Se lo aseguro, me cambió la vida. Pues el almacenero aquel. Antes le hablé de él. Almacenero, y resultó ser un saxofonista. No sé por qué se extraña usted. Sepa que en aquellos tiempos pocos ejercían de lo que eran. El Cura, un soldador. Y muchos como él trabajaban en la construcción, ocultos tras oficios muy diversos. Con frecuencia uno se enteraba de esas cosas compartiendo una botella de vodka. Y no en la primera ocasión. El que no bebía o bebía sólo de vez en cuando, no era digno de confianza. Por eso me habitué a la bebida. Sí, te investigaban, pero sólo por encima. Fue más tarde cuando empezaron a indagar con mayor profundidad en el pasado de la gente. Y hasta a meterle mano a las conciencias. Más aún porque la conciencia resultó ser algo distinto a lo que era. ¿Usted piensa que la conciencia es algo estable? Pues lástima que no trabajó usted en alguna obra durante aquella época. Seguro que en otros sitios era igual, pero yo trabajé en la construcción y sólo puedo hablar de la construcción. Mire, todo cambio en el mundo es un golpe a las conciencias. Y ya no digamos si se trata de cambiar el mundo por uno nuevo, mejor, que entonces es sobre todo a las conciencias.
En cualquier caso, en ningún otro lugar encontraría usted tantas personas diferentes. Albañiles, estucadores, soldadores, electricistas, fontaneros, gruístas, conductores, abastecedores y demás, y lo mismo en las oficinas, y luego resultaba que éste era esto, aquel aquello, éste venía de tal sitio, aquel de tal otro, o habían estado en campos de concentración, o en prisión, o en tal ejército, o en tal otro, o en la insurrección, o en los bosques, con los riñones machacados, o sin dientes, o sin uñas, menores de edad o aún muy jóvenes, pero ya canosos. Cada una de esas obras era una auténtica torre de Babel, pero no de idiomas sino de destinos humanos. Aunque también había algunos, y no precisamente pocos, que por sí mismos cambiaron de oficio para unirse a la edificación de ese mundo nuevo y mejor, porque habían dejado de creer en el viejo.
Ya no me acuerdo en qué obra trabajaba uno que se encargaba de la planificación. Uno decía, el de la planificación, y ya todos sabían de quién se trataba. Pues una vez, bebiendo, confesó que era profesor de Historia. No tenía mucho aguante bebiendo, se emborrachó y empezó a contar que la historia le había engañado. ¿Se lo imagina usted? Que la historia le había engañado. Como si la historia pudiera engañar a alguien. Nosotros somos los que engañamos continuamente a la historia, dependiendo de lo que queramos de ella.
De todas formas, en mi opinión cada cual vive por sí mismo y cada vida es una historia diferente. Puede que intentemos verter todo eso en un solo recipiente, en una sola inmensidad, pero de ahí no se desprende la verdad sobre el hombre. Después de todo, puede uno imaginarse una historia de personas individuales que hayan vivido en cualquier época. ¿Imposible, dice usted? Ya sé que es imposible. Pero imaginarla se puede. Nada existe como un conjunto generalizado y mucho menos el hombre. No sé desde qué perspectiva mira usted el mundo. Yo, ya le digo, miro desde tal o cual obra. Siempre eran personas individuales, no se parecían entre sí. Se decía equipo, igual que se dice historia, pero sólo en las reuniones.
Por ejemplo, en una de las obras trabajaba un estudiante de Filosofía. En realidad había terminado los estudios, sólo le quedaba un examen cuando estalló la guerra. Y tras la guerra aprendió a pavimentar. Era incluso jefe de equipo, me hice amigo suyo. ¡Buf, cómo le daba! Su cabeza no sólo tenía aguante para la filosofía. Y una vez, mientras bebíamos, empezó a hablar de sus estudios sin terminar, y otro le preguntó:
—¿Y por qué no los terminaste? Después de la guerra pudiste hacerlo. Por un examen…
Pareció que los ojos le iban a explotar, y eso que no habíamos bebido tanto.
—¡¿Y para qué coño?! ¡¿De qué me vale la filosofía después de todo eso?! ¡Ninguna mente habría comprendido eso! ¡Ningún Platón, ningún Sócrates, ningún Descartes, Spinoza, Kant! ¡Que se vayan al cuerno! —Y dio un porrazo en la mesa con el vaso.
Nos miramos unos a otros, porque ninguno sabíamos quiénes eran esos que tanto le contrariaban. Tampoco se atrevía nadie a preguntar, porque lo mismo ya deberíamos saberlo. Lo único que dijo uno fue:
—Está visto que en todas partes te encuentras con los mismos hijos de puta. Y no sólo en la construcción. —Y le llenó el vaso hasta arriba—. Toma, bebe.
Créame, si no hubiera trabajado en la construcción… Bueno, y si no hubiera bebido. En fin, de cualquier forma, aprendí a vivir en la construcción. Y todo gracias a tanta gente diferente como uno se encontraba y que no habría encontrado en ningún otro lugar. Sí señor, les debo mucho. Incluso le diré que lo mismo a ninguno de ellos le apetecía vivir. Cada uno por una razón. Y sin embargo vivían. Lo que les debo sobre todo es eso, aunque a menudo parezca que uno no está en condiciones de pagar un precio tan alto y no tiene a quién pedir prestado, se debe vivir. Y lo más importante, me convencí de que yo no era una excepción. Si lo soy, entonces el mundo está habitado por excepciones. Pero todo eso salía compartiendo el vodka. Así que, ¿cómo no iba a beber?
Por ejemplo, el que trabajaba en el departamento social, repartía las pastillas de jabón, las toallas, las botas de goma, los guantes. Eso lo podía hacer cualquiera, pero luego bebiendo resultaba que era esto o lo otro. O el de la excavadora, parecía que aparte de manejar la excavadora sólo estaba capacitado para beber vodka, y después de medio litro o de un litro se ponía a recitar poesías de memoria, otro a Cicerón en latín. Y gracias al vodka incluso les escuchábamos con atención.
En otra obra trabajaba uno que había sido policía antes de la guerra. No sé si estará de acuerdo conmigo en que todo cambio de mundo empieza por la policía. Tenía que ocultarse, porque durante la guerra también fue policía, se lo ordenó la Resistencia. No tenía ningún certificado que enseñar, por supuesto. ¿Quién se lo iba a haber dado? Y alguno hasta con sello lo exigiría. Los que al parecer habrían podido confirmarlo, habían muerto todos. Que tampoco serían muchos. Dos o tres a lo sumo. Por eso después de la guerra cambiaba continuamente de sitio, para que no pudieran seguirle el rastro. Durante ese tiempo aprendió unos cuantos oficios. En nuestra obra era estucador. Pero en mi opinión bebía demasiado. Y cuando se emborrachaba, se desgarraba la camisa y se golpeaba el pecho, hasta retumbaba, y repetía que la Resistencia se lo había ordenado. Cuando se bebía también había que saber ponerle límites a la franqueza. Yo nunca decía gran cosa, a lo más cómo me había ido en las obras anteriores. En cambio él, cuando se emocionaba con aquello suyo de que la Resistencia se lo había ordenado, lo juraba por la Virgen de Ostra Brama, lo que podía levantar aún más sospechas, porque la Virgen de Ostra Brama ya no era nuestra. Policía, y no sabía beber con cabeza.
Algunos, aunque se pusieran como una cuba para ahogar en alcohol una desesperación quizá mayor y el corazón estuviera a punto de estallarles porque desearan abrirlo a los demás, no decían ni una palabra más de las que querían decir. Está claro que el que bebe por afición y no de tarde en tarde, sabe cómo hablar mucho sin decir nada, cómo reírse cuando no está para risas, cómo creer en algo cuando ya no se cree en nada, ni siquiera en un mundo nuevo y mejor.
No sé qué sería del policía, porque poco después me marché a otra obra. Por ninguna razón en particular. Quizá me pareció que en otra obra iba a beber menos o incluso a dejar la bebida. Además, cuando llevaba mucho tiempo trabajando en un sitio, notaba algo así como si esa obra empezara a enredarme, a absorberme. No aguantaba y me iba a otra. Pensará usted que era simplemente impaciencia, como le pasa a cualquier joven. Pues no. Era que no me sentía capaz de atarme a ningún lugar. Hasta me daba miedo que pudiera llegar a atarme.
No, no tuve problemas con eso. Era un buen electricista. Siempre me asignaban las instalaciones más complejas. Máquinas nuevas, instalar equipos, siempre a mí. Arreglaba cualquier avería. Recibía todo tipo de elogios, me dieron montones de diplomas. Cuando repartían las primas, nunca se olvidaban de mí. Incluso, si en casa de algún director se estropeaba algo, siempre me enviaban a mí por deseo del director o de su esposa. Podría haber ido cualquiera, que lo mismo no era más que una plancha o una cazuela eléctrica, o que se había fundido una bombilla, pero iba yo.
¿No cambiaba con frecuencia de trabajo? ¿Nunca? ¿Cómo es posible? ¿Tan a gusto se encontraba viviendo siempre en el mismo sitio? ¿Y en qué puesto trabajaba, si me permite la pregunta? ¿No trató usted de ascender? Eso sí que no lo entiendo. A cualquiera le gusta ascender, aunque sólo sea un peldaño. Para la mayoría ése es el objetivo de sus vidas. ¿Y a usted le daba igual, así, sin más? Pues no entiendo nada. ¿Y qué institución o qué empresa era? ¿No puede decírmelo? Comprendo. En ese caso, perdone que le haya preguntado.
A mí, ningún sitio me parecía lo suficientemente bueno. No en ese sentido, porque cada vez ganaba más. Quizá me motivara pensar que al menos el lugar al que me cambiara sería diferente. Pero en todas partes era igual. Bebían tanto como en la obra anterior. Hasta que me alcoholicé por completo. Y sólo cuando llegué a la obra aquélla en la que empecé a tocar en una orquesta, y bueno, donde conocí también al almacenero que le digo, sólo allí trabajé hasta que terminó la obra. Y eso a pesar de que se alargó como ninguna.
Espere, ¿en qué obra era esto otro? En fin, da lo mismo en cuál. El caso es que allí trabajaba un tipo, bueno, trabajar es mucho decir, apuntaba las horas extras. No sabíamos nada de él. Ni siquiera despertaba curiosidad saber quién era. Porque vaya un trabajo, apuntar las horas extras. Casi no bebía vodka, a no ser que le invitáramos alguna vez cuando resultaba que nos había apuntado las horas extras como es debido.
Pues un día llegaron en un coche dos civiles y un militar, le preguntaron si era fulanito. Sí, él era. Le esposaron las manos a la espalda, le metieron en el coche y se marcharon a todo gas. Y ya nunca volvió. Nosotros jamás nos enteramos de quién era. Que apuntaba las horas extras, nada más.
La verdad es que algo podíamos haber sospechado, porque siempre iba bien vestido, con chaqueta, corbata, el pantalón planchado, siempre afeitadito, oliendo a colonia. A las mujeres, daba igual que se tratara de la de la limpieza o de la jefa de Contabilidad, siempre les besaba la mano cuando las saludaba. Y al hablar de las mujeres, sólo se refería a ellas como «el bello sexo». El bello sexo, señores míos. Con el bello sexo, señores míos. Nunca se habló de tú con nadie. Quizá si hubiera bebido más a menudo con nosotros… Pero sólo le invitábamos cuando queríamos darle las gracias por las horas extras. Y era hombre de honor. Le invitábamos y aun así siempre traía al menos medio litro.
Mire, me acabo de acordar de otro detalle. Nunca cogía del plato el embutido o los pepinillos con la mano, como hacíamos todos. Siempre con el tenedor. Se traía su tenedor cuando le invitábamos, lo llevaba envuelto en una servilleta. Permítanme, señores, que use el tenedor, es la costumbre. Y siempre le quitaba la piel al embutido antes de comérselo. A menudo pienso que quizá de no haber sido por lo del tenedor… Si hubiera cogido el embutido con las manos y lo hubiera comido con piel, como todos nosotros… Muchas veces sólo son tonterías, pero luego resultan huellas tan claras como pisadas en la nieve.
Pues a lo que iba, lo del almacenero. Creo que ya le comenté antes que estábamos construyendo una fábrica de vidrio. Además, en pleno campo. Con el trigo ya casi maduro, no permitieron que la gente lo segara. Incluso nos ofrecimos a ayudar, para segarlo más rápido, que sería una lástima desperdiciar todo ese trigo, la de pan que podría hacerse, y pan a veces también faltaba. Que no, que el plan iba con retraso. Tenían que haber empezado el año anterior, tenían que haber empezado en primavera. Y no hacían más que meternos prisa, más rápido, más rápido, día sí día también, a destajo, hora extras, echando noches. Que las ciudades esperan el cristal, los pueblos lo esperan, las fábricas lo esperan, los colegios, los hospitales, las oficinas, como si todo fuera a ser construido de cristal. Pero allí siempre faltaba algo, o no habían traído esto, o no se habían llevado lo otro, y cada dos por tres la obra se paraba.
Bueno, pues en aquella obra estaba este almacenero. No tenía aspecto de almacenero, se lo aseguro. Sí usted le hubiera visto, no habría creído que era almacenero. Andaba encorvado, le costaba girar la cabeza. Cuando caminaba, más parecía arrastrar los pies que dar pasos. Se decía que eran secuelas de la guerra, de los interrogatorios. Pero al parecer no había vendido a nadie, no había confesado nada. No sé si era vedad o no. Nunca le pregunté y él tampoco me dijo nada. A la gente no le gustaba entonces hablar abiertamente de todo eso. Y tenía la mano izquierda medio paralizada, cuando el tiempo estaba lluvioso se la frotaba con frecuencia. Y tampoco dijo nunca a qué se debía, aunque parecía artritis. Cuando se le preguntaba algo, lo normal era que dijera que no había nada de qué hablar. La derecha tampoco estaba muy bien. Si le daba a uno un recibo por algún recambio, apretaba el lápiz indeleble con toda la fuerza de su mano contra el recibo, para que no le temblara. Y siempre usaba un lápiz muy cortito, apenas le sobresalía entre los dedos. Cada nuevo lápiz lo dividía en cuatro y con ellos escribía. No por ahorrar. Sólo que si a uno le sobresale todo el lápiz de la mano, ya lo puede apretar todo lo que quiera contra el recibo que le va a delatar igual. De todas formas, en el recibo se notaba el temblor ese, aunque no hubiera escrito más que «tornillos: una pieza».
Ah, y casi no veía por un ojo. Para despistar miraba a la gente con el ojo malo y el otro lo entrecerraba. O por turnos, un rato con uno, un rato con otro, y eso despistaba aún más. Y menudo pesado era, ¡buf!, pesadísimo. Se iba a por algún recambio al almacén y parecía que iba a preparar un informe, que por qué, que para qué, que dónde, que si esto, que si lo otro, antes de hacer el recibo y entregar el recambio. ¡Y madre mía, lo que criticaba a todo el mundo! Que si con las piezas que estropeamos habría bastado para otro edificio igual, y que seguro que hasta robamos. Lo sabe, lo sabe. Tú quizá no, pero el resto, todos. Se creen que no se roban a sí mismos.
Eso sí, vaya oído que tenía, se lo aseguro. Quizá por eso le hicieron almacenero. Estaba uno de pie frente a él mientras firmaba el recibo y de pronto levantaba la vista y preguntaba:
—¿Por qué rechinas?
—¿Cómo que rechino? No hago nada.
—Rechinas, lo oigo.
O:
—¿Qué pasa, que tienes asma? —Cuando lo mismo uno estaba sano como una manzana—. Bebed, fumad, que os vais a quedar sin aliento antes de moriros.
O cuando le entregaba a uno un recambio, se lo tenía que acercar antes al oído. Si era muy pesado, se inclinaba sobre él. Y decía, muy bien. O, te voy a dar otro.
Sí, sí, el oído en un almacén como aquél tiene mucha importancia, quién sabe si no más que la vista. El almacén ocupaba todo un barracón, habría tenido que recorrerlo constantemente para controlarlo. Pero él se sentaba ante su escritorio y lo escuchaba todo de un extremo a otro. Habría oído el trotecillo de un ratón, así que más aún a alguien intentando entrar por una ventana del fondo.
En la obra nadie sabía que era saxofonista. No lo había dicho. Tocar hacía mucho que no tocaba. Pero a veces, si se entraba de improviso en el almacén, a uno le daba la impresión de haberle interrumpido mientras estaba concentrado en escuchar algo. Puede que escuchara el almacén. Porque, como él decía, música puede salir incluso de una piedra.
Y nadie lo habría sabido de no ser porque decidieron crear una orquesta en la obra. De arriba llegó la orden de que si en plantilla había más de equis personas y estaba previsto que la obra durara más de equis tiempo, tenía que formarse algún conjunto de música, o de baile, un coro, un grupo teatral, que era preciso procurar entretenimiento a los trabajadores. Así que empezaron a buscar gente que tocara algún instrumento. Yo me apunté como intérprete de saxofón. A decir verdad, no tocaba desde la época de la escuela y de eso habían pasado ya unos años. Y pensaba que nunca más iba a tocar. Me atraía, no digo que no. A menudo, cuando no podía dormir, me imaginaba tocando. Me escuchaba tocar. Notaba en la boca el sabor de la boquilla. Pues sí, cada boquilla tiene su sabor, o en realidad, la lengüeta. Sentía claramente en las manos cómo tecleaba, cómo pulsaba las llaves con las yemas de los dedos. Llevaba el saxofón colgado al cuello y puede que me pesara más de lo que pesa uno auténtico. A veces veía ante mí un hangar lleno de gente bailando al son de la música que yo tocaba. Ya sabe, el hangar de los bomberos del pueblo, donde se hacían los bailes, las únicas salas de baile que yo conocía.
Pero eso era más bien cuando no podía dormir. Durante el día nunca había tiempo para andar imaginando cosas. O acababa uno tan destrozado por el trabajo que sólo el vodka y nada más que el vodka era capaz de devolverle las ganas de vivir. Nos metían prisa, ya lo creo que nos metían prisa, más de una vez se salía de noche del trabajo, como le digo el plan llevaba mucho retraso, así que sólo el vodka.
No contaba con que me cogieran. Pero pensé, vamos a probar. Porque lo intentaba todo. Intenté leer, intenté no beber, intenté creer en ese mundo nuevo y mejor, intenté enamorarme. Quizá eso hubiera sido lo mejor. Pero para enamorarse no puede uno trabajar de sol a sol, porque luego ya sólo apetece dormir. Es preciso ir de tarde en tarde al baile. Sólo que para ir al baile hay que saber bailar. Y yo ni bailar sabía. No, en la escuela no organizaban bailes y no estaba permitido salir para ir a ningún baile. Los mayores una vez se marcharon a escondidas, se pegaron con los chicos de la localidad, hubo una investigación y después hasta por las noches nos controlaban, por si no estábamos durmiendo.
A veces organizábamos los domingos por la tarde una especie de bailes entre nosotros, en la sala de estudiantes. En otoño y en invierno, que las tardes eran largas y no había clases, y además los domingos no se iba a trabajar. Adornábamos la sala y colgábamos unos anuncios: «Hoy baile». Se escogía a unos cuantos para la orquesta, los más jóvenes hacían de chicas y los mayores, de mozos. Pero ¿qué tipo de baile podía ser aquél si no sabíamos bailar? ¿De qué? Quizá uno o dos sabían un poco, pero la mayoría no hacíamos más que pisarnos los pies. Todo el rato se oían tacos e insultos. Tú, no sé qué, no me pises el dedo gordo, no me pises aquí, no me pises allá. ¡Con toda la pataza me has pisado! ¡Serás…! ¡Vaya una chica de pacotilla! Y cosas peores. ¡¿Es que no puedes bailar de puntillas?! ¡La puta m…! Etcétera. Le vuelvo a pedir disculpas.
Pero ¿cómo íbamos a bailar de puntillas si llevábamos puestas esas botas con refuerzos claveteados en las suelas? No teníamos otras. Fuera verano o invierno, siempre con las mismas botas. Como mucho, se podía intentar descalzo, pero te llenabas de astillas la planta del pie, porque el suelo estaba todo levantado, rajado, desconchado, por los clavos de las botas. Y si uno le daba sin querer un puntapié a otro en el tobillo, el otro aullaba de dolor y hasta le arreaba a la chica que le había golpeado, o sea, a uno de nosotros, de los más jóvenes.
Y como la orquesta tocara algo más animado, ya no sólo se pisaban entre sí los que bailaban juntos, sino que la sala entera se daba pisotones, como si se golpearan adrede unos a otros, hasta se tiraban al suelo. ¡Y entonces sí que estallaban volcanes de tacos y de insultos! Y se formaban peleas, alguno hasta sacaba la navaja. ¿Cómo iba a ser eso un baile, si nadie acariciaba a nadie y nadie le susurraba a nadie palabras tiernas al oído? A lo sumo, alguno de los mozos le ordenaba a la chica que bailaba con él, arrímate, desgraciado.
Los mayores, o sea, los mozos, descargaban en esos bailes su frustración sobre nosotros, o sea, las chicas. En realidad, la descargaban a diario, pero en los bailes era donde ya nada les frenaba. ¿Profesores? ¡Qué va, hombre! Una vez vino uno, echó un vistazo y se fue. En ese momento todos bailaban muy educadamente, claro. Nadie pisó a nadie, nadie soltó ningún taco. Pero fue irse el profesor y ya se imagina usted lo que ocurrió. El baile se desmadró, incluso apagaban las luces una y otra vez. Y en fin, con la luz apagada, mejor ni le cuento.
Había un animador de baile y todo. Uno de los chicos más mayores. En todos los bailes era él. Se prendía unas cintas así en el hombro. Incluso sabía bailar un poco. Era muy charlatán, muy lenguaraz. Pero siempre se ponía de parte de los mayores. No sé si no sería incluso el peor de ellos. Se mostraba amable, nunca soltaba tacos ni insultaba cuando alguien le pisaba, sólo le decía que se disculpara. Pero antes de que se terminara el baile, sacaba a alguna chica afuera, como que se iban a dar un paseo, y allí le hacía lo que quería. A veces le golpeaba hasta hacerle sangre. ¿A quién se habría quejado usted? Ya, pues entonces luego lo habría pagado caro.
A los que bailaban los organizaba en círculos, en dobles círculos, en parejas una tras otra, los cambios de pareja y también para el tango blanco. Para el tango blanco, los que hacíamos de chicas teníamos que sacar a bailar a los mayores, o sea, a los mozos. El animador lo dirigía todo, tú a ése, tú a aquél. Y que ninguno se atreviera a contradecirle, que le cogía del cogote y así le llevaba, pídeselo, saluda, hala, ya está bien, o te pateo el culo. Y uno notaba en el cogote cómo iba cerrando la mano.
Luego durante mucho tiempo me dio miedo bailar, se lo aseguro. El baile me repelía, un poco en contra de su naturaleza, porque después de todo el baile debe atraer a las personas. Quizá debido a que en la escuela siempre hice de chica y las cosas se ven de manera diferente, se sienten de manera diferente, hasta es difícil creer en el baile. Sólo cuando empecé a tocar en aquella orquesta de trabajadores pude superar también lo del baile. Una orquesta debe saber bailar, no sólo tocar para que otros bailen. Y mucho más el saxofonista.
Escogieron a siete de los que se habían presentado. Vino un instructor, trajo instrumentos, nos hizo una audición. Y en fin, dijo que ensayaríamos, nos conjuntaríamos y algo saldría de aquello. No, trajo el saxofón la siguiente vez que vino y me hizo una audición a mí solo. Incluso me preguntó que dónde había aprendido a tocar así siendo tan joven. Que si había tocado ya en alguna orquesta. En la de la escuela nada más, le dije. Vaya, pues debía de ser una escuela de alto nivel. Seguro que tuviste magníficos profesores. Sí, le dije, sobre todo uno de ellos.
En cada instrumento pintaron no sé qué barra no sé cuánto, para saber que eran de la obra. Igual que en los escritorios, las máquinas, los teléfonos, las herramientas, las toallas y en todo lo que fuera de la obra. Teníamos que firmar en una lista, que habíamos recibido en préstamo tal o cual instrumento y nos hacíamos responsables de él. También nos compraron ropa para que todos vistiéramos igual, trajes de color gris, camisas blancas de nylon, corbatas del mismo color y con el mismo dibujo. La guardaban en el departamento social, en un armario, y solo nos la entregaban para las actuaciones, firmando el correspondiente recibo, claro. Cada uno poníamos nada más que los calcetines y los zapatos.
El instructor aquel vino durante varios meses, teníamos ensayo con él dos o tres veces por semana. Después del trabajo, claro. Solo nos dispensaban de hacer horas extras, nos apuntaban dos horas por cada ensayo para que no perdiéramos dinero. A decir verdad, después de unos cuantos ensayos dejamos de necesitar al instructor, porque todos sabíamos mucho más que él. Un soldador, el del hormigón, un enlosador, un gruísta, un oficinista y otro electricista. Todos habían tocado en alguna orquesta menos yo. Éste en una banda militar, ése en la del balneario, aquél en una orquesta callejera durante la guerra, o antes de la guerra. Uno tenía sin terminar estudios en una Escuela Superior de Música, otro era organista, otro, su padre fue violinista en una ópera y decía que a su lado había aprendido a tocar incluso mejor que él.
A mí me escogieron porque fui el único que se presentó para tocar el saxofón. El saxofón no era entonces un instrumento tan popular, ni mucho menos. Raras veces aparecía en las orquestas. Sí, por ahí por el mundo sí, pero no en bandas de ese tipo, y menos de obreros. Pero fue precisamente el saxofón el que ayudó al éxito de nuestra banda. ¡Eh, que tienen hasta saxofón! Eso nos daba ventaja sobre otras bandas. Así que pronto empezaron a invitarnos aquí y allá, a otras obras, a fábricas y empresas de toda clase, a unidades militares. No sólo para bailes, también con ocasión de tal o cual festividad, en conmemoraciones, en actos solemnes, para que formáramos parte de la sección artística.
Pues le aseguro que a menudo nuestras interpretaciones resultaban más beneficiosas para la obra que las gestiones de la dirección. Y sé de lo que hablo. Mire, por ejemplo, una vez tocamos en un acto en una fábrica de cemento. Quizá sepa usted cómo era el tema del cemento en aquellos tiempos. Sí, con todo era igual, tiene razón. Sólo que sin cemento en la construcción no se hacía nada de nada. A menudo había que mendigar cada tonelada, organizar alguna fiesta para la dirección de la cementera, para el comité de empresa, acordarse del cumpleaños de éste o de aquél, de cualquiera que tuviera alguna importancia o del que dependiera algo, llevar regalos. O mandar telegramas, telefonear. Y cuando nada surtía efecto, a quejarse a las altas esferas, sólo que eso era lo que menos ayudaba. Si la obra se paraba, así se quedaba.
Me pidieron que tocara un solo de saxofón especialmente para la esposa del director, aquel día era su santo o su cumpleaños, creo. Así que anunciaron que yo iba a tocar un solo para ella, el resto de la banda tocaría de fondo. Protesté diciendo que nunca antes había tocado solo. Pero luego pensé que, después de todo, también para mí sería un reto. Estaba sentada en primera fila, junto al director, una mujer bien atractiva, morena, lo recuerdo. Me pongo a tocar, veo que se le ilumina la cara, pues a por todas. Terminé mi solo y la sala como muerta, ni el más mínimo aplauso. Pero fue levantarse ella y ponerse a aplaudir y a gritar bravos sin apartar la mirada, y toda la sala empezó a ovacionarme, algunos incluso con más entusiasmo que ella. Y ya luego no hubo ningún problema con el cemento. En el peor de los casos se retrasaban uno o dos días en la entrega. Y la banda entera recibió una gratificación.
Eso fue más adelante, cuando me alejé de él. Del almacenero este que le digo. Y me alejé pues porque, bueno, mire, una vez tuvimos una actuación allí en nuestra obra, era también alguna festividad, unos cuantos recibieron medallas, otros, diplomas. Al día siguiente voy al almacén a por una pieza, me firma el recibo y me dice como ofendido:
—Tocasteis de cualquier manera. Con vosotros no se va a poder hacer ninguna orquesta. Estáis mal coordinados y tenéis poca idea.
Me llevaron los demonios, que viniera un almacenero a decirme eso. La sala había retumbado por la ovación. Aplaudían con más fuerza que tras un discurso del director, todos dándonos la enhorabuena, no alcancé a estrechar tanta mano, y el almacenero me viene con ésas. Pensé, en cuanto me dé la pieza me va a oír éste. De pronto habló con más calma:
—Tú sí vales. Pero el saxofón es mucho instrumento. Vas a echarte a perder en esta orquesta. Os van a ovacionar de lo lindo, eso claro, porque ya me dirás quién ha escuchado antes un saxofón por aquí, en este erial.
Yo estaba a punto de estallar, ¿y este dónde lo ha oído? Entonces me lo contó, que había sido saxofonista, había tocado durante muchos años antes de la guerra y además en muchas orquestas. Le escuché asombrado, porque por su aspecto no habría apostado usted ni cinco céntimos por él, como suele decirse. Hasta olvidé que había ido a por una pieza y le aseguro que sigo sin poder recordar a por cuál. Lo único que hacía era comerme la cabeza: le creo o no le creo, le creo o no le creo.
Las palabras no le salían con facilidad, se notaba que estaba obligándose a hablar. Dos, tres y una pausa, dos, tres y otra pausa, y distanciadas además, como si no pudiera unirlas. O quizá sólo fuera impresión mía, porque aún no era capaz de creer que el recibo me lo había firmado no un simple almacenero, sino un saxofonista. Según dijo, había tocado con todo tipo de saxofones, pero sobre todo con el alto. Y cuando empezó a enumerar los sitios donde había tocado, ¡buf!, se lo aseguro, le escuchaba y me parecía estar soñando. En Viena, en Berlín, en Praga, en Budapest, eso en cuanto a las capitales, y también en muchas ciudades más. Y la de países que había recorrido. Empezó a nombrar los locales en los que había actuado y llegué a pensar que se lo estaba inventando. Paradise, Eldorado, Szeherezada, Arkadia, Edén, Hades, Imperial… Tenía la intención de preguntarle qué significaban aquellos nombres, pero me faltó valor. Podría haberle dado por pensar, ¿y tú quieres ser saxofonista? Ah, y en un barco de pasajeros que se dirigía a Estados Unidos. Ya no seguí preguntándome si estaba diciendo la verdad o no, porque ya sólo eso de que un saxofón pudiera llevarle a uno por todo el mundo me obligó a pensar de forma distinta hasta del saxofón.
Volvió a tentarme la idea de empezar otra vez a ahorrar un poco de cada paga para comprar uno, al menos una parte de lo que me gastaba en vodka. Porque no iba a estar toda la vida tocando un saxofón prestado. ¿Y si me voy a otra obra y allí no hay banda? Otro día voy al almacén a por algo y me pregunta levantando la vista del recibo:
—¿Tienes saxofón propio?
—No, sólo el de aquí. Una vez ahorré, pero llegó un cambio de moneda. Estoy pensando en empezar de nuevo.
—No ahorres —me dijo. Me firmó el recibo y ni una palabra más.
Pensé, seguramente cree que no merece la pena, porque puede haber otro cambio de moneda. Y al cambio de moneda, como a la muerte, nunca se adelanta uno. Debía de conocer bien la vida.
Unas semanas después, pasaba yo un día junto al almacén y sale él trapaleando para llamarme:
—¡Entra un momento!
—Ahora no tengo tiempo. Vendré luego. —Era verdad que tenía prisa.
—No, ahora. Luego suele ser demasiado tarde.
—¿Qué pasa? ¿Tiene usted algún asunto urgente? —Veo que sobre su escritorio hay un estuche.
—Ábrelo —me dice.
Lo abro con el corazón temblándome y no puedo creer lo que ven mis ojos.
—Un saxofón —digo, pero como si siguiera sin creérmelo.
—Un saxofón —me dice—. Estuve el domingo en casa y me lo traje. ¿Para qué va a estar allí cogiendo polvo?
—Es dorado —digo, y noto que tiemblo.
—Dorado —dice él—. Alto. Medio mundo ha recorrido conmigo.
—¿Cuánto pide por él? —Finalmente me armé de valor, y en mi cabeza ya me veía pidiendo dinero a todos mis conocidos en la obra, en las oficinas, en la caja de socorros y préstamos. ¿Y dónde más, dónde más? Buscaba dentro de mi cabeza poco menos que como un perdiguero, porque estaba seguro de que todo lo que consiguiera prestado tampoco bastaría. Él también parecía como si hubiera empezado a preguntarse qué precio darme.
—¿Cuánto? ¿Cuánto? ¿Y por qué crees que quiero venderlo? Este tipo de cosas no se venden. A menudo, de toda una vida sólo queda aquello que no está en venta.
Me dijo que si quería podía ir con él allí, al almacén, después del trabajo o los domingos y que podríamos tocar. Es decir, yo tocaría y él escucharía. Mejor que andar bebiendo vodka o jugando a las cartas. Sobre todo porque aún no sabía gran cosa y el saxofón tenía tantos secretos como el hombre. Algunos me los descubriría, otros tendría que descubrirlos yo por mi cuenta, no es que quisiera esconderme nada, sino que él tampoco había sido capaz de descubrirlos.
—¿Y cuánto le pagaría al mes? —le pregunto.
—Nada. Tú tocarás y yo escucharé. Yo no puedo tocar, ya lo ves. A duras penas valgo para ser almacenero. Sólo gracias a la gente buena que todavía hay. Estoy enfermo, ya me queda poco.
Y así empezó todo. Primero me puso la cabeza como un bombo con que el saxofón no era sólo un instrumento musical. Que con rabia, con furia o con ofensas no vas a obtener nada de él. Con paciencia y con trabajo. Con trabajo y con perseverancia. Si quieres que el saxofón fraternice contigo como si fueseis uña y carne, tienes que abrirle tu alma. No le ocultes nada y él tampoco te ocultará nada. Y cada nota falsa que des, se bloqueará y no la soltará. Ni más alta ni más baja, aunque te dejaras los pulmones. De todas formas con los pulmones no basta, sonará pero estará muerto. Tienes que tocar con todo tu ser, con tu dolor, con tu llanto, con tu risa, tus esperanzas, tus sueños, con todo lo que hay dentro de ti, con tu vida entera. Porque eso es la música. Tú eres la música, no el saxofón. Pero debía entregarme por completo, me repetía sin parar, debía concentrarme de lleno si quería escucharme en el saxofón. Porque sólo entonces sería música.
Me llegó a dar miedo ese saxofón, se lo aseguro. ¿Qué tiene de particular?, pensé. Toco con el de la obra, también es un saxofón, pero yo no noto nada de lo que dice. Y al principio tocaba mucho peor con aquel saxofón que con el de la banda. Aunque tampoco se puede decir que tocara, porque normalmente practicábamos escalas. Quiero decir, él me lo ordenaba y yo tocaba. Sin parar, escalas y escalas, todas las del saxofón. Aquello me encrespaba, pero qué otra cosa podía hacer. Más adelante trajo partituras y nos pusimos con algunos ejercicios y a interpretar algunos fragmentos, pero no me dejaba tocar ninguna composición entera, sólo a trozos, y así seguí una y otra vez hasta que pasado un tiempo me permitía ya juntar todos esos trozos. A menudo me mandaba tocar algún sonido hasta que me quedaba sin aire, y repetirlo y repetirlo hasta que decía, vale así.
Iba después del trabajo y salía cuando ya había caído la noche sobre la obra. Luego no podía dormirme, volvía a tocar en mi mente esto o aquello, y después, muchas veces, también en sueños. Un día me dijo que sujetaba mal la boquilla y que por eso soplaba tanto sin necesidad. Que colocaba mal los labios, que los apretaba demasiado contra la boquilla y el aire se me escapaba por las comisuras. Que teníamos que corregirlo. En otra ocasión, que pulsaba las llaves demasiado fuerte, que tenía los dedos demasiado rígidos, cuando deberían estar sueltos, que debería tocar las llaves con las yemas nada más. Y las yemas debían ser muy sensibles, que incluso sintieran el roce de un rayo de luz. Porque no eran las llaves lo que tenía que palpar cuando interpretaba, tenía que palpar la música. Tienes manos de tortuga, de articulaciones poco dinámicas. Practica. Mira, aquí en los extremos tienen que doblarse en ángulo recto. Practica hasta en el trabajo. ¡Pero si precisamente por el trabajo los tenía así! Ser electricista tampoco es que exija demasiados movimientos de manos.
A menudo me asaltaba la duda de si realmente sería saxofonista o si se aburría tanto en el almacén que se imaginaba que era saxofonista, igual que podía imaginarse que era cualquier otra cosa menos almacenero. Quizá aprendió a tocar un poco y de ahí el saxofón, pero el resto, un sueño incumplido, nada más. Los tipos así con frecuencia suelen ser un infierno para sí mismos y muchos intentan arrastrar a los demás a ese infierno.
Nunca cogió el saxofón para mostrarme cómo se debería tocar esto o aquello, ya que yo lo tocaba mal.
—Te lo mostraría, pero ¿cómo? —me decía—. ¿Sólo con una mano? Si hasta me cuesta firmar los recibos, tú lo has visto.
Pero en ese caso, ¿cómo sabría que algo estaba mal? Mal, otra vez, repite. Lo sabía, ya lo creo que lo sabía, sólo años después lo comprendí.
Me pasé unos ocho meses yendo al almacén y al final se me quitaron las ganas de seguir. Empecé a ir con menos regularidad, pero él me esperaba día tras día en el almacén hasta la tarde. ¿Por qué faltaste ayer? ¿Por qué no viniste anteayer? Has faltado cuatro días seguidos. La última vez que viniste fue la semana pasada y yo todos los días esperándote.
Me excusaba, que si no hemos podido solucionar una avería y aún tardaremos un par de días. O que nos han retenido en la obra más de lo normal por no sé qué. Que la semana pasada trabajamos a destajo porque es preciso recuperar el retraso en el plan. Yo me inventaba excusas y él las aceptaba como con benevolencia.
—A ver, es lo que tiene esto de la construcción. —Y sólo después de algún tiempo me preguntó—: ¿Y qué, habéis cumplido el plan?
—¡Queeé va! —mascullé.
—El plan igual lo cumples, pero cumplir contigo mismo te va a costar más. —Me pareció notar cierto tono de reproche en su voz.
De pronto una vez, aunque sólo había faltado el día anterior, me dijo:
—Está claro que me he equivocado.
Aquello me dolió tanto que me entraron ganas de decirle que no iba a volver, pero no me dio tiempo.
—No serás capaz de seguir mucho más tiempo tocando y a la vez trabajando en la construcción. De momento no, pero algún día tendrás que elegir. Ahora lo que vas a hacer es dejar la banda. Al menos, que no te eches a perder por su culpa.
—¿Cómo que la deje? —Me estaba sacando de mis casillas.
Se levantó, empezó a trapalear por el almacén, nunca le había visto tan enfadado.
—Pues nada, toca, toca. Cuando alguien no ve más allá de sus narices acaba hundiéndose. Toca, toca. Os gustan las ovaciones, ¿eh?, os gustan las ovaciones, no importa quién os aplauda ni por qué, ¿verdad? Y como encima os apuntan horas extras…
Eso sí que me llegó al alma. Ya le he comentado que nos apuntaban dos horas extras cada día. Pero yo no tocaba en la orquesta por esa razón, ni mucho menos. No por esa razón me apliqué en la escuela como pocos. No por esa razón había ahorrado para un saxofón en lugar de comprar comida con ese dinero. Bueno que si me dolió, muchísimo. Y dejé por completo de ir al almacén. Pensé, ¡pero hasta cuándo voy a estar oyendo que no es así y que no es así! Que mal y que mal. Repítelo y repítelo. Si al menos me hubiera elogiado una sola vez… Y todavía me dice que deje la orquesta.
Me marché sin decir esta boca es mía, pero le aseguro que los puños los llevaba tan apretados como para haberme hecho sangre.
Durante unos días nada me salió bien en el trabajo. ¡Quemé un transformador, yo, el electricista! Me dice que deje la orquesta, era lo que me rondaba por la cabeza todo el rato. Dejar la orquesta. Cuando la orquesta era mi única esperanza. Por no hablar de que cada vez lográbamos más éxito. Poco antes nos habían pasado a media jornada en el trabajo y la otra media se la dedicábamos a la banda. Además, en unas pocas semanas teníamos que tocar en un baile de máscaras para unos jefazos. Nos escogieron entre un montón de bandas. A todos les pareció un gran honor. Y no sólo para nosotros como orquesta, sino para toda la obra, para la dirección, para todos.
En aquella ocasión la dirección nos compró trajes nuevos, oscuros, a rayas, nuevas camisas, corbatas, incluso barajaron la idea de sustituirlas por pajaritas, había división de opiniones. Además, recibimos zapatos, negros, calcetines, también negros, un pañuelo. Al parecer también quisieron comprarnos gabardinas, para todos iguales, porque era en otoño, pero el presupuesto no alcanzó. No se puede usted imaginar lo emocionados que estábamos con lo del baile. Contábamos los días que faltaban para aquella fecha. Y la noche anterior a que vinieran a buscarnos casi ni dormí.
Fue un sábado. Llegó un camión con lona y bancos a los lados. Y cuando estábamos ya todos sentados, nos prohibieron que asomáramos la cabeza por debajo de la lona. La verdad es que había agujeros en la lona pero, ya que lo habían prohibido así, nadie se atrevió a mirar ni por los agujeros. De todas formas, atrás iban con nosotros dos militares que no nos quitaban ojo. En cuanto arrancamos, bajaron la lona y viajamos como encerrados en una caja negra.
Nos dijeron que tardaríamos unas dos horas en llegar. No creo que en realidad el lugar estuviera tan lejos, lo que ocurre es que la carretera venga a subir, venga a bajar, todo el rato dábamos botes, nos sacudía de un lado a otro, los bancos se desplazaban hacia el centro, teníamos que llevar bien agarrados los instrumentos. Cuando llegamos al sitio ya había oscurecido. No sé qué edificio sería ése. Grande, amplio, en medio de un bosque, o quizá de un parque. No se veía mucho más. No nos permitieron echar ni un vistazo al bajar del camión. Enseguida nos condujeron a un pasillo en el ala izquierda y del pasillo a una pequeña sala. Allí, uno de los militares que nos había acompañado se presentó a otro militar, que llevaba dos estrellas en las hombreras, y le dijo que la orquesta había sido trasladada sin novedad y le informaba de su plena disposición para tocar. El otro nos mandó quitarnos los abrigos y los sombreros y colgarlos en el perchero. Yo no llevaba sombrero, sino boina. Tenía intención de comprarme uno, eso es cierto. Y me lo compré. Con la primera paga de la primera obra en que estuve después de trabajar en la electrificación del campo, como le dije antes. Sólo que aquélla era ya mi cuarta obra, creo, y llevaba boina.
Nos los quitamos, como nos habían mandado. Al momento entraron dos civiles desde una habitación contigua, uno llevaba una lista en la mano. Comprobó nuestros documentos y fue haciendo marcas en la lista. El otro se acercó donde estaban los abrigos, los sombreros y mi boina, los registró, miró dentro de los sombreros, estrujó mi boina. Luego nos cachearon a ver si llevábamos algo. No sé qué buscaban, no nos lo dijeron. Pero el clarinetista llevaba una navaja, una normal y corriente. Ya sabe usted cómo es una navaja de ésas. No un cuchillo, cabía en una mano. Dos hojas plegables, una más pequeña que la otra, un sacacorchos, también plegable, un abrelatas y quizá una lima de uñas, aunque no recuerdo si entonces había ya navajas con lima. Le pidieron que dejara la navaja, que se la devolverían después del baile.
Casi me da un infarto, porque uno de los civiles le preguntó de repente al otro:
—¿Tenía que haber saxofón?
Y el otro al instante se fue a la habitación de al lado. Allí estuvo un buen rato, o al menos así me lo pareció a mí. A decir verdad, cuando es el miedo el que mide el tiempo y no el reloj, incluso un momento breve se puede alargar una eternidad. Regresó y asintió con la cabeza, pero yo no me sentí para nada aliviado, estaba empapado en sudor. Revisaron detalladamente todos los instrumentos. Agitaron los violines, a ver si algo resonaba dentro, dieron golpes de tambor, por si algo deformaba el eco, miraron en el pabellón del saxofón. Después preguntaron si habíamos traído la relación de temas que pensábamos interpretar. ¿Cómo no íbamos a tenerla si nos habían advertido que la lleváramos? Les dimos la relación. ¿Y traíamos las partituras de los temas? ¿Alguno de los temas tiene letra? No nos habían avisado de que fuera a cantar nadie, así que nos extrañó la pregunta. Nos explicaron que no se referían a eso. Por supuesto que teníamos las partituras, aunque nos sabíamos de memoria lo que interpretábamos habitualmente. Con todo y con eso llevábamos las partituras, porque una banda tocando con partituras parecía más seria.
Lo de las partituras fue lo que más tiempo llevó. Las miraba uno y se las iba pasando al otro. Este segundo daba la sensación de entender de música, porque las comprobaba detalladamente hoja por hoja y por su mirada se podía ver que cada una la repasaba de arriba abajo. Incluso tomó entre los dedos dos o tres hojas y volvió a irse al cuarto contiguo. Tardaba mucho en volver y esta vez sí que no era sólo impresión mía. Llegamos a pensar que lo mismo algo no le gustaba, y eso que habíamos elegido nada más temas que ya habíamos interpretado en muchos otros bailes y actos.
Por fin regresó. Nos devolvió las partituras. Dijo que todo en orden. Como vimos después, no se había quedado con ninguna partitura. Aunque cuando las revisamos para asegurarnos de que no las había mezclado, resultó que en cada hoja, en la parte superior, habían escrito aprobado y una firma ilegible.
El militar de las estrellas dijo, vamos. Y nos condujo por un pasillo, por otro, hasta llegar a la sala de baile. Nos ordenó detenernos delante de la puerta y entró él primero. No sé por qué. Quizá para informar a alguien de que la orquesta ya estaba en la puerta. A cada paso unos informaban a otros. No podía uno moverse por allí sin que éste le informara a aquel de que ya había llegado.
Cuando fueron a buscarnos, antes de que subiéramos al camión, uno de los militares que después viajó con nosotros atrás para vigilarnos, nos formó primero en fila y luego se dirigió a otro militar que iba junto al conductor, orquesta lista para partir. Luego bajó la portezuela trasera y nos ordenó subir.
Salió al rato de la sala de baile, nos puso en fila según los instrumentos: violín, viola, clarinete, trompeta, trombón, percusión y yo, el saxofón. No supe si por ser el más joven o por el saxofón.
Al entrar teníamos que tocar algún tema y ya después pasar al lugar destinado a la orquesta. Bueno, pues ahora imagíneselo, entra usted en una gran sala llena de luces, globos, serpentinas, y no ve usted personas, sólo máscaras. Alguien gritó:
—¡Bravo! ¡La orquesta!
Se escucharon algunos bravos más y alguien remató esos bravos con:
—¡Bravo! ¡Bravo!
Resultó que llegábamos tarde. ¡Pero no era culpa nuestra! Le aseguro que no fui capaz de entenderlo. Aquí están esperándonos los que tienen que divertirse y aquéllos nos han registrado como si éstos les importaran un pimiento. Pensé, ¿serán aquéllos más importantes que éstos? Porque fue por culpa de aquéllos por lo que nos retrasamos, nos habían retenido durante mucho tiempo. Quizá por eso no llevaran máscaras y en cambio éstos, todos.
El baile, pues como cualquier otro. No se habría diferenciado de uno normal de no ser por las máscaras. Unos bailaban, otros pasaban a la sala de al lado, donde bebían y comían, como uno se podía imaginar. Verlo no lo veíamos, junto a la puerta había un civil y si alguien entraba o salía, enseguida cerraba la puerta. Pero cuando volvían, pocos eran los que no se tambaleaban. Y así iban alternando, bailaban, salían. No sabría decirle si también comían y bebían con las máscaras puestas. Ni siquiera nos llevaron allí para cenar, sino a otra sala donde también informaron que nos presentábamos a tomar la cena, en número de siete. Y siete raciones fueron las que trajeron.
Era la primera vez que veía a la gente divertirse con máscaras. Los miraba y no me lo creía. Además todos tenían máscaras idénticas, hombres y mujeres. Les cubrían la cara desde la barbilla hasta la frente, con unas rendijas para la boca, la nariz y los ojos, como si en lugar de rostros tuvieran sólo rendijas.
En el extranjero toqué después en muchos bailes de máscaras, pero cada cual llevaba una distinta. Hasta con máscara querían diferenciarse de los demás. Y no digamos las propias máscaras, qué colores tan brillantes, dorados, plateados, con multitud de formas, de estrella, de luna, de corazón. O lo mismo eran muy estrechitas, lo justo para cubrir sólo los ojos, o con agujeros para los ojos, la nariz, la boca y el resto de la cara tapada. Y los trajes también diferentes. En cambio aquí, hasta los trajes eran iguales o se diferenciaban muy poco. Y las máscaras de un solo color, negro.
Me preguntaba cómo era posible bailar con esas máscaras puestas. A través de esas rendijas no podían ni sonreírse, ni sorprenderse, ni hacerse muecas. Hablar quizá pudieran, pero a través de esas rendijas es que hasta la voz puede sonar extraña, a saber a quién pertenece. Y además, que cuando se baila las caras tienen que tocarse.
Quizá por eso cada vez iban con más frecuencia a la sala donde comían y bebían. Y cada vez se tambaleaban más cuando volvían. Algunos ya casi no se tenían en pie. A veces sobre el parqué apenas quedaban dos o tres parejas, y la mayoría bebía y comía en el otro lado. De allá venía cada vez más barullo, y mientras, nosotros allí tocando para esas dos o tres parejas. Hubo un momento en que no había ni una sola pareja, pero seguimos tocando.
Durante uno de los últimos descansos, creo, fui al baño. Oí que en la cabina de al lado había alguien. La cosa no habría tenido nada de extraño de no ser porque escuché que hablaba como dirigiéndose a alguien. Pegué la oreja, pero no hablaba muy claro, farfullaba, se nota que ya va bien borracho, pensé. Lo que me extrañó fue que la otra persona no dijera nada. Las paredes de las cabinas no llegaban al suelo, así que me agaché y me extrañé aún más, porque sólo vi un par de zapatos. No de charol, sino normales, con cordones.
—Bueno, qué, ¿vamos a construir un mundo nuevo y mejor? ¿A ti qué te parece?
Pero ¿a quién se dirige? Sí, es cierto, a veces también puede decirse uno a sí mismo qué te parece. Tiene usted razón, a las personas, con quien más les gusta hablar es con ellas mismas. En mi opinión, incluso cuando conversan con alguien, en realidad están conversando consigo mismas.
En cualquier caso, la curiosidad me hizo contener hasta la respiración. Sobre todo porque había dicho algo sobre ese mundo nuevo y mejor en el que también yo creía. De pronto levantó la voz y dijo casi gritando:
—¡Bobadas! ¡Ni nosotros ni ellos! Todo eso son bobadas, querido.
Me subí en el retrete, me agarré a la parte superior de la pared, me levanté con cuidado hasta que me asomé por encima de la pared lo suficiente como para ver algo. Había alguien de pie frente al retrete, pero solo. Se había levantado la máscara y la llevaba sobre la cabeza, de modo que desde arriba nada más veía esa máscara. Y sobre todo porque se inclinaba hacia adelante y se balanceaba, además tenía una mano a la altura de la bragueta y hacia ahí miraba, como si hacia ahí dirigiera su farfulla: —Socialismo, capitalismo, no valen una mierda. Tú sí que eres poderoso. En ti se cimienta el mundo. Aunque, ¿qué eres tú? ¿Eh? ¿Qué eres tú? Ahí estás, metido en los pantalones. Un lugar tranquilo, confortable. Un nido seguro, podríamos decir. Más de una vez uno mismo se refugiaría ahí si pudiera. Y mira que hay cosas de las que refugiarse, ya te digo. Venga, échate a dormir, que no puedo mear.
Discúlpeme usted, pero en fin, hablamos entre hombres. Delante de una mujer nunca lo habría contado. Quería ver su rostro, pero ni una vez miró hacia arriba. Hasta parecía inclinarse más hacia abajo. Sí, es verdad, tampoco le habría reconocido. Si ni siquiera sabía dónde estábamos, dónde tocábamos, para quién, quiénes eran todos esos que estaban allí divirtiéndose, porque todos llevaban máscaras. Y encima nos habían traído en un camión con lona y nos habían prohibido mirar afuera.
Las manos me empezaban a doler de tenerlas agarradas a la pared, se me cansaban los brazos. Así que bajé con cuidado, primero hasta el retrete y del retrete al suelo, en silencio. Pensé tirar de la cadena para que supiera que había alguien al lado. Pero la curiosidad me detuvo. Ya ve usted, es difícil decir cómo va a reaccionar alguien incluso en el caso de uno mismo. Decidí que sólo iba a toser. Tosí, pero como si nada. Hasta pareció elevar el tono de voz:
—¡Menuda vida te pegas! Todas tus preocupaciones se reducen a ir de una pernera a otra. Y aunque te hagas viejo, nadie te puede echar de ahí. No te nombraré aquí, pero danos a todos una vida como ésa. En cambio yo, mira, ni siquiera estoy seguro de lo que puede ser de mí al día siguiente. No puedo confiar en las palabras de nadie. Todos con máscaras, ¿cómo va uno a saber quién dice qué? ¿Qué palabras significan esto y no lo otro? ¿Cuáles son una sentencia y cuáles una felicitación? Hay que tener cuidado con todas las máscaras. ¿Qué haces? ¿Miras algo? ¿El futuro, quizá? ¡Pero si no tienes ojos! ¿Querrías verme a mí? No merece la pena. Plantado delante del retrete y por tu culpa no puedo mear. Uno tiene demasiadas cosas en las que pensar, te lo aseguro. No sabes cuántas. Porque si lo supieras… A veces se pierden las ganas de vivir. Pero todo eso a ti te da igual. Por tu cabeza sólo pasa una idea. Aunque en teoría es mi cabeza. A decir verdad, ¿de dónde me saco que es mía? ¿De dónde? ¿Porque la llevo sobre mis hombros? Bah, eso no prueba que me pertenezca. A ti también te llevo en mis pantalones y qué, ¿me perteneces? No me lo parece. Más bien yo te pertenezco a ti. Atado a ti, para que haya quien te lleve, te cambie de sitio, te saque, te sujete, te guarde, etcétera. Para eso quizá fuera mejor que viviéramos por separado, ¿no crees? Y que solo nos juntáramos de vez en cuando. Puede que entonces me apeteciera hacer alguna otra cosa aparte de eso. Porque aunque a ti te lo parezca, no resulta tan agradable ser hombre de la mañana a la noche. Lo mismo para ti sí. Pero a ti qué más te da. Lo echas y tan feliz. Y del resto me tengo que encargar yo, a solucionarlo todo. Por no hablar de que tengo también otras obligaciones. Conferencias, plenos, reuniones, asambleas… Y continuamente de aquí para allá, de allí a otro lado, y luego a otro, y a otro, todo el día así, y a menudo incluso por la noche. Que muchas veces hasta me olvido de ti por esta vida que llevo. Una contradicción en sí misma, se podría decir. ¿Sabes dónde está la contradicción? Pues que en teoría tú y yo somos uno. Y eso es una trola como un tranvía. Si este mundo nuevo y mejor fuera a ser también así, yo no estaría en él. O quizá ya no esté en él, ¿tú que crees? ¿Y qué, que meo? Eso no prueba que exista. Además, ya ves que sin tu permiso no puedo ni hacer esto. ¡Hala, venga, a dormir! Menudo eres. Ya sé lo que te gustaría. Y hasta te comprendo. Pero contrólate. ¿Con una de esas máscaras? ¿Y sabes quién puede estar bajo la máscara? No lo sabes. Y yo tampoco. Así que tranquilízate. Tenemos que aguantar como podamos hasta que termine el baile.
Al final tiré de la cadena y salí. Él también salió enseguida, pero ya con la máscara puesta.