ONCE

Se ha quedado usted pensando, ¿verdad? ¿Y en qué, si me permite la pregunta? Es cierto, sí, hay mucho en qué pensar. Y no es necesario que haya una causa inmediata. En general, hay en qué pensar. En el extranjero vi una vez una escultura. Pensativa. ¿La ha visto usted? Exacto, ésa. Me puse delante de ella y empecé a hacerme preguntas. Lo que más me hubiera gustado habría sido preguntarle qué la había hecho quedarse tan pensativa. Pero ¿cómo preguntarle a una escultura? Si uno se quedara pensando en sí mismo, seguro que también se convertía en una estatua. Pero dígame, en ese caso, ¿es que solamente las esculturas, las imágenes, los libros o la música son capaces de reflexionar sobre nosotros, y nosotros mismos ya no?

No me refiero a nada en concreto. Era sólo una pregunta que le hacía, como si le preguntara a aquella escultura. De sobra sé que no me va a contestar, igual que ella. A veces uno hace preguntas pero no espera respuestas. Coincidirá conmigo en que hay preguntas que se bastan a sí mismas. Sobre todo porque ninguna respuesta las iba a satisfacer. Y en mi opinión eso no depende en absoluto de lo que preguntamos, sino de quién pregunta a quién. Incluso cuando nos preguntamos a nosotros mismos siempre es alguien a alguien. Igual puede parecer que el que pregunta es también el que se contesta. Pero si nos paramos a pensarlo, el que pregunta siempre es distinto del que contesta. O no contesta porque se queda reflexionando, por ejemplo. Cada pregunta elige en nuestro interior a la persona apropiada. Hasta las preguntas más insignificantes. Pero no sólo al que debe contestarla, también a quien debe plantearla. Y en cada ocasión, tanto uno como otro será alguien distinto. Después de todo, dentro de nosotros hay un niño, un viejo, un joven, un moribundo, alguien que duda, alguien que tiene esperanzas, alguien que ya no tiene ninguna, etcétera, etcétera.

Si no fuera así, nadie tendría que preguntarse nada, ni tendría que responderse a nada. En cambio, nadie puede decir de sí mismo que ése es él, ni cómo fue, cómo será. Nadie puede delimitarse ni establecer que viene definido por sí mismo. Por eso necesitamos hacernos preguntas continuamente, ahora lo hace éste, en otra ocasión aquél, luego otro distinto, y se las dirige ahora a éste, en otra ocasión a aquél, después a otro distinto, a pesar de que todas quedan sin respuesta.

Mire, estamos desgranando alubias, se podría decir que está usted aquí, que estoy yo, no en vano sentimos en las manos cada vaina, cada grano que sacamos de esas vainas. Pero a pesar de ello, es más importante cómo me imagina usted a mí y yo a usted, cómo me imagino yo ante usted, y usted ante mí. El que nos veamos mientras desgranamos no prueba nada. Si sólo desgranáramos, no sería suficiente para que pudiéramos experimentar que estamos desgranando. Es imaginarnos mutuamente lo que le aporta dimensión al hecho de que desgranemos. Igual que se la aporta a todo. En mi opinión, solamente lo imaginado es real.

¿Por qué se sorprende usted? En ese caso no entiendo que haya venido a comprarme alubias precisamente a mí. No podía usted saber que planto alubias. No muchas, las justas para mí, ya se lo he dicho. Así que con mayor razón no podía usted esperar que tuviera para vender. ¿Y quién podría venir a mi casa en esta época? Como mucho, alguno de los muertos. Por eso yo tampoco podía esperar que usted viniera. Además, tenía intención de acostarme de aquí a un rato. Antes me habría dado una vuelta por los chalés. A estas horas más o menos suelo acostarme. Pronto, porque ahora también se hace de noche más pronto. Lo que pasa es que en la cama me quedo leyendo o escucho música antes de dormirme, o no, que a veces no lo logro. Si me duermo, una o dos horas después me despierto, y otra vez leo o escucho música hasta que me vuelvo a dormir. Y si me despierto otra vez, me levanto y me doy un paseo entre los chalés. Pero a veces me acuesto y sé que no me voy a dormir, la noche se presenta como si fuera el día. Así que me levanto y me pongo con las tablillas. Voy muy lento, ya lo ha visto usted, pero espero que me dé tiempo. Si tuviera las manos que tenía cuando aún tocaba…

Toc, toc, llaman a la puerta. Y pienso, ¿quién demonios será? ¿A verme a mí? Y resulta que era usted preguntando por lo de las alubias. Entendería que me hubiera preguntado por cómo salir de aquí, cómo llegar a tal sitio, en qué dirección. O cuál es el chalé del señor Robert, porque desearía pasar allí la noche, entonces sí, le habría dicho que ese de ahí, dónde está la llave. Pero reconocerá que lo de comprarme alubias podría haber despertado mis sospechas. ¿Y si no hubiera tenido? Es más, estaba usted convencido de que no tenía. No pensaba usted entretenerse demasiado. No lo niegue. Incluso me paré a pensar, ¿tengo?, ¿no tengo?, porque quizá habría bastado ya con esta vida. Sólo que me llamó la atención ver que me recordaba usted a alguien. Y encima con ese abrigo y ese sombrero, en algún lugar nos hemos tenido que encontrar, aunque fuera por casualidad. ¿Tengo?, ¿no tengo?, ¿tengo?, ¿no tengo?, rebuscaba a toda prisa en mi memoria, ¿dónde?, ¿cuándo? Pero la memoria es como un pozo, que cuanto más profundo, más oscuro.

Perdone que le pregunte, ¿cómo definiría usted qué es una casualidad? ¿Por qué lo pregunto? Porque un día, estando en el extranjero, iba por la mañana al ensayo y vi que de frente venía alguien un poco parecido a usted, ahora que le miro. Aún no nos habíamos cruzado, todavía nos faltaban unos cuantos pasos. Quizá no le habría prestado atención de no ser porque, en ese momento, me saludó inclinando el sombrero. O a lo mejor fui yo quien le saludé primero queriendo adelantarme a él, porque vi que me sonreía y estaba ya levantando la mano hacia el sombrero para saludarme. De todas formas tampoco tiene importancia si yo o si él. Y así nos cruzamos, él sujetando su sombrero sobre su cabeza, yo el mío sobre la mía, y sonriéndonos convencidos de que nos conocíamos.

Pero en cuanto nos cruzamos, me giré para mirarle y vi que él también se giraba para mirarme a mí. No era capaz de recordar dónde y cuándo nos habíamos encontrado. Y está claro que él tampoco era capaz, porque si hubiera recordado dónde y cuándo, ¿para qué se habría girado a mirarme? Di unos cuantos pasos y volví a girarme. Pensé, voy y le pregunto de qué nos conocemos. Y en ese mismo instante él también vino en dirección a mí con la misma intención, como después resultó. Nos acercamos, nos saludamos de nuevo con el sombrero, pero veo que se muestra algo turbado, y yo algo decepcionado, porque ambos comprobamos que no nos conocemos.

—Tenga la bondad de disculparme —le dije—. Creo que no nos conocemos.

—Es cierto —comenta él—. Yo tampoco le recuerdo.

—Qué le vamos a hacer, una desafortunada casualidad. Suele suceder. Otra vez le pido disculpas. —Incliné el sombrero y ya me iba a ir, cuando él me detuvo.

—No, estimado señor, no es ninguna casualidad —me dijo—. No existe eso que llamamos casualidad. Porque, ¿qué es una casualidad? Es tan sólo una manera de justificar algo que no somos capaces de comprender. Así que no deberíamos separarnos así sin más. Vayamos al menos a tomar un café. Le invito. Mire, estamos parados delante de una cafetería. Aquí sirven un café muy bueno. Suelo venir de vez en cuando.

Es cierto que el café era bueno. En cambio, por lo que fuera, la conversación no terminaba de cuajar. Sobre todo al principio. Yo apenas decía nada, ¿de qué iba a hablar con alguien a quien había confundido con otro? Por eso me puse a mirar la cafetería, aunque tampoco es que hubiera gran cosa que ver. Una cafetería como otra cualquiera. No muy grande, quince o veinte mesas, bastante oscura. No me gustaban las cafeterías oscuras. Las paredes estaban recubiertas hasta la mitad con paneles de madera oscura, y de la mitad para arriba empapeladas con un papel de color dorado oscuro. Las mesas me parecían demasiado pesadas como para una cafetería. El respaldo de las sillas casi me llegaba hasta la cabeza y en general las sillas no era muy cómodas. Lo único que me gustó fueron los apliques y el candelabro que colgaba del techo. Cada aplique se componía de dos figuras de mujer con los brazos abiertos. En sus manos sujetaban candeleros con velas, como si aún no hubiera electricidad. Y en cada uno las mujeres procedían de una época distinta. El candelabro del techo tampoco estaba conectado a la corriente, sino que portaba velas y estaba ricamente adornado con cristales de todas las formas.

Se fijó en que estaba paseando la mirada por la cafetería y empezó a contarme cosas de ella. Casi nada había cambiado desde que la inauguraran, según dijo. Comentó en qué año, no lo recuerdo con exactitud, pero tenía ya más de dos siglos. Las mismas mesas, sillas, apliques, el mismo candelabro, y los paneles de madera y el empapelado, de los mismos colores y con los mismos motivos que hacía más de dos siglos. Y al atardecer encienden las velas, igual que entonces. No se sabe todo eso únicamente por las descripciones que han quedado, dijo, también hay fotografías, y se pintaron unos cuantos cuadros que muestran el interior de la cafetería. Uno de los artistas reunió en un cuadro a los personajes más famosos que habían pasado por allí durante aquellos dos siglos y pico, como si un día hubieran aparecido todos a la vez y se hubieran repartido por las mesas. Dijo el nombre y el apellido de algunos de ellos, pero no me explicó quién era qué. Probablemente consideró que yo lo sabría. Pero la verdad es que en ese momento ninguno me sonó de nada.

Al hablar de algunos se entusiasmaba, como si él mismo se hubiera encontrado con ellos allí en el pasado, a pesar de que habían vivido medio siglo o un siglo antes, o incluso más. Y sabía mucho acerca de ellos. En general, sabía en qué mesa solían sentarse. Y si venían solos o acompañados. Si bebían café o té, y si alguno prefería el vino, sabía cuál. Qué tartas les gustaban más o si no probaban las tartas.

Y también quién acostumbraba a sentarse en nuestra mesa, en la que estábamos. Era la primera vez que escuchaba ese apellido. ¿Le conocía usted? Entonces sabrá a qué se dedicaba. Fue el único apellido que se me grabó en la memoria de todos los que dijo entonces. A lo mejor fue porque también se ocupaba de los sueños, como acaba de decir usted.

Más tarde me compré el libro de sus sueños. Quizá también nosotros podríamos vernos reflejados en ellos. Usted, yo. Y cualquiera. En teoría eran sus sueños, pero en realidad son sueños sobre el ser humano. Al parecer acudía a diario a aquella cafetería. Y siempre a la misma hora. Minuto arriba, minuto abajo. Se podía aprovechar para poner en hora los relojes cuando entraba. Sacaba su reloj del bolsillo y comprobaba si había llegado puntual. Y en la cafetería todos sacaban sus relojes y comprobaban si estaban en hora. A veces se bebía un café tras otro, sobre todo cuando escribía algo en alguna servilleta. Otras veces sólo pedía un vaso de agua y se quedaba meditando.

—Quizá esperaba a alguien —le dije, queriendo demostrar que le escuchaba.

Porque supongo que estará de acuerdo conmigo en que si alguien no se ha citado con una determinada persona pero le gustaría encontrarse con ella, acudirá todos los días a la misma hora al lugar donde antes quedaban para verse. Como si el propio lugar fuera capaz de provocar que esa persona apareciera por allí. Es engañoso creer que los lugares son más duraderos que el tiempo y la muerte.

—Eso no lo sé —me dijo—. Esperar es un estado permanente en nosotros. ¿Sabe?, con frecuencia no nos damos cuenta pero desde que nacemos hasta que morimos vivimos esperando. Y él probablemente se sentía unido a esta cafetería, a esta mesa. A menudo se trata de un afecto mucho más fuerte que cuando se experimenta hacia otra persona.

No dije nada. Sencillamente no entendía que se pudiera uno sentir unido a una cafetería, y mucho menos a una mesa.

Por eso, como al entrar viera que su mesa estaba ocupada, daba media vuelta y se marchaba, aunque estuvieran libres otras mesas. El dueño de la cafetería tenía entonces que enviarle sus disculpas y asegurarle que nunca volvería a repetirse. Alguna vez llegó a montarle un escándalo a la persona que había ocupado su mesa. Un día hasta pegó un golpe sobre la mesa con su bastón. Se había sentado en ella una pareja de jóvenes que no sabían que aquélla era su mesa, quizá era la primera vez que estaban en la cafetería. Y además, como ocurre con los jóvenes, el mundo aún les pertenecía, cuanto más una mesa en aquella cafetería o en cualquier otra. Y no aceptaron cambiarse, que a ver por qué. Ya se sabe que la cafetería es para todos y que todas las mesas son para todos. El que llega primero, para él la mesa. Yo tampoco me habría cambiado. Quizá si lo hubiera pedido amablemente, si hubiera dicho que necesitaba sentarse en esa mesa, porque si no hasta el té o el café tendrían un sabor distinto… Así lo habría entendido. Pero es que él les estaba echando, como si estuviera en su propia casa.

Por lo visto, en una ocasión pegó a alguien en la cara con un guante, que quién era el que osaba ocupar su mesa. Y sin duda la cosa habría terminado en un duelo, porque el otro contestó arrojándole un guante, lo cual significaba que exigía una satisfacción. Por fortuna, el dueño recogió los guantes y calmó los ánimos.

Tras ese incidente, colocaron en el servilletero un letrero en el que ponía que la mesa estaba reservada. Pero ya nunca volvió allí.

Y de pronto dijo algo que me hizo reflexionar:

—El dueño de la cafetería murió y su hijo pasó a encargarse de ella. Después el hijo de éste. Pero en esa mesa, en el servilletero, siguió siempre colocado el letrero de «Reservado». Quizá si hubiera sabido que la tenía reservada, que le estaba esperando… Más tarde estalló la guerra y aún no había terminado cuando los soldados se apropiaron de la cafetería. Y para ellos no valía eso de reservado o no reservado, porque todas las mesas eran suyas. Se dejaban caer en el primer sitio que encontraban, ponían los pies sobre las mesas.

Entonces, de improviso, me preguntó si me apetecía un pastel.

—Con mucho gusto —le dije, a pesar de que evitaba los pasteles, y lo mismo el café, no me convenía tomarlo. Por aquel tiempo sufría una úlcera de duodeno. Hizo una señal con la cabeza a la camarera. Trajo en una bandeja pasteles de diversos tipos, le dirigió una sonrisa, se ve que le conocía, porque no era la sonrisa típica de una camarera. Él echó un vistazo a la bandeja y me dijo:

—Coja éste. Solamente lo encontrará aquí.

Asentí con la cabeza, que me parecía bien. Y él pidió lo mismo. Y cuando la camarera cogió el pastel con las pinzas con intención de servirle a él primero, apartó la mano de ella dirigiéndola hacia mi plato y sólo después dejó que le sirviera.

—¿Verdad que está exquisito?

—Ya lo creo —le contesté, aunque no me había gustado mucho, demasiada crema.

El tema del pastel no daba para más. Así que nos quedamos en silencio. Lo suyo era que yo dijera algo. Él me había hablado tanto de la cafetería y yo nada. Pero no se me ocurría qué. No me sentía con muchas ganas de hablar. Quizá me cohibiera la idea de que nos habíamos saludado por error en la calle y ahora estábamos allí, como dos viejos amigos, aunque no nos conocíamos de nada. Aparte, empezó a dolerme un poco el costado derecho, más abajo de las costillas, resultado evidente de haberme bebido el café y seguro que también por el pastel. Me daba miedo que se me agudizara el dolor, porque entonces no estaría en condiciones ni de pensar en qué podía decir. Cuando el dolor se me hacía cada vez más insoportable, normalmente lo único que estaba en condiciones de hacer era callar. Aunque en ese momento hasta el silencio me exigía un gran esfuerzo. La verdad es que llevaba mis pastillas, pero no iba a tomarme mis pastillas delante de un desconocido. Igual me habría preguntado que qué me pasaba. Y la conversación podría haberse centrado en mi úlcera de duodeno. Y si él también tenía alguna dolencia, nos podríamos haber tirado el día entero hablando de enfermedades. Ya sabe usted que las enfermedades son el suplemento perfecto para cualquier conversación. Ya, pero ¿es que nos habíamos saludado por error en la calle para acabar hablando de enfermedades? Y encima él afirmaba que no había sido una casualidad. Así que preferí mejor no decir nada. De cuando en cuando hacía algún comentario, pero más bien para confirmar sus palabras, como con lo del pastel, cuando dijo que si exquisito y yo dije, ya lo creo.

—Pues, ¿sabe? —dijo, interrumpiendo por fin el silencio—, aquí continúan preparando los pasteles según recetas tan antiguas como la propia cafetería. Y con el café sucede otro tanto. ¿No ha notado usted que el café tiene aquí un sabor diferente al de otros lugares?

—Es cierto, sí —contesté.

—Ah, el antiguo sabor del café —pareció dejarse llevar por alguna nostalgia.

Yo no sabía qué significaba lo del antiguo sabor del café, porque de mi infancia sólo recordaba el del café de cereales con leche. Bueno, y luego el del que nos daban en la escuela aquélla, tras la guerra, sin leche, sin azúcar, sabía a agua amarga.

—Por eso suelo venir aquí —comentó—. No me importaría saber cómo preparan el café. Una vez se lo pregunté al dueño, pero lo único que contestó fue que se alegraba de que me gustara. Y pensar que hasta las cafeterías tienen sus secretos. El antiguo sabor del café… —Se quedó abstraído. Y saliendo de golpe de sus cavilaciones me preguntó—: ¿Se ha parado alguna vez a pensar lo fuertes que son los lazos que nos atan al pasado? No necesariamente al nuestro. Aunque, ¿qué significa eso de nuestro pasado? ¿Dónde están los límites? Es algo así como una nostalgia indeterminada, pero ¿nostalgia de qué? ¿Acaso no de algo que nunca ha existido y que sin embargo ha tenido lugar? El pasado es sólo nuestra imaginación y la imaginación necesita nostalgia, más aún: se alimenta de la nostalgia. El pasado, mi estimado señor, no tiene nada que ver con el tiempo, como suele pensarse. Y además, ¿qué es el tiempo? ¿Es que existe eso que llamamos tiempo, exceptuando en los calendarios y en los relojes? Simplemente nos vamos desgastando, ni más ni menos. Igual que todo lo que hay a nuestro alrededor. La vida es energía, no duración, y la energía se gasta. Y volviendo al tema del pasado, el pasado nunca nos abandona, ya que continuamente lo creamos de nuevo. Lo crea nuestra imaginación, ella es la que da forma a nuestra memoria, la que le otorga rasgos distintivos, la que le dicta las elecciones, no al revés. La imaginación es la tierra de nuestra existencia. La memoria es sólo una función de la imaginación. La imaginación es el único lugar al que nos sentimos unidos, el único del que podemos estar seguros de que vivimos en él. Y al morir, también morimos en ella. Junto a todos los que alguna vez han muerto y que nos ayudan a nosotros a morir.

De pronto metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó su cartera.

—¿Me permitiría abonar la cuenta? —me adelanté a decir, pensando que tenía intención de pagar, y que de pasó daba a entender que nuestro encuentro había llegado a su fin.

—De ninguna manera —se opuso—. Yo le he animado a entrar. Es usted mi invitado. No lo olvide, por favor. Pero en realidad ahora lo que deseaba era mostrarle algo.

Empezó a rebuscar entre los compartimentos de la cartera, sacando fotos, tarjetas de visita, documentos, hojas dobladas por la mitad, billetes. Fue echando todo sobre la mesa, algo se le cayó al suelo, pero no me dio tiempo ni a inclinarme, se lanzó como un halcón sobre su víctima y se anticipó a mí.

—¿No está aquí? ¿Cómo es posible? Pero si siempre… —se reprochó a sí mismo, a la vez un poco preocupado—. No está aquí. Al final resulta que no está. No lo comprendo. Le ruego que me perdone. —Después volvió a meter la cartera en este bolsillo de aquí, en la pechera—. ¿Le apetece un licor? —me preguntó de repente, como olvidando lo que quería enseñarme—. Tienen aquí un licor de almendras riquísimo. ¿Quizá entonces un vino? Se arrepentirá. No, yo solo no. Si estuviera sólo sería distinto. Aunque no sé si en ese caso tendría ganas de beber nada. Siempre debe haber algún objetivo, para que también el deseo se experimente. Esto afecta de igual modo a las ganas de vivir. ¿De dónde es usted? —me preguntó inesperadamente.

Me sorprendió, pensé que ya no iba a preguntármelo, puesto que no lo había hecho antes. Llevábamos ya un buen rato allí sentados, en las tazas ya no nos quedaba café y en los platos nada más que las migas de los pasteles. En otras situaciones similares, normalmente me preguntaban enseguida que de dónde era. Cosa lógica, porque por mi acento la gente no tardaba en imaginarse que era extranjero. Desde mis primera palabras se imponía preguntarme que de dónde era.

—Lo sospechaba —dijo—. Incluso estaba seguro. Ya ahí, en la calle, cuando me pidió usted disculpas. Pero sin duda fui yo el primero en saludar. Quién sabe si no estuve ya seguro nada más ver que echaba usted mano al sombrero. Mi rostro no podía resultarle a usted conocido, el suyo a mí sí. Se abrió paso hacia mí como en un destello. Empecé rápidamente a buscar entre mis recuerdos, ¿dónde?, ¿cuándo? Y de pronto, una revelación: ¡Pues claro!

—¿Ha estado usted alguna vez allí? —le pregunté, aunque quizá fuera un poco descortés por mi parte interrumpirle así. Pero me pareció que lo suyo era preguntarlo, incluso que eso pretendía él que yo hiciera.

—No, nunca —negó bruscamente, casi como apartando mi pregunta—. Lástima que aquí no se pueda fumar —dijo—. No fumo, pero hay momentos en que me apetece fumar. ¿Usted fuma?

—No —le contesté—. Lo dejé. Antes fumaba.

—Bien. Muy bien. Mejor para la salud. —Y se quedó con la mirada fija en algún punto, inmóvil.

Se me pasó por la cabeza que igual había visto a alguno de aquellos que durante más de dos siglos habían estado acudiendo a la cafetería. Que quizá incluso había advertido en la puerta a ese que solía sentarse en nuestra mesa. Y pensé que al instante se levantaría y diría, perdónenos, ya nos marchábamos. Entonces, con una voz apagada, en tono bajo, me dijo:

—Mi padre estuvo.

—¡Vaya! A lo mejor fue con su padre alguna vez —casi pegué un bote de alegría, me animó la perspectiva de que tendría la oportunidad de decir alguna cosa más.

—Durante la guerra —me interrumpió.

Oír eso me causó una extraña sensación. Quizá porque ya me había puesto a pensar en lo que quería decirle, ahora que al fin se me presentaba la ocasión, y como por encima de sus palabras dije:

—Siempre puede resultar más agradable viajar con alguien que ya ha estado. Sobre todo con el padre de uno.

—Mi padre murió —cortó de raíz mis ánimos.

—Lo siento. No lo sabía. Acepte mi más sentido pésame.

—Pero si no conocía usted a mi padre —dijo casi indignado—. En cualquier caso, se lo agradezco.

Me sentí incómodo. En el costado derecho, por debajo de las costillas, noté una ligera presión, el dolor de mi duodeno volvía a darme a entender que ya empezaba. Así solía empezar, al principio sólo una leve presión por debajo de las costillas en el costado derecho. A veces se retiraba, como había pasado un momento antes, después del café y el pastel. Pero ahora parecía más intenso, empezaba a extenderse alrededor del costado hacia el esternón. Me intranquilicé pensando que si el dolor continuaba aumentando, pronto se haría insoportable. Me pondría pálido, aparecería sudor en mi frente, y sería difícil que no lo advirtiera. ¿Se encuentra mal?, me preguntaría. ¿Y qué iba a contestar entonces? ¿Que era por el café y el pastel? El café excelente, el pastel exquisito, yo mismo lo había asegurado. Tampoco era cosa de decir, no, no, continúe, por favor, porque en general no era cosa de confesar que me ocurría algo. Menos aún en aquel momento, cuando acababa de comentar lo de su padre. ¿Y voy yo y qué? ¿Que si tengo una úlcera de duodeno? Reconocerá que eso habría sido, cuando menos, una torpeza. Jamás se debería comparar un dolor con otro. Cada dolor es único, sin par.

Pensaba en cómo hacer para meter disimuladamente la mano bajo la chaqueta y apretarme con fuerza donde me dolía, cada vez más, porque a veces me aliviaba. A menudo eso me sacaba de un aprieto si estaba con gente. O por las noches, por ejemplo. Los peores dolores solían presentarse por las noches. Cuando no podía soportarlo más, me levantaba de la cama, me ponía en cuclillas y con la mano apretaba ese dolor hacia adentro, por así decir, con todo mi ser, acurrucándome hasta tocar las rodillas con la barbilla. A veces me pasaba así toda la noche, porque sólo así se podía soportar. Y estuve sufriéndolo durante muchos años. ¿Desde cuándo? Empezó en alguna de las obras. Al principio sólo en primavera y en otoño. En más de una ocasión tuve intención de ir al médico, pero en verano o en invierno me encontraba mejor y lo olvidaba. Me quedé como un fideo. Todos me preguntaban, ¿qué te ocurre que tienes tan mal aspecto? ¿Estás enfermo? No estoy enfermo, simplemente es mi aspecto.

Ya no aguantaba la compasión de nadie. Si no me dolía y justo en ese momento alguien venía a compadecerse de mí, me empezaba a doler de golpe. Tomaba agua de linaza, y mucha. Sí, así como usted dice lo hacía yo. Echaba por la noche una cucharada de linaza en agua tibia y por la mañana me la bebía en ayunas. Algo ayudaba. Ya casi no bebía alcohol. Procuraba también comer sólo alimentos hervidos y no grasos. Más tarde pasé a llevar una dieta estricta. Fue lo que me recomendó un amigo, pianista en una orquesta. Él tenía el mismo problema que yo. Sólo que él iba al médico.

No me creerá, pero cuando tocaba nunca me dolía. Se tocaba hasta altas horas de la noche, alguna vez hasta la mañana siguiente, y no me dolía. Imagínese usted que pesaba veinte kilos menos de lo que debería para la altura que tenía. Mire, la mandíbula me sobresalía como si en la cara no tuviera carne, en lugar de mejillas, hondonadas, la nariz se me había estirado. Ya después, mucho después, cuando pasé todo aquello y cogí algo de peso, mi esposa me confesó un día que al mirarme pensaba que llegaría un momento en que la mandíbula y las mejillas se igualarían.

Me hice un esmoquin a medida para nuestra boda, el sastre me toma las medidas, por aquí, por allá, y en cierto momento dice:

—Perdone, pero ¡mire que es usted delgado! En fin, le dejaré más tela en las costuras por si algún día quiere ensancharlo. Un esmoquin no se cose para una sola vez.

Noté que había tenido en la punta de la lengua la palabra flaco, pero que había dicho delgado por cortesía profesional. ¿Cómo no iba a estar flaco con lo poco que comía? Comiera lo que comiera, enseguida me dolía. Ya ni siquiera bebía vino ni cerveza. En las fiestas, por ejemplo, todos comían y bebían y yo pedía un vaso de leche. Lo único que me entraba. Nadie podía entenderlo. Sin estar enfermo, sin tener ninguna dolencia y bebiendo leche. Me insistían, me aconsejaban, hacían chistes, brindaban a mi salud y yo allí brindando con leche. Y no deseaba otra cosa más que me dejaran en paz, que se olvidaran de mí.

A mi esposa la conocí por lo del vaso de leche. El contrabajista de la orquesta en la que yo tocaba celebraba su cumpleaños y como siempre pedí un vaso de leche. Y ese vaso de leche atrajo su atención. Hasta ese momento no había reparado en ella. De todos modos, cuando uno tiene dolores no es sensible ni a la belleza de las mujeres. Aparte es que había muchísimos invitados en aquella fiesta. Me quedé de pie a un lado y ella se acercó a mí entre la gente.

—¿Le gusta a usted la leche? A mí también.

—¿Pedimos otro vaso de leche? —le dije.

—No —contestó—. Beberé de su vaso. ¿Puedo? —Y después bailamos.

Después ya fui al médico, estuve seis semanas en un hospital, me hicieron pruebas y al final dijeron que la única solución era pasar por el quirófano. No accedí, así que me mandaron inyecciones y pastillas. Todavía lo recuerdo, Robuden. Durante un año me sentí mejor. Pero pasado un año tuve una recaída y me sentí aún peor que antes. Pensé que me había llegado la hora. Mi esposa lloraba a escondidas, pero sus ojos la delataban y se notaba que había estado llorando. Hay ojos que uno los mira y no nota que han estado llorando. Basta con secarlos. Pero hay otros en los que el llanto permanece mucho tiempo, incluso aunque hayan llorado mucho antes. Los suyos eran de éstos.

Yo fingía no enterarme. Pero una vez volví tarde del local y ella aún no dormía. Me miró y algo me dio mala espina.

—Has llorado —le dije.

—No. ¿Por qué? ¿Qué motivo puedo tener?

—Conmigo siempre tendrás motivos. Escogiste mal. El vaso de leche te confundió.

—¡No te burles! —Y se echó a llorar.

Algún tiempo después me llevó a un herborista. Un médico, pero que curaba con hierbas. Entonces los médicos aún no creían en las plantas. No sé cómo le encontró. Pidió cita para mí y me acompañó. Era un viejecito, murmuraba y murmuraba mientras yo le contaba qué síntomas tenía y desde cuándo. Y me dio una bolsa grande con hierbas. Mi esposa me hacía las infusiones, cuidaba de que me las tomara regularmente, tres veces al día y a las mismas horas, por la mañana y al mediodía veinte minutos antes de desayunar y comer, y por la noche veinte minutos después de cenar. Lo que pasa es que por las noches me la ponía en un termo cuando iba a tocar.

Y ya ve usted. Después del primer mes me sentí mejor, me dolía mucho menos, podía comer más, empecé a subir de peso. Y a los cuatro meses recuperé por completo mi peso. Comía de todo, hasta me tomaba una copita de alcohol de vez en cuando y nada. Durante todo un año bebí las infusiones y luego ya sólo en primavera y en otoño. Y aquí me tiene.

¿Le gustaría apuntarse qué hierbas eran? Sólo que tendría que encontrar antes una hoja de papel y algo con qué escribir. Entonces más tarde. Sí, lo recuerdo, no lo he olvidado. Si recordara todo igual… Aunque no sé si en tal caso sería posible vivir. Y dudo que esa memoria fuera más verdadera.

No, nos separamos por otro motivo. Yo no quería tener hijos, como le he comentado, y ella lo deseaba con todas sus fuerzas. Me gustaban y me gustan los niños, también se lo he comentado. Pero no quería tener hijos propios. ¿Por qué? Eso ya lo dejo a su intuición. Yo podría no decirle la verdad. ¿Si me arrepiento? Puede que sí, puede que no. Nos separamos cuando yo ya me encontraba bien, incluso casi me olvidé de que había estado enfermo. Las esposas no se marchan en medio de la enfermedad. Y mucho menos ella, nunca me habría abandonado por esa razón. A decir verdad, durante mucho tiempo no le confesé que estaba enfermo. Cuando lo descubrió, incluso llegó a gritarme un día:

—¡Si no te tratas la enfermedad, te dejo!

No quería atormentarla con mi enfermedad. No me hubiera atrevido a atormentar a nadie con mi enfermedad, sobre todo a mi esposa. ¿Que dolía? Pues que doliera. Uno se acostumbra a cualquier dolor si duele permanentemente. Igual que aquella vez en la cafetería. Me dolía, pero le escuchaba. Y quizá por influencia de ese dolor que iba aumentando por debajo de las costillas en el costado derecho, le pregunté:

—¿Sufría alguna enfermedad?

Uno no debería hacerle preguntas a nadie bajo la influencia del dolor propio. Enseguida me convencí de ello.

—No —dijo—. Se suicidó. —Pudo parecer que lo había dicho con calma, pero al mismo tiempo levantó su taza y se la llevó a la boca, a pesar de que no había nada en ella. Y añadió—: Han pasado ya muchos años, pero sigue siendo para mí un asunto muy doloroso. Y cada vez más doloroso. Por eso le agradezco que me haya dejado invitarle a tomar un café.

Eso sí que ya no lo entendí, se lo aseguro. ¿Nos habíamos saludado por equivocación y él me daba las gracias? Y me preguntó de improviso:

—¿De qué año es usted? Lo imaginaba. Yo tenía más o menos la misma edad que usted cuando mi padre regresó de la guerra. Por desgracia o por fortuna, no fue capturado. Durante algún tiempo se ocultó, así que no regresó de inmediato. Ya no esperábamos que apareciera. Pero inesperadamente un día volvió, vestido con ropas de civil, con barba, demacrado. Así que con mayor razón cualquiera pensaría que no podría haber sucedido nada más dichoso. En general es lo que se suele pensar cuando alguien vuelve de la guerra… Y es lógico. Regresar de una guerra lleva de alguna manera inscrita esa dicha en su naturaleza. A no ser que alguien vuelva a una casa vacía o en ruinas. Fíjese usted en lo que siempre ha significado regresar de una guerra. Alguien ha vuelto, alguien no ha vuelto, eso mismo ya define una escala para nuestra experiencia. Alguien ha vuelto, alguien no ha vuelto, crece y se convierte en un desgarro interior. Como si el destino humano se columpiara constantemente entre la dicha y el dolor. Si se mira la guerra desde esta perspectiva, podría parecer que las guerras tan sólo se producen para que tengan lugar esos regresos. Como si no existiera un patrón más alto para medir la alegría del ser humano o bien su mayor dolor, en el caso de que alguien no vuelva. Por tanto, regresar de la guerra podría constituir la prueba más concluyente de que es posible el triunfo de la vida sobre la muerte. Sin embargo, se trata de un triunfo que debemos demostrar constantemente. Porque es como regresar del más allá. Por ello, cuando alguien ha regresado aunque sea como un inválido, sin brazos, sin piernas, sin ojos, de la propia naturaleza del regreso se desprende que debería ser recibido con alegría. Al traer su vida salvada, trae esa alegría hasta el umbral de la casa.

Por desgracia, nuestra alegría por el regreso de mi padre ni siquiera tuvo cuándo exteriorizarse. Al entrar en casa nos miró con ojos fríos. Y cuando mi madre, echándose a llorar, quiso arrojarse en sus brazos, él la detuvo. De igual modo, cuando mi hermano pequeño y yo nos apretamos contra él, nos apartó de su lado. Y al menos tendría que haber cogido en brazos a mi hermano y haber dicho, ¡pero cómo has crecido, hijo mío!

Ésa es una de las primeras normas del regreso. Sobre todo porque, cuando se fue a la guerra, mi hermano apenas comenzaba a andar. Le pidió a mi madre un vaso de agua. Mientras se bebía el vaso de agua, mi hermano y yo nos quedamos mirándolo, se diría que con avidez, como si fuéramos nosotros los que estábamos tan sedientos. La nuez se le movía de una manera muy graciosa. Y para darle salida a aquella alegría nuestra que él había ahogado, nos echamos a reír al ver su nuez. Mi madre sin duda ya presentía algo y aprovechó nuestra risa para decir:

—Mira cómo se alegran los chicos.

No dijo nada. Solamente nos miró con aquellos ojos fríos y nuestra risa se extinguió. Le dio a mi madre el vaso y sin decir una palabra pasó al salón. Se dejó caer pesadamente sobre el sillón. Mi madre empezó a preguntarle si estaba cansado, si prefería tumbarse, o quizá tomar un baño, cambiarse de ropa. Que todas sus cosas estaban esperándolo. Que tenía sus camisas y sus pijamas planchados, y los trajes limpios. Había pedido una navaja de afeitar y el vecino la había afilado, así que podría afeitarse. Hasta había logrado hacerse con jabón de afeitar. O quizá quisiera comer algo antes. Había unos huevos, de milagro los había conseguido. ¿Fritos? ¿Cocidos?

Pero no fue capaz de hacer que aquellos ojos fríos se inmutaran. Siguió sentado en silencio, perdido en algún lugar dentro de sí. Quizá no pudiera creerse que estaba en casa, que había vuelto. Mi madre, desconsolada, ya no sabía qué hacer ni qué decir. A ratos se alegraba o lloraba. Corría de pronto a por algo, como si lo acabara de recordar, pero luego volvía sin nada. Me dio mucha pena por ella. Pensé, me voy a sentar al piano y voy a tocar algo, lo mismo eso lo convence de que está en casa, de que ha regresado.

Siempre que me oía tocar, aunque estuviera muy atareado, venía al salón, se sentaba y me escuchaba. Nunca me pidió que tocara para él tal o cual pieza, sólo escuchaba. Sabía que deseaba que yo cumpliera su deseo incumplido. También quiso convertirse en pianista, al parecer tenía talento, pero todo se vino abajo cuando su padre, mi abuelo, murió en la guerra anterior. Como ve usted, cada generación debe tener su propia guerra.

No sabía si esperaba algún gesto afirmativo mío o alguna opinión, porque dejó de hablar, se quedó pensando, con la mirada fija en algún sitio. A pesar de que yo no había hecho nada por que me confesara todo eso, sentí como si me estuviera metiendo en su vida con malas artes. Y cada vez lo llevaba peor. Por eso consideré que era el momento perfecto para mirar la hora y decir, le ruego que me disculpe, pero ya debería estar en el ensayo, cosa que por otro lado era cierta, quizá la próxima vez, si usted lo desea. Así podré invitarle también yo a usted. Podemos encontrarnos aquí, en esta cafetería. ¿Mañana? ¿Pasado? ¿A la misma hora? Tenga mi tarjeta.

Pero inesperadamente se me adelantó:

—¿Qué instrumento toca usted?

Aquello me sorprendió, porque aún no me había dado tiempo a decirle que debería estar ya en el ensayo.

—El saxofón —le dije. Y aprovechando que me lo había preguntado, tenía ya intención de decirle que debía marcharme al ensayo, que ya llegaba tarde. Que hiciera el favor de disculparme.

Pero entonces repitió con lo que me pareció un leve tono de desprecio:

—El saxofón. —Y volvió a repetir pensativo—: El saxofón. —Al rato continuó—: No importa el instrumento que se toque. Lo incumplido, incumplido queda. Por eso tenía derecho a pensar que si tocaba para él… Y para nosotros. Porque a nosotros tampoco nos resultaba fácil creer que estuviera en casa, que hubiera vuelto. Durante toda la guerra mi madre se dejó los ojos llorando. Durante toda la guerra rezamos por él. Y a medida que la guerra se prolongaba, nuestra esperanza se iba debilitando. Cada vez nos llegaban menos cartas suyas y al final se interrumpieron. Mi madre le escribía, pero no recibía respuestas. Así que empezó a acostumbrarnos a la idea de que tendríamos que vivir sin nuestro padre. La guerra terminó y él no regresaba, así que la esperanza ya apenas ardía en nuestro interior. Pero allí estaba, había regresado cuando ya casi no lo esperábamos. Reconocerá usted que en tales situaciones casi resulta ya más fácil resignarse a que alguien no va a volver nunca, que dar crédito a que está allí, que ha regresado. Quizá el llanto sea más natural que la alegría en esas ocasiones. Como si el llanto resultara más adecuado en las situaciones en que no sabemos qué hacer con nosotros mismos. Sin embargo, contuvimos el llanto, y habría sido difícil imaginar que en sus fríos ojos pudieran aparecer lágrimas. Y si no son lágrimas, sólo puede ser música. Cuando los corazones se desgarran, únicamente música.

Ya iba a poner mis manos sobre las teclas, cuando se levantó lentamente del sillón y dijo:

—Voy a dormir un poco.

Mi madre intentó retenerlo, que esperara, que iba a prepararle la cama y mientras tanto podía comer algo y darse un baño. Como si no la hubiera escuchado. Con pasos pesados, se diría que haciendo grandes esfuerzos por tirar de sí, fue arrastrando los pies hasta su despacho, no hasta el dormitorio. Mi madre sacó una mantita, una almohada y le siguió poco después. Tardó mucho en volver. Mi hermano y yo fuimos a esperarla junto a la puerta del despacho. Al salir nos apartó de allí y nos prohibió que entráramos donde estaba nuestro padre, bajo ningún concepto. Que ni nos acercáramos a la puerta. Y que en general procuráramos no armar ruido. Y a mí, que no se me ocurriera tocar el piano.

Desde entonces durmió siempre en su despacho, sobre el sofá. Sólo salía para ir al excusado o al cuarto de baño. Y siempre entreabriendo primero la puerta, y si veía que mi hermano o yo estábamos cerca, cerraba de inmediato. Aunque mi madre cuidaba de que no anduviéramos innecesariamente por la antesala. Le pregunté una vez a mi madre por qué mi padre no quería vernos.

—De momento no, hijo mío —me contestó—. Deja que descanse. Date cuenta de lo cansado que debe de estar.

Tampoco comía con nosotros. Mi madre le llevaba la comida al despacho. Tres veces al día. Y siempre en la bandeja de plata. La misma con la que tiempo atrás la criada nos servía los platos. Durante la guerra habíamos aprendido ya a comer de cualquier manera, así que hasta nos habíamos olvidado de aquella bandeja de plata. Hacía mucho que tampoco teníamos criada. Y lo que comíamos no merecía ni bandeja de plata ni criada. A menudo ni siquiera había qué comer. Mi madre canjeaba muchas cosas de valor por comida. Incluso sopesó la idea de canjear también la bandeja de plata, porque si mi padre no regresaba ya no la necesitaríamos. Una vez sacó la bandeja del aparador con la intención de canjearla, pero de pronto tuvo como un presentimiento y dijo:

—Y si regresa, ¿con qué le voy a servir la comida?

Y en lugar de la bandeja canjeó los anillos de boda.

Cuando iba a su despacho con la comida, y a pesar de que sujetaba la bandeja con ambas manos, nunca permitía que le abriéramos la puerta nosotros, mi hermano o yo. Le llevaba la bandeja llena de cosas: la sopera, una fuente con lo que hubiera de segundo, un plato llano, otro hondo, la tetera, una taza con platito, el azucarero, los cubiertos. Dejaba la bandeja en el suelo, comprobaba que ninguno estuviéramos cerca, y sólo entonces llamaba a la puerta. Le llevaba la comida y llamaba antes. A su propio esposo. Es difícil imaginar una situación más extraña. De todas formas, nunca se acercaba a abrir. Abría ella. Levantaba del suelo la bandeja y entraba.

Normalmente esperaba hasta que terminaba de comer. Aunque a veces se quedaba dentro mucho más tiempo. En más de una ocasión me sentí tentado a aproximarme con cuidado hasta la puerta y escuchar de qué conversaban, o si no hablaban y se quedaban en silencio todo el rato. A pesar de que nos habían enseñado que no estaba bien eso de escuchar a escondidas. Pero como usted sabrá, la guerra nos había hecho olvidar muchas cosas que nos habían enseñado antes. Aunque no era eso lo que me contenía, sino más bien el miedo a lo que pudiera escuchar. Más aún porque mi madre solía salir del despacho con los ojos llenos de lágrimas cuando mi padre no quería comer, cosa que también ocurría. Y así empezó a crecer en mí el odio hacia mi padre. ¡Cómo lo odiaba a veces por aquellas lágrimas de mi madre! Hoy sí, hoy sí me imagino lo que sucedía entre ellos.

Cada vez que le llevaba la comida al despacho, lo más importante para mí era si mi madre salía de nuevo con los ojos llenos de lágrimas o si en alguna ocasión mostraba un rostro más complacido. Aunque me encontrara en la habitación más alejada, aguzaba el oído para saber cuándo salía mi madre del despacho y me iba corriendo para encontrarme de frente con ella y ver si tenía los ojos llorosos o si alguna sonrisa asomaba a su rostro, por poco que se notara. Incluso intentaba adivinar cuándo ocurriría eso, si era al llevarle el desayuno o la comida o la cena. Por primera vez me di cuenta de lo mucho que quería a mi madre. En cambio a mi padre lo odiaba, a pesar de que hubiera regresado, y sobre todo cada vez que mi madre salía del despacho después de haber llorado, cada vez que ella se descorazonaba. Es más, comencé a sentir que en mí recaía la obligación de defenderla de él. Me daba la impresión de que cada vez que mi madre le llevaba la comida, él me la arrebataba. Además, el amor que sentía hacia mi madre también me defendía de mi padre. Le confieso que sigue haciéndolo, a pesar de que mi madre tampoco vive ya. De no haber sido por ello, no sé si mi padre no me habría arrastrado tras él. Porque yo he heredado sus remordimientos. Probablemente experimento casi el mismo sufrimiento que él. ¿Le sorprende que los remordimientos se puedan heredar? Igual que todo, mi estimado señor, igual que todo. Debemos heredarlos, porque en caso contrario aquello que ocurrió seguirá repitiéndose. No podemos elegir de la herencia sólo aquello que no nos pesa. Nos enredaríamos completamente en nuestras propias mentiras. En realidad, ya estamos hundidos en la mentira hasta la cintura. ¿No se ha fijado usted en que la mentira ha adoptado el aspecto de la verdad? Se ha convertido en el pan nuestro de cada día. En una forma de vida. En poco menos que una fe. Con la mentira nos exculpamos, con la mentira persuadimos, con la mentira justificamos supuestas verdades. Observe usted el mundo. En cualquier caso, yo los he heredado de él. Y quiero que así sea. De otro modo puede que no fuera capaz de experimentar este inextinguible amor por mi madre.

Un día, después de salir del despacho llevando la bandeja, en la que otra vez había quedado la comida intacta, mi madre vino hacia mí con los ojos llenos de lágrimas.

—Tu padre quiere verte.

No sentí ninguna alegría, créalo. Ni siquiera alivio. Llamé a la puerta. Mi corazón parecía desbocado. Estaba sentado en el sofá, en pijama, en zapatillas, con la cama hecha, encorvado, como si estar sentado ya fuera para él un tormento.

—Acércate —me dijo.

Su voz me pareció la de un extraño. No lo habría reconocido por la voz.

—Más —dijo. Vi entonces que su cara estaba aún más enflaquecida y amarillenta que el día de su llegada. Sus ojos fríos parecían casi muertos. Me miraba con ellos, pero no estaba seguro de si me veía. El corazón me latía cada vez más fuerte en el pecho, a pesar de encontrarme frente a mi propio padre. Había sido un buen padre, créalo. Era extraordinariamente dulce, nunca se alteraba. Nunca me pegó, ni siquiera con la zapatilla, como hacía mi madre. Cometí más de una travesura, pero siempre se mostró benévolo. Aquélla era la primera vez que sentía miedo ante él.

—Hijo mío, quería confesarme ante ti —me dijo—. Ante ti, no ante Dios. —Me recorrió un escalofrío, aunque no había entendido gran cosa de esas primeras palabras suyas—. Dios perdona con demasiada facilidad. —Era como si sacara las palabras a la fuerza de su interior. Tenía la impresión de que no hablaba con la boca, sino que hablaba con todo su cuerpo exhausto por la guerra, un cuerpo tan delgado que los huesos se le notaban a través del pijama. Me parecía oír cómo con cada palabra se rozaban entre sí dentro de él—. Un padre debería confesarse ante sus hijos, si la memoria ha de perdurar. No quiero que me perdones. Quiero que recuerdes. Que tu memoria sea mi castigo. —Se fatigó, bajó la cabeza y durante largo rato permanecimos así, yo de pie frente a él, rígido, se diría que había recibido la orden de firmes, y él en el sofá, como si de un momento a otro fuera a caerse de cabeza al suelo. Haciendo un esfuerzo levanto su mirada hacia mí. Sus ojos ya no eran fríos, no estaban muertos, más bien parecían no dar crédito a que yo me encontrara frente a él. Me miró durante mucho tiempo. Me miraba y parecía seguir sin creer que fuera yo—. Recibí la orden de comprobar si no había nadie más por allí escondido. En el huerto, entre la casa y el granero, había una bodega para las patatas. Tienen la costumbre de excavar esas bodegas en la tierra, una especie de sótanos. Fui corriendo, levanté la trampilla y te vi a ti. Ahora que estás aquí de pie frente a mí, estoy aún más convencido de que eras tú. Vi tus ojos aterrorizados. Acércate más. —Miró mis ojos, los miró un buen rato, y tan de cerca que casi sentí como si nuestros ojos se tocaran—. Sí, son los mismos ojos. No podían creer que ese soldado, cuyo fusil aún humeaba y que a saber si un instante después no apretaría el gatillo, fuera tu padre. Vacilé un momento. Ese momento me hizo consciente de que yo no tenía derecho a vivir. Yo, tu padre, me sentí frustrado al verte allí. Cerré la trampilla con furia y grité que no había nadie. —Volvió a fatigarse, estaba claro que le faltaba el aire, pero al poco rodeó mi cabeza con sus manos y la puso sobre su hombro. Su cuerpo estaba temblando—. Habría sido mejor para todos nosotros que yo hubiera muerto —escuché su murmullo junto a mi oído—. Pero deseaba tanto veros antes de morir. Tanto. Te quiero, hijo mío. Pero eso no es suficiente para vivir. Ahora vete. —Y me apartó de sí.

Los dos nos quedamos en silencio por esas últimas palabras de su padre, porque qué se puede decir después de escuchar eso, se hace usted cargo, ¿no? La cafetería se había ido llenando poco a poco de gente, había cada vez menos sitio y más ruido. En cierto momento saludó a alguien o devolvió un saludo. Yo no miré a ver quién era, pensé que en un momento así no era correcto ni siquiera mostrar curiosidad. Volvió a saludar a alguien o a devolver un saludo y dijo:

—Sin embargo, nada hacía presumir lo que poco después ocurrió. Y además mientras se afeitaba, con la navaja.

Después de esas palabras fue como si se apagara. O quizá consideró que, dicho lo dicho, nuestro encuentro podía volver a ser considerado como una casualidad. Y que ya no le apetecía seguir hablando. A mí no se me ocurría nada que pudiera mantener la conversación. Lo que sí advertí, para mi propio asombro, fue que había dejado de dolerme en el costado derecho, por debajo de las costillas. Ni siquiera me di cuenta de cuándo había desaparecido el dolor. Como por arte de birlibirloque. Así que de buena gana me habría comido otro pastel y me habría bebido otro café. Y justo iba a preguntarle si le apetecería otro pastel y si se tomaría otro café, cuando en ese mismo instante miró su reloj y dijo:

—Vaya, no pensé que fuera tan tarde. Le estoy inmensamente agradecido. Por desgracia, debo irme ya.

Sacó la cartera, contó el dinero y lo colocó bajo el servilletero. Y cuando se guardaba la cartera en el bolsillo, de repente vaciló y la volvió a sacar.

—Espere, igual está aquí.

Empezó otra vez a buscar entre los compartimentos, como antes. Pensé que quizá ahora lo que quería era darme su tarjeta de visita. Y yo también metí la mano bajo mi chaqueta para sacar la cartera y darle una mía.

—No, no busque, en su cartera no la va a encontrar. Debe de estar por aquí en algún lado. Estoy seguro de que la tengo. —Rebuscaba en la cartera cada vez más nervioso—. Quería enseñarle a usted una fotografía realmente curiosa. De veras insólita. La persona que hizo la foto captó justamente aquel momento en que mi padre y yo nos encontrábamos frente a frente. Pero ¿dónde está? Es imposible que no la tenga. Lo extraordinario de la foto es sobre todo que nos estamos mirando a los ojos. Mis ojos aterrorizados, con los cuales miro a mi padre, y el rostro de mi padre cruzado por una mueca, pero con sus ojos fijos en mí. Y a la vez nuestras dos caras se ven de frente en la foto. Resulta difícil de imaginar, pero créame, ambos rostros están uno enfrente del otro y al mismo tiempo ambos están de frente a la cámara. El punto desde el cual está tirada esa fotografía parece físicamente imposible, como para que ambos rostros estén vueltos uno hacia el otro y a la vez ambos vueltos hacia la cámara. Estoy intentando averiguar dónde pudo estar situado ese punto, aunque de momento no he obtenido resultados. Pero en algún lugar se encuentra, y la mejor prueba es esa fotografía. Si lo lograra, sería un auténtico descubrimiento. Quién sabe si no sería una nueva dimensión espacial, de momento inaccesible para nuestros sentidos, para nuestra imaginación, para nuestras conciencias.

Las manos le temblaban, empezó otra vez a sacar el contenido de la cartera, no dejó dentro ni el menor pedacito de papel.

—Mire. —Me entregó una fotografía. Pensé que sería la que buscaba—. Mi madre.

—Hermosa mujer —dije. Y realmente era hermosa. Pero no se parecía a él. Quizá un poco en los ojos, en la boca.

—Así era antes de que mi padre regresara de la guerra —comentó, algo involuntariamente, ocupado como estaba buscando la otra foto. Ahora la buscaba entre todo lo que había desparramado por la mesa—. Quizá sea imposible dar con ese punto dentro de nuestro espacio cotidiano. En particular porque nos hemos habituado en exceso a ese espacio, nos hemos convertido en una más de sus dimensiones. Después de todo, es el espacio el que tiene la última palabra a la hora de decidir quiénes somos en realidad. Igual que en el caso de cualquier otra cosa. No sólo en el sentido físico de la palabra. A juzgar por esa fotografía, es posible que no se trate de un espacio físico. Eso precisamente es lo que trato de averiguar. A veces se pueden intuir indicios de ese espacio en la obra de los grandes maestros, en sus lienzos más logrados. Las leyes habituales de la física no admitirían ese espacio. Pero justo en eso consiste el arte con mayúsculas. Me refiero al arte en cuanto a mundo, en el que por desgracia se incluye el hombre. ¡Ah, si diera con ese punto! Lamentablemente, no tengo la fotografía —dijo con resignación, como decepcionado consigo mismo—. Discúlpeme. —Empezó a recoger y a meter otra vez en la cartera todo lo que había sacado, maquinalmente, sin pararse a pensar qué cosas iban en qué departamentos—. Le pido mil perdones —repitió—. Estaba seguro.

—No se preocupe —le dije—. Ya me la enseñará la próxima vez.

—¿Le gustaría volverse a encontrar conmigo? —se sorprendió.

—Por supuesto. Podríamos quedar aquí, en esta cafetería. Y si esta mesa estuviera también libre pues… —me apresuré a afirmar, para que no pensara que lo decía por pura cortesía.

—¿Sabe qué ocurre? —dijo mientras se guardaba la cartera en el bolsillo—. Que no sé si va a ser posible. Es más, va a ser imposible —repitió recalcando la palabra—. Tendríamos que volver a no conocernos y volver a saludarnos por error en la calle, convencidos de que ya nos habíamos encontrado antes en algún sitio. Pero ¿dónde?, ¿cuándo? En caso contrario, tendría usted razón al decir que sólo había sido una desafortunada casualidad.