no necesita entender todavía cómo le aprieta a uno la vejez. Aunque a veces también la juventud aprieta. Así es la vida, a uno le aprieta algo a todas las edades. Y uno es quien más se aprieta a sí mismo. Tuve un cliente antes de la guerra, le traía sombreros de la más alta calidad… Ya no volveré a tener clientes como aquél. —Y de pronto, como si hubiera recordado algo—: Espere, tengo aquí algo que ni pintado para usted. Seguro que le queda bien. —Empezó a apartar todos aquellos gorros, boinas y sombreros de la estantería y sacó del mismo fondo, me pareció, un sombrero color crema. Le dio forma y con tono orgulloso dijo—: De mi antigua tienda. Pruébeselo. —Y cuando rechacé el ofrecimiento, que gracias pero que no deseaba uno así, pasó como quien dice a suplicármelo—: Pero si no le cuesta nada hacerlo. Pruébeselo, por favor. Lo mismo le estaba esperando precisamente a usted. Más de una vez ocurre que un sombrero espera a un cliente. Y cuando por fin aparece el cliente, se cumple, por así decirlo, su destino. Y no sólo el del sombrero. Por desgracia, es probable que a aquel cliente ya jamás lo encuentre. ¡Ah, qué cliente! La vida brotaba a borbotones de él. Cambiaba de sombrero tanto como de novia, por así decirlo. Siempre sabía que había cambiado de novia cuando venía a por un sombrero nuevo. Y la última vez precisamente me pidió uno juvenil, color crema. Del color de la arena del desierto a pleno sol, me dijo. Y añadió susurrando: «Habrá guerra. Hay que aprovechar la vida antes de que estalle, incluso en el último momento, porque esa puede ser la última vez». Le pedí que se pasara en un mes, le prometí tenerlo para entonces. Pero ya nunca volvió. Y precisamente éste es el sombrero. Del color de la arena del desierto a pleno sol. Por favor, pruébeselo. Así ya no tendría que seguir… Sobre todo porque lo guardo detrás de otros gorros. La tienda es estatal y yo vendiendo mercancía propia. Y encima de preguerra. Como lo descubran en algún control… Por suerte aquí no tienen gran cosa que controlar. Normalmente sólo me dicen que firme el resguardo de que el control se ha efectuado, mercancías en tal y tal estado, no se han apreciado incorrecciones. A veces van y me reprochan que si mis pedidos son claramente demasiado pequeños y no pido gorros de todas las clases, que los planes son para todos los tipos de gorros y debería tener más mercancía. O les da por preguntarme que qué desearía. ¿Qué demonios puede uno desear en una tienda estatalizada, con un empleo estatalizado y cuando en general hasta los deseos están estatalizados, por así decirlo? Les dije que me vendrían bien más sombreros. Y cómo no, tomaron nota. Que les indicara de qué modelos, colores y tallas quería más, y tomaron nota. Y ahora estoy esperando a que mis deseos se cumplan. O mire, otro deseo, que me arreglaran la luz. Llevo ya un mes que, en cuanto cae la tarde, tengo que encender velas para iluminar esto, porque no voy a cerrar antes la tienda, no puedo. En el letrero pone que está abierta de tal a tal hora y abierta tiene que estar. Entra algún cliente y me tengo que acercar a él con una vela a preguntarle qué desea, porque no sé si me ve aquí, tras el mostrador.
—¿Y qué ha pasado con la luz? —le pregunté cuando ya iba a salir. Sobre todo porque no me quedaban ya esperanzas de que me enseñara el sombrero del escaparate para que al menos me lo probara y viera si de verdad me estaba grande.
—¿Y qué va a haber pasado? Pues que se apagó y ya no se enciende. He comprobado las bombillas y los plomos. Todo bien. A más no llego.
—¿Sólo en su tienda?
—Parece hecho a mala idea, porque en las tiendas de al lado hay luz. En la casa de arriba hay. En los otros pisos también. En todo el edificio. Sólo aquí.
—¿Y tiene usted alguna herramienta? ¿Al menos un destornillador, unos alicates? Si quiere compruebo la instalación. Quizá se pueda hacer algo.
—¿Usted? —se sorprendió.
—Soy electricista.
—¿Electricista? —Y se sorprendió aún más—. ¡Quién lo iba a imaginar! ¡Pero quién lo iba a imaginar! Y yo que me creía capaz de adivinar hasta la profesión de cada cliente. Cada profesión tiene su carácter y el carácter lo llevamos todos escrito en la cara. Y en el modo de movernos, de andar, en nuestro porte, en nuestra forma de ser. Y yo que me creía… ¿Ve usted lo que le pasa a uno cuando trabaja en una tienda estatal? Hoy día cada vez es más difícil reconocer a alguien.
—¿Tiene al menos unos alicates? —dije para recordárselo—. Me conformaría con unas simples tenazas, si no tiene otra cosa.
—No, lo siento. —Abrió los brazos con gesto de impotencia, como si reconociera alguna culpa—. Pero espere, aquí cerca hay una tienda de herramientas de todo tipo.
Salió casi escopetado y antes de que me diera tiempo a echar un vistazo por la tienda, aunque no había mucho que ver, bueno, si acaso el espejo, que llegaba desde más arriba de la mitad de la pared hasta el suelo, pues volvió cargado con diversas herramientas: destornilladores, de estrella, planos, tenazas, más grandes, más pequeñas, alicates, una cizalla, una lima, un martillo, una llave, cinta aislante, hasta unos guantes de goma.
—¿Para qué ha traído tantas cosas? —me reí—. No serán necesarias. Primero tengo que hacer una comprobación.
—Por si acaso —dijo, claramente entusiasmado—. En la tienda me han dicho que con la corriente no se bromea.
—Por suerte, eso lo sé —le dije.
Lo puso todo sobre el mostrador y se llevó los sombreros que me había animado a probarme. Hasta se frotaba las manos.
—Vaya, vaya. ¡Quién lo iba a imaginar! ¿Cómo no creer en una cadena de casualidades? Y el destino es precisamente una cadena de casualidades. Incluso en una tienda estatal. Porque si yo hubiera tenido un sombrero marrón de fieltro de su talla, seguiría sin tener luz.
—Aún es pronto para saberlo —intentaba contener su euforia, pero no me hizo ni caso.
—Se lo habría probado, lo habría comprado y yo habría tenido que seguir alumbrándome con velas.
—Este interruptor está bien —le dije mientras apretaba las patillas que lo sujetaban a la pared—. Pero no estaría de más cambiarlo ya. Es de antes de la guerra. La caja está medio deshecha. Ahora voy a comprobar la lámpara. Aunque habrá que correr el mostrador hacia el centro, porque con la silla no llego.
—Por supuesto, por supuesto. Organícelo como mejor le venga.
Me subí al mostrador, quité el globo, desenrosqué la bombilla. La bombilla no estaba fundida, pero el estado del portalámparas dejaba bastante que desear, por no hablar de que colgaba de un solo hilo, el otro se había partido bien adentro del cable. Puse cinta aislante alrededor del portalámparas para que no acabara de desarmarse y corté un trozo del cable. También tuve que cortar un trozo junto al rosetón del techo, porque con sólo tocarlo el aislante del cable se desprendía. Era un trabajo de chinos y me llevó un buen rato. Él mientras tanto parecía que no sabía dónde meterse. Se sentó en la silla pero apenas un momento, porque enseguida se levantó. Alzó la cabeza, se puso a mirar cómo lo arreglaba. De repente le entraron dudas.
—Quizá me haya alegrado demasiado pronto, ¿no?
—No, hombre, no, tiene arreglo —le dije—, siempre que los cables de la pared sean buenos. Pero todo esto está para cambiarlo. Y no conviene esperar.
Se volvió a sentar, se volvió a levantar, entró en la trastienda, salió. Empezó a recolocar todos los gorros, las boinas y los sombreros de las estanterías.
—Busco un sitio donde guardar este sombrero, ya que a usted no le tienta. Y eso que ya le veía a usted con él puesto, por así decirlo. Por la calle, por el parque, paseando con la dama de su corazón del brazo. Saludaba usted, sonreía. Todos se daban la vuelta a mirarle, de dónde habrá sacado ese sombrero, del color de la arena del desierto a pleno sol. Pues de mi tienda de antes de la guerra. ¿Acaso se puede definir de una manera más honda el color de un sombrero? Del color de la arena del desierto. Y la talla, justo la suya. Como si hubieran tomado las medidas de su cabeza para hacerlo, por decirlo así. Y le garantizo que se ajustará perfectamente a su cabeza. Porque un sombrero debería ajustarse a la cabeza como el alma al cuerpo. No apretar en exceso, porque entonces al quitárselo queda una raya marcada en la frente, pero tampoco tiene que ser muy holgado, que eso es peor, porque el sombrero va por un lado y la cabeza por otro. El sombrero debería estar al servicio de la cabeza, si uno la mueve a la derecha o a la izquierda, que el sombrero vaya con ella a la derecha, a la izquierda. Si uno la levanta hacia el sol, que no se le resbale hacia atrás, y si uno se inclina hacia adelante, que no se caiga. Y en general, uno no debería notar que lleva algo sobre la cabeza. Eso es lo que significa una talla idónea. Los sombreros no tienen secretos para mí, por así decirlo. Me he pasado la vida entre sombreros. Haga usted caso a este viejo sombrerero. A quién si no va usted a creer, si mire, sombreros hay los que hay, éstos, quizá dentro de poco desaparezcan del todo. Y ya nadie podrá decirle qué eran los sombreros en tiempos. Y es toda una ciencia. Con otros tipos de gorro el hombre se empequeñece, se oculta, pierde lo que tiene de irrepetible. Salía a la ciudad, digamos, un domingo y, mirara donde mirara, veía sombreros de mi tienda. Naturalmente, vendía también complementos a juego con los sombreros, bufandas, corbatas, pajaritas, guantes, incluso paraguas. Y el cliente elegía siguiendo mis consejos. Entiéndame, todo de manera delicada, con tacto, para que no tuviera duda de que lo que decidía era su gusto. Ya sabemos que no todo el mundo tiene el mejor gusto. Y el gusto es cosa importante. El gusto es algo más que gusto, por así decirlo. Cada cual piensa, siente, imagina y actúa de acuerdo a su gusto.
Pensé que lo mejor iba a ser tenerlo entretenido con algo, porque las manos empezaban ya a temblarme. Incluso subido al mostrador me costaba llegar hasta el rosetón, el edificio aquel era de antes de la guerra, techos altos, y así con las manos levantadas todo el rato la tarea no me estaba resultando nada sencilla. Y encima el otro no paraba de darle a la sinhueso. Estaba claro que la esperanza de volver a tener luz le había puesto contentísimo y como en agradecimiento hacia mí no paraba de hablar.
—¿Acaso no es la vida una cuestión de gusto, por así decirlo?
Pensé que se dirigía a mí y le dije:
—Páseme ese destornillador plano.
Me lo entregó maquinalmente, no hizo ni siquiera una pausa para tomar aire.
—A unos les gusta y viven tan contentos, pero otros se ven obligados a hacerlo. Nunca habría conocido así a las personas si no hubieran sido mis clientes. A decir verdad, todos tenemos alma de cliente. En cuanto a eso, todas las almas son iguales. Y no tiene importancia que alguien compre o no compre. Si hay algo que desearía comprar o si no lo hay. Tanto el exceso como la escasez, los dos por igual, dejan entrever un cliente en cada hombre. Por desgracia, poco más aparte de eso.
Le pedí que cogiera el globo y lo lavara, que parecía sin lavar desde antes de la guerra y oscurecería la luz. Lo cogió pero no se fue. Se puso a darle vueltas al globo entre las manos, como si fuera un sombrero. Le tuve que advertir que no era un sombrero, que podría romperse. Y ya entonces sí se marchó a la trastienda. Y cuando regresó le adulé un poco:
—¿Lo ve usted? ¿A que no parece el mismo globo de antes? —Y empecé a hablar de los globos, que si hoy en día ya no hay globos como el que él tenía en su tienda, que si vaya globos ponen ahora. Pero tuve que sujetar un tornillo entre los labios para que no se me cayera y aprovechó el momento para seguir con lo suyo:
—De manera general, por así decirlo, el sombrero es un gorro más. Pero no es lo mismo en la cabeza de un cliente concreto. Y si ese cliente se planta delante del espejo con el sombrero puesto, bueno, entonces sí que es ya algo totalmente diferente. Porque, realmente, ¿cuántos se ven en ese momento a sí mismos con el sombrero puesto? Ninguno, se lo digo yo. Ninguno. Entonces ¿a quién ven?, se preguntará usted. Exacto, ¿a quién ven? Quizá ni ellos sepan a quién ven, aunque estén frente a sí mismos. Ése es, por así decirlo, un misterio fascinante, y merece la pena vender sombreros durante toda una vida para tener la suerte de entrar en contacto con él.
—Déme la lima —le dije—. No puedo agacharme, tengo que sujetar esto.
Se puso a buscar por el mostrador, removiendo las herramientas.
—Pero si la tiene usted en la mano —le dije.
Me la dio como abstraído.
—Y ahora deme los alicates. —Decidí emplear la táctica de mantenerlo ocupado dándome esto o lo otro, quizá así dejara de hablar. Tome, coja este destornillador. Ahora démelo. Cójalo. Démelo, cójalo. Cójalo, démelo. Y acabó pareciendo que era él quien me controlaba, porque en lugar de arreglar repetía sin parar: coja, déme, déme, coja.
Al final le pedí que se subiera al mostrador y se pusiera a mi lado para darme las herramientas o coger las que yo le daba, porque me costaba estirarme para alcanzar su mano cuando estaba en el suelo, no siempre podía agacharme. Arrimó la silla, se subió y se puso a mi lado, pero aquello tampoco sirvió para evitar que siguiera hablando.
—Muchas veces ya desde el primer vistazo está claro que el sombrero y el rostro no congenian, pero el cliente afirma que ése es quizá el que mejor le queda. Y claro, a uno le da por pensar que a quién diantre habrá visto para decidirse por ése. Pero no va uno a decirle que no, que todo lo contrario, que ése no encaja con su rostro, porque podría parecer que lo que uno cuestiona es el rostro, en lugar del sombrero. ¡Qué digo el rostro! Como si uno cuestionara la imagen que tiene de sí mismo con ese sombrero. Después de todo cada uno tiene pleno derecho a eso, cada uno lleva su propia imagen dentro…
—¡Vaya! Se me ha caído un tornillo. ¿Puede bajar a buscarlo? —le dije, intentando interrumpirle por enésima vez.
Bajó casi de un salto, era bien ágil a pesar de su edad. Y no me creerá, pero lo encontró al instante. Usted o yo habríamos tenido que buscarlo por todo el suelo. Pero él, se bajó de la silla, se agachó y ya tenía el tornillo entre los dedos. Y con la misma presteza se volvió a subir al mostrador.
—Como si uno pusiera en duda, no sé, que se sintiera satisfecho de sí mismo, que se deseara a sí mismo, que se echara de menos a sí mismo, porque todo el mundo se profesa algo así, eso nos ayuda a vivir. Y uno debe respetar eso en un cliente. Las ganancias no son lo más importante cuando uno se dedica a los sombreros, y más si se lleva tanto tiempo como yo. De todos modos, con los años se va dejando atrás esa ansia por ganar dinero, sobre todo cuando se está más cerca que lejos de esa eternidad en la que ninguna ganancia cuenta ya. Cuando uno empieza a medir su vida con todos esos sombreros que ha vendido. Cuando a uno le entra cada vez con más frecuencia la duda de si todos quedaron satisfechos con esos sombreros. Si estuviera seguro de eso, diría, ¡gloria al sombrero! Pero no lo estoy. A pesar de que antes de la anterior guerra, cuando tenía más o menos su misma edad, ya trabajaba yo como dependiente en una sombrerería. Con los sombreros, por así decirlo, comenzó mi vida y con los sombreros la terminaré. Y entre medias, dos guerras mundiales. Pudiera parecer que lo sé todo acerca de los sombreros. Pues mire por dónde, resulta que no. Y créame, joven, si le digo que esa sabia lección sobre mi ignorancia no empecé a aprenderla hasta que me nacionalizaron la tienda. Aunque hay lo que hay, ya lo ve usted. Ése fue el castigo que recibí por atreverme a pensar que lo sabía todo. Cuando resulta que no sé de la misa la media. Sobre todo, si se acepta esa máxima del saber de que uno sólo sabe que nada sabe.
Esta vez le engañé tirando un tornillo y diciéndole que de nuevo se me había caído. Bueno, pues bajó, lo recogió, subió y me lo dio, ¿qué le parece? Así que ya desistí.
—Déme la bombilla y el globo y ya se puede usted bajar.
Coloqué el globo y enrosqué la bombilla.
—Más no se puede hacer —le dije—. Ahora todo depende de los cables de la pared. Gire el interruptor.
Lo giró y se encendió. No, no estalló de alegría. Sólo dijo:
—¡Anda! ¡Hay luz! —Y apagó. Volvió a encender, apagó, encendió, apagó. Y pareció como si lo dominara la duda—: Y cuando usted se vaya, ¿también habrá luz?
—La habrá, la habrá —le aseguré—. Pero todo esto es provisional. Hay que cambiar toda la instalación, los cables de la pared, todo. Y lo antes posible.
—¿Cuánto le debo? —me preguntó deteniéndome, porque yo ya me disponía a salir.
—Nada.
—Pues yo tengo que agradecérselo de alguna manera. Espere un momento, espere. —Y se quedó pensando. De repente fue hasta el escaparate y sacó el sombrero marrón de fieltro—. Como está expuesto no puedo vendérselo, pero al menos pruébeselo. Así se convencerá usted mismo de que le va demasiado grande. No me gustaría que se marchara sin estar seguro.
Me lo puse, me miré en el espejo y él colocó en el escaparate uno de los de color pardo oscuro.
—¿Y qué? Demasiado grande, ya se lo había dicho. Y encima es marrón y de fieltro y parece aún más grande al lado de su rostro joven.
El sombrero me caía hasta las orejas. Además, viendo mi reflejo en el espejo, empecé a dudar de que ese del sombrero en la cabeza fuera yo. ¿A usted también le entra a veces esa incertidumbre de si usted es usted? A mí me ha pasado durante toda mi vida. Tenía la impresión de que en mi interior estaba dividido en dos: uno que sí sabe que es él y otro que no encuentra nada familiar en sí mismo. Uno que, pongamos, sabe que va a morir algún día y otro que no acepta la idea de que va a ser él, sino que le parece que será algún otro el que morirá en su lugar. Y nunca consigo unirme lo suficiente como para al menos así, unido, compadecerme a mí mismo. Mire, se lo aseguro, el hombre no debería pensar en sí mismo y mucho menos profundizar. Es como es y eso debería bastarle. Y si es él o no es él, eso que se resuelva solo.
Y precisamente entonces, ante aquel espejo, con ese sombrero demasiado grande en la cabeza, cuando vi mi imagen sentí de tal forma esa división interior mía que hasta me dolió.
—¿Y usted ya se afeita? —comentó de improviso. Aquello es que me dejó de una pieza y al otro lado del espejo me puse como un tomate.
—Por supuesto —le dije, pero creo que no sonó muy convincente.
—¿Cuántas veces a la semana? —No se daba por vencido, como si quisiera demostrar algo.
—Depende.
—No se ofenda usted, joven, pero a mí me da que como mucho una vez, los domingos. Se lo pregunto porque, a una cara que se afeita nada más que una vez a la semana, un sombrero marrón de fieltro no es el que mejor le va. Incluso le diré que es el que peor le va. Dejando aparte que éste en concreto sea demasiado grande.
Me desarmó con aquel comentario. Incliné más el sombrero hacia la frente, a ver si así no parecía tan evidente que era demasiado grande.
—Así no. ¿Para qué se tapa usted la cara? —Se acercó y me echó el sombrero para atrás. Mientras el rostro sea joven, hay que dejarlo al descubierto, que deslumbre con su juventud. ¿Cuándo quiere que deslumbre? ¿Cuando esté todo surcado de arrugas? Antes de la guerra, los marrones de fieltro se los llevaban sobre todo los funcionarios. En ese sentido, la cosa no ha cambiado. Cuando vienen a hacer inventario, no hay vez que no haya alguno que me pregunte si tengo sombreros marrones de fieltro. Pues no, no tengo. ¿De dónde voy a sacarlos? Bueno, no importa, y entonces escoge otro, o algún gorro, y normalmente no se acuerda de pagarme. Y en eso sí que ha cambiado la cosa. Porque claro, no voy a reclamárselo. Así que tengo que ponerlo de mi propio bolsillo. Pero ¿con qué dinero, si con lo de un mes de trabajo no da para un mes de vida? Y el muy impresentable no se para a pensar que esto es del Estado. Ahora, que yo cargo de conciencia no tengo. Además, qué puede pesarle a uno en la conciencia en este lugar, si ya lo ve usted. Hay lo que hay. Sólo que, por desgracia, es de ellos de quien depende si uno tiene algún cargo de conciencia. La conciencia también la han estatalizado. Ya no es necesario que Dios nos recuerde nuestra conciencia. Espere, sólo un momento, écheselo más hacia atrás, para que sobresalga un poco el pelo por delante.
Él mismo lo colocó, con el ala hacia arriba. Y aunque a mí no me parecía que pudiera llevarlo así, me dijo:
—Así está mejor, ya lo creo que sí. Mucho mejor. Acérquese más al espejo. —Volvió a echarlo un poquito hacia adelante—. Pero aun así es demasiado grande. Demasiado grande. No hay modo de ponerlo de manera que no sea tan evidente. —Se apartó de mí, como desilusionado, y comentó—: De todas formas, ¿a qué tanta prisa por hacerse con un sombrero? Ya tendrá tiempo para hartarse de llevar sombrero. Es usted joven, aguante, que algún día los habrá de muchas tallas, modelos y colores. Para que alguien pueda aguantar, alguien ha de tener esperanzas. ¿Y quién va a tenerlas sino vosotros, los jóvenes? Yo ya soy demasiado viejo para la esperanza, demasiado viejo para este nuevo mundo. Eso fue lo que me dijeron en la administración, que éste es un nuevo mundo y que yo no comprendo nada porque soy demasiado viejo. Fui a enterarme de por qué querían estatalizar mi tienda. Que me la compraran si acaso. No la vendería de buena gana, pero la vendería. Y entonces va uno de ellos y me dice que no comprendo nada. Es la revolución, ciudadano. Le pregunté, ¿y eso qué es? La revolución es la revolución, consiste en que hay que tener confianza en ella. Y no pregunte nada más, ciudadano. Firme aquí, ciudadano. No hace falta que lo lea, ciudadano. Y claro, firmé. Y hasta le di las gracias por tener la bondad de explicarme que no comprendía nada. ¿Y no querría comprarse usted una gorra? —Pasó al otro lado del mostrador y empezó a sacar de las estanterías gorras, una, dos, tres—. Mire, esta quizá. Hasta es de su talla. O ésta. O esta otra. Esta incluso va mejor con su cara. De todos los tipos de tocados, la gorra es la que más realza la juventud. ¿O es que usted no quiere ser joven? Porque en tal caso, ¿cuándo lo va a ser? La edad que usted tiene es la única oportunidad de ser joven. Y tampoco es que la juventud ocupe tanto tiempo para lo que es una vida humana. Sobre todo si esa vida se alarga y se alarga. Dejarlo para más adelante tampoco se puede. Tema aparte es que los tiempos que corren no son demasiado buenos para la juventud. Hoy día ni siquiera los jóvenes saben que son jóvenes.
—Bueno, bueno, que las cosas tampoco van tan mal —me atreví a contradecirle, porque allí de pie frente al espejo no me cabía duda de que, al menos por fuera, yo era joven.
—Apariencias, todo apariencias, joven. No debería fiarse de usted mismo con tanta facilidad, sobre todo cuando sólo se está viendo en un espejo. Ese sombrero marrón de fieltro debería hacerle reflexionar, y más quedándole demasiado grande. En cuanto ha entrado usted, al momento me ha inquietado algo que he visto en su rostro. De rostros entiendo. Me he pasado la vida entera eligiendo sombreros para esos rostros. Y es algo que exige tanta experiencia como desconfianza. Cada rostro requiere ser descubierto primero por partes, sin prestar atención a su indefensión, descubrir sus ojos, su frente, sus cejas, su nariz, su boca, sus mejillas, en fin, todo, hasta el más pequeño detalle, por así decirlo. Y después volver a conjuntarlo en toda su indefinición o su exageración, incluso reducirlo a algo indeterminado, para que nada impida percibir ese rasgo oculto, primordial, el más característico y a la vez el más profundamente oculto, puesto que en cada rostro existe un rasgo así. Claro que sí, el rostro penetra en el interior de las personas, llega muy adentro. Pero cada uno se adapta a un sombrero diferente. Y entonces resulta mucho más fácil escoger el sombrero. Aunque al mismo tiempo es preciso recordar que en esta selección también entra en juego la otra parte, pues igualmente los sombreros son en ocasiones caprichosos, algunos se diría que indomables. Con frecuencia son capaces de confundirnos de tal manera que la noción de qué se adapta a qué, si el sombrero al rostro o el rostro al sombrero, pierde nitidez. Le aseguro que sufría cuando un sombrero rechazaba algún rostro pero justo con ese sombrero el cliente se sentía a gusto. Cada rostro rechazado me daba lástima, aunque en teoría debería tomar partido por el sombrero. Y no sólo porque toda mi vida la haya pasado entre sombreros y que todo haya girado en torno a ellos. Cada día de mi vida amanecía tras los sombreros y se ponía tras los sombreros, por así decirlo. Los sombreros se arremolinaban entre mis pensamientos, entre mis deseos, entre mis anhelos, entre mis ideas. De modo que cuando trataba de imaginarme la humanidad, veía una infinidad de sombreros. A veces ni yo mismo estaba seguro de no ser un sombrero. Pero ¿sobre la cabeza de quién? Por eso, joven, le confieso que cuando me estatalizaron la tienda me sentí aliviado. Como si alguien me eximiera de una obligación. ¡Qué digo! Como si me liberara. No le niego que sintiera también pena, quizá incluso desesperación, pero ante todo alivio. Quítese un momento el sombrero.
Me lo quité, lo cogió de mis manos y se fue con él al otro lado del mostrador. Se agachó, desapareció, como si buscara algo por allí dentro. Lo que sí oía era su voz, que me llegaba desde detrás del mostrador.
—Aquí en alguna parte había un periódico. Se lo dejó un cliente una vez. Yo no leo periódicos. Ajá, aquí está. —Y volvió a aparecer—. Acérquese. Observe con atención. Doblamos una hoja de periódico, que quede más o menos como la badana de ancha. No demasiado gruesa, porque entonces le estaría demasiado pequeño.
—Colocó la hoja doblada detrás de la badana y la aplastó bien todo alrededor. —Tenga, póngaselo ahora. Al menos no le bailará. Bueno, y no se le caerá hasta las orejas. Pero cuando se lo quite, recuerde que no debe dejarlo nunca boca arriba. Y cuando lo cuelgue igual, cuélguelo siempre de modo que no se vea el interior del sombrero. Pero lo más importante viene al saludar. No debe saludar desde demasiado lejos. El periódico se le podría caer antes de que la otra persona pasara de largo. Y por supuesto ni se le ocurra levantar demasiado el sombrero. Basta con alzarlo solo un poquito o inclinarlo ligeramente. Puede realizar un gesto amplio, pero no incline el sombrero más que lo justito. Vamos a probar. Le daré otro sombrero y yo llevaré éste, y así se lo demuestro.
Me dio uno de los de color pardo oscuro y me dijo que fuera hasta el escaparate. Él se puso el marrón de fieltro y fue hasta el mostrador.
—Y podemos encender la luz, claro, que para eso ya la tenemos. Se verá mejor. Bueno, y ahora vamos a caminar el uno hacia el otro. Despacio, como a cámara lenta. No hace falta correr. Yo hacia usted y usted hacia mí. Usted hará de la persona a la que yo saludo y que después me devuelve el saludo. O sea, que usted no será usted, yo seré usted, porque yo llevo este sombrero con la hoja de periódico metida dentro. Por eso le ruego que me observe atentamente. Avancemos. Todavía no le saludo, aún estamos demasiado lejos. Sino que lo hago, atento, ahora, cuando casi estamos ya a la misma altura. Y no usted a mí, yo a usted. Usted tiene que devolverme el saludo. No tire del sombrero tan bruscamente, que se puede caer el periódico. Ahora no importa que sea yo quien lo tenga dentro de este marrón de fieltro, el que está aprendiendo es usted. Mire, alce la mano por encima del sombrero así. Con calma. O así, con gesto resuelto, amplio, eso depende de a quién esté saludando. Como si se dispusiera a levantarlo casi hasta la altura de la mano estirada, pero para entonces ustedes ya se han cruzado y no necesita levantar para nada el sombrero o si acaso lo inclina levemente. Hay ocasiones en que ya el propio gesto sirve como saludo. Aunque por si acaso no debe olvidar mirar atrás cuando ya se hayan cruzado. Porque si resultara que también la otra persona mirara atrás, aún puede hacer usted un gesto con la mano como si precisamente acabara de colocarse el sombrero al finalizar el saludo. Intentémoslo otra vez. Ahora tome usted éste con el periódico y yo el que tiene usted. Y vamos a intercambiar los papeles. Veamos qué tal se las apaña en el papel de usted. Pase aquí donde estoy yo y yo me iré hasta el escaparate.
Lo repetimos unas cuantas veces y todo el tiempo corregía alguna cosa en mi saludo. Hasta que una de las veces, antes de saludarnos, pareció despertarse de repente, se detuvo a medio camino, me miró se diría que como avergonzado y me dijo:
—Déme ese sombrero. —Sacó el periódico de dentro—. ¡Dios mío! ¡¿Pero qué es lo que le estoy enseñando?! —Y lo volvió a dejar en el escaparate, quitando primero el pardo oscuro que había puesto en su lugar—. ¡Qué bajo he caído! No me reconozco a mí mismo. Hasta vergüenza me da decir lo que le estoy enseñando. ¡Un sombrero con un periódico dentro! Eso habría sido impensable antes. Un saludo era un saludo, un ceremonial, por así decirlo. Como si quisiera privarle a usted del inmenso placer que supone llevar un sombrero. Me cuesta incluso imaginarme que pudiera usted saludar a una dama con un sombrero que lleva dentro un periódico. Cuestión aparte es que ya ni damas quedan. O han emigrado todas o han ido desapareciendo. No son buenos tiempos ni para las damas, por así decirlo. Uno va por la calle y ve lo que ha ocurrido incluso con la calle. Le dan a uno golpes en los costados, casi hasta le pisotean, pero nadie pide siquiera perdón. Yo ya apenas salgo. De casa a la tienda y de la tienda a casa. Por no hablar de lo que se ponen en la cabeza. Procuro ni mirar. ¿Se ha fijado usted en lo feo que se ha vuelto el mundo? ¿Y qué que exista? Lo que siempre me ha atraído del mundo es su belleza, no el hecho de que exista. Demasiado grande para usted, demasiado grande. Por no hablar de que rechaza su cara.
Abrió un cajón que había en el mostrador, sacó un cuaderno bastante grueso y lo soltó sobre el mostrador, casi que me lo arrojó.
—Tome, puede usted escribir que desea un sombrero marrón, de fieltro y de su talla.
—¿Qué es esto?
—El libro de peticiones y reclamaciones. Aunque le aconsejo que no firme con su nombre. Ponga solo: un cliente. A todos se lo aconsejo. —Cogió otra vez el cuaderno y empezó a pasar páginas todo nervioso—. Está ya casi completo. ¡Qué no habrán escrito aquí! Mire, un poema. Y un dibujo, pero muy feo, muy feo, no mire esta página. Tenga, aquí hay una libre. Tome. ¡Tómelo! Diría incluso que es imprescindible.
—¿Y qué escribo?
—Lo que desee. Si no desea un sombrero, pues lo que sea que desee. Los clientes escriben en él sobre cualquier cosa. No sólo de sombreros. Yo no le digo a nadie lo que tiene que escribir. De todas formas, no se lo muestro a los inspectores. Para los inspectores tengo otro. Vea, es éste. —Y sacó otro cuaderno de otro cajón. Pasó las páginas rápidamente con el dedo y me lo puso delante de los ojos—. Está en blanco, puede comprobarlo. Sólo contiene los sellos y las firmas de haber pasado el control. En cambio, en este otro todos pueden escribir lo que se les antoje. Porque ¿a quién si no van a escribir los clientes? ¿A Dios? ¿Y si Dios no conoce nuestro idioma? Porque si lo conociera… Si Él lo conociera… —Sacó un pañuelo del bolsillo, se secó los ojos, la nariz, la frente—. Le ruego que me perdone. Con todo esto había olvidado que a usted le debo que vuelva a tener luz. —Metió un cuaderno en un cajón y el otro en el otro—. Pienso si… Pero no, no. Demasiado grande. Sin duda es demasiado grande. En cuanto entró, supe enseguida que no era de su talla. Incluso me preocupé, porque al instante supe no sólo que desearía uno del escaparate, sino que precisamente iba a ser el marrón de fieltro. Al primer vistazo, por así decirlo. Normalmente al primer vistazo es cuando más cosas averiguamos de una persona. Cuando el rostro de esa persona, golpeado súbitamente por nuestra primera mirada, queda como deslumbrado durante un brevísimo instante, abierto de par en par, por así decirlo. Así que, cuando ha entrado, esa primera mirada mía me lo ha dicho todo acerca de usted. ¿Y que es lo que me habrá dicho?, se preguntará. Pues me ha dicho que su llegada ha sido una casualidad que algún día se volverá maligna, transformándose en destino. Sí, sí, joven, el destino no es otra cosa sino una casualidad extraordinariamente maligna a partir de la cual ya no hay marcha atrás. Usted ha venido a pesar de que yo no tengo ningún sombrero marrón de fieltro de su talla. Cierto es que usted no podía saber que yo no lo tenía. Sólo que usted no se da cuenta de por qué desea forzosamente uno marrón de fieltro. Y no se trata de que usted quiera algo que no hay. La juventud tiene derecho a querer lo que no hay, incluso lo que es imposible. Y tampoco importa que uno marrón de fieltro no sea el adecuado para su rostro joven. Ése no es el asunto. El asunto es que se cruza con usted mismo y pasa de largo, por así decirlo. Pasa al lado de usted mismo y no se reconoce, no ve que es usted. Tenía la esperanza de que quizá al menos el de color crema… Pero lo ha despreciado. En contra de usted mismo. En desacuerdo con usted mismo. Entonces, ¿quién es usted? Dice que un electricista. Que trabaja en la construcción. Además me ha arreglado la luz, lo cual lo corroboraría. Sea. Veo que tiene usted un rostro joven, aún no del todo cincelado, por así decirlo. Sea. La verdad es que con los rostros jóvenes suele ser más complicado. Se debe a que un rostro joven, un poco por su propia naturaleza, está aún en permanente actividad. Constantemente hay algo que viene a posarse sobre él, que parte flotando de él, que resplandece, que palidece. Cuando uno cree haber atrapado ya algo fijo en esa cara, de repente se esfuma, desaparece, se oculta, de continuo ve uno ante sí un rostro diferente. Y sin embargo, estoy absolutamente convencido de que yo he conseguido atrapar algo así en su rostro. En concreto, que en usted nada está a su medida, por así decirlo. Que no está a la medida de usted mismo, más aún, que en su interior no está usted a su medida. Y no está usted a la medida del único sombrero marrón de fieltro que hay en la tienda, no al revés. Lo no-a-medida constituye su punto de partida, por así decirlo, su rasgo primordial, como ha quedado de manifiesto en esta casualidad ciertamente maligna de que haya sólo un sombrero marrón de fieltro y esté en el escaparate, pero que del escaparate yo no pueda retirarlo. Y que encima sea demasiado grande para usted. Todo lo que en una persona puede no estar hecho a medida, todo, en usted no está a medida. O sea, es demasiado grande. Sencillamente, se siente un extraño dentro de usted mismo, se tropieza con usted mismo dentro de usted mismo, no encaja con usted mismo, por así decirlo. Sólo que no se puede poner un periódico doblado en el interior de uno. Aunque quién sabe, quién sabe, hoy día lo imposible se convierte en posible. Para decirlo con brevedad, se siente dentro de usted mismo de manera similar a como se siente ese sombrero sobre su cabeza, sólo que al revés. Como si algo le llevara de aquí para allá y le hiciera cambiar de forma constantemente, y a veces hasta le disipara por completo. No sé por qué le digo todo esto. Siempre me han enternecido los clientes jóvenes. Y sobre todo desde que me estatalizaron la tienda y tengo mucho más tiempo para pensar. Créame, soy capaz de quedarme contemplando un rostro joven como si estuviera ante un cuadro. Incluso si pasan semanas sin que entre aquí ningún joven, porque para qué, soy capaz de imaginarme ese rostro. Esas facciones apenas marcadas que no quieren fijarse ni tan siquiera para que sea posible captar en ellas la sombra de la muerte, tan, tan lejana todavía. Porque justamente la muerte es lo que mide con mayor precisión la juventud: la vejez ya no necesita ser medida. La juventud es, por así decirlo, un estado de ingravidez, el único en toda la vida. ¿Con qué si no se iba a poder medir entonces, más que con la muerte? No existe ningún otro patrón, ya que el hombre ni siquiera necesita ser consciente de que es joven. La verdad es que siempre nos hacemos conscientes demasiado tarde, independientemente de la edad. En eso consiste el destino humano, en que siempre es demasiado tarde. Siempre cuando ya ha pasado todo. Porque nuestro destino es tener consciencia de eso, no vivir. Nuestra vida ¿ha valido la pena ser vivida o no necesariamente? Es el destino el que resuelve esta duda. La vida es algo que se desarrolla sin coherencia, sin un objetivo, día tras día, a voluntad del azar, ya que, como existimos, tenemos que seguir existiendo. El destino, en cambio, lo ve el hombre como una manera de dar justificación a la vida. Y únicamente ese breve espacio de tiempo que constituye la juventud nos ofrece una visión de cómo podría ser una eternidad feliz. Tantos años con estos sombreros, tantos años, y todavía me acobarda la juventud, a mí, a un viejo sombrerero. Sobre todo cuando un joven compra el primer sombrero de su vida. Para usted también es el primero, ¿verdad? Eso pensaba. Fue lo primero que pensé en cuanto entró. Perdone la pregunta, pero ¿lleva mucho tiempo de electricista?
—Desde que terminé la escuela. Primero trabajé en la electrificación del campo. —Ya me disponía a salir, incluso tenía puesta la mano en el picaporte, pero su pregunta me había retenido.
—Claro, lo comprendo.
No me atreví a preguntarle qué era lo que comprendía, porque en mi opinión no había nada que comprender.
—¿Y por qué lo dejó usted? —preguntó de nuevo.
—Pagaban poco —le dije. Pero algo se ocultaba detrás de esa pregunta. Como si supiera que lo había dejado por lo del saxofón. Así que, para despistarle, seguí diciendo—: Había que subirse a los postes lloviera o no lloviera, hiciera el frío que hiciera…
Pero no me dejó terminar.
—¿Y lleva usted mucho tiempo en esta otra obra?
—Acabo de recibir mi primera paga.
—Sí, ahora lo entiendo todo. —En su voz se notó claramente el desaliento—. A su edad, tan joven, uno marrón de fieltro… —Fue hasta el escaparate, cogió el sombrero y me dijo al dármelo—: Pruébeselo otra vez. —Después se fue detrás del mostrador, se sentó, apoyó la cabeza en las manos y ya no dijo una palabra.
El sombrero sin duda me quedaba demasiado grande. Incluso parecía que ahora se me caía sobre las orejas más que antes, cuando me lo probé la primera vez. Moví la cabeza y el sombrero se balanceó. Me acerqué al espejo pero nada, demasiado grande. Me alejé y lo mismo, demasiado grande. Aun así seguí parado frente al espejo, esperando a que él lo confirmara, que me dijera: «¿Lo ve? Demasiado grande. Demasiado grande. ¿Se convence por fin?».
Pero como veía que no iba a abrir la boca para decir nada, me quité el sombrero y lo puse a su lado, sobre el mostrador. Y entonces, inesperadamente, me preguntó:
—¿Se lo lleva puesto o se lo envuelvo?
No, no me alegré, como pudiera usted pensar. Comprendí que no tenía otra opción. Y le dije:
—Envuélvamelo, por favor.