¡Ni que fuera la primera vez que pisa usted este mundo! Pues porque de todo se extraña. Sí que se extraña, sí. No es que le eche nada en cara, hombre. Sólo escucho lo que me dice. Mire, hasta sus manos se extrañan de las alubias, puedo verlo. No podría usted afeitarse a navaja. La navaja exige una mano fría, indiferente a lo que esté ocurriendo dentro de uno. Si alguien le dijera de pronto algo inesperado se pegaría usted un tajo. ¿Se ha afeitado alguna vez a navaja? ¿Nunca? Seguro que con maquinilla eléctrica. ¿Que usted no se afeita? ¿De verdad? ¿Cómo es posible? Mire, ahora soy yo quien se sorprende. Pero éste es el tipo de cosas de las que uno todavía puede sorprenderse en este mundo. Veo que tiene una tez muy tersa. A no ser que hayan inventado algo nuevo para la barba. Entonces quizá no sepa usted de qué clase de navajas hablo. Tengo ahí una, en el cajón. En algún sitio tengo también una brocha, crema de afeitar y una loción para después del afeitado. Podría afeitarle. No importa que no tenga usted barba, así se convencería de lo agradable que es afeitarse con navaja. Eso es algo que uno sólo puede comprobar en su propio rostro. ¿Tiene usted miedo? Pero ¿de qué? Pues no lo entiendo.
No, yo ya no me afeito a navaja. Con estas manos mías ya no podría. Pero lo hice durante muchos años, hasta que me agarró la artritis. Tampoco es que sea algo tan complicado. Aprendí solo. De pequeño siempre miraba cómo se afeitaba mi padre, mi abuelo, mi tío Jan. El tío Jan era el que se afeitaba con más esmero. Siempre dos veces. Se afeitaba, se volvía a dar crema y se afeitaba otra vez. Tenía una cara muy angulosa, como él decía, así que, para afeitar bien cada hoyuelo y cada saliente, dos veces. Aunque ya le temblaran las manos, siempre a navaja. A menudo se cortaba, la sangre le caía por la cara, sobre todo donde la nuez, pero daba igual, dos veces. Y se afeitaba por la mañana, todos los días. Pero el día antes de ahorcarse se afeitó por la noche, lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Nadie le prestó atención, aunque nunca se afeitaba por la noche. Aquel día también se cortó, hasta tuvo que darse alumbre para que dejara de sangrar.
Y no porque la navaja estuviera mellada, que la afilaba antes de cada afeitado. Primero con la piedra y luego la pasaba por el suavizador. Y después de afilarla comprobaba si estaba bien afilada. ¿Que aún no? Pues seguía afilándola. ¿Y sabe usted cuál es la mejor manera de comprobar si una navaja está bien afilada? Se arranca un pelo de la cabeza, se sujeta así, con estos cuatro dedos, y se raja.
Espere, que voy a por la mía y se lo enseño. Una buena navaja, de acero sueco. Me la traje del extranjero. La conservo como recuerdo de que antes me afeitaba a navaja, tenía unas manos muy hábiles. De cuando en cuando la saco y la paso por el suavizador, así que está afilada. Es conveniente escoger la navaja que mejor se ajuste a la barba de uno, para que sea más fácil afeitarse. A la barba dura le va el acero dulce; a la blanda, el duro. Bueno, y también tiene uno que conocer su propia cara. Entonces no se cortará. Como mejor se conoce es afeitándola a navaja. Uno nunca está tan cerca de su propia cara como cuando se afeita a navaja. Créame. Se afeita uno con maquinilla y da igual que esté pensando en otra cosa. Pero con la navaja no se puede hacer eso. Hasta cuando uno se hace muchos cortes y se llena de sangre, sabe que ésa es su cara. Con mucha mayor intensidad que viéndose en el espejo.
Y ahora mire. Me arranco un pelo de la cabeza. Y en el aire, mejor si es a contraluz, lo rajo con la navaja. No de un golpe. Suavemente. De golpe hasta una navaja sin filo lo rompe. Lo rompe, pero no lo raja. Siempre se ha comprobado así. Ahora arránquese usted un pelo de la cabeza. Lo intentaremos con uno suyo, así se convencerá. ¿Qué ocurre? ¿Le da lástima perder un pelo? Es sólo uno. ¡Cuántos no se desprenderán por las mañanas al peinarnos! ¡Cuántos se caerán al ducharnos! Ni siquiera le va a doler. Entonces déjeme que se lo arranque yo. ¿Le da miedo que le arranque un pelo de la cabeza? Pues entonces ya sí que no entiendo nada. ¿No se fía de mí? ¡Vaya, y eso que ha venido a comprarme alubias!
Yo empecé a afeitarme estando aún en la escuela. Pero muy de vez en cuando. Ya me salía algo de pelillo por el mentón. Y como los de más edad se afeitaban, pues los más pequeños no queríamos ser menos. Uno afeitaba a otro, la navaja nos la prestaba el bedel. No desinteresadamente, como puede suponer. Todos los sábados teníamos que barrer su patio y la calle donde estaba su casa, y quitar la nieve en invierno. No me compré mi propia navaja hasta que no empecé a trabajar en la construcción. Durante la electrificación del campo seguí usando navajas prestadas, se las pedía a los que vivían conmigo. Como ahorraba para el saxofón, me daba cosa gastar dinero en una navaja.
Dio la casualidad de que en un pueblo cercano había un herrero que hacía navajas con el acero que sacaba de los rodamientos de los tanques. ¡Qué navajas! No se lo puede imaginar. Sólo las de acero sueco estaban a su altura y lo mismo ni ésas. En el campo había aún tanques destrozados de cuando la guerra, les sacaba los rodamientos y hacía las navajas. Es cierto que eran muy toscas, el mango poco manejable, grueso, de olmo o de acacia, pero la hoja le quitaba a uno la barba ella sola. Compré dos, con una me afeitaba y la otra la dejé de recambio. Más tarde se la regalé al almacenero que me dio lecciones de saxofón. Ya le dije antes que no quería dinero por enseñarme, así que pensé que al menos podía regalarle la navaja. Quiso devolvérmela cuando decidí no ir más.
No, desde entonces, si necesitaba alguna pieza, le pedía a alguno de los electricistas que me la trajera. No recuerdo cuánto tiempo duró aquello. Un día pasaba junto al almacén, me vería por la ventana y empezó a golpear en el cristal, pero fingí que no le oía. Pensé, seguro que otra vez quiere decirme que hemos tocado mal. La semana anterior había sido el Día de la Mujer. Hubo un acto solemne, nosotros tocamos en la sección artística. Él también estuvo, le vi sentado al fondo. Hubo discursos, flores, bombones, medias para las mujeres. La obra seguía su curso, los planes iban de cráneo, pero siempre había unos cuantos actos a lo largo del año. Lo que pasa es que el del Día de la Mujer era el más grato.
Ya había pasado de largo el almacén cuando el otro salió a llamarme. Se quedó en la puerta dando voces.
—¡¿Qué pasa?! ¡¿Finges no escucharme?! ¡¿Cómo quieres ser saxofonista entonces?! ¡Ven aquí, leñe!
Me di la vuelta, me acerqué.
—¿Qué quiere usted?
—Quiero recuperar el saxofón. Te lo compro —me dice.
—¿Qué saxofón? —No sabía a qué se refería, porque yo no tenía ningún saxofón. ¿No me había dicho que no ahorrara? Pues no ahorré. El que usaba con la orquesta era de la empresa. Y el que usaba en sus clases era suyo, lo tenía él.
—Ese que había sido mío.
—Y suyo es —le digo—. Lo tiene usted, ¿no?
—Lo tengo, pero es tuyo.
—¿Cómo que mío? —No entendía nada de nada.
—Tuyo. Te lo regalé. Hace mucho que tenía que habértelo dicho, pero por unas cosas y otras… Y ahora me gustaría recuperarlo. Toma esto como adelanto. —Y me pone en la mano un fajo de billetes. Retiré la mano, pero me la agarró, puso en ella los billetes y todavía me cerró los dedos sobre ellos—. Cógelo.
Fue como si dejara de tener control sobre mi mano, se lo aseguro, como si se hubiera quedado sin sangre. No sabía ni qué hacer ni qué decir, parado allí delante de él. Se me escapó uno de los billetes, se agachó y lo recogió.
—Vas a perderlos. Cuéntalos, a ver si está todo. Tiene que haber tanto.
Ni siquiera llegué a oír cuánto. Sólo oía cómo me latía fuerte el corazón. Se me hizo un nudo en la garganta.
—El resto te lo iré dando poco a poco. Todos los meses, cuando reciba mi paga. No temas, te pagaré hasta el último céntimo. Lo que vale, ni más ni menos. No lo quiero más barato. Y no te voy a engañar. En mi vida he engañado a nadie. Lo que vale, ni más ni menos. Que no es poco. Todos los meses, cuando reciba mi paga. Si no te fías, puedes venir conmigo a la caja todos los meses. Y en cuanto me paguen, te doy tu parte. Todos los meses. No puedo darte mucho de una vez, mi sueldo es bajo, ya lo sabes, y tengo que dejar algo para vivir. Pero mes tras mes. La obra aún va a durar bastante, a este ritmo, ya veras, aún durará, me dará tiempo a pagártelo todo. Y aunque terminara antes, el almacén continuaría aquí. ¿Cómo van a estar sin almacén? Han prometido dejarme en el puesto hasta que me jubile. Y si no me da tiempo antes de jubilarme, pues tampoco te preocupes. Lo tengo todo pensado. Me escribirías dónde estás y te lo mandaría mes a mes. Incluso pagaría de mi bolsillo el giro, para no descontarlo de lo tuyo. Había pensado pedir un préstamo a la caja, pero preferiría mes a mes, si no te importa. No me gusta pagar una deuda con otra deuda, porque entonces tienes que enfrentarte a dos deudas. Y no hay nada peor que meterse en deudas. La vida ya de por sí es una deuda, aunque no le debas nada a nadie y nadie te haya prestado nada.
Por supuesto que no acepté el dinero. ¡Ni hablar! ¿Comprarme a mí su propio saxofón? Murió como año y medio después de aquello. La obra aún no estaba terminada. Alguien fue a por algo al almacén, le preparó el recibo, sólo le faltaba firmarlo y de repente la cabeza se le cayó sobre el pecho. Y se acabó. Pero no soltó el lápiz de la mano, ¿se da cuenta? Como si quisiera firmar por su propia muerte, que estaba de acuerdo.
La firma es algo muy importante, sí. Sobre todo por la muerte de uno mismo. ¿Por qué no habríamos de firmar por nuestra propia muerte? Durante toda la vida se firma por cualquier tontería, haga falta o no. Por lo general, no. Sería cosa de calcular cuántas veces firma uno a lo largo de su vida. Como si continuamente tuviera que probar que es él y no otro en su lugar. Como si pudiera existir otro, digamos, en lugar de usted o de mí. Así que ¿por qué no habría de firmar uno por su propia muerte? Después de todo, es su muerte. En mi opinión, debería dejarle que lo hiciera. También a la muerte debería importarle esa firma.
Sí, tiene razón, el hombre nace y no firma si quiere nacer, pero eso es comprensible. Porque si dependiera de sus firmas, pocas personas querrían. Con la muerte es diferente. Al menos ante la muerte el hombre debería ser libre. ¿Qué más le da a ella esperar un poco? ¿Qué significa un instante para la muerte? Habla usted como si yo tuviera en mente sólo las apariencias. Pues le diré que, incluso así, no conviene desdeñar ni siquiera las apariencias. Cuando la verdad no nos es propicia, por suerte nos quedan las apariencias. A menudo, después de toda una vida lo único que queda es la apariencia de haber vivido.
Durante aquel año y medio continué yendo al almacén. Todo fue de repente, hoy estábamos ensayando y al día siguiente ya había muerto. Me apliqué mucho más que antes. Prácticamente todos los días, si no nos retenían más de la cuenta en la obra, pasaba por mi habitación después del trabajo, me lavaba, me cambiaba, comía algo o a veces ni eso, y me iba a verle. Siempre me esperaba, en alguna ocasión echando un sueñecito sobre el escritorio. Pero apenas entraba, levantaba de inmediato la cabeza.
—Ah, eres tú. Ya pensaba que no venías, y sería una lástima desperdiciar siquiera un día.
Dibujaba con tiza en el suelo un círculo donde yo debía pararme. Otro igual para él, a la distancia adecuada. Ponía una silla y se sentaba.
—He calculado que a esta distancia el sonido será óptimo. Es donde mejor te voy a escuchar. Un almacén no es una sala de conciertos. No es ni siquiera una sala de fiestas. No paran de traer tubos, chapa, cables, neumáticos y Dios sabe qué más. Y cada sonido cambia por completo.
Empezamos a ensayar con más partituras. También me hizo un atril para las partituras. Cuando yo llegaba, el atril ya estaba colocado en mi círculo, con la partitura extendida.
—Vamos a comenzar por donde está abierta —me advertía, por si se me ocurría pasar las hojas de la partitura. Después ponía la silla en su círculo y a mí me decía que me fuera al mío—. Pero mantente recto. No como en esa banda vuestra, que vais todos encorvados.
Siempre tenía que meterse con nuestra orquesta. Sospechaba que ése era el nuevo método que usaba para que me olvidara de ella. Pero como involuntario, como más dulce, porque ya nunca me exigió que la abandonara.
Más de una vez las piernas me temblaban de cansancio, porque en la obra me pasaba todo el día de pie, pero nunca me dejaba que me sentara ni un momento. Había otra silla en el almacén. Cuando se iba a por una pieza, le invitaba a uno a que se sentara. Pero cuando llegaba yo para las clases, esa silla estaba siempre recogida en la otra punta del almacén.
—De pie, de pie —repetía—. Estando de pie el diafragma trabaja mejor, coges más aire en los pulmones. La respiración es muy importante con el saxofón, pero tú aspiras poco profundamente y de ahí que insufles mal el aire en el saxofón. Por no hablar de que un saxofonista ha de tener fuerza en las piernas, en la cerviz, en toda la columna, y entonces toca con mayor soltura. Si alguna vez tienes que tocar toda la noche porque quieran divertirse hasta el amanecer, no les vas a decir que es que te duelen las piernas.
Pues le aseguro que ahora nunca noto cansancio en las piernas, y eso que a veces aquí hay que andar mucho. Más ahora, después de vacaciones. Ya le he dicho, durante el día obligatoriamente tengo que revisar tres veces los chalés, los de este lado del embalse, los de aquél. Y al menos una vez por la noche. Si camino, sé que estoy vigilando.
Perdone, pero necesito beber un poco de agua, tengo la garganta seca. Cuando se desgrana alubias, se desprende polvillo y es por eso. ¿Quiere echar un trago? Es buen agua, tengo mi propio pozo. No, ya estaba. Lo único, que hice que le dieran más hondura y lo limpiaran. Instalé una bomba, traje las tuberías hasta aquí y mire, basta con abrir el grifo. ¿Se anima? Tenga. Buena, ¿verdad? De manantial. Llegaron hasta la fuente. Le aseguro que no hay nada igual para calmar la sed. Incluso cuando bebo café o té, luego tengo que tomarme un vaso de agua, por gusto.
Cuando abrieron el pozo, mi padre vino con un zahorí. No sé de dónde salió, le trajo en el carro. Buscó y buscó, la vara tiraba de él todo el rato, pero seguía sin estar contento. Al final dijo que le había entrado frío y que caváramos ahí.
Viene mucha gente de los chalés a por agua. No paran de alabarla, ¡menuda agua!, ¡menuda agua! Dígame, ¿alaba alguien el agua alguna vez? A lo sumo se decía que si blanda, que si dura. La de manantial siempre es dura. Para lavarse el pelo o bañarse se cogía agua de lluvia. El ganado abrevaba en el Rutka. Y en el Rutka se lavaba la ropa. El agua de río también es dura. Antes de marcharse vienen con garrafas y se llevan agua para hacer té o café. Varias cada uno. Se forma una cola junto al pozo y tengo que salir a cuidar que nadie se cuele y que todos se lleven la misma cantidad. Porque algunos incluso la cogen para regalársela a sus vecinos. Cómo será la cosa que ya hasta se regala agua. Agua normal. ¿Pensó alguna vez que llegaría a ocurrir eso con el agua? Lo que le digo: no hay mejor barómetro para ver lo que está ocurriendo con el mundo. A menudo tengo que limitarlo a dos o tres garrafas por persona, porque el pozo tiene un fondo. La bomba empieza a extraer tierra y luego hay que limpiarla. Y hasta que el pozo se vuelve a llenar pasa al menos un día.
Y qué, está rica, ¿verdad? ¿Quiere más? Pues yo sí. Aquí, donde ahora estoy había siempre cubos con agua, y detrás, en la pared, un pequeño tapiz, Si el agua es buena, la salud es plena. A esta distancia más o menos, donde usted está sentado, él se sentaba dentro de su círculo, y aquí donde estoy ahora me quedaba yo de pie dentro del mío. Le aseguro que aquello de los círculos no acababa de convencerme, me parecían un antojo suyo, y un día le dije:
—¿Podríamos dejar lo de los círculos? En la obra se ríen de mí. ¿Y qué tienen que ver los círculos con tocar el saxofón?
—Tienen que ver, tienen. Ya te enterarás por qué —me dijo—. Tú ahí parado. Acostúmbrate. ¿Crees que vas a tener más sitio? No se vive a lo ancho, sino hacia dentro. Y también se debería tocar hacia dentro, no a lo ancho.
Me decía que si tocara el acordeón me podría sentar, si tocara el violonchelo me podría sentar, y lo mismo con algunos otros instrumentos. Pero no con el saxofón. El saxofón se toca desde los pies y por encima de la cabeza. Entonces el aire entra sólo en el saxofón, no es necesario soplar mucho. No es necesario inflar los carrillos, ni poner tensa la mandíbula. Pero tú aún la tensas. Y ya sabes, los sonidos fórmalos con tus labios, muévelos con tu lengua. Y el saxofón se volverá tan sensible como el dolor. Entre él y tú debería haber dolor. Si no, siempre seréis extraños el uno para el otro. Él, un saxofón, pero tú ¿quién?
Aunque le aseguro que se hizo mucho menos riguroso. Ya no me corregía tanto, me escuchaba más. Había veces que yo terminaba y él parecía seguir escuchando. Si acaso cuando ya me iba me decía que tenía que corregir esto o lo otro, o prestar más atención a esto o aquello.
La verdad es que me esmeraba como nunca antes. El ansia de tocar se apoderó de mí, era auténtico afán. Él decía, se acabó por hoy, pero yo le pedía que escuchara un momento esto o aquello, que ahora iba a tocar tal cosa de otro modo, que me escuchara. Cerraba el ojo bueno y pensaba, duerme. Y de repente lo abría por completo:
—Tócalo otra vez más, que se me ha escapado algo.
A menudo venían los vigilantes y nos pedían que termináramos, que el almacén no podía estar abierto hasta esas horas. Que tenían que sellarlo. Que si ya bastante hacían la vista gorda. Cuando me marchaba, todo a oscuras, en silencio, a veces me costaba creer que aquel lugar fuera el mismo que ese otro donde por el día construíamos la fábrica.
Siempre me dejaba el saxofón para que practicara los domingos en casa, al volver de misa. No, nunca me preguntó si había ido. Sólo me preguntaba si había logrado practicar un poco. Donde me alojaba nunca podía. Desde por la mañana ya estaban jugando a las cartas y bebiendo vodka. Incluso aunque alguno fuera a misa ordinaria o mayor, al volver enseguida se ponía con las cartas y el vodka.
Si hacía buen tiempo, me iba al campo. Los domingos en el campo no había nadie, como mucho vacas en los prados. En campo abierto no se toca bien. Toca uno y es como si lo interpretado se disipara. En los prados, algo mejor. Me ponía entre las vacas. Y le aseguro que el sonido del saxofón cobraba unos matices como en ningún otro lado, no le digo ya en el almacén, ni siquiera en ningún otro local o sala de conciertos en los que estuve después. No me creerá, pero las vacas dejaban de arrancar hierba, levantaban la cabeza, se quedaban inmóviles y escuchaban.
Probé a tocar en diferentes lugares, para comprobar cómo cambiaba el sonido dependiendo del sitio. No sé cómo habría sonado aquí, a la orilla del embalse, o en el bosque, o junto al Rutka, cuando el Rutka todavía pasaba por aquí, o en el pueblo, cuando aún existía el pueblo. Me ayudó mucho, sí, ya lo creo. El mismo saxofón, la misma boquilla, la misma lengüeta, y bueno, yo también el mismo, y en cada lugar sonaba distinto. Por ejemplo, me paraba junto a un río, y donde la corriente era más fuerte, de una forma, donde fluía con más pereza, de otra.
Peor era cuando llovía o en invierno. ¿Que qué hacía? Pues me iba a la obra y me ponía debajo de alguna marquesina. Los vigilantes me dejaban pasar. Luego siempre tenían alguna cosa para reparar. Cuando el edificio quedó ya techado, me resultó menos duro. Me iba a alguna de las naves. Aunque claro, en invierno y sobre todo si el frío apretaba, no aguantaba mucho. Tenía unos guantes a los que les corté las puntas de los dedos, como a esta altura, para que sobresalieran sólo las yemas. Y aun así, a cada rato tenía que echarles el aliento, que se me congelaban.
No sé de dónde salió ese empecinamiento mío. No le voy a decir que es que presintiera que pronto se iba a morir. Puede que fuera el saxofón, el saber que era mío hizo que se avivara algo en mi interior. Y sin tener que ahorrar, sin tener que privarme de nada. Un día me dijo:
—Más de una vez he pensado que para qué voy a conservar yo el saxofón. No toco, se pasa el día en el estuche. Tengo un sobrino, pero cumple condena. Saldrá y, cuando yo me muera, lo venderá por una miseria. Es de tu edad. Venga, ponte en tu círculo.
Hice lo que me dijo. Él estaba sentado en el suyo. Tenía los ojos cerrados, yo tocaba, él escuchaba. De pronto se le abrió un ojo, el malo. Apostaría el cuello a que me vio con ese ojo. Incluso algo le brilló en él. Que hasta dejé de tocar.
—Vas a ir el domingo a misa y le vas a preguntar al cura. La iglesia está casi todo el día vacía, lo mismo te permite tocar en la iglesia. No nos engañemos, tocar en el almacén de poco vale. Te vendría bien una sala de verdad. ¿Y aquí qué hay? ¿Un hangar? Aún peor.
Murió, se terminó la obra, pasé a otra, luego a otra. Recuerdo que estábamos construyendo una fábrica de cables. Un día fui a la tienda a por pan y me enteré de que en las inmediaciones había una iglesia destruida desde la guerra y que los oficios los celebraban en un barracón. Después de la guerra llevaron paneles de hormigón sacados de los campos de concentración y de los cuarteles que se desmantelaron, y con ellos se construyeron casas, graneros, porquerizas, oficinas, salones sociales y escuelas en los terrenos arrasados por la guerra. Y también la nueva iglesia ésa la hicieron con paneles. Estaba en un extremo del pueblo y en el otro extremo estaba la destruida.
Un domingo agarré y me fui a verla, y por si acaso cogí el estuche con el saxofón. No había sido destruida por completo, o sea, no hasta los cimientos. Pero la guerra le había dejado muchas huellas. La mitad del techo caído y la otra mitad agujereado. Los muros atravesados por boquetes. En las ventanas ni un cristal, pero en su momento tendría vidrieras, porque en los bordes aún quedaban restos de cristales de colores. La puerta principal arrancada. Y el coro derruido como por el efecto de una bomba. Se entraba a través de escombros. De los escombros sobresalían los fragmentos de un órgano aplastado. Pisé donde no debía y sonó un chirrido que hasta me asustó. Pero es que no había otro sitio por donde pasar, sólo entre los escombros. No había ni un banco, ni rastro de los confesionarios, no quedaba nada donde habían estado los altares, el principal y los laterales. En el suelo, huellas de fogatas. Se ve que los soldados habían quemado los bancos, los confesionarios y los altares para preparar la comida o para calentarse. En todas las paredes había agujeros como de ametralladora, y las figuras de los santos estaban todas hechas trizas. Aquí un trozo de cabeza, ahí un codo, allá un pie calzado con una extraña sandalia. Recogí una mano, le faltaba este dedo, el pulgar. Me puse a buscarlo y encontré otra mano, tenía todos los dedos, cerrados, sujetaban un fragmento de un rosario. Pero resultó que no estaba emparejada con la otra, aunque una era izquierda y la otra derecha. De los demás restos no le voy a hablar, supongo que se los imaginará. Había que tener cuidado dónde se ponía el pie. En resumen, escombros y ruinas por doquier. Encima, durante todos aquellos años desde la guerra, se habían mojado con la lluvia, los había cubierto la nieve, el frío los había congelado, y no se veía que nadie hubiera intentado proteger todo aquello para que no se estropeara más.
Algunas estaciones de la Pasión de Cristo mal que bien se conservaban. Estaban agujereadas, ennegrecidas, algunas casi habían perdido el color, tanto que no habría sido usted capaz de adivinar si la cruz la llevaba Jesús o si iba ella sola. Bueno, y el púlpito. Resultaba hasta extraño que se hubiera salvado, se lo aseguro. También tenía agujeros de bala, pero no le faltaba ni un peldaño. Sí, de madera. Quizá pronunciaban discursos desde arriba para mantener alta la moral de los soldados. O puede que con ocasión de algún aniversario. Las fiestas se celebran hasta en la guerra.
Subí al púlpito. No tenía intención de tocar, se me había caído el alma a los pies al ver esas ruinas. Lo único que quería era mirar todo aquello desde lo alto. Nunca antes había estado en un púlpito. De pequeño siempre me parecía que desde el púlpito el cura veía todo lo que había dentro de las cabezas de la gente. Aunque alguien tuviera un pelo abundante, o aunque las mujeres llevaran en invierno un pañuelo alrededor de la cabeza, él lo veía todo a través del pelo y a través del pañuelo. Y durante los sermones me escondía detrás de mi padre o de mi madre para que no me reprendiera delante de toda la iglesia, mirad, ahí, dentro de esa pequeña cabecita rubia ya se oculta el mal, y el mal crece junto con el hombre, recordadlo, hermanos y hermanas. Porque en todos los sermones, que si el mal esto y el mal lo otro. Alguna vez citó a voces por su nombre y su apellido a éste, a ése, a aquélla.
Allí estaba yo subido al púlpito y mirando las ruinas desde arriba. Y al rato noto como si algo me susurrara que tocara. Igual eran las propias ruinas. Abrí el estuche, saqué el saxofón, me llevé la boquilla a la boca, pero seguía teniendo dudas. Y de repente fue como si mi saxofón empezara a tocar solo. Tocaba y tocaba, y yo como si nada más escuchara cómo sonaba entre aquellas ruinas lo que estaba tocando. Y en ese momento veo en la puerta a alguien que avanza a duras penas entre los escombros. Pelo blanco, revuelto. Lleva en la mano un bastón, lo levanta y lo mueve en mi dirección, me grita algo. Se agita como si quisiera echar a volar. Pero la pierna derecha no le deja, a cada paso que da se inclina sobre ella, tanto que parecía que antes de llegar se iba a ir al suelo. Tuve la sensación de que era alguien que había salido de entre los escombros. Al final llegó cojeando hasta el púlpito, sofocado, empapado en sudor, y gritó como si fuera su último aliento:
—¡Baja de ahí! ¡No armes ruido! ¡Baja! ¡¿Me oyes?! —Se acercó al púlpito y empezó a golpearlo con el bastón—. ¡Baja! ¡Baja!
No dejé de tocar. Salió de debajo del púlpito y se quedó de pie con la cabeza levantada, mirándome, como si se hubiera puesto a escucharme. Pero se ve que no podía estar mucho tiempo con la cabeza así, porque se apoyó con ambas manos en el bastón y bajó la mirada hacia ellas. Permaneció así, inmóvil, escuchando. Al rato volvió a levantar la cabeza.
—¿Qué es ese tubo? —me preguntó—. ¿Ése con el que tocas?
—Un saxofón.
—Nunca había oído hablar de ese instrumento. ¿Crees que le gustaría a Dios? Siempre ha escuchado el órgano. Pero ya lo ves, el órgano está destrozado. Si me ayudaras podríamos sacarlo. Yo solo no puedo. Soy viejo ya. Y si suelto el bastón, las piernas no me sujetan. Toda mi vida he sido organista aquí. ¡Menudo órgano era! Allí en el barracón no me necesitan. Ni harmonio tienen, así que aquí me he quedado. Dios también se ha quedado aquí, conmigo. No se habría mudado a un sitio donde no hay música.
Fue hasta los escombros y empezó a golpearlos con el bastón.
—Mira. ¿Lo escuchas? Baja, levántame este trozo de muro, se oirá mejor.
—¿Qué se oirá mejor?
—Bah, no entiendes nada. Vengo aquí a veces, me siento sobre estas ruinas y escucho. ¿Lo oyes ahora? Pero si me pudieras quitar este trozo de muro… Baja. Tú eres joven, podrás hacerlo.
Fui casi todos los domingos y le ayudé a sacar el órgano. Es decir, él se sentaba a mi lado y yo desescombraba. A veces se levantaba, intentaba levantar algún trocito, pero en cuanto se inclinaba perdía el equilibrio. Así que al final le pedía que se sentara, que ya lo hacía yo solo. Apenas hablaba, no me preguntaba nada, quizá escuchara. Porque cuando levantaba algún trozo grande de escombro, repetía siempre:
—Oh, ya se escucha mejor. Quita ahora eso de ahí.
Un día desescombré y desescombré hasta que di con el teclado. Me senté a descansar y dijo:
—Mira qué cerca está ya. Escucha.
Le doy mi palabra de que no escuché nada. Y le pregunté:
—¿Qué está cerca?
—Dios, bien cerca —me dijo—. Dios primero es música y después omnipotencia.
Un domingo voy como de costumbre, echo un vistazo, no está. Y siempre llegaba antes que yo, se sentaba sobre los escombros y esperaba. Al domingo siguiente tampoco lo encontré allí. Y al siguiente igual. Desenterré el órgano entero. Pura chatarra, se lo puede imaginar. Saqué hasta los fragmentos más pequeños. Pero ya no volvió por allí. Quizá muriera antes de que yo desenterrara el órgano. Y casi mejor, porque si lo llega a ver…