¿Qué ocurrió después?, después nevó. Pero si eso ya lo sabe usted. Y entonces ¿cómo sabía que me escondí en la bodega de las patatas? No me escondí, me mandó mi madre por la mañana a que trajera patatas en un cesto. El żur se estaba haciendo, ya había echado las patatas y seguro que habrían sido suficientes con las que había en la cazuela. Pero le pareció que lo mismo serían pocas. Ve, hijo mío, coge el cesto y trae más, que yo las mondo. Cuando cocinaba lo que fuera, le gustaba llenar la cazuela, porque mira que si se presenta alguien de improviso y viene con hambre… ¿Que no? Pues igual se acabará comiendo.
¡Hasta que llené el cesto…! ¡Hasta que llegué a la trampilla cargado con él…! Que la bodega era profunda y yo aún no tenía tanta fuerza. Tuve que ir peldaño a peldaño, subía primero el cesto y luego yo. Ya casi estaba arriba, me quedaba nada más un peldaño, cuando de repente oí disparos. Pegué el ojo a una rendija de la trampilla y vi soldados, corrían, gritaban, rociaban con gasolina la casa, el granero, la porqueriza. Solté el cesto, rodó hasta abajo haciendo un ruido tremendo. Y yo, en lugar de salir y correr a mi casa, me encogí en cuclillas, cerré los ojos, me tapé los oídos con las manos y así que quedé, sin escuchar, sin ver.
Le aseguro que hoy sigo sin poder comprender mi comportamiento. No puedo perdonármelo. No, no era miedo, como a usted le parece. El miedo me habría echado de la bodega. Con miedo habría escuchado mi propio corazón, pero a mí el corazón se me paró. Ni siquiera noté murmullos en los oídos, que tenía tapados con las manos. Me quedé como muerto.
No sé cuánto tiempo estuve así sentado, como paralizado para siempre en esa posición, encogido en cuclillas, con los ojos cerrados, con las manos pegadas a los oídos. Y ni siquiera sé cuándo me dormí. ¿Se lo puede creer? Me dormí. ¿Es eso normal? La verdad es que nunca me gustó levantarme temprano, me costaba despertarme. Incluso cuando oía a mi madre inclinarse sobre mí y decirme, vamos, levanta, hijo, levanta, que ya es hora, no podía despertarme. Por eso era mi padre el que venía a despertarme con más frecuencia. Me quitaba el edredón y gritaba, arriba, venga, ahora mismo, ¡o te echo un cubo de agua fría encima! Luego durante mucho rato andaba medio dormido. Me lavaba y me vestía medio dormido. Tomábamos el desayuno y yo seguía medio dormido. Me tenían que llamar la atención para que comiera y no me durmiera. Al colegio iba aún con sueño. A menudo la maestra era la que me despertaba por fin, en la primera clase. O cuando en vacaciones llevaba las vacas a pastar, para ser exactos le diré que ellas me llevaban a mí, y yo a duras penas caminaba medio dormido tras ellas.
Bueno, pues cuando me desperté, la nieve ya lo cubría todo. Nunca había visto tanta nieve. Ni se lo imagina usted. Los árboles cubiertos de nieve hasta un tercio más o menos. No muy lejos, en el huerto, había una vieja colmena, las abejas se habían marchado de ella y mi padre no hacía más que prometer que iba a preparar un colmenar nuevo, pues también estaba sepultada por la nieve. Copos enormes, y se había acumulado tanta que apenas se veía nada. Y no dejaba de nevar. Me tenía que abrir paso con la mirada a través de esa nieve como lo haría a través de una niebla espesa. En todo el invierno no había caído nieve. Frío mucho, pero nieve ni una miaja. No podría decirle cuándo empezó a nevar. Pero sólo cuando paró se pudo ver el espesor de la nevada. La puerta de la bodega, hasta más arriba de la mitad. Por suerte, la rendija por la que yo miraba se encontraba en la parte más alta. No resultaba nada fácil ver algo al pegar el ojo a ella, porque la nieve me deslumbraba y de qué manera.
Una nevada así transforma el mundo. En el bosque, por ejemplo, camina uno entre árboles cargados de nieve y a veces hasta le entran ganas de tumbarse a los pies de alguno de ellos. Y ya pueden estar cayendo copos así de grandes, uno se tumbaría allí incluso aunque le cubriera. ¿Y por qué no? ¿Tan difícil es imaginarse que está uno en la cama, entre sábanas, bajo un edredón mullidito, sin que nadie le despierte, y que además está a los pies de un abeto feliz? Claro que sí, los árboles pueden ser felices, o infelices, que los hay también. Igual que el hombre, tampoco es que haya tanta diferencia. No le veo muy convencido. Pues le diré que de pequeño era capaz de distinguir de un vistazo qué árbol era feliz y cuál no. Iba con mi madre a coger bayas o setas, ella se fijaba en las bayas y las setas y yo en los árboles, a ver cuál era feliz y cuál no. A veces la llamaba para que viniera a verlo, que tenía que verlo enseguida. Dejaba las setas o las bayas pensando que me había pasado algo. Pero nunca me dijo nada como que vaya tonterías se me ocurrían, que la había hecho ir en vano. Intente usted imaginárselo: dos robles juntos, un roble al lado de otro roble, uno es feliz y al otro, como si las preocupaciones lo hubieran paralizado, en uno las hojas hasta se mueven por la alegría de estar vivas y en el otro, como si quisieran desprenderse.
Hoy ya no soy capaz de distinguirlos en ese sentido. Muchas veces me recorro un buen trecho de bosque y no lo consigo. Todos me parecen iguales, pero si felices o infelices eso ya no lo sé. A menudo me llevo a los perros y me fijo a ver si ellos los distinguen. Pero ninguno los olfatea. ¿Y cómo les animo a hacerlo? ¿Qué es lo que tienen que olfatear? ¿Que olfateen qué árbol es feliz y cuál no? Entonces habría que explicarles qué significa eso. Y eso no lo sabe nadie. Además, quizá para los perros el bosque tenga un significado diferente. En cualquier caso, para mí ya no es el mismo bosque.
Cuando ya no soportaba el frío allí pegado a la rendija, me bajé al fondo de la bodega. En el fondo se estaba mucho más calentito. Allí dormía, allí comía. Sí, había cosas para comer. No sólo patatas. Zanahorias, remolacha, repollo, nabos. Para beber cogía nieve. Conseguí empujar un poquito la trampilla, lo suficiente para sacar la mano y coger puñados de nieve.
No pensaba que nadie me fuera a encontrar. Incluso le diré que no quería que me encontraran. Además, quién. Ni un alma, todo en silencio, sólo la nieve. Aparte de eso es que empecé a estar a gusto, aunque no se lo crea. Me sentía igual que cuando me tumbaba dentro de la barca en el juncal y a lo lejos me llamaban, mi padre, mi madre, mis hermanas, pero yo fingía no oírles. Y me imaginaba cómo me regañarían después. Pero ¿dónde te habías metido, niño? Eres de la piel del diablo. No hacemos más que llamarte y llamarte.
No aparecía ningún animal, ningún pájaro pasaba volando ni se posaba por allí. Sólo algún tiempo después vi una liebre sobre la nieve, aunque se esfumó en un santiamén. Y más tarde otra, pero no sé cuánto tiempo pasó desde la anterior, no contaba los días. Sí, claro, podría haber ido apartando una patata al día, pero ¿para qué? Cuando uno cuenta, significa que espera algo. Y yo ya no contaba con que ocurriera nada. Al cabo de un tiempo apareció un corzo. No me creía que fuera de verdad. Lo miraba y no me lo creía. Pensé que lo estaba soñando, porque lo tenía al lado, como de aquí al fregadero. Y además muy tranquilo, confiado, es raro ver corzos tan tranquilos y confiados. Ahí se quedó, como si no hubiera nada capaz de espantarlo. Tendría hambre y empezó a escarbar en la nieve con el hocico. Pensé en echarle una patata, quizá así se acercara a mí. Pero no pude empujar más la trampilla. Y de repente, no es que se asustara de algo, es que desapareció, sin más. ¿Sabe? Cuando uno no hace otra cosa más que mirar la nieve, y encima a través de una rendija, todo se ve de manera distinta. Incluso suelen ocurrir cosas distintas a cuando no hay nieve.
Tenía el ojo pegadito a la rendija y pasaban ante mí algo así como postales navideñas, como si estuviera sentado en el fotoplasticón. Por ejemplo, donde había estado la habitación se me apareció una vez un árbol de Navidad lleno de velitas. Y ardían con tanto brillo que alrededor hasta se hizo de noche, a pesar de ser de día. Otra vez, de pronto, más allá del bosque vi cómo caía del cielo una estrella, grande, resplandeciente, con una cola luminosa. Tuve que apartar el ojo de la rendija, no fui capaz de mirarla mucho rato. Otro día vi a los Reyes Magos. ¿Cómo supe que eran ellos? Pues porque llevaban una corona. Daba la impresión de que se habían perdido, porque apenas si avanzaron un trecho y enseguida se dieron la vuelta y siguieron en dirección contraria.
Una vez fui con mi padre al mercadillo y entramos en una tienda a comprar cuadernos. Bajo el cristal del mostrador había unas postales, entre ellas una con los Reyes Magos en medio de la nieve, y alguien les estaba diciendo que no era por allí, sino por aquel otro lado. No podía apartar la vista de ella. Era la primera vez que veía postales. Incluso me animé a preguntarle al tendero qué se hacía con ellas.
—Se mandan por correo —me dijo.
Empecé a darle la tabarra a mi padre.
—Vamos a comprar una, papá, y la mandamos.
—¿A quién? —Me cogió de la mano y tiró de mí enfadado—. No tenemos a quién. Todos están aquí.
Otro día comencé a oír la campanilla de un trineo y pegué el ojo a la rendija. Cada vez más alto y más alto, estaba claro que venía en mi dirección. Pero de repente se fue alejando hasta que cesó por completo. Y no vi ni el trineo ni a quien viajara en el trineo. Y otra vez apareció un grupo de villanciqueros disfrazados de la forma tradicional. Caminaban en fila, uno detrás de otro, casi no sacaban los pies de la nieve. Delante iba la Estrella, después el rey Herodes, el Mariscal, el Judío, el Guardián y al final, el Diablo. Me extrañó que no estuviera la Muerte. Y pensé, ¿entonces quién le va a cortar la cabeza a Herodes? Aunque quizá sí estuviera, pero blanca, y como la nieve también es blanca no se la distinguía. Igual que a menudo no se distingue el sueño de la realidad.
Desde que el señor Robert y yo nos conocimos, cada Navidad me enviaba una de esas postales y yo a él también. Yo escogía precisamente postales de ese tipo, con árboles de Navidad, con villanciqueros, con los Reyes Magos y otras así. Él a veces elegía algunos motivos de los que luego se burlaba en la felicitación. Le envío a usted lo que todavía queda de nuestra ingenuidad, tal y como puede ver al dorso.
Un año le compré una postal… Me la encontré de pronto, era igual a una de las que vi a través de la rendija de la trampilla. Idéntica, literalmente. La estrella caía más allá del bosque y el mundo estaba cubierto de nieve. La compré, de inmediato compré un sello, casi en un arrebato escribí la dirección y la mandé. No al señor Robert. Aquí. Sin felicitaciones. ¿Qué felicitaciones iba a haber puesto? Y desde entonces todos los años por Navidad mandé una. Sin felicitaciones. Sólo una vez dudé si no escribir: Siempre vuestro. Pero ¿de quién? No me las devolvían. ¿Cómo iban a devolvérmelas si yo no ponía mi dirección? ¿Cree usted que eso no tiene sentido? Yo también lo creía. Pero llegaba la siguiente Navidad y otra vez la enviaba. Quizá no esté usted de acuerdo conmigo, pero, en mi opinión, ya sólo en las postales el mundo es como nos gustaría que fuera. Por eso nos las mandamos.
No, no me paré a pensar qué ocurriría cuando se deshiciera la nieve. Comía, dormía, miraba por la rendija de la trampilla y a decir verdad no estaba muy seguro de si seguía vivo. Y quizá ya lo único que esperaba era a derretirme al mismo tiempo que la nieve. ¿Y por qué no habría de derretirme a la vez que ella? Cuando uno no siente si está vivo, le gustaría incluso derretirse con la nieve.
Hasta que un día, de improviso, aparecieron por allí partisanos. Aquella mañana el sol brillaba con fuerza, el bosque se volvió transparente, los árboles parecieron apartarse unos de otros, de manera que les vi venir de lejos. Puede que no me crea, pero deseaba que pasaran de largo. ¿Gritar que estaba allí? No, eso sí que no. Le diré aún más, fue entonces cuando se apoderó de mí el miedo. Me bajé hasta el fondo de la bodega y me subí a lo alto de las patatas amontonadas en un rincón. En un lado estaban las patatas y en el otro las zanahorias, las remolachas, los repollos y los nabos. Entremedias, un espacio vacío, para que hubiera un sitio donde dejar el cesto y llenarlo.
No, no es que pensara que por culpa de ellos había sucedido todo aquello. A mí me daba igual quién fuera, lo que no quería era que me encontraran. Los partisanos venían a menudo al pueblo. En verano, en invierno, en cualquier época. En invierno normalmente era cuando se quedaban más tiempo. No había casa donde no se instalaran. En algunas a veces había más partisanos que gente de la casa. Dormían en los desvanes, en los graneros, en las estancias también, si alguien tenía más de una. Los oficiales siempre en las estancias. Había que alimentarles, se curaban las heridas. Más de una vez hubo que traer al médico para que les atendiera, y eso que en el pueblo nadie iba nunca a buscar al médico, que yo recuerde. La gente se curaba sola, con hierbas, con ungüentos, bebiendo caldos, dándose fricciones, poniéndose ventosas, y si no daba resultado, pues se morían. Había remedios muy diversos para las enfermedades. Por ejemplo, ¿sabe usted lo que es la sien de liebre? No, grasa. Es lo que mejor va para las heridas que supuran. Para las quemaduras, el aloe. Para la artritis se cubrían con ortigas las zonas donde dolía. Yo mismo a veces voy y meto las manos entre las ortigas. O se ponían abejas alrededor de los miembros doloridos. Había quien era capaz de reparar las peores fracturas. Sin escayola, entre pizarra. ¿Sabe qué es un niño descolocado? Cuando un niño nace con la cadera dislocada. Todas esas caderas las arreglaba mi abuela. Le traían algún bebé, que si es que lloraba y lloraba sin parar. Lo primero que hacía era ponerle juntas las piernitas, a ver si los plieguecitos coincidían. Si no coincidían significaba que estaba descolocado. En esos casos se imponía salir huyendo de casa, por los gritos que pegaba el bebé en manos de la abuela. Pero la verdad es que en el pueblo nadie cojeaba. No para todas las enfermedades había remedios. Curar no consiste en que siempre haya remedio para todo. Basta con que uno sepa que ya no hay ningún remedio y por eso debe morir.
No se crea que era cosa sencilla traer al médico en aquella época. Por la lejanía y porque no todos los médicos estaban dispuestos a exponerse. Una vez mandaron ir a mi padre y los demás nos quedamos rezando hasta que volvió. Después tuvo que llevarlo a su casa y otra vez rezamos para que regresara. Así que a veces la gente ya estaba harta de ellos. Sobre todo porque encima bebían y había que prepararles aguardiente. Hasta organizaban saraos. Algunos sabían tocar la armónica, tenían armónicas, juntaban a todas las mozas y las mozas, más contentas que unas pascuas. Luego más de una paría nueve meses después del sarao.
Cada vez que venían al pueblo, algunos de ellos habían muerto ya. Eso no les impedía beber y divertirse. Si se emborrachaban, había ocasiones en que disparaban al aire. Un pueblo en medio del bosque, lejos de los caminos principales, del ferrocarril, así que se pensaban que nadie lo escucharía. Aunque le aseguro que cuando llegaban el pueblo se volvía muy alegre. Como si se transformara por completo. No de golpe, claro. Llegaban y traían las caras chupadas, demacradas, ennegrecidas. Los ojos hinchados, llenos de sangre, parecía que en sus miradas había más desconfianza que otra cosa. Sonreía alguno y aquello no recordaba a una sonrisa humana. Largas barbas, como si no se hubieran afeitado desde la última vez que habían estado en el pueblo. Algunos llevaban la cabeza vendada, a menudo la sangre aún traspasaba el vendaje. Algunos con el brazo en cabestrillo. Este o aquél cojeaban. Alguno caminaba con un solo pie calzado, el otro iba envuelto en trapos manchados de sangre. A otros les tenían que traer los compañeros. Normalmente era para ésos para los que se iba a buscar al médico. ¡Y qué peste echaban, no lo sabe usted bien!
Lo primero que hacían era despiojarse. Quizá porque la suciedad no pica tanto como los piojos. Las heridas no incordian tanto como los piojos cuando te chupan la sangre. En casa no había piojos, mi madre ya se encargaba de que así fuera. Como apareciera uno solo, enseguida lo lavaba todo. Y planchaba con una plancha tan caliente que bufaba. Sobre todo en las costuras. En las costuras es donde más les gusta anidar a los piojos. Todos teníamos que bañarnos, lavarnos la cabeza, peinarnos con peines de púas muy juntas. Había unos peines así, especiales para los piojos. De púas tan juntas que casi ni el aire pasaba entre ellas. Bueno, y luego nos echaba cebadilla por encima, claro. ¿No sabe usted qué es la cebadilla? En aquella época era lo mejor que había contra los piojos. Por los pueblos iban unos que vendían botones, imperdibles, automáticos, agujas, alfileres, hilo. Tenían también horquillas para el pelo, telas para dobladillos, cintas para que las chicas se recogieran el pelo. ¿Qué más tenían? Muchas cosas. Cordones, betún, pomadas para los callos, gallitos para el dolor de cabeza. Así le decíamos a las pastillas, pero sólo a las del dolor de cabeza. Gallitos. Tenían casi cualquier cosa que pudiera venir bien en la casa. Las mujeres siempre estaban deseando verlos aparecer. Al mercadillo de la ciudad raras veces se iba, sólo cuando se juntaban varias cosas para vender. Pues eso, que la cebadilla siempre era necesaria. Casi tanto como el agua bendita.
Con los partisanos siempre llegaban los piojos. Y encima no sabían despiojarse. No todos, a algunos les tenían que enseñar mi madre y mi abuela. Porque los cogían y los tiraban. ¿Nunca ha tenido usted piojos? Pues le diré que quien nunca ha tenido piojos no puede ser de este mundo. Una guerra tras otra y hay quien no ha tenido piojos, ya es raro. Lo digo así en general, no por usted. En este mundo es preciso tener piojos al menos una vez y hay que saber despiojar. Al abuelo hasta le extrañaba eso de que lucharan si no sabían despiojar. Decía que la primera obligación de un soldado es saber apañárselas con los piojos, después con el hambre, después con la casa que se ha dejado atrás, que sólo entonces un soldado vale para matar a otros soldados o a civiles. Pero eso no le impedía al abuelo sentarse con ellos y mirar cómo se despiojaban. Y les avisaba, ahí hay un piojo, ahí otro. Así no era raro que luego se trajera los piojos a casa.
Después se bañaban, se afeitaban, se cortaban el pelo, se lavaban la cabeza, lavaban algo de ropa, se vendaban. Y su aspecto se volvía completamente distinto al de aquellos que habían venido. Llegaban hechos unos viejos y se volvían jóvenes. Algunos hasta parecían niños. A uno a veces le costaba creer que este o aquél fueran los mismos de antes. Llegaban y apenas si podían arrastrar los pies, pero luego incluso tenían ganas de bailar.
De pronto arriba la nieve crujió, la trampilla rechinó y un haz de luz cayó hasta el fondo. A mí no me iluminaba, ya le digo que me había sentado a un lado, sobre las patatas. Sólo escuché la voz estridente de una chica:
—¡Hola! ¡¿Hay alguien ahí?!
En un primer momento pensé, ¿será Jagoda? ¿O Leonka? Tenían voces parecidas.
—¡Hola! ¡¿Hay alguien ahí?!
Y entonces me di cuenta de que no era ninguna de ellas. Seguramente al ver la huella que yo dejaba junto a la puerta al coger nieve para beber, se imaginó que había alguien abajo. Seguramente bajó un escalón, porque su voz sonó más fuerte, aunque seguía siendo estridente, incluso parecía un poquito asustada:
—¡¿Hay alguien ahí?! ¡Conteste!
No salí, le doy mi palabra. Sucedió algo difícil de predecir. El montón de patatas sobre el que me encontraba se vino abajo haciendo un ruido tremendo y yo, detrás. ¡Qué va a ser el destino! Simplemente se iba cogiendo patatas y patatas y algún día tenía que caerse. Basto con que hubiera una patata de menos y ya no aguantó. Lo único que da que pensar es por qué en ese momento y no en otro. Una rama se desprende justo cuando pasa alguien por debajo y qué, ¿el destino? Escuché el grito que dio arriba:
—¡Dios mío! —Salió de un salto y llamó a los otros—: ¡Aquí hay alguien vivo! ¡Aquí hay alguien vivo!
Y no pude hacer otra cosa más que mostrarme vivo. Escuchar una voz poco menos que angelical ahí arriba cuando ya se piensa que el mundo no existe, que uno no está en él… Fue como si aquella voz le devolviera la vida al mundo y a mí mismo. ¿Y qué iba a hacer? ¿Gritar que yo no estaba allí? Empecé a subir hacia ella, la luz me cegaba, de modo que primero vi el distintivo con una cruz roja que llevaba en el brazo y un momento después la vi entera. Se sorprendió bastante:
—¡Señor! ¡Pero si no eres más que un niño!
Le aseguro que aquello de niño me llegó al alma. Pensé, bah, alguna mocosa. Y resultó que tenía razón. Era muy jovencita, muy rubita, aunque con el abrigo y la gorra militar podía parecer mucho mayor de lo que era. Sobre todo porque el abrigo era demasiado enorme para ella, llevaba las mangas, mire, un trozo así remangadas, y la gorra seguro que también le habría quedado demasiado grande de no ser por el pelo. Sólo su voz daba una idea de la edad que tendría. Ya sabe usted que el aspecto puede engañar, pero la voz nunca. Más aún yendo de uniforme. De uniforme, el soldado más joven parece siempre mucho mayor de lo que es. Incluso los niños, con uniformes parece como si lo de matar, asesinar y quemar no fuera ningún problema para ellos. De todas formas, independientemente del uniforme, cuando se tiene los años que tenía yo entonces, alguien sólo unos cuantos años mayor parece tal que un viejo. Después eso cambia, los años se aproximan entre sí y todo se iguala cuanto más cerca de la muerte se está. Y más porque la muerte no nos va escogiendo según nuestra edad. Yo no diría que al azar. Ahí se ve lo sabia que es la muerte.
Era una sanitaria, como indicaba el distintivo con la cruz roja que tenía en el brazo. Y cuando salí de la bodega, me fijé en que además llevaba un bolso colgado al hombro, también con el símbolo de la Cruz Roja. Demasiado pesado para ella, que hasta le hacía agachar el hombro. Cargaba con el botiquín entero. Aunque no era sólo el bolso lo que le resultaba pesado. La única mujer del destacamento, así que imagínese. Nunca se quejaba, pero no resultaba difícil adivinar que todo aquello la sobrepasaba. Lavaba continuamente los vendajes, vendaba a los heridos, daba pastillas para el dolor, para la fiebre, secaba el sudor. Si alguien no tenía fuerzas ni para levantarse solo, le limpiaba la sangre y la suciedad, a veces de pies a cabeza. Y no hacían más que llamarla, por aquí, por allá, de día, de noche.
Incluso hoy, cuando pienso en ella, me cuesta creer que con esa edad pudiera vivir sin tener ni un momento de respiro, que se merece cualquiera teniendo los años que ella tenía. No podría decirle cuántos, nunca lo comentó, quizá le diera vergüenza, pero soportaba todo aquello como si fuera mucho, mucho mayor.
En el fondo incluso deseaba que fuera mucho, mucho mayor. No por lo que usted piensa. Sólo hasta cierta edad se desea eso, después ese deseo empieza a girar hacia el lado contrario. ¿Cree usted que a partir de ese momento nos volvemos peores? No coincido con usted. Ya desde el cajón de arena del parque somos peores.
¿Jugaba usted de pequeño en el parque en un cajón de arena? Yo tampoco. ¿Para qué iba a preparar nadie en el campo un cajón de arena para los niños? Había arena de sobra por todas partes. Donde el Rutka hacía algún recodo, siempre una de las dos orillas era arenosa. Se podía uno revolcar en la arena, cubrirse de arena, hacer construcciones de arena, lo que se quisiera. Y no sólo junto al Rutka. De todas formas, en el campo la arena no atrae tanto como en la ciudad. Prados, eras, bosques, abiertos por todos lados, abiertos hacia arriba, abiertos hacia abajo, ¿quién iba a querer jugar en la arena? Se podía jugar en cualquier sitio. Lo mismo que vivir, también se vivía en cualquier sitio. No eran necesarias casas grandes, a nadie le hacía falta separarse. Se vivía en los patios, en los graneros, en las porquerizas, en los huertos, en las eras, en los prados, bajo el cielo, junto al Rutka. El mundo entero era una casa y la casa en sí solo valía para que todos pudieran reunirse otra vez al acabar el día. Así que todos querían estar lo más cerca posible de los otros. En algunas casas ni siquiera había división en habitaciones, sino una sola estancia, y entonces sí que se estaba cerca. Cuando el espacio es estrecho es cuando de verdad se nota que estás con alguien. Y si los niños también querían sentirse cerca de los demás, no sé para que hacerles un cajón de arena. Si a alguien se le hubiera ocurrido construir un cajón de arena como esos que se ven en las ciudades, ¿cree usted que algún niño habría querido jugar en él? Aunque le hubieran encadenado al cajón, se habría soltado. Y en el cajón se habrían empezado a meter las gallinas, las ocas, los patos, que también les gusta revolcarse en la arena, lo guarrearían todo y, hala, se acabó el cajón de arena.
En el extranjero solía quedarme mirando los cajones de arena en parques y patios. En todos los sitios donde viví, siempre había cajones de arena para los niños entre las casas. Me gustan los niños, ya se lo he dicho, y cuando tenía un poco de tiempo me sentaba en un banco cerca de alguno de esos cajones de arena, con las niñeras, las mamás y las abuelas. Y le aseguro que cuando miraba a esos niños jugando en la arena, a veces me conmovía, pero otras veces también me entraba miedo.
Sí, un cajón de arena es ya todo un mundo, créame. Dos metros por dos metros, pero todo un mundo, una humanidad, guerras futuras. Caritas amables, sonrosadas, se diría que inocentes, pero ya sería uno capaz de señalar qué niño enterraría a qué otro en la arena, y cuál se escondería de cuál bajo la arena. A cuál se le quedará pequeño el cajón de arena y cuál acabará perdiéndose en él. ¿Acaso la culpa es del cajón de arena? Eso creen algunos. Pero cuando me paro a pensar en ello, a veces me parece como si todos estuviéramos desterrados de un cajón de arena, independientemente de nuestra edad. Yo también, a pesar de que nunca jugué en un cajón de arena.
Y, ¿sabe?, en el extranjero vi también cajones con arena de colores. Verdosa, azulada, rosada. Supongo que teñida. ¿Dónde iba a haber arena de ese color? Y digo yo, ¿nos volveremos diferentes según el color de la arena? Es cierto que también dependemos de los colores, pero no todos dependemos en igual medida de los mismos colores. Y no sabemos quién depende más de cuál. No sabemos qué color pierde su intensidad dentro de quién ni cuál se hace más vivo dentro de quién. Ni si los colores que vemos son iguales dentro de nosotros. Y además, ¿es que se puede imaginar un color más sabio para la arena que el color del sol? ¿A usted qué le parece? ¿O más sabio que el verde para las hojas? ¿O que el azul para el cielo? ¿O que el blanco para la nieve? Por supuesto que los colores son sabios. ¿No lo sabía? De no haber sido por aquella nieve blanca en aquel momento, a ver qué…
¿Cuál es mi color favorito? Me pregunta usted como si fuera periodista. Pero no lo es, ¿verdad? Eso al menos lo sé seguro. Ni siquiera tiene usted aspecto de periodista. ¿Qué color? Pues no sé. Me ha cogido por sorpresa. No tengo un color favorito. Y si dijera, por ejemplo, el verde, ¿significaría eso algo? Porque ¿cómo es el verde? Cada árbol del bosque, cada arbusto, cada hoja, incluso el musgo, todos son verdes de manera diferente. Y dentro de uno se convierte aún en otro verde distinto. Así que ¿podemos decir que algo es verde? El verde es una infinitud. Cada color es una infinitud.
Cuando miraba a través de la rendija de la trampilla, me dejaba asombrado cómo una blancura se transformaba en otra blancura, al rato en otra, y ya nunca volvía a la anterior. Eran como olas de blancura acumulándose sobre aquella nieve blanca. Entonces, según usted, ¿cómo sería el color blanco? Está usted jugando conmigo. Le gustaría verme toda la vida metido en el cajón de arena. También yo lo preferiría. Sólo que ningún color existe de una vez para siempre. El color es movimiento, como todo.
En el extranjero solía ir a museos y a galerías de arte. ¿Usted también? Entonces debió de advertir que para todos los pintores el color más difícil es el del cuerpo de una mujer. Incluso para un mismo pintor en cuadros diferentes. No me refiero a que el color cambie, sino a que dejan entrever una especie de incapacidad ante ese color. ¿Puede acaso decirse que el cuerpo de una mujer tiene tal o cual color? ¿Cuando ese color puede depender, digamos, de la propia inseguridad del pintor? O de sus miedos, sus sufrimientos, su desesperación. Sí, también de su deseo. Mirando esos cuadros, más de una vez tuve la impresión de que todos esos colores no podían estar a la altura de algo. No, no de la modelo, como usted piensa. ¿De qué? Eso ya debe usted contestárselo solo, si ha tenido mujeres.
La enfermera no sentía vergüenza ante mí, ni lo más mínimo, se bañaba desnuda estando yo al lado. Enfermera, así la llamaban todos, así que yo también. Además, ésas fueron las primeras palabras que pronuncié. Enfermera. Porque durante mucho, mucho tiempo no hablé. Como si no supiera. Como si no conociera las palabras. Simplemente me quedé mudo. Y ella fue quien me enseñó esa primera palabra. Llámame enfermera, me dijo. Así me llaman todos. Venga, di enfermera. Dilo: enfermera. En-fer-me-ra.
Cuando se bañaba, siempre me encargaba que vigilara.
—Tú puedes mirarme —decía—. Pero vigila que ellos no se acerquen a mirar.
En cuanto encontrábamos algún arroyo, regato o fuentecilla, se bañaba. De todas formas, solo nos deteníamos en lugares donde había agua. Beber era necesario, y tener donde asearse, y siempre había mucha ropa que lavar. O aunque sólo fueran las vendas. Yo la ayudaba en todo. Si tenía que lavar algo, lo llevaba hasta el agua y después lo colgaba en las ramas. No hablaba, pero entendía lo que me decía, ella y el resto. O si estaba vendando a algún herido, yo siempre sujetaba alguna cosa, o sacaba algo del bolso, cortaba, la ayudaba a hacer el nudo. Si tenía que lavar a alguno que yacía como muerto, yo le sostenía la cabeza, o si había que ponerle de costado, pues el costado. Les sacaba las botas, porque siempre les lavaba los pies, aunque no estuvieran heridos en los pies, pero decía que con los pies limpios se les haría menos duro. No se imagina cómo tenían los pies, sin piel, llenos de ampollas, de magulladuras, de costras, de rozaduras que les hacían sangrar, de pus.
En una ocasión encontramos en el bosque una laguna, grandecita. Entonces nos detuvimos durante más tiempo. Decían que el hombre aún no había puesto allí el pie, así que nadie nos encontraría. Realmente se veía que hasta los árboles se caían solos de viejos. Setas, zarzamoras, fresas silvestres y bayas, a punta de pala. Y la de pájaros que había, una barbaridad. De todas las clases. Desde el amanecer en el bosque resonaba el canto de los pájaros. Por la laguna nadaban gallinetas, patos, cisnes. Un lugar ideal para descansar después de tantas caminatas, donde dormir por fin largo y tendido, curarse las heridas, incluso olvidarse de la guerra durante ese tiempo. La verdad es que no sabía si había acabado o no. Nadie decía nada. Continuamente se movían por los bosques, evitando pasar por los pueblos. Recuerdo que una vez atravesamos las vías del tren, otra vez cruzamos un puente, y otra estuvimos en un molino, de noche. Sólo vi que sacaban montones de sacos de algo y los cargaban en un carro. Me dijeron que me sentara sobre los sacos. Ellos fueron a pie y yo en el carro. Al final me dormí y cuando alguien me bajó de los sacos ya estábamos en el bosque. Otro día estuvimos en una mansión, pero fuera, en los jardines. Nos sacaron algo de comer, comimos y seguimos camino.
A mí siempre me llevaba la enfermera de la mano. Y a cada rato me preguntaba si estaba cansado. Cuando era así, alguno me subía a sus espaldas y cargaba conmigo un trecho. En invierno excavaron unos refugios subterráneos y vivimos en ellos, así que la guerra quizá hubiera acabado ya. En casa no paraban de decir que acabaría para Navidad o para Semana Santa. Pero allí nadie decía nada. Al menos estando yo delante. Cuando hablaban entre ellos y yo me acercaba, se callaban. Un día no advirtieron mi presencia, era por la tarde, había unos cuantos sentados junto a una fogata, pero sólo alcancé a oír que hasta la victoria final. Habría escuchado más de no ser porque pisé una rama seca y se callaron.
La verdad es que a mí no me corría prisa que se acabara. Yo me encontraba a gusto con ellos. La enfermera era para mí como una hermana, me sentía unido a ella, no se me pasaba por la cabeza que pudiéramos separarnos. Podía imaginarme esto o aquello, pero no quería hacerlo. Por ejemplo, se daba el caso de que unos pocos de ellos se levantaran de pronto, cogieran las armas y se fueran a alguna parte. Volvían por la mañana o a la noche siguiente, cuando yo aún dormía. Dónde habían estado, eso no lo sé. ¿Cómo iba a preguntarlo si no hablaba? Siempre había mejor comida después de esas expediciones suyas. Había pan y tocino, a veces algún trozo de carne en la sopa. Y la sopa no era la de siempre, que la hacían de lo que encontraban por ahí, sino por ejemplo de guisantes. Si había de guisantes, hasta se frotaban las manos. También se comía mejor cuando había suerte y caía algo en el lazo o en el cepo. Estaba prohibido disparar. El resto del tiempo, normalmente lo que se comía era mijo. El mijo sí sabrá usted lo que es, ¿no? ¿Tampoco? Bueno, de todos modos no se lo voy a explicar porque desde aquella época no soporto el mijo. De dónde lo sacaban ellos, no lo sé. Igual que no sé adónde iban cuando se llevaban las armas.
Una vez, después de una de esas expediciones, me trajeron una caja de caramelos, otra vez una pelota, otro día unas damas y uno de ellos me enseñó a jugar. Luego siempre jugaba con él. Y otro día un libro. Los Cuentos de Andersen. ¿Los conoce? Me dijeron que si empezaba a leer, lo mismo empezaría también a hablar. Lo que está claro es que no se llevaban las armas para ir a por unos caramelos, una pelota, unas damas y un libro. Intenté leer con la mente, porque en voz alta no me salía. Me costaba tal esfuerzo llegar al final de una página que prefería haber estado desgranando alubias. Y eso que no me gustaba ni pizca desgranar alubias, como ya le he comentado.
No sabía leer, eso es todo, a pesar de que en el colegio era el que mejor leía. Leía casi con fluidez. Me gustaba leer. En casa a menudo leía en voz alta para todos por las tardes. Jagoda y Leonka, mayores que yo, la una dos clases por encima de mí y la otra tres, y leían peor. Una vez la enfermera se dio cuenta de que me agotaba.
—Trae, te lo leo yo —me dijo.
Y desde entonces leía para mí, no a diario, porque no siempre tenía tiempo durante el día y por las noches no encendían luces. Al menos una o dos páginas. Aunque a menudo los ojos se le cerraban de cansancio. A veces alguno se sentaba con nosotros, a veces más de uno. Tan mayorcitos ellos y escuchando cuentos, ¿se lo imagina? Y eran partisanos.
Siempre colocaba una hoja seca para marcar la página donde lo había dejado. Después ya no tiraba esa hoja, decía que le daba lástima tirar una hoja tan hermosa. Así que ponía otra en la página donde lo dejaba la vez siguiente. Le buscaba hojas, escogía las más bonitas. A menudo recorría un buen trecho de bosque. Y luego entre los dos elegíamos la más bonita de todas las que había reunido.
—Pondremos ésta, ¿quieres?
Yo siempre quería ésa.
—¿Dónde encuentras hojas tan hermosas? —me decía sorprendida.
Le aseguro que sólo por ver su cara de sorpresa habría sido capaz de subir a los árboles, no buscar hojas sólo entre las que se habían desprendido. Robles, hayas, arces, olmos, de todo crecía por allí. Casi lleno el libro de hojas. Nos faltaron algunos cuentos por leer, no le dio tiempo. Luego traigo el libro y le enseño cuáles. Lo tengo en la habitación. No tema, que no se los voy a leer. Los que no leyó, así se queden. No, aquél con las hojas se perdió. Éste lo compré yo.
Un día fui a una tienda a por partituras y tenían también libros. Ya había comprado las partituras y por pura costumbre me puse a mirar los libros de las estanterías. De repente veo: Andersen, Cuentos. El corazón se me aceleró. Lo compré, lo llevé a casa y lo puse sobre la mesilla de noche. Vivía solo, mi esposa me había dejado poco antes. Yo siempre leía antes de dormir. Estuviera o no cansado, necesitaba leerme siempre una o dos páginas. Con una página ya notaba que el sosiego se iba apoderando de mí y que todo volvía a su lugar, y después de unas cuantas los ojos empezaban a dar señales de que en breve se cerrarían. No necesitaba tomar pastillas. Pero el resto de cuentos que no me leyó no fui capaz de leerlos.
Ahora en teoría tengo mucho más tiempo, como suele ocurrir después de las vacaciones. No necesito dormirme pronto, porque tampoco necesito levantarme pronto y bien descansado, pero nunca me he animado a leer esos cuentos. Sí, claro, sigo leyendo, pero no tanto. Ya ni siquiera los libros son capaces de obligarme a dormir. Además, tengo la sensación de que los libros ya no me van a ayudar a comprender lo que aún querría comprender antes del final.
Un día, cuando trabajaba en la electrificación del campo, en una casa en la que estábamos preparando la instalación, me fijo y veo que en la ventana están los Cuentos de Andersen. Le pregunto al dueño si me podría dejar el libro y me dice:
—Llévatelo. Pa' qué lo queremos ya. De nuestro chico era. Nos lo mataron. Pisó una mina.
Lo llevé a la habitación. Vivíamos cuatro allí. Tenía intención de leerlo un rato por la noche, en la cama. Lo vio uno, el de la cama de al lado, y empezó a reírse:
—¿Y tú? ¿Lees cuentos?
Y otro de otra cama:
—Lo que a ti te haría falta sería una buena moza. Una que tenga de aquí y de aquí, rellenita.
Me entró vergüenza, saqué la maleta de debajo de la cama y guardé el libro en el fondo, bajo las camisas, los calcetines y las demás cosas. Más tarde pasé a trabajar en la construcción, pero ya nunca abrí la maleta para cogerlo y leer. Al final se lo di a uno para su hijo, como regalo. Se marchaba un domingo a pasar el día con su familia y estaba preocupado por no haberle comprado nada al chico. Le pregunté:
—¿Cuántos años tiene? —Y saqué los Cuentos—. Toma. Ideal para un niño de su edad. Yo tenía la misma.
Lo que no sé es por qué la enfermera no sentía vergüenza delante de mí. ¿Porque no hablaba? ¿O por algún otro motivo?
Una vez estaba vigilando para que no la miraran, de espaldas a la laguna, mientras ella se desnudaba en la orilla. De pronto me grita:
—¡Date la vuelta! ¡¿Te da vergüenza?! ¡Ven aquí! ¿Cuándo fue la última vez que te bañaste? —No sabía cómo decirle que no hacía mucho—. Seguro que hace mucho —dijo—. Aquí a todos os gusta la porquería. Desnúdate. Te vas a bañar conmigo. —Me quedé como de piedra—. ¿Qué me miras? ¿Todavía no me has mirado suficiente? —Aparté la vista—. No estés ahí parado, desnúdate. Ven que te ayude. —Creo que yo solo no habría sido capaz de desabrocharme ni un botón de la camisa—. Alza la cabeza. A ver, ese brazo. Levanta el pie. Mira, hombre, mira. Qué sabrás tú, a tu edad. Pero si ni siquiera tienes pelitos. ¿Qué, ya se te empina? Anda que no te falta a ti ni nada. Para entonces lo mismo ya no estamos vivos. Desde luego yo seguro que no. Venga, salta conmigo.
Y saltó al agua. Como una estela de color, así la recordé después. Todos los colores estaban en ella. Jamás me la he vuelto a encontrar en ninguna imagen. Su rostro se me ha borrado, pero sigo viendo la estela de su cuerpo.
—¡Venga, salta! —gritaba asomando por encima del agua—. ¡Vamos a nadar hasta aquella orilla! ¡No tengas miedo, yo nadaré a tu lado!
No tenía miedo, no se me daba mal nadar. A menudo nadaba y nadaba por el Rutka, a favor o en contra de la corriente. Nadó pegada a mí y cuando llegamos a la otra orilla me preguntó:
—¿Estás cansado? Vamos a salir y nos sentamos un rato.
Salimos, nos sentamos y contemplamos la laguna desde la otra orilla.
—La laguna es aún más hermosa desde esta orilla —dijo—. Hasta la muerte sería hermosa en ella. —Se quedó pensativa y al rato volvió a hablar—: Mírame. No apartes la vista. Quiero que me recuerdes. ¿Me vas a recordar? Di que me vas a recordar. Tú seguro que sobrevives. Porque nosotros… —no terminó la frase. La miré. Pensé que sólo me lo parecía, pero no, por sus mejillas resbalaban lágrimas—. No lloro —lo negó, aunque yo no había dicho nada—. Es sólo que como acabamos de salir del agua, tengo la cara mojada. Tú también, yo podría decir que estás llorando.
Y es que yo estaba llorando. No exteriormente. Noté como si las lágrimas entraran por mis ojos desde afuera y cayeran dentro de mí. ¿Ha experimentado usted alguna vez un llanto así? Yo nada más que aquel día. Y por primera vez desde que ella me encontrara en la bodega, sentí palabras en mi boca.
—Yo… —dije. Me atasqué. Luego—:… siempre… —y luego—:… enfermera…
No me dejó terminar. Explotó de alegría.
—¡Pero si hablas! ¡Hablas! —Se secó las lágrimas de las mejillas—. ¡Volvamos! ¡Tengo que decirles a todos que hablas!
¿Qué quise decirle? No lo recuerdo. Quizá nada importante. Pero aquéllas fueron las palabras más importantes que en mi vida he querido decir y no he dicho. Si lo pensamos, ¿cuántas palabras no dichas se habrán perdido para siempre? Y a lo mejor eran más importantes que todas las que sí se han dicho. ¿No le parece?
Lo que no podía entender era por qué se negó a reconocer que lloraba. Y lloraba, podría jurar que lloraba. A esa edad quizá no se comprenden muchas cosas, pero en cambio se siente con mayor intensidad que si se comprendiera. Por no hablar de que se ve todo, de un extremo a otro. No es posible ocultar la vida a nadie y mucho menos a un niño. No existe un telón capaz de ocultarla. Y un niño ve incluso a través del telón. A veces pienso si no serán los niños nuestra conciencia. Después se va viendo cada vez menos. El mundo ya no quiere reflejarse en los ojos de la misma manera. Pero un niño no necesita ni siquiera mirar. El mundo se le cuela solo entre los párpados. A esas edades el mundo es todavía transparente. Por desgracia se crece y se aleja uno de eso. Aún hoy me cuesta creer que yo también fui un niño. Llevaba las vacas a pastar, pero eso no prueba nada. Antes de eso cuidaba de las ocas. Luego mi abuelo pasó a encargarse de las ocas y yo de las vacas, que antes cuidaba él. Y me imaginaba que así estaríamos continuamente, intercambiándonos. El abuelo volvería a encargarse de las vacas y yo de las ocas. Después otra vez yo de las vacas y él de las ocas. Y que así sería siempre, de vacas a ocas y de ocas a vacas. Estaba absolutamente convencido de que el abuelo había sido desde un principio abuelo y que también yo sería siempre un niño.
Pues le aseguro que es más difícil cuidar de las ocas, es lo que yo creo. Se mezclan las de uno con las de otro, todas blancas, y a ver quién es capaz luego de distinguir cuáles son suyas y cuáles no. Por no hablar de que a menudo se pegan entre ellas, se hacen sangre, se engancha una a otra de tal modo que no hay manera de separarlas, sobre todo si son machos.
En casa criábamos muchas ocas, se reservaban para preparar los edredones y los almohadones de Jagoda y de Leonka, para cuando se casaran. Además mi madre quería que fueran de plumón y para eso hacen falta ocas y más ocas. Y no basta con desplumar uno o dos años. En un edredón así entra mucho plumón, y en una oca tampoco hay tanto.
Así que yo casi prefería cuidar las vacas. No sé si sabe usted lo que son los pastos. Sí, prados destinados a que pasten las vacas. Pero eso no es todo. Para no extenderme, le diré sólo una cosa. Mi madre más de una vez se desesperaba conmigo:
—Con lo bueno que eras cuando cuidabas las ocas…
A través de los pastos uno entraba en la edad adulta. Quien pasaba los pastos, aunque le dijeran que aún era un niño, ya no lo era.
Y la enfermera me trataba todo el tiempo como si fuera un niño. Desde aquella primera sorpresa cuando salí de la bodega. ¡Señor! ¡Pero si no eres más que un niño! Y así hasta el final. Quizá por eso me permitía que la mirara mientras se bañaba, pero tenía miedo de que la vieran los demás. No sé, eso es precisamente lo que no puedo comprender, sobre todo después de lo que ocurrió una noche. Estaba yo como siempre vigilando para que nadie la mirara.
Sí, casi todos, ya lo creo. Si alguno la veía que iba hacia la laguna, enseguida se acercaba en silencio por un lado, se agazapaba detrás de algún arbusto o de algún árbol, incluso podían subirse a un árbol si estaba pegado a la orilla. A veces hasta los heridos iban a la laguna reptando como podían. Algunos se azaraban cuando me veían allí de guardia. Pero no todos. A más de uno le importaba un pimiento. Más de uno me insultaba. O me ordenaban cerrar el pico y quedarme calladito. Había uno que tenía unos prismáticos, se tumbaba por allí, junto a un matorral o a un árbol, o incluso a mi lado, y yo como si para él no existiera. Si me movía me decía, calla o te pego un tiro. Era un pedazo de hombretón, con el diablo en la mirada, como si nadie fuera de su agrado, ni siquiera él mismo. Para uno así, pegarle un tiro a alguien es pan comido. Le tenía un miedo terrible. Así que me quedaba quieto como un poste cuando él venía a mirar.
Una vez me mandó quedarme ahí sin decir ni pío, y ella estaba en la orilla, desnuda, como si no tuviera intención de meterse en el agua, de pie y vuelta hacia el sol. Él se tumbó, se puso los prismáticos ante los ojos y miró y miró, y a mí el corazón me latía tan deprisa como no lo había hecho nunca. Entonces dio un puñetazo en la tierra, apretó la cabeza contra esa tierra y gimió:
—¡Dios bendito! ¡Dios bendito! —Se puso boca arriba—. ¡Quién estuviera entre sus piernas! Al menos uno sabría por qué lucha. —Se restregó los ojos, le dolerían por los prismáticos—. ¿Qué más le daría, si de todas formas van a acabar matándonos a todos? —Me ofreció los prismáticos—. ¿Quieres mirar? —Me encogí de hombros—. Mejor así.
Y quiso la casualidad que unos días más tarde, en mitad de la noche, a formar, en dos filas, a numerarse, todos a coger las armas, y así en fila se marcharon. Y la enfermera con ellos. Se quedaron los heridos, los que estaban de guardia y yo. No volvieron hasta tres días después, al alba. Parecían lobos extenuados. Varios heridos, a dos los llevaban en unas parihuelas hechas con ramas. Y ese que tanto miedo me daba traía a la enfermera en brazos. Muerta. Él mismo estaba herido en la cabeza, tenía el pelo pegajoso por la sangre, que además le caía sobre el cuello de la chaqueta. Por el camino no quiso que ningún otro la llevara. Quisieron preparar unas parihuelas para tumbarla sobre ellas, pero también se negó. Murieron otros cuatro, pero a ésos los dejaron allí. Él se lanzó bajo las balas a recoger a la enfermera y fue cuando le hirieron. A la enfermera la mataron cuando vendaba a uno de los que murió. No habría hecho falta. El otro alcanzó a abrir los ojos y a decir, no hace falta, enfermera. Y expiró. ¿Que quién lo escuchó? Me lo pregunta como si no supiera usted que siempre hay alguien que escucha. No existe ninguna situación en la que no haya alguien que escuche.
Le aseguro que ella presintió que la iban a matar. O quizá simplemente no quisiera vivir. Una vez la ayudé a llevar la ropa sucia hasta la laguna. Había mucha. Lo que iba lavando y aclarando, yo lo colgaba en las ramas. Un día hermoso como pocos. El cielo muy azul, ni la más pequeña nube. Los tilos estaban en flor, el aire olía a miel, las abejas zumbaban, el sol arreaba de lo lindo, las condiciones ideales para lavar y secar la ropa. De pronto dejó los trapos, se sentó junto a la orilla, apoyó la barbilla en las rodillas, se abrazó las piernas y miró y miró la laguna.
—No me apetece ni pizca lavar hoy —dijo—. Mucho más me gustaría tumbarme sobre la laguna, ¿sabes? Y me quedaría así, tumbada. ¿Crees que me hundiría?
Se levantó y empezó a desnudarse.
—Voy a darme un baño. Tú vigila, ¿eh? Ponte allí.
Y saltó al agua. La miré mientras nadaba, empecé a temer que en cualquier momento se estirara sobre el agua y ya no volviera a moverse, y el miedo que me entró casi me asfixiaba. Por suerte sólo nadó un rato, regresó y se vistió.
—Venga, y ahora a hacer la colada, enfermera —se reprendió.
Y entre un trapo y otro de los que me daba para que colgara, me dijo:
—¿Sabes qué? Te vas a venir a vivir conmigo, ¿quieres? ¡Señor! ¿Es que aquí se vive, en estas chozas, en estas madrigueras? —Y cuando cogí el siguiente trapo—: ¿No te ha echado mano ya alguno de éstos? —No entendí a qué se refería—. ¿Por qué me miras así? Por eso vas a venir a vivir conmigo. Qué pena que no lo pensara antes. Puede que hasta yo duerma a gusto. —Tampoco entendí por qué no podía dormir a gusto.
Trajo un montón de broza y me preparó un lecho junto al suyo. Lo tuvo que estrechar un poco para que entrara el mío. De la broza escogió todas las piñas, bellotas y ramitas, encima colocó hierba seca, para que esté blando, dijo, y sobre eso puso unos harapos. A veces, cuando la noche estaba más fresca, me preguntaba si tenía frío y echaba su abrigo sobre la manta con la que me tapaba. Pero yo no dormía mejor que antes. A pesar de que nadie roncaba, ni fumaba, ni maldecía, ni gritaba en sueños. Ella dormía en silencio, tanto que a menudo ni la escuchaba. Sólo que ese silencio me resultaba difícil de soportar. Justamente ese silencio era lo que me despertaba varias veces durante la noche. Me incorporaba y escuchaba lleno de temor, a ver si dormía. Cuando no oía su respiración, me levantaba de mi lecho y acercaba el oído a ella. Y aunque comprobaba que seguía durmiendo y me tranquilizaba, después muchas veces ya no podía conciliar el sueño.
Una noche me desperté asustado, no sé por qué, me levanté y toqué levemente su frente, a ver si estaba caliente. Dio un bote, también asustada.
—Ah, eres tú. Dios mío, qué susto me he pegado. Jamás me toques cuando duermo. Recuérdalo, no me toques.
—Sólo quería…
—Lo sé —dijo—. Acuéstate y duerme.
Otras veces era ella la que se levantaba del lecho y escuchaba conteniendo la respiración, a ver si yo dormía. Y después de convencerse de que dormía, aunque yo fingiera, cogía su abrigo, si es que no me había tapado con él, y se iba. Por mi cabeza pasaban entonces las ideas más diversas y la esperaba hasta que volvía. Y cuando volvía, a veces fingía que me acababa de despertar.
—¿Te he despertado? Perdóname. He ido a darme un baño. Al menos de noche nadie mira a escondidas —decía para justificarse—. ¡El agua está tan tibia! Hay luna llena. La laguna se ve mucho más bonita que de día.
Y siempre era igual después de cada vez. Por eso decidí que ya no me iba a despertar más cuando volviera. Pero un día, al volver, fingí que dormía, ella se tumbó y de repente la oí llorar.
—Sé que no duermes —dijo—. Ya no lo soporto. ¡Son tan desdichados! Pero ya no lo soporto.