DOCE

Pues, ¿sabe?, me pregunto si no me lo diría él, si no le diría su padre lo de que la cerda estaba ya junto a la trampilla cuando corrió hasta allí. Se había escapado de la porqueriza en cuanto las porquerizas empezaron a arder. Las porquerizas quedaban un poco apartadas, pero podía verlas en parte a través de la rendija. Andaba muy despacio, era ya vieja. Normalmente no se tienen cerdos tan viejos, pero es que ésta no era una cerda corriente. Muy gorda, apenas si la sostenían sus patitas. Las patas casi ni se veían por debajo de sus costados flácidos. Daba la impresión de que se arrastraba por el suelo sobre el vientre. Se dirigió directamente hacia la bodega donde yo estaba. Empezó a gruñir, a restregar el hocico por la trampilla. Seguro que me había olido. A mí era a quien más cariño le había cogido. Estuvo resoplando y gruñendo, y después se dejó caer junto a la trampilla. Le dio una patada a la cerda, a duras penas se puso en pie. Y cuando cerró de un golpe la trampilla y gritó que allí no había nadie, de la rabia que tenía le metió una ráfaga entera en el cuerpo. Siguió disparando a pesar de que ya estaba muerta. Hasta la última bala, saltaban trozos de carne y todo. ¿Por qué sé que hasta la última bala? Porque cambió el cargador.

No se imagina usted cómo era aquella cerda. Desde pequeñita empezamos a llamarla Zuzia. Y desde pequeñita era como una cerda no-cerda. No sé si sabe que los cerdos son los animales más inteligentes. Aún mamaba y ya se diferenciaba del resto de cochinillos. Iba uno a la porqueriza y enseguida se ponía en pie con el hocico levantado para que se la cogiera en brazos. Entre la gente era donde mejor se sentía. A veces la llevábamos a la casa para que estuviera un rato con nosotros. Sabía diferenciar quién era mi padre, quién mi madre, el abuelo, la abuela, el tío Jan, que aún vivía cuando ella era una cochinilla, Jagoda, Leonka y yo. A mí siempre me empujaba con el hocico. Nunca me confundía con nadie. No era difícil darse cuenta de que yo era al que más quería. Me seguía a todas partes. A menudo ya no sabía cómo quitármela de encima. Arreaba las vacas a los pastos y ella, detrás. Iba al colegio, me daba la vuelta y allí estaba. Tenía que volver y encerrarla en la porqueriza. Más de una vez llegué tarde a la primera clase por su culpa. El maestro me preguntaba, ¿por qué llegas tarde?, pero no le iba a decir que por culpa de la cerda. Y me ponía un insuficiente en comportamiento. Por ella me llevé tantos insuficientes que al final del curso siempre era el que tenía peor nota en comportamiento de toda la clase.

Por ejemplo, me mandaba mi madre a la tienda a por algo. Entro, intento cerrar la puerta y Zuzia en medio. Y la tendera gritándome que qué hago metiendo un cerdo en su tienda. ¡Largo! ¡Pero ¿le habéis visto?! ¡Qué niño! La gente se partía y yo, como un tomate. Muchas veces ya no compraba nada. Ni los ruegos ni las amenazas valían con ella. Vuelve, Zuzia, vamos, vuelve, ahora. Vuelve que si no… Y ella ahí, levantando el hocico y mirándome como con reproche. O si iba a buscar setas, ¿de qué manera le iba a explicar que ella no podía recogerlas? No entendía de setas, y déjese, que lo mismo iba y se perdía en el bosque, ¿y entonces qué? Había que cogerla en brazos y llevarla de vuelta a la porqueriza.

Pero claro, eso fue posible mientras no se hizo demasiado pesada. Cuando creció ya no hubo manera de cogerla en brazos. No va uno a cargar con una cerda, pongamos, de cincuenta kilos, y cada semana que pasaba se hacía más pesada. Si la encerrábamos en la porqueriza, se las ingeniaba para escaparse. Íbamos a echarla de comer, se pegaba a las piernas de uno y ya estaba fuera. Y de todas formas, de la primavera al otoño las porquerizas se dejaban abiertas, para que también los animales tuvieran aire fresco, sobre todo cuando el calor se hacía más sofocante. Se pasaba el día retozando por ahí fuera.

Cerraba uno el portillo al salir, daba igual, enseguida aparecía ella detrás. No le hacía falta pasar por el portillo, siempre había algún agujero en la valla. Ella misma los hacía. Si mi padre tapaba uno, poco tardaba ella en hacer otro. Y además, ¿es que ha visto usted alguna vez una valla sin agujeros? Pues ya está, es el sino de las vallas.

Una vez a mi madre le pareció que mi padre había logrado tapar todos los agujeros. Era en mayo, iba a la novena a la Virgen, y trancó el portillo con el cerrojo. Las novenas a la Virgen se solían celebrar junto a una capilla que estaba dentro de un roble hueco, y el roble se encontraba ya casi en el bosque. Decían que era el roble más antiguo, que recordaba a todas las personas que habían vivido alguna vez en el pueblo. No moría porque tenía dentro la capilla, cualquier otro roble con esa edad ya se habría desplomado. Una multitud junto al roble, sobre todo eran mujeres las que iban aquí a las novenas de la Virgen. Cantan y cantan. Entonces mi madre nota que algo se menea junto a su falda, mira Zuzia. La tuvo que coger en brazos y se pasó toda la novena con ella en brazos. Todavía era pequeña.

Había uno de la ciudad que cortejaba a la hija de los vecinos. Precisamente hace poco repinté la tablilla de la chica. Él venía de la ciudad los domingos y por las tardes salían a pasear. Tenía una cámara fotográfica y cuando paseaban siempre llevaba la cámara colgada al cuello sobre el pecho. En esa época, una cámara fotográfica no era algo tan habitual como ahora. A un soltero con cámara fotográfica no le hacía sombra ningún soltero con grandes tierras.

Un domingo iba yo con Zuzia en brazos, porque me había seguido y volvía para meterla en la porqueriza, y justo me crucé con ellos. A la hija de los vecinos le dio un ataque de risa y él me dijo que esperara un momento. Salió toda mi familia, porque la hija de los vecinos parecía que se iba a descoyuntar de la risa, así que nos colocó a todos delante de la casa, le dijo a mi madre que cogiera a Zuzia en brazos y nos sacó una foto. Otro domingo nos trajo la fotografía. En ella estamos mi padre, mi abuelo, mi abuela, Jagoda, Leonka, yo, mi tío Jan, que aún vivía, y delante de todos mi madre con Zuzia en brazos, como si fuera un bebé.

Es posible que quisiera hacer una foto graciosa. Pero es la única foto en la que estamos todos juntos. No, no la tengo, pero la recuerdo bien. Aunque le aseguro que cuando la recuerdo nunca me ha parecido una foto graciosa porque salga la cerda. Incluso siento cierta gratitud hacia Zuzia. Porque gracias a ella tenemos esa única foto familiar. ¿Y qué importa que sólo en mi memoria? A todos les parece que un cerdo no vale más que para la matanza. ¿Y acaso somos nosotros tan diferentes de él? ¿Somos más sabios? ¿Mejores? Por no hablar de que los animales tienen el mismo derecho que nosotros al mundo, ya que están sobre él. El mundo también les pertenece a ellos. Noé no acogió en su arca sólo a personas. O por ejemplo, ¿no se ha fijado usted que los animales, al hacerse viejos, se vuelven parecidos a los ancianos? Mientras son jóvenes y las personas también, quizá no se aprecie mucho el parecido. Pero de viejos están tan desvalidos como los ancianos. Enferman igual, sufren las mismas enfermedades. Y si no hablan, no se quejan, será porque de todas formas las palabras no les proporcionarían ningún alivio, igual que tampoco pueden hacerlo en el caso de las personas, a pesar de hablar, de quejarse. Y en mi opinión, temen la muerte igual que las personas. ¿Que cómo lo sé?

Perdone que le pregunte, pero ¿cuántos años tiene usted? ¿Cuántos le echo? No es fácil sólo por el físico. No lo sé, la verdad es que no lo sé. Cuando ha entrado usted me ha parecido que tenía más o menos mi edad. A lo mejor por el abrigo y el sombrero. Pero ahora le veo como mucho más joven. O quizá mucho mayor. No estoy seguro. A veces algunas personas parecen no tener edad. Puede que también a usted el tiempo le haya dejado en paz. ¿Tengo razón? O sea, que no me he equivocado. Qué se le va a hacer, a todos nos espera lo mismo. Aunque podía habérmelo imaginado. En cuanto ha dicho usted que venía a comprar alubias, podía haberlo imaginado.

Aunque le aseguro que los años tampoco es que signifiquen gran cosa. ¿Sabe usted cuánto puede vivir un cerdo? Ocho, diez años máximo, siempre que el hombre le deje vivir, claro. Que no lo hace. Así que debió de costarle un gran esfuerzo llegar desde la porqueriza hasta la bodega. No estaba lejos, pero a esa edad… Ya casi no se levantaba, comía poco. Yo le llevaba leche hervida con cereales, porque conmigo mal que bien aún comía algo. Aunque también tenía que insistiría y acariciarla hasta que hacía caso. Venga, come, Zuzia, come, que si no comes te vas a morir. Y al final se dignaba meter el hocico en la gamella y daba unos cuantos lengüetazos.

No era agradable verla tan viejita. Costaba creer que unos años antes la lleváramos en brazos y la dejáramos entrar en casa. Y todos Zuzia, Zuzia, Zuzunia. Era como si el día comenzara con Zuzia. Cómo está Zuzia, Zuzia esto, Zuzia lo otro. Y Zuzia se arrimaba a todos, por no hablar de que seguía a todo el mundo. A veces era muy pesada, teníamos la esperanza de que cambiara cuando creciera. Pero creció y no cambió. Y sus agujeros en la valla eran cada vez más grandes. Y siempre lo mismo, cuando uno de nosotros iba a algún sitio, allá le seguía ella. No sólo detrás de nosotros, había cogido tanta confianza con la gente que en cuanto alguien pasaba junto a nuestra casa, salía al camino y le seguía. Igual venía alguien todo alterado, ¡llevaos a la Zuzucha ésa!, así la llamaban cuando se enfurecían, que iba a no sé dónde y ella detrás. ¡Abrase visto, tener a un cerdo así, suelto! ¡Matadlo, ya va siendo hora! ¡Eso si no tiene ya el tocino pasado!

Pero en casa nunca habló nadie de matar a Zuzia. Aunque era imposible no ver que había crecido lo suficiente para que se cumpliera su destino. Después siguió creciendo y dejó atrás su destino. Y ya se sabe cuál es el destino de un cerdo. Una vez, se acercaba Navidad, algo se le escapó a mi padre de que a lo mejor podríamos matarla. Todos reaccionamos bajando la cabeza, mi padre se sintió un poco turbado y dijo:

—Era sólo un comentario.

Y mi abuelo:

—Puede que haya guerra, mejor dejarla.

Y Zuzia siguió creciendo, engordando y yendo detrás de todo el mundo. Y cada vez más pesada. En casa ya no la dejábamos entrar, así que se tumbaba junto a la puerta y ahí se quedaba. Si salía alguien para echarla, se ponía en pie haciendo un gran esfuerzo. Hasta que un día mi padre se enfureció y dijo:

—Si no la vamos a matar, la vendemos.

Se marchó a la ciudad y volvió con el factor. Eran sobre todo los judíos los que se encargaban de eso. Si tenías una vaca, un cerdo, un ternero, unas ocas o plumas de oca, bastaba llamar al factor y él encontraba comprador. No hizo más que entrar en la finca y Zuzia, que estaba tumbada junto a la casa, se levantó como pudo, se acercó a él, levantó el hocico y así estuvieron los dos un rato, mirándose. Y después se tumbó a sus pies. Y ya ve usted, de un cerdo qué podía importarle a un factor aparte de la carne y el tocino, pero éste se rascó la cabeza y dijo:

—Me habéis traído para ver un cerdo, pero yo no sé si esto es un cerdo. Lo que es tampoco sé. Por aspecto quizá parece un cerdo, pero no sé, ¿eh? No sé, no sé[4].

Y ni siquiera quiso palpar a ver qué tal tocino tenía, qué jamones. Y sepa usted que eso era lo primero que hacía cualquier factor. Antes de dar un precio, palpaba y palpaba, y siempre se quejaba:

—Mira, tocino tendrá, pues como mucho, hasta este dedo mío. Y jamón, pues ya lo veis, este dedo mío entra como, bueno, no digo cómo. Una miseria. ¿Con qué le alimentáis? Le matáis de hambre en vez de alimentar. ¿Y qué me va a dar el chacinero por un cerdo muerto de hambre? Ni un céntimo más va a dar. Y si él no da, yo no gano. Y no es que quiera ganar mucho, yo sólo quiero mi parte.

Pero éste no quiso ni palparla.

—Ella no vale para tocino, ella no vale para jamón. Ella se me tira a los pies, ¿y qué? Y si ella piensa mal de mí, ¿qué?

Parecía que ésa era la forma que tenía de empezar a regatear desde el precio más bajo. Mi padre se cansó de rogarle, de maldecir, que si es un cerdo como cualquier otro, que si come lo que cualquier otro, que cómo iba a seguir yéndose detrás de todo el mundo, que ya es muy grande para eso. Al final se puso a palparla, aunque de mala gana. El secreto está en palpar bien el grosor del tocino. Vea, se lo voy a mostrar, mire mi muslo. Hay que abrir bien la mano y apretar con cada uno de los dedos por separado, y luego para más seguridad también con el pulgar. Un buen factor le dirá exactamente si el cerdo tiene un tocino de dos dedos, de dos y medio, de tres. Y también si tiene un buen jamón magro.

—Ella tiene tocino, ella tiene jamón. Está así todo en orden —dijo—. Pero ella quiere vivir. E vosotros rezad para que ella quiera el mayor tiempo posible. Quizá es una señal, pero tendría que verla un rabino. Yo, un factor…

Le aseguro que hoy en día sigo sin comprenderlo. ¿Qué le había hecho Zuzia? Le metió en el cuerpo un cargador entero. ¿Cree usted que su padre no se lo dijo? ¿Y por qué? Yo tampoco lo sé, lo más que puedo hacer es especular. Pero no tenía intención de preguntarle en nuestro siguiente encuentro. Aunque ya no nos encontramos. Nunca. Entraba a menudo en aquella cafetería, incluso a la misma hora que aquella vez. O si no, al menos miraba dentro cuando iba por las mañanas a ensayar. Más de una vez me senté, me bebí un café, me comí un pastel. Si la camarera era la misma que nos había atendido, le preguntaba. Le conocía, ¿recuerda?, le sonrió, y no precisamente con una sonrisa de camarera. Se acordaba de nuestro encuentro, a mí me recordaba vagamente, pero a él bien. Decía que no le habría confundido con ningún otro, pero que desde aquel día no había vuelto por allí.

A lo que no hacía más que darle vueltas era a lo de la foto y sobre eso sí que le habría preguntado. Deseaba saber dónde se podría encontrar ese punto desde el que hicieron la foto. Aún hoy lo pienso a menudo. La foto no la vi, eso es cierto. Pero ¿es que sin foto no puede uno preguntárselo? Pongamos que alguien nos hiciera aquí una foto como esa mientras desgranamos alubias. En la foto estaríamos sentados uno enfrente del otro, como ahora, pero saldríamos de frente a la cámara. Su rostro de cara al fotógrafo y el mío igual, pero al mismo tiempo usted y yo estaríamos sentados cara a cara. La distancia entre él y yo no era mayor de la que hay ahora entre nosotros dos. Veía el agujero del cañón, pues, igual que veo ahora sus ojos. Así que, ¿dónde podía encontrarse ese punto? ¿Aquí? ¿Aquí dónde? ¿Cómo podría ponerse aquí un fotógrafo? Y espacio poco, apenas esta estancia. Y no hay guerra, los perros duermen, nosotros desgranando alubias, conversando. Debería resultar mucho más fácil, ¿no le parece?

¿No le apetece salir afuera? Es de noche, pero encendería la lámpara de la puerta. Le puedo enseñar dónde estaba. La bodega se hundió, está todo lleno de ortigas y matorrales, no hay trampilla, se pudrió, pero el marco sigue ahí, es de roble, el roble aguanta mucho. Quizá pueda llegar hasta donde está, y si no, pues nos lo imaginamos. Yo me pondría de rodillas, usted de pie frente a mí. Aunque le haría falta algún palo. ¿Y con qué me iba a apuntar? Así juegan los niños a que se disparan. ¿Que no es algo que pueda caber en nuestra imaginación, ni aunque fuéramos niños, dice usted? Entonces, ¿en la de quién? Nadie nos va a sustituir. Nadie vive en lugar de nadie, así que tampoco nadie es capaz de imaginar en lugar de otra persona. No hay que rechazar ningún medio que pueda conducirnos hasta nosotros mismos. Quizá en ese sitio donde ocurrió nos sería más fácil encontrar el punto desde el que estaríamos más cerca. No necesitaría usted buscarme por todo el mundo. No necesitaría venir a comprarme alubias. No necesitaríamos preguntarnos ¿dónde?, ¿cuándo? Y más aún porque se nos están terminando las alubias, mire. Ahí, junto al pie, tiene usted una vaina. Ahí hay otra, y ahí otra. Y aquí. Rebusque un poco, seguro que alguna habrá todavía.

Quizá quiera usted más alubias. He dejado algunas para mí, pero podría traer aún uno o dos manojos. Después de todo, ha venido en coche, el coche no va a notar la diferencia si se lleva unas pocas más. Y además aún no se marcha, ¿no? ¿Adónde va a ir de noche? Yo le aconsejaría que se quedara hasta por la mañana. Luego nos tomamos un té o un café. ¿Tiene usted prisa? La próxima vez quizá no me encuentre usted aquí. De no haber venido a por alubias, ni siquiera sé si me hubiera encontrado ahora. ¿Que por qué? ¿Es que acaso puede el hombre estar seguro de dónde y cuándo está en este mundo? Usted dice que siempre es ahora y aquí. Sólo que eso no significa nada. Se podría decir que el ahora no tiene límites, igual que el aquí está en todas partes. En mi opinión, todo mundo es pasado, todo ser humano es pasado, porque el tiempo es sólo pasado. Ahora y aquí no son más que palabras, la una y la otra inmateriales, como todas ésas de las que hemos hablado. Ahora ni siquiera sería capaz de decirle cómo es este mundo. Ni siquiera si existe. O si solo nos imaginamos que existe. Para usted seguramente eso no tenga importancia, porque ya que ha venido a comprarme alubias…

¿Y no le gustaría hacerse con alguno de los chalés? ¿Para qué? Pues no lo sé. He pensado que quizá también esté usted buscando un lugar. No tendría por qué venir todos los sábados y domingos. Es más, no se lo aconsejaría. Y mucho menos pasar aquí las vacaciones. Una o dos veces al año a lo sumo. Y mejor aún si es así por estas fechas, después de vacaciones. Se lo cuidaría yo, como a los demás. No tendría de qué preocuparse.

Hay varios chalés en venta. El veintidós, el treinta y uno y el cuarenta y seis o el cuarenta y siete, creo, ahora no lo recuerdo. Y seguro que hay más, tendría que comprobarlo. Sí, mucha gente ha vendido ya sus chalés desde que estoy aquí. Últimamente no hay tantos interesados en comprar. Muy de cuando en cuando aparece alguien, echa un vistazo, echa otro vistazo, y no sabe si quiere comprar o si sólo ha venido a echar vistazos. Al principio venían muy a menudo, me dejaban sus direcciones, sus teléfonos, por si acaso alguien tenía intención de vender su chalé. Nuevos ya nadie construye. Aunque ya ve qué sitio, embalse, bosque, aire libre…

Por aquí los animales se han acostumbrado tanto a la gente que los corzos, por ejemplo, se acercan a veces a los chalés. No a por comida. Comida tienen de sobra en el bosque. Y las ardillas pasan dando saltitos por los porches y miran dentro de los chalés. Tema aparte es que la gente las malacostumbra. Les traen bolsas enteras de cacahuetes. Más de lo que ellas pueden comer o enterrar. Uno va caminando y los cacahuetes crujen bajo los pies. Estoy pensando incluso si no debería incluirlo en los carteles: prohibido dar de comer a las ardillas. ¿Y qué que en verano coman de las manos de la gente? El verano no dura eternamente. A veces hasta algún jabalí se ha visto por aquí. Otras veces pasan liebres corriendo entre los chalés. Puede usted encontrarse con alguna comadreja, con alguna marta. Y en el bosque muchas veces resulta difícil verlas.

Y una vez apareció un alce. Y no se crea que se quedó allá junto a la ladera, no. Se paseó entre los chalés. Se paraba un rato aquí, otro rato allá. Menudo lío se armó, cundió el pánico. Unos se metían en los chalés, otros se subían a las barcas y las canoas, o se tiraban al agua, uno casi se ahoga porque no sabía nadar, otro se desmayó, menos mal que algún médico tiene aquí su chalé. Se fue hasta el embalse, bebió agua, dio un bramido y se marchó tranquilamente. A veces hasta un alce echa de menos a la gente.

O si se levantara usted antes de salir el sol, cuando se despiertan los pájaros. Por las mañanas se metería una buena bocanada del aire de aquí. Sentiría cómo se le abren los pulmones y qué es el aire de verdad. En otros lugares muchas veces no sabe uno que respira ni qué respira. Si nos paráramos a pensarlo, igual se nos quitarían las ganas de respirar. Sobre las setas, las bayas, las fresas silvestres y los arándanos ya le he hablado. Pero lo mejor de todo es simplemente irse al bosque y no recoger nada ni pensar en nada. Usted y el bosque.

A mí con los perros no me gusta mucho ir. Les atrae cualquier crujido y salen volando. Y luego a ver quién les hace volver a gritos. ¡Reks! ¡laps! Una vez se fueron corriendo tras un corzo. Me cansé de llamarles y de buscarles. En el bosque, los árboles apagan las voces. Al final me enfadé y me volví solo, sin ellos. Hasta el atardecer no se presentaron, con los hocicos llenos de sangre. Y hala, ya tengo un corzo en mi conciencia. ¿Ha visto usted alguna vez los ojos de un corzo moribundo? Pues no sé, en un lazo, por ejemplo, o en un cepo. No verá usted un pavor como ése en otros ojos.

Le aseguro que cuando en verano empieza esto a abarrotarse de gente, a veces tengo la impresión de que no vivo en el mismo mundo que ellos. No digo que ese mundo suyo no sea agradable y alegre, quizá hasta feliz, eso no lo sé, pero lo que es vivir en él creo que yo no sería capaz. ¿Está usted convencido de que yo vivo en él? Ya, pero ¿cómo me voy a convencer yo? Después de todo, cada cual debe tener su propio sol, sus propios amaneceres, sus propios atardeceres. Pasé muchos años en el extranjero y en todos los sitios donde viví, cuando quería encontrar el amanecer o el atardecer idóneo, tenía que hacerlo tomando de referencia los amaneceres y atardeceres de aquí. Ése era siempre el patrón para todos los amaneceres y atardeceres. En todas partes era mi único patrón.

Otro asunto, y más en las grandes ciudades, es que se puede vivir toda una vida y no ver ni un amanecer y ni un atardecer. ¿Cómo llega el día? Aparece la claridad, punto. ¿Que se hace de noche? Pues se encienden millones de lámparas. Pero ¿qué clase de noche es ésa? Se la llama noche, nada más. Bueno, es verdad que yo ahora ni siquiera sé por dónde salía aquí el sol, ni por dónde se ponía. Porque ni sale por el mismo sitio que lo hacía, ni se pone por el mismo sitio. Me levanto al mismo tiempo que él, pero no estoy seguro. ¡Si es que por aquí no salía! Por eso no sé cómo me ha encontrado usted aquí, cuando ni yo mismo puedo. Sí, es cierto que encontrarse a uno mismo no es cosa fácil. Quién sabe si no será la más difícil de todas las cosas que el hombre ha de solucionar en este mundo.

No, el chalé del señor Robert no está en venta, ya se lo he dicho. Al menos mientras el señor Robert no me diga lo contrario. Yo le aconsejaría el treinta y uno. Poquitos chalés se pueden comparar con el treinta y uno. Chimenea, calefacción eléctrica, ventanas de doble cristal, paredes aisladas, hasta en invierno se podría vivir en él. Dos cuartos de baño, uno arriba, otro abajo, los dos con calentador de agua y alicatados. Aparte, todo en roble. Alfombras. Había también cornamentas, pero por suerte se las llevó.

No le aconsejo un chalé con cornamentas. No podría usted vivir. Por todas las paredes había cornamentas de esas colgadas. Se mirara donde se mirara, cornamentas. En las habitaciones, en la cocina, en los cuartos de baño. Sobre la entrada tenía colgada la cabeza de un jabalí, con unos colmillos, mire, así de grandes. No había ni una pared libre. Cuando entraba a comprobar que todo estuviera en orden, tenía que andar con cuidado para no clavarme algún cuerno, porque los más grandes sobresalían hasta el medio de la habitación. En alguna ocasión me senté en el sillón, porque a veces me gusta sentarme al menos un rato en los chalés, y éste tenía unos enormes sillones de cuero, pero le aseguro que algo me hacía largarme de allí enseguida. Construyó el chalé para meter todas esas cornamentas. Al parecer su esposa le había echado de casa porque ya no había dónde colgar nada. No, ella nunca vino aquí. En cambio él, todos los fines de semana. No tomaba el sol, no se metía en el embalse, raramente salía a pasear, se pasaba el día en el chalé. A menudo venía también en invierno. Pero imagínese que lo más extraño de todo era que él no cazaba, en absoluto. No eran trofeos de sus proezas de caza. Sin embargo, sí que tenía una escopeta. No sé para qué la querría. ¿Cómo llegar al alma de alguien a través de unas cornamentas?

Y de repente un día, no sabría decirle la razón, se presentó con un camión y dos hombres y se llevó todas esas cornamentas, y el chalé lo puso en venta. Algunos dicen que encontró un buen comprador para las cornamentas, otros que las tiró a la basura. La verdad quizá sea otra, aunque yo no acierto a imaginar cuál puede ser.

Anímese. No pide mucho. Casi la mitad de lo que vale un chalé así. ¿Que qué iba a hacer aquí? ¡Anda! ¿Y qué es lo que hago yo? Y más si viniera sólo una o dos veces al año, después del verano. Yo podría plantar más alubias. ¿Que no nos apetece desgranar? Pues nos vamos a dar un paseo al bosque. Podríamos escuchar música, me traje un montón de discos. No, al ajedrez no juego. ¿Le gustaría jugar? Yo nunca llegué a aprender. No tenía la paciencia necesaria para el ajedrez. En el extranjero jugaba a veces al bridge, sólo que para el bridge hacen falta cuatro. Cuando trabajaba en la construcción, si no bebíamos vodka lo mismo nos poníamos a jugar a las cartas, pero no era muy frecuente. Al mil, al tonto, al sesenta y seis, al veintiuno, al póquer.

Y antes, en la escuela, a la caja de cerillas. ¿Nunca ha jugado? ¿Ni siquiera ha oído hablar de ese juego? Es muy fácil. Se coloca una caja de cerillas, llena, eso sí, sobre el borde de una mesa, de plano, y de manera que no sobresalga del borde más de la mitad, que si no se cae. Y se le da una toba por debajo, con éste, con el índice. Dependiendo de la posición en que caiga sobre la mesa se consiguen más o menos puntos. Como más se lleva uno es si cae de pie, o sea, sobre el lado más corto, por donde se sacan las cerillas. Nosotros dábamos diez puntos. Pero se puede acordar otra cantidad. Sobre el raspador, de un lado o de otro… ¿Sabe lo que es el raspador? Donde se frota la cerilla. Cinco. De plano, cero.

No se crea que era un juego tan inocente, no. No hay juegos inocentes. Todo depende de lo que uno se juega, no del juego. Cuando venía el tutor sí jugábamos inocentemente. Ni siquiera anotábamos los puntos. Juntaba cajas de cerillas vacías y venía casi todas las tardes a ver si habíamos gastado ya las cerillas de la caja del día anterior. Luego le diré para qué las juntaba. A veces, que no se iba y que no se iba, así que a menudo cogíamos y fingíamos que nos preparábamos para acostarnos, porque si no, no había manera de que se marchara. Éste se desabrochaba los botones de la camisa, aquél se desataba las botas, el otro estiraba las sábanas. Cuando por fin salía, seguramente convencido de que enseguida nos íbamos a meter en la cama, aún había que ir al pasillo y comprobar que hubiera salido también del barracón. Y entonces era cuando empezábamos a jugar de verdad.

No por dinero. Dinero no teníamos. A veces tenían algo los que eran capaces de birlar carteras. Tampoco por cigarrillos. Nosotros fumábamos hojas de cerezo, tréboles y otras guarrerías. Se jugaba para no quedar el último. ¿Se sorprende usted de que sólo fuera por eso? Pues yo le diré que hasta miedo da que fuera por eso. Perdía el que quedaba con menos puntos, y sólo perdía uno, daba igual los que jugáramos. Y ése se convertía en víctima de todos los demás jugadores. Podíamos hacer con él lo que quisiéramos y él tenía que hacer todo lo que le ordenáramos. O sea, que el juego no era para ver quién ganaba, como ocurre en todos los demás juegos y es lo que constituye la base de cada juego. Como le digo, se trataba de no quedar el último. Y la mejor prueba de lo que significaba quedar el último es que algunos al momento se echaban a llorar. Algunos intentaban escapar, pero cómo escapar cuando hay tantos ganadores. Algunos intentaban sobornar a los demás con todo tipo de promesas. Pero ninguno se dejaba comprar. Algunos incluso sacaban la navaja. Pero eso tampoco servía de gran cosa. Cuando hay demasiados ganadores, ni el llanto ni la navaja ayudan. Solamente una vez consiguió escapar uno. Pero ya nunca regresó a la escuela. Se figuró que iba a quedar el último y, antes de que se terminara el juego, se lanzó por la ventana, que estaba cerrada, rompió el cristal con la cabeza, como si se tirara al agua.

Aunque debo reconocer que todo se desarrollaba con justicia. Los puntos ni siquiera los anotaba uno de los que jugaba. Se designaba a uno de los chicos, se le daba una hoja y un lápiz y nadie podía ver lo que apuntaba. Así que ya se puede imaginar la emoción que reinaba cuando terminaba el juego. No por ver quién había ganado sino quién había quedado el último.

Una vez hubo uno que quedó el último, se lo tomó con tranquilidad, pero dijo que antes quería ir a las letrinas. Que si no le creíamos, podíamos ir con él. Y fuimos. Las letrinas se encontraban en una esquina del patio, detrás de los barracones, un poco retiradas. No sé si sabe qué aspecto tenía una letrina de ésas. Era un foso como un hombre de profundo, puede que más. No recuerdo que nunca lo vaciaran, así que lo mismo era más profundo. De ancha, pues mire, como de donde está usted a la pared, y de larga lo suficiente como para que se sentara más de una docena a la vez. Dos maderos atravesados a lo largo, en el que estaba más bajo se sentaba uno y en el otro, más alto, se apoyaba la espalda. Gruesos, con puntales, para que no se troncharan. Alrededor de la letrina una valla de tablones, sin rendijas, bastante alta. Me ponía de puntillas, estiraba el brazo y no llegaba a la parte de arriba. Claro, que yo entonces era mucho más bajo que ahora. Y cubierta con un tejado, que estaba como a medio metro por encima de la valla, para que se ventilara. Lo que pasaba era que cuando llovía no era fácil encontrar en los maderos un lugar donde no goteara. Y como lloviera fuerte, daba lo mismo que uno se aliviara a la carrera, como suele decirse, que se empapaba igual.

La propia letrina era también el único sitio donde se podía ir a charlar, a despotricar, a renegar, a sincerarse con alguien, a lamentarse, más de una vez incluso a llorar. En cualquier otro lugar donde se juntaran unos cuantos, y no digamos ya si hablaban en voz baja, o peor aún si susurraban, enseguida alguien se chivaba. Un susurro era la cosa más sospechosa. Y no tardaban en llamarte.

—A ver, ¿qué son esos secretos que tenéis? Aquí no está permitido tener secretos. Un secreto es un vestigio egoísta. Y la escuela no sólo ha de enseñaros una profesión, sino también formaros. Hablad.

Y había que inventarse algo corriendo. Por supuesto que entre nosotros había delatores. Pero ¿cómo podíamos reconocerlos? Desde luego, no llevaban escrito en la frente que nos delataban. Aunque se sospechara de tal o de cual, podían ser inocentes. Pero ni en las sospechas más exageradas se le pasaría a uno por la cabeza que era el que dormía encima o debajo de uno. Y por si fuera poco, para persignarse se metía debajo de la manta.

Sí, claro, había que tener cuidado hasta en las letrinas. Todos nos bajábamos los pantalones, se tuvieran ganas o no, y nos sentábamos en el madero, y otro se quedaba de guardia junto a la letrina, con la bragueta desabrochada, como si se acabara de bajar del madero. Sepa usted que entonces las braguetas eran de botones, y abrocharse tres o cuatro botones llevaba más tiempo que subir una cremallera, como ahora. Si venía alguien no deseado, el que vigilaba nos avisaba silbando o tosiendo y empezaba a abrocharse. De modo que cuando esa persona entraba en la letrina no notaba nada, porque todos estaban sentados sobre el madero y apretaban, a menudo más de lo necesario.

Bueno, pues a lo que iba, éste, que primero a las letrinas. Le acompañamos. Se desabrochó los pantalones, se sentó en el madero, quien podía pensar que era todo una artimaña. De pronto se deslizo del madero y se cayó al foso. No gritaba para que le ayudaran porque no tenía intención de ahogarse. Lo único que quería era pringarse para apestar. Esperaba, con razón, que todos se apartarían de alguien que echara tal peste y que ninguno de los vencedores le obligaría a hacer nada. Ni aunque se bañara. No es fácil dejar de apestar después de algo así, ni bañándose a diario. Y encima estaba vestido y calzado. Mucho tiempo tiene que pasar, ya lo creo.

Lo que no sospechaba era que el foso tuviera tanta profundidad. Ya le llegaba hasta el pecho y aún no tocaba el fondo con los pies. Entonces empezó a pedir que le ayudáramos, a rogarnos, y que aceptaría todo lo que le ordenáramos. ¿Que qué podíamos ordenarle? Todo lo que uno pueda imaginarse a esa edad y en una escuela como ésa. Ni siquiera se lo voy a contar. Un compañero y yo quitamos un madero de los puntales y quisimos bajarlo al foso, pero los mayores no lo permitieron. ¡Eh, quietos paraos! Primero que le llegue hasta el cuello. Luego hasta la barbilla. Que se dé un buen atracón ese tal y cual. Encima se mofaban. ¿Creías que te ibas a salvar en la mierda? Al final le cubrió la cabeza y hubo que sacarle de los pelos. Así era ese juego.

En teoría todo se reducía a darle tobas a una caja de cerillas, que cayera de pie, de lado, de plano. Pero el que quedaba el último se podría decir que se perdía a sí mismo. Yo también acabé alguna vez el último. No había nadie que no hubiera pasado por esa posición. Quizá también por eso desapareció la referencia para saber dónde estaban los límites de la derrota. Perdía alguno de los mayores y tampoco nosotros, los más pequeños, éramos mejores que ellos. Les obligábamos a hacer cada cosa que prefiero no recordarlo.

¿Que entonces por qué jugábamos? ¿Es que alguien comienza un juego pensando que va a perder? Además, en éste sólo perdía uno, el que quedaba el último. En los demás normalmente todos pierden ante el que gana. En este todos ganaban menos el último. Dígame, ¿conoce algún juego más generoso? ¿Y más sencillo? Pues eso. Cajita de pie, de lado, de plano.

Podríamos descansar un poco de tanto desgranar y le mostraría cómo se hace. ¿Dónde andarán las cerillas? Sí, sí que tengo, todo un paquete. ¿Sabe? Hay veces que juego conmigo mismo. Cojo una caja de cerillas, que esté llena, cuarenta y ocho, al menos eso traían entonces, me siento, aquí, junto a la mesa, y me pongo a dar tobas. De pie, de lado, de plano. Los puntos no los anoto, ¿para qué? No me juego nada. ¿Qué podría jugarme a estas alturas y además conmigo mismo? A no ser que quiera usted jugarse algo. Adelante, dígame. A nuestra edad no es fácil apostar lo que se apostaba en la escuela. Bueno, no sé. Usted es el invitado y usted decide. Yo me adapto a lo que sea.

Sí, la caja está llena. No uso cerillas. Las compro sólo para poder jugar. Tengo mecheros. De todas formas aquí en mi casa todo es eléctrico. Por algo soy electricista. La cocina también eléctrica. Vamos a sentarnos a la mesa. Usted en aquel lado y yo en éste. ¿O prefiere al contrario? Vea, la caja se coloca así, que no sobresalga demasiado del borde porque se cae. Y se golpea así, con este dedo, pero un poco inclinado.

Usted primero, por favor. Hombre, mire, a la primera de pie. Habrían sido diez puntos para usted según lo hacíamos en la escuela. Ahora yo. Vea, yo de plano. Mis dedos ya no tienen la destreza de antes. Cuando la artritis le agarra a uno, ya no le suelta. Aunque ya le digo, ahora me siento mucho mejor. Al desgranar alubias apenas noto nada. Mire cómo se me ha torcido este dedo, el que se usa para dar las tobas. No, ya no vuelve a su aspecto anterior. Habría que operar. Y ya no merece la pena. Ahora usted. ¡Otra vez de pie! Vaya, vaya. ¿Qué? Engancha, ¿verdad? Y usted antes me preguntaba que por qué jugábamos… Todos los juegos tienen algo que engancha, si no, no se jugaría. Y yo de nuevo de plano. Para que vea. ¿No quiere que anotemos los puntos? Aunque no se juegue para ganar nada, puede resultar que sí había algo en juego, pero no se sabía. Sobre todo cuando se ha ganado. ¿Los cuenta usted mentalmente? Muy bien. No quiero que después me eche en cara que ha ganado y no nos jugábamos nada. Y otra vez de pie. Seguro que ha jugado antes en alguna ocasión. No le creo. Se nota por ejemplo en la forma que tiene de golpear la caja. Lo hace para que dé media vuelta en el aire y así siempre cae de pie. Pero no lo quiere reconocer.

Recuerdo que había uno en la escuela que casi con cada toba la caja le caía de pie. Nadie quería jugar con él. De antemano ya se sabía que nunca iba a quedar el último. Cómo jugar con alguien así, dirá usted. Uno debe tener la misma cantidad de miedo que de esperanza cuando entra en un juego, aunque sea uno como éste de la caja de cerillas.

A usted no le hubiera gustado estar en una escuela como aquélla, y lo comprendo. Sólo que no dependía de lo que se quería o se dejaba de querer. Ahora usted. Otra vez de pie. Ahora yo. Otra vez igual. Y eso que en la escuela no me contaba entre los peores. Todo lo contrario. Bueno, la verdad es que practicaba lo de las tobas casi todas las tardes, cuando me quedaba más tiempo en la sala de estudiantes. A menudo interrumpía los ejercicios con el saxofón o con el instrumento que fuera y daba al menos unas cuantas tobas. Sí, iba a la sala de estudiantes casi a diario. Y normalmente ya tarde, cuando no quedaba nadie. Sólo a veces venía el profesor de música. No me molestaba que estuviera borracho. Se sentaba y sabía que me estaba escuchando. Y usted, por lo que veo, otra vez de pie. No debería hacer otra cosa más que jugar a esto. Si fuera por dinero, amasaría una fortuna.

¿Cómo llegué a aquella escuela? Pues mire. ¿Se acuerda que le he contado lo de cuando murió la enfermera? Poco después me puse malo. Me subió mucho la fiebre, me daban unas medicinas, sudaba mucho, pero cuando bajaba un poco la fiebre enseguida volvía a subirme. Adelgacé un montón, me quedé como un fideo. Si me levantaba, mis piernas no eran capaces de sostenerme en pie. Y ellos tuvieron que marcharse de aquella laguna porque empezaron a rodearles. Cargaban conmigo por turnos, a cada rato me entregaban a otro compañero. Caminamos toda la noche y todo el día, hacíamos breves paradas para descansar. Bueno, a mí me llevaban. Y al atardecer salimos del bosque. Iban a entrar en otro bosque pero vieron la casa de un guardabosques y decidieron esperar a que se hiciera de noche. En una ventana se encendió una luz. Entonces dos se acercaron a investigar. Resultó que en la casa sólo estaba la esposa del guardabosques. Me llevaron allí y me dejaron a su cuidado. Estaba desesperada. Empezó a lamentarse:

—¡Santa María, si habría sabido que estabas tan enfermo! Pero si tienes la frente muy caliente, estás ardiendo enterito. ¡Ay, Santa María! ¡No te me mueras, que acabo de enterrar al mío!

Y así, con fiebre, me bañó en una tina. Y no paraba de lamentarse todo el tiempo:

—¡Pero qué flacucho estás, Santa María! Piel y huesos, Santa María. Pues nada, yo te daré de comer, pero sal de ésta.

Después me puso ventosas. Y luego me dio fricciones con algo, de los pies a la cabeza, y todo me ardía.

—¡Pero qué negras las ventosas! ¡Pero qué negras! —repetía mientras me frotaba—. En mi vida había visto ventosas tan negras. Sanguijuelas habría que ponerte, pero no tengo. —Me dio a beber algo. Recuerdo que era muy, muy amargo—. Bebe, bebe, es pa' que te cures. —Después me envolvió en un edredón.

Por lo visto, dormí dos días y tres noches. Sólo me despertaba para que bebiera eso tan amargo. Y seguía durmiendo. Me desperté completamente sin fuerzas, no podía ni sacar las manos del edredón, pero al menos ya no tenía fiebre.

—Te he matao una gallina —me dijo, como si me diera la bienvenida a este mundo—, para hacerte caldo. Con lo enfermo que has estao, este caldo es lo mejor. —Pero no me dejaba levantarme—. Quédate ahí acostao, tienes que descansar. Espera un momento, que quema. —Y me daba de comer en la cama, me metía la comida en la boca cucharada a cucharada. Algo de caldo, unos ñoquis, una miaja de carne—. Venga, come un poco más, come. Por lo menos esta cucharada. Tienes que engordar, si no las fuerzas no te van a volver. ¡Pero qué flacucho estás, Santa María, qué flacucho!

Levantaba el edredón y me miraba. Yo no tenía fuerzas ni para ponerme colorado. Aún era joven, según la recuerdo. Aunque me parecía gorda. A lo mejor era guapa, de eso ya no estoy seguro. Tenía un rostro algo inexpresivo y los ojos tristes pero bondadosos. El pelo moreno, se lo soltaba para peinarlo y la cubría entera. Pechos generosos, tanto que a veces hasta se le salían del camisón cuando se levantaba de la cama.

No tenía hijos y al guardabosques le habían matado poco antes. Hubo una acción contra los partisanos, despuntaba el alba y él salió corriendo a ahuyentar a unos jabalís que estaban hozando entre las patatas. El caso es que se pensaron que alguien huía de la casa del guardabosques y se liaron a disparar. Salió ella también corriendo, pero ya estaba muerto, junto a la casa, al borde de la huerta. Con frecuencia la veía llorarle. Mondaba las patatas, amasaba la pasta para los ñoquis y de pronto se ponía a llorar. Yo hacía lo que podía por consolarla:

—No llore, señora. Puede que el guardabosques esté ahora en el cielo y la vea llorar.

—Y tú ¿cómo eres tan sabio? —Y dejaba de llorar—. ¿Quieres comer algo? Voy a ver si las gallinas han puesto y te preparo huevos revueltos. Tienes que comer. Y aún queda un rato pa'l almuerzo. —Me tenía en palmitas, tanto que engordaba a ojos vistas—. Ya tienes mucho mejor aspecto. Gracias a Dios, mejor. ¿Quieres comer algo? —Y así era siempre—: Al menos un pedazo de pan con mantequilla. O con queso. He hecho mantequilla y he hecho queso.

Tenía dos vacas. Ya había recuperado las fuerzas y llevaba las vacas a pastar junto al bosque. El sol aún no estaba en lo alto y ya venía ella a traerme algo, pan con mantequilla, o con queso, o unos huevos cocidos.

—Aún falta mucho pa'l almuerzo. Seguro que tienes hambre. Come. —A veces se quedaba un rato conmigo. Y mientras me miraba comer, repetía—: Come, come. ¿Ves? Hoy hasta pareces más rellenito que ayer.

Una vez, estábamos ya en la cama, ella en la suya, yo en la mía, y la oigo llorar. Bajito, pero desde pequeño siempre tuve buen oído. Pensé, lo mismo está teniendo un mal sueño. Levanto la cabeza, escucho con atención, no hay duda, llora.

—¿Llora usted, señora? —le pregunto—. ¿Por qué?

—Bah, no es nada. Qué te voy a contar a ti. Si fueras mayor, sí. Duerme.

Llegó el invierno. Seguía teniéndome en palmitas y yo la ayudaba ya en todo lo que podía, me lo pidiera o no. A menudo decía que Dios me había enviado, que si no cómo se las habría apañado sola, ahora que el suyo no estaba. Se refería al guardabosques. Conservaba en un armario el sombrero de guardabosques. Verdoso, de ala estrecha, ceñido con un cordón marrón sobre el ala, atado a un lado con un nudo en ocho. Quizá nunca le habría prestado atención a ese sombrero, pero un día lo sacó del armario, lo limpió con un cepillo y lo colgó de un clavo encima del retrato de boda.

—Que se quede ahí colgao —dijo—. Y no lo toques nunca. Es sagrao.

Pero como usted sabe, en lo sagrado hay más tentación que en el pecado. Y una vez se fue al pueblo, a la tienda. Cogí el sombrero, miré el retrato de boda. No parecía mucho mayor que en aquel retrato, y el guardabosques, pues eso, un guardabosques. Y pensé, él está muerto, ella en la tienda, ¿quién me va a ver si me pruebo el sombrero? Y me lo probé.

Había una habitación más, que cerraba con llave. La llave la guardaba detrás de una imagen de la Virgen con el Niño Jesús. Y si la cerraba con llave significaba que no quería que yo entrara. Y no entraba. Pero un día se dejó la llave puesta y sin echar. Tuve una tentación y miré dentro un momento. Alcancé a ver una cama muy bien dispuesta, cubierta con una colcha toda bordada, una cuna al lado de la cama y en la pared, un gran espejo. Lo del espejo ya lo sabía. Cuando se lavaba la cabeza, siempre me mandaba que hiciera algo o que cuidara de algo mientras ella iba a peinarse delante del espejo. Y se iba a esa habitación, se cerraba con llave y se tiraba un buen rato peinándose.

Me miré en el espejo y le aseguro que en un primer momento me asusté de mi reflejo. Como si fuera la primera vez que me veía, como si acabara de tener la ocasión de comprobar que existía. En casa nunca me miraba al espejo porque quién se mira al espejo a esas edades. Iba por las mañanas al colegio y era mi madre la que me arreglaba, ven aquí que te peine, porque yo ni me habría peinado. Allí me quedé, parado delante del espejo, y no me podía creer que fuera yo. Puede que por el sombrero de guardabosques, que me caía hasta las orejas. O quizá me pareciera que era mucho mayor de lo que estaba viendo en el espejo, estupefacto. Carita sonrosada, con buenos mofletes, rellenita. Me pasé la mano por la mejilla y no noté que me rozara ni un solo pelillo. Y el del espejo también se pasó la mano, pero tuve la impresión de que él sí sentía ya los pelillos. Y allí seguí y seguí, dudando de si creer que ése era yo. Y más porque no acababa de gustarme a mí mismo. Lo único que me gustaba era el sombrero de guardabosques. Y hasta se me ocurrió pensar, ¿y si fuera guardabosques?

No me di cuenta de que mientras tanto la esposa del guardabosques había vuelto. Entró toda furiosa, indignada. ¡¿Y cómo había encontrado la llave?! ¡¿Para qué había entrado allí, para qué?! ¡¿Es que no tenía bastante sitio en la otra habitación, en la cocina, alrededor de la casa?! Me quitó el sombrero de la cabeza. Empezó a reñirme, que si me daba de comer, que me trataba lo mejor que puede y así se lo agradecía, que vaya un desagradecido y un tal y un cual y de todo, tanto que hasta se sofocó. Nunca la había visto así. Los pechos se le movían de un lado a otro, le costaba tomar aire. Al final se sentó agotada y se calmó un poco.

—Ves, ves la que has armado. Pensé que como la guerra se ha terminado, pues que ahora…

No entendí a qué se refería, pero al menos me enteré de que la guerra se había terminado ya.

Algunas veces, sobre todo cuando estaba para llover, se podía oír muy, muy a lo lejos cómo retumbaba y silbaba el tren. O si uno pegaba la oreja al suelo, también llegaba ese retumbo a veces, como una corriente. Una vez le pregunté:

—¿De dónde viene el ruido del tren?

—De allí. —Señaló con la mano.

—¿Y dónde está la estación?

—Allí. Pero queda lejos.

Pasó el invierno, la primavera, llegó el verano. Y un día le dije que me iba al bosque a por fresas, pero fui a la estación. Sólo por ir, sin ninguna intención, para verla, o por si aparecía algún tren. Según ahora lo recuerdo, estaría como a un par de kilómetros. La estación era pequeña, pero había bastante gente esperando. Le pregunté a un ferroviario que cuándo llegaba el tren.

—Pero ¿en qué dirección? —me preguntó.

—Da lo mismo.

—¿Cómo que da lo mismo? ¿No sabes en qué dirección vas? Bueno, pues si no lo sabes, ahora enseguida llega.

Y al poco llegó. Lleno de gente, abarrotado, hasta en el techo había gente sentada. Parecía que no habría sitio para los que estaban esperando. Y más porque llevaban maletas, pequeños baúles, cestas, hatillos de todo tipo, paquetes. Desde los vagones tiraban de ellos para que subieran y desde el andén les empujaban. Ah, que se me olvidaba, en cuanto el tren se detuvo, de la parte delantera y de la trasera saltaron al andén dos chicos, más o menos de mi edad, con unas cestas en las manos, y corrían junto al tren. Uno gritaba:

—¡Peras! ¡Manzanas! ¡Ciruelas! —Y el otro—: ¡Tomates! ¡Pepinos! ¡Colirrábanos!

La gente se los compraba, desde las ventanas estiraban los brazos hacia ellos. El tren se puso en marcha y ellos seguían vendiendo, a la carrera. En el último momento se subieron de un salto al estribo y se agarraron a la barra por los pelos. El tren cogió velocidad y se alejó, y yo me sentí un poco raro por haberme quedado. Como si aquel tren y toda aquella gente me hubieran abandonado. El ferroviario al que le había preguntado que cuándo llegaba el tren hizo como que se sorprendía:

—Si te daba lo mismo en qué dirección, ¿por qué no te has subido? —Y se echó a reír.

Entró en el edificio de la estación y yo me volví a casa cabizbajo. Caminaba despacio, varias ideas me rondaban por la cabeza, y cuando ya estaba cerca de casa decidí que me iba a escapar. La mujer del guardabosques empezó a reprocharme que dónde había estado tanto tiempo, y que mira, no has cogido ni una fresa. Y, en general, que antes todo lo hacía de mejor gana aunque estaba más flaco y no tenía tantas fuerzas como ahora.

Le cogí la cesta y un vaso de hojalata de un cuartillo, para tener con qué medir las fresas, las bayas, las zarzamoras o lo que fuera a vender. Y por la mañana, antes de que se despertara, salí en silencio de debajo del edredón y me escapé.

Empecé a viajar en los trenes, como aquellos chicos. Y vendía lo que recogía en el bosque o lo que robaba en los huertos y los sembrados. Eso al principio, porque luego, cuando reuní algo de dinero, se lo compraba a los labradores. A veces les daba lástima y me lo vendían por cuatro cuartos, y algunos ni me cobraban. Yo vendía por piezas o por cuartillos. Para un cuartillo, el que compraba tenía que tener una bolsita o al menos un trozo de periódico. Dormía en las estaciones. Pero sobre todo viajaba. Me cambiaba de un tren a otro donde había algún apartadero y venga, y otra vez, y así todo el rato. Conocí a otros chicos que también viajaban vendiendo esto o lo otro. Me enseñaron mucho, qué daba más beneficios, qué daba menos, cuándo había más demanda de tal o cual cosa. Qué se vende mejor en qué trenes, los de la mañana, los de la tarde, menuda diferencia había. En los correos, en los rápidos. En los rápidos era donde peor iba el negocio. Y además solo pasaba uno al día. O por ejemplo, qué prefería la gente cuando el tren iba más o menos abarrotado, en segunda clase, en tercera clase. En esa época la segunda clase era como ahora la primera, y la tercera como ahora la segunda. Cuándo se puede pedir un precio más alto, cuándo no van a pagar tanto. Cuando más se vendía era cuando el tren estaba abarrotado, hacía calor y la gente iba sedienta. Sólo que abrirse paso por esos trenes no era tarea fácil. A menudo ni los revisores pasaban a comprobar los billetes. Pero a esa edad uno era la mitad de lo que es ahora y más escurridizo. Cuando cogí práctica empecé a vender hasta limonada. Con la limonada era con lo que más sacaba. Por no hablar de que no se estropeaba.

Un día voy por segunda clase, la segunda clase normalmente no estaba muy llena, y grito:

—¡Limonada! ¡Limonada! ¡Peras! ¡Peras! ¡Manzanas! ¡Manzanas!

Me llamó un hombre así ya mayor.

—Dame una pera. Que esté bien madurita. ¿Cuánto pides por una pera?

Y por la pera me pagó tres veces más. No quiso el cambio. Pero sí que me sentara un momento a su lado. Se puso a hacerme preguntas, de dónde era, dónde vivía, si tenía padres. Y yo callado. ¿Qué le iba a decir? Temía que me plantara alguna multa, porque viajaba sin billete.

—¿Y no te gustaría ir a una escuela? —me preguntó.

Tampoco contesté, porque no sabía si quería.

—Podrías aprender algún oficio —me dijo—. No vas a estar siempre yendo por los trenes. Por ejemplo, ¿qué vas a vender en invierno? Frutas no hay. ¿Limonada? Los trenes por lo general no llevan calefacción, ¿quién va a querer beber tu limonada?

Con lo del invierno le aseguro que me metió el miedo en el cuerpo. No sabía que en invierno a la gente no le apetecía beber en los trenes. Y me sorprendió aún más cuando dijo que había muchos como yo entonces, tras la guerra. El tren se detuvo en una estación y sin hacerme más preguntas, si quería o no quería, soltó:

—Nos bajamos.

Y me bajé con él. Junto a la estación había unas calesas. Nos acercamos a una. El calesero le conocería, porque se alegró de verle:

—Hombre, señor mecenas. Muy buenas, muy buenas. Hacía mucho que no le llevaba. —Y preguntó—: ¿Donde siempre?

Viajamos durante bastante tiempo, hasta que nos paramos junto a un edificio con las ventanas de la planta baja enrejadas. Allí me entregaron a alguien. Me cogieron y lo primero que hicieron fue raparme la cabeza al cero. Después me dieron una toalla y jabón y me llevaron a la ducha, me dijeron que me frotara bien. Me dieron ropa y unas botas. Recuerdo que las botas me quedaban más que grandes. Las mías las había dejado donde la mujer del guardabosques, no quise despertarla cuando me escapé. Andaba descalzo y el verano ya estaba terminando. Me hicieron fotos, de frente y de perfil, de uno y de otro. Después me llevaron al comedor. Había unos cuantos chicos comiendo allí. Pan con mermelada y café de cereales, negro, recuerdo que no me gustó ni lo uno ni lo otro, a pesar de que tenía hambre. Y luego un guardia de uniforme nos llevó a todos a una celda. La ventana enrejada, un balde en una esquina, unas cuantas literas de hierro. Nos dijo:

—Aquí vais a estar mejor que con vuestras madres. A dormir. —Salió y echó el cerrojo a la puerta.

Pero nadie pudo dormir. En cuanto apagamos la luz, empezaron a picarnos las chinches. ¿A usted le han picado las chinches alguna vez? Pues no se lo deseo. Nos picaron durante toda la noche. Aquello estaba plagado. Las aplastábamos y continuaban saliendo por todas partes. Era la primera vez que me las tenía que ver con chinches. Y le aseguro que los piojos y las pulgas no son nada en comparación con las chinches. Nos dejaron el cuerpo lleno de ampollas y nos picaba tanto que uno se habría arrancado la piel. Nos rascamos hasta hacernos sangre. Pero cuanto más fuerte se rascaba uno, más picaba. Y así fue noche tras noche. Nos quejamos al guardia ese que nos encerraba por las noches y nos dijo:

—Hay que dormir más profundamente.

Hasta unos días más tarde no vinieron a buscarnos. No en un camión cualquiera, era un furgón metálico con las ventanillas enrejadas. Y otro de uniforme nos encerró en él. Viajó junto al conductor y por el camino no hacía más que darse la vuelta a mirar por una ventanilla que había detrás de la cabina, también con rejas, para ver qué hacíamos. ¿Qué íbamos a estar haciendo? Pues dar tumbos, ni más ni menos. La carretera era todo subidas y bajadas, así que viajábamos más en zigzag que en línea recta, y encima todo el tiempo nos dábamos golpes contra las paredes. Y durante el camino no dejaba de pensar, ¿pero qué es lo que he hecho yo de malo? ¿Escaparme de casa de la mujer del guardabosques? ¿Vender fruta en los trenes? ¿Viajar sin billete? Y así es como llegué a la escuela.

Anda, es verdad, si no hemos acordado a cuántas tobas jugamos. Como usted prefiera. En la escuela siempre íbamos a tanto o a tanto. Dependía de los que jugáramos. Y también de si empezábamos más pronto o más tarde. Y a su vez eso dependía de cuándo se marchaba el tutor. Y yo tenía que decirle para qué juntaba las cajas de cerillas vacías. Nunca lo adivinaría usted. Primero mire esta caja con la que estamos jugando. ¿Qué ve? Sí, aquí los raspadores, por aquí se sacan las cerillas, por un lado o por otro, y aquí la etiqueta. En ésta por ejemplo pone Alimentemos a los niños hambrientos. Alguna fundación. En aquella época eran diferentes. Y cada poco tiempo las cambiaban. Se gastaban las cerillas, iba alguno de nosotros a comprar otra caja o la sacaba alguien del bolsillo, y la etiqueta ya era diferente. En la anterior ponía Lávate los dientes y en ésta ponía ahora Viva el primero de mayo o Adelante, jóvenes del mundo o Toda la nación reconstruye la capital. Si uno no sabía en qué tiempos le había tocado vivir, por esas etiquetas podía enterarse. Ahora no sé qué suele poner en las etiquetas cuando las cambian. Ya le digo que casi no uso cerillas, aquí todo es eléctrico. Tampoco fumo. Pero en mi opinión, todas las épocas se podrían ordenar a partir de esas etiquetas. Y desde que hay cerillas, así se hace.

Y eso era justamente lo que pensaba nuestro tutor. Mandó que hicieran en la carpintería un tablero de contrachapado. ¿De qué tamaño? Pues, para no exagerar, un poco más pequeño que una pizarra de escuela. Y en él iba clavando las cajas, en hileras. Aún quedaba mucho espacio libre, por eso todas las tardes venía a vernos y a recordarnos que le guardáramos las cajas cuando gastáramos las cerillas. En cada clase de educación social llevábamos el tablero al aula. Cargaban con él dos o tres chicos, era bastante pesado, y el tutor iba delante y les gritaba:

—¡Con cuidado! ¡¡Con cuidado!!

Se ve que no los clavaba bien, porque a menudo algunas cajas se caían por el camino. ¡Buenoo! Entonces sí que se cabreaba, a los chicos que llevaban el tablero les ponía de burros, estúpidos y mentecatos para arriba. Y siguiendo ese tablero era como nos educaba, caja a caja. Seguramente pensó que, como siempre estábamos jugando con esas cajas, también con ellas sería más fácil que nos entrara en la cabeza la educación social.

Hacía salir a alguno al tablero, señalaba tal o cual caja con la vara y preguntaba, ¿qué ves en ella? Pero la cosa no se acababa en lo que se veía, porque después había que desarrollarlo. Con lo de desarrollar nos iba mucho peor. Y aunque alguno consiguiera desarrollar algo, seguía torturándole. Venga, profundiza más, piensa cómo sería la manera correcta de enfocarlo. Y más valía que a uno no se le ocurriera enfocarlo de manera incorrecta, porque se ponía hecho un basilisco, bramaba, que si nos pasamos las tardes jugando con las cajas, incluso cuando él se marchaba, que si pensábamos que no lo sabía, que él lo sabía todo. Que sabía qué tipo de juego era ése. Y qué nos jugábamos.

Pues le aseguro que, en mi opinión, si nos paramos a pensarlo, la idea no era tan tonta. Porque ya me dirá usted cómo educar a alguien de forma que no tenga dudas sobre en qué tiempos vive. Al hombre lo único que le importa es que vive desde el nacimiento hasta la muerte. ¿Y quién necesita a una persona que lo más que hace es vivir desde que nace hasta que muere? Y encima muchas veces le parece que hasta eso es demasiado. Además, si se pudiera elegir en qué época vivir, seguro que pocos elegían la que les ha tocado. Reconocerá que la época más dura para vivir es siempre la que a cada uno le ha tocado en suerte. Que mucho mejor sería en una anterior, o posterior, la que sea menos la propia. No, educar a una persona no es una tarea para nada sencilla. Y nunca se sabe qué método puede resultar el más efectivo. Entonces, ¿por qué habría de ser peor el de las cajas de cerillas?

Su turno.